domingo, 25 de octubre de 2015

Labîb Yilmaz

El autobús urbano de la línea 1 circulaba por la calle Cartagena a más velocidad de la permitida, cuando el semáforo que está a la altura de Francisco Silvela se puso en rojo, y el conductor, desprevenido, tuvo que frenar en seco. Labîb Yılmaz –que significa sensato y valiente–, El turco, como le llaman los amigos y compañeros, y que venía de visitar a un conocido, dueño de un bar en las cercanías de la calle Altamirano, iba pensando la manera de decir en casa que dentro de pocos días entraría a formar parte de un ERE. Trabajaba en el departamento de contabilidad para una cadena de pescaderías con franquicias repartidas por medio país. Hijo de un diplomático nacido en Siria, y de una científica oriunda de Serbia, ambos vinculados al Instituto Cervantes, en Damasco, hasta que cerraron la sede, vivió siempre al margen, o muy protegido de los problemas reales que padecen otras personas. Al agravarse la situación en Oriente Medio, sus padres decidieron enviarle a estudiar a Europa, donde, desde Suecia hasta Georgia, lo hizo en los mejores y más selectos sitios, cursando, finalmente, Ciencias Económicas en la Universidad de Cambridge. Aunque no terminó la carrera, más bien por cabezonería, sí que encontró un empleo para repartir publicidad durante el día, y otro de noche para llevar comida preparada a domicilio. Con eso, y la nada deleznable asignación que recibía de sus padres, ajenos a su nueva situación laboral, le daba para vivir desahogadamente. En el verano de 2012, tras hacer turismo por la Costa Azul, y recorrer pueblos del interior de Francia, llegó a Madrid, invitado –gracias a los contactos que mantenía su familia– por el Ministerio de Cultura. Asistió a cenas oficiales soportando conversaciones obsoletas, a bailes de gala con esmoquin de alquiler y a una subasta que le resultó, como poco: aburridísima. Se hospedaba cerca del Congreso de los Diputados. Un domingo por la mañana, después de haber corrido por el Parque del Retiro, entró a desayunar en una cafetería cerca del hotel. Entendía y hablaba bastante bien el castellano, por eso prestó atención a lo que hablaban las camareras detrás de la barra respecto a una charla que se celebraría en breve sobre vertidos residuales y sus consecuencias a corto y largo plazo. Quiso saber más, así que le ofrecieron la publicidad que había encima del mostrador. Decidió que asistiría. Además de resultarle interesantísimo, le dio la oportunidad de conocer a las personas que marcarían su futuro más inmediato...
              A Olga Granados, que estudió para auxiliar de vuelo y se quedó en tierra, la enviaron como azafata de la ETT que cubría diferentes eventos programados en la ciudad. Esa tarde, en la que El turco apareció por el Palacio Municipal de Congresos del Campo de las Naciones de Madrid, ella sustituía a una compañera que se había puesto mala. Entregaba los programas, sonreía al público e indicaba hacia dónde tenían que dirigirse, dependiendo de lo que fueran a ver o escuchar. Labîb se fijó en su belleza desde un primer momento; tanto que, llegando a la parada del metro, mucho después de acabar la conferencia, se hizo el encontradizo. Olga era una mujer independiente, amante de su libertad por encima de todo, y consecuente con sus actos y forma de pensar. Entre otras muchas cosas, le abrió las puertas de las luchas callejeras, despertando en él un instinto solidario hasta entonces desconocido, que le llevó a repartir artículos de primera necesidad a la población más desfavorecida, preservativos a las prostitutas y jeringuillas desechables entre los adictos a la heroína. Tanto le atrapó esa mujer, y la belleza del Madrid que no pregunta y te acoge, que, sin contar con su familia, una vez terminadas las supuestas vacaciones, buscó un alojamiento barato por la zona de Cuatro Caminos, un piso compartido que le habían recomendado.
           A las pocas semanas de comunicar en su casa la decisión tomada, y comprobar que en su cuenta bancaria no se había realizado el ingreso mensual, Olga le propuso, sin compromisos de ninguna clase, vivir juntos. Bueno, excepto lo que surgiera, claro. Alguien le comentó también que en la cadena de pescaderías SURESTE S.L. buscaban personal cualificado. En un principio, la idea de verse entre espinas y despojos de vísceras no le seducía en absoluto. Pero una vez presentado su currículum y, a pesar de no haber terminado la carrera, viendo que tenía una preparación muy elevada, enseguida le llamaron del departamento de contabilidad, donde, tras estar unos días a prueba, ingresaría rápidamente en plantilla.
