domingo, 30 de enero de 2022

Helen Wyner

11.
 
Anthony Cohen era consciente de que, si Daunte Gray regresaba al interior de Fountain Correctional Facility después de haber tenido comunicación con él, un número determinado de reclusos se tomaría la justicia por su cuenta haciéndoselas pasar canutas. Por eso, y tras consultar con sus superiores un traslado seguro para el muchacho, volvió a la habitación donde se entrevistaron. ‘Te vienes conmigo a la central del FBI, en Birmingham, allí continuaremos con el interrogatorio’. ‘¿Qué más quiere de mí? He dicho todo cuanto sé’. ‘No me hagas reír. Callas más de lo que cuentas’. ‘Puede, pero mientras que mantenga el pico cerrado conservaré la vida’. ‘Si me ayudas a establecer la conexión entre dos presuntos sospechosos, y el secuestrador de los niños en la escuela, con respecto a la violación de su hermana ocurrida en ese mismo lugar, y por la que a ti te declararon culpable, haré lo posible para que el juez sea generoso contigo’. ‘¿Así de fácil? ¿Sin más? Yo canto y usted se coloca los galones, se gana el respeto de sus compatriotas y, pasado un tiempo, cuando nadie recuerde mi nombre, apareceré en alguna cuneta del condado con un tiro en la sien. No, muchas gracias. Aquí estoy la mar de bien, tengo todo lo que necesito: techo y comida. ¿Qué más puede pedir un negrito como yo?’. ‘¿Pero tú te estás escuchando?¿No te das cuenta de que tuviste la mala suerte de aparecer por el lugar equivocado? Fuiste cabeza de turco mientras que unos tipos sin escrúpulos disfrutan de la libertad que te arrebataron’. ‘Oiga, amigo, deje que cumpla la condena en paz, no quiero problemas’. ‘¿Cuánto crees que durarás ahí dentro sabiendo que has estado conmigo? ¡Eh! ¿Cuánto? Yo te lo diré: hasta la próxima ducha’. ‘¡Guardia! ¡Guardia!’. ‘Nunca pensé que fueses tan cobarde como para cargar con las culpas de otros, encerrar tus propios sueños y tirar la llave a la taza del váter. Quienes me hablaron de tus cualidades para la música, de la cantidad de proyectos de futuro que ibas manifestando, de la fortaleza personal que ejercías saliendo airoso de cada tropiezo, se equivocaron sobrestimándote puesto que ahora optas por la vía fácil, aunque dicha comodidad manche tu dignidad de por vida’. El chico se descompuso, besó la cruz de madera rudimentaria escondida en una de las manos y asintió. La corazonada de su inocencia cada vez cobraba mayor espacio, así como la hipótesis de la presunta complicidad entre el secuestrador, el sheriff Landon y el anterior director de la escuela, quienes aquel fatídico día arruinaron la existencia de dos seres humanos: la menor, a quien los daños causados al abusar de ella la privarían de la maternidad biológica y el prisionero acusado del delito no cometido.
          Siempre que del frío invierno brotaba un día soleado el pastor Marshall, viudo recientemente, leía la Biblia bajo la sombra de un árbol, con un vaso de limonada y el cuaderno donde anotaba pensamientos sueltos que le servirían después para predicar la Palabra cada domingo. Al poco de fallecer su esposa se instaló en un cobertizo alejado del centro de la ciudad de Foley, a menos de media milla de la Iglesia que presidía y atendido en lo doméstico por la nuera mayor. Betty Scott pasó por delante de él con su andar inconfundible de pies planos, balanceando el cuerpo de un lado a otro y esa apariencia abstracta, como nimbar taciturno, que la corona. ‘¡Alabado sea Jesucristo! –exclamó sorprendido por la inesperada visita–. ¡Qué tonto! Me he quedado traspuesto, la edad no perdona. ¿Cuánto bueno te trae por aquí?’. ‘¡Aleluya, reverendo! Salí a dar un paseo –aunque en realidad era tan sólo una excusa para evadirse del ambiente hostil que amurallaba su hogar, lo que no reconocería hasta mucho más tarde– y le traje pollo frito –destapó los recipientes– y un trozo de pudin de plátano, así ya tiene la cena’. ‘Gracias, lo guardaré dentro. Enseguida salgo –giró sobre sí y preguntó–: ¿Prefieres entrar?’. ‘Uy, no. Ni hablar. Aquí todavía se está agradable. No quiero molestar’. ‘¡Qué bobada! En esta casa todos sois bien recibidos’. El hombre desapareció arrastrando la contrariedad de haberle interrumpido el sueño. Pocos minutos después regresó trayendo una tetera y dos tazas. ‘Deje que lo sirva’. ‘Acerca esa silla –así lo hizo–. Parece que va a cambiar el tiempo, las aves migratorias se están marchando’. A lo lejos, en el horizonte, ramales de varices rojizas dibujaban el cielo que, con lentitud, empezaba a oscurecerse ofreciendo un cálido escenario para la conversación, aunque fuese, como era el caso, superficial. ‘La semana pasada no viniste a la Iglesia, se te echó de menos en el coro’. ‘No me encontraba bien, padezco de vértigos y cuando me da la crisis mis hombres no quieren dejarme sola’. Obvió narrar la verdadera situación vivida, la sumisión a la que estaba sometida, la humillación ejercida por su esposo forzándola y la vista gorda de ambos viendo cómo el hijo se convertía en un asesino cruel y sin escrúpulos. ‘Mañana celebramos el bautismo por inmersión de los adolescentes Lewis, quiero que asistas. La hermana Samantha cuenta contigo de solista’. ‘Lo intentaré, pero no le prometo nada, depende de la hora que salga de trabajar’. ‘Seguro que haces un esfuerzo, me he comprometido en tu nombre y no me gustaría quedar en mal lugar y que tú lo hicieras con Dios’. Asintió. La llegada de los nietos aceleró el último sorbo de la infusión reanudando el camino hacia su infierno, a las manos manchadas con sangre inocente, a la vergüenza y desprecio que sentía por sí misma y al acatamiento de unas normas que la anulaban como persona y contra las que, resignada, no luchaba.
