domingo, 28 de enero de 2024

Cerca de las Smoky Mountains

9.

En casa de Donna Hanks, Santa Claus tuvo una noche ajetreada colocando los paquetes bajo el árbol, además de dulces y monedas para toda la familia, en las botas-calcetín colgadas en la chimenea. Contenta de que hubiera tantas mujeres en la cocina y feliz de estar juntos, las dejó preparar el desayuno según la costumbre de cada una. La esposa del segundo hijo, enfermera como él, tenía intolerancia a muchos alimentos, con lo cual, los seleccionaba exhaustivamente, incluso alguno, como la leche y el pan, los traía ella. Las nietas y nietos pequeños, impacientes y nerviosos por abrir los regalos, despertaron a los mayores saltando en sus camas. En pijama y sentados en la alfombra frente al ventanal, una orquesta de onomatopeyas, desde el asombro a la exclamación, pintaron los tabiques del hogar con la inocencia y la ilusión de la infancia. Rápidamente montaron los juguetes que eran de construcción: el tren eléctrico arrastraba los vagones con ganado y carbón de plástico hacía tierras desconocidas, las bicicletas de 20 pulgadas comenzaron el rodaje por el jardín, la melodía saliente de la armónica recordaba otros tiempos quizá más saludables y, a lomos de los caballos del Ejército, con toda la artillería, aguardaban a los Apaches para vencerlos. Ms Hanks, pletórica, les contempló con la mesura de quien sabe que la felicidad son gotas diminutas absorbidas con inmediatez por el suelo de la realidad. En el saloncito de abajo los cuatro hermanos escuchaban a Ricky Van Shelton, uno de los cantantes de gospel y country preferidos de toda la familia que, junto a Dolly Parton, deleitó sus días de adolescencia. Conversaban de la vida y la muerte, de la paz y la guerra, del ayer y del presente, de lo bueno y de lo malo, lo que les separa y les une. En definitiva, un ejercicio de buenas intenciones para ponerse al día tras varios años sin verse. Sin embargo, por encima del cariño primaba la forma de ser de cada uno de ellos, fundamentada, tal vez, en la frialdad de la carga genética que transportaban. Sin pretenderlo cayeron en la discusión recordando el accidente ocurrido hacía 15 años, cuando cedió un dique en la planta de Kingston de la Autoridad del Valle de Tennessee, derramando cenizas de carbón.
          –Los ecologistas sois unos exagerados, alarmáis al mundo con vuestro discurso de cambio climático y no os dais cuenta de que el clima siempre está cambiando –dijo el mayor de los Hanks.
          –Entonces, tú que estás tan cerca de Dios, ¿te parece aceptable que murieran alrededor de 36 trabajadores que prestaron servicio en tareas de limpieza a consecuencia de tumores cerebrales, cáncer de pulmón, leucemia…, y que la mayoría de los supervivientes tengan ampollas en la piel por arsénico y no puedan despegarse de los inhaladores de bolsillo? ¿Lo apruebas? –argumentó el tercero de los hijos, monitor de esquí, en Wisconsin.
          –No, por supuesto que no, pero la Central Eléctrica de la Autoría del Valle de Tennessee es un motor muy importante para nuestro Estado –siguió el pastor.
          –Aquello fue una desgracia que puede pasar en cualquier otro lugar –intervino el segundo, médico en una prestigiosa clínica de Billings.
          –¿Por qué habéis cambiado tanto? –preguntó el tercero de los hermanos–, antes los votantes republicanos teníamos otra perspectiva de las cosas, recordad que en la campaña presidencial de 2008, John McCain dijo: “la misma actividad económica que ha traído libertad y oportunidades a miles de millones de personas, también ha incrementado el volumen de dióxido de carbono en la atmósfera”. Tipos así hacen mucha falta.
          –¡Y qué! –exclamó el segundo– ¿Vas a darnos ahora lecciones de comportamiento cívico?
