domingo, 23 de diciembre de 2018

Beirut, Puerta de Atocha

8.

Aunque el discurrir en el barrio pesquero de Guet NDar seguía siendo muy tranquilo, Saint Louis se había convertido de un tiempo a esta parte en una ciudad peligrosa para el turismo: robos, agresiones y un creciente rechazo hacia el llamado toubab dejaban en mal lugar la imagen hospitalaria que en general se tiene del senegalés. En la intimidad de su dormitorio, sentada en el suelo y con el portátil sobre las rodillas, Binta leyó por enésima vez el correo electrónico: “Ha pasado una desgracia, tienes que volver”. Pero hacerlo no era tan fácil como coger un AVE a Córdoba o volar a las Islas Pitiusas. Había desobedecido las leyes musulmanas, y el castigo sería que, una vez dentro, le resultaría imposible abandonar de nuevo el país. El resto del texto, en su opinión, sólo contenía chantaje emocional, y así se lo expresó a Jasmin, conversando en la oficina al día siguiente. ‘Mi hermano pequeño, al igual que yo, era de espíritu libre y muy suyo. Tanto que rompió con la tradición de ser pescador, como son los hombres de nuestra familia’. ‘¿Y a qué se dedicaba?’. ‘Pues fue dando tumbos hasta decidirse por una profesión que verdaderamente le llenara: guiar grupos, no muy concurridos, por el desierto de Lompoul’. ‘¿Y tiene demanda?’. ‘Claro, a la gente le atraen las inmensas dunas, tan espectaculares en su largo recorrido frente al océano, y lo exótico de pasar la noche bajo las estrellas. Buscan, en definitiva, aventuras diferentes, menos convencionales’. ‘Entonces, ¿dónde está el problema?’. ‘En la última expedición que organizó, mientras los demás dormían en jaimas dentro de las carpas, salió del campamento para comprobar en qué estado se encontraba el terreno y calcular la distancia que les separaba de la fuerte tormenta que según los pronósticos se acercaba’, −un nudo en la garganta le obligó a parar−. ‘Tranquila, todo irá bien. Cálmate’, −le puso una mano en el hombro−. ‘Pasado un tiempo −prosiguió−, y preocupados por la tardanza, alguien del equipo fue en su busca. Horas después, a lo lejos, lo que en principio parecía un espejismo resultó ser la silueta de un dromedario. La persona que venía encima, llena de polvo, se bajó, con la cara descompuesta, y dijo haber encontrado al jefe degollado a mitad de camino. Se alteraron muchísimo, cundió el pánico y abortaron el viaje’. ‘Joder’. ‘El e-mail acaba responsabilizándome a mí de cuantos males les acechan’. Cerró los ojos cuando los recuerdos de la infancia emergieron de la memoria. Caía la tarde como un pañuelo de seda a cámara lenta. Ramas variables en tono rojizo y tierra perfilaban en el horizonte una franja sin fin. Su hermano y ella repartían a los visitantes diminutos vasos de té a la menta, con los que se ganaban algunos francos. El chico se giró hacia el oeste, elevó el dedo índice y, señalando hacia donde suponía estaba la libertad, gritó: “algún día te llevaré ahí”. La voz de Jasmin la devolvió a la realidad. ‘¿Y qué piensas hacer?’. ‘Pues no ir, sería un suicidio’. ‘Nosotros podemos garantizar que tu salida de España sea con retorno, pero una vez allí nada es seguro’. ‘Ni hablar. Todavía no he perdido el juicio. ¿Qué adelantaría yendo? Nada. Además, en unas semanas partís hacia Libia y mi sitio está aquí, dándoos cobertura’.
          En plena inauguración del alumbrado en diciembre, Ismael regresó a Madrid para atar algunos cabos sueltos que aún tenía en la agencia publicitaria Plaza’s Intercontinental, antes de firmar el despido voluntario. El director general, que conocía sus planes, trató de disuadirle con un apetitoso aumento de sueldo más incentivos. Pero lo suyo no era una cuestión económica, sino de valores que le daban otro sentido a su existencia. Se sentía muy cansado de la competencia desleal entre colegas, de discursos basados en la prepotencia que dejan al descubierto el plumero del adversario, de tanta ignorancia capaz de cubrirnos de mierda, de la sociedad de consumo que abduce la energía individual de cada uno y de tanta tontería que… Es posible que estuviera a punto de equivocarse, sin embargo, cuando abandonó el despacho del jefe dejándole hundido en el sillón de cuero con incrustaciones de su propia sombra y disimulando con los dedos la raya mal planchada en el pantalón de Armani, de repente se sintió liberado. La siguiente tarea en mente sería seleccionar qué cosas y cuáles no se llevaría a Barcelona, pero prefirió hacerlo después de ver a Ahmad Abu-Abbad, que también vino a la capital a una consulta médica. ‘¿Estás seguro de lo que vas a hacer? Mira que no es lo mismo colaborar de forma puntual con una ONG que trabajar en ella’, −dijo el beirutí−. ‘Sí, está decidido, no te digo que me quede para siempre, pero de momento es lo que me apetece hacer. Conoceros ha sido estupendo, y quizá incorporarme a la organización sea bueno, desde luego para mí lo será’. ‘Me recuerdas mucho a nosotros al principio de llegar’. −Conversaban rumbo a un local donde daban buen té−. ‘¿Por qué no te trasladas definitivamente a Catalunya?’. ‘Aquí están los últimos recuerdos de mi esposa. Algún día te contaré cómo sucedió todo’. ‘Te escucharé con gusto cuando quieras’. ‘Ay, marinero…’, −rieron con ganas−. ‘¡Qué va!, eso son palabras mayores, todavía no estoy preparado para echarme a la mar, aunque lo haré. Por ahora me quedo en la oficina. Oye, ¿qué te ha dicho el urólogo? ¿Todo bien?’. ‘Disfrutemos del paisaje’. Un sol mate de finales de otoño, con nubes no apretadas, se colaba por detrás de los edificios de la nueva Gran Vía, moderna y cosmopolita. Sus amplias aceras, con mobiliario renovado y espectacular amplitud, alfombraban la entrada a las pocas salas de cine que aguantaban en pie sin sufrir el impacto por otras, a las que la irrupción de los grandes almacenes arrancó de cuajo sus entrañas. Ahmad e Ismael se perdieron entre la multitud charlando.
          Hacer entender a Kesia que ya no era esclava de nadie, ni su amo ninguno de los presentes, fue una labor delicada que Binta consiguió con esfuerzo y paciencia. ‘¿Es para mí?’. ‘Oui, madame’. ‘Dibujas muy bien’. ‘Merci’. Apenas juntaba más de dos palabras en castellano sin llevarlas traducidas del francés y escritas para saber lo que decía. ‘¿Aprendiste en la escuela? −absurda pregunta, rápido cayó en la cuenta− ¿Cómo conseguías el material?’ −ésta sobraba−. Supuso que no se explicaba lo suficientemente claro. Pero, para su sorpresa, la otra sacó un lapicero del delantal, un cuaderno de la despensa y, hoja a hoja, con trazo maestro sin temblores ni pudor, resumió lo que la dificultad del lenguaje no le permitía. En una perfiló un fuego de leña al aire libre con puchero conteniendo algo que hervía dentro, la siguiente un puñado de chozas bastante separadas entre sí, a continuación, la playa solitaria y después una mujer arrodillada con un palito en la mano, formando con él en la arena imágenes, objetos extraños que tomaban diferentes formas y completaban así un collage de lo que fue su vida hasta entonces. Y para finalizar: la lona desinflada de una balsa vacía, con chalecos rotos, juguetes mutilados, un remo partido en dos, algunas mantas hechas girones y… Ambas mujeres se abrazaron y compartieron el intenso dolor de la angustia, de la desesperación que no parece tocar fondo, del agua que llega al cuello cuando poco más se puede perder. Continuaron con la rutina como si nada, protegiendo con intimidad lo que habían compartido. ‘Joder, Binta, llegas tarde −dijo el capitán que llevaba rato esperándola−. Toma, esta es la ruta, tenla a mano por si hay problemas. ¿Estás bien?’. ‘Sí, no te apures, es un asunto personal, nada que interfiera en mi trabajo’. ‘Que no, coño, que no te lo digo por eso, pero si te quieres desahogar aquí estoy’. ‘Muchísimas gracias, lo tendré en cuenta’.
          Nueve días de navegación y el Mediterráneo, haciendo alarde de toda su personalidad, parecía un espejo sin fin: inofensivo, inabarcable, tolerante. Los tripulantes, en su tiempo de descanso, jugaban a cartas, se tumbaban en cubierta pensativos y fumaban, sin quitar la vista del horizonte, eso sí, por si aparecía alguna patera. Adrián era el encargado esta vez de coordinar el operativo de la misión, distribuir los turnos de guardia, suministrar los víveres de manera equilibrada cuando tuvieran refugiados a bordo y vigilar a menudo los patrones meteorológicos que Salvamento Marítimo hacía llegar constantemente a los barcos que anduvieran por la zona. Acudió a la llamada del timonel. ‘Ese frente que se acerca no me gusta nada’ −indicó−. ‘¿Tú crees? En cambio, mira que despejado está por ahí’ −señaló el lado opuesto−. ‘Ya, pero me duele la rodilla, y la cabrona nunca falla. Se avecinan cambios violentos, muy a vuestro pesar’. ‘¿Activo el protocolo de borrasca?’. ‘No estaría de más desembalar los impermeables’. Informó por radio de que el Sin Muros, y su tripulación, se preparaban para fuerte tempestad. Ordenó, también, amarrar bien todo lo que fuese susceptible de desaparecer con el viento, y cada uno tomó su posición. En cuestión de minutos la mar se embraveció, con olas gigantes de montaña rusa que casi llevaban a provocar el vómito. Todos alerta, luchando contra esa fuerza sobrenatural, creyeron que asistían al simulacro del fin del mundo. ‘¿Aguantará la embarcación?’. ‘Esperemos’. El capitán alzó la voz: ‘¿Dónde está el enfermero? Que alguien mire abajo a ver si se ha mareado’. –Lo hizo el cocinero−. ‘Aquí no hay nadie’, −gritó−. ¡No me jodas!, le advertí que era peligroso y que no se separara de nosotros. Verás cómo para ser su primera vez la cagamos’. Entonces, en el ojo del huracán que da la esperanza por perdida, reconocieron un plástico amarillo, y dentro de él, al chaval intentando mantenerse a flote. A pesar de que la situación era complicadísima, ya que la persona que fuera a ayudarle corría el riesgo de ahogarse, Jasmin se lanzó al océano sin calcular el peligro. A la vez que ella entraba en el agua, a miles de millas de allí, en tierra firme, su padre ponía la casa patas arriba buscando el rosario extraviado. Se paró en seco y, a través del cristal de la ventana, vio cómo un salpullido de gotas de sudor frío le cubrían la frente. Mal presagio…

domingo, 9 de diciembre de 2018

Beirut, Puerta de Atocha

7.

