martes, 4 de octubre de 2011

Emilia Fortunatti

Seis de la mañana. Amanece tímidamente en el Aeropuerto de Barajas cuando el primer bostezo con aroma a café instantáneo, irrumpe en la cara plomiza de quienes hemos pasado aquí, veinte largas horas, esperando la salida de un vuelo que nos llevará a Buenos Aires y cuya causa de demora desconocemos. Cerca de donde me hallo un grupo numeroso de personas con la paciencia gastada como yo, relativizan, también como yo, un desayuno a base de bocadillos envasados que inviernan el estómago y bebidas gaseosas que hacen cosquillas en la lengua. Una vez comidos, cada cual distribuye el tiempo como bien le parece. En lo que a mí respecta, por tanto, mientras no aparezca en el panel de información el número de vuelo y respectivo despegue inmediato o alguien con responsabilidad dé explicaciones al respecto, elijo este presente, este momento, bueno como cualquier otro, para bajar a la sala de máquinas del corazón y narrar desde allí, ésta, tu, nuestra historia. Resido en el Hotel Mediodía de Madrid donde agoto las últimas fechas del séptimo mes de un año lleno de adversidades tras haber superado en el anterior, un cáncer linfático con posterior quimioterapia agresiva, repulsiva y desconsiderada por levantar en pie de guerra los suelos de mi organismo. Trabajo para una famosa cadena de laboratorios, soy fotógrafo profesional y sinceramente, han cambiado tanto los valores de mi vida que no tengo ninguna gana o necesidad de volver a determinadas parcelas superficiales de la anterior. Un amigo que se ha incorporado también la pasada temporada al equipo del cáncer y calienta siempre por la banda el optimismo, dice que ésas destructivas células malignas, humanizan al resto de la persona.

Durante el tratamiento coincidí con Emilia Fortunatti, corpulenta argentina de cincuenta y cuatro años, afincada por amor en España y poseedora de una facultad innata para sosegar con elegancia las cosas. Nos despedimos un mes después de concluir el sexto ciclo, bromeamos con la calvicie, ojeras, palidez en la piel, vómitos, mareos… El adiós nunca fue tal si no un hasta luego. Ella partió con el firme propósito de regresar con los suyos a Buenos Aires por una temporada si superaba esta segunda mastectomia y yo con la promesa de visitarla cargando al hombro el equipo fotográfico y así conocer de su mano la Pampa Argentina. Ambos deseos se cumplieron aunque cambiaron los matices.

Hace un manojo de cuatro días atrás, planee una mañana de Museos, algún almuerzo ligero de camino al centro y una sesión a las cuatro con película de estreno. Terminé de salir de la ducha cuando llamó la recepcionista por teléfono para decirme que en el vestíbulo alguien me esperaba abajo. Apresurado, intrigado y sorprendido por lo inesperado de la visita, simplifiqué el ritual de plantarme frente al armario por ver qué me pongo. Soy de Cabanas, un municipio de la provincia de A Coruña y pocas personas saben de mi estancia en la capital, como pocas supieron de la enfermedad y siguiente tratamiento, quienes viven en lugares pequeños comprenden lo difícil y casi imposible que resulta pasar inadvertido.
Bajé con gesto de contrariedad, lo reconozco.

Abrirse la puerta del ascensor y reconocer la espalda ancha de David paso en menos de un segundo. Allí estaba, vestido de otoño, de orfandad, de dolor, de vacío, aguardándome compungido. No dije nada, le abracé, me abrazó, lloramos juntos y entonces lo supe todo, fue como volver a escuchar la voz de Emilia cuando decía: “¿vos me querés, flaco?”. David cuidaba un poco de todos nosotros, lo llamábamos “el asistente”. Vigilaba nuestra moral para mantenerla alta, se esforzaba en proporcionarnos una alimentación variada, buscaba métodos de relajo en horas desesperadas. Soportaba debilidades, malos humores y por encima de toda esta maleza, amaba a Emilia, su pareja, esa mujer arrolladora que se afincó aquí para hacerle feliz.

Pasajeros del vuelo con destino al Aeropuerto Internacional de Pistarini, diríjanse a la puerta de embarque tres. Desperté a tiempo de coger mi mochila y a David del brazo, ahora era él el dependiente. Emilia sufrió una recaída y partió a su país con la esperanza de reponer fuerzas al lado de los suyos e ilusionada con la posibilidad de que él en breve fuera con ella. No puedo ser o al menos no de esa manera. Por expreso deseo suyo, íbamos a reunirnos con su familia y viajaríamos hasta la Pampa donde David y yo, esparciríamos las cenizas de aquella mujer a la que tanto quisimos.

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