           Olga no le toleraría al turco deslices machistas –sabía que venía de una cultura que sí lo era–, ni estaba dispuesta a tener en casa a un tipo que, con dinero fresco en el bolsillo, se tomara la libertad de organizar su hogar. Por esa razón, marcaba mucho la distancia entre la relación íntima que mantenían esporádicamente y la doméstica, con el fin de que la testosterona no se le subiera a los sesos. Tenía una hija de ocho años de una relación anterior. Una niña problemática y desorientada a consecuencia de la educación tan diferente que recibía de sus padres. Labîb cuidaba de ella como si fuera biológicamente suya: juntos hacían los deberes, iban al cine, jugaban a las adivinanzas, al ajedrez –el tablero de los cuadros, que llamaba la pequeña– y, siempre que podían, normalmente domingos alternos, disfrutaban por igual de una bonita mañana en el parque, hiciera sol o estuviera nublado.
           Cuando bajó del autobús y se encaminó hacia el final de Suero de Quiñones con López de Hoyos, donde vivían, ya tenía decidido que se iba de casa sin comunicar la pérdida inminente de su empleo. Lo hacía, –así lo argumentó–, porque la relación que mantenían se fundamentaba básicamente en lo sexual, y él buscaba ya un compromiso mayor… Al principio no cambió mucho el trato con la niña, pero poco a poco, según fueron pasando los meses y cumplido el primer año, se fue distanciando, hasta que dejó de ir a verla a la salida del colegio… Ahora, Olga era consciente del compañero que, en todos los sentidos, había perdido. La única persona por la que su hija demostraba una complicidad especial. Una mañana la encontró sentada sobre la mesa de la cocina, con las manos en el regazo y llorando desconsoladamente. Al preguntarle qué le pasaba, la niña pidió a su madre que por favor buscara a Labîb, pero Olga no halló el valor suficiente para hacerlo...
           Las noches de invierno para las personas que viven al raso son como cuchillos de hielo sin trayectoria determinada. El movimiento ciudadano donde Olga colaboraba hacía rutas por los barrios más necesitados. Sin embargo, en el centro turístico de la ciudad también había personas durmiendo a la intemperie. Esa noche de clima duro, con fuerte viento polar, al grupo de Olga le tocó hacer ronda por Gran Vía y Sol. Sobre las tres de la madrugada, los voluntarios estacionaron los vehículos en la Plaza Provincia, frente al Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación, y se dirigieron a los soportales de la Plaza Mayor. Primero iba quien explicaba el trabajo que realizaban, ofrecía los servicios oficiales de los que disponían e insistía en que fuesen a los albergues. A veces lo conseguía, aunque eran las menos... A continuación daba paso a los compañeros que llevaban el café con leche −los dulces no alcanzaban para todos−. Olga estaba distraída con la tapadera de un termo que no podía abrir. Cuando al fin lo consiguió, derramando parte del líquido, llenó uno de los vasos de plástico casi hasta el borde y lo puso al alcance de unas manos temblorosas que iban en busca de su piel... Los ojos azules y profundos de El turco, desbordados de lágrimas, se parecían a la fatiga que el Mediterráneo trae desde alta mar, para bañar con su espuma la arena dolida de las playas abandonadas. Lo dejó todo en el suelo y le ayudó a incorporarse. Labîb sacudió de sus ropas el polvo del fracaso, se cubrió las manos con los guantes de esquiador que la niña le regalara en uno de los cumpleaños y abrazó a la única mujer por la que sentiría amor en toda su vida...
           Se besaron, y utilizaron palabras que acarician y aclaran las ideas, hasta que la luz del día les devolviera a la realidad de cada uno: a ella, a recoger a la niña, que estaba con los abuelos, para llevarla al colegio; a él, a los mercadillos de la mendicidad, cada vez más empobrecidos. Se despidieron. Olga, con el sabor del fracaso en los labios por no habérselo podido llevar a casa; El turco, con la seguridad de que nunca más la volvería a ver... Su hija la esperaba con el abrigo puesto en el rellano de la escalera y echó a correr hacia ella cuando la vio. Había pasado una noche regular, con dolor de barriga y un vómito que le vino de madrugada; seguramente a consecuencia del bollo de chocolate que se comió antes de la cena, así que pensó que lo mejor sería no llevarla a clase.