Por delante del cafetín de Abul Khan se pasea la vida en todas sus expresiones. Civiles mediocres, que miran por encima del hombro creyéndose imprescindibles, e invisibles, que rozan el umbral de la pobreza con el cráter cada vez más dilatado, irrumpen en este rincón de la ciudad formando parte de los contrastes que no pasan desapercibidos. En una mesa apartada del bullicio, Adrián aguarda la llegada de un conocido con quien colaboró en la Media Luna Roja, y que en la actualidad recorre el mundo tomando nota de las necesidades personales y colectivas de los refugiados, y velando por los intereses y por la seguridad de cada uno. Todo ello a la espera de que se regule y garantice algo tan sencillo como el acceso a los servicios básicos. Visita también los centros de acogida, la mayoría desbordados por la avalancha de personas que acuden anémicas y en pésimo estado de higiene. El viaje del voluntario coincide con la celebración en Marruecos, en menos de dos meses, de la Cumbre sobre el Pacto Mundial por los Derechos de las Migraciones, donde se hará oficial el documento aprobado en la sede de Naciones Unidas. Un texto que por desgracia deja varios puntos a la libre interpretación de cada país, lo que, sin duda alguna, es preocupante y reactiva la desigualdad. ‘¿Echas de menos estar en primera línea de fuego?’. ‘No, acabé muy quemado. Cuando os vinisteis de Beirut las cosas cambiaron muchísimo, se abrió una etapa desagradable de acoso y persecución a activistas con principios sólidos y claros objetivos: defender las libertades de todo individuo dentro y fuera del Líbano’. ‘Entonces, ¿dónde acabó el esperanzador proyecto que empezaba a cuajar?’. ‘A veces ocurre que el dinero asoma el hocico y jode las buenas intenciones’. ‘Bueno, no siempre, ¡eh! Hay quién está muy comprometido y no se deja tentar por la pasta’. ‘Fíjate, de haberse consolidado la idea en la que Jasmin y tú participasteis, ahora estaríamos hablando de la mayor ONG creada desde Oriente Próximo para dar solución a los problemas de nuestra gente’. ‘No es fácil levantar una empresa de la nada y que los participantes remen en una misma dirección’. Adrián continuó narrando el episodio vivido en la última travesía con el compañero, quien, por pura avaricia, puso en peligro tanto a la tripulación como a los náufragos. ‘¿Más té?, −preguntó el tabernero poniendo en la bandeja los vasos vacíos−. ‘No, gracias. ¿Comemos juntos antes de partir para Nairobi?’. ‘Sí, por supuesto, y con la familia’. ‘¿Cómo está tu suegro?’. ‘Ahí va. Desde que murió su mujer no es el mismo…’. ‘Lo entiendo’. ‘¿Algo concreto en Kenia?’. Voy al suburbio de Kibera, para ver el programa “Talking box” que han implantado en los colegios de allí: es un buzón donde las niñas cuentan, de manera anónima y por medio de cartas, si son maltratadas, violadas…, y la que quiere incluye detalles para localizarla’. ‘Interesante’. ‘Ya lo creo. Es obra de Jane Anyango, fundadora de Polycom Development Proyect. Quiero conocer a fondo la idea para llevarla a otros sitios marginales. ¿Por qué no te animas y vienes conmigo, como en los viejos tiempos?’. ‘No puedo, tengo obligaciones que atender, quizá en otra ocasión’. ‘Seguro’. 
          Aunque Kesia se acostumbró pronto a los laberintos de la metrópoli y se desenvolvía muy bien, prefería moverse por el reducido espacio de las cuatro tiendas que ya conocía de sobra. Pero una vez terminada la jornada laboral cambiaba de escenario. Cogía al bebé, un biberón con leche y otro con agua, algunos sándwiches y esperaba el ocaso sentada en el Puerto Viejo de Barcelona, cerca del centro comercial Maremagnum. Una noche que Ismael no encontraba el abrelatas donde pensó que lo había dejado, descubrió en un cajón unas hojas de papel arrugadas y manchadas de harina. Eran unos dibujos maravillosos con pescadores, niños corriendo tras una pelota, una mujer pensativa acodada en la barandilla de un mirador y un grupo de abuelos contándose sus batallas. Sin embargo, todos tenían el mismo punto de unión: la supremacía de la mar plasmada con violencia. ‘Dime qué te parece esto’, −dirigiéndose a Ahmad Abu-Abbad−. ‘Una obra de arte. ¿De dónde los has sacado?’. ‘Tengo una artista de incógnito metida en casa’. ‘¿Alguien que ha venido de Madrid?’. ‘No, de África’. ‘No me digas que son de…’, −corta la frase−. ‘¿De quién si no? No sé qué hacer, macho, si decirle algo o no’. ‘Pero si es estupendo. Oye, aquí hay muchísimo talento’. ‘Ya lo creo, y pensar que está lavando calzoncillos y limpiando cristales’. ‘Necesita el trabajo, ya sabes cuáles son sus planes’. ‘Sí, pero tal vez… Ay, coño, no me hagas caso’. ‘De todas formas coméntaselo a mis hijos, a ver qué opinan. Pero vamos que, si fuera por mí, la metía en la escuela para mejorar la técnica’. ‘Eso mismo pienso yo. ¿Te quedas a ver el partido?’. ‘Qué va, ya tenía que estar en la mezquita’. ‘Bueno, entonces vente mañana y vamos al cine’. ‘Perfecto, pero no saques entradas para ver una de miedo, sabes que me acongojan’. ‘¡Qué blando eres, beirutí!’. Rieron hasta dolerles las mandíbulas.
          Una vez solo, metió la cena en el microondas, descorchó una botella de vino, se sirvió media copa y, rebuscando por la cocina, halló más bocetos en el cubo de la basura. La sorpresa mayor se la llevó con un autorretrato suyo junto a murallas, monumentos y torreones suspendidos en diversas alturas, terrenos pantanosos, minúsculos detalles restaurados a la perfección, árboles generosos que cobijan y rostros impersonales en relieve. Se quedó pasmado, sin movimiento, ni siquiera cuando el reloj temporizador avisó de que la lasaña estaba lista. Por una parte, le sabía mal haberse inmiscuido en el espacio privado de la mujer, pero, habiéndolo hecho, podrían mejorar muchas cosas para ella. Se sobresaltó con la llamada de una videoconferencia. ‘¡No fastidies!, les dije que iba a quedarme algún tiempo por aquí, no tengo ninguna gana de volver a Madrid. −Hablaba con un jefe del departamento−. Bueno, pues diles que me llamen y yo les explico. Eso que me cuentas es de una empresa de transporte por carretera que empieza a funcionar en pocos meses, y lo único que falta es montar el aparato de promoción. Pero si revisas bien el expediente verás que está todo ultimado para arrancar con la campaña en cuanto nos digan. No te preocupes, déjalo en mis manos. De verdad que no lo sé, estoy a gusto con esta gente. Es como si de repente tuviera muy claro cuál es mi sitio…’.
          “El exilio no es un guion perfectamente estructurado que se sigue sin parpadear de principio a fin, sino el desgarro de la carne que recubría el esqueleto para no pasar frío”. Esa frase demoledora figuraba escrita en una cerámica que Binta tenía detrás de ella colgada en la pared. Cuando el equipo del barco Sin Muros se encontraba en tierra, la oficina carecía de horarios. Lo mismo se atendía a las tres de la tarde a alguien que buscaba consejo legal que se quedaban de palique hasta las tantas con los más jóvenes, porque no hallaban el momento de volver al albergue como hacían tantos sin techo. ‘Hola, Ismael. Adrián y Jasmin no han llegado. ¿Puedo ayudarle en algo o prefiere esperar? Uy, perdóneme. ¡Qué despiste el mío, no le había visto!’, −se disculpa con Ahmad Abu-Abbad−. ‘En realidad queremos hablar contigo’. −responde éste−. ‘Ustedes dirán’. ‘No te precipites, tómate tu tiempo y dinos lo que piensas y qué sugieres que hagamos con todo esto, −sacan de la bolsa un puñado de dibujos y le explican lo que pasa−. ‘Nosotros estaríamos dispuestos a colaborar en lo que hiciera falta para ayudarla, pero queremos saber tu opinión, por eso hemos venido cuando aún no hay nadie’. La intuición, que nunca le fallaba, se inclinaba por tratar el asunto con suma delicadeza y controlar el frenesí de los hombres. ‘Es fundamental, y lo digo por experiencia, que se confíe, eso le dará seguridad. Todavía se siente muy vulnerable. Su comportamiento en casa sigue siendo extraño. Piensen que, de alguna manera, y por raro que parezca, a pesar de no tener casi nada, ha sido arrancada de su zona de confort emocional. Todo asusta. El azul del cielo no es el mismo en este continente, como tampoco el color de la piel ni la lengua de quienes te rodean, pero si no quieres morir te tienes que adaptar a sus normas, a un método de supervivencia muy encasillado, a la dependencia de objetos que sobran en la aldea y aquí utilizas… Lo más duro es cuando, poco a poco, interiorizas la inferioridad que como raza te restriegan a la hora de desempeñar un trabajo, habitar una vivienda o recetarte un analgésico’. −Escuchaban avergonzados las palabras de la senegalesa−. ‘Me has conmovido. ¡Cuánto queda por aprender! Entiendo que debe seguir creciendo como artista’. ‘Eso es, el poso ha de asentarse en el fondo de la taza’, −puntualizó ella−. ‘¿Y tu opinión?’. ‘Pues que estoy de acuerdo con vosotros, y que me comeré esta chocolatina antes de que venga la jueza’. ‘Como se entere su hija que la llama así vamos a tener un disgusto’, −risas−. ‘¡Qué cabronazo! Eres único, compañero’. ‘No hagan nada, por favor. En todo caso, dejen que lo piense y hable con los responsables de la ONG. Casi es mejor que sean ellos quienes decidan y marquen las pautas a seguir. ¿No les parece?’. ‘Vale. ¿Puedo hacerte una pregunta?’, −dijo el madrileño−. ‘Adelante’. ‘¿Tú también sufriste xenofobia?’. ‘Tuve muchísima suerte de acabar donde estoy, quizá mi caso no se ajusta a los patrones, pero el principio fue…’.
          En el silencio de la noche, y agudizando bastante el oído, Binta escuchaba el ir y venir en el puerto: Gente zarpando hacia la negrura del horizonte, policías haciendo la ronda rutinaria, predicadores que anuncian la llegada del fin del mundo, y todas las maldiciones imaginables que, contra la humanidad, bocea el esquizofrénico del barrio. Aunque la casa estaba en penumbras, tanteó con la vista la superficie de la mesa observando un plato con pan migado y el tazón con azúcar que Kesia dejaba preparado para no entretenerse a la mañana siguiente. Agotada, se quedó dormida. Imágenes de viejas torturas, violentas y borrosas, agitaban su cuerpo inerte tendido en la cama. Una sombra desfigurada la perseguía por su pueblo pesquero de Guet NDar. Entre rejas, esclavizados, sus familiares no podían socorrerla. Sudaba a chorros. Se alejaba y se alejaba cada vez más de ellos, pero tenía que correr, y hacerlo con precaución, no fuera a caer en uno de los calderos donde las mujeres en la playa ahumaban y secaban el pescado. Sólo la trajo de vuelta el llanto del niño. Desvelada, conectó el portátil y vio que tenía un correo electrónico de su hermano: “Ha pasado una desgracia, tienes que volver…”.

domingo, 25 de noviembre de 2018

Beirut, Puerta de Atocha

6.