          Helen, ¿y si lo de tu hermana ha sido una negligencia médica?’. ‘No sé, mamá. ¿Por qué lo dices?’. ‘Cuando se la llevaron iba bajo los efectos de los sedantes que mezcló con alcohol, pero ni mucho menos perdió el conocimiento’. ‘El urgenciólogo que habló conmigo dijo que a veces el oxígeno no llega al cerebro precisamente porque las sustancias químicas ralentizan los latidos del corazón’. ‘Perdona, pero no me lo trago. Fueron pocas pastillas, encontré muchas tiradas en el suelo, yo misma las recogí y te lo dije’. ‘Pero no somos médicos, no entendemos. Ay, por el amor de Dios, ¿eres consciente de la acusación tan grave que haces sin pruebas?’. ‘El instinto me avisó de que algo fue mal’. ‘Bueno, no nos precipitemos emitiendo juicios rápidos sin argumentos. De momento elijamos la mejor clínica para que se recupere lo antes posible’. ‘Esto es muy difícil para mí, no sé si lo voy a soportar’. ‘Ya lo sé. Para mí también es duro, pero no estamos preparadas y Beth necesita ayuda especializada, es la única alternativa para que se recupere y poderla traer con nosotras una vez estabilizada. Debemos ser fuertes y pensar que la parte más complicada ha de realizarla ella’. ‘Está bien. Veamos pues cuál nos convence’. Aunque Helen Wyner pareció pasar por alto el comentario de su madre la preocupación ya estaba servida. ¿Y si tenía razón y en la ambulancia la clasificaron como triaje? ¿Por qué no permitieron que entrase a verla un instante? ¿Son los enfermos psiquiátricos pacientes que quedan también fuera de la cobertura universal de salud al no poderse costear un seguro privado? Demasiadas incógnitas, tremenda inquietud y múltiples descargas de miedo circulando descontroladas por el sistema nervioso. Cuatro semanas después se cogió un permiso de dos días libres en la escuela. Tenía que conducir durante más de seis horas hasta Hazel Green, en la parte norte del estado de Alabama, casi fronterizo con Tennessee, donde por una carretera secundaria se accedía a la institución donde Beth estaba ingresada. El jardín, inhabitable en esa fecha del año, abrazaba con varios senderos una mansión colonial del siglo XVIII. La encontraron en una galería amplia y luminosa, muy acogedora, con butacas de mimbre y plantas trepadoras colocadas en rincones que de haberlas resultarían feos. Junto a otros compañeros que no hablaban entre sí, observaba por el amplio ventanal el vaivén de las ramas de los árboles, marcando con el pie el ritmo de una pieza conocida de jazz. Desvió la vista, miró primero a una y después a otra, sonrió dejando entrever la blancura de sus dientes y regresó al paisaje que ocupaba toda su atención. ‘Perdonen, son sus familiares, ¿verdad? –preguntó una mujer de melena rubia, ojos azules y uniforme sanitario–. Si no tienen inconveniente me acompañan al despacho y les cuento’. ‘¿Ha empeorado? –preguntó Helen Wyner– No nos ha reconocido’. ‘No, tranquilas, sólo quiero hacerles algunas preguntas e informarles, nada más. Soy la doctora García. Por aquí, por favor…’.
          Estoy aquí, Coretta –por encima de algunas cabezas levantó la mano Zinerva Falzone llamando su atención–. ¿Has podido ver a tu marido?’. ‘No, está en la Unidad Cuidados Intensivos. Pero hablé con el médico’. ‘¿Y qué?’. ‘Su situación es crítica y la brutal paliza ha sido la gota que ha colmado el vaso’. ‘Ya imagino. ¿Tiene muchos daños físicos?’. ‘Costillas rotas, probablemente pierda el ojo izquierdo y magulladuras por todo el cuerpo’. ‘Qué animales’. ‘Pero lo más preocupante es que las escasas facultades que le quedaban para reconocer lo cotidiano de la vida, incluida a mí misma, han quedado tan mermadas que apenas albergamos un mínimo resquicio de esperanza’. ‘No te vengas abajo, es fundamental ir poco a poco’. ‘Eso, que está muy bien aplicarlo a determinadas cosas, no sirve cuando la patología de Alzheimer es dominante y el tiempo se acorta’. ‘Entonces habrás de encararlo como un reto diario, diferente y alcanzable. No te rindas’. ‘Es lo que hago desde que se lo detectaron. No obstante, las circunstancias tampoco acompañan y el riesgo de que volvamos a sufrir otro atentado existe’. ‘Lo comprendo, aun así, prefiero ser optimista y no lo contrario’. Supongo que Helen seguirá dentro, ¿verdad?’. ‘La vi pasar, iba muy deprisa y no quise entretenerla’. Entonces no sabes nada de su hermana’. ‘¡Qué va! ¿Tú qué vas a hacer?’