domingo, 17 de junio de 2018

Nueva York. Décimo día de la primera quincena de abril

John Lennon has been murder. John Lennon has been murder. John Lennon has been murder. ¡Han asesinado a John Lennon! ¡Han asesinado a John Lennon! ¡Han asesinado a John Lennon…!, voceaba desde su bicicleta el repartidor de periódicos mientras los lanzaba de uno a otro lado a las casas con jardín por las calles del condado de Queens. Lo recuerdo perfectamente. Era el 8 de diciembre de 1980 cuando Mark David Chapman puso fin a la vida del exbeatles y dio una segunda oportunidad al cómico Johnny Carson y a la actriz Elisabeth Taylor, ya que, según declaró en una entrevista concedida desde la cárcel de Attica en el estado de Nueva York, estaban los siguientes en la lista. Pero era mucho más fácil acceder al edificio Dakota, donde residía el creador de Imagine, que a las mansiones residenciales de los otros, por eso le situó en el centro de la diana. Siempre ha corrido el rumor de que el músico, defensor inagotable de la paz, tenía tan a flor de piel el activismo porque nació en medio de un bombardeo nazi en plena Segunda Guerra Mundial. Toda una leyenda que ojalá no olviden las nuevas generaciones. En la misma década ocurrieron otras cosas: las tropas iraquíes entraron en territorio iraní, España experimentó un cambio de gobierno con mayoría absoluta en la bancada de la izquierda, el electricista Lech Walesa −nacido en Polonia−, cofundó Solidaridad −primer sindicato libre en el Bloque de Este− y el escritor uruguayo Juan Carlos Onetti ganó el Premio Cervantes, por citar algunos acontecimientos de los muchos relevantes que hubo. En el Maspeth la consternación se contagiaba. Cientos y cientos de personas de distintos puntos del país caminaban en peregrinación hacia Manhattan, a la esquina noroeste de la calle 72 y Central Park West, donde, a pie de portal, esparcirían un altar con flores y mensajes solidarios para Yoko Ono y su hijo Sean Ono Lennon. Me quedé casi sola en el vecindario. De repente todo me pertenecía: el ámbar de los semáforos, las tejas de picos mordidos por las inclemencias del tiempo, las ventanas que no ajustaban y dejaban al descubierto las miserias íntimas, las pantallas gigantes donde los anunciantes exponían su zoco virtual para el consumo y el rugir de los bronquios del metro respirando al unísono conmigo. Lamentaba la desgracia ocurrida. Pero sin vecinos los bulevares quedaron desocupados de presencias molestas o no deseadas, dejando el horizonte limpio de caracteres indescifrables. Daba la impresión de que hasta los mendigos hubieran migrado de los callejones −conste que no me fastidian− a alguna flophouse alejada, dejando libre el pavimento para mi disfrute. Todo para mí: el sol, las avenidas, el aire y, también, en el mismo paquete incluido, los cartones grasientos que antes fueron, y lo serán mañana, la cama acolchada donde mullen proyectos que ya no cumplirán hombres y mujeres exhaustos con perfil harapiento…
          Susan toma asiento apoyando las manos sobre los reposabrazos de la silla y con un gesto de dolor en su rostro como si tuviera varios huesos rotos. Les separa una mesa fronteriza testigo de incalculables conversaciones entre abogado y cliente, y, sobre la misma, dos vasos de plástico y una jarra con agua de apariencia no potable. E.J. −nunca se había visto en otra igual− saca la libreta y el lapicero que siempre lleva consigo, cruza las piernas y adopta la postura de psicoanalista que tan bien se le da poner, pero pronto entiende que no va a necesitar ninguna de esas herramientas. A su espalda hay una ventana enrejada que da al patio donde las reclusas pasean, juegan a baloncesto o simplemente no hacen nada. Se levanta para mirar a las presas desenvolviéndose al aire libre, pero, antes de hacerlo, observa que su cuñada tiene los tobillos atrapados con grilletes sujetos al suelo. Mr. Coleman rompe el hielo: ‘he leído con bastante atención el informe donde supuestamente se fundamenta tu condena, y desde luego hay sobrados indicios que demuestran irregularidades llevadas a cabo durante la instrucción y posterior encarcelamiento. Por ello, teniendo en cuenta que solo han manejado hipótesis que te situaban en la escena del crimen, yo creo que un buen letrado podría tirar de ese hilo y sacarte de aquí. Por el dinero no te apures, los gastos corren de mi cuenta’. −Chasquea los nudillos y dice−: ‘No has recorrido más de mil ochocientas millas para eso…’.
