domingo, 25 de febrero de 2018

Nueva York. Sexto día de la primera quincena de diciembre

Puente sobre aguas turbulentas −a Carlota también le chifla este tema−, de Simon and Garfunkel, llegó a mí a la vez que descubría la marihuana liando cigarrillos en Central Park, con un grupo numeroso de hippies que acogían calurosamente a los amantes de la libertad, compartiéndolo todo tumbados sobre el césped. Me regalaron un colgante con el signo de la paz que lucí con agrado durante mucho tiempo. Su influencia me hizo cambiar de atuendo: falda larga estampada y muy suelta, blusa color turquesa de amplias mangas y media botonadura, chaleco negro de flecos con tachuelas, botas de cowboy y cinta de colores que partía mi frente en dos. Compré incluso una camiseta con la foto de John Lennon que no me quitaba ni para dormir. Pero por muchos esfuerzos fingiendo ser otra persona, una progre residente en Queens, nunca he logrado, ni siquiera entonces que la juventud acompañaba, sacudir de mis hombros la caspa de la aldea, la sensación de que cualquier indicio de felicidad era un perpetuo pecado, la acidez de la leche de vaca agriada en el paladar de la boca y el jodido recuerdo del bosque con aquella respiración jadeante que rompe el ciclo del sueño y me pone en estado de vigilia.
          ¿Qué ha ocurrido para que adelantes la cita?’. ‘Estoy preocupada’. ‘¿Por qué?’. ‘Tengo una cosa aquí −pongo el puño en la boca del estómago− que no me deja estar’. ‘Explícate’. ‘¿Has cambiado de sitio los cuadros de la entrada?’. ‘No, ¿la ves distinta?’. Tras la muerte de Michelle, E.J. no se ha ocupado de la casa, acumula bolsas con diversas cosas en cualquier sitio y ha dejado que las plantas de interior se marchiten… ‘¿Quién crees que se quedará mis pertenencias cuando yo ya no esté?’, −le digo mirando un jarrón horroroso que tiene pegado casi a la lámpara de pie−. ‘¿Qué te gustaría que hicieran con ellas? ¿Has pensado en algún candidato que asuma dicha responsabilidad?’. ‘Sí, en ti’. ‘¡Estás de broma, claro!’, −reímos al tiempo−. ‘Es una tontería, lo sé, pero de repente ese pensamiento me atormenta, porque no veo otras carnes llevando mis ropas, ni la taza del desayuno sobre una mesa diferente a la mía’. Aunque Eric Coleman, tras el duro golpe, no está muy concentrado, ha reaccionado rápido cortando el silencio en el que me podría refugiar. ‘Es interesante esta interrelación que haces, ese lado que nos humaniza agarrándonos a lo que, a través de los años, hemos acumulado para bien o para mal, destapando facetas desconocidas de nuestra personalidad. Sin embargo, quisiera que profundizases en otro sentido más íntimo’. ‘No te entiendo’. ‘Pues que, llegados a este punto de sinceridad, sería bueno que hablases del bosque. Mientras que ese dolor no lo pongas en palabras, será complicado profundizar más adentro’. −Monto en cólera, y, por primera vez, en la mirada de mi psicoanalista aparece la tupida sombra del miedo−. ‘Tú te crees que soy idiota. Qué tendrá que ver quién haga uso de mis muebles con aquel espantoso día’. ‘Nada, desde luego. Pero todo está conectado dentro de ti. Quizá ha llegado el momento de ponerle voz a todo aquello’. ‘Mira, no quiero seguir. Todavía no estoy preparada para hacerlo. Adiós’.