. ‘Con él no puedo estar. Dicen los médicos que me vaya y si hay algún cambio llamarán’. ‘¿Quieres venirte conmigo? Tengo habitación de invitados’. ‘No te enfades, pero prefiero darme una ducha y recogerlo todo, no sabes cuánto destrozo hay’. ‘De acuerdo’. ‘Pediré un taxi’. ‘Ni hablar, te llevo yo’. ‘Gracias’. El trayecto lo hicieron en silencio, concentradas en los faros que venían de frente dispuestos a sacarlas del carril. De la radio del coche saltaban noticias respecto al último conflicto en Oriente Medio. La diplomacia estadounidense trabajaba a contrarreloj en la vía del diálogo, evitando entrar en guerra. Zinerva Falzone, pendiente de su compañera, atrapada en la tristeza, entendió que debía cambiar de emisora. Pulsó al azar el botón de búsqueda automática, deteniéndose en una que preparaba las voces de locutor para la madrugada. Las calles de la ciudad estaban desiertas. Coretta Sanders tenía los labios cortados y era incapaz de controlar el temblor de las manos según se acercaban a su casa. A la entrada, los restos de la hoguera donde ardió el destrozo y la venganza cubrían los escalones de piedra. Con la punta del zapato apartó algunos escombros, retiró una silla mutilada y desenterró de las cenizas su retrato de boda, con el presagio de un cuchillo clavado entre los novios. ‘¿Te encuentras bien? –corrió la italiana a sujetarla–. ¿Estás mareada?’. ‘Tranquila, sólo ha sido la impresión’. ¿Quieres que me quede?’. ‘No, bastante has hecho trayéndome’. ‘¡Qué cabrones! No es justo amiga, tienes que denunciarlo’. ‘Ahora mismo lo único importante es mi esposo y encontrar la manera más suave de poner a mis hijos al corriente de los hechos’. ‘Pues hazlo cuanto antes, sobre todo porque al misionero le resultará complicado viajar rápidamente desde Mongolia, el otro lo tiene fácil, Argentina está, como aquel que dice, a la vuelta de la esquina’. ‘Tienes razón’. Zinerva Falzone respetó el deseo de su amiga y se fue. ‘Si llaman del hospital avísame y vengo a recogerte’. ‘Vale’. ‘Prométemelo’. ‘Qué sí, no temas’. ‘Descansa, querida’. La mujer afroamericana en agradecimiento por la empatía y el cariño de la italiana perfiló tímida la sonrisa, apretó su mano y apagó el farol del porche cerrando la puerta tras de sí. La otra, dentro del coche, dio varias vueltas por el vecindario comprobando que nadie merodeaba los alrededores.
          Durante una semana seguida nevó sin descanso en el condado de Baldwin, formándose pequeños tornados que al tocar tierra quedaron como meros remolinos de viento. El frío intenso, agresivo, descascarillaba la carcasa de los huesos de aquellos que se atrevían a salir, mientras que, por el aire volaba todo tipo de cosas. En la ciudad de Foley, el lago de los caimanes era una pista de patinaje cuyas especies se refugiaron entre la maleza, al igual que ocurrió en la Reserva natural Graham Creek, hogar para cientos de plantas silvestres y aves que, de haberse producido un tornado, habrían quedado borradas del mapa. A su vez, complicando aún más la situación, el pueblo de Elberta estaba incomunicado, sus gentes, acostumbradas a esos contratiempos, tenían previsión de víveres y prendas de abrigo. El vecino de Isaías Sullivan trató de abrir una senda para llegar hasta el cementerio y comprobar en qué estado se encontraba la tumba de su amigo, pero los esfuerzos del anciano fueron en vano por el espesor de la nieve. Así que, el horizonte blanco, la chimenea a pleno rendimiento y las marcas en sus dedos del tabaco de picadura que liaba trajeron el recuerdo de épocas más generosas cuando, finalizando la jornada, compartía conversación con el muchacho, y éste, entre risas y latas de cerveza que ambos vaciaban a gran velocidad, narraba sus anécdotas y aventuras por el mundo. Sin teléfono para comunicarse en caso de encontrarse mal, ni electricidad en la zona, el motor del viejo generador aguantaba tras múltiples reparaciones alimentando el refrigerador. Se sirvió una taza de caldo hirviendo, entornó los párpados, se adormeció y dejó todos los músculos en relajo. A 177 millas de allí, en la Prisión Federal de Montgomery, el excuñado de Helen Wyner era consciente de que, si surgiera la más mínima duda, por efímera que fuera, y el tribunal de apelación echase atrás la admisión del recurso, su tiempo se acabaría…

domingo, 16 de enero de 2022

Helen Wyner

10.

Después de escuchar atentamente a su informante no lo dudó y se presentó en Fountain Correctional Facility, de Atmore, a las 11:00 a.m. donde tendría un encuentro con Daunte Gray, el joven de color detenido por la presunta violación a la hermana del tipo que secuestró a los niños en el gimnasio de la escuela. El tintineo de llaves al abrir y cerrar puertas era cada vez más cercano, así como los pasos de dos o tres personas multiplicados por veinte en el resonar del eco. ‘Me llamo Anthony Cohen –dijo al funcionario de prisiones que traía al reo– y soy agente especial del FBI’. ‘Muy bien, y yo la mano derecha del presidente de los Estados Unidos, ¡no te digo! Firma la comunicación y cuando hayas terminado lo que quieras hacer con él pulsas aquel botón rojo –señaló al interruptor ensamblado en la pared– y vengo en tu auxilio’. Se mordió la lengua para no llamarle imbécil. ¡Como si fuese la primera vez que visita a un recluso! El carcelero, con ese sobrepeso que ralentiza cada movimiento, le encadenó por uno de los pies a la argolla incrustada en el suelo. ‘Quítele las esposas, no son necesarias’. ‘Ni hablar, las normas no lo permiten. Además, que si luego hay problemas quien se lleva la bronca soy yo’. Terminó el ritual y salió de la habitación maldiciendo entre dientes. El chico, al enderezar la postura en el respaldo de la silla exteriorizó un mueca de dolor. ‘¿Te han lastimado, hijo?’