          “Nueva York. Décimo día de la primera quincena de abril. El veterinario dice que Carlota tiene degeneración de la retina y que se va a quedar ciega a pasos agigantados. Por eso pierde, a menudo, el sentido de la orientación, entrando en zafarrancho de combate: ella desordena los papeles, yo los recoloco, y, mientras, revivo viejas historias olvidadas en el tiempo. El 5 de septiembre de 1987, en Estados Unidos, abrían todos los informativos con la esperanzadora noticia de que Ben Carson −lástima que haya cambiado el bisturí por la política−, principal cirujano de un numeroso equipo de profesionales, tras una intervención de veintidós horas, consiguió separar a los gemelos siameses, de siete meses, Patrick y Benjamin Binder, unidos por la parte superior de la cabeza… La hija de una compañera del supermarket, que estudiaba en la Facultad de Medicina de la Universidad de Michigan, nos contó que esa malformación congénita se llamaba craneópagos. La palabra asusta cuando llevas más de un gin-tonic navegando por el cuerpo, pero después meditas lo que es en sí, y… Me viene a la memoria −sin hacer comparaciones− la imagen de un forastero que se paseaba por aldeas y ferias exhibiendo a una oveja nacida con doble hocico, y cuya explotación le reportaba sabrosos beneficios. Una vez, entrada la fría luz de la mañana, todavía bajo los efectos de una niebla de textura espesa, la pobre, cansada de ser el hazmerreír del espectáculo, amaneció sumida en la profundidad de un sueño del que ya nunca despertó. Hoy lo pienso y soy consciente de lo cruel que pude llegar a ser, imaginando, divertida, a mis hermanos a cuatro patas, amaestrados por padre y madre con trajes de domadores, metidos dentro de la misma jaula, y a mí guardando en la cesta los huevos de la gallina de oro ganados a costa de ellos. Luego, de vuelta al mundo real, mondando patatas en la cocina, preguntaba por qué había personas que explotaban las desgracias de otros. ‘¡Mira la jodía mocosa ésta, habrase visto la descarada, anda y ve a darle de comer a los animales o te meto una somanta palos que verás…!’, −decía aquella voz ronca, de fumador empedernido, que tanto me acobardaba”.
          ¿Qué tal la semana, Maura?’. ‘¡Puf!, aburridísima’. ‘¿Y eso?’. ‘Te advierto que tengo pocas ganas de hablar, E.J. ¿Tú crees que, cuando hacemos balance de lo que ha sido el conjunto de nuestra vida, significa que el tiempo de descuento ha empezado a correr?’. ‘Lo hemos comentado otras veces: es poner en su sitio determinadas cosas que, para bien o para mal, han marcado nuestra existencia’. ‘Ya, pero es un sufrimiento que revuelve las tripas hasta vomitar’. ‘Bueno, tómalo mejor como un ejercicio saludable. Juzga por ti, que la primera vez que te sentaste en ese sillón estabas perdida, y mira cuánto has prosperado’. ‘Hace años, en un pub-jazz en el corazón de Harlem, había una anciana que, a cambio de un trago de ron, te leía el porvenir arrinconados en un pequeño altar hecho con eslóganes escritos en caligrafía infantil y montado en la zona de lavabos. Todavía recuerdo algunos de ellos: “El dinero es siempre de otros”, “El infierno te persigue, no te engañes, todo se acaba”, o “La utopía es eso de lo que hablan los poetas”. Un domingo por la tarde, harta de beber sola, cogí una botella de licor barato y fui hasta su improvisada oficina. Sentía curiosidad por saber cuánto de cierto había en las predicciones que hacía, y si manejaba suficientes datos como para hablar del pasado de cada uno. No sólo me asombró la precisión con que daba cada detalle, sino su clarividencia explicando un sepulcro de barro y hierba mojada sobre suelo escurridizo que yo asocié con el bosque. Definió también a alguien como un ogro de nariz ancha y entrecejo fruncido que trataba de arrancarme las entrañas, sólo podía ser padre... Desde entonces he atravesado situaciones muy complicadas. Algunas fueron un presagio suyo, pero la mayoría las he buscado o provocado yo misma’. ‘¿De qué manera…?’