Beirut, Puerta de Atocha

1.
Ahmad Abu-Abbar sostiene en sus manos un número atrasado de la revista National Geographic, en cuya portada puede leerse en letras grandes: ¿Qué futuro le espera a nuestro planeta? Este hombre, de piel tostada, callado, culto, apuesto y con una sombra de melancolía que todavía le hace más interesante, espera, junto a cientos de personas, en el Jardín Tropical de la Estación Madrid Puerta de Atocha, alguna explicación y solución por parte de la compañía, ya que continúa la huelga convocada por el sindicato de maquinistas, SEMAF, para trenes AVE y Larga Distancia. Tampoco hay posibilidad de coger un vuelo, porque la plantilla de controladores aéreos ha aprobado paros indefinidos de 24 horas. Con lo cual, el caos reinante entre los pasajeros está asegurado. Le esperan en Barcelona para celebrar el cumpleaños de su hija Jasmin, la menor de tres, casada con un charnego. Viven en el carrer de l’Hospital, a dos pasos de la Rambla del Raval, en un piso acogedor de espacio muy reducido. Cuando les visita, le gusta asomarse al balcón que da a la estrecha calle y respirar el contraste de condimentos que enriquecen los guisos, con salitre de mar que tantas vibraciones de los atardeceres en Beirut trae a su memoria, contemplando el espectáculo que ofrece más allá la belleza de las Rocas de las Palomas, mientras se escucha de fondo el cantar del muecín llamando desde el alminar para orar en la mezquita… Pero sus recuerdos también tienen picaduras de balas que han destruido poco a poco la ciudad que lleva dentro, y de esa época gloriosa de proyectos comunes en el transcurrir sencillo de su familia, no tocada aún por la desgracia. Abstraído en los pensamientos, no se dio cuenta del alboroto que ocurría alrededor suyo: una mujer de mediana edad, con la ropa arrugada como de haber pasado allí los últimos lustros de su existencia y las terminaciones nerviosas de la heroína cableando su cuello, gritaba fuera de sí: ‘¡Me lo han robado todo! ¡Me lo han robado todo! ¡Coño, agentes, que me han dejado con lo puesto, miren! −se levanta la blusa enseñando el costado amoratado y esquelético−. No tendrán ustedes por ahí unas moneditas para un bocata, ¿verdad?’, −dice a la pareja de la Policía Nacional que intenta apaciguarla−. ‘¡Anda, ven con nosotros, Maca, y no alborotes más!’. Acaban de encenderse las luces de neón de la farmacia y de los demás establecimientos, y el murmullo, que durante las primeras horas de la madrugada descendió, empieza a despertar. El personal de la contrata de limpieza recoge lo que puede saltando por encima de la gente tumbada en el suelo junto a los equipajes. Huele a indignación, a cabreo, a impotencia y a café de máquina recién hecho. Levanta la vista y, aunque tiene verdadera necesidad de ir al baño, se le quita al ver la larga cola que espera para entrar…
          Ismael Ruiz habla acaloradamente por teléfono mientras observa en su iPad un partido de fútbol en diferido y mastica con ruido una chocolatina quizá pasada de fecha. ‘Sabéis de sobra que ese no es mi estilo, y sin embargo habéis consentido que un niñato de papá, caprichoso y prepotente, por el simple hecho de tener un apellido conocido y colgar en la pared el diploma de algún título fantasma, mande a tomar por culo el trabajo de tantos meses −entrecorta la respiración unos segundos de silencio−. Es que no me parece justo, Mariam, porque ahora el equipo tiene que dar la cara y resolver el entuerto. Estoy harto, al límite, no puedo más. Fíjate qué te digo: como vuelva a ocurrir me voy y os dejo en la estacada. ¿Qué no? Ponedme a prueba y veréis si soy capaz de hacerlo…’. Lleva la subdirección del departamento de marketing de la agencia publicitaria Plaza’s Intercontinental, y su máxima a seguir es el principio fundamental de Charles U. Larson, que define el oficio como: “un sistema de comunicación que coordina una serie de esfuerzos encaminados a obtener un resultado”. Pero la compañía, fundada por unos emprendedores que ya son octogenarios, ha caído en manos de una gestora que prioriza beneficios económicos vulnerando la calidad del servicio y los materiales, ya que apenas cuenta con experiencia en ese sector. ‘Las condiciones del contrato están cerradas con el cliente, y no pienso mover ni una sola coma por mucho que la orden venga de arriba, como tampoco entraré en el juego del engaño. ¿Dónde quedaría después la reputación y mi dignidad? ¿No comprendes que la cara visible de esta pirámide soy yo? Oye, tengo que colgar, ya lo discutiremos’. Estudió la carrera con el fin concreto de relativizar en la sociedad el concepto de consumo, orientando las campañas hacia lo que necesita verdaderamente cada individuo o colectivo, contrarrestando pues la tentación incontrolable y compulsiva de la opulencia. Pero este propósito se vino abajo, junto a otras utopías más, en cuanto tuvo que introducirse a fondo en el mercado de la industria, dándose cuenta de que, en muchas ocasiones, la realidad termina volcando la teoría.
          Macarena Guzmán es ciudadana itinerante en descampados con vecinos que no preguntan, y en garitos donde el alcohol de garrafa lo ponen de oferta. Podía tener casi todo al alcance de la mano: estudios superiores en las mejores universidades −realizando parte de ellos en Estados Unidos−, puesto de dirección adjunta en la empresa familiar −una constructora−, ático de 1000 metros cuadrados en el Paseo de la Castellana, y los mejores amantes acodados en el rellano del ascensor. Pero nació con un implante de mala suerte ensamblado en las entrañas, así que, cuando quiso darse cuenta, estaba viviendo en la calle: en verano con ropa de abrigo por si escasea la lluvia torrencial que despiden las papelinas, y de noche cometiendo pequeños hurtos para dormir de vez en cuando a cubierto, bajo el techo del calabozo. Su entorno era de costumbres estrictas, conservador al límite, de los que guardan las apariencias hasta en lo más vulgar. Un año, recién cumplida la mayoría de edad, Maca y un grupo de amigos se fueron de vacaciones a Grecia. Se sintió atraída por el guía de la expedición, y el sentimiento era mutuo. Y también por la chica que le sustituyó un par de veces. Así fue como empezó una lucha interna por descubrirse a sí misma e identificar todas las sensaciones adversas e inconfesables que le bullían por dentro…
          Perdón, ¿puedo sentarme?’ −pregunta muy prudente Ahmad Abu-Abbar−. ‘Claro. Disculpe’ −Ismael quita algunos documentos que había dejado en la única silla que quedaba libre−. ‘¿Quién juega?’. ‘Sporting, Numancia’ −contesta con desgana−. ‘¿Y cómo va el marcador?’. ‘Se disputó ayer. 5-3 a favor de los gijonenses’. ‘¿Y conociendo el resultado lo ve?’. ‘Bueno, me relaja’. Permanecen callados, aunque no por mucho tiempo. ‘Parece que esto tarda en arreglarse −refiriéndose a la demora−. Fíjese qué horas son y ya tenía que estar en Barcelona’. ‘Dijeron que a media mañana darían un comunicado, pero parece que se retrasa bastante. ¿Viaja por trabajo o por placer?’. ‘Mi hija y su marido viven allí, tienen un niño de doce años. La vida me ha regalado ocho nietos preciosos, éste y siete que están en el Líbano. ¿Quiere ver una fotografía? −saca del bolsillo un aviejado billetero abrazado con una goma−. Ojalá que algún día podamos juntarnos todos. Nada me gustaría más antes de ponerme a mirar a La Meca. ¿Usted también va a Catalunya?’. ‘Sí. Estaba invitado a la presentación de la nueva fragancia de una conocida marca de perfume, en Girona, pero ahora me alegro del retraso, no me apetecía ir’. ‘Hacer lo que sea a disgusto no es saludable’. ‘Habla muy bien castellano, ¿lo aprendió en Oriente Próximo?’. ‘Nací en Beirut, mi padre era de allí. Trabajaba como chófer e intérprete en la Embajada española. Conoció a una granadina guapísima, cuya familia de diplomáticos habían recorrido toda la zona hasta establecerse en Achrafieh, uno de los barrios cristianos más antiguos, ubicado en una colina, al este, junto a la costa. Meses después se casaron y con el tiempo nacimos mis hermanos y yo, de los diez sobrevivimos cuatro. Eran tiempos cargados de sacrificios y de penurias, difíciles dentro del contexto de un país a punto de ser destrozado’. ‘¿Lleva mucho aquí?’. ‘Desde el año 2006. Mi esposa, mi hija, su bebé y yo −el yerno lo hizo después−, salimos poco antes de que Israel bombardeara el Aeropuerto Internacional Rafic Hariri, a nueve kilómetros del centro de la ciudad, lo que llaman los suburbios meridionales. Es una larga historia, un cruce de amargura y humanidad, de agradecimiento y reconciliación, una etapa durísima donde contraje la deuda impagable que tengo con mis semejantes, esas cosas que aparecen cuando lo das todo por perdido y vuelves a creer en las personas, aunque con matices…’.