          –No soy quién para hacerlo, pero estoy viendo cambios tan alarmantes, y no sólo en la estación de esquí donde trabajo, sino en el conjunto de Wisconsin, que me parece importante insistir en esta realidad presente, ya no se puede entender a futuro.
          –Pues yo estoy muy de acuerdo con Jeb Bush cuando dijo que no hay suficientes evidencias de que eso sea natural o provocado por el hombre –concluyó el enfermero.
          –Chicos, no os calentéis más la cabeza, yo me guío del ganado –metió baza el pequeño de todos, capataz de cuadrilla, en Texas–, si está alterado, anuncia tornados y tormentas, si pasta tranquilo y se aparea, señal de que el cielo está en calma.
          –Eso esa es una buena e indiscutible filosofía, querido hermano pequeño –entre guiños opinó el pastor de la Iglesia Evangélica Luterana.
          –Considero muy preocupante que se rompiera el dique cerca de Kingston, en el condado de Roane, que el lodo de ceniza de carbón cubriera 300 acres de tierra llevándose por delante casas y que este país sea tan poco dado a reconocer que hay deudas con la humanidad pendientes de saldar –sentenció el monitor de esquí. Donna Hanks, a pie de escalera, escuchaba los distintos puntos de vista de los hijos y, en parte, estaba de acuerdo con todos y cada uno de ellos.
          A las afueras de Lenoir City, en un área poco transitada, entre caminos que llevan directos al bosque, estacionó la autocaravana durante varios días seguidos, tiempo suficiente para organizarse y planificar la ruta con detalle. Faltaba poco para amanecer y sintió dolor en los huesos, el frío se clavaba en los tendones como puntas de alfileres, así que, se abrigó, bebió café instantáneo y masticó galletas de mantequilla mientras digería la cantidad de pensamientos que la embargaban. Antes de emprender viaje de 160 millas, aproximadamente, a la ciudad de Stevenson, en el estado de Alabama, trató de contactar con la oficina de Kimberly Teehee, delegada de la Nación Cherokee en la Cámara de Representantes, pero debía seguir un protocolo larguísimo que tampoco garantizaba poderla ver. De modo que, con toda la cautela se puso en marcha. Lo primero sería buscar la dirección escrita en el reverso de la partida de nacimiento de la abuela Tillie e investigar si el apellido Gunter, el suyo de soltera, era de los más comunes por aquella zona. La Interestatal 75 estaba despejada, condado a condado, pueblo a pueblo, disfrutó del paisaje que, para todo tenesiano y tenesiana, es único en el universo. Por la radio, varios comentaristas, hablaban de la soledad que sufren los estadounidenses. Por lo visto, en 2023, un especialista lo identificó como “crisis de salud”, como consecuencia de sustituir las relaciones presenciales por las virtuales y culpando concretamente del aislamiento a las redes sociales que han hecho de nosotros personas más introvertidas. Con los cinco sentidos puestos en la carretera y sin la zozobra de la prisa metida en el cuerpo, se desvió a comer algo en Charleston, ciudad de gran belleza y cuya alcaldesa es una mujer afroamericana. En el restaurante apenas había gente, excepto algunos hombres con ropa de obrero. Pidió alitas de pollo con salsa búfalo, tiras de apio, zanahoria y cerveza para acompañar. Una televisión de grandes pulgadas presidía el salón, en la pantalla negra se reflejaban los rayos del sol hasta que el camarero de detrás de la barra la encendió y aparecieron unas imágenes de cowboy a caballo y dirigiendo las reses por los estrechos desfiladeros. Opal Nelson consultó el mapa y las notas que añadía en su cuaderno cuando recordó la última conversación que mantuvo con Tayen McDaniel.
          –Vente conmigo –le propuso.
          –Este viaje debes hacerlo sola.
          –Me gustaría hacerlo juntos.
          –Vas a profundizar en tus raíces y será una experiencia inolvidable, además no me siento cómodo fuera de aquí –miró a su alrededor– y así cuando regreses tienes la excusa de venir a verme.
