domingo, 27 de febrero de 2022

Helen Wyner

13.
 
Cuando el hijo pequeño de Coretta Sanders regresó de Mongolia lo hizo bastante cambiado. Apenas quedaba rastro de aquel joven que optó por dedicar su vida al servicio de los demás y prácticamente nada de la simpatía que siempre manifestó su rostro risueño, transformado ahora en amargura y desconfianza. Cada mañana, con la resaca del día anterior colgada de las ojeras acudía al hospital donde su padre se recuperaba lentamente de las secuelas que aún le quedaba tras la paliza recibida. A primera hora, antes de que los médicos pasasen visita, le cambiaba de postura para evitar la formación de escaras, recortaba su barba, aplicaba crema hidratante sobre la piel y, con un toque de colonia detrás de las orejas y las uñas impolutas, comenzaba el ritual de darle, con el desayuno, la medicación. Un día, mientras guardaba las cosas de aseo, Helen Wyner irrumpió en la habitación sin llamar a la puerta. ‘Lo siento –dijo, cortada–, pensé que estaría solo’. ‘No se preocupe’. ‘Perdón, no me he presentado –extendió la mano para estrechársela–. Trabajo en la misma escuela que su…’. ‘Mucho gusto –la cortó tajante–. Ya sé por mi madre lo maravillosos que son ustedes con ella y todo cuánto les ayudan. Ayer volví de Mongolia y todavía tengo jet lag. Cada vez me cuesta más asimilar las diferencias horarias’. ‘No le ponga toda la mantequilla en el panecillo –señaló a la bandeja–, a él no le gusta’. ‘Oh, vaya, no lo sabía’. ‘Un viaje muy largo, ¿verdad?’. ‘Sí, demasiado. Catorce horas y varias escalas derrumban a cualquiera’. ‘En fin, me marcho’. ‘¿Alguna otra sugerencia que deba saber con respecto a cómo cuidar de un enfermo?’. El desafortunado comentario molestó tanto a la mujer que no volvió por el hospital mientras que él estuvo allí, aunque eso no es lo que merecía su madre. Semanas después, junto al alta hospitalaria vino también el pronóstico de una convivencia rota.
          Nunca habías bebido, ¿por qué ahora? –preguntó Coretta Sanders encontrando a su hijo tirado en el suelo del jardín–. Vamos, levántate. Entremos dentro’. ‘¡Déjame en paz! ¡Qué más te da!’. ‘Soy tu madre y me importas’. ‘Necesito una copa’. ‘Yo diría que más bien una ducha. Apestas a sudor. ¡Vamos!, ya estás tardando, y luego te tomas el café que estoy preparando, cargado a ver si te espabilas’. Dando traspiés y maldiciendo los obstáculos que se interponían en su camino llegó hasta el cuarto de baño, abrió el grifo y metió la cabeza debajo del agua fría. Despojado de las ropas impregnadas en whisky y lamparones de mostaza, con una camiseta limpia y pantalón tejano, pasó un papel secante por el espejo empañado de vaho. Pálido, y con algunos kilos de menos peinó hacia atrás el pelo ensortijado que ya caneaba. ‘Hola –dijo muy tímido–. ¿Saco las tazas?’. ‘No, siéntate, eres mi invitado’. ‘¡Guau! ¡Has hecho Mandazi! Hace siglos que no comía nuestros deliciosos bollitos con leche de coco, tan africanos’. ‘Bueno, la ocasión lo merece, ¿no crees?’. ‘Pero yo no, mamá’. ‘Cariño, ¿qué te han hecho?’. ‘No busques culpables, no los hay. El desencanto se ha instalado dentro de mí y nada me llena ni satisfacen’. ‘Has dejado las misiones, ¿verdad?’. ‘Sí, me sentía incómodo’. ‘No te creo’. ‘Las cosas no funcionan como aquí mamá, que uno va a la Iglesia los domingos, repartiendo paz y amor, con su Biblia bajo el brazo y las canciones aprendidas’. ‘Te he parido y sé que no piensas lo que dices. Sincérate, hijo mío, por favor’. ‘Muy bien, si eso es lo que deseas, allá tú. Atravesábamos el desierto conduciendo una caravana humana que acababa de cruzar la frontera Chica, íbamos camino de nuestro campamento para ubicarlos después en distintas regiones. Uno de los guías dijo que se acercaba una tormenta de arena y que lo