domingo, 14 de diciembre de 2014

Ángela y Lupe


Doce horas antes de coger el vuelo que la llevará de vuelta a Berlín, donde reside y trabaja desde hace cuatro años, Ángela apura hasta el último momento en la playa de Torremolinos, Málaga, su ciudad natal. Ha ido a pasar unos días de vacaciones y, antes de que la familia se despierte, ha salido a dar una vuelta a solas. A esas horas tan tempranas está complicado encontrar aparcamiento en el Paseo Marítimo, porque aún hay mucho turista por la zona; sin embargo, a la segunda vuelta, localiza un hueco libre y estaciona el automóvil frente al restaurante Amillo, donde cena con sus padres algunas noches en verano. Uno de los dueños, que la conoce desde que gateaba, la besa, y pone en la plancha un mollete de Antequera, que retira poco tostado, como a ella le gusta. Al lado izquierdo de la barra, tapando una falsa ventana, hay un armario de madera con puertas enrejadas que hace las veces de despensa. Saca de él una aceitera diferente a las otras y un pequeño recipiente de cristal. “Toma –dijo, ofreciéndole ambas cosas–, ponte este aceite de mi pueblo y tomate recién picado de la huerta de mi hermano. Verás qué rico está. Acabo de prepararlo para nosotros”. Disfruta del desayuno de cara al Mediterráneo, segura de que va a pasar bastante tiempo hasta poder repetirlo. El mar está  en calma después de una noche de resaca. Ángela se mete en el agua hasta por encima de las rodillas. El dorado del sol todavía no está en su punto más brillante, pero, mezclado con la inmensidad que proporciona el Mediterráneo y la suavidad tonificante del viento que acaricia la piel, bastan para emocionarla y humedecerla los ojos. Es algo sensiblemente comparable a lo que siente cada tarde en el barrio de Charlottenburg, cuando baja con su bici por la avenida que arranca desde el Oeste y finaliza en Alexanderplatz –centro neurálgico de la ciudad–, desde donde resulta espectacular ver el cambio de color que la luz del atardecer efectúa en la torre de la Victoria –monumento que conmemora las victorias alemanas, en el centro de El Tiergarten–.
            En otro extremo de Málaga, en el humilde barrio de La Palmilla, con la maleta a falta de meter el cepillo de dientes, Lupe guarda en el baúl del dormitorio las sábanas usadas la semana que ha pasado en casa de su abuela paterna, único pariente que le queda vivo. Con una infancia bastante difícil, tras sufrir la tragedia de ver a sus padres morir por sobredosis, vivió bajo el techo de aquella mujer de carácter áspero, fría en la distancia corta y que nunca demostró hacia ella la más mínima pizca de cariño o comprensión, aunque el argumentario era siempre el mismo: “no te ha faltado de comer”, y con eso se justificaba. A Lupe se le daba muy bien el dibujo artístico. Hacía retratos perfectos y paisajes muy buenos, que después vendía a los guiris y en las terrazas y veladores del centro. Gracias a ello tenía ahorrado un poco de dinero. Pero la chica no era feliz entre las paredes de un hogar que la asfixiaba. Una noche que bajó a tirar la basura coincidió con la hija de su vecina, quien la empezó a contar cosas de Berlín y más concretamente del barrio de Kreuzberg, llamado también la pequeña Estambul, donde artistas de algunos países europeos desarrollan allí su actividad y viven de okupas en las chabolas. No lo pensó dos veces y se fue, dejando a la abuela como quería estar: sola. De eso hace seis o siete años.
            Los motivos que han llevado a cada una de ellas a emigrar son absolutamente diferentes. Considerándose ante los berlineses una europea de segunda, lo más probable es que para Ángela su paso por Alemania sea transitorio, aunque es muy consciente de que su situación, comparada con la de otros, es privilegiada por tener un trabajo más que aceptable. Ha residido en distintos barrios hasta llegar al actual: Schöneberg –característico por alojar a la comunidad gay–, donde sorprende encontrar búnkeres de la Segunda Guerra Mundial camuflados entre los edificios. Su calle comienza en una bonita plaza. Tiene cerca bares, restaurantes, colegios… y hasta una universidad de arte. Muchas tardes, al regresar a casa, en un bloque antiguo con patio interior, cierra los ojos y la imaginación la traslada al jardín de sus padres, al olor a tomillo y hierbabuena. Ha aprendido a relativizar mucho las cosas, seguramente porque ha vivido de cerca las experiencias sufridas por amigos que se van cruzando en su camino, unos aguantando contratos abusivos –similar a lo que les pasa a los inmigrantes en España– y otros cuyo objetivo consiste en beneficiarse del sistema de bienestar, o cobrar la ayuda social Hartz IV para estudiar el idioma o buscar un empleo. Pero, en definitiva, con lo que se queda es con un pensamiento en dos direcciones: por un lado, al no haber trabajado en su tierra siempre tendrá la duda de cómo la habría ido, y por otro, la certeza de que los desencuentros, los problemas de rechazo y de miedo, hay que irlos solapando con la capacidad de integración.
            En cambio Lupe da el perfil del que se queda, porque para ella ha supuesto la posibilidad de encontrar un espacio propio haciendo lo que le gusta –aunque se ve obligada a complementar sus ingresos con un mini job– y echando raíces junto a personas que la tienen en cuenta… Al puchero con berza malagueña de  habichuelas verdes le falta solamente un toque de sal para que esté listo. La abuela se afana en los fogones preparándose también una tortilla de papas para la noche. Lupe la mira, hace tiempo que dejó de preguntarse por qué la trata con tanta indiferencia y desprecio, y la única explicación que ha encontrado es que la culpa por no haber evitado la muerte de sus padres y haberla cargado con la responsabilidad de criar a la hija de otra. Así que, Kreuzberg y su ambiente ha supuesto en su vida una bombona de oxígeno, un respiradero que da sentido a su existencia. Aunque es probable que sus calles sean las más sucias de toda la ciudad, ya que están llenas de arte urbano, de grafitis, que apenas dejan centímetros libres de cemento. Comparte chabola con tres actores y un músico, italianos. Tienen agujeros en los calcetines, duermen con abrigo, comen productos enlatados y llegan a fin de mes con lo puesto; sin embargo, son discretamente felices…
            Llegaron a Berlín en el mismo avión. Ángela guardaba en el corazón el cariño y los consejos de los suyos. Introdujo la llave del portal en la cerradura, reparó en la mano de pintura que necesitaba la puerta de madera gruesa con cristal y, entonces, como nunca hasta ahora había sentido, percibió dentro de sí mucha paz y la sensación de que, a día de hoy, aquel era su hogar, su presente, su oportunidad, la ocasión que tenía que aprovechar para levantar las bases del futuro sólido donde macerarían todos y cada uno de sus proyectos. Cuando Lupe accedió al interior de la chabola, estaba solamente el músico. Sacó un salchichón que traía en la mochila, un pan blanco y una botella de vino. Cortó unas rodajas y dos buenas rebanadas para los dos. Sabían que mañana había que volver a aguantar las bajas temperaturas, las calamidades, la escasez, las noches de penuria, pero hoy había motivos para disfrutar…
            Pasarán los meses, tal vez los años, pero al final, Ángela y Lupe, habrán alcanzado sus sueños.