. ‘No, señor’. ‘A mí puedes contármelo’. ‘Todo está bien, señor’. ‘Bueno. ¿Sabes por qué estoy aquí?’. ‘Ni idea, señor’. ‘Cuéntame exactamente qué hiciste la noche del 24 de noviembre, a las 09:00 p.m. de hace dos años?’. ‘Salí de clase de piano e iba a casa. Mis padres habían hecho una tarta de cumpleaños con todo el cariño del mundo y aguardaban mi llegada ilusionados’. ‘¿Cuántos cumplías?’. ‘Dieciocho’. ‘Continúa, por favor’. ‘Según atravesaba el descampado, llamado boca del lobo para niñitos de color con quien divertirnos, varias patrullas de policía me cortaron el paso’. ‘Continua, por favor’. ‘Oiga, amigo, conoce perfectamente cómo funciona esto contra los afroamericanos, así que no me tire de la lengua’. ‘¿Alguien comprobó tu coartada?’. ‘¡Bromea! ¿Pero usted de dónde ha salido?’. ‘¿Violaste a la chica?’. ‘No, señor. Mire, se ha equivocado de sospechoso, quienes le hicieron a la pequeña esa atrocidad tan horrorosa andan ahí afuera, bebiendo cerveza y eligiendo a sus próximas victimas’. ‘¿Por qué dices “quiénes” y no “quién”? ¿En qué basas dicha afirmación?’. ‘Hermano, aquí dentro se sabe todo de primerísima mano y sin filtros’. ‘¿Intentó tu abogado presentar un recurso de apelación?’. ‘Nosotros no tenemos dinero, era de oficio’. ‘Oye, deja que te ayude a salir de aquí destapando la verdad, pero para eso necesito de tu colaboración’. ‘¡Está loco! ¿Pretende que me rajen por chivato? No, muchas gracias’. ‘Una de mis fuentes asegura que fueron dos hombres, puede que tres, los que abusaron de la menor. ¿Es cierto?’. ‘Pregúnteles a ellos’. ‘No sé si eres consciente de que te han caído tantos años de cárcel que cuando salgas irás derecho al cementerio. Si lo quieres así, y resulta que descubro la verdad y que tú eras conocedor de la misma, te acusaré de obstrucción a la justicia. Piénsalo’. Se levantó, y casi tocando el interfono, oyó: ‘Espere…’.
          ¡Haberme avisado antes! –exclamó Zinerva Falzone a Coretta Sanders mientras la abrazaba–. ¿Has hablado con el médico?’. ‘Todavía están atendiéndole, hay que esperar el resultado del TAC, llegó muy grave.’. El South Baldwin Regional Medical Center seguía con sus obras de remodelación, por eso la sala de espera estaba ubicada en una carpa anexa al pabellón de urgencias donde los familiares aguardaban ser informados sobre el estado de salud de sus seres queridos. ‘¡Helen! –gritaron las dos–. ¿Qué haces aquí?¡Helen!’. Se puso de puntillas para localizar a sus compañeras. ‘Mi hermana tuvo una crisis y se ha tomado un bote entero de pastillas, van a hacerle un lavado de estómago. Confío en vuestra discreción, no me gustaría que transcendiera. ¿Y vosotras?’. ‘Es por mi esposo, le dejé un momento solo para comprar mermelada a los granjeros de la comunidad amish, que elaboran ellos mismos –explicó la profesora– y cuando volví todo estaba revuelto y él tirado en el suelo con numerosos golpes’. ‘¿Sospechas de alguien? –aunque intuían la respuesta, preguntaron–. ¿Y nadie vio nada?’. ‘¡Somos negros! ¿Quién se atrevería a defendernos?’. ‘¿Has puesto la denuncia?’. ‘No’. ‘¿Y cuándo piensas hacerlo?’. ‘Ya veremos’. ‘Oye, querida –irrumpió la italiana–, es que si siempre callamos no avanzaremos ni acabaremos con la segregación racial y la comunidad supremacista, absolutamente conservadora, se saldrá con la suya’. ‘Se realista y mira a tu alrededor, la vida no es fácil con este color de piel –extendió la mano–. Jamás perdonarán que ocupe un puesto de trabajo que consideran propio, ni que haya colaborado para la liberación de los alumnos, menos aun cuando dicha participación ha sido detonante respecto a la detención de dos patriotas de bien. Pero lo más penoso de todo es que mi marido haya tenido que pagar las consecuencias. Sin embargo, lo volvería a hacer’. Sabían perfectamente que detrás del cruel ataque a aquel pobre hombre indefenso, con un grado de Alzheimer bastante considerable, había miembros del klan. Justo detrás de ellas, una mujer con abrigo largo, bufanda por debajo de la nariz, gafas oscuras de concha ancha y gorro de lluvia, escuchaba la conversación con el corazón en un puño y dos lágrimas bajando en cascada por las mejillas. Era Betty Scott que al enterarse de lo ocurrido también quiso mostrarle su apoyo, en cambio, avergonzada y con el presentimiento de que su hijo podría haber participado en la paliza, dio medio vuelta sin ser reconocida. ‘Familiares de Beth Wyner –sonó ronca la voz del sanitario–. Por favor, diríjanse al mostrador de entrada, allí les informarán’. Helen abrazó a sus compañeras y desapareció por la puerta de hojas abatibles.