más prudente sería parar y protegernos. Yo iba al mando de la expedición y decidí continuar en contra de la opinión del resto. De repente nos vimos cegados y envueltos entre cortinas de polvo, fenómenos que las bandas aprovechan para asaltar a los indefensos. Una de ellas, la más peligrosa, nos hizo frente, violaron a las mujeres y estuvieron a punto de matarnos. Me acobardé y hui –tomó aliento y vio la cara de su madre desencajada–. Cada noche sueño con amasijos de cuerpos moribundos que me piden ayuda mientras trepó una colina para alejarme lo más posible’. Se derrumbó. ‘Nosotros os educamos para ser hombres fuertes, capaces de superar las adversidades de la vida, sin rendiros, mirando siempre adelante. Te comprometiste con Jesucristo y tus hermanos y hermanas Baptista’. ‘Soy laico y no creo haberles traicionado’. ‘No he dicho eso’. ‘Pues fíjate adónde te ha llevado la empatía y generosidad, casi acaban con vosotros’. ‘Nunca actuaré en contra de mis principios y denunciaré todo aquello que considere injusto’. Desde el piso de arriba, donde el marido vegetaba en una butaca frente a la ventana, dejó escapar algunas lágrimas y carraspeó emitiendo un sonido ronco. ‘Subiré a ver qué quiere’. Coretta Sanders se apoyó con ambas manos en el respaldo de la silla, cerró los puños e invocó sus plegarias en silencio…
          La celebración del segundo juicio al excuñado de Helen Wyner transcurrió sin grandes cambios con respecto al primero, a pesar de las negociaciones in extremis de su abogado para solicitar cadena perpetua respecto a la pena de muerte. Revisadas minuciosamente todas las pruebas incriminatorias: declaración de los testigos, informe del laboratorio confirmando que los restos biológicos encontrados en la furgoneta coincidían con el ADN de la niña, autopsia detallada en la que se explicaba que la causa de la muerte fue por estrangulamiento, con claros signos de violencia, así como exámenes psiquiátricos del acusado aportados por  la fiscalía desestimando el argumento de que, en el momento de cometer el asesinato, se encontraba bajo los efectos de las drogas. También tuvieron muy en cuenta la salud mental de Beth Wyner, en cuyo historial, presentado por la acusación particular figura que, desde la pérdida de su hija encaja perfectamente en el perfil de víctima colateral. Dicho esto, y a la espera de que el juez marque una fecha, el preso seguirá en la Prisión Federal de Montgomery. ‘Si continuas en huelga de hambre vas a empeorar las cosas –dijo el letrado visitándole a petición del reo–. Sabes que pueden obligarte a comer, tienen mecanismo para hacerlo. Un cadáver antes de la ejecución no interesa’. ‘Consigue que venga mi excuñada y entonces comeré’. ‘Olvídalo’. ‘¿Has averiguado quien te contrató para que llevaras mi caso?’. ‘No. Los anticipos que he ido necesitando a cuenta de la facturación final los han hecho a través de una agencia. Hoy ha llegado el cheque por el total acordado’. ‘¿Y no hay forma de saber quién está detrás?’. Negó con la cabeza. El abrir y cerrar celdas por control remoto, con ese crujido metálico que encoge el corazón del que se queda en la jaula privado de libertad, fue el aviso de que la visita había terminado. ‘¿Hay algo que necesites antes de marcharme?’. ‘Nada’. Al poco de producirse aquel encuentro le trasladaron a la enfermería donde, en contra de su voluntad, le alimentaron por sonda nasogástrica. Una vez recuperado fue trasladado al corredor de la muerte donde esperaría la fecha de la ejecución que, para sorpresa suya se demoró menos de lo deseado. Así que, con los verdugos en sus puestos, el público asistente acomodado, el festín de la gran cena traída del mejor restaurante del condado, los invitados al espectáculo en sus butacas y la toma de dos vías en ambos brazos –reservando una por si la otra fallaba como marca el protocolo–, por donde los tres compuestos químicos de la inyección letal entrarían a su organismo, todo hacía pensar que su estancia en el mundo estaba finiquitada…