          –Entonces, dices que, cuando haya un gajo de luna a mi izquierda, tú estarás en las montañas y el gran espíritu frente a ti, entonces será señal de que todo me ha ido bien.
          –Exacto. –Trueno veloz no estaba acostumbrado a socializar con nadie tan directamente, sin embargo, tuvo un gesto que ella recordará hasta el final de sus días. Sacó del bolsillo un colgante–. Toma, lo he hecho para ti, llévalo puesto.
          –Es precioso, muchísimas gracias.
          –El cordón es de piel de oso y la bolsita también, dentro hay una pluma de águila y una combinación secreta de semillas que te darán suerte, no la pierdas, y después, una vez conseguido tu objetivo, lo abriremos y verás cómo ha quedado –ella asintió con la cabeza y el indio Cherokee se fue a pescar al río Oconaluftee. Le vio alejarse y, para sus adentros, le prometió volver.
          Con el último bocado de las alitas de pollo en la boca y algunos enseres adquiridos en la gasolinera, reanudó el viaje. La ciudad de Stevenson y Alabama en sí estaba llena del apellido Gunter, tras mucho preguntar y dar más vueltas que una peonza, detuvo la camioneta en el cruce de la 3rd St con Kansas Ave, donde le dijeron que vivía el hombre más longevo de toda la comarca, pero entre unas cosas y otras se le echó la noche encima. Aparcó en un descampado y, a la luz de la linterna de camping, abrió una lata de conservas, saboreó un brik de leche y convocó al sueño mirando fotografías...
          Dos días antes de la vuelta al colegio, en la recta final de las vacaciones de invierno, un descuido en casa de Aretha O’Neal, facilitó que la desgracia entrase por la puerta trasera. Acababan de dar las 12:00 p.m. cuando uno de los gemelos, probablemente el más travieso, aprovechó para salir a jugar al aire libre. Primero lo haría en el jardín llenándose los bolsillos del pantalón con puñaditos de arena, puntas de hojas partidas y un pedazo del papel con la lista de la compra; después, en mitad del camino, se entretuvo mirando unas ardillas que trepaban veloces hasta visualizar el horizonte; y por último, le tentó la infinita línea recta de la carretera en la que, como si fuese un amplio campo de fútbol le dio patadas al balón, cuya esfera, redonda, se alejaba más y más. Al principio nadie se percató de su ausencia, atareados en sus cosas, ignoraba que cada minuto que pasaba era crucial. Cuando la madre empezó a llamarlo para sentarse a la mesa, y la criatura ni aparecía ni contestó, se dispararon todas las alarmas y el hogar quedó a oscuras… Desde la noche anterior, hasta bien entrada la mañana, en la granja de Alvin Evans se corrió una juerga de esas que hacen historia, a base del Moonshine elaborado por él mismo, también hicieron prácticas de tiro, pidieron oraciones para uno de los miembros del klan, aquejado de cáncer terminal y acordaron recaudar dinero para su entierro. Poco a poco se fueron yendo menos una pareja de granjeros recién llegados de Mississippi y devotos de la bandera confederada.
          –¿Os llevo? –se ofreció Alvin. 12:34 p.m.
          –Muchísimas gracias –dijeron agradecidos mientras nadaban en solitario por una espesa marea con resaca. 12:35 p.m.
          –Aunque si queréis quedaros, no tengo inconveniente –trató de ser hospitalario, sin embargo, rezaba para que no aceptasen. 12:38 p.m.
          –No entiendo cómo el primo Jordan Brady –histórico de la organización supremacista– se ha podido ir sin nosotros –12:40 p.m.
          –Pues no se hable más, vámonos –12:41 p.m.
          –No hay problema, suban a la camioneta, enseguida llegamos. –12:40 p.m.