          El caso de Isaías Sullivan, desde el ámbito judicial fue muy sencillo de resolver, aunque todo dependió del criterio del juez que tocara. No obstante, sin parientes y, tras haber recibido los informes preliminares de la buena conservación de riñones, hígado, páncreas y corazón, falló a favor e iniciaron el protocolo para llevar a cabo la donación. En otro área del hospital, lejos de urgencias, en el lado opuesto donde el ritmo se acompasaba según la gravedad de cada paciente, la habitación que hasta entonces había ocupado Isaías Sullivan estaba vacía. El colchón libre de sábanas mantenía aún la forma de su esqueleto mullido en la derrota, mientras que la mancha amarillenta de fluidos ya sin vida bordeaba los pespuntes del almohadón. Media hora antes de que el doctor Eric Weiss diese el visto bueno para llevarlo a quirófano, varios helicópteros aterrizaron en la azotea listos para el traslado de los órganos del donante a cuatro puntos distintos del país, donde sus receptores, rebosantes de alegría y de agradecimiento, veían por fin una pequeña luz al final del tormentoso túnel. Osiel Amsalem terminaba de rellenar la documentación pertinente con el vecino del muchacho para que, una vez realizada la múltiple extracción pudieran enterrarlo dignamente. ‘Abuelo, váyase a descansar que yo le aviso cuando acaben –dijo con mucha empatía–. Esto va para largo’. ‘No, mi sitio está aquí, no se preocupe’. ‘Bueno, pero voy a traerle algo caliente’. ‘Muy amable’. A esas horas en la cafetería de personal apenas quedaban dos o tres enfermeros que doblaban turno y la plantilla de limpieza reponiendo energías con una buena hamburguesa, patatas fritas y Coca-Cola. El camarero, lánguido por ser su último día de servicio, le preparó una buena jarra de cacao hasta el borde, panecillos con porciones de mantequilla y un pequeño recipiente con leche por si quería rebajar el espesor del chocolate, alimentos que el anciano recibió con eterna gratitud. El silencio y los recuerdos le sumergieron en el letargo. Diez horas después tocaban su hombro sobresaltándose. ‘Caballero, despierte, por favor’. ‘Lo siento doctor, me he quedado traspuesto’. ‘No se preocupe. Hemos acabado según lo esperado y sin complicaciones. Ya puede llevárselo. Ahora muchas personas cuya existencia pendía de un hilo, abren una nueva etapa’. Con ojos vidriosos y media sonrisa, desapareció por delante de su propia sombra. Tomó asiento en la parte trasera del coche fúnebre y, custodiando el ataúd de Isaías Sullivan, emprendieron el último viaje juntos hasta el cementerio de la ciudad de Foley, donde seguramente el reverendo Marshall ya les esperaría...
          Después de recorrer Europa con los nietos la esposa de Paul Cox regresó con un aspecto mucho más que saludable, lo cual indicaba que había superado el trauma psicológico sufrido por el atropello de un vehículo que se montó en la acera cuando espera el cambio de semáforo. Por fin sonreía, participaba en los puntos de vista sobre cuestiones domésticas y se implicaba a la hora de tomar decisiones familiares que reporten beneficio para todos. Atrás quedaron los meses de encierro, el pánico a cruzar una calle, la pastilla para conciliar el sueño, las ventanas cerradas a cal y canto, el teléfono silenciado para no estremecerla, la presión de la vejiga desbordada de incontinencia si surgían ruidos extraños y las noticias de la NBC News permanentemente apagadas. Cerrado ese ciclo volvió la mujer culta, comprometida, sensible, responsable y divertida que siempre fue. Amantes del arte en general, y de la ópera en particular, recuperaron la costumbre de asistir a los estrenos así como repetir espectáculo si la primera vez les supo a poco. A menudo, con velada romántica y noche de hotel, se daban una cita de enamorados pese a llevar juntos más de tres décadas. Mobile es una ciudad del estado de Alabama, ubicada en la costa del Golfo de México, a 144 millas de Nueva Orleans. Consiguieron entradas para la representación de Nabucco, de Giuseppe Verdi, en uno de los teatros más hermosos que conocían. Después, se dejaron tentar por el acostumbrado festín de mariscos sureños formando parte de su itinerario. ‘¿Qué te apetece? –preguntó ella mientras mojaba los labios con un Happy Hour Chardonnay, un vino de California–. Creo que cogeré de primero Camarones con sémola’. ‘Pues para mí Garras de cangrejo salteadas –respondió él– y Gallineta nórdica sin la salsa’. ‘Muy buena elección, querido. Yo me inclino por el Pargo rojo ennegrecido, así compenso un plato con otro’. ‘El postre elígelo tú’. ‘¿Helado de láminas de nuez bañado con daiquiri?’. ‘Excelente, cómo me conoces, cariño –alzó su copa y propuso–: Brindemos para que sigamos compartiendo lo bueno y lo regular de la vida. ¡Por ti!’. ‘¡Por nosotros! Y ahora, cuéntame cómo va el asunto del secuestro de los niños, no lo supe hasta que en el aeropuerto de Lisboa vi los periódicos, los nietos me lo ocultaron’. ‘Se lo pedí yo porque no quise preocuparte, era tu momento y tenías que disfrutarlo’. ‘Imaginé que sería cosa tuya’. ‘Ha merecido la pena, estoy muy contento’. ‘No te vayas a creer ¡eh!, no ha sido fácil, a punto estuve de tirar la toalla, pero luego, los veía tan emocionados haciendo de guías turísticos conmigo que, respiraba hondo, pensaba en ellos, en ti, en nuestros hijos y seguía adelante. Espero estar a la altura y no defraudaros cuando me necesitéis’. Se miraron a los ojos e inclinándose en la mesa, frente a frente, juntaron sus labios.