. −Dejo fluir un silencio tan estrecho como un pasillo que hay que atravesar de costado−. ‘Carlota está perdiendo vista. Se pasa los días deambulando ensimismada de un rincón a otro de la casa o presintiendo el olor que llega a lo lejos de los tejados que conoce perfectamente. Me tiene bien preocupada, porque ha dejado de rivalizar con Bobby, y de cazar regresando a las tantas de la madrugada con el desahogo del amor acoplado al esqueleto. Sólo maúlla y maúlla, hasta que vuelvo y husmea la suela de mis zapatos que traen gotas de orines’. ‘¿Y si se queda ciega qué harás?’. ‘¿No me irás a decir que tengo que sacrificarla para que no sufra? De verdad que no os entiendo. Pues no pienso arrebatársela, esa gata ha dado la vida por mí, es generosa, buena compañera, mejor que muchos de nosotros’, −digo tajante y decidida a concluir la sesión, pero Mr. Coleman se me adelanta−. ‘Bueno, lo dejamos ahí. Es interesante este cierre de sentimientos: por un lado, colocas aquello que te importa por encima de todo, y, por otro, te echas la culpa de ser la causante de determinadas complicaciones acontecidas. Encuentra el nexo entre ambas vías, estoy convencido de que lo hay, y quizá te aporte nuevas claves en el viaje interior. A lo mejor necesito retrasar uno o dos días la cita de la próxima semana, tengo pendiente un asunto personal que debo atender. Te llamaré más adelante para confirmarlo’.
          En los escalones de entrada a nuestro edificio, encuentro el final de una mudanza, un hasta siempre que habrá barrido las calorías quedadas en el hogar que fue y que las circunstancias y la mala suerte han desmontado. Ralph, con la congoja corriendo por sus venas por si es el siguiente en abandonar el inmueble, me sujeta del brazo no sea que tropiece al sortear una caja. ‘¿De quién es todo esto?, −pregunto señalando una cuna de recién nacido−. ‘De los McGregor, les acaban de desahuciar. Ahí dormía la nieta’. ‘¡Cabrón de casero!’. ‘¿De dónde vienes?’. ‘Del cine’. ‘¿Qué has visto?’. ‘Una comedia, no recuerdo el título…’.

domingo, 3 de junio de 2018

Nueva York. Cuarto día de la primera quincena de abril

Puntual, a la hora prevista de llegada, toma tierra, en el Waco Regional Airport, el avión procedente de Nueva York donde viaja Eric Coleman, que desciende por las escaleras con un empedrado de sudor en la frente por el pavor que tiene a volar. Allí, en algún lugar recóndito del parking, aguarda un automóvil para llevarle cuarenta y dos millas más allá, a la prisión de mujeres Unidad Mountain View, ubicada a las afueras de la ciudad de Gatesville, en el Estado de Texas. Susan, su cuñada, violada en repetidas ocasiones, ha sido acusada del asesinato de su expareja, que apareció degollado en mitad de un descampado después de que mantuvieran una fuerte discusión. Y, aunque las pruebas periciales nunca fueron concluyentes, como no arrojaron otra posible vía de investigación, celebraron un juicio cargado de irregularidades, propiciando el veredicto irreversible de pena capital. Grupos de activistas se manifestaban a diario, bloqueando la puerta de entrada a la fortaleza, con pancartas y mensajes de viva voz pidiendo la abolición de la condena. Aprovechan cuando los medios están en directo para concienciar al resto de la sociedad y se unan a su lucha, ya que las estadísticas nos dicen que, una vez consumada la ejecución, un buen número de personas resultaron ser inocentes…
          E.J. realiza casi todo el trayecto repasando la documentación obtenida sobre el caso, así como diferentes informes de organizaciones internacionales muy sólidas que detallan minuciosamente el hábitat de la sala de ejecuciones y también testimonios de algunos reos narrando cómo pasan las últimas horas previas a la muerte. Hay quien dice que si gozan de ciertos privilegios es para que el verdugo sacuda así el polvo del remordimiento. También dejan testamento: qué hacer con el cuerpo, con las pocas pertenencias atesoradas, cuál será el menú a elegir para la última comida, si quieren o no la presencia de un sacerdote dispuesto a quedarse al otro lado de la celda hasta que llegue la hora… A menos de quince minutos del destino le pide al chófer que pare en la calzada, porque respira con dificultad. Agacha la cabeza, se inclina un poco y vomita apenado. Sin más conocimientos jurídicos, salvo los que le otorga el sentido común, está convencido de la inocencia de la chica, a la que conoce por fotografías