          Tal y como imaginaba Anthony Cohen, la noche del 24 de noviembre, cuando en los alrededores de la escuela, sobre las 09:00 p.m. violaron a la menor, los actores encargados de velar por el orden público cometieron varios errores muy significativos: Primero, no contrastar la versión de Daunte Gray quien declaró que tras salir de clase de piano, se encaminaba directo a su casa donde le esperaban con una tarta y adornos para celebrar sus dieciocho años. Segundo, ningunear el examen forense realizado a la víctima en el que se precisa con detalle y claridad el hallazgo de esperma en la vagina no coincidente con la genética del único detenido. Y tercero, cargarle las culpas a un inocente de piel negra con tal de no sentar en el banquillo a miembros o simpatizantes del Klan. A la caída de la tarde, después de llevar casi dos noches sin dormir y conducir las 260 millas que separan Birmingham de Foley, llegó con la determinación de descubrir la verdad y poner en libertad al muchacho. Acostumbrado a la rapidez de la vida en las grandes ciudades, le crispaba los nervios la lentitud de la gente que vive arraigada al ámbito rural, así como el lado conservador, ligado al espíritu sureño, contrario a sus ideales demócratas. Pero no estaba allí para poner en tela de juicio el sentir de las personas y sí su obligación de realizar un trabajo acorde con la justicia y la verdad. ‘Saque el expediente del chico y facilíteme la declaración que hizo –pidió al funcionario– y no la mierda de resumen que nos dieron’. ‘Es que yo, sin que lo sepa mi jefe no puedo hacerlo –respondió irónico–, compréndalo’. ‘Pues va a ser que sí porque se lo pide el FBI –dejó pasar unos segundos para que el otro lo asimilara y continuó–. Vamos, ¿a qué espera? ¡Ya!’. Acostumbrado a hacer lo que le daba la gana, sin nadie que nadie le tocase las narices en la oficina, maldijo para sus adentros a aquel tipo engreído, amigo de los negros, de los perdedores y traidor de la patria. Molesto y brusco, fue al mueble archivador, tiró hacia afuera del cajón corredera y, con dedos atrofiados, separó las carpetas colocadas alfabéticamente hasta llegar a la correspondiente. ‘Aquí tiene. Cuando acabe déjelo encima de la mesa’. ‘Puede marcharse, lo cerraré todo’. ‘Pero no puedo abandonar mi puesto’. ‘No lo hace, me quedo yo al mando’. Las negligencias cometidas en la investigación eran evidentes. Se pasó por alto la coartada de Daunte Gray, corroborada por el profesor, alumnos y alumnas que coincidieron con él en la misma clase. Obviaron que, la adolescente, defendiéndose de la agresión hasta donde pudieron sus fuerzas tenía restos de piel blanca bajo las uñas y diminutos tallos de paja adheridos a sus ropas, lo cual determinó que fue forzada en un granero y abandonada después en las inmediaciones del centro escolar. Y tercero, se ocultaron las imágenes grabadas por las cámaras de una gasolinera, en las que se identificaban perfectamente cómo tres individuos metían a la chica en la parte trasera de una camioneta luciendo la bandera confederada. ‘Localice al sheriff Landon –ordenó apoyado en el quicio de la puerta– y dígame dónde puedo reproducir esta cinta’. ‘Está con su familia y no se le puede molestar’. ‘Hágalo, no me obligue a repetírselo’. ‘Ahí está el aparato de video’. ‘¡Ah!, y busque también al actual director de la escuela, quiero hablar con ambos’. Media hora más tarde llegaron dispuestos a desafiar al agente. ‘¿Cómo se atreve a ponerme en evidencia delante de mi equipo? –soltó enfadadísimo Mitch Austin–. ¿Acaso no sabe que estamos en plena campaña?’