Ahmad Abu-Abbad pulsó la tecla de llamada en el móvil, rezando para que al otro lado de la línea Ismael contestara rápido. ‘Salam aleikum. Me pillas saliendo de una comida de trabajo. Te has adelantado a llamar, pensaba hacerlo en un rato. ¿Qué ocurre, amigo?’. ‘Aleikum salam. Tengo buenas noticias: vuelven de la mar’.  Lo ves, te lo dije. Parece mentira que no confiaras, hombre de poca fe’. ‘Anoche vino la chica de la oficina a informarme. Un equipo de salvamento de la organización “Save the children” interceptó por radio su señal de socorro, y, gracias a que activaron el protocolo, aguardan la llegada del bunkering de servicio’.  ‘¿El qué? −interrumpió− Ah, sí, calla, calla, la gasolinera flotante’. ‘Correcto. Pues eso, que en cuanto solucionen las cosas se me ha terminado comer lo que me venga en gana y acostarme a las tantas. Para Jasmin todo produce colesterol y no debemos alterar los biorritmos. ¡Muy triste!’. −Rieron juntos−. ‘¿Ya sabes lo que ha pasado?’. ‘Bueno, más o menos, tampoco creas que con detalle. Desviaron la ruta porque hubo un naufragio y fueron en su auxilio. Eso hizo que se quedaran sin combustible en mitad del océano. Lo de desaparecer del radar y perder la frecuencia es algo más complejo que tendrán que explicar ellos, si quieren’. ‘Lo importante es que no hay que lamentar pérdidas’. ‘Por cierto, el piso de Abul Khan está libre, instálate cuando quieras. Las condiciones las tratáis vosotros, no quiero influir’. ‘Tonterías, hay confianza para eso y más’. ‘¿Cuándo tienes previsto volver? Iremos a celebrarlo, el niño quedó encantado con la excursión de senderismo.  Habrá que repetir’. ‘Claro, no hay problema. Dile que vaya llenando la cantimplora. Tengo que dejar resueltos un par de asuntos, en cuanto lo haga, voy’. Alargaron la conversación, remolones, para que la esencia del momento no se evaporara, y perdurara inmortal como el eco incrustado entre las hendiduras de la montaña.
          No era la primera vez que Binta ofrecía su casa a la organización y cobijaba a refugiados que por diversas circunstancias necesitaban permanecer un tiempo en la clandestinidad, hasta hallar la vía adecuada para legalizar su situación. La habitación tenía una decorada bastante sencilla. Kesia, que había llegado con Jasmin bien entrada la noche para no coincidir con los vecinos, entró en ella con la máxima cautela y el mismo asombro de los ojos y oídos entregados a los cuentos de hadas. Todo le resultaba desconocido: el orden en los armarios, los cubiertos, la cisterna, el hornillo… Improvisaron una cuna, pero se resistió a poner a su bebé dentro de aquel cesto inseguro y prefirió mantenerlo pegado al regazo. Y, aunque la cama parecía confortable, se tumbó en el suelo en posición fetal. ‘¿Vais a trasladarla a Hamburgo habiendo ninguneado los hotspots?’. ‘Sí, desde luego, su deseo es llegar allí. Si no, ¿por qué habría arriesgado la vida?’. ‘Se la ve tan frágil’. ‘Uy, para nada, es muy brava. No queremos que quede retenida en los centros a la espera de la solicitud de asilo. Podrían deportarla, y eso sería como enviarla de cabeza al suicidio’. ‘Desde luego, merece la misma oportunidad que cualquiera de nosotros. Ya sabes que se puede quedar cuanto haga falta’. ‘Tenemos un plan, aunque en realidad se le ha ocurrido a mi padre. Nosotros andamos sellando los cimientos de la idea para que no haya fisuras. Y si cuaja, y la persona que tiene que dar el visto bueno lo acepta, pronto tendrá un contrato de trabajo y la posibilidad de ahorrar dinero para reanudar el camino y reencontrarse con su hermana’. ‘Vale, pero mientras tanto conmigo estará bien’. La melodía más elemental de la gramática francesa interrumpió la conversación de ambas. ‘¡África, no! ¡África, no! Mujer, yo muerta, −golpea varias veces su pecho con la mano abierta−. ¡África, no! Selva, cortar cuello, y quitar hijo’, −ruega a Jazmín, quien la calma−. ‘No temas, sólo queremos ayudarte. Intenta dormir, has vivido una experiencia muy dura y estarás agotada. Mañana vendremos a contarte los planes’. ‘Señora, mi país peligroso. África corre por aquí −señala las venas−, pero no volver, no volver, no volver…’, −solloza con tanta fuerza que despierta al niño, un moreno precioso, de potentes pulmones, que las mira, una a una, hasta regalarles una tierna sonrisa y la sonora manifestación de un pañal listo para cambiar−. ‘Nadie te llevará contra tu voluntad’. Traía la ruta a Alemania trazada en un papel, y respiró muy hondo y con alivio al comprobar que todavía lo llevaba encima. Entonces intuyó que lo más complicado del tormentoso periplo tocaba fondo…
          Ismael y Abul Khan firmaron el contrato de arrendamiento, rematándolo con un té sabor a hierbabuena y el caluroso apretón de manos que confirma un compromiso entre caballeros. ‘Si no te importa me gustaría quitar las cortinas, prefiero que la luz del sol bañe todas las piezas sin ningún obstáculo. También quisiera sustituir la banqueta de la galería por mi bicicleta estática. Ya me dices dónde llevo estas cosas. En fin…, y algunos detalles más de decoración que forman parte de la personalidad del hogar que habito’. ‘No hay problema. Enviaré a alguien a recoger todo esto. Tú eres un inquilino excepcional, realiza los cambios que consideres oportunos. Siéntete cómodo. ¿La chica vivirá contigo? Te lo digo porque habría que acondicionar la salita para el niño y ella, ya que al haber un solo dormitorio…’. ‘No, viene como empleada de hogar, y concluida la jornada se marcha. Necesita papeles, y yo alguien que me ayude. Cuando nuestro amigo común me lo propuso, acepté sin pensarlo, no soy capaz de negarle nada. Después iré a la sede de la ONG a informarme de todo’. ‘Lo comprendo, es tan generoso que… Hablando del rey de Roma: ¡mira quién sube por la cuesta!’, −dijo el bangladesí−. Hecho el saludo de los tres besos continuaron tertuliando. ‘¿Qué tal los chicos?’, −preguntó uno de ellos−. ‘Están bien, agotados, pero bien’. ‘¡Ya ves!, tú me dirás, después de haber estado bajo presión.  ¡Qué quieres!’, −interviene el tabernero−. ‘Hay un proverbio de la sabiduría árabe que dice así: “Las cosas no valen por el tiempo que duran, sino por las huellas que dejan”. Se recuperarán, lo hacen siempre, y más pronto que tarde saldrán a navegar y otra vez la tensión por las nubes y la zozobra y…’. ‘Calma, compañero. Ahora toca reciclarse y afrontar las rutinas diarias’, −comenta el otro−. ‘Seguro, −llegan clientes, pero el dueño no abandona la mesa−. Tomar tierra no es fácil habiendo manejado el sensible material de las vidas humanas. Sin embargo, esta gente está hecha de una pasta especial, se reinventan y reconstruyen rápido. ¿No es así?’, −pregunta a Ahmad−. ‘Si no eres un insensible, y te aseguro que los míos no lo son, se sufre mucho y las pasas canutas. Aunque, por otro lado, es lo que han elegido y una de las herramientas que da sentido a su existencia’. ‘La misión esta vez ha sido complicada, ¿no? Tengo entendido que perdieron incluso la comunicación, −sigue hablando Abul ante la atenta mirada de Ismael−, al menos eso se comentaba en el cafetín…’. Ahmad Abu-Abbad narró los acontecimientos tal y como se los habían transmitido a él. Binta no llegó a ir a Plaça de Sant Jaume, a la Casa de la Ciudad de Barcelona, edificio donde se ubica el Ayuntamiento, porque casi saliendo de la oficina llamó un colaborador de Médicos Sin Fronteras, al que conocía de actos oficiales, para informarle de la localización del barco Sin Muros. La historia no deja de ser algo rocambolesca: uno de los pilotos, días antes de zarpar, fue sobornado en el puerto por una de tantas mafias captadoras de migrantes. Manipuló las coordenadas llevándoles bastantes millas en dirección opuesta, pero lo que no podía prever es que un naufragio, quedarse sin combustible, la testarudez de Adrián y del resto del equipo, así como el compromiso del máximo responsable de la expedición, dieran al traste con el negocio que presuponía iba a sacarle de la pobreza, retirándole a cualquier playa caribeña.
          Ocupaos de que no salga del camarote. Bajaré en cuanto pueda, debo redactar un informe explicando la gravedad del asunto. −Entristecido y perdida la mirada perdida en el horizonte, añadió−: No permitiré que este desalmado nos arrastre en su caída, ni que la honradez de todos nosotros quede dañada por su avaricia’. Jasmin alzó la voz por encima del grupo: ‘Es un impresentable y carne de tiburón’. ‘Capitán −vocea el timonel−, será mejor que vengas, quieren hablar contigo’. −Fue con igual lentitud que quien arrastra una pesada carga−. ‘Dígame, ¿quién es?’. ‘Déjese de formalismos. Llamo de la Presidencia del Gobierno. ¿Se puede saber qué coño ha pasado, y por qué aparecemos en todos los informativos como el hazmerreír del mundo?’. ‘Perdone, deje que me explique, y no juzgue arbitrariamente o a la ligera a toda la ONG, y mucho menos a mis compañeros. Igual que a la clase política no se la puede juzgar en su totalidad de corrupta, nosotros tampoco somos delincuentes. Mi madre decía que por un garbanzo negro no se jode el cocido completo, sólo había que retirarlo y dejar al resto que cueza. Aquí lo que ha sucedido es que la codicia de un individuo por poco nos lleva al resto a una muerte segura. Mi tripulación son hombres y mujeres que se arriesgan por el bien de otros, no reparan en tiempo ni en esfuerzo, y su objetivo es muy claro: salvar del agua a cuantos más mejor. Así que, le ruego que los exima de toda responsabilidad y sospecha, respondo por ellos. Permita que sea yo la cara visible, y, por supuesto, al delincuente que llevamos a bordo aplíquenle la sanción que corresponda’. ‘En cuanto arribe a Barcelona venga rápidamente a Madrid a dar explicaciones’. ‘Lo haré, pero cuando pueda. Las cosas, a pie de obra, no se solucionan tan fácilmente como ustedes allí, que con una reunión durante el almuerzo sientan las bases de sus tratados. Lo primero para mí son mi gente, y después la burocracia’. Así de contundente dio por finalizada la conversación. Ahora, lo verdaderamente prioritario era limpiar el buen nombre de la organización restableciendo su credibilidad y, por supuesto, dejar a los migrantes en manos de los profesionales cualificados, que esperaban la llegada acodados en el muelle. Adrián irrumpió de golpe en sus pensamientos como alma que lleva el diablo. ‘Será mejor que me acompañes: parto a la vista. Jasmin anda cosiéndole el muslo a uno de los nuestros, y el médico está con diarrea, apenas puede moverse. Me temo que sólo quedas tú para asistirla. Joder, macho, ¡qué bonito!, ¿no? Después de la angustia tan horrorosa que hemos pasado, te toca ayudar a nacer a una nueva criatura’. ‘La vida, mi querido libanés, la vida’. Hacía tanto que nadie le llamaba así que el corazón se le empañó de nostalgia…

domingo, 11 de noviembre de 2018

Beirut, Puerta de Atocha

5.