          Conversaron, consiguiendo dejar fuera de ellos al resto de voces hasta convertirlas en susurro. Y lo hicieron relajados, aportando vértebras al esqueleto de lo cotidiano, contrastando sus maneras de entender el deporte, lo que ha cambiado la vida, la situación política, las migraciones, el aumento del umbral de la pobreza, el paro, el descuento de oportunidades para las nuevas generaciones, los complejos, la traición… ‘Entonces, ¿cómo es que está en Madrid?’. ‘En el Saint George Hospital University Medical Center, diagnosticaron a mi mujer cáncer de hígado con metástasis en los órganos cercanos, también vitales. Nos hablaron de una eminencia en esa especialidad: Un oncólogo del hospital madrileño Ramón y Cajal. Se pusieron en contacto con Médicos Sin Fronteras, y entre unos u otros gestionaron el traslado. A partir de ahí nuestro periplo ha sido turbulento…’. ‘¿Y sus otros hijos?’. ‘Decidieron quedarse allí muy a su pesar, aun sabiendo que nos rompían el corazón, y nosotros lo respetamos’. Sin reparar en la hora, la madrugada les cayó encima, y con ella el documento que acredita la devolución del importe del billete el primer día hábil después de la fecha de emisión. Tan sólo un puñado de mesas alargaba la interminable jornada de los camareros, ansiosos por quitarse los zapatos y meter los pies en agua caliente. Ismael, mirando hacia el cielo, pobre de luz y de estrellas, dice: ‘Parece que ha refrescado. ¿Hacia dónde vas?’. ‘Al número 10 de la calle de Huesca, en el barrio de Tetuán’. ‘¿Compartimos taxi…?’.


2.
De pequeño era un enclenque, no te vayas a creer, y bastante habilidoso para coger todos los virus próximos a mí. Apenas comía, y rara vez sentía apetito por aquello que más me gustaba. No sabes el suplicio que era tragar el caldo de pollo con yema de huevo que las mujeres de casa se empeñaban en hacerme beber. Cómo sería que lo aborrecí hasta el punto de no probar nunca más algo elaborado con carne de ave. Y fíjate que, aun así, recibiendo cuidados extremos, pasaba los inviernos encamado y tiznado de envidia porque mis hermanos, montados en el coche de papá cuando no estaba de servicio, iban de un lado a otro imaginando miles de aventuras protagonizadas por duquesas y marqueses de postín’. Ismael reía con ganas, demostrando también gran admiración por el interlocutor que tenía enfrente. Desde su encuentro fortuito en Atocha, meses atrás, Ahmad Abu-Abbad y él se veían a menudo. ‘Un calvario, supongo. ¿Cómo resolviste el problema?’. ‘Dándome cuenta de que tenemos un número limitado de veces para realizar una misma cosa y que de las mías había gastado unas cuantas sin disfrutarlas. Piensa que tocamos a un total de crepúsculos por cabeza, de instantes de pasión, de botellas de vino para descorchar en conversación con los amigos, de paseos por los lugares preferidos, de regresar a esa galería de arte que no nos cansamos de visitar… No sé si me explico, pero a mí me ha servido para gozar mucho más, asimilando que venimos con fecha de caducidad’. ‘En el sector donde trabajo todo transcurre muy rápido, porque a la que te descuidas, ¡zas!, te pisan la idea. Funcionamos con mensajes cortos para el consumo compulsivo, como si fuéramos encantadores de serpientes. Entre nosotros manejamos el siguiente código: lo que entra por el ojo acaba en la tarjeta de crédito. Acojonante, ¿verdad? Últimamente me encuentro descolocado. He de romper determinados estereotipos y salir del bloqueo al que estoy entregado con fervor’. ‘Seguro que lo consigues. Había un rincón idóneo que te habría ayudado a aclarar los pensamientos. Estaba en mi país, era el Gemmaizeh, más conocido como el Café de los Espejos, popular por los techos ornamentados y bañados con el humo de las arguiles, donde los habituales, por muy negro que tuvieran el horizonte, resurgían de sus propias cenizas. Por allí vi pasar a intelectuales, a políticos, a famosos de otros continentes entregados al anonimato y liberando tensión en las tablas del backgammon. Pero ahora está cerrado. Oye ¿por qué no vienes conmigo a Barcelona? Tengo que cuidar de mi nieto, sus padres se embarcan en una misión. Creo que te gustará conocer el entorno donde se mueven y a lo que se dedican’. ‘Fenomenal. Todavía me deben unos días de vacaciones en la oficina, mañana lo comunico y nos vamos’. Cuando salió de casa de Ahmad caminó por la acera casi en penumbras. Notó que no había comido en horas y tuvo necesidad de hacerlo. Pasó a la cafetería que hace esquina en la calle de Huesca con Lazaga, pidió un pincho de tortilla y una caña de cerveza. Estaba contento, se sentía alguien más noble en ese barrio de Tetuán que antes conocía sólo de oídas.  Nunca imaginó que esa paz fuera el adelanto de un cambio importantísimo en su vida. Atravesó en coche el centro hasta llegar a su domicilio. Una vez allí accedió por el dormitorio a la azotea con vistas a la Gran Vía. Bajo el cielo de mosaico estrellado se supo infinitamente pequeño…
          Jasmin y Adrián, su marido, ayudan en las labores de puesta a punto del buque Sin Muros, perteneciente a la ONG del mismo nombre que está pendiente de tener los permisos reglamentarios para zarpar hacia la costa de Siria y proporcionar víveres y medicinas a otros barcos que operan en aguas internacionales interceptando pateras de lona con suelo de madera, donde los inmigrantes, hacinados, y en ocasiones sin hoja de ruta, van a la deriva hasta ser recogidos por los equipos de salvamento, y poner rumbo a Europa: la Tierra Prometida donde tratarán de construir un futuro mejor. Los ojos vigilantes de color miel y avellana de una familia que hace la travesía cogidos de la mano impactan en la negrura de la noche misteriosa situándolos en el marco de una realidad sin vuelta atrás. La misma que les ha obligado a dejar sus raíces, a los seres queridos, desgarrando la biografía que ya no escribirán juntos y también el chasis donde se asientan las costumbres, la cultura, el idioma, la etnia, el dialecto… Por eso, ahí, en mitad de la nada, a merced de la suerte o de la desgracia, fluctuando entre el vacío y la incertidumbre, se preguntan si habrá merecido la pena pagar el precio de arriesgar la vida para perderla quizá a medio camino. Apenas se escucha el vaivén del agua chocando en los costados, ni siquiera a lo lejos algún ruido de motor que traiga un atisbo de esperanza. Alguien susurra unas plegarias en su lengua materna, mientras que, en el otro extremo de la embarcación que parece a punto de romperse por exceso de peso, un hombre de mediana edad pasa el rosario implorando que llegue pronto la luz, y con ella la cara descubierta del día…