          Apenas encontraron tráfico y todo parecía estar tranquilo. De la guantera sobresalían todo tipo de objetos y aquellas viejas cajitas de plástico llamadas cassette. 12:45 p.m. Los pasajeros del asiento trasero se habían quedado dormidos, así que, Alvin pisó a fondo el acelerador para deshacerse de ellos lo antes posible. Repasó mentalmente lo que compraría en la tienda: un poco de azúcar, algo de café y cigarrillos. 12:52 p.m. El sol pegaba de frente y les deslumbró, entonces los viajeros se espabilaron. En el cruce de Manhattan Ave, con Northwestern Ave, hay un STOP, pero no lo vio porque en ese momento se despistó buscando una cinta de Randy Owen, su cantante preferido. 12:55 p.m. De repente, algo pisó la rueda trasera derecha que le obligó a hacerse con el volante. 12:56 p.m.
          –¿Qué ha sido eso? –preguntó uno de los jóvenes granjeros mientras miraba por la ventanilla.
          –¡A saber! Cualquier cosa, algún animal muerto, hay gente muy desaprensiva que los abandona –suelta restando importancia al suceso.
          –No sé, me ha parecido oír un grito –manifiestan ambos.
          –Estamos llegando, es al final de esta calle –informa Alvin aliviado. 1:10 p.m.
          Aretha O’Neal, y la familia en pleno, salieron en busca del miembro que faltaba. Nadie del vecindario fue a ayudarles. Cada vez más alejados, el padre sugirió dividirse, unos continuar y otros regresar a la casa por si aparecía por allí. De repente, uno de los muchachos encontró el peluche y la zapatilla del pequeño, y más allá, tendido en el suelo, su cuerpo diminuto manchado de sangre. 1:23 p.m. El 911 atendió rápido el teléfono y enseguida llegó el equipo médico que, tras la primera valoración evaluando el estado del herido, se lo llevaron bastante grave al Methodist Medical Center. La ambulancia pasó por delante de la casa de Donna Hanks y detrás un automóvil que le resultó conocido. Entonces, se le cayó un plato de ensalada de las manos. 2:18 p.m.

 

domingo, 14 de enero de 2024

Cerca de la Smoky Mountains

8.

Semanas antes de la llegada de Santa Claus, Donna Hanks terminó de tejer los calcetines que su hijo y ella colgarían en la chimenea. Anterior a eso, fue a la granja específica de cultivos de pinos naturales para Navidad y compró uno que pondría en el salón y adornarían juntos, algo que dejó de hacer cuando los chicos se fueron. Con la ayuda del vendedor lo cargó en la camioneta, pero al llegar a la casa y tratar de bajarlo, pesaba tanto que partió algunas ramas. El vecino de enfrente, al otro lado de la carretera, al verla con trabajo y casi perdiendo el equilibrio, fue con dos de sus chavales y lo metieron dentro dejándolo en el sitio exacto que les indicó: a la derecha del gran ventanal. Ella, en agradecimiento, les obsequió con unos dulces. El muchacho cada vez tenía peor aspecto: más ojeras, menos apetito, yendo con mayor frecuencia al baño y agotamiento generalizado que él achacaba a las secuelas del virus que contrajo en Nueva Delhi. Pasaba el tiempo encerrado en el dormitorio, retorcido de dolor en la cama y emitiendo un quejido amortiguado en la almohada, sin embargo, a pesar de la desgana,  se propuso hacer un sobresfuerzo para no amargar a la madre y vivir esa fecha tan señalada un poco más felices.
          –Mira lo que encontré, cariño –dijo, llevando una prenda en la mano.
          –¡Uf!, no puedo creerlo, mamá, pero si es mi jersey feo de navidad, después me lo pongo –quiso así parecer más animado.