familiares. El sonido de las rejas al cerrarse tras de sí activa un escalofrío sobrecogedor por la columna vertebral, así como el tintineo de las llaves que cuelgan del cinturón del guardia que le precede parece que anuncia la pronta llegada de la parca. Su condición de psicoterapeuta le permite, como excepción, estar en el mismo cuarto con la joven. Cuando de golpe abren la pesada puerta se azara, mira al suelo y encuentra unos pies, más bien pequeños, arrastrando la cadena que acorta la zancada. Entonces, ante él, aparece una mujer de estructura exánime, pálida, con delgadez enfermiza, licuada herida en la dignidad, el pelo casi rapado −seguro que para despoblar a los piojos− y el semblante bonachón y sonriente de Michelle clonado en los gestos de su hermana…
          Carlota vive rodeada de ruidos que ya ni le molestan: mis gritos regañándola, el temblor del edificio cuando el metro elevado atraviesa Queens, las bocinas del atasco permanente, el spanglish que cruza de lado a lado nuestra calle o las chapas de refrescos con las que Bobby juega en el pasillo del apartamento. En cambio, se acojona con la algarabía que levantan las muestras de afecto. Por eso, cuando intuye que Ralph va a venir, se sube al sillón con cierta dificultad, para colocarse entre nosotros. ‘Acabo de preparar coffee, ¿te apetece una taza?’. ‘Sí, muchas gracias. Pero rebájalo con agua, que lo haces muy fuerte’, −no digo nada, pero me hace gracia−. ‘¿Cómo se te ha dado hoy?’. ‘Igual, Maurita, no encuentro trabajo, y lo peor es que no sé cómo voy a pagar el próximo alquiler, con lo que saco como “paseador de perros” no me alcanza’. ‘Siento no poder ayudarte. ¿Regresarás a Kansas City?’. −Reconozco que realizo la pregunta con una punzada en las entrañas−. ‘Haré lo imposible para que eso no ocurra. Anoche estuve tomando copas con los compañeros del hotel. Ya sólo falta por despedir a uno de ellos, los demás estamos todos en la calle. Nos dijo que los últimos clientes se han visto afectados en el servicio de habitaciones, vamos que han tenido que comprarse hasta el papel higiénico’. ‘Pronto la agencia donde lo contrataron se querellará con la cadena, quizá ya lo han hecho’. ‘A saber. ¡Qué pena, vamos a la deriva y nadie pone remedio! Ayer hablé por teléfono con la madre de mi hijo, el chico tiene problemas de autoestima. Ella dice que la culpa es mía por haber crecido sin la figura de un padre, quiere llevarlo al psicólogo, y que como mi vida es chévere he de mandar más plata, al menos la mitad de lo que cuesta. Figúrate la papeleta. A ver cómo explico mi situación para no dar la falsa imagen de que me desentiendo’. ‘No lo sé. Las mujeres en esto solemos salir peor paradas, no digo que sea tu caso, pero vosotros lo tenéis más fácil… Aunque desde luego soy la menos indicada para decir algo al respecto’. ‘¿Tú también lo piensas?’. ‘Hace tiempo que dejé de pensar y de opinar sobre aquello que no me atañe a mí en particular’. Ralph se ha ido cabizbajo, y supongo que en parte decepcionado al no encontrar en mí mayor complicidad o un compromiso de amistad mucho más sólido. Pero…
          “Nueva York. Cuarto día de la primera quincena de abril. 1972, año del llamado caso Watergate, ha quedado en las páginas de historia de los Estados Unidos de América marcado por el mayor escándalo de espionaje y corrupción gubernamental antes nunca visto, cuando cinco hombres muy cercanos a la Administración del Partido Republicano irrumpieron en las oficinas del Comité Nacional del Partido Demócrata. Al principio sólo fue una pequeña noticia que pasó inadvertida, puesto que muy pocos lectores se fijaron en ella. Sin embargo, cuando los desconocidos periodistas Carl Bernstein y Bob Woodward, del The Washington Post, perseveraron en su investigación, se encontraron con la información proporcionada por Garganta Profunda −Mark Felt, el entonces número dos del FBI− sacando a la luz todo el entramado y ocupando portada también en muchos periódicos internacionales, donde destacaron, a su vez, el trabajo de ambos jóvenes que cumplieron la regla principal del reporterismo: buscar la verdad. Todo ello condujo en 1974 a la dimisión de Richard Nixon, el único presidente electo que ha