Ismael regresó a Madrid para la inauguración de un restaurante rehabilitado en la calle Echegaray, cuya campaña de marketing dirigió meses atrás. Desde primera hora de la noche anterior la policía acordonaba un amplio perímetro de la zona centro, ya que, según datos filtrados a la prensa, un posible caso de parricidio y el hallazgo de otra mujer asesinada presuntamente por su pareja sentimental, en una travesía adyacente a la Puerta del Sol, levantaban adoquines de repulsa entre la ciudadanía que se agolpaba alrededor. El taxista luchaba para ningunear al GPS que le mandaba en dirección contraria. Furgones de la Guardia Civil, atravesados en batería, impedían el paso excepto a residentes acreditados y ambulancias. ‘Oiga, ¿no puede ir un poco más deprisa?, es que llego tarde’. ‘Como ve, desde aquí, todo está cortado. Si consigo ir en paralelo a la Gran Vía intento dejarle lo más cerca posible’. Tuvo que caminar un buen trecho, así que, mientras lo hacía, aprovechó para hablar con Ahmad Abu-Abbad. ‘Salam aleikum. No te pongas en lo peor, amigo. Ha de haber un motivo lo suficientemente potente como para que no se pongan en contacto’. ‘Aleikum salam. Es que han pasado muchos días sin saber de ellos y no soportaría perder también a Jasmin’. ‘Óyeme, no lo digas ni en broma’. ‘El niño está asustado. No pregunta, pero su comportamiento es de angustia’. ‘Sal con él, llévale a Montjuic, al cine, a comer pizza. No sé, coño, eres su abuelo y se supone que conoces los gustos del chico’. ‘Ya veremos. Luego pasaré por la oficina a ver si hay novedades’. ‘De acuerdo. Escucha, ahora tengo un evento de trabajo, en cuanto acabe hablamos y me cuentas. Si todo sale como espero, el fin de semana vuelvo a Barcelona. ¿Sabes si Abul Khan ha alquilado ya la pequeña vivienda anexa a la tetería?’. ‘No lo sé, pero me acerco y le pregunto’. ‘Te lo agradezco. Si está libre, dile que me la quedo yo…’.
          Sigue intentándolo, por favor, Jordi −Adrián al piloto−. Alguien habrá a la escucha, digo yo. Binta sabe las últimas coordenadas y seguro que remueve cielo y tierra hasta dar con nosotros y enviar ayuda, pero para eso no podemos abandonar la radio. ¡Venga, tío, no pares!’. ‘¿Quién te crees que eres para darme órdenes?, no estoy jugando a la maquinita? −señala el cuadro de mandos con muy malas pulgas−. Hay que empezar a racionar los alimentos o las vamos a pasar putas. No corras la voz, solo faltaba un motín a bordo’. ‘¿Dónde cojones se ha metido el buque con voluntarios de ACNUR que salía en el radar?’, −exclama al cielo−. En otro extremo de la embarcación, en el improvisado hospital de campaña, algunos compañeros se arremolinaban alrededor de alguien tendido en el suelo. ‘Va a ser difícil entendernos, porque sólo habla suajili −dice Jasmin, examinando al hombre, de complexión fuerte−. No le baja la fiebre, y lo peor es que no sé a qué se debe, porque aparentemente no veo nada significativo. Ojalá que no sea una epidemia que venga a rematar la ley de Murphy’. ‘Pero sí tratarás de descubrirlo, ¿no?’, −preguntan desde fuera−. ‘Haré lo que esté en mi mano, aunque por ahora la temperatura no baja de 40ºC’. Fue al quitarle el pantalón para sustituirlo por otro seco cuando descubrieron una herida bastante fea en la pantorrilla, de la que sobresalía una punta incrustada en ella. Retiraron el clavo oxidado y respiraron profundamente, porque al fin las cosas alcanzaban niveles normales. ‘Mayday. Mayday. Mayday. Les habla el capitán del barco Sin Muros. Llevamos náufragos y nuestra situación es de extrema gravedad. Mayday. Mayday. Mayday. No lo entiendo, la verdad. ¿Estamos más cerca de Alejandría o de Jerusalén?’. ‘Del infierno, sin lugar a duda’, −contestó el cocinero, a la vez que preguntaba si se había terminado el brandy−. ‘Busca por ahí, alguna botella ha de quedar’, −sonó con voz insustancial.
          Crecía la preocupación, no sólo por la cruda realidad inestable que vivían, sino también porque la suerte jugaba en su contra para llegar a tiempo a la costa de Siria, donde les esperaban como agua de mayo. Cuando las obligaciones se lo permitían a Jasmin, no se perdía el inicio del amanecer tuneado en el horizonte desde un espacio privilegiado en cubierta. Sabía que evadirse achicaba el miedo amargo. Así que, se dejó llevar por el impacto de los flecos del viento contra el mar y eso le permitió situar la cabeza en Beirut, en el escenario de su infancia, corriendo la inocencia por las calles caóticas, llenas de contrastes, de colores pastel junto a edificios que habrán sucumbido ya por culpa del abandono, de cafetines donde la tolerancia se hacía patente conviviendo musulmanes y cristianos sin estorbarse. Pensaba en sus hermanos, y en lo convencidos que estaban todos creyendo que la separación duraría hasta que remitiera la enfermedad de la madre. Qué fácil sería cerrar los ojos y encajarse de nuevo en aquel pasado libre de ausencias. Sin embargo, pensar en su hijo la trajo de vuelta al presente, consolidando la necesidad de buscar una solución al problema. ‘Adrián, ¿quién está al mando de la radio?’. ‘Ahora mismo creo que nadie. ¿Por?’, −ciñe las cejas−. ‘¿No te resulta extraño que no podamos establecer comunicación ni siquiera por la frecuencia segura?’. ‘Sabes que a veces esto ocurre, y más en misiones tan delicadas como lo es ésta’. ‘Sí. No obstante, fíjate que faltaban pocas millas, se hunde una patera, vamos a por ellos y, de repente… Voy a ver si aclaro algo’. ‘Oye, ¿cómo sigue la africana?’. ‘Se llama Kesia, que significa: favorito. Va mejor. Tenemos que ayudarla’. ‘¡Uy..., te temo!’. ‘Pediremos autorización a la organización. Piensa que, si la dejamos, la llevarán de cabeza a un campamento de refugiados para finalmente deportarla. Merece una oportunidad, como la tuvimos nosotros, como deberían de tenerla todos’. ‘No es a mí a quien tienes que convencer, cuentas con mi apoyo y lo sabes’.
          Colgó las bolsas del supermercado en el respaldo de la silla, y, ajena a la llamada de socorro producida minutos antes, siguió redactando el documento dejado a medias por la visita imprevista de Ahmad Abu-Abbad. ‘Perdona si te molesto, pero estoy desesperado. ¿Has sabido de ellos?’. ‘Todavía no. Quizá sea pronto. Envié un correo electrónico a otra ONG que también tienen a su gente dispersa en el mismo lugar. Seguro que en breve se ponen en contacto’. ‘Es una pesadilla, no duermo imaginando cosas horribles y al rato me regaño por hacerlo’. ‘Yo le aviso, no se preocupe. Todo se arreglará’. Le acompañó hasta la puerta, y, casi al cerrarla, el hombre se giró como si quisiera compartir algún otro pensamiento más. Sin embargo, abatido, en silencio y sin perder ese aire de generosidad que tanto le identificaba, se fue pasando el rosario con disimulo. Binta se sentía en deuda con aquella familia que confió en ella poniendo a su disposición todas las herramientas necesarias para asentar los cimientos de lo que sería su futuro en la ciudad. Ahora tocaba arrimar el hombro y demostrar que la inversión en su persona había merecido la pena. Jasmin le había enseñado una extraordinaria lección: hay que luchar con la misma pasión por cada cosa, como si fuera la última hora, y hacerlo con criterio, en base siempre a la opinión que se tenga. Por eso, y habida cuenta de lo raro de la situación, cogió su bolso y el móvil y se plantó delante del Palacio Municipal, diciendo al guardia: ‘Quiero hablar con la alcaldesa…’.
          Abuelo, ¿han matado a mis padres?’ ‘¡Qué disparate es ese! No, por supuesto que no’. ‘Entonces, ¿van a volver pronto? En casa de un compañero de clase dicen que, como son amigos de negros y vagabundos, les habrán tendido una emboscada para fusilarlos. Yo le di un puñetazo, él a mí una patada, y nos castigaron sin recreo’. ‘Bueno, las diferencias no se arreglan a golpes, pero está bien que defiendas lo tuyo −recapacitó sus palabras, sabía que no habían sido las más correctas, pero cuando te tocan las narices…−. Además, están trabajando, verás cómo enseguida los tenemos por aquí. ¿Sacamos una pizza del congelador y la rellenas a tu gusto?’. ‘Vale’. ‘Entonces ve, y lávate las manos’, −dijo, introduciendo los dedos en el pelo ensortijado del niño, de igual volumen que el de su esposa, salvo en la recta final, que se volvió lacio y quebradizo−. ‘Jo, qué rollo. −Se paró en seco frente al abuelo, arrugó los ojos y preguntó−: ¿Lloras?’. ‘No, hijo, el abuelo es un viejo tonto, no hagas caso’. Se quedó mirando a la nada y pensando en que Jasmin heredó el temperamento potente de su madre, la capacidad de decidir sobre la marcha, la lucha incansable por el feminismo −con las complicaciones que añadía ejercer dicha defensa desde Oriente Próximo− y esa elegancia conjugando la estilizada silueta con el despliegue conciliador en forma de sonrisa. En esas horas longevas de rancio silencio e incertidumbre de corte grueso, recordó la soltura con la que su hija resolvía cada obstáculo cuando llegaron a España, para que ellos padecieran lo menos posible. Ese pensamiento, y desde luego el poder soberano de intuición, pusieron en pie toda su vida, y la esperanza empezó a cobrar fuerza dentro de él. Ya anochecido, cuando no esperaban a nadie, tocaron al telefonillo y el niño gritó desde el pasillo. ‘Es Binta, que quiere que bajes…’.

domingo, 28 de octubre de 2018

Beirut, puerta de Atocha

4.