. ‘¿Es que juega a beisbol?’. ‘No diga tonterías, será el próximo gobernador del condado de Baldwin’. ‘Por favor, ponga su placa y pistola encima de la mesa’. ¿Cómo? –preguntó el policía– Aquí soy el máximo representante de la ley’. ‘Ya no lo es, ha sido relegado de su cargo. –Anthony Cohen bordeó el escritorio y, usando un tono muy institucional, dijo–Queda detenido por actuar como observador en la violación a la menor de los Perry y por contacto estrecho con el Klan’. ‘Agente, se está equivocando’. ‘Me parece que no, sheriff –cogió el mando de la tele y la puso en marcha–. Haga el favor de mirar la película. –Avergonzado y preocupado por no haber destruido el documento visual donde se le ve reír a carcajadas mientras apalean al marido de Coretta Sanders, apartó la vista del televisor–. Tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que digan podrá ser usada en su contra ante un tribunal. Tienen derecho a un abogado y que esté presente durante el interrogatorio, si no pueden pagarlo se le asignará uno de oficio…’. ‘Quiero hacer una llamada’. ‘Sabe que el reglamento no lo permite hasta que no se le tome declaración, tendrá ocasión de hacerla en Birmingham. Por cierto, allí le esperan también sus cómplices, el hermano de la adolescente y el antiguo director de la escuela’. ‘Oiga –intervino el político–, puede decirme qué pinto yo en este asunto’. ‘Concretamente en esto, nada. Pero está acusado de obstrucción a la justicia, orquestar agresiones contra respetables afroamericanos, envalentonar a radicales que van sembrando el pánico y obstaculizar el desarrollo laboral de una de las maestras. ¿Le parecen pocos motivos para dormir también un ratito en los calabozos?’. ‘¿Se ha vuelto loco? –dijeron los dos perdiendo la compostura–. Exigimos hablar con un superior, no pensamos movernos mientras no lo hagamos’. ‘¡Oh!, por supuesto que sí. De momento, y hasta que vengan mis compañeros, a callar’.
          Mientras ocurría ese episodio, a pocas cuadras de allí, alguien se preparaba mentalmente para enfrentarse a una de las situaciones más difíciles de toda su vida. ‘Mañana ejecutan al excuñado de Helen Wyner –dijo Paul Cox a Zinerva Falzone–. ¡Qué mal trago, chica!’. ‘¿Sabes si va con alguien?’. ‘Creo que no, emocionalmente la madre no lo soportaría y la hermana, figúrate cómo está’. ‘¿Y si la acompañamos?’. ‘No sé, igual no quiere. Además, es desagradable’. ‘Hombre, pero siendo compañera sería un detalle por nuestra parte que no fuese sola, ¿no crees?’. ‘Mira, ahí viene. Mejor se lo consultamos y que decida’. ¿Hay té? –preguntó–, tengo el estómago fatal. ¿Pasa algo?’. ‘Dentro de esa caja de hojalata hay infusiones –respondió la cocinera–. Nada, querida. Es sólo que, no queremos que vayas sola al centro penitenciario y nos gustaría ir contigo’. Tras llenar una taza hasta arriba de agua hirviendo, agregar un azucarillo y depositar el sobre para la infusión, miró al vacío y manifestó su infinito agradecimiento. En el pueblo de Elberta, los solitarios senderos que separan el terreno de cada casa, soportaban los estragos de la lluvia ininterrumpida desde cuatro días atrás. En el silencio de la noche, las gotas de agua golpeando contra los plásticos que cubrían mesas y sillas en los porches impedían conciliar el sueño. La luna estaba en su fase menguante y la línea del horizonte apenas se dibujaba. Zinerva, Helen y Paul se dirigían hacia Holman Correctional Facility, en  Atmore, penal al que fue trasladado el parricida desde la Prisión Federal de Montgomery, donde sería ejecutado. La Carretera Estatal de Alabama 21, era una recta fantasma que les conduciría al final de la vida de un hombre, de una biografía, de una terrible circunstancia…

domingo, 13 de febrero de 2022

Helen Wyner

12.
