domingo, 24 de febrero de 2013

23-F

En 1981 yo cumplía veintiún años. Aún faltaría por llegar un buen puñado de inviernos para que los teléfonos móviles aparecieran en nuestras vidas. Razón por la cual, aquel 23 de febrero, mi familia no pudo localizarme hasta que los golpistas se entregaron, y las calles recuperaron la normalidad de un día laborable; aunque el miedo tardaría en quitarle la mordaza a las esquinas algún tiempo más. Así fue como, a la mañana siguiente, diría que un tanto desorientado, con el frío metido en los huesos, preocupado por el temblor que acababa de sufrir la libertad conseguida después de cuatro décadas de sufrimiento y penuria, y la incertidumbre de no saber muy bien qué podría pasar en las horas siguientes, regresé a casa somnoliento y con dos docenas de churros colgados de uno de aquellos juncos churreros de la época, y convencido de alegrarle con ello el despertar a mi madre, a la que encontré sentada en una silla, tapada con una manta por encima de los hombros, el susto metido en el cuerpo y la radio mal sintonizada sobre la mesa.
            Ese mismo día, casualidades de la vida, estaba citado a las cinco de la tarde para hacer una entrevista de trabajo en Galerías Preciados y, si la cosa iba rapidita, podría meterme a la sesión de las siete en el cine Bogart , el de la calle Cedaceros, donde reponían “Casablanca”, una de mis películas favoritas. Salí pronto de casa y, ya que estaba en el centro, aproveché para ir a algunas librerías de segunda mano. Sentí algo de hambre, por lo que entré en Rodilla a tomar unos sándwiches a la vez que hacía tiempo. Quince minutos antes de la hora, en una sala del departamento de personal, aguardaba con seis o siete personas más, hasta que fueron nombrándonos uno por uno. Me tocó el último. Diez minutos haciendo test y listo. Salí con la sensación de que no había superado la prueba; no tenía yo mucha pasta de vendedor que digamos.
            Sabía que, en el Congreso de los Diputados, estaba teniendo lugar la votación de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo, como candidato a la presidencia del Gobierno. Sin embargo, no me pareció motivo suficiente como para encontrar la Puerta del Sol desierta, y más chocante me resultó aún que uno de los bares de la zona estuviera echando el cierre, cuando apenas eran las seis y media de la tarde. Y, claro, era todo tan extraño que me acerqué a preguntarles: Anda chaval, lárgate rápido a tu casa, que han dado un golpe de Estado. Azarado, y sin saber muy bien qué hacer, en lugar de meterme en el metro, fui hasta el Callejón del Gato, donde mi amigo David acababa de mudarse a vivir solo. Lo primero que hicimos, además de hablar poco y mirarnos mucho, buscando en los ojos del otro una explicación razonable para entender lo que estaba sucediendo, fue una cantidad importante de café negro. La noche de los transistores –como se la conoce, gracias a que Mariano Revilla, joven técnico de la Cadena SER, dejó abierta una línea de conexión con los estudios centrales de Gran Vía– se nos hizo interminable. Cuando escuchamos que separaron a cinco diputados del resto -Suárez, Rodríguez Sahagún, González, Guerra y Carrillo-, nos temimos lo peor. No obstante, en alguno de los momentos de aquella larga madrugada, comprendimos que, de no haber pasado ya lo peor, el peligro no era tal.
            Mamá estaba empeñada en que ninguno saliéramos a la calle al día siguiente, pero nosotros, que por entonces nos considerábamos activistas de primera línea, queríamos manifestarnos con el pueblo por la democracia. Menos mal que uno de nuestros tíos, un hombre con principios bastante sólidos, de izquierdas, la convenció. Mi amigo David y yo nos posicionamos dos filas por detrás de la cabecera. Fue impresionante vivir tan de cerca, y al grito de dictadura no, democracia sí, el sentir popular de la gente; como no lo fue menor la magnífica lectura que del manifiesto hizo, con absoluta sensibilidad, Rosa María Mateo, al pie de la escalinata de las Cortes.
            Treinta y dos años después, con el vértigo de lo andado, y en vistas de cómo está el panorama político y social, rescato de la memoria el recuerdo de mi madre, el de David –al que se llevó por delante la movida madrileña–, aquel susto que atravesó nuestras entrañas, la voz grave pero de clara dicción de la Mateo, el temor de que hubiesen matado a Carrillo y a González, el peso de algunos episodios de la historia que podrían no estar bien contados, el silencio hasta entradas las primeras luces de la mañana, y la inocencia de mí mismo, viéndome desde la clandestinidad, liderando el movimiento que destituiría a los reaccionarios y devolvería el poder al pueblo soberano, el mismo que cantaba, por todas las arterias urbanas y todos los rincones, la Libertad sin ira de Jarcha.