          –Igual ya no te sirve, has crecido un poquito –comentó nostálgica, visualizando escenas sueltas de la película que le pasaba delante de los ojos, cuando los cuatro hijos llenaban el hogar de risas nerviosas por la llegada inminente desde el Polo Norte de San Nicolás, con su saca de juguetes para repartir a todas las niñas y niños del mundo, fabricados con la ayuda de los elfos. Sin duda, eran tiempos felices donde ser pequeño consistía en jugar, pelearse y aprender que la vida, a esa edad, es un espacio libre de preocupaciones, un tren con billete sólo de ida que hará parada en las siguientes estaciones: adolescencia, juventud, madurez…
          La mañana del 24 de diciembre Donna Hanks salió temprano al mercado local agrícola para adquirir los mejores arándanos con los que haría la salsa de acompañamiento al pavo, así como varios vegetales y hortalizas de temporada y un centro de hojas silvestres que pondría sobre la mesa. Compraría también patatas para hacer puré, una buena botella de vino y harina de maíz. Eso iba pensando cuando pasó por delante de la casa de Aretha O’Neal y, aunque le extrañó verla tan cerrada y sin luces de navidad adornándola, supuso que la decorarían más tarde. Media milla más allá se detuvo en la gasolinera para mirar la presión de las ruedas, incluida la de repuesto, cogió una lata de aceite, algunos chicles, un par de bebidas de cola y dos o tres bolsas de cacahuetes. Alrededor de otro dispensador, algunas personas comentaban las últimas declaraciones hechas por Donald Trump, en New Hampshire, sobre las deportaciones a inmigrantes sin papeles que llevaría a cabo en cuanto fuese reelegido. Los menos conversadores escuchaban atentos y asentían con la cabeza dicho argumento, reforzado con el endurecimiento de las leyes en Texas, cuyo gobernador dijo que la frontera con México era un riesgo para la Nación y su seguridad, afirmaciones sinsentido que se creen la mayoría de sus seguidores. Repostó combustible y, con la camioneta llena de cosas, regresó . El hijo cortaba leña de muy buen humor y eso la reconfortó. Los viejos vinilos de Dolly Parton sonaban en el tocadiscos haciéndoles compañía, había oscurecido y el paño de vaho en los cristales impedía ver el exterior donde seguramente los ciervos estarían ya merodeando. Al día siguiente trajinaba en la cocina mientras que él leía la Biblia, sentado en la misma mecedora donde estuvo convaleciente cuando se rompió el pie en el colegio. Ella se fijó que la respiración del muchacho estaba acelerada, sin embargo, no le dio importancia y él observó que la madre hizo tanta comida como para invitar a todo el barrio, pero ya se sabía que en ese sentido, entre fogones, siempre fue una exagerada.
          –¿Esperamos a alguien? –preguntó el muchacho.
          –Es para que no te quedes con hambre –bromeó.
          –Estoy muy agradecido, mamá, el trato recibido ha sido exquisito.
          –Anda, zalamero. –Ambos sabían perfectamente que el tiempo de compartir se agotaba y debían continuar cada uno con la vida rutinaria elegida: él, a Riverdale, el barrio de Chicago con un alto índice de criminalidad, donde ejerce de pastor de la Iglesia Evangélica Luterana; y ella, de vuelta a la soledad de puertas y persianas cerradas.
          Eran las 5:45 p.m. y, desde algún lugar lejano del vecindario la voz de Bing Crosby, cantando White Chrismas, bella pieza musical compuesta por Irving Berlin, trepaba por las ramas de la nostalgia embargando el corazón de Donna Hanks. Suspiró, se sonó la nariz y apiló la leña en la chimenea dejando fluir el oxígeno para mantenerla encendida. Pequeñas chispas intermitentes saltaban atrevidas al vacío, buscando la libertad fuera de las brasas, a la vez que maderas muy finas crujían retorcidas, como lo hacían sus huesos con cada cambio de estación. Antes de cenar, siguiendo sus costumbres, terminaron de leer los pasajes de la Biblia Mt 1,18-25 y Lc 2,6-7 –historias diferentes– sobre el nacimiento de Jesús. Arrancó la sintonía del noticiario anunciando la intervención del Presidente Biden que, dirigiéndose a las ciudadanas y ciudadanos, lo haría con un emotivo discurso. Preparó los manteles individuales con la bandera de los Estados Unidos que usaban solamente en ocasiones muy especiales, sacó las verduras escurriéndolas con la espumadera y las llevó a la mesa en una fuente de cristal. A las afueras, en el bosque, el silencio era absoluto. Miró por la ventana y vio la luz de unos faros cada vez más cerca hasta que divisó la silueta de tres grandes automóviles. Donna, a pesar de ser poco expresiva, se emocionaba al ver descender de los carros a sus otros tres hijos con sus respectivas familias. Agradecida por el largo viaje realizado desde Texas, Wisconsin y Montana para pasar unos días todos juntos, abrió la puerta y corrió hacia ellos, los nietos mayores la abrazaron enseguida y los pequeños no la recordaban.