 
¿Cómo estás?’. ‘Excelente. ¿Acaso no lo notas? –provocó irónico el preso frotándose la barriga–. Aquí te tratan a cuerpo de rey, no me puedo quejar. Este hotel es de los caros, muchacho’. ‘Te has levantado gracioso, ¡eh!’. ‘Oye, di lo que tengas que decir y no me hagas perder el tiempo. Estoy ocupado’. ‘Muy bien –el abogado del excuñado de Helen Wyner tomó asiento y sacó algunos papeles del portafolios–. No traigo buenas noticias, así que, será mejor que te lo tomes con calma y no lo pagues conmigo’. ‘¡Pum! –puso la mano con los dedos en forma de pistola–. Acojona, ¡eh!’. El rostro del letrado reflejaba disgusto y desagrado. ‘Esta es una orden donde se te prohíbe tener cualquier tipo de contacto con la víctima o sus familiares –la giró para que pudiese leerla–. Es decir, olvídate de seguir enviándoles cartas’. ‘Pero si lo único que pido es explicarles mi versión de los hechos y que entiendan que soy una víctima más: de las drogas que actuaron por mí, del sistema que me dejó fuera de órbita y de ese otro yo que, endemoniado, se me cuela por dentro’. ‘Tú verás, pero mi deber es advertirte. Está en juego el recurso de apelación y, un paso en falso y lo desestiman. Además, cruza los dedos para que el nuevo tribunal no refuerce el veredicto del anterior y haya sido en valde la lucha de los últimos meses’. ‘Aquí hay un tipo que consigue a través de un contacto informes psiquiátricos acreditando que, a consecuencia de las sustancias químicas que actúan en nuestro cerebro dominándolo, sufrimos implantación de personalidad y no somos dueños de nuestros actos. Quizá no estaría mal intentarlo por esa vía’. ‘No estás en condiciones de salirte del marco de la ley y como comprenderás tal disparate no pienso apoyarlo. A ver si te queda una cosa clara, se trata de demostrar que con tus facultades mermadas por el consumo de cocaína y, aun siendo autor del parricidio, suplicamos el cambio de pena de muerte por otra condena. Así que, te aconsejo que no lo hagas’. Por primera vez en toda su carrera estaba a punto de vulnerar el código deontológico y desobedecer la obligación de hacer una buena defensa. No creía en su cliente, y sentía verdadera repugnancia al escuchar los motivos que le indujeron a asesinar a su hija, a la que, según él, salvó de las garras de una madre loca e irresponsable. Pero necesitaba dinero y la publicidad que, de ganarlo daría el caso, sería impagable para su carrera. ‘De acuerdo. Pero tú no dejes de intentar que Helen Wyner venga a entrevistarse conmigo. Por cierto, ¿sigue mi exmujer encerrada en el manicomio…?’.