          Un grupo numeroso de Testigos de Jehová esparcidos por el condado de Baldwin, visitaron la región para evangelizar sobre el Reino de Dios y dar a conocer sus publicaciones con venta posterior. En la distancia corta, llamando de puerta en puerta, repiten las mismas frases de guion aprendido: “Estamos en la verdad”. “Si viene el Armagedón”. “Este inicuo sistema de cosas va a ser destruido…”. En resumidas cuentas, que el fin del mundo estaba a la vuelta de la esquina y sólo ellos se habían enterado. ‘¿Qué ocurre ahí? –preguntó Mitch Austin, el actual director de la escuela–. ¿Son manifestantes?’. ‘No sé –respondió el sheriff Landon–. Vayamos y saldremos de dudas’. Cuando dispersaron a los convocados incautaron octavillas propagandísticas en contra de las transfusiones de sangre y varios ejemplares de la revista Atalaya. ‘¿Qué hago con esto? –sostiene en alto un puñado de papeles– ¿Lo guardo en el maletero?’. ‘Ni hablar, es el coche patrulla. Al cubo de la basura sin miramientos’. ‘¿Sabes algo de nuestros amigos congresistas?’. ‘Aún no –dice el policía–, pero iban a mover ficha y así limpiar nuestros nombres alejándolos del feo asunto del secuestro’. ‘Eso no es lo que más me preocupa, pueden relacionarme con las agresiones contra el matrimonio de negros, ella es una profesora con mucho respaldo de alumnos y de compañeros. No es ningún secreto la animadversión que provocan en mí los afroamericanos’. ‘Pues ándate con cuidado no sea que un día me obliguen a detenerte’. ‘De pasar eso, caerías conmigo…’.
          Lamento comunicarle que su hermana está desconectada totalmente con la realidad –Helen Wyner no daba crédito a sus oídos–. Desde la ingesta de pastillas hasta que la encontraron transcurrió demasiado tiempo como para ocasionarle daños irreversibles’. ‘Pero Beth, que sepamos –articuló con la boca pastosa–, en ningún momento perdió el conocimiento. ¿Entonces, cómo es posible, según usted, que estuviese unos minutos sin llegarle oxígeno al cerebro?’. ‘Bueno, tenga en cuenta que tomó más de un bote entero de tranquilizantes, suficiente para introducirla dentro de un bucle sin escapatoria. A veces, al ralentizarse los latidos del corazón, a consecuencia de tanta sustancia química, puede ser una de las causas, pero habría que hacer un estudio más exhaustivo y, la verdad, no lo aconsejo’. ‘¿No hay ninguna otra alternativa que restaure su estado de salud?’. ‘Me temo que no’. ‘¿Nada?’. ‘¡Qué quiere que le diga! Aquí no hacemos milagros y lo de esta paciente tiene más de eso que de medicina. Supongo que existirán asociaciones que orienten y proporcionen apoyo, lo ignoro. En cualquiera de los casos, clínicamente, sólo queda ajustar la medicación, en cuanto lo hagamos recibirá el alta’. Abandonó la zona de observación con la vista nublada. En el pasillo los guardias de seguridad discutían con varias personas que, víctimas de peleas callejeras, esperaban ser atendidas entre un gran alboroto. De repente el reloj se detuvo y las ardillas abandonaron el nido. Alcanzó la calle caminando sin rumbo, sin memoria, sin esperanza, lamiéndose las heridas, hasta que, una ráfaga de viento azotó las hojas de los árboles devolviéndola al mundo real…

domingo, 2 de enero de 2022

Helen Wyner

9.
 
¿Qué tal? –dijo el abogado del excuñado de Helen Wyner mientras estrechaban sus manos–. Gracias por recibirme’. ‘Dígame cuál es el motivo de su visita, me incomoda muchísimo perder el tiempo’. ‘Como sabe, mi cliente ha estado enviándole cartas que han sido devueltas’. ‘¡Por supuesto! No me interesan en absoluto. ¿Cómo se atreve?’. ‘¿Y no tiene curiosidad por saber lo que cuenta en ellas?’. ‘Ninguna, se lo aseguro’. ‘Entonces, no me queda más remedio que hacerle un resumen’. ‘Oiga, estoy muy ocupada, le ruego que se marche’. ‘Yo también lo estoy, señora, pero no me iré de aquí hasta que escuche lo que vengo a decirle’. ‘Tiene diez minutos, ni uno más’. ‘Sobran siete. Pensamos que, durante el proceso, la presunción de inocencia no se contempló y tampoco la propuesta de enajenación mental que alegamos en fase judicial. Tuvimos la sensación de que la condena estaba decidida antes del inicio. Ahora las cosas han cambiado, un tribunal de apelación ha admitido nuestro recurso y es posible que, si todo se hace dentro del marco de la ley, salga del corredor de la muerte. Por eso quiere hablar con usted para que conozca su versión de los hechos y la verdad de lo que ocurrió’. ‘¡Qué desfachatez! Deje que le diga una cosa: la única realidad visible es que ese individuo asesinó a su hijita simplemente por no asumir el divorcio ya consumado y abocar a la madre de la criatura hacia el delirio y la destrucción’. ‘A ver, eso está por demostrar. Las pruebas fueron muy confusas, la sangre encontrada bajo las uñas de la pequeña no pertenecía a mi defendido, se puso en duda la declaración de los testigos presentados por la defensa, ningunearon los informes psicológicos aportados y ni siquiera los investigadores hicieron algo por localizar al presunto sospechoso del que dimos toda clase de detalles. Casi puedo asegurar que al coincidir con la elección del nuevo gobernador había prisa por terminar cuanto antes y colgarse alguna medalla. En fin, para determinar si los hechos son verdad hay que demostrarlo’. ‘Caballero, el tiempo se ha agotado. Tengo una reunión y le ruego que me disculpe. Comprendo que esté obligado a creer la versión del cliente, entra dentro del sueldo, pero créame, ese tipo es un monstruo depredador con piel de cordero’. ‘Tremenda rotundidad en sus palabras. De todas formas, piénselo, y si acepta la propuesta, llámeme y prepararé la visita’. ‘Adiós’. Paul Cox, el consejero escolar, irrumpió en el despacho con un montón de carpetas bajo el brazo. ‘¿Ocurre algo, querida? Traigo el nuevo modelo de impreso para solicitar la matrícula del próximo año, hay que hacer una selección dependiendo del perfil de cada solicitante, ya sabes cuan exigentes se han vuelto ahora los de arriba’. –Helen, abrazada a su cuello, comenzó a llorar compulsivamente–. Tranquila. Cuéntame qué ha pasado’.