Minutos antes de las diecinueve horas y a punto de echar el cierre al local, Binta recibió un SOS de sus compañeros avisando de la situación límite que sufrían. Esa vez no iban preparados para soportar una sobrecarga de personas, ni tampoco llevaban suficientes alimentos sólidos ni líquidos como para saciar el hambre y la sed de todos los rescatados, además de la tripulación. La nota enviada por el capitán precisaba que de no llegarles pronto ayuda ocurriría una desgracia. Ella hizo un par de llamadas y averiguó que el buque de un magnate altruista transportaba hasta Siria a voluntarios de ACNUR que se incorporaban a un proyecto social. Contactó y los puso al corriente confiando en que desviarían el rumbo e irían a auxiliarlos. Era fin de semana y como cada viernes pensaba acercarse al Barrio de Besòs, donde la pequeña comunidad senegalesa a la que pertenecía se reunía a cenar y tratar temas referentes a las oleadas diarias de migrantes que llegaban a nuestro litoral, especialmente al Mar de Alborán, pero a mitad de camino la actualidad caprichosa desbarató sus planes. Sintonizó la frecuencia por la que establecían comunicación segura y les informó de los pasos que acababa de dar…
          Tranquila, al bebé lo tienes ahí, a tu lado. Ha comido y ahora duerme’, dijo Jasmin en francés a la mujer africana, a la que preguntó si tenía familia o amigos en Europa y hacia dónde se dirigía. Dedujo con alguna dificultad que iba a Hamburgo, al barrio de Wilhelmsburg, donde su hermana realizaba un curso en La Cantina de los Refugiados. Alguien que lo escuchó explicó que se trataba de un plan integrador, nacido bajo la dirección de Hannah Hillebrand, puesto que quienes participan en él tienen la posibilidad de conseguir un empleo de pinche en el mismo lugar en que realizaron las prácticas. La preguntaron los motivos que la habían hecho emigrar, contó que un día, al regresar de lavar la ropa en el río, hizo un alto para amamantar al pequeño, y que eso salvó la vida de ambos, ya que al entrar en la choza encontró al esposo asesinado. Nada la ataba allí, y en cambio sí urgía ponerse a salvo lo más pronto posible y darle a su hijo un hogar estable donde crecer en paz y en libertad, transmitiéndole también las costumbres y la cultura de su pueblo para no perder las raíces que han pasado de generación en generación. Huyó valientemente adentrándose en la selva sin prever que se toparía con una chusma de delincuentes que, de no haber volcado la patera donde iban, ahora estaría prostituyendo su cuerpo en las cloacas corrosivas que anulan los sueños y la prosperidad…
          Durante el tiempo que el nieto permanecía en la escola, Ahmad Abu-Abbad e Ismael, apartados del mundanal ruido, pasaban las horas en la tetería del bangladesí. ‘No te vayas a creer, eh, comprendo muy bien que cuando ocurren cosas con implicación islamista la gente nos mire raro’. ‘¿Pero qué gilipollez acabas de soltar?’. ‘Por ejemplo, aquí ha ocurrido. Las últimas agresiones en El Raval han echado lodo sobre el tejado que identifica nuestros rasgos físicos procedentes de otros países, en este caso el agresor’. ‘Entonces, desde ese punto de vista, ¿qué opinión te merece comentarios del tipo “habrán sido los moros”?’. ‘Negros, indios, gitanos, indígenas, amarillos, primitivos…, da igual el calificativo que se use si se hace en tono despectivo. Tenemos la fea costumbre de solapar con desprecios la valía humana’, −determina entristecido Ahmad−. ‘Bonito discurso, colega. Pero no me creo que en momentos así no te cagues en la madre que parió a todos’. ‘Claro que sí. Sin embargo, intento tener empatía preguntándome cuál sería mi reacción en el caso contrario’. ‘Si me permitís sólo una cosa −dijo Abul Khan, tras ofrecer más té y los otros negarse−, despertar el odio beneficia a los poderosos que buscan nuestro enfrentamiento para destruir la pluralidad y esa convivencia universal que algunos creemos nos hace más libres’. ‘Cojonudo, vaya par de poetas que estáis hechos’. ‘Venga, Ismael, si en el fondo tú opinas igual, aunque vayas de duro… −Miró el reloj, se hacía tarde, en breve irían al colegio−. Pasemos por La Boquería, quiero comprar hojas de menta para hacer tabulé, y carne de vacuno muy picada. ¿Has probado nuestro plato estrella Kibbeh?’. ‘No, no tengo ni idea. Oye, que yo no soy muy de experimentos culinarios. Advertido quedas’. Se marcharon satisfechos del coloquio a tres que habían tenido, pero la tranquilidad duraría poco…
          Vivían otra jornada dura y larguísima en el mar, el enfermero había participado en varios rescates bastante complicados en intervalos de horas, pero esta vez se prolongó aún más porque le acompañaba el grupo partidario de agotar todas las probabilidades de búsqueda, antes de irse y dejar a alguien con vida. ‘Regresemos, aquí ya no queda nadie’, −dijo el sanitario−. ‘Aguarda un momento, echemos un último vistazo, creo que ahí hay algo. −Adrián a los otros−. Estoy casi seguro. Fijaos en las burbujas de alrededor, son más continuas, como si una respiración las empujara’. ‘Está muy oscuro, no parece, me resulta imposible determinarlo’, −concluyó otro compañero que completaba la expedición−.  Arrancamos o qué?’, −preguntó el piloto−. 'Silencio, oigo un susurro. Acércate muy despacio, y apaga la linterna, ¡hostia!, o nos pondrás a todos en peligro, ¿no sabes que las narcolanchas aparecen por cualquier parte? −continuaron hasta que dijo−: ¡Allí, allí…!’. En esta ocasión tampoco le falló el olfato. Pararon el motor, se ajustó la correa de los guantes, comprobó también las del chaleco y se sumergió dentro del agua. El chico puede que tuviera tres o cuatro años más que su hijo, tiritaba de frío y de miedo. Le hablaba en inglés con palabras tranquilizadoras: ‘No te preocupes, te sacaremos de aquí, somos de la ONG española Sin Muros, y hemos venido a ayudarte’. Pero al chaval no le salía ni el aliento, y, aunque los brazos exiguos apenas le sostenían, enganchado a una maleta de cuero que le hacía las veces de tabla de natación, mantenía el cuello erguido y esa mirada de resignación y de agradecimiento que transmiten los generosos. El auxiliar buceó profundo y, ya en la superficie, dijo en castellano que de cintura para abajo estaba atrapado por un objeto imposible de desenganchar, porque al hacerlo corrían el riesgo de seccionar al muchacho en dos. Superados por la impotencia, y sin saber cómo resolverlo, se les ocurrió tenerlo distraído masticando pequeños pedazos de una barra energética… Transcurrió el tiempo tan pausado como si fuera una eternidad, y el frío del Mediterráneo se les metió en los huesos y en las entrañas. Los cuatro hombres, rotos de dolor, pudieron liberar finalmente al joven de las garras malditas del entramado de hierros que le jodió la vida, falleciendo finalmente durante el traslado. Jasmin fue la primera en abrazarlos, y como conocía la delicada sensibilidad de los compañeros, que regresaban atribulados, quiso darles calor y apoyo. Su marido, recostando la espalda en un rincón de popa, cayó hasta quedar sentado en el suelo con la mirada perdida y el envoltorio de una chocolatina que arrugaba con rabia entre los dedos. Ella, a pesar de lo mucho que ahora les separaba como pareja, le puso la mano sobre el muslo y dijo: ‘Estoy orgullosa de ti, sé que has hecho todo lo posible por él. Cálmate, ya pasó’. Pero sabían que cada pérdida era un proyecto frustrado, incompleto… El capitán convocó una reunión en el camarote donde hacían los descansos. ‘Nos hallamos en mitad de la nada. cumpliendo una misión para la que no veníamos preparados. Hemos perdido la señal por radio, estamos incomunicados, a punto de agotarse los víveres y el combustible, y, para colmo, los que esperan esos contenedores estarán tan angustiados como nosotros. Esto no puede salir de aquí, o proliferará el pánico y tendremos una rebelión a bordo. La chica de la oficina comentó algo sobre una embarcación que iba a Siria, mas como no se den prisa habrá que activar el protocolo para una evacuación in extremis’. ‘¿Cuántas posibilidades hay de…?’, −preguntan−. ‘Por favor, que todos somos mayorcitos, y tenemos mucha experiencia resolviendo estos asuntos. No nos pongamos en lo peor, ni vendamos la piel del oso sin haberlo cazado. Venga, cada uno a su puesto’.
          Ocho días seguidos sin una sola noticia de los ocupantes del barco pesaban en los párpados de Ahmad Abu-Abbad, que ya no sabía a quién acudir para pedir ayuda. Por su parte Binta tanteaba a conocidos de la Generalitat que estuviesen dispuestos a mover los hilos pertinentes para traer a sus amigos de vuelta a casa. Contemplaba también realizar un viaje relámpago a Madrid, a entrevistarse con alguien del Ministerio de Defensa por si la Armada tuviese por allí algún buque que contactara con ellos, aunque todo eran hipótesis, puesto que la realidad pintaba muy distinta. ‘No te atormentes, hombre. Si yo te entiendo de verdad, pero sabes que la tecnología es compleja y no siempre las comunicaciones son posibles, o puede que pongan en peligro la operación si descubren sus coordenadas. No obstante, estoy seguro de que muy pronto sabremos algo, −dijo Ismael mientras servía dos copas de vino−. ¿Cuántas veces no has referido, hablando de tu mujer y de Beirut, que la esperanza es lo último que se pierde? Pues eso. Además, delante del niño deberías disimular y mostrarte positivo’. ‘Gracias por tus palabras y por no dejarme solo en momentos tan inciertos y delicados’. Antes de apagar la luz de la cocina y comprobar que la llave del gas estaba cerrada, le llamó la atención un hombre que caminaba por la calle con el torso descubierto, portando un cartel con el siguiente eslogan: “mírame con buenos ojos”.
          Mayday. Mayday. Mayday. Soy el capitán del barco Sin Muros. ¿Alguien puede oírme? Mayday. Mayday. Mayday. Necesitamos ayuda urgente. Mayd’, −se cortó la voz−. Binta salió al súper a comprar Coca-Cola, y no podía ni imaginar que una llamada de socorro sonaba en las paredes vacías de aquel cuartucho…

domingo, 14 de octubre de 2018

Beirut, Puerta de Atocha

3.