          El secuestro en la escuela de Foley que, había soliviantado a todo el condado de Baldwin, poco a poco fue cayendo en el olvido y sus habitantes volvían la rutina diaria. En el interior de sus muros la vida de los estudiantes retomaba cierta normalidad aunque, inevitablemente, las horas de angustia dentro del gimnasio había dejado rastro y poso en la memoria colectiva y personal de cada alumno y alumna. Las chapas rojas en las mejillas de Betty Scott no eran a consecuencia de algún tipo de acaloramiento circunstancial y sí de la vergüenza que sentía sabiendo que su propio hijo participó en las recientes agresiones racistas, lo que de llegar a descubrirse la dejaría en muy mal lugar ante sus compañeros. Una mañana preparando las mesas para los turnos de comida sintió una punzada en el pecho. ‘Tengo ganas de que cojan a los cabrones que dieron la paliza al marido de Coretta –dijo Zinerva Falzone mientras que, con manos ágiles, espesaba el puré de patata–. ¿Tú no?’. ‘¿Dónde pongo esta fuente? –eludió el comentario y la pregunta–. ¿La vas a utilizar?’. ‘Está sufriendo mucho –insistía la italiana–, además de lo incomprensible de tanta maldad’. ‘Faltan manteles –volvió a cambiar de tema–, enviaron la mitad de los que se llevaron a lavandería. Siempre hacen lo mismo, no se enteran’. ‘Tenías que haber visto su casa –continuó hablando mientras colocaba los brik de zumo individual en un lado del mostrador–, ha quedado como si un convoy de cosechadoras hubiera pasado por encima de los muebles’. ‘¿Enciendo las placas del buffet para que se vaya calentando la carne en salsa?’. ‘Vale’. ‘¿Las bandejas con la guarnición de verdura las tienes listas?’. ‘Oye, ¿te encuentras bien?’. ‘Perfectamente’. ‘Estás pálida’. ‘Pasé mala noche’. ‘¿Padeces insomnio?’. ‘A veces’. ‘¿Has escuchado lo que he dicho?’. ‘Claro’. ‘¿Y qué piensas?’. ‘Pues que la oficina del sheriff Landon se ocupará de ello. Salgo un momento, ahora vuelvo’. Echó a correr por la parte trasera del edificio y, asegurándose de que no la veía nadie, vomitó. ‘¿Qué le pasa a Betty? –dijo un trabajador de la limpieza entrando en la zona reservada para el almuerzo del personal–. Iba desencajada’. ‘Qué le duelen las entrañas –respondió Zinerva Falzone– y ya no puede disimular’. Un presentimiento inquietante la puso en alerta, pero prefirió esperar resultados y no sacar conclusiones. El comedor se llenó de niños y niñas hambrientos, alborotados, y cuando todos estuvieron servidos reservó dos raciones generosas para llevarle a Coretta Sanders que pasaba el día con su esposo en el hospital, recuperado de las lesiones físicas y dañado en las habilidades cognitivas. No obstante, probaban un nuevo fármaco del que esperaban resultados positivos. ‘Hola, querida –saludó cargada de bolsas irrumpiendo en la habitación–. No he podido venir antes. ¿Cómo está?’. ‘Igual, más o menos. Pocos cambios o ninguno’. ‘Te traigo la cena y algo ligero para ahora, yo me quedo un rato’. ‘Luego lo tomo’. ‘No, de eso nada, ni hablar. ¡Cómetelo en seguida!’. La mujer, desganada, abrió una de las tapas tragando saliva. ‘Mañana he de volver a clase y me da miedo dejarle solo’. ‘¿Cuándo viene tu hijo de Mongolia?’. ‘Dentro de una semana’. ‘Pues habrá que organizarse, con Paul y Helen puedes contar, se han ofrecido a ello’. Desbordada de agradecimiento y sensibilidad, a la afroamericana se le estremeció la piel y humedecieron los ojos.
