domingo, 17 de septiembre de 2017

Nueva York. Primer día de la segunda quincena de noviembre

Los cambios de luz cayendo en cascada sobre las fachadas de los edificios traen consigo el principio del otoño, y los de la vida la oportunidad de abrirse a otros horizontes para crecer como seres humanos. No sé muy bien qué hago delante de este montón de cuartillas rayadas y amarillentas, ni cuáles son los verdaderos motivos que me empujan a escribir en ellas sobre mi pasado. Tampoco tengo calculado el tiempo que me llevará hacerlo, ni si a mitad del proceso deje de tener sentido para mí y lo mande todo a tomar por saco…
          Me llamo Maura Pumares, aunque en mi tierra me conocen como la paya, porque de niña jugaba en la ribera del río con los gitanillos de las chabolas cercanas a la falda del apeadero. Vivo de alquiler en Queens, en un apartamento modesto, en el vecindario Maspeth, donde residen muchos inmigrantes europeos, y por donde a veces camino absorta con mi taza termo en una mano y un fular estampado arrastrando por el asfalto en la otra. Comparto el techo con Carlota, mi vieja y mansa gata, que me espera moviendo la cola de un lado a otro, o lamiendo el respaldo del sillón, cosa que, dicho sea de paso, me da muchísima rabia. Un par de veces en semana vuelvo tarde, justo cuando atraviesan Manhattan las ramas que esparce el árbol de la noche. Soy introvertida, desconfiada y tengo un punto maniático que, según el estado de ánimo, desarrollo más o menos.
          Corre una brisa agradable y aún queda una hora para acudir a mi cita en Brooklyn. Así que, me paro en un puesto de perritos calientes y compro uno con bastante mostaza y mucho chili.
          Eric J. Coleman (E.J.) es un tipo con pinta de investigador privado que parece a punto de destapar el escándalo del siglo, alcanzar la fama y retirarse de por vida a Bahamas. Su pelo ensortijado aún conserva los últimos reflejos de lo que debió ser un rubio intenso. Es rechoncho, gracioso de cara, con los ojos siempre arrugaditos, risueños, y luce tirantes fluorescentes que, como dos largas autopistas onduladas, atraviesan su prominente barriga. De profesión psicoanalista (esta práctica en América da de comer a muchas familias), tiene la consulta dentro de su propio domicilio, en Bushwick Ave, un bulevar amplio, de doble carril en ambos sentidos y arbolado. Es una persona cercana que te hace sentir entre amigos. Inicia todas las sesiones desde la naturalidad, sin usar ningún estereotipo o técnica aparente. Es decir, te va metiendo en conversación con mucha habilidad… La primera vez fue escalofriante escuchar lamentos y lloriqueos procedentes del piso de arriba. Después he sabido que los emite Michelle, su esposa, encamada desde hace más de una década a consecuencia de una extraña enfermedad que él califica de fantasma, puesto que no deja rastro y a día de hoy no hay manera de localizar su origen, y en la que el enfermo va quedando en estado vegetativo.
          ¿Te apetece agua? −asiento con la cabeza. Saca una botella de medio litro y la desprecinta antes de dármela−. ¿Cuéntame cómo has llevado la semana?’. ‘Bueno, un tanto rara. No creas que me siento cómoda en el trabajo, he tenido un desencuentro con el encargado. El muy idiota dice que ya estoy mayor para seguir de cara al público, que mejor me quede en el almacén clasificando la mercancía. ¿Acaso sabe él cómo tratar a mis clientes? Cuáles son sus gustos, sus marcas favoritas o lo que les preocupa. No, ¿verdad? −E. J. sonríe y abre el cuaderno donde supongo que desmenuza con palabras parte de mis emociones−. ¿Te he dicho que a pesar de los años que llevo aquí todavía no se me ha ido del olfato el olor a leche recién ordeñada, ni la imagen de las manos grandes de mi padre aliviando el peso de las ubres? Nuestra vaquería era un negocio pequeño, de corto recorrido, no te vayas a pensar que facturábamos como hacen ahora las industrias lácteas, que no. Nosotros abastecíamos a un área minúscula de la Comarca del Ebro. Con padre a pie de obra, madre luchando con el ganado y las faenas domésticas, y mis hermanos en la cadena de reparto, yo reivindicaba con firmeza un espacio común junto a ellos. Se me daban bien los números, y por fin empezábamos a obtener algunos beneficios. Alguien tenía que ocuparse de las cuentas, ¿no?’. ‘¿Y qué pasó?’ −pregunta E.J. haciéndose de nuevas, aunque lo sabe de sobra−. ‘Pues nada, que la mancha de la desigualdad se expande como la lava… ¿Sabes lo que decía mi abuelo cuando alguna mujer destacaba en determinados campos que él consideraba de hombres?: “hembra espabilada mejor atada”. ¡El muy cabronazo!’. ‘¿Y cómo reaccionabas ante la negativa a que entraras en el mundo laboral? ¿Tu madre, por aquello de ser mujer, se solidarizaba contigo…?’. ‘¿A ti qué te parece, coño? Pues mal, lo encajaba fatal, lógico. Y no, mamá no estaba para esos menesteres tan plañideros…’. ‘Bueno, por hoy hemos terminado. Trabájalo. Anota aquello que consideres importante y luego lo comentamos, y si necesitas adelantar la sesión no dudes en llamar. ¿Fijamos en principio mismo día y hora para la siguiente semana?’. ‘De acuerdo. Pero el ejercicio que me pides… No prometo nada, ¡eh…!’.