Adelante, por favor, como si estuviera en su casa’, −Jasmin a Ismael, cediéndole el paso en el rellano de la escalera−. ‘Gracias, con tu permiso’. ‘Papá, no traigas tantos dulces al niño, que después se le pican las muelas. ¡Eres de lo que no hay, estás malacostumbrándole!’. ‘No te enfades, hija. Le veo tan poco que…’. ‘¡Hombre, lo que me faltaba por oír, no te digo! Fíjate qué sencillo te lo pongo: trasládate a Barcelona y asunto resuelto. ¿Qué te parece?’. ‘¡Jo!, abuelo, estaría guay −dice el chico con la boca llena y el pulgar hacia arriba−, nos lo pasaríamos bomba’, −al viejo se le humedecen los párpados−. ‘¿Y Adrián?’. ‘En el puerto con los compañeros. Dentro de cuarenta y ocho horas nos hacemos a la mar. Ya sabes que todo ha de estar listo y nada sujeto a la improvisación’. ‘¿Adónde vais?’, −preguntan ambos hombres a la vez−. ‘A Siria. A 12 millas de la costa hay unos barcos que se han quedado sin víveres ni material sanitario. Tenían que haber regresado con las personas rescatadas, pero dos pateras con migrantes todavía siguen a la deriva. Y, aunque es muy complicado acceder a ellos, se resisten a dejar de intentarlo. Por eso les llevamos nosotros cosas que necesitan para aguantar algunos días más’. ‘Aquí, donde la ves, es una magnífica socorrista y ayudante de enfermería’. ‘No le haga caso, es un exagerado’. ‘Tutéame, te lo ruego, aún no soy tan mayor’. ‘Cuando estamos en plena operación y la gente sube a bordo exhausta, todas las manos son pocas y los conocimientos escasos. Cuidando de mi madre, durante la enfermedad, aprendí de medicina lo que después he podido llevar a la práctica, pero no te confundas, es todo muy elemental, ¡eh!’. ‘¡Qué envidia! Da gusto escucharte hablar con tanta pasión’.
          En la oficina de la ONG Sin Muros, ardían los teléfonos, tras saltar la noticia de que uno de los países miembros de la Unión Europea rechazaba la entrada de los migrantes que utilizan la ruta central del Mediterráneo para llegar a este lado del planeta. Binta sabe muy bien de las penurias que se pasan durante el periplo antes de pisar suelo seguro. Nació en Guet NDar, un barrio de pescadores en la localidad de Saint Louis, Senegal. Hasta donde recuerda, mientras asistía a la escuela coránica o iba al mercado a vender la pesca del día, miraba a su alrededor y no quería convertirse en lo mismo que estaba viendo. Sin embargo, conseguirlo no le resultaría fácil, ya que tendría que saltar por encima de las normas y las leyes impuestas por la comunidad musulmana, y, especialmente, de la presión social que ésta ejerce sobre las mujeres. Pero su inagotable tesón fue determinante para lograrlo… Al año y medio de vivir en España empezó a trabajar con ellos, ocupándose de la parte administrativa y coordinando la búsqueda de patrocinadores. Hablar en perfecto francés, y defenderse en alemán e inglés, ha sido clave para incorporarse al mundo laboral. En pocas palabras: es el alma mater que mantiene en pie el local. ‘¿Ha llamado Jasmin? Me quedé sin batería en el móvil’. ‘Sí, y lo imaginaba. Ha dicho que eres un desastre para las tecnologías −ríen fuerte−. Tu suegro y su amigo ya están aquí, más te vale llegar puntual a la cena’. ‘Procuraré. ¿Tenemos todo al corriente?’. ‘Claro, además escaneé los documentos y los envié por email. Descargáis el pdf y listo para consultar’.
          La velada resultó agradable, a pesar de la nostalgia de Ahmad recordando a los suyos de Beirut, hasta que Ismael y Adrián descorcharon una hostilidad verbal que les enfrentaría para siempre. ‘Explicar lo que se siente cuando tiendes la mano a una persona que duda entre subir a nuestra lancha o dejarse empujar por la corriente, es imposible. Entonces, lo único importante es sacar a cuantos más mejor, calmar sus nervios y evitar que provoquen una avalancha que nos ponga a todos en peligro’, −Jasmin, asintiendo, corroboraba las palabras de su marido−. ‘Entiendo lo que dices, pero estaréis de acuerdo conmigo en que ha de haber un control de llegadas, porque la tarta no da para tantas raciones’. ‘Hombre, ciñéndonos a tu teoría, ¿sugieres que los clasifiquemos como ciudadanos de primera, segunda, tercera…: aquellos no, estos sí, el grupo del fondo ni pensarlo, que se salen de los márgenes. Es decir, que como sus circunstancias son otras, y lucen en la piel una tintada diferente, que se jodan, no pasen y se vuelvan por donde vinieron’. ‘Yo no he dicho eso’. ‘Pero tu discurso sensacionalista lo insinúa. Eso sí, con mucha metáfora. ¿Le crees con menos derecho a un subsahariano que a mi madre y la suya migrando de Aragón a Catalunya, a probar fortuna porque en su tierra natal se morían de hambre? Si tuvieras ocasión de mirarlos a los ojos, hacinarte a su lado durante la travesía, conseguir que se sinceren contigo y escuchar las razones que, aun arriesgando el pellejo, les han traído hasta aquí, comprenderías que cada nombre propio no esconde detrás al lobo que va a comerse tu espacio, sino una historia, la suya, que revalida con dignidad el esfuerzo hecho para lograr un futuro más próspero’. −Permanecieron callados, buscando la manera de dar por concluida la cena sin herir al otro−. No quiero dejaros una mala impresión, y conste que me parece muy respetable la labor que desempeñáis, pero creo que una cosa es el altruismo y otra regular lo ilegal…’. ‘No actuamos fuera de la ley, si es eso lo que piensas. En Proactiva Open Arms dicen que: “En el mar, o se salva una vida, o se calla una muerte”. Ya está bien de legitimar las políticas que respaldan la omisión de socorro’.
          A la mañana siguiente Ahmad Abu-Abbad e Ismael tuvieron un encuentro. ‘No estuve acertado en los comentarios con tu yerno’. ‘Veis las cosas de distinta manera, sólo es eso. Me preocupan, últimamente están raros. Se lo noto a Jasmin, que no sabe disimular’. ‘La convivencia, en general, es complicada. Y la de pareja, ni te cuento’. ‘Será que pertenezco a otra época’. ‘¡Pero qué dices, si estás hecho un chaval!’. Conversaban distendidos mientras se movían por las apretadas calles de El Raval. ‘Ven, vayamos al bar que tiene un amigo mío en Joaquim Costa, donde hacen los deliciosos pastelitos árabes tan famosos. Te agradara, es un tío excelente’. ‘De acuerdo, pero con una condición’. ‘¿Cuál?’. ‘Que luego reguemos ese manjar con unas absentas’, −se carcajean echándose el brazo por el hombro−. ‘¡Vale!’. La tetería del bangladesí Abul Khan es un local que concentra en su interior el multiculturalismo de apertura en este barrio de Barcelona.  Salam aleikum. ¿Cuándo has llegado?’. ‘Aleikum salam. Ayer por la mañana, y me quedaré con el niño hasta que vuelvan sus padres. Mira, te presento a Ismael’. ‘Encantado’. ‘Igualmente’. ‘Sentaos ahí, estaréis más tranquilos. Enseguida estoy con vosotros’. Un problema en cocinas requería su presencia. Dos de los empleados, por un lío amoroso, se habían agredido físicamente y no podía consentirlo. ‘¿Todo bien?’. ‘Sí, nada que no resuelva el diálogo’. ‘Desde luego’. ¿Este es el madrileño del que tanto hablas?’. ‘Espero que digas cosas buenas de mí, Ahmad. ¿Es usted también de Beirut?’. ‘No, soy de Bangladés. Cerca de aquí hay varios establecimientos que venden productos originarios de nuestros países. Coincidimos comprando frutas y verduras, y cargué tanto que este buen hombre se ofreció a ayudarme. Así nos conocimos, y desde entonces no ha dejado de venir a beber el mejor té de la ciudad, que se sirve en esta casa’. El manto de la tarde caía sobre la gente aglutinada a la entrada de las tiendas vintage, en contraste con la acuarela de cualquier esquina próxima que muestra un zoco de nacionalidades que trenzan en entendimiento. Ahmad llegó a tiempo de hacer la última oración del Ars con su nieto. Antes de eso, quitó la ropa tendida en la cuerda y ordenó los platos que escurrían en el fregadero.
          Tras varias jornadas de navegación, con pocas horas para dormir y el desasosiego que genera no saber a qué se enfrentará uno realmente, todo aquello que se divisa a lo lejos parece un cuerpo pidiendo auxilio. ‘Mira allí, al fondo, ¿ves algo? Diría que es una balsa que va a la deriva’, −dice Adrián, prismáticos en mano, al otro piloto que hacía el turno de guardia con él−. ‘No sé, nos separa mucha distancia. Puede ser un trozo de lona de algún naufragio, un pez de grandes dimensiones o víctimas aferradas a un bulto flotante’. ‘Vamos a virar a estribor y a acercarnos cuanto podamos’. ‘¿Y qué pasa con la gente que nos espera?’. ‘Pues que igual nos retrasamos un poquito más…?’. Los quince metros de eslora giraron contracorriente avanzando a toda máquina. El borde estrecho del horizonte rompía su monotonía con unos brazos que salían del agua agitándose. Jasmin fue la primera en avistarlo, justo cuando una voz entrecortada, que bien podría ser de la fundación International Organization for Migration, avisaba por radio del naufragio a los barcos que pudieran estar por la zona. El capitán, comprobando en el radar que ellos eran los más próximos al siniestro, pidió las coordenadas y puso en marcha el protocolo. Las lanchas rápidas utilizadas para realizar los traslados estaban a punto de saltar al agua. Cada miembro de la tripulación tomó posiciones preparándose para recibir a los primeros evacuados. Una mujer de origen africano llevaba envuelto alrededor del pecho a su bebé. Uno de los sanitarios trataba de hacerla entender que tenían que limpiar la sangre reseca en sus muslos y curar la brecha de la frente, pero ella se resistía con violencia, protegiendo al niño a patadas. Se aplacó en cuanto el tranquilizante empezó a surtir efecto. Los patrones de otros comportamientos similares indicaban que había sido violada en repetidas ocasiones. Jasmin cogió al pequeño, le puso un pañal seco, y, antes de meterle la tetina en la boca, se cercioró de que la temperatura del biberón fuera templada. Subió a cubierta con él en brazos, y pensó en su hijo, en el abismo que ahora la separaba de Adrián, en lo cabezota que puede llegar a ser su padre, en su infancia, en la vida que dejó sepultada en Beirut, en la que está edificando aquí, y en todos los que, por falta de recursos y de ayudas, se quedan a mitad de camino. El último relevo salió a por los pocos náufragos que faltaban por traer, haciéndolo bajo un cielo huérfano de estrellas y con todas las posibilidades de éxito en contra. La tímida aparición de una linterna al otro lado hacía señales para que se acercasen despacio. Pocos metros antes de llegar pararon el motor, y fue entonces cuando algo contundente golpeó en el lado izquierdo. Sobrecogidos, conteniendo la respiración, distinguieron el cuerpo de un anciano fallecido, flotando hasta mirar a La Meca desde la inmensidad del mar.

domingo, 30 de septiembre de 2018

Beirut, Puerta de Atocha.