           El parque al que normalmente iban con Labîb estaba solitario. Corría el rumor de que unos atracadores rondaban la zona intimidando a la gente. Pero la niña, segura de que El turco aparecería en cualquier momento, insistía en ir hasta allí. Su madre, incapaz de explicar que el hombre tenía que seguir su camino en libertad, y ella preservar su corazón para que nadie lo dañase, cedió y, durante mucho tiempo, en domingos alternos, ambas se adentraban por la maleza, precavidas, hasta sentarse en el banco donde aprendieron que sensato y valiente, en otro idioma, significa Labîb Yilmaz, apodado: El turco.

domingo, 11 de octubre de 2015

Catalina


Sonó el timbre de la puerta, seguido de un toque muy suave con los nudillos. Era Mari, la vecina del otro lado del descansillo. Traía las cosas que le habían encargado: un paquete de detergente pequeño, cien gramos de carne picada para albóndigas, media pechuga de pollo en filetes, un litro de leche y dos paraguayas que añadió por su cuenta. Se lo dio todo a Gloria, la chica de Ayuda a Domicilio, que tenía concedida tres veces por semana. Pasó hasta el salón y dijo: Buenos días, señora Cata. No sé si luego vendremos pronto para pasarme un ratito con usted. Ya sabe que fue el cumpleaños del pequeño –se refería al nieto– y no pudimos ir a felicitarle porque estábamos fuera. Estoy haciendo una tarta para llevarla. ¡No sabe lo contentos que se ponen! Mañana preparo un bizcocho para nosotros y le traigo un pedazo. La mujer asintió con la cabeza. El ruido ensordecedor que subía desde el Taller de Reparación Mecánico MARTÍNEZ, ubicado en uno de los locales del aparcamiento, unido a que Mari se había dado la vuelta, impidió que escuchara lo que la anciana decía: Mari, no me encuentro bien, llame usted donde mi hermana… Pero enseguida cerró los ojos, tal y como hacía últimamente…
            Sobre la encimera, en una bandeja que Gloria estaba preparando para que después la mujer no estuviera mucho tiempo de pie, puso un vaso con agua, la medicación que le tocaba a la noche y tres galletas maría fontaneda, tapadas con una servilleta de papel. Dentro de la nevera, en un plato de postre, dejó una cuña muy finita de queso tierno, un poco de jamón cocido, como media loncha, y el yogur de ciruelas que tanto le gustaba. Recogió el plato de la comida para fregarlo, y comprobando que apenas había probado bocado. A punto de salir, con el abrigo y los zapatos ya puestos, se agachó para besarla en la frente y, acariciándole la barbilla, dijo con ternura: Tómese el jarabe después de cenar, abuela. Todavía no se le ha quitado del todo la tos. Y no duerma con la ventana del dormitorio abierta, que de madrugada refresca mucho. Le hizo otro guiño, pero Catalina no reaccionó, porque tenía la vista clavada en un punto del horizonte que solo ella veía. Suspiró profundo, como dándole a entender que era muy pesada con tanta advertencia y que se fuera ya. En cualquiera de los casos, y pese a la sequedad con que la anciana trataba a su cuidadora, sentía cariño por esa mulata de carnes apretadas, bonito rostro, simpatía radiante, honrada y muy puntual.
            Se levantó del sillón con mucho trabajo y, arrastrando los pies, fue detrás de la chica. Gloria estaba preocupada por la anciana, porque el deterioro se aceleraba por momentos. Así que pensó que lo mejor sería comentarlo en la reunión de grupo que tendrían por la tarde, para que la coordinadora de zona lo tuviera en cuenta. Antes de cerrar completamente la puerta, la joven, envuelta en ternura, le dijo, tocándole a la vez el brazo: Cuídese, Catalina… Echó las cuatro vueltas de llave que la incomunicaban con el resto del mundo… Necesitaba estirar las piernas, porque la piel, de tan tirante como la tenía, despedía fuego. Además, le vendría muy bien dormir; igual con eso se le pasaba el malestar que tenía como de bilis…
            Como no tenía intención de estar mucho rato acostada, solamente se echó una bata por encima. Ahuecó la almohada y notó que, a medida que abría el recuerdo, disminuía la presión de los párpados. Una por una recuperó la imagen de los suyos: de los que aún están y de los que ya se fueron… Se asomó, con distancia y respeto, al balcón de los primeros años de infancia, apuntalados, como estuvieron, de calamidades e inocencia, poblando de risas la calle mientras jugaba con las amigas a la rayuela, a las escondidas, o a saltar la soga, con el miedo siempre presente cuando, en la Guerra Civil Española, los obuses caían en su barrio de casas bajas, obligándoles a correr hasta el refugio, que a veces era una nave con sacos de harina almacenados. Evocó el silencio de tantas noches en vela junto a su madre y hermanas, tejiendo, a real la pieza, jerséis de bebé, para comer al día siguiente. Revivió momentos de aquella larga enfermedad que la mantuvo en jaque entre la vida y la muerte, y cuya consecuencia fue que nunca pudo tener hijos. Recordó también los primeros besos con aquel chico, huérfano de padres, criado por su abuela; un tipo sociable y enamoradizo, y con el que se casó a su regreso del campo de concentración, permaneciendo juntos más de cuatro décadas. Repasó las estrecheces que pasaron, pero reconociendo que, una vez superadas, vivieron a capricho, con su independencia, mimándose el uno al otro, viajando y disfrutando de los placeres que la vida pudo ofrecerles.