          ¿Está la carga a bordo?’, −pregunta el patrón−. ‘’, −responden−. ‘¿Todo en orden?’. ‘Pues claro’ –contestan a coro. Son grandes estibadores, expertos en ganar el mayor espacio posible porque saben muy bien lo que se hacen−. ‘En esos contenedores van gasas, vendas, sueros fisiológicos, antihistamínicos…, material muy básico que necesitan los compañeros que siguen por allí. Así que hay que hacer hueco por donde se pueda para incluir también barritas energéticas y botellas de agua. Su situación es complicada, los guardacostas no les permiten acercarse y, lamentablemente, los primeros ahogados cubren ya la superficie. Se están quedando sin chalecos salvavidas y sacos para cadáveres, les llevamos todos estos’ −señala el montón apilado−. ‘¿Y la cámara térmica?’. ‘Para Médicos Sin Fronteras, se les ha estropeado la suya. Esta zona de cubierta −giran la cabeza− hay que despejarla para acomodar a las dos embarazadas que traeremos con nosotros. El barco de voluntarios que las ha rescatado espera puerto para desembarcar, los bebés no’ −el comentario provoca risas−. ‘Y si se ponen de parto en mitad del océano ¿qué haremos? He de llevar arreglo para preparar algo reconstituyente’ −dice angustiado el cocinero−. ‘No sufras, viene un médico acompañando a un pequeño con una lesión renal aguda. Nos han encargado su traslado, así que, dado el caso, puede atenderlas. Quiero deciros también que entre los náufragos hay un total de ocho niños y niñas huérfanos. Los instalaremos en proa, en esas colchonetas. Han agilizado la parte burocrática con los servicios sociales hasta que les encuentren una familia de acogida. Por eso, aprovechando que vamos, y que esta vez nos volvemos de vacío, hacemos de ambulancia’. ‘¿No es arriesgado?’ −comenta otro miembro de la tripulación−. ‘Sabes que hemos tenido más de un conflicto legal por algo parecido’ −salta otro−. ‘Estamos autorizados, y seguimos el protocolo marcado. Además, tanto la Generalitat como el Ajuntament de Barcelona, al habla con el Gobierno central, se han ocupado de facilitárnoslo’.
          Adrián escucha la conversación atentamente mientras revisa aquello que depende de él: depósito del combustible lleno, y asegurarse de que en el área de camarotes han quedado perfectos los últimos remates. Antes de iniciar cada expedición, y para no olvidar los motivos que le empujaron en realidad a optar por esto, recuerda cómo fueron sus comienzos. Durante los cinco años de estancia en Beirut, alternó su oficio en la construcción con el compromiso social adquirido. Uno de los días, cuando todavía faltaba la mitad de la obra, almorzando con la cuadrilla en ese comedor improvisado a pleno sol, miró hacia arriba del esqueleto que después sería un rascacielos de lujosos apartamentos y comprendió que aquello carecía de sentido y que había llegado el momento de dar un giro radical. Se involucró, si cabe más, con el movimiento de la Media Luna Roja, que recibía numerosos avisos de hundimientos en las playas de Zawiya, donde no daban abasto a recoger los cuerpos inertes de los migrantes que habían partido desde la frontera con Túnez, ni tampoco a proteger de las mafias que sin ningún tipo de escrúpulos trafican con seres humanos, a quienes jugándose el pellejo conseguían llegar hasta la orilla. Esas durísimas experiencias, tan adversas, le valieron para mantener la serenidad, fortalecer la capacidad de aguante y llegar al objetivo marcado. Eran tiempos convulsos para moverse por el polvorín de callejuelas que desembocan en el Mediterráneo, a pesar del gran don que tienen los beirutíes, capaces de levantar la cabeza por encima de los desastres. Israel se retiraba de los territorios ocupados en el sur del Líbano cuando la tensión se recrudeció al hacerse los libaneses con parte del caudal del agua de uno de los afluentes del río Jordán, lo cual reactivó de nuevo el cruento enfrentamiento. Entonces coincidió también que la madre de Jasmin empezó con molestias en el hígado. El joven matrimonio la visitaba a diario. Una noche, aprovechando el momento de relajo, y que Ahmad Abu-Abbad hablaba con unos vecinos sobre una cata de vino que a la semana siguiente había en los viñedos del valle de Bekaa, Adrián dijo a su mujer: ‘Estoy pensando dejar mi trabajo y dedicarme sólo a las tareas humanitarias. Hay un grupo de personas en España que van a levantar una ONG con recursos muy sencillos. Me he puesto en contacto y puede que colabore en el proyecto’. Una maraña de dudas se apoderaba de ella, embarullando las piezas del puzle que preferiría dejar como estaban: la residencia en el Beirut que no la engaña y maneja tan bien, la educación que quería darle a su hijo con aquellos valores que cree fundamentales, el consuelo de vivir a un paso de sus padres y correr a su regazo si empiezan los bombardeos, y la serenidad que le aporta desenvolverse por los rincones conocidos. Retorcida por dentro no se atrevió a manifestar lo que sentía, a pesar de tener un marido absolutamente tolerante. Al presente la trajo el aroma del café humeante con semillas de cardamomo, que traía una de sus cuñadas en la cerve recién quitada del fuego. Lo que no supo hasta mucho después es que el destino le pasaría rozando como un tsunami…


3.
Adelante, por favor, como si estuviera en su casa’, −Jasmin a Ismael, cediéndole el paso en el rellano de la escalera−. ‘Gracias, con tu permiso’. ‘Papá, no traigas tantos dulces al niño, que después se le pican las muelas. ¡Eres de lo que no hay, estás malacostumbrándole!’. ‘No te enfades, hija. Le veo tan poco que…’. ‘¡Hombre, lo que me faltaba por oír, no te digo! Fíjate qué sencillo te lo pongo: trasládate a Barcelona y asunto resuelto. ¿Qué te parece?’. ‘¡Jo!, abuelo, estaría guay −dice el chico con la boca llena y el pulgar hacia arriba−, nos lo pasaríamos bomba’, −al viejo se le humedecen los párpados−. ‘¿Y Adrián?’. ‘En el puerto con los compañeros. Dentro de cuarenta y ocho horas nos hacemos a la mar. Ya sabes que todo ha de estar listo y nada sujeto a la improvisación’. ‘¿Adónde vais?’, −preguntan ambos hombres a la vez−. ‘A Siria. A 12 millas de la costa hay unos barcos que se han quedado sin víveres ni material sanitario. Tenían que haber regresado con las personas rescatadas, pero dos pateras con migrantes todavía siguen a la deriva. Y, aunque es muy complicado acceder a ellos, se resisten a dejar de intentarlo. Por eso les llevamos nosotros cosas que necesitan para aguantar algunos días más’. ‘Aquí, donde la ves, es una magnífica socorrista y ayudante de enfermería’. ‘No le haga caso, es un exagerado’. ‘Tutéame, te lo ruego, aún no soy tan mayor’. ‘Cuando estamos en plena operación y la gente sube a bordo exhausta, todas las manos son pocas y los conocimientos escasos. Cuidando de mi madre, durante la enfermedad, aprendí de medicina lo que después he podido llevar a la práctica, pero no te confundas, es todo muy elemental, ¡eh!’. ‘¡Qué envidia! Da gusto escucharte hablar con tanta pasión’.