renunciado a su cargo. No se hablaba de otra cosa. En el vecindario del Maspeth bromeaban incluso con la posibilidad de que cualquiera era susceptible de escuchas ilegales, aunque también en esta década preocupaba mucho el incremento de la tasa de criminalidad, afectando a toda la city, especialmente a Harlem y al South Bronx, en los que doblar una esquina era un peligroso ejercicio. Yo, a quien los disgustos despiertan el apetito, me di a los Burritos de harina rellenos de carne asada y frijoles refritos, que compraba en el carrito de comida ambulante que la polaca más famosa del barrio de Greenpoint tenía a la altura del 161 Driggs Avenue con Humboldt St. También sufría arrebatos de nostalgia, por eso iba a menudo a la Pequeña Polonia, y no sólo por lo que ya he contado respecto a la granja Eagle Street Rooftop Farm, ubicada en una azotea, sino porque los rasgos de sus calles, tiendas y viandantes me acercaban más a Europa, y por consiguiente a España. Pero el calentón no duraba mucho. En cuanto al escenario político, desde mi condición de aldeana inmigrante, no entendía muy bien lo que pasó, y callaba en público, no fuera a haber por ahí perdido algún carcaj con lanzas destinadas a terminar conmigo. No obstante, claro que tenía criterio para comprender las cosas: simpatizar con lo contrario a lo que haría padre me ponía en el buen camino…”.
          E.J. lleva una camisa hawaiana que no le he visto antes, en estampado chillón sobre amarillo intenso, tan ridícula como la gafa de concha grande que se pone ahora −las redondas de siempre le daban un aire más intelectual y quedaban mejor−. ‘Van a echar a Ralph del piso, está agobiado, hace dos meses que no paga y... Su expareja quiere más dinero, total que se le junta todo’. ‘¿Preocupada?’. ‘No, sólo me apena. La semana pasada me preguntaste qué cambiaría de ahora en adelante, y no supe dar respuesta. Hoy la tengo: la suspicacia que me impide abrir el corazón, el enfado perenne por no haber disfrutado más de esta ciudad de acogida y la postura fácil de no plantarle cara a las dificultades. Eso sería lo sensato, pero la realidad es bien distinta porque, en cuanto meto las manos entre las sábanas que me cubren, encuentro fajos de hierbas secas, costrones de tierra que no me quito de encima y ese río que circula a mi lado, en paralelo, por si olvido que en cualquier momento puedo tropezar y ahogarme. ¿Cómo separo lo que verdaderamente siento de la frialdad que me amortaja? He vivido en el pasado mientras dejaba correr la vida, ¡la mía! He vivido el rencor de otros mientras dejaba correr la vida. ¡La mía! He sido tirana y desagradable con quienes han intentado acercarse y profundizar. ¿Te haces idea de lo que es llegar a la vejez y estar vacía? No quiero que se vaya Ralph, pero tampoco haré por impedirlo…’. ‘Imagino cómo te sientes. Sin embargo me alegra que plantees cambios. Cuando las personas proyectamos cosas nuevas, giros en el comportamiento, sin duda significa ir a mejor’. ‘¿Cómo lo hago, Eric?’. ‘Ya lo estás haciendo. Nos vemos la próxima semana’. Abandono Brooklyn con sensación de lejanía, como si no fuera yo la que camina metida en la carcasa de estas ropas pasadas de moda y me separara un siglo de la primera consulta con Mr. Coleman. Levanto la vista y observo que el sol empieza a ocultarse, que el metro pronto se llenará de cansancio y que en las aceras de Manhattan los nuevos homeless, rondando la edad de la infancia, insignificantes bajo los rascacielos, pedirán unos centavos con la cara sucia de mocos mezclados con lágrimas…
          Circula el rumor de que algunos congresistas han acondicionado, dentro de sus oficinas en el Capitolio, un pequeño espacio donde dormir, ya que afirman que no pueden permitirse el lujo de mantener dos casas abiertas: la familiar en otro estado o ciudad y la laboral en Washington D.C. Hay quien dice que eso no les convierte en ocupantes ilegales, otra parte de la ciudadanía opina que sí, y algunos conocemos a alguien que duerme en las salas de urgencias de los hospitales, en las estaciones de metro o escondidos en stores open 24 hours, y que al menor descuido eso puede llevarlos a la cárcel. Pero son sólo eso: gente normal, sin importancia…