          Lejos de allí, en la central del FBI, en Birmingham, el interrogatorio seguía su curso. ‘Agua, café, bocadillos… ¿Qué te apetece? –dijo Anthony Cohen a un inquieto Daunte Gray removiéndose en la silla–. Habla sin miedo y empieza desde el principio’. ‘¿Un panecillo con crema de cacahuete y Coca-Cola podría ser?’. ‘Claro –descolgó el teléfono interno y lo pidió–. Dime lo que sabes, aquí nadie te escucha excepto yo’. ‘¿Y qué pasará con mi familia?’. ‘Por eso no te preocupes’. ‘Es que si hablo correrán peligro’. Nosotros nos encargamos de que no les pase nada’. ‘Uy, eso todavía me inquieta mucho más. Ustedes no saben lo que es vivir con el miedo crujiendo en las tripas, con la incertidumbre de despertar entre las llamas del granero porque alguien te ha colocado ahí después de drogarte. Tengo unos padres maravillosos que han criado a sus hijos en el respeto a los demás, esforzándose para que lo más básico nunca nos faltara, y, como comprenderá, no pienso dinamitar lo que tanto les costó’. ‘Por qué te detuvieron lo sé, pero uno de mis confidentes te escuchó decir a unos colegas que aquella noche dos hombres blancos alardearon de haber violado a una adolescente mientras ella se orinaba de miedo, y que dichos individuos resultaron ser su propio hermano y el antiguo director de la escuela. ¿Qué tienes que decir al respecto?’. ‘No lo recuerdo’. ‘Hay una grabación que lo corrobora’. ‘Eso es mentira, quiero escucharla’. ‘Imposible, está bajo secreto de sumario’. ‘¿Quién ha dado esa orden?’. ‘Yo’. El joven, con la vista clavada en el techo, masticaba y bebía con absoluto placer. ‘¿Qué me ofrece a cambio?’. ‘Si eres inocente intercederé por ti para tu puesta en libertad’. ‘No es suficiente’. ‘No tientes a la suerte que todavía podemos acusarte de obstrucción a la justicia’. El agente abandonó la habitación y se dirigió al piso superior donde estaba el despacho de su jefe. ‘Oye, ¿no te han enseñado a llamar a la puerta antes de entrar?’. ‘Perdona, pero es importante’. ‘Todo lo es –expresó apesadumbrado su superior–. A ver, ¿qué quieres ahora?’ ‘¿Los detenidos que hemos traído han pasado ya a disposición judicial?’. ‘¿Te refieres al secuestrador y al antiguo director de la escuela?’. ‘No, a Mickey Mouse y al pato Donald, no te jode’. ‘Continúan abajo, en calabozos’. ‘Déjame provocar un careo entre ellos’. ‘Sin la presencia de sus abogados no lo puedo autorizar’. ‘¡Venga ya! No me salgas con esas, ambos sabemos que ese trámite nos lo saltamos siempre’. ‘Esta vez son órdenes de arriba, tráeme algo sólido y lo haremos, de momento sólo prometo ralentizar su marcha’. ‘Entonces necesitaré un permiso especial para investigar al sheriff Landon’. ‘¿Te has vuelto loco o qué? ¿Piensas incriminarlo?’. ‘Es una pieza clave en todo este asunto. No digo que participase personalmente en la agresión a la menor, eso está por ver y demostrar, pero sí le culpo de haber arrestado a un inocente por el simple hecho de ser negro conociendo el nombre y los apellidos de los culpables’. ‘Tienes setenta y dos horas, ni una más y, ándate con pies de plomo porque si te equivocas caigo contigo y eso jamás te lo perdonaría’. ‘Confía en mí’. ‘¡Por cierto! –añadió, ladeando la sonrisa–, tendrás que posponer un poco más tus vacaciones en el Parque Estatal Lake Lurleen para la pesca del pargo rojo, cuando acabes con esto vuelves a Foley a investigar una agresión racista’. ‘Vete a la mierda. Y ocúpate personalmente de que en mi ausencia al chico no le falte de nada, ni le toquen un solo pelo’. ‘¿Adónde vas?’. ‘De caza’. Salió de allí con la seguridad de que si colocaba sobre el escenario las piezas implicadas resolvería el caso…