         En la oficina de la ONG Sin Muros, ardían los teléfonos, tras saltar la noticia de que uno de los países miembros de la Unión Europea rechazaba la entrada de los migrantes que utilizan la ruta central del Mediterráneo para llegar a este lado del planeta. Binta sabe muy bien de las penurias que se pasan durante el periplo antes de pisar suelo seguro. Nació en Guet NDar, un barrio de pescadores en la localidad de Saint Louis, Senegal. Hasta donde recuerda, mientras asistía a la escuela coránica o iba al mercado a vender la pesca del día, miraba a su alrededor y no quería convertirse en lo mismo que estaba viendo. Sin embargo, conseguirlo no le resultaría fácil, ya que tendría que saltar por encima de las normas y las leyes impuestas por la comunidad musulmana, y, especialmente, de la presión social que ésta ejerce sobre las mujeres. Pero su inagotable tesón fue determinante para lograrlo… Al año y medio de vivir en España empezó a trabajar con ellos, ocupándose de la parte administrativa y coordinando la búsqueda de patrocinadores. Hablar en perfecto francés, y defenderse en alemán e inglés, ha sido clave para incorporarse al mundo laboral. En pocas palabras: es el alma mater que mantiene en pie el local. ‘¿Ha llamado Jasmin? Me quedé sin batería en el móvil’. ‘Sí, y lo imaginaba. Ha dicho que eres un desastre para las tecnologías −ríen fuerte−. Tu suegro y su amigo ya están aquí, más te vale llegar puntual a la cena’. ‘Procuraré. ¿Tenemos todo al corriente?’. ‘Claro, además escaneé los documentos y los envié por email. Descargáis el pdf y listo para consultar’.
          La velada resultó agradable, a pesar de la nostalgia de Ahmad recordando a los suyos de Beirut, hasta que Ismael y Adrián descorcharon una hostilidad verbal que les enfrentaría para siempre. ‘Explicar lo que se siente cuando tiendes la mano a una persona que duda entre subir a nuestra lancha o dejarse empujar por la corriente, es imposible. Entonces, lo único importante es sacar a cuantos más mejor, calmar sus nervios y evitar que provoquen una avalancha que nos ponga a todos en peligro’, −Jasmin, asintiendo, corroboraba las palabras de su marido−. ‘Entiendo lo que dices, pero estaréis de acuerdo conmigo en que ha de haber un control de llegadas, porque la tarta no da para tantas raciones’. ‘Hombre, ciñéndonos a tu teoría, ¿sugieres que los clasifiquemos como ciudadanos de primera, segunda, tercera…: aquellos no, estos sí, el grupo del fondo ni pensarlo, que se salen de los márgenes. Es decir, que como sus circunstancias son otras, y lucen en la piel una tintada diferente, que se jodan, no pasen y se vuelvan por donde vinieron’. ‘Yo no he dicho eso’. ‘Pero tu discurso sensacionalista lo insinúa. Eso sí, con mucha metáfora. ¿Le crees con menos derecho a un subsahariano que a mi madre y la suya migrando de Aragón a Catalunya, a probar fortuna porque en su tierra natal se morían de hambre? Si tuvieras ocasión de mirarlos a los ojos, hacinarte a su lado durante la travesía, conseguir que se sinceren contigo y escuchar las razones que, aun arriesgando el pellejo, les han traído hasta aquí, comprenderías que cada nombre propio no esconde detrás al lobo que va a comerse tu espacio, sino una historia, la suya, que revalida con dignidad el esfuerzo hecho para lograr un futuro más próspero’. −Permanecieron callados, buscando la manera de dar por concluida la cena sin herir al otro−. No quiero dejaros una mala impresión, y conste que me parece muy respetable la labor que desempeñáis, pero creo que una cosa es el altruismo y otra regular lo ilegal…’. ‘No actuamos fuera de la ley, si es eso lo que piensas. En Proactiva Open Arms dicen que: “En el mar, o se salva una vida, o se calla una muerte”. Ya está bien de legitimar las políticas que respaldan la omisión de socorro’. 
          A la mañana siguiente Ahmad Abu-Abbad e Ismael tuvieron un encuentro. ‘No estuve acertado en los comentarios con tu yerno’. ‘Veis las cosas de distinta manera, sólo es eso. Me preocupan, últimamente están raros. Se lo noto a Jasmin, que no sabe disimular’. ‘La convivencia, en general, es complicada. Y la de pareja, ni te cuento’. ‘Será que pertenezco a otra época’. ‘¡Pero qué dices, si estás hecho un chaval!’. Conversaban distendidos mientras se movían por las apretadas calles de El Raval. ‘Ven, vayamos al bar que tiene un amigo mío en Joaquim Costa, donde hacen los deliciosos pastelitos árabes tan famosos. Te agradara, es un tío excelente’. ‘De acuerdo, pero con una condición’. ‘¿Cuál?’. ‘Que luego reguemos ese manjar con unas absentas’, −se carcajean echándose el brazo por el hombro−. ‘¡Vale!’. La tetería del bangladesí Abul Khan es un local que concentra en su interior el multiculturalismo de apertura en este barrio de Barcelona.  Salam alaykum. ¿Cuándo has llegado?’. ‘Alaykum salam. Ayer por la mañana, y me quedaré con el niño hasta que vuelvan sus padres. Mira, te presento a Ismael’. ‘Encantado’. ‘Igualmente’. ‘Sentaos ahí, estaréis más tranquilos. Enseguida estoy con vosotros’. Un problema en cocinas requería su presencia. Dos de los empleados, por un lío amoroso, se habían agredido físicamente y no podía consentirlo. ‘¿Todo bien?’. ‘Sí, nada que no resuelva el diálogo’. ‘Desde luego’. ¿Este es el madrileño del que tanto hablas?’. ‘Espero que digas cosas buenas de mí, Ahmad. ¿Es usted también de Beirut?’. ‘No, soy de Bangladés. Cerca de aquí hay varios establecimientos que venden productos originarios de nuestros países. Coincidimos comprando frutas y verduras, y cargué tanto que este buen hombre se ofreció a ayudarme. Así nos conocimos, y desde entonces no ha dejado de venir a beber el mejor té de la ciudad, que se sirve en esta casa’. El manto de la tarde caía sobre la gente aglutinada a la entrada de las tiendas vintage, en contraste con la acuarela de cualquier esquina próxima que muestra un zoco de nacionalidades que trenzan en entendimiento. Ahmad llegó a tiempo de hacer la última oración del Ars con su nieto. Antes de eso, quitó la ropa tendida en la cuerda y ordenó los platos que escurrían en el fregadero.