2.

'De pequeño era un enclenque, no te vayas a creer, y bastante habilidoso para coger todos los virus próximos a mí. Apenas comía, y rara vez sentía apetito por aquello que más me gustaba. No sabes el suplicio que era tragar el caldo de pollo con yema de huevo que las mujeres de casa se empeñaban en hacerme beber. Cómo sería que lo aborrecí hasta el punto de no probar nunca más algo elaborado con carne de ave. Y fíjate que, aun así, recibiendo cuidados extremos, pasaba los inviernos encamado y tiznado de envidia porque mis hermanos, montados en el coche de papá cuando no estaba de servicio, iban de un lado a otro imaginando miles de aventuras protagonizadas por duquesas y marqueses de postín’. Ismael reía con ganas, demostrando también gran admiración por el interlocutor que tenía enfrente. Desde su encuentro fortuito en Atocha, meses atrás, Ahmad Abu-Abbad y él se veían a menudo. ‘Un calvario, supongo. ¿Cómo resolviste el problema?’. ‘Dándome cuenta de que tenemos un número limitado de veces para realizar una misma cosa y que de las mías había gastado unas cuantas sin disfrutarlas. Piensa que tocamos a un total de crepúsculos por cabeza, de instantes de pasión, de botellas de vino para descorchar en conversación con los amigos, de paseos por los lugares preferidos, de regresar a esa galería de arte que no nos cansamos de visitar… No sé si me explico, pero a mí me ha servido para gozar mucho más, asimilando que venimos con fecha de caducidad’. ‘En el sector donde trabajo todo transcurre muy rápido, porque a la que te descuidas, ¡zas!, te pisan la idea. Funcionamos con mensajes cortos para el consumo compulsivo, como si fuéramos encantadores de serpientes. Entre nosotros manejamos el siguiente código: lo que entra por el ojo acaba en la tarjeta de crédito. Acojonante, ¿verdad? Últimamente me encuentro descolocado. He de romper determinados estereotipos y salir del bloqueo al que estoy entregado con fervor’. ‘Seguro que lo consigues. Había un rincón idóneo que te habría ayudado a aclarar los pensamientos. Estaba en mi país, era el Gemmaizeh, más conocido como el Café de los Espejos, popular por los techos ornamentados y bañados con el humo de las arguiles, donde los habituales, por muy negro que tuvieran el horizonte, resurgían de sus propias cenizas. Por allí vi pasar a intelectuales, a políticos, a famosos de otros continentes entregados al anonimato y liberando tensión en las tablas del backgammon. Pero ahora está cerrado. Oye ¿por qué no vienes conmigo a Barcelona? Tengo que cuidar de mi nieto, sus padres se embarcan en una misión. Creo que te gustará conocer el entorno donde se mueven y a lo que se dedican’. ‘Fenomenal. Todavía me deben unos días de vacaciones en la oficina, mañana lo comunico y nos vamos’. Cuando salió de casa de Ahmad caminó por la acera casi en penumbras. Notó que no había comido en horas y tuvo necesidad de hacerlo. Pasó a la cafetería que hace esquina en la calle de Huesca con Lazaga, pidió un pincho de tortilla y una caña de cerveza. Estaba contento, se sentía alguien más noble en ese barrio de Tetuán que antes conocía sólo de oídas.  Nunca imaginó que esa paz fuera el adelanto de un cambio importantísimo en su vida. Atravesó en coche el centro hasta llegar a su domicilio. Una vez allí accedió por el dormitorio a la azotea con vistas a la Gran Vía. Bajo el cielo de mosaico estrellado se supo infinitamente pequeño…
          Jasmin y Adrián, su marido, ayudan en las labores de puesta a punto del buque Sin Muros, perteneciente a la ONG del mismo nombre que está pendiente de tener los permisos reglamentarios para zarpar hacia la costa de Siria y proporcionar víveres y medicinas a otros barcos que operan en aguas internacionales interceptando pateras de lona con suelo de madera, donde los inmigrantes, hacinados, y en ocasiones sin hoja de ruta, van a la deriva hasta ser recogidos por los equipos de salvamento, y poner rumbo a Europa: la Tierra Prometida donde tratarán de construir un futuro mejor. Los ojos vigilantes de color miel y avellana de una familia que hace la travesía cogidos de la mano impactan en la negrura de la noche misteriosa situándolos en el marco de una realidad sin vuelta atrás. La misma que les ha obligado a dejar sus raíces, a los seres queridos, desgarrando la biografía que ya no escribirán juntos y también el chasis donde se asientan las costumbres, la cultura, el idioma, la etnia, el dialecto… Por eso, ahí, en mitad de la nada, a merced de la suerte o de la desgracia, fluctuando entre el vacío y la incertidumbre, se preguntan si habrá merecido la pena pagar el precio de arriesgar la vida para perderla quizá a medio camino. Apenas se escucha el vaivén del agua chocando en los costados, ni siquiera a lo lejos algún ruido de motor que traiga un atisbo de esperanza. Alguien susurra unas plegarias en su lengua materna, mientras que, en el otro extremo de la embarcación que parece a punto de romperse por exceso de peso, un hombre de mediana edad pasa el rosario implorando que llegue pronto la luz, y con ella la cara descubierta del día…
          ¿Está la carga a bordo?’, −pregunta el patrón−. ‘’, −responden−. ‘¿Todo en orden?’. ‘Pues claro’ –contestan a coro. Son grandes estibadores, expertos en ganar el mayor espacio posible porque saben muy bien lo que se hacen−. ‘En esos contenedores van gasas, vendas, sueros fisiológicos, antihistamínicos…, material muy básico que necesitan los compañeros que siguen por allí. Así que hay que hacer hueco por donde se pueda para incluir también barritas energéticas y botellas de agua. Su situación es complicada, los guardacostas no les permiten acercarse y, lamentablemente, los primeros ahogados cubren ya la superficie. Se están quedando sin chalecos salvavidas y sacos para cadáveres, les llevamos todos estos’ −señala el montón apilado−. ‘¿Y la cámara térmica?’. ‘Para Médicos Sin Fronteras, se les ha estropeado la suya. Esta zona de cubierta −giran la cabeza− hay que despejarla para acomodar a las dos embarazadas que traeremos con nosotros. El barco de voluntarios que las ha rescatado espera puerto para desembarcar, los bebés no’ −el comentario provoca risas−. ‘Y si se ponen de parto en mitad del océano ¿qué haremos? He de llevar arreglo para preparar algo reconstituyente’ −dice angustiado el cocinero−. ‘No sufras, viene un médico acompañando a un pequeño con una lesión renal aguda. Nos han encargado su traslado, así que, dado el caso, puede atenderlas. Quiero deciros también que entre los náufragos hay un total de ocho niños y niñas huérfanos. Los instalaremos en proa, en esas colchonetas. Han agilizado la parte burocrática con los servicios sociales hasta que les encuentren una familia de acogida. Por eso, aprovechando que vamos, y que esta vez nos volvemos de vacío, hacemos de ambulancia’. ‘¿No es arriesgado?’ −comenta otro miembro de la tripulación−. ‘Sabes que hemos tenido más de un conflicto legal por algo parecido’ −salta otro−. ‘Estamos autorizados, y seguimos el protocolo marcado. Además, tanto la Generalitat como el Ajuntament de Barcelona, al habla con el Gobierno central, se han ocupado de facilitárnoslo’.
          Adrián escucha la conversación atentamente mientras revisa aquello que depende de él: depósito del combustible lleno, y asegurarse de que en el área de camarotes han quedado perfectos los últimos remates. Antes de iniciar cada expedición, y para no olvidar los motivos que le empujaron en realidad a optar por esto, recuerda cómo fueron sus comienzos. Durante los cinco años de estancia en Beirut, alternó su oficio en la construcción con el compromiso social adquirido. Uno de los días, cuando todavía faltaba la mitad de la obra, almorzando con la cuadrilla en ese comedor improvisado a pleno sol, miró hacia arriba del esqueleto que después sería un rascacielos de lujosos apartamentos y comprendió que aquello carecía de sentido y que había llegado el momento de dar un giro radical. Se involucró, si cabe más, con el movimiento de la Media Luna Roja, que recibía numerosos avisos de hundimientos en las playas de Zawiya, donde no daban abasto a recoger los cuerpos inertes de los migrantes que habían partido desde la frontera con Túnez, ni tampoco a proteger de las mafias que sin ningún tipo de escrúpulos trafican con seres humanos, a quienes jugándose el pellejo conseguían llegar hasta la orilla. Esas durísimas experiencias, tan adversas, le valieron para mantener la serenidad, fortalecer la capacidad de aguante y llegar al objetivo marcado. Eran tiempos convulsos para moverse por el polvorín de callejuelas que desembocan en el Mediterráneo, a pesar del gran don que tienen los beirutíes, capaces de levantar la cabeza por encima de los desastres. Israel se retiraba de los territorios ocupados en el sur del Líbano cuando la tensión se recrudeció al hacerse los libaneses con parte del caudal del agua de uno de los afluentes del río Jordán, lo cual reactivó de nuevo el cruento enfrentamiento. Entonces coincidió también que la madre de Jasmin empezó con molestias en el hígado. El joven matrimonio la visitaba a diario. Una noche, aprovechando el momento de relajo, y que Ahmad Abu-Abbad hablaba con unos vecinos sobre una cata de vino que a la semana siguiente había en los viñedos del valle de Bekaa, Adrián dijo a su mujer: ‘Estoy pensando dejar mi trabajo y dedicarme sólo a las tareas humanitarias. Hay un grupo de personas en España que van a levantar una ONG con recursos muy sencillos. Me he puesto en contacto y puede que colabore en el proyecto’. Una maraña de dudas se apoderaba de ella, embarullando las piezas del puzle que preferiría dejar como estaban: la residencia en el Beirut que no la engaña y maneja tan bien, la educación que quería darle a su hijo con aquellos valores que cree fundamentales, el consuelo de vivir a un paso de sus padres y correr a su regazo si empiezan los bombardeos, y la serenidad que le aporta desenvolverse por los rincones conocidos. Retorcida por dentro no se atrevió a manifestar lo que sentía, a pesar de tener un marido absolutamente tolerante. Al presente la trajo el aroma del café humeante con semillas de cardamomo, que traía una de sus cuñadas en la cerve recién quitada del fuego. Lo que no supo hasta mucho después es que el destino le pasaría rozando como un tsunami…

domingo, 16 de septiembre de 2018

Beirut, Puerta de Atocha.