          Fuera de mis casillas, por poco doy a E.J. con la puerta en las narices cuando, tratando de hacerme razonar, corre detrás de mí, pero yo ya he alcanzado el bulevar y girado unas cuadras más abajo. El caos, a consecuencia del incendio en un almacén −después supimos que fue intencionado−, se ha hecho con las calles de Brooklyn, por las que, a toda mecha, circulan coches de bomberos en caravana. El vagón de metro donde voy, iluminado tan sólo por las luces de emergencia, está semivacío. Al fondo, cuatro o cinco mujeres, vencidas por el cansancio al final de la dura jornada, dormitan dándose con la barbilla en el pecho. Frente a ellas, y aislado en ese mundo que le proporcionan sus grandes auriculares fosforescentes, un joven de color, con sobrepeso, marca el ritmo moviendo la cabeza de un lado a otro. Las palabras de Mr. Coleman resuenan en las sienes como martillos puntiagudos: el bosque, el bosque, el bosque… Alguien tropieza con el pie que he dejado estirado, y mi primer impulso es liarme a golpes. Pero enseguida freno y comprendo que cumplir años aplaca lo de lanzarnos al cuello del otro. Todavía queda bastante hasta llegar al vecindario del Maspeth, por lo que me dejo llevar de nuevo cerrando los ojos… Tengo todo tan confuso que me cuesta asegurar si aquella noche aciaga diluviaba o no. Sin embargo, evoco la sensación de una lluvia con barro dificultando cualquier intento de avance, huida o resistencia cada vez que él, tapándome la boca, arremetía contra mí. En momentos como aquel somos incapaces de identificar lo que en realidad está pasando, sólo a posteriori caemos en la cuenta. Madre se las arreglaba muy bien para destruir la autoestima haciéndote sentir culpable de todos los males, propios y ajenos. Me habían violado, y, encima, ella despertaba en mí un terrible sentimiento de culpa, de escoria, un espíritu maligno y portador de un germen que había que exterminar antes de propagarlo al resto del común de los mortales. Dejé de creer en el género humano ese mismo día, y ese pensamiento ha ido a peor, porque, como dice alguien que conozco: no espero nada o casi nada de nadie.
          Carlota no se despega de su camastro salvo para vigilar a Ralph cuando viene a casa, lo que ocurre a menudo. La semana pasada apareció con una bolsa llena de productos colombianos para cocinar una lechona que, según dice, nos vamos a chupar los dedos. Ya veremos. ‘¿Tienes hijos?’, −pregunta de repente−. ‘No. ¿Y tú?’. ‘Un chico de diecisiete años. Vive con su madre en Texas, cerca de la frontera con México. Hace mucho que no le veo. Esa pena irá conmigo hasta el último aliento. Le tuvimos siendo muy jóvenes. Esa época fue convulsa para mí, sólo quería tener alrededor cosas “chéveres”, superficiales, y, como habrás de suponer, la paternidad no formaba parte de los planes del momento. Así que, tiré por el camino fácil poniendo tierra de por medio. No sabes lo que ahora me arrepiento de aquella decisión. Tú habrías sido una buena madre, lo veo en tu mirada’. −Qué poco me conoce−. ‘Nunca lo contemplé. Las circunstancias no han dejado que tuviera una vida fácil…’. Poco después de la conversación visitamos juntos a los Harries. Les trataba con tanto cariño que ahí comprobé la ternura que movía a este vecino taimado, empeñado en hacerme cambiar de costumbres alborotando algunos principios.
          “Nueva York. Sexto día de la primera quincena de diciembre. Basta con que cierre los ojos para escuchar el canto de los grillos que me lleva al escenario de un tiempo detenido en la infancia miedosa, beata y conservadora que viví. Si quiero, puedo también, sin hacer grandes esfuerzos, imaginar que aún sigo en la aldea, sumergida en el universo de la noche que cae sobre mi piel, mientras desempolvo del olfato el rústico olor a té de roca que se intensifica según me acerco a las montañas. Sin embargo, apenas queda la sombra de aquella paya que jugaba en la ribera del río con los gitanillos del apeadero. Ahora me he convertido en una vieja malhumorada, desconfiada e insegura, que conversa con el psicoanalista tratando de descubrir rincones oscuros y dolorosos de su personalidad, esos que han ido formando el envase que cubre a la mujer que hoy soy. Eric Coleman siempre inicia la sesión diciendo que hay que traer abiertas puertas y ventanas para que fluya la corriente. ‘No te subas a los árboles, so guarra, que los mozos te verán las bragas’ −gritaba madre desde el granero−. Cuando no lo hacía ella eran mis hermanos los que vigilaban. Una tarde, tres horas después de comer y antes de que pasara el tren de las seis cuarenta y cinco, la abuela murió y a mí se me soltó la tripa. La habitación se llenó de plañideras, y, al salir el cortejo fúnebre, encabezado por padre, comprendí lo miserable e injusta que era la vida, llevándose a la única persona de aquella familia que me había hecho algo de caso. Lo que ahora definen como “espíritu emprendedor”, yo lo tenía entonces, y, puesto que fue imposible que me dejaran llevar las cuentas de la vaquería, pedí prestada una parte de la casa de la recién difunta. Conocía bien las plantas medicinales y aquellas que enriquecían el arte culinario. Quería montar el gran negocio del siglo con los frutos de la naturaleza, en ese paraje perdido en mitad de la nada. Pero, como era de esperar, ningunearon mis sueños de cuajo… Estos recuerdos han debido de impregnar el dormitorio con aroma a tomillo, porque Carlota es alérgica y no para de estornudar…”.