          En la misma Sala de Juntas donde se vivieron momentos muy angustiosos cuando secuestraron a los alumnos, además de tratar temas relacionados con el funcionamiento de la escuela, era el de lugar de encuentro para socializar conversando de cosas banales o transcendentales, de coyunturas de crisis o de euforia, de complejos y superaciones, de miedos y de audacias. En definitiva, un espacio perfecto para escribir juntos determinadas páginas personales en el diario de ruta compartida. Presidida por una mesa ovalada de madera rústica, con nudos en relieve como tallados a mano y bajo una capa de barniz que ocultaba los grandes secretos de cuántos pasaban por allí, creaba el ambiente idóneo de acogida que Paul Cox y Helen Wyner aprovecharon muy bien. ‘¿Quién era ese hombre?’. ‘El abogado de mi excuñado’. ‘¿Y qué quería para haberte alterado así?’. ‘Que vaya a verle a la cárcel’. ‘¿No te apetece?’. ‘No es eso’. ‘¿Entonces? Perdona, sino quieres contarlo, no lo hagas, pero si necesitas desahogarte, aquí me tienes’. ‘Gracias. Es una historia muy dolorosa que nunca debió suceder’. ‘¿Lo tomas sin leche ni azúcar, verdad? –preguntó desde el mueble auxiliar, de puertas abatibles, con cafetera siempre encendida y vasos desechables–, A veces confundo los gustos de cada uno’. ‘Nada’. ‘Con la edad he aprendido que compartir problemas en voz alta con alguien ajeno a tu círculo cercano –prosiguió él–, es una terapia bastante recomendable porque te permite hacerlo al desnudo, sin pudor, hundido o enfadado’. ‘Yo también lo creo’. ‘Te escucho’. Mucho antes de trabajar con vosotros, mi hermana Beth, que siempre fue muy liberar, muy feminista, muy transgresora y que no creía en el matrimonio, se casó, para sorpresa de todos, en Las Vegas, sin decir nada a nadie. Su matrimonio nunca fue un camino de rosas. Se quedó rápidamente embarazada, aunque por las cuentas quizá ya lo estaba. Era restauradora de muebles antiguos, le llovían los encargos, y gracias a eso podía sacar adelante a los suyos: una niña preciosa y un esposo ludópata, drogadicto, borracho, delincuente…’. ‘Y la supongo incapaz de reconocer a la verdadera persona que dormía a su lado’. ‘Exacto. Incluso, si mi madre o yo hacíamos algún comentario en su contra, reaccionaba como gata en celo, defendiendo lo indefendible y justificando lo injustificable, hasta que la cruel realidad cayó sobre sus hombros de por vida’. Buscó pañuelos de papel dentro del bolso y se sonó la nariz.  ‘Tranquila. ¿Otro café?’. ‘No, mejor un poco de agua’. ‘Claro’. ‘Un día, tenía encargados materiales especiales para reparar el escritorio de estilo colonial de la mujer del fiscal del distrito, la acompañé a Montgomery, y lo pasamos agradable, comprando regalos, paseando y almorzando en nuestra cervecería favorita. Pero, de regreso a Elberta, mamá nos esperaba en el porche, nerviosa y llorando. Habían llamado del colegio, la niña llevaba días sin ir a clase, estaba con el padre en su turno de custodia, así que, como no le localizaban, además de avisarnos a nosotras también llamaron a la policía. Llevé a Beth a la oficina del sheriff y cursamos la denuncia por desaparición. Veinticuatro horas después, un agente del FBI, que ha resultado ser el mismo que ha venido por el secuestro, nos recibió. Detuvieron a mi excuñado con el permiso de conducir caducado, cuando trataba de pasar la frontera de Canadá. Comprobaron que había orden de busca y captura contra él. Tras un interrogatorio interminable y desafiante por su parte, confesó que la muerte de su hija fue accidental, aunque las pruebas dijeron lo contrario’. ‘Qué cabronazo’. ‘Tardaron más de dos semanas en localizar el cuerpo de la pequeña, anduvo al despiste, contradiciéndose, con el único propósito de no hallarlo y quedar libre’. ‘¿Lo encontraron?’. ‘Sí, acotaron el perímetro de búsqueda y apareció semienterrada entre unos matorrales y en avanzado estado de descomposición’. ‘Horrible’. ‘Figúrate, desde entonces mi hermana visita el cementerio casi a diario, y cuando no lo hace es porque está ingresada en el psiquiátrico. Sufre bruscos cambios bipolares y si su organismo no responde a la medicación, se vuelve agresiva con el consiguiente riesgo de autolesionarse. Como ves, bastante triste’. ‘La violencia ejercida contra los niños y las niñas de familias desestructuradas, apenas sale a la luz, por eso hay tan poca estadística’. ‘Nunca reconoció el asesinato –concluyó Helen–, a pesar de haberle jurado a Beth que se arrepentiría de dejarle’. ‘¿Qué piensas hacer?’. ‘Lo que hasta ahora: ignorarle’. Sonó el timbre del recreo y los pasillos se llenaron de gente menuda con ganas de correr al aire libre. Paul y Helen entendieron que la conversación había llegado a su fin antes de que la sala se llenase de profesores en sus veinte minutos de relajo.