domingo, 10 de febrero de 2013

Vivir ha de ser más sencillo


La cena está casi a punto. He preparado ensalada verde con ahumados y salsa de queso de Cabrales; de segundo, bocados de bacalao con tempura y patatas al vapor. Espero la llegada de uno de mis mejores amigos, y quiero ejercer de buena anfitriona. Hace tiempo que no nos vemos. Ya se sabe: las cosas del día a día, el trabajo que absorbe, la rutina que atrapa…, total, que te vas dejando envolver y, cuando quieres darte cuenta, pueden haber pasado dos años, fácilmente. Mientras espero, descorcho un tinto de crianza, Mas d’en Compte 2009, un Priorat aterciopelado y muy agradable de beber. Me acerco a la parte del salón donde tengo la música, y elijo un viejo vinilo de Janis Joplin, al que le tengo un cariño muy especial. Llueve y, a pesar de que ha oscurecido, puedo imaginar cómo, por los tejados de pizarra de las casas que tengo enfrente, se desliza el agua hacia la nada. Trato de concentrarme solamente en eso: en la caída de una gota, y después otra, y, a continuación, la siguiente, y luego la de más allá…, pero los problemas y las preocupaciones hacen que no pare de darle vueltas a las cosas, metiéndome en un círculo que, más que un sinvivir, es una guerra fría, con sus respectivos daños colaterales. Y cuando la angustia te hace sentir que la tierra puede abrirse bajo tus pies de un momento a otro y tragarte, vas diciéndote muy suave al oído, sacando la energía no se sabe muy bien de dónde, que vivir, dentro de lo complicado que resulta, tendría que ser mucho más sencillo. Miro el reloj; todavía faltan algunos minutos para que venga mi invitado, así que, a este lado del cristal, protegida de la tormenta y acompañada por la voz inconfundible de esa magnífica cantante, cierro los ojos, respiro profundamente, tomo de la copa un sorbo de vino, y hago grandes esfuerzos por no hundirme, porque lo último que querría para esta velada sería dejarme llevar por la tristeza. Dicho lo cual, y puesto que es inexorable soltar las amarras del pensamiento, igual hasta me alivia, el dolor y la pena, dejarme llevar…
            Desde muy joven he defendido, y lo seguiré haciendo hasta el final de mis días, la liberación de la mujer en pro de la igualdad y la emancipación, luchando por el espacio que nos corresponde en la sociedad y para que se nos reconozca con todos nuestros derechos y todos nuestros deberes, como corresponde. Y lo he hecho, allá por donde me he movido, involucrándome activamente en la causa feminista, sin levantar los pies del suelo, porque mis principios me han dado siempre a entender que una mujer económicamente independiente es una mujer fundamentalmente libre para decidir por sí sola. Pero en el terreno emocional las cosas no son tan fáciles, y las batallas que en este sentido nos quedan por librar, tampoco. O como dice una de mis mejores amigas: eso es más de sentir y actuar con las tripas.
            De todo esto me doy cuenta ahora que estoy sin pareja. Porque claro, tengas o no puesta la firma en un documento oficial, vivas bajo el mismo techo o separados por las razones que sean, ocurre que te enamoras y, al hacerlo, de alguna manera pierdes el sentido de lo provisional, de lo prescindible, y, a veces, de la independencia emocional, ese material tan delicado que hay que manejar con dedos de orfebre. Sin duda, cuando amas, apuestas fuerte para que los sentimientos sean honrados, para construir juntos un proyecto que confluya en eso que inagotablemente buscamos las personas: complicidad con quien tenemos al lado, y capacidad para reconquistarlo cada día. Estoy de acuerdo que hay fantasmas que solamente habitan dentro de nosotros, pero el engaño y la mentira son espectros que, al menor descuido, pueden  aniquilarte. Confieso que soy una mujer fuerte y dura, pero la ruptura con el amor de mi vida me está destrozando. Porque ¿cómo se digiere el descubrir –por circunstancias que no detallaré–  que el hombre que durante los últimos veinte años ha sido tu soporte, tu sostén, tu compañero, tu refugio, los brazos a los que acudías cuando pensabas que el resto de puertas estaban ya cerradas, resulta ser lo contrario a quien creías que era? Por favor: ¡cómo se mastica y se traga ese nudo! De momento, yo, todavía, no he encontrado la manera de hacerlo. Encaro cada mañana como puedo, con todos los órganos fuera de sitio, acudiendo puntual a atender mis obligaciones, sacando el trabajo adelante, y llorando pegada a quien me deja. No puedo exigirme nada más, o quizá una sola cosa: conservar la perspectiva de la realidad y no perder el norte.
            Pero ahora, a punto de llegar mi amigo, no puedo permitirme que la desolación me haga llorar. El desagradable ruido de la aguja sobre los surcos del vinilo me trae de vuelta al salón de mi casa, pero, aunque lo lógico sería acercarme al equipo y darle la vuelta al disco, me quedo con la cara literalmente pegada a la ventana, la copa de vino en la mano, la amable elegancia del tinto en el paladar, la mesa puesta hasta el último detalle, la lluvia que ha reducido su intensidad, Janis haciéndome compañía, y el convencimiento, porque no me queda otra, de que las cosas habrán de ir a mejor. Y me vienen a la memoria unas palabras de Rosa Regàs, quien afirmó, no recuerdo muy bien dónde, que si buscas una mano que no te falle, la encontrarás al finalizar tu brazo. Y así es: somos lo más fiel que tenemos y el mayor de nuestros enemigos. Y, sin embargo, cuando suena el telefonillo de abajo, no puedo evitar agarrarme a la urgente posibilidad de que Javier, ese amigo al que quiero tanto, me proporcione el abrazo que, en estos momentos, tanto necesito.