          –¿De cuánto estás? –preguntó a la más joven de las nueras.
          –Voy a entrar en el séptimo mes, estamos muy contentos, es una niña –respondió tocándose la barriga en círculo.
          –Pasemos dentro que hace frío –dijo llevando en brazos a un pecoso pelirrojo con cara de travieso.
          –¡Reverendo! –dijo uno de los hermanos bromeando.
          –Oye, ¿tú sabías que venían y no me dijiste nada? –preguntó la madre con una sonrisa de oreja a oreja.
          –No tenía ni idea –dice besuquea a los sobrinos.
          –¡Venga!, lavaos las manos y a la mesa, ya tendremos tiempo de ponernos al día, hay mucha faena por hacer, estaréis cansados y querréis iros a dormir. –Donna Hanks no cabía en sí de felicidad, cada rincón de la casa se amuebló con voces menudas que peleaban por arrebatarle al otro lo suyo. Ella les observaba desde el faro de la plenitud y comprendió que aquella magnífica cena sería el preámbulo de un 25 de diciembre donde hubo de todo…
          En las pequeñas y grandes ciudades la proliferación de comercios orientales, donde se encuentra desde un botón a un secador de pelo, pasando por material de escritura y complementos para vestir, ha obligado al cierre temporal o definitivo de muchos negocios que, aun reinventándose, son incapaces de competir con tan inmensos bazares. Otros, los más reacios a bajar el cierre, sobreviven con la soga al cuello y una clientela fiel con su tienda de referencia. La franquicia The Bricolaje House Construction CO, cada vez recibía menos encargos y, por consiguiente, cayeron en el callejón sin salida que achica las ganancias. Los jefes negaron la mayor, aumentaron la publicidad y rebajaron algunos precios, sin embargo, finalmente se cumplió el viejo dicho de que “cuando el río suena, agua lleva”, amaneciendo una mañana en el local el cartel de: se alquila. Opal Nelson se quedó en la calle y su etapa laboral entre aquellas cuatro paredes huérfanas ahora de clavos, martillos y toda clase de herramientas. Resultándole imposible pagar el alquiler de la casa en Lenoir City, tomó decisiones rápidas, vendió la camioneta, algunos muebles de su pertenencia, el equipo de música, el cortacésped, los electrodomésticos que también eran suyos y con ese dinero, y algunos ahorros, compró una autocaravana.
          –¿Y de qué vas a vivir? Nosotros también andamos muy escasos –dijo la madre angustiada.
          –Ya me las arreglaré, no os preocupéis –respondió Opal.
          –Ya, hija, pero hay que comer, vestirse y todos tenemos ciertas necesidades. ¡Tú me dirás! ¡Viviendo en una autocaravana! ¡A quien se le diga! Porque como aventura está muy bien, pero la dura realidad es… –dice la mujer realmente preocupada por el futuro de esa hija que, a pesar de ser ya madura, sigue teniendo muchos pájaros en la cabeza.
          –Si lo piensas un poco, no se necesitan grandes cosas. He conocido a alguien que caza lo que come y cose lo que viste –esa afirmación se la decía a sí misma.