          Anthony Cohen, hasta nueva orden, suspendió los interrogatorios en la central del FBI en Birmingham, coincidiendo con la teoría mantenida por el negociador de que faltaba un eslabón que completase la historia tan confusa respecto a la presunta violación de la hermana del secuestrador por parte del antiguo director de la escuela. Y, aunque lo investigaban al detalle, igual que las coartadas aportadas, volvían una y otra vez a la casilla de salida: las piezas no encajaban. Razón de más para volver no sólo a la ciudad de Foley, sino también al pueblo de Elberta, con la esperanza de hallar la clave que desenmascare a ambos. A punto de alcanzar el último tramo de la route 98, respondió a la llamada de una de sus fuentes. ‘¡Qué pasa, pelirrojo! ¿Tienes algo para mí?’. ‘Primero veamos qué me das a cambio’. ‘Cuidadito conmigo que te meto en chirona y no sales en años’. ‘Pues tú veras, pero creo que puede interesarte la información que poseo’. ‘¿Cuál?’. ‘Ven y lo sabrás’. ‘¿Dónde estás?’. ‘Te llamo desde el teléfono público de la gasolinera Chevron, en el 4095 de Jack Spring Rd, de Atmore’. ‘¿En el condado de Escambia?’. ‘’. ‘No te muevas hasta que llegue, estoy a unas cuarenta millas’. Pisó el acelerador, no quería que se le escapara, como ocurría tantas veces, así que, llegó antes de lo previsto. Al otro lado de los surtidores, cruzando la carretera, le visualizó sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, sobre un montículo de tierra y maleza. ‘Dame un cigarrillo –pidió el informante–, que no se diga que has perdido la generosidad propia de la agencia de investigación a la que representas’. ‘Al grano, tengo prisa y no estoy para escuchar tus gilipolleces’. ‘No te impacientes, colega –cogió un pitillo de la cajetilla y con mucha picardía se guardó el paquete–. He oído por ahí que investigas un turbio asunto’. ‘¿Eso dicen?’. ‘Y que andas perdido’. ‘¿Tú crees?’. ‘A ver, este es el trato: quiero que mi expediente policial quede limpio’. ‘No me hagas reír’. ‘Muy bien. Entonces, te enterarás por la prensa’. ‘Seamos razonables, todo dependerá del valor que contengan tus palabras. A priori no puedo prometer nada desconociendo el contenido’. ‘¿Te suena el nombre de Daunte Gray?’. ‘No’. ‘Es un joven de color que está preso en el Centro Correccional Fountain por un delito no cometido. El sheriff Landon, al que conoces bien, y no precisamente por su defensa de los negros, organizó una redada nocturna por los bares de la zona sin calcular que a esa hora sólo los frecuentaba la comunidad blanca. Tras sus clases nocturnas de piano el muchacho regresaba a casa atravesando el descampado que siempre le asustaba tanto. Dos patrullas de policía le cortaron el paso, lo demás, cuando cumplas nuestro trato, lo sabrás…’.
          En el Estado de Alabama el otoño es uno de los espectáculos más impresionantes de la naturaleza, expuesta en una colcha de colores tejida con hojas de arce que se extiende desde las montañas del norte hasta alcanzar el sur de la región. La amenaza de la jornada anterior pronosticando la llegada de un huracán se hizo patente a medianoche, cuando al tomar tierra alcanzó la categoría 1, cogiendo por sorpresa a muchos, ya que esos fenómenos atmosféricos no eran habituales en esa época del año. Al día siguiente Betty Scott, jefa de comedor, bajaba por el sendero que parte de la Iglesia Baptista, donde cada domingo se reconciliaba con Dios a través del reverendo y sus plegarias. Descendía tranquilamente, disfrutando del paseo, hasta que el camino se dividió en dos ramales:  Uno hacia el pueblo, el otro a las afueras. Cogió el segundo, y al avanzar media milla, el cielo se tornó amenazante, como si de repente la oscuridad sobrevolase desafiante por encima de su cabeza. Apretó el paso, y los primeros relámpagos vertebraron el firmamento. En la casa todo estaba tranquilo, se cambió de ropa, pellizcó un pico de la tableta de chocolate y comenzó a ordenar el garaje para cuantificar los destrozos del tornado. No eran muchos, pero apiló bastantes cosas inservibles como una estantería arrancada de la pared. Entonces, al colocar varios botes con hembrillas, tuercas, clavos, escarpias y alcayatas vio que faltaba una de las escopetas de su marido y la caja con las municiones. ‘¿Adónde vas? –preguntó al hijo mayor que aún vivía con ellos–. No me gusta que salgas con este viento, hay árboles arrancados de raíz y los que permanecen en pie tienen las ramas a punto de caer’. ‘De caza con los amigos. Me llevo el arma de papá’. ‘¿Le has pedido permiso?’. ‘No hace falta’. Salió dando un portazo que retumbó también en el piso de arriba. ‘¿Qué ha sido eso, Betty? –gritó el esposo–, mira que sabes cuánto me molestan los golpes, y tú no dejas de trastear. Haz el favor de quedarte quieta’. ‘Ha sido tu hijo, se llevó la escopeta’. ‘Déjale, así se hará un hombre’. No obstante, intuía que el chico frecuentaba malas compañías y que en el vecindario estaba en boca de más de uno. Una mañana, comprando en el mercado de verduras, oyó a algunas personas comentar que le vieron apalear, junto a otros hombres, a una mujer negra y en presencia de su niñito de cinco años, cuando se disponían a coger el autobús de regreso a Montgomery. Sabía que asistía a las reuniones que los miembros supremacistas convocaban en el granero del suegro de Mitch Austin, actual director de la escuela donde ella trabajaba. Y que, como por diversión, intimidaban a las jovencitas de color por el simple hecho de marcar el territorio que no debían traspasar. Ella consentía, hacía la vista gorda, le justificaba y, hasta secundaba su discurso racista. Pero lo que realmente le preocupaba era que la poca experiencia del muchacho le llevase a la muerte. ‘¡Sube de inmediato! –ordenó la voz masculina desde la segunda planta–. ¿Es que no me oyes?’. ‘Ya voy, impaciente’. ¿Dónde te metes, estúpida? –recibió una bofetada–. Cuando yo te diga que vengas, vuelas’. Desaparecieron las nubes dando paso a una puesta de sol en el horizonte. El tren de los granjeros silbó a lo lejos, a la vez que él la forzó…