          Tras varias jornadas de navegación, con pocas horas para dormir y el desasosiego que genera no saber a qué se enfrentará uno realmente, todo aquello que se divisa a lo lejos parece un cuerpo pidiendo auxilio. ‘Mira allí, al fondo, ¿ves algo? Diría que es una balsa que va a la deriva’, −dice Adrián, prismáticos en mano, al otro piloto que hacía el turno de guardia con él−. ‘No sé, nos separa mucha distancia. Puede ser un trozo de lona de algún naufragio, un pez de grandes dimensiones o víctimas aferradas a un bulto flotante’. ‘Vamos a virar a estribor y a acercarnos cuanto podamos’. ‘¿Y qué pasa con la gente que nos espera?’. ‘Pues que igual nos retrasamos un poquito más…?’. Los quince metros de eslora giraron contracorriente avanzando a toda máquina. El borde estrecho del horizonte rompía su monotonía con unos brazos que salían del agua agitándose. Jasmin fue la primera en avistarlo, justo cuando una voz entrecortada, que bien podría ser de la fundación International Organization for Migration, avisaba por radio del naufragio a los barcos que pudieran estar por la zona. El capitán, comprobando en el radar que ellos eran los más próximos al siniestro, pidió las coordenadas y puso en marcha el protocolo. Las lanchas rápidas utilizadas para realizar los traslados estaban a punto de saltar al agua. Cada miembro de la tripulación tomó posiciones preparándose para recibir a los primeros evacuados. Una mujer de origen africano llevaba envuelto alrededor del pecho a su bebé. Uno de los sanitarios trataba de hacerla entender que tenían que limpiar la sangre reseca en sus muslos y curar la brecha de la frente, pero ella se resistía con violencia, protegiendo al niño a patadas. Se aplacó en cuanto el tranquilizante empezó a surtir efecto. Los patrones de otros comportamientos similares indicaban que había sido violada en repetidas ocasiones. Jasmin cogió al pequeño, le puso un pañal seco, y, antes de meterle la tetina en la boca, se cercioró de que la temperatura del biberón fuera templada. Subió a cubierta con él en brazos, y pensó en su hijo, en el abismo que ahora la separaba de Adrián, en lo cabezota que puede llegar a ser su padre, en su infancia, en la vida que dejó sepultada en Beirut, en la que está edificando aquí, y en todos los que, por falta de recursos y de ayudas, se quedan a mitad de camino. El último relevo salió a por los pocos náufragos que faltaban por traer, haciéndolo bajo un cielo huérfano de estrellas y con todas las posibilidades de éxito en contra. La tímida aparición de una linterna al otro lado hacía señales para que se acercasen despacio. Pocos metros antes de llegar pararon el motor, y fue entonces cuando algo contundente golpeó en el lado izquierdo. Sobrecogidos, conteniendo la respiración, distinguieron el cuerpo de un anciano fallecido, flotando hasta mirar a La Meca desde la inmensidad del mar.


4.
Minutos antes de las diecinueve horas y a punto de echar el cierre al local, Binta recibió un SOS de sus compañeros avisando de la situación límite que sufrían. Esa vez no iban preparados para soportar una sobrecarga de personas, ni tampoco llevaban suficientes alimentos sólidos ni líquidos como para saciar el hambre y la sed de todos los rescatados, además de la tripulación. La nota enviada por el capitán precisaba que de no llegarles pronto ayuda ocurriría una desgracia. Ella hizo un par de llamadas y averiguó que el buque de un magnate altruista transportaba hasta Siria a voluntarios de ACNUR que se incorporaban a un proyecto social. Contactó y los puso al corriente confiando en que desviarían el rumbo e irían a auxiliarlos. Era fin de semana y como cada viernes pensaba acercarse al Barrio de Besòs, donde la pequeña comunidad senegalesa a la que pertenecía se reunía a cenar y tratar temas referentes a las oleadas diarias de migrantes que llegaban a nuestro litoral, especialmente al Mar de Alborán, pero a mitad de camino la actualidad caprichosa desbarató sus planes. Sintonizó la frecuencia por la que establecían comunicación segura y les informó de los pasos que acababa de dar…
         Tranquila, al bebé lo tienes ahí, a tu lado. Ha comido y ahora duerme’, dijo Jasmin en francés a la mujer africana, a la que preguntó si tenía familia o amigos en Europa y hacia dónde se dirigía. Dedujo con alguna dificultad que iba a Hamburgo, al barrio de Wilhelmsburg, donde su hermana realizaba un curso en La Cantina de los Refugiados. Alguien que lo escuchó explicó que se trataba de un plan integrador, nacido bajo la dirección de Hannah Hillebrand, puesto que quienes participan en él tienen la posibilidad de conseguir un empleo de pinche en el mismo lugar en que realizaron las prácticas. La preguntaron los motivos que la habían hecho emigrar, contó que un día, al regresar de lavar la ropa en el río, hizo un alto para amamantar al pequeño, y que eso salvó la vida de ambos, ya que al entrar en la choza encontró al esposo asesinado. Nada la ataba allí, y en cambio sí urgía ponerse a salvo lo más pronto posible y darle a su hijo un hogar estable donde crecer en paz y en libertad, transmitiéndole también las costumbres y la cultura de su pueblo para no perder las raíces que han pasado de generación en generación. Huyó valientemente adentrándose en la selva sin prever que se toparía con una chusma de delincuentes que, de no haber volcado la patera donde iban, ahora estaría prostituyendo su cuerpo en las cloacas corrosivas que anulan los sueños y la prosperidad…
         Durante el tiempo que el nieto permanecía en la escola, Ahmad Abu-Abbad e Ismael, apartados del mundanal ruido, pasaban las horas en la tetería del bangladesí. ‘No te vayas a creer, eh, comprendo muy bien que cuando ocurren cosas con implicación islamista la gente nos mire raro’. ‘¿Pero qué gilipollez acabas de soltar?’. ‘Por ejemplo, aquí ha ocurrido. Las últimas agresiones en El Raval han echado lodo sobre el tejado que identifica nuestros rasgos físicos procedentes de otros países, en este caso el agresor’. ‘Entonces, desde ese punto de vista, ¿qué opinión te merece comentarios del tipo “habrán sido los moros”?’. ‘Negros, indios, gitanos, indígenas, amarillos, primitivos…, da igual el calificativo que se use si se hace en tono despectivo. Tenemos la fea costumbre de solapar con desprecios la valía humana’, −determina entristecido Ahmad−. ‘Bonito discurso, colega. Pero no me creo que en momentos así no te cagues en la madre que parió a todos’. ‘Claro que sí. Sin embargo, intento tener empatía preguntándome cuál sería mi reacción en el caso contrario’. ‘Si me permitís sólo una cosa −dijo Abul Khan, tras ofrecer más té y los otros negarse−, despertar el odio beneficia a los poderosos que buscan nuestro enfrentamiento para destruir la pluralidad y esa convivencia universal que algunos creemos nos hace más libres’. ‘Cojonudo, vaya par de poetas que estáis hechos’. ‘Venga, Ismael, si en el fondo tú opinas igual, aunque vayas de duro… −Miró el reloj, se hacía tarde, en breve irían al colegio−. Pasemos por La Boquería, quiero comprar hojas de menta para hacer tabulé, y carne de vacuno muy picada. ¿Has probado nuestro plato estrella Kibbeh?’. ‘No, no tengo ni idea. Oye, que yo no soy muy de experimentos culinarios. Advertido quedas’. Se marcharon satisfechos del coloquio a tres que habían tenido, pero la tranquilidad duraría poco…