          –Ay, hija, cuántas fantasías te metieron en la cabeza y lo peor es que te las creíste todas.
          –Mamá –empezó a tantear suave.
          –Dime.
          –¿Te suena el nombre de Salali? –se contrajo el rostro de su madre cambiando también de color.
          –No, no lo sé –respondió azarada.
          –¿Estás segura? –le tendió una trampa por si caía.
          –Por supuesto –expresó molesta mientras cortaba rodajas de manzana para hacer un pastel.
          –¿Dónde nació tu madre? –aquello fue como el disparo de un misil directo al corazón.
          –Pues dónde va a ser, aquí, en Tennessee, igual que tú y que yo. ¡Tienes unas cosas!
          Entró en su antiguo dormitorio para dejar una maleta con ropa que de momento no necesitaba. El armario estaba semivacío y los cajones con lencería muy antigua y polvo de no haberlos abierto. En la estantería, además de unos cuantos vinilos y algún que otro libro de la escuela, sobresalía una funda roja de plástico con la partida de nacimiento de la abuela Tillie en donde figuraba “padre desconocido” y por detrás escrita con letra irregular una dirección de Alabama. ¡Cómo pudo pasárseme esto! Tenía por delante un largo camino y tres importantes avales intensificando las ganas de saber: el duplicado del Tratado de Nueva Echota que estaba en su poder, el papel con el nombre del desconocido nativo y el certificado de nacimiento…
          –Bueno, mamá, tengo que marcharme.
          –¿No te quedas a cenar?
          –Volveré pronto, lo prometo. –Según conducía decidió que lo primero que haría sería conseguir una cita con Kimberly Teehee, delegada en la Cámara de Representantes de los Estados Unidos por la Nación Cherokee, y después, ya pensaría el siguiente paso.
          Alvin Evans frenó en seco para no llevarse por delante a varias personas que cruzaban la carretera correctamente. Iba pensando en el final de la reunión que tuvo lugar en el pub de Knoxville con los granjeros, donde las divisiones entre dos grupos, con distinta opinión, elevaron la temperatura del ambiente. Los partidarios de secuestrar a la hija negra del pasante ganaban en votos, contra quienes optaban por ejercer acoso psicológico. Dos de los muchachos se encargaron de hacer el seguimiento diario, anotando en una libreta las costumbres, horarios, trayectos y esa manía de esconderse tras los arbustos observando los alrededores de la casa, pero ahora con las vacaciones de invierno en la escuela apenas salía. Mr. O’Neal aguantaba continuos desprecios rozando la humillación, porque no podía permitirse el lujo de perder el empleo. Desde la incorporación de un nuevo socio, un tipo ultraconservador, afín al ala más radical del Partido Republicano, en el bufete de abogado estaban haciéndole la vida imposible. Un día, después de haber solucionado el problema provocado por otro compañero, le convocaron en la Sala de Juntas.
          –Con permiso –dijo muy tímido.
          –Adelante. Siéntese. –Temió lo peor. Dos horas después dejó libre el espacio que había ocupado hasta entonces y se trasladó a otro muy reducido entre expedientes llenos de polvo donde se encargaría de distribuir y proporcionar la documentación que los letrados necesitarían en cada caso. Es decir, acababan de bajarle de categoría y no rechistó. De vuelta a Oak Ridge, por la carretera, a poca distancia, fue cuando el automóvil de Alvin Evans, de la frenada, hincó las ruedas en el asfalto obligándole a él a dar un volantazo para no chocar.
          –¿Se encuentran bien? ¿Están ustedes heridas? –preguntó a las personas a punto de ser atropelladas por Alvin, quienes le aseguraron no tener ni un rasguño.
          –Lo siento, no sé qué me ha pasado, me he despistado –dijo el granjero muy compungido.
          –¡Oiga!, tenga más cuidado, por favor, que casi hay una desgracia –Mr O’Neal ignoraba que aquel mismo hombre le arruinaría la vida, y de qué manera…