1.

Ahmad Abu-Abbar sostiene en sus manos un número atrasado de la revista National Geographic, en cuya portada puede leerse en letras grandes: ¿Qué futuro le espera a nuestro planeta? Este hombre, de piel tostada, callado, culto, apuesto y con una sombra de melancolía que todavía le hace más interesante, espera, junto a cientos de personas, en el Jardín Tropical de la Estación Madrid Puerta de Atocha, alguna explicación y solución por parte de la compañía, ya que continúa la huelga convocada por el sindicato de maquinistas, SEMAF, para trenes AVE y Larga Distancia. Tampoco hay posibilidad de coger un vuelo, porque la plantilla de controladores aéreos ha aprobado paros indefinidos de 24 horas. Con lo cual, el caos reinante entre los pasajeros está asegurado. Le esperan en Barcelona para celebrar el cumpleaños de su hija Jasmin, la menor de tres, casada con un charnego. Viven en el carrer de l’Hospital, a dos pasos de la Rambla del Raval, en un piso acogedor de espacio muy reducido. Cuando les visita, le gusta asomarse al balcón que da a la estrecha calle y respirar el contraste de condimentos que enriquecen los guisos, con salitre de mar que tantas vibraciones de los atardeceres en Beirut trae a su memoria, contemplando el espectáculo que ofrece más allá la belleza de las Rocas de las Palomas, mientras se escucha de fondo el cantar del muecín llamando desde el alminar para orar en la mezquita… Pero sus recuerdos también tienen picaduras de balas que han destruido poco a poco la ciudad que lleva dentro, y de esa época gloriosa de proyectos comunes en el transcurrir sencillo de su familia, no tocada aún por la desgracia. Abstraído en los pensamientos, no se dio cuenta del alboroto que ocurría alrededor suyo: una mujer de mediana edad, con la ropa arrugada como de haber pasado allí los últimos lustros de su existencia y las terminaciones nerviosas de la heroína cableando su cuello, gritaba fuera de sí: ‘¡Me lo han robado todo! ¡Me lo han robado todo! ¡Coño, agentes, que me han dejado con lo puesto, miren! −se levanta la blusa enseñando el costado amoratado y esquelético−. No tendrán ustedes por ahí unas moneditas para un bocata, ¿verdad?’, −dice a la pareja de la Policía Nacional que intenta apaciguarla−. ‘¡Anda, ven con nosotros, Maca, y no alborotes más!’. Acaban de encenderse las luces de neón de la farmacia y de los demás establecimientos, y el murmullo, que durante las primeras horas de la madrugada descendió, empieza a despertar. El personal de la contrata de limpieza recoge lo que puede saltando por encima de la gente tumbada en el suelo junto a los equipajes. Huele a indignación, a cabreo, a impotencia y a café de máquina recién hecho. Levanta la vista y, aunque tiene verdadera necesidad de ir al baño, se le quita al ver la larga cola que espera para entrar…
          Ismael Ruiz habla acaloradamente por teléfono mientras observa en su iPad un partido de fútbol en diferido y mastica con ruido una chocolatina quizá pasada de fecha. ‘Sabéis de sobra que ese no es mi estilo, y sin embargo habéis consentido que un niñato de papá, caprichoso y prepotente, por el simple hecho de tener un apellido conocido y colgar en la pared el diploma de algún título fantasma, mande a tomar por culo el trabajo de tantos meses −entrecorta la respiración unos segundos de silencio−. Es que no me parece justo, Mariam, porque ahora el equipo tiene que dar la cara y resolver el entuerto. Estoy harto, al límite, no puedo más. Fíjate qué te digo: como vuelva a ocurrir me voy y os dejo en la estacada. ¿Qué no? Ponedme a prueba y veréis si soy capaz de hacerlo…’. Lleva la subdirección del departamento de marketing de la agencia publicitaria Plaza’s Intercontinental, y su máxima a seguir es el principio fundamental de Charles U. Larson, que define el oficio como: “un sistema de comunicación que coordina una serie de esfuerzos encaminados a obtener un resultado”. Pero la compañía, fundada por unos emprendedores que ya son octogenarios, ha caído en manos de una gestora que prioriza beneficios económicos vulnerando la calidad del servicio y los materiales, ya que apenas cuenta con experiencia en ese sector. ‘Las condiciones del contrato están cerradas con el cliente, y no pienso mover ni una sola coma por mucho que la orden venga de arriba, como tampoco entraré en el juego del engaño. ¿Dónde quedaría después la reputación y mi dignidad? ¿No comprendes que la cara visible de esta pirámide soy yo? Oye, tengo que colgar, ya lo discutiremos’. Estudió la carrera con el fin concreto de relativizar en la sociedad el concepto de consumo, orientando las campañas hacia lo que necesita verdaderamente cada individuo o colectivo, contrarrestando pues la tentación incontrolable y compulsiva de la opulencia. Pero este propósito se vino abajo, junto a otras utopías más, en cuanto tuvo que introducirse a fondo en el mercado de la industria, dándose cuenta de que, en muchas ocasiones, la realidad termina volcando la teoría.
          Macarena Guzmán es ciudadana itinerante en descampados con vecinos que no preguntan, y en garitos donde el alcohol de garrafa lo ponen de oferta. Podía tener casi todo al alcance de la mano: estudios superiores en las mejores universidades −realizando parte de ellos en Estados Unidos−, puesto de dirección adjunta en la empresa familiar −una constructora−, ático de 1000 metros cuadrados en el Paseo de la Castellana, y los mejores amantes acodados en el rellano del ascensor. Pero nació con un implante de mala suerte ensamblado en las entrañas, así que, cuando quiso darse cuenta, estaba viviendo en la calle: en verano con ropa de abrigo por si escasea la lluvia torrencial que despiden las papelinas, y de noche cometiendo pequeños hurtos para dormir de vez en cuando a cubierto, bajo el techo del calabozo. Su entorno era de costumbres estrictas, conservador al límite, de los que guardan las apariencias hasta en lo más vulgar. Un año, recién cumplida la mayoría de edad, Maca y un grupo de amigos se fueron de vacaciones a Grecia. Se sintió atraída por el guía de la expedición, y el sentimiento era mutuo. Y también por la chica que le sustituyó un par de veces. Así fue como empezó una lucha interna por descubrirse a sí misma e identificar todas las sensaciones adversas e inconfesables que le bullían por dentro…
          Perdón, ¿puedo sentarme?’ −pregunta muy prudente Ahmad Abu-Abbar−. ‘Claro. Disculpe’ −Ismael quita algunos documentos que había dejado en la única silla que quedaba libre−. ‘¿Quién juega?’. ‘Sporting, Numancia’ −contesta con desgana−. ‘¿Y cómo va el marcador?’. ‘Se disputó ayer. 5-3 a favor de los gijonenses’. ‘¿Y conociendo el resultado lo ve?’. ‘Bueno, me relaja’. Permanecen callados, aunque no por mucho tiempo. ‘Parece que esto tarda en arreglarse −refiriéndose a la demora−. Fíjese qué horas son y ya tenía que estar en Barcelona’. ‘Dijeron que a media mañana darían un comunicado, pero parece que se retrasa bastante. ¿Viaja por trabajo o por placer?’. ‘Mi hija y su marido viven allí, tienen un niño de doce años. La vida me ha regalado ocho nietos preciosos, éste y siete que están en el Líbano. ¿Quiere ver una fotografía? −saca del bolsillo un aviejado billetero abrazado con una goma−. Ojalá que algún día podamos juntarnos todos. Nada me gustaría más antes de ponerme a mirar a La Meca. ¿Usted también va a Catalunya?’. ‘Sí. Estaba invitado a la presentación de la nueva fragancia de una conocida marca de perfume, en Girona, pero ahora me alegro del retraso, no me apetecía ir’. ‘Hacer lo que sea a disgusto no es saludable’. ‘Habla muy bien castellano, ¿lo aprendió en Oriente Próximo?’. ‘Nací en Beirut, mi padre era de allí. Trabajaba como chófer e intérprete en la Embajada española. Conoció a una granadina guapísima, cuya familia de diplomáticos habían recorrido toda la zona hasta establecerse en Achrafieh, uno de los barrios cristianos más antiguos, ubicado en una colina, al este, junto a la costa. Meses después se casaron y con el tiempo nacimos mis hermanos y yo, de los diez sobrevivimos cuatro. Eran tiempos cargados de sacrificios y de penurias, difíciles dentro del contexto de un país a punto de ser destrozado’. ‘¿Lleva mucho aquí?’. ‘Desde el año 2006. Mi esposa, mi hija, su bebé y yo −el yerno lo hizo después−, salimos poco antes de que Israel bombardeara el Aeropuerto Internacional Rafic Hariri, a nueve kilómetros del centro de la ciudad, lo que llaman los suburbios meridionales. Es una larga historia, un cruce de amargura y humanidad, de agradecimiento y reconciliación, una etapa durísima donde contraje la deuda impagable que tengo con mis semejantes, esas cosas que aparecen cuando lo das todo por perdido y vuelves a creer en las personas, aunque con matices…’.
          Conversaron, consiguiendo dejar fuera de ellos al resto de voces hasta convertirlas en susurro. Y lo hicieron relajados, aportando vértebras al esqueleto de lo cotidiano, contrastando sus maneras de entender el deporte, lo que ha cambiado la vida, la situación política, las migraciones, el aumento del umbral de la pobreza, el paro, el descuento de oportunidades para las nuevas generaciones, los complejos, la traición… ‘Entonces, ¿cómo es que está en Madrid?’. ‘En el Saint George Hospital University Medical Center, diagnosticaron a mi mujer cáncer de hígado con metástasis en los órganos cercanos, también vitales. Nos hablaron de una eminencia en esa especialidad: Un oncólogo del hospital madrileño Ramón y Cajal. Se pusieron en contacto con Médicos Sin Fronteras, y entre unos u otros gestionaron el traslado. A partir de ahí nuestro periplo ha sido turbulento…’. ‘¿Y sus otros hijos?’. ‘Decidieron quedarse allí muy a su pesar, aun sabiendo que nos rompían el corazón, y nosotros lo respetamos’. Sin reparar en la hora, la madrugada les cayó encima, y con ella el documento que acredita la devolución del importe del billete el primer día hábil después de la fecha de emisión. Tan sólo un puñado de mesas alargaba la interminable jornada de los camareros, ansiosos por quitarse los zapatos y meter los pies en agua caliente. Ismael, mirando hacia el cielo, pobre de luz y de estrellas, dice: ‘Parece que ha refrescado. ¿Hacia dónde vas?’. ‘Al número 10 de la calle de Huesca, en el barrio de Tetuán’. ‘¿Compartimos taxi…?’.