         Vivían otra jornada dura y larguísima en el mar, el enfermero había participado en varios rescates bastante complicados en intervalos de horas, pero esta vez se prolongó aún más porque le acompañaba el grupo partidario de agotar todas las probabilidades de búsqueda, antes de irse y dejar a alguien con vida. ‘Regresemos, aquí ya no queda nadie’, −dijo el sanitario−. ‘Aguarda un momento, echemos un último vistazo, creo que ahí hay algo. −Adrián a los otros−. Estoy casi seguro. Fijaos en las burbujas de alrededor, son más continuas, como si una respiración las empujara’. ‘Está muy oscuro, no parece, me resulta imposible determinarlo’, −concluyó otro compañero que completaba la expedición−.  Arrancamos o qué?’, −preguntó el piloto−. 'Silencio, oigo un susurro. Acércate muy despacio, y apaga la linterna, ¡hostia!, o nos pondrás a todos en peligro, ¿no sabes que las narcolanchas aparecen por cualquier parte? −continuaron hasta que dijo−: ¡Allí, allí…!’. En esta ocasión tampoco le falló el olfato. Pararon el motor, se ajustó la correa de los guantes, comprobó también las del chaleco y se sumergió dentro del agua. El chico puede que tuviera tres o cuatro años más que su hijo, tiritaba de frío y de miedo. Le hablaba en inglés con palabras tranquilizadoras: ‘No te preocupes, te sacaremos de aquí, somos de la ONG española Sin Muros, y hemos venido a ayudarte’. Pero al chaval no le salía ni el aliento, y, aunque los brazos exiguos apenas le sostenían, enganchado a una maleta de cuero que le hacía las veces de tabla de natación, mantenía el cuello erguido y esa mirada de resignación y de agradecimiento que transmiten los generosos. El auxiliar buceó profundo y, ya en la superficie, dijo en castellano que de cintura para abajo estaba atrapado por un objeto imposible de desenganchar, porque al hacerlo corrían el riesgo de seccionar al muchacho en dos. Superados por la impotencia, y sin saber cómo resolverlo, se les ocurrió tenerlo distraído masticando pequeños pedazos de una barra energética… Transcurrió el tiempo tan pausado como si fuera una eternidad, y el frío del Mediterráneo se les metió en los huesos y en las entrañas. Los cuatro hombres, rotos de dolor, pudieron liberar finalmente al joven de las garras malditas del entramado de hierros que le jodió la vida, falleciendo finalmente durante el traslado. Jasmin fue la primera en abrazarlos, y como conocía la delicada sensibilidad de los compañeros, que regresaban atribulados, quiso darles calor y apoyo. Su marido, recostando la espalda en un rincón de popa, cayó hasta quedar sentado en el suelo con la mirada perdida y el envoltorio de una chocolatina que arrugaba con rabia entre los dedos. Ella, a pesar de lo mucho que ahora les separaba como pareja, le puso la mano sobre el muslo y dijo: ‘Estoy orgullosa de ti, sé que has hecho todo lo posible por él. Cálmate, ya pasó’. Pero sabían que cada pérdida era un proyecto frustrado, incompleto… El capitán convocó una reunión en el camarote donde hacían los descansos. ‘Nos hallamos en mitad de la nada. cumpliendo una misión para la que no veníamos preparados. Hemos perdido la señal por radio, estamos incomunicados, a punto de agotarse los víveres y el combustible, y, para colmo, los que esperan esos contenedores estarán tan angustiados como nosotros. Esto no puede salir de aquí, o proliferará el pánico y tendremos una rebelión a bordo. La chica de la oficina comentó algo sobre una embarcación que iba a Siria, mas como no se den prisa habrá que activar el protocolo para una evacuación in extremis’. ‘¿Cuántas posibilidades hay de…?’, −preguntan−. ‘Por favor, que todos somos mayorcitos, y tenemos mucha experiencia resolviendo estos asuntos. No nos pongamos en lo peor, ni vendamos la piel del oso sin haberlo cazado. Venga, cada uno a su puesto’.
          Ocho días seguidos sin una sola noticia de los ocupantes del barco pesaban en los párpados de Ahmad Abu-Abbad, que ya no sabía a quién acudir para pedir ayuda. Por su parte Binta tanteaba a conocidos de la Generalitat que estuviesen dispuestos a mover los hilos pertinentes para traer a sus amigos de vuelta a casa. Contemplaba también realizar un viaje relámpago a Madrid, a entrevistarse con alguien del Ministerio de Defensa por si la Armada tuviese por allí algún buque que contactara con ellos, aunque todo eran hipótesis, puesto que la realidad pintaba muy distinta. ‘No te atormentes, hombre. Si yo te entiendo de verdad, pero sabes que la tecnología es compleja y no siempre las comunicaciones son posibles, o puede que pongan en peligro la operación si descubren sus coordenadas. No obstante, estoy seguro de que muy pronto sabremos algo, −dijo Ismael mientras servía dos copas de vino−. ¿Cuántas veces no has referido, hablando de tu mujer y de Beirut, que la esperanza es lo último que se pierde? Pues eso. Además, delante del niño deberías disimular y mostrarte positivo’. ‘Gracias por tus palabras y por no dejarme solo en momentos tan inciertos y delicados’. Antes de apagar la luz de la cocina y comprobar que la llave del gas estaba cerrada, le llamó la atención un hombre que caminaba por la calle con el torso descubierto, portando un cartel con el siguiente eslogan: “mírame con buenos ojos”.
        Mayday. Mayday. Mayday. Soy el capitán del barco Sin Muros. ¿Alguien puede oírme? Mayday. Mayday. Mayday. Necesitamos ayuda urgente. Mayd’, −se cortó la voz−. Binta salió al súper a comprar Coca-Cola, y no podía ni imaginar que una llamada de socorro sonaba en las paredes vacías de aquel cuartucho…




5.
Ismael regresó a Madrid para la inauguración de un restaurante rehabilitado en la calle Echegaray, cuya campaña de marketing dirigió meses atrás. Desde primera hora de la noche anterior la policía acordonaba un amplio perímetro de la zona centro, ya que, según datos filtrados a la prensa, un posible caso de parricidio y el hallazgo de otra mujer asesinada presuntamente por su pareja sentimental, en una travesía adyacente a la Puerta del Sol, levantaban adoquines de repulsa entre la ciudadanía que se agolpaba alrededor. El taxista luchaba para ningunear al GPS que le mandaba en dirección contraria. Furgones de la Guardia Civil, atravesados en batería, impedían el paso excepto a residentes acreditados y ambulancias. ‘Oiga, ¿no puede ir un poco más deprisa?, es que llego tarde’. ‘Como ve, desde aquí, todo está cortado. Si consigo ir en paralelo a la Gran Vía intento dejarle lo más cerca posible’. Tuvo que caminar un buen trecho, así que, mientras lo hacía, aprovechó para hablar con Ahmad Abu-Abbad. ‘Salam alaykum. No te pongas en lo peor, amigo. Ha de haber un motivo lo suficientemente potente como para que no se pongan en contacto’. ‘Alaykum salam. Es que han pasado muchos días sin saber de ellos y no soportaría perder también a Jasmin’. ‘Óyeme, no lo digas ni en broma’. ‘El niño está asustado. No pregunta, pero su comportamiento es de angustia’. ‘Sal con él, llévale a Montjuic, al cine, a comer pizza. No sé, coño, eres su abuelo y se supone que conoces los gustos del chico’. ‘Ya veremos. Luego pasaré por la oficina a ver si hay novedades’. ‘De acuerdo. Escucha, ahora tengo un evento de trabajo, en cuanto acabe hablamos y me cuentas. Si todo sale como espero, el fin de semana vuelvo a Barcelona. ¿Sabes si Abul Khan ha alquilado ya la pequeña vivienda anexa a la tetería?’. ‘No lo sé, pero me acerco y le pregunto’. ‘Te lo agradezco. Si está libre, dile que me la quedo yo…’.