          La doctora García era puertorriqueña aunque de ascendencia inglesa, de ahí su melena rubia y ojos azules.  De alta estatura, elegante, simpática, extrovertida y dispuesta siempre a la conciliación y el diálogo trató con suma delicadeza a Helen Wyner y su madre. ‘Hemos observado en la paciente la presencia de un bloqueo interno que la impide avanzar en la terapia lo cual nos impide también a nosotros ahondar en el fondo del problema y facilitarle las herramientas concretas que podrían ayudarla’. ‘¿Tienen su expediente psiquiátrico? Cuando en el hospital el personal médico le dio el alta nos  dijeron que se lo harían llegar a ustedes, supongo que ahí venga todo detallado’. ‘Sí, claro que lo tenemos. Verán, hay un episodio significativo: algunas madrugadas se empeña en ir al cementerio. Si pudieran darme alguna pista para entenderlo’. ‘Bueno, perdió a su hija de corta edad de manera muy trágica’. ‘¿Accidente, enfermedad, de repente…?’. ‘La asesinó su exesposo narraban con un nudo en la garganta–. Desde el principio le advertimos de que había elegido al marido equivocado, conflictivo, infiel, maltratador, capaz de humillarla delante de quien fuera con tal de satisfacer sus deseos, pero estaba enamorada y no se dejaba aconsejar, hasta que un buen día se encontraron en la calle, arruinados, con lo puesto y decidió separarse, no aguantaba más. Mi madre –la mujer sollozaba desde el principio de la conversación– las acogió a ellas y entonces comenzó el horroroso calvario que culminó con la muerte de la pequeña’. ‘Señora –dijo la doctora García–, ¿quiere un poco de agua? –negó con la cabeza–. Continúe, por favor’. ‘Beth restauraba muebles antiguos, era muy buena haciéndolo. Recibió un encargo importante y fuimos a recoger los materiales que necesitaba a Montgomery. Al regreso, mamá nos esperaba en el jardín. Mi sobrina pasaba con el padre su turno de vacaciones. Cuando el tipo trató de cruzar la frontera de Canadá con el permiso de conducir caducado comprobaron que había orden de busca y captura contra él por diversos delitos, aunque lo peor fue que hallaron restos biológicos en el maletero del coche, por eso la policía se personó en casa. Dos semanas después apareció el cuerpo de la niña semienterrado entre matorrales’. ‘¡Por el amor de Dios!’. ‘Figúrese el resto, vive desnortada’. ‘¿Cuántos intentos de suicidio ha tenido?’. ‘Más de los que sabemos’. ‘Pues con esta información reuniré al equipo que colabora conmigo, especialmente psicoanalistas, y tomaremos decisiones sobre cómo orientarla. ¿Qué ha pasado con él?’. ‘Aunque las pruebas eran confusas le condenaron por asesinato, está en el Corredor de la Muerte, ahora han aceptado un recurso de apelación en el que solicitan cadena perpetua. Lucharemos para que no ocurra’. ‘Bueno, pues con el testimonio que aportan y una vez decidida la terapia a seguir las mantendré informadas’. Gracias’. Tras visitar a Beth abandonaron Hazel Green cuando amanecía por el este con uno de esos paisajes rojizos sobre cielos nublados, imágenes cayendo en cascada por los campos nevados y los bosques lluviosos. El dolor siempre desgarrado en sus corazones al dejarla a merced del criterio de terceras personas aumentaba la impotencia y la zozobra que no las dejaba en paz.
          Mitch Austin, actual director de la escuela, lucía coche nuevo y reloj de lujo. Centrado en la candidatura política se desvinculaba de aquellas obligaciones por las que aún se le pagaba dejando al descubierto fisuras humanas y administrativas que requerían de su total atención. ‘¿Te has enterado de que el jodido agente del FBI –preguntó un preocupado sheriff Landon mientras almorzaban en una discreta cervecería de la ruta 98, casi a pie de la bahía Perdido Bay que desemboca en el río del mismo nombre dirección a Florida– vuelve para remover la mierda?’. ‘No lo sabía –respondió el otro con preocupación– ¿Por el secuestro?’. ‘Además de eso, quiere meter las narices en el asunto del marido de Coretta Sanders’. ‘¿Quién te lo ha dicho?’. ‘Tenemos un topo en la agencia’. ‘Habrá que convocar a los miembros –comentó pensativo el candidato a gobernador del condado– y proteger al grupo que participó en la paliza’. ‘¿Lo hacemos en el granero de tu suegro?’. ‘No, iremos a Mississippi, esta vez será a nivel nacional’. La sirena lejana de algún porta carguero cruzando el océano levantó el vuelo en un nido de aves que pernoctaban hasta la próxima partida. El intenso olor a azufre despedido por las bocas de los comensales descomponiendo los alimentos, enrareció el ambiente ya de por si tóxico entre ambos amigos, planeando sobre sus cabezas la sombra de una traición…