          E.J. abre una caja de madera que simula el lomo de un libro y saca del interior tabaco de liar. Aparta la cortina. Apenas media docena de niños, sentados en un escalón de la calle, solitarios y silenciosos, desplazan de un lado a otro un balón tan desganado como lo están ellos. El cielo, oculto tras una capa gruesa de niebla, dibuja en las aceras empobrecidas de luz artificial siluetas que en la oscuridad parecen siniestras. Apaga el cigarrillo después de haberle dado dos caladas profundas, y sube despacio las escaleras que le separan de su otra realidad. La sanitaria que atiende a Michelle aguarda junto a la cabecera de la cama el inminente traslado en ambulancia a una residencia de mayores donde recibirá cuidados especiales. Cuando Eric entra en el dormitorio, apenado por haber tenido que tomar esa decisión, ella aprovecha para ir al baño y así dejarles a solas. Se queda casi en la puerta, con las manos en los bolsillos del pantalón y pintando en la alfombra una media luna con la punta del zapato. Vuelve abajo y pasa a limpio sus notas, asegurándose de hacerlo en el cuaderno donde pone Maura… Desde el otro lado de la isla se acerca el ronquido seco de una sirena que parpadea, y todo parece quedar muy lejos… ‘Mr. Coleman, han llegado los camilleros. ¿Les acompaño, o lo hace usted?, −dice la enfermera−. ‘No se preocupe, márchese, yo me ocupo. Gracias por todo. Tenga: una carta de recomendación. Mañana le ingreso en cuenta el salario del mes y lo acordado del despido’.
          Pasa el metro elevado a gran velocidad haciendo temblar todos los edificios colindantes, incluido el nuestro, que parece como si fuera a desplomarse. Carlota, asustadísima y a punto de darle una taquicardia, me salta encima hasta que, haciéndola hueco, consigue enroscarse. Son algo más de las cuatro de la madrugada. Ya no duermo ocho horas seguidas. Ahora me despierto durante la noche conciliando un sueño envejecido y transformado en un ligero vaivén, o roto también por el trasiego de los aeropuertos de la ciudad: John F. Kennedy y LaGuardia Airport. Suena el microondas, han terminado de salir todas las palomitas, pongo dos puñados en My cat's dish, y el resto en un cuenco, que coloco junto a una Coca-Cola. Leo las primeras palabras conjugadas y sigo escribiendo según sugerencia de E. J. “Nueva York. Primer día de la segunda quincena de noviembre. En casa nunca funcionó el lenguaje del tacto. Por más que trato de encontrar alguna caricia que me transporte a la infancia soy incapaz. Sí, en cambio, las miradas severas de mis padres marcando el camino, dando importancia a lo que para mí carecía de ella, y obviando aquello que yo deseaba. A menudo me he preguntado qué escala de valores era la más adecuada, si la suya o la que yo empezaba a conformar. Dicho de otra manera: era significativo que pusieran el grito en el cielo ante el hecho de quedarme entre documentos en la oficina improvisada en el corral, desoyendo cualquier posibilidad que me hiciera medianamente feliz, y, sin embargo, no tuvieran en cuenta lo peligroso de ir sola hasta el pueblo vecino, a la escuela, por un sendero estrecho (a un lado el acantilado, al otro la montaña rocosa…). Aquel día me entretuve más de lo acostumbrado. Apenas un gajo de luna alumbraba el campo. Según pisaba, en el suelo crujían las chinas entremetidas en el barrizal de tierra. El miedo aumentaba las ganas de hacer pis. De repente… La siguiente imagen que me aparece es que uno de mis hermanos me sacaba en brazos del bosque, mientras que el otro quitaba pegotes de maleza adheridos a los bajos de mis ropas…”. Carlota se ha despertado y continúa panza arriba.
          Eric se acuesta en el mismo diván donde lo hacen sus pacientes. Ha acondicionado unas almohadas y tiene echadas  por encima algunas mantas de viaje. Está agotado y se siente vacío. Ha sido una jornada desgarradora, muy dura, de grandes cambios, pero con tanta presión le es imposible cerrar los ojos. Prende la lámpara de la mesita auxiliar y ojea una revista. “El psicoterapeuta: verdades y mentiras de un hito”.
          Salgo rápidamente de la ducha, hoy me toca hacer en el primer turno part time (media jornada) compensatoria a la pensión que por sí sola no me alcanzaría ni para comer poco más que hamburguesas diarias. Tras abandonar el apartamento dejando a Carlota de guardia, que por cierto se está poniendo las botas con un pienso nuevo rico en proteínas, me encamino hacia el vecindario latino donde se ubica el supermarket en el que trabajo de cajera. Un par de mujeres abandonan la cafetería de la esquina, a una de ellas todavía le quedan restos de croissant en el labio inferior. Las conozco, son conductoras de la línea Q de autobús y clientas de la misma peluquería a la que yo también voy…
          Eric se prepara para dar una conferencia en Columbia University. Después visitará a su esposa y, por último, atenderá las visitas programadas para la tarde. ‘Háblame del bosque, Maura’, −dice E. J., sacando de la cajonera un puñado de pañuelos de papel…