          Sigue intentándolo, por favor, Jordi −Adrián al piloto−. Alguien habrá a la escucha, digo yo. Binta sabe las últimas coordenadas y seguro que remueve cielo y tierra hasta dar con nosotros y enviar ayuda, pero para eso no podemos abandonar la radio. ¡Venga, tío, no pares!’. ‘¿Quién te crees que eres para darme órdenes?, no estoy jugando a la maquinita? −señala el cuadro de mandos con muy malas pulgas−. Hay que empezar a racionar los alimentos o las vamos a pasar putas. No corras la voz, solo faltaba un motín a bordo’. ‘¿Dónde cojones se ha metido el buque con voluntarios de ACNUR que salía en el radar?’, −exclama al cielo−. En otro extremo de la embarcación, en el improvisado hospital de campaña, algunos compañeros se arremolinaban alrededor de alguien tendido en el suelo. ‘Va a ser difícil entendernos, porque sólo habla suajili −dice Jasmin, examinando al hombre, de complexión fuerte−. No le baja la fiebre, y lo peor es que no sé a qué se debe, porque aparentemente no veo nada significativo. Ojalá que no sea una epidemia que venga a rematar la ley de Murphy’. ‘Pero sí tratarás de descubrirlo, ¿no?’, −preguntan desde fuera−. ‘Haré lo que esté en mi mano, aunque por ahora la temperatura no baja de 40ºC’. Fue al quitarle el pantalón para sustituirlo por otro seco cuando descubrieron una herida bastante fea en la pantorrilla, de la que sobresalía una punta incrustada en ella. Retiraron el clavo oxidado y respiraron profundamente, porque al fin las cosas alcanzaban niveles normales. ‘Mayday. Mayday. Mayday. Les habla el capitán del barco Sin Muros. Llevamos náufragos y nuestra situación es de extrema gravedad. Mayday. Mayday. Mayday. No lo entiendo, la verdad. ¿Estamos más cerca de Alejandría o de Jerusalén?’. ‘Del infierno, sin lugar a duda’, −contestó el cocinero, a la vez que preguntaba si se había terminado el brandy−. ‘Busca por ahí, alguna botella ha de quedar’, −sonó con voz insustancial.
          Crecía la preocupación, no sólo por la cruda realidad inestable que vivían, sino también porque la suerte jugaba en su contra para llegar a tiempo a la costa de Siria, donde les esperaban como agua de mayo. Cuando las obligaciones se lo permitían a Jasmin, no se perdía el inicio del amanecer tuneado en el horizonte desde un espacio privilegiado en cubierta. Sabía que evadirse achicaba el miedo amargo. Así que, se dejó llevar por el impacto de los flecos del viento contra el mar y eso le permitió situar la cabeza en Beirut, en el escenario de su infancia, corriendo la inocencia por las calles caóticas, llenas de contrastes, de colores pastel junto a edificios que habrán sucumbido ya por culpa del abandono, de cafetines donde la tolerancia se hacía patente conviviendo musulmanes y cristianos sin estorbarse. Pensaba en sus hermanos, y en lo convencidos que estaban todos creyendo que la separación duraría hasta que remitiera la enfermedad de la madre. Qué fácil sería cerrar los ojos y encajarse de nuevo en aquel pasado libre de ausencias. Sin embargo, pensar en su hijo la trajo de vuelta al presente, consolidando la necesidad de buscar una solución al problema. ‘Adrián, ¿quién está al mando de la radio?’. ‘Ahora mismo creo que nadie. ¿Por?’, −ciñe las cejas−. ‘¿No te resulta extraño que no podamos establecer comunicación ni siquiera por la frecuencia segura?’. ‘Sabes que a veces esto ocurre, y más en misiones tan delicadas como lo es ésta’. ‘Sí. No obstante, fíjate que faltaban pocas millas, se hunde una patera, vamos a por ellos y, de repente… Voy a ver si aclaro algo’. ‘Oye, ¿cómo sigue la africana?’. ‘Se llama Kesia, que significa: favorito. Va mejor. Tenemos que ayudarla’. ‘¡Uy..., te temo!’. ‘Pediremos autorización a la organización. Piensa que, si la dejamos, la llevarán de cabeza a un campamento de refugiados para finalmente deportarla. Merece una oportunidad, como la tuvimos nosotros, como deberían de tenerla todos’. ‘No es a mí a quien tienes que convencer, cuentas con mi apoyo y lo sabes’.
          Colgó las bolsas del supermercado en el respaldo de la silla, y, ajena a la llamada de socorro producida minutos antes, siguió redactando el documento dejado a medias por la visita imprevista de Ahmad Abu-Abbad. ‘Perdona si te molesto, pero estoy desesperado. ¿Has sabido de ellos?’. ‘Todavía no. Quizá sea pronto. Envié un correo electrónico a otra ONG que también tienen a su gente dispersa en el mismo lugar. Seguro que en breve se ponen en contacto’. ‘Es una pesadilla, no duermo imaginando cosas horribles y al rato me regaño por hacerlo’. ‘Yo le aviso, no se preocupe. Todo se arreglará’. Le acompañó hasta la puerta, y, casi al cerrarla, el hombre se giró como si quisiera compartir algún otro pensamiento más. Sin embargo, abatido, en silencio y sin perder ese aire de generosidad que tanto le identificaba, se fue pasando el rosario con disimulo. Binta se sentía en deuda con aquella familia que confió en ella poniendo a su disposición todas las herramientas necesarias para asentar los cimientos de lo que sería su futuro en la ciudad. Ahora tocaba arrimar el hombro y demostrar que la inversión en su persona había merecido la pena. Jasmin le había enseñado una extraordinaria lección: hay que luchar con la misma pasión por cada cosa, como si fuera la última hora, y hacerlo con criterio, en base siempre a la opinión que se tenga. Por eso, y habida cuenta de lo raro de la situación, cogió su bolso y el móvil y se plantó delante del Palacio Municipal, diciendo al guardia: ‘Quiero hablar con la alcaldesa…’.
          Abuelo, ¿han matado a mis padres?’ ‘¡Qué disparate es ese! No, por supuesto que no’. ‘Entonces, ¿van a volver pronto? En casa de un compañero de clase dicen que, como son amigos de negros y vagabundos, les habrán tendido una emboscada para fusilarlos. Yo le di un puñetazo, él a mí una patada, y nos castigaron sin recreo’. ‘Bueno, las diferencias no se arreglan a golpes, pero está bien que defiendas lo tuyo −recapacitó sus palabras, sabía que no habían sido las más correctas, pero cuando te tocan las narices…−. Además, están trabajando, verás cómo enseguida los tenemos por aquí. ¿Sacamos una pizza del congelador y la rellenas a tu gusto?’. ‘Vale’. ‘Entonces ve, y lávate las manos’, −dijo, introduciendo los dedos en el pelo ensortijado del niño, de igual volumen que el de su esposa, salvo en la recta final, que se volvió lacio y quebradizo−. ‘Jo, qué rollo. −Se paró en seco frente al abuelo, arrugó los ojos y preguntó−: ¿Lloras?’. ‘No, hijo, el abuelo es un viejo tonto, no hagas caso’. Se quedó mirando a la nada y pensando en que Jasmin heredó el temperamento potente de su madre, la capacidad de decidir sobre la marcha, la lucha incansable por el feminismo −con las complicaciones que añadía ejercer dicha defensa desde Oriente Próximo− y esa elegancia conjugando la estilizada silueta con el despliegue conciliador en forma de sonrisa. En esas horas longevas de rancio silencio e incertidumbre de corte grueso, recordó la soltura con la que su hija resolvía cada obstáculo cuando llegaron a España, para que ellos padecieran lo menos posible. Ese pensamiento, y desde luego el poder soberano de intuición, pusieron en pie toda su vida, y la esperanza empezó a cobrar fuerza dentro de él. Ya anochecido, cuando no esperaban a nadie, tocaron al telefonillo y el niño gritó desde el pasillo. ‘Es Binta, que quiere que bajes…’.




6.
Ahmad Abu-Abbad pulsó la tecla de llamada en el móvil, rezando para que al otro lado de la línea Ismael contestara rápido. ‘Salam alaykum. Me pillas saliendo de una comida de trabajo. Te has adelantado a llamar, pensaba hacerlo en un rato. ¿Qué ocurre, amigo?’. ‘Alaykum salam. Tengo buenas noticias: vuelven de la mar’.  Lo ves, te lo dije. Parece mentira que no confiaras, hombre de poca fe’. ‘Anoche vino la chica de la oficina a informarme. Un equipo de salvamento de la organización “Save the children” interceptó por radio su señal de socorro, y, gracias a que activaron el protocolo, aguardan la llegada del bunkering de servicio’.  ‘¿El qué? −interrumpió− Ah, sí, calla, calla, la gasolinera flotante’. ‘Correcto. Pues eso, que en cuanto solucionen las cosas se me ha terminado comer lo que me venga en gana y acostarme a las tantas. Para Jasmin todo produce colesterol y no debemos alterar los biorritmos. ¡Muy triste!’. −Rieron juntos−. ‘¿Ya sabes lo que ha pasado?’. ‘Bueno, más o menos, tampoco creas que con detalle. Desviaron la ruta porque hubo un naufragio y fueron en su auxilio. Eso hizo que se quedaran sin combustible en mitad del océano. Lo de desaparecer del radar y perder la frecuencia es algo más complejo que tendrán que explicar ellos, si quieren’. ‘Lo importante es que no hay que lamentar pérdidas’. ‘Por cierto, el piso de Abul Khan está libre, instálate cuando quieras. Las condiciones las tratáis vosotros, no quiero influir’. ‘Tonterías, hay confianza para eso y más’. ‘¿Cuándo tienes previsto volver? Iremos a celebrarlo, el niño quedó encantado con la excursión de senderismo. Habrá que repetir’. ‘Claro, no hay problema. Dile que vaya llenando la cantimplora. Tengo que dejar resueltos un par de asuntos, en cuanto lo haga, voy’. Alargaron la conversación, remolones, para que la esencia del momento no se evaporara, y perdurara inmortal como el eco incrustado entre las hendiduras de la montaña. 
          No era la primera vez que Binta ofrecía su casa a la organización y cobijaba a refugiados que por diversas circunstancias necesitaban permanecer un tiempo en la clandestinidad, hasta hallar la vía adecuada para legalizar su situación. La habitación tenía una decorada bastante sencilla. Kesia, que había llegado con Jasmin bien entrada la noche para no coincidir con los vecinos, entró en ella con la máxima cautela y el mismo asombro de los ojos y oídos entregados a los cuentos de hadas. Todo le resultaba desconocido: el orden en los armarios, los cubiertos, la cisterna, el hornillo… Improvisaron una cuna, pero se resistió a poner a su bebé dentro de aquel cesto inseguro y prefirió mantenerlo pegado al regazo. Y, aunque la cama parecía confortable, se tumbó en el suelo en posición fetal. ‘¿Vais a trasladarla a Hamburgo habiendo ninguneado los hotspots?’. ‘Sí, desde luego, su deseo es llegar allí. Si no, ¿por qué habría arriesgado la vida?’. ‘Se la ve tan frágil’. ‘Uy, para nada, es muy brava. No queremos que quede retenida en los centros a la espera de la solicitud de asilo. Podrían deportarla, y eso sería como enviarla de cabeza al suicidio’. ‘Desde luego, merece la misma oportunidad que cualquiera de nosotros. Ya sabes que se puede quedar cuanto haga falta’. ‘Tenemos un plan, aunque en realidad se le ha ocurrido a mi padre. Nosotros andamos sellando los cimientos de la idea para que no haya fisuras. Y si cuaja, y la persona que tiene que dar el visto bueno lo acepta, pronto tendrá un contrato de trabajo y la posibilidad de ahorrar dinero para reanudar el camino y reencontrarse con su hermana’. ‘Vale, pero mientras tanto conmigo estará bien’. La melodía más elemental de la gramática francesa interrumpió la conversación de ambas. ‘¡África, no! ¡África, no! Mujer, yo muerta, −golpea varias veces su pecho con la mano abierta−. ¡África, no! Selva, cortar cuello, y quitar hijo’, −ruega a Jazmín, quien la calma−. ‘No temas, sólo queremos ayudarte. Intenta dormir, has vivido una experiencia muy dura y estarás agotada. Mañana vendremos a contarte los planes’. ‘Señora, mi país peligroso. África corre por aquí −señala las venas−, pero no volver, no volver, no volver…’, −solloza con tanta fuerza que despierta al niño, un moreno precioso, de potentes pulmones, que las mira, una a una, hasta regalarles una tierna sonrisa y la sonora manifestación de un pañal listo para cambiar−. ‘Nadie te llevará contra tu voluntad’. Traía la ruta a Alemania trazada en un papel, y respiró muy hondo y con alivio al comprobar que todavía lo llevaba encima. Entonces intuyó que lo más complicado del tormentoso periplo tocaba fondo…
          Ismael y Abul Khan firmaron el contrato de arrendamiento, rematándolo con un té sabor a hierbabuena y el caluroso apretón de manos que confirma un compromiso entre caballeros. ‘Si no te importa me gustaría quitar las cortinas, prefiero que la luz del sol bañe todas las piezas sin ningún obstáculo. También quisiera sustituir la banqueta de la galería por mi bicicleta estática. Ya me dices dónde llevo estas cosas. En fin…, y algunos detalles más de decoración que forman parte de la personalidad del hogar que habito’. ‘No hay problema. Enviaré a alguien a recoger todo esto. Tú eres un inquilino excepcional, realiza los cambios que consideres oportunos. Siéntete cómodo. ¿La chica vivirá contigo? Te lo digo porque habría que acondicionar la salita para el niño y ella, ya que al haber un solo dormitorio…’. ‘No, viene como empleada de hogar, y concluida la jornada se marcha. Necesita papeles, y yo alguien que me ayude. Cuando nuestro amigo común me lo propuso, acepté sin pensarlo, no soy capaz de negarle nada. Después iré a la sede de la ONG a informarme de todo’. ‘Lo comprendo, es tan generoso que… Hablando del rey de Roma: ¡mira quién sube por la cuesta!’, −dijo el bangladesí−. Hecho el saludo de los tres besos continuaron tertuliando. ‘¿Qué tal los chicos?’, −preguntó uno de ellos−. ‘Están bien, agotados, pero bien’. ‘¡Ya ves!, tú me dirás