            Cuando Catalina enviudó, y su familia insistió en que se trasladara cerca de ellos, la mujer, amante de la soledad y huidiza respecto a los problemas ajenos, no dio su brazo a torcer, permaneciendo en el barrio de Canillejas, que tan entrañable le era. Eso sí, atrapada en el abandono de una oscuridad que la soberbia no le dejaba reconocer… El paso de los años, y las circunstancias que rodearon su vida, confirmarían que tomó la decisión menos acertada para todos, ya que, a veces, no compensa marcar distancia si las penurias son mayores. Pero cambiar a estas alturas, con casi noventa y tres años a sus espaldas, era absolutamente impensable. Lo peor es que el destino iba a colocarla en la jodida recta final que no tiene retorno…
            Se había quedado traspuesta. El bebé de los nuevos inquilinos del bloque de enfrente no paraba de llorar. Miró el reloj y, alarmada, vio que eran las seis menos cuarto de la mañana. Lo comprobó una segunda vez, porque no podía creer que hubiera dormido tanto. Pero sí… Aunque faltaba poco para que amaneciera, la necesidad de ir al baño le obligó a abandonar el lecho. Así que, con la lentitud con que la vejez convierte todo movimiento en un ejercicio interminable, procedió a llevar a cabo las rutinas de una mañana más. Ayudándose de la llave del armario se incorporó, crujiéndole los huesos. Acercó cuanto pudo el andador a los pies de la cama, iniciando un camino que ya no tendría retorno. La luz del pasillo, tenue y de bajo consumo, para gastar lo justo, alumbró la entrada al cuarto de aseo. Se aclaró los ojos y, tras orinar, se lavó las manos. Luego empezó a desandar algunos pasos con la intención de ir a la cocina, sacar de la nevera el vaso de leche y meterlo en el microondas. Pero al girarse perdió el equilibrio y… Estampó los huesos contra el suelo, golpeándose en la cabeza con el mármol de la encimera del lavabo… Cuando, segundos después, reaccionó –nunca pudo asegurar que hubiera perdido el conocimiento– y palpó el charco de sangre que se expandía por las baldosas, empezó a chillar… El paso del tiempo hasta que llegaron a socorrerla del “Servicio de Teleasistencia”, con la angustia por no poder levantarse, minó de impotencia su herido corazón. Alarmada por los gritos y el revuelo que el médico y los auxiliares formaron en la casa, la vecina de al lado llamó por teléfono a Mari, quien con su propia llave acudió de inmediato. A los diez días del suceso, ingresada en el hospital, le sobrevino, de madrugada, la muerte. Al otro extremo de la ciudad, a más de una hora de distancia, su hermana, enferma también, y rota de dolor, dijo a unos familiares que fueron a visitarla: Ha muerto como quiso vivir, sola.
            Meses después, en una cafetería del barrio de Salamanca, en Madrid, Mari –su vecina– y una de las sobrinas de Catalina que iba todos los lunes a verla, recordaban entre lágrimas, y muy apenadas, la testarudez de esa mujer de pelo lacio y cano, tacaña por miedo a quedarse sin dinero para el día de mañana –sin comprender que el día de mañana lo tenía encima– y empeñada en permanecer aislada del mundo real, enterrada en aquellas cuatro paredes de angustia y de agobio. Lástima –dijo una a la otra– que en el informe de la autopsia  no se diga que los últimos años de su vida fueron una cuesta arriba sin atajos ni desvíos. Un manojo de horas amodorradas de tristeza, y a la que un mal paso puso fin.