          Nunca debí permitirles el maltrato tan humillante que ha marcado para siempre mi existencia. No me considero ni mejor ni peor que ellos. Soy una sobreviviente escapando del yugo del pasado, una anciana con ganas de llorar en el hombro de la gata, una aldeana con suelas neoyorkinas que ha luchado desde el principio por pisar firme. ‘Ralph, coño, que me vas a quemar el timbre de la puerta. Ya voy, hombre, ya voy’. ‘Ay, Maurita, ¿a que no sabes lo que ha pasado?: pues que se han llevado al hospital a los Harries. Venga, vístete que nos vamos. Ponte este jersey y ese pantalón, te queda lindo el conjunto’. ‘Pero qué dices, tú estás chalado, de aquí no me muevo. ¡Habrase visto, a menudas horas! −el muy zalamero me besuquea y hace cosquillas−. ¡Que te he dicho que no…!’. Pasamos a un box, la mujer está sentada en un sillón reclinado, él lleva puesto un goteo y está tumbado en una camilla. Nos dice que se ha sentido indispuesto y que por eso ha decidido llamar a urgencias. Pero que no nos preocupemos, que no es nada de importancia. El colombiano se ofrece para hablar con los médicos. Regresa y dice que todo está bien. Yo sé que no… Unas cortinas más allá, enfermeros y médico residente, pelean para tomarle la tensión a un joven con síndrome de abstinencia.

domingo, 11 de febrero de 2018

Nueva York. Quinto día de la primera quincena de diciembre

El entierro de Michelle fue rápido y sombrío. E.J., haciendo de tripas corazón, resaltó lo positivo de los años compartidos pronunciando unas breves palabras de despedida de la que había sido su esposa, esa misteriosa mujer que enmarcaba el cariño entre focos de alta intensidad, para que él, torpe y despistado, nunca perdiera el rumbo. También agradeció, a las pocas personas que acudieron al sepelio, el detalle de no dejarle solo en tan dolorosas circunstancias. Visiblemente emocionado, les saludó uno por uno, guareció las manos, ya sin tacto y solitarias, entre la leña de los bolsillos, dio media vuelta y, convirtiéndose en un punto invisible del lejano paisaje, se alejó hasta borrar su propia huella. Volcado en la rutina del trabajo, en parte por no querer ver, arrastraba en las ojeras la ausencia de ella, ese doloroso solar con olor a vacío que va dejando quien se va poco a poco.
          Jamás he celebrado el Día de Acción de Gracias’. ‘¿Por qué?’.  No tengo motivos para agradecer y tampoco los he dado’. ‘¿Es que ha de haber algo especial?’. ‘Hombre, no sé, coño. Pero, digo yo que toma y daca debe darse en todo, ¿no?’. ‘¿Has cambiado de opinión con respecto a Thanksgiving Day?’. ‘¿Te he dicho que tengo un nuevo vecino? En realidad, son dos’. ‘Sí. ¿Qué ocurre con él?’. ‘Pues que hace unos días se presentó en casa con Bobby, su perro, y el típico pavo asado con todos los ingredientes y complementos. Tenías que haber visto a Carlota contra el chihuahua a la defensiva −ríe con ganas a la vez que gesticula−, guardando su territorio como gata en celo. Cuando abrí la puerta, Ralph dijo: “¡qué linda se te ve! Mira, como no puedo estar con mi abuelito, que es el más anciano de la familia, porque vive en el condado de Sullivan, en Misuri, he pensado pasar este día tan especial contigo −le guiño el ojo , eres lo más entrañable y viejito que tengo cerca”. Al principio me dieron ganas de tirarme a su cuello y estrangularlo. Después, un gusanillo por dentro me empujaba a consentir’. − Mientras alargo el silencio desdoblo el pañuelo de papel que me sirve de amuleto y lo vuelvo a armar antes de seguir hablando−. ‘¿Cómo definirías esto?’. ‘Me preocupa perder fuelle, ceder espacio en principios que siempre he tenido muy claros: no pasar por el aro, no acatar normas, no caer en la trampa traicionera del sentimentalismo, no mostrar transparencia, que a la larga puede herirte, y no permitir que nadie maneje mis emociones. Sin embargo, esta vez tengo todos los esquemas cambiados, porque, a diferencia de Carlota −nunca me lo perdonará−, me siento cautivada por un instinto desconocido que crece dentro de mí hacia él. Un afán de protegerle y refugiarme a la vez’. ‘Es interesante eso que dices’, −corto a Eric para que no termine la frase−. ‘Me voy, entro a trabajar en hora y media’. ‘Así lo dejamos, pues. Anota cualquier nuevo cambio que experimentes para tratarlo’.¡Vaya viento que se ha levantado…!’. Salgo de consulta, no sé por qué, pensando en la soledad de los cementerios e imagino a mi psicoanalista delante de la tumba de Michelle arrancando la maleza. Recuerdo el camposanto de mi pueblo, y el trajín de ramos de flores preparando el luto de noviembre, a las plañideras en su puesto, a los hipócritas rezando de rodillas, por el qué dirán, y al cura mandándonos a todos al infierno si no nos apartamos de los placeres de la carne. Según he crecido, he ido comprendiendo que el verdadero jugo sabroso de las cosas está en lo prohibido la mayoría de las veces.
          El expresidente Barack Obama es aclamado igual que una estrella de rock a la salida de una cafetería de la Quinta Avenida, en el número 160, a la altura de la calle 21, perteneciente al barrio Flatiron (mismo nombre que uno de los rascacielos más antiguos de la city). Mucha gente del Bronx, Brooklyn, Queens, Harlem, Staten Island…, se sintió esperanzada cuando el primer inquilino de piel oscura en habitar The White House prometió que velaría por los intereses de todos los americanos sin distinción de raza, sexo, religión o status social. Pero nada es lo que parece, y las palabras quedan como dunas imaginarias que desplaza el viento, obligándonos a volver al estado general de la decepción. Padre decía que había que echarle huevos al fusil y no a la mariconada de las urnas. El muy impresentable, que en plena Guerra Civil Española delató a la familia del maestro por comunista. Yo era muy pequeña, pero vi cómo los sacaban de sus casas a golpes, para no volver nunca más. A las pocas semanas se me ocurrió preguntar por ellos y recibí azotes con el matamoscas, se me quitaron las ganas para siempre de interesarme por cualquiera.
          “Nueva York. Quinto día de la primera quincena de diciembre. En cada solsticio padre seguía un mismo ritual con el que renovaba energías: bañarse desnudo en el río, preferiblemente bajo la luz de las estrellas, estuviese el firmamento raso o no. Salía de casa con la muda envuelta en papel de periódico y una garrota a la que él mismo había dado forma y que utilizaba para ocasiones así. A mitad de camino se unía a otros hombres que llevaban el mismo destino. Una vez, mis amigas y yo, jugando al escondite campo a través, casi nos dimos de cara con aquel grupo de personas todas en pelotas, alrededor de un fuego donde asaban chorizos, morcillas y sabrosa carne de caza, bebían vino y fanfarroneaban con la longitud y el diámetro de su hombría, como si lo importante de la vida pasara solo por el sistema métrico decimal. Entonces le vi ahí, de pie derecho, recién salido del agua, con aquello que tanto espantaba a madre colgándole entre las piernas. Buscó las sombras que se movían a lo lejos con el propósito de ponerles cara y montar en cólera, estando a punto de toparse con la mía. Así, de esa guisa, me pareció pequeño y vulgar, repugnante y caduco. Le perdí el respeto como se deja a la intemperie lo que no se quiere conservar. En Burgos, años después, en la otra casa donde estuve sirviendo, el señorito, un joven atractivo con molde de atleta, las noches de luna llena, también acostumbraba a meterse en cueros en su piscina. ¡Eso sí que era un espectáculo digno de ver! Yo me ocupaba de, además de diversas tareas sencillas del hogar, planchar, controlar que no faltase de nada en la despensa y acompañar a la señora a los actos solidarios en los que participaba, por ejemplo, organizando rifas con las que financiaba buena parte de la ayuda destinada a niños huérfanos. Reservaba dos tardes en semana para merendar con sus amigas. Los trillizos, al verme, se enganchaban de mi abrigo y no había forma de quitarlos salvo por la fuerza. A pesar de contar con bastante más libertad y no sufrir acoso, aquella vida no satisfacía las expectativas que había soñado tener. No había planeado consumirme adherida al traje de criada. Era una cuestión de tiempo, lo intuía, sólo había que esperar otra oportunidad para dar el salto. Una mañana encontré al señorito desayunando en la cocina. Se ruborizó y me pidió que le acompañara a realizar unas compras. Fui de mala gana, y a sabiendas de que sería motivo de comidilla para todo el servicio…”.
          A Mr. Harries ya no le quedan fuerzas para recolectar latas y botellas, y llevarlas al centro de reciclaje. Ahora, el matrimonio, depende prácticamente de la solidaridad del vecindario, sin la cual morirían de frío e inanición. Ralph, que les ha tomado gran afecto, se encarga de darles de comer, mientras que al resto nos ha involucrado en un sistema de turnos con el fin de que nunca estén solos. Bobby está muy bien enseñado y también les hace compañía, si nota algo raro ladra en señal de alarma. La otra tarde, a la hora de la siesta, la mujer tropezó con la silla y cayó al suelo, gracias a que él despertó al marido ella pudo levantarse. Yo colaboro a mi manera. He tejido dos mantas cubre sillón y comprado unos dulces, pero que no cuenten conmigo para darles cháchara o pasarme todo un domingo sentada en su saloncito viendo gilipolleces en televisión mientras ellos roncan. Cuando se lo he contado a E.J. me ha dicho que no dejase escapar la oportunidad de trabajar el mundo de las relaciones humanas. ¡Como si el mundo no tuviera nada mejor que hacer que interesarse por mis cosas!          
          Hoy cumpliría madre…, he perdido la cuenta. En Greenpoint, el barrio polaco de Brooklyn, y ubicada en la azotea de una vieja fábrica, disfrutando de las maravillosas vistas del skyline de Manhattan, está Eagle Street Rooftop Farm, que es una granja con todo lo que tiene que tener. A veces, si la melancolía rural empieza a hacer mella dentro de mí, subo para estar en contacto con la naturaleza, retrocedo en el tiempo y soy capaz de oler la mugre de las vacas, visualizar el hocico de los puercos y correr detrás de una liebre, como aquella que me ha traído tan lejos…
          Hay cambio generacional en el supermarket. El dueño, un tipo de esos que pasan por la vida sin pena ni gloria, ha delegado la gerencia del negocio al mayor de sus hijos, grosero y alcohólico, quien, además de tener intención de reducir y renovar la plantilla, le ha puesto sobre la mesa al encargado la carta de despido inmediato. Me veo con el agua al cuello, porque a mi edad es difícil que me contraten en algún sitio. Así que, ya le he dicho a Carlota que nos tenemos que apretar el cinturón y subsistir con lo que cobro de jubilación. Otra alternativa es que me haga paseadora de perros, que es una ocupación que ahora se lleva mucho. No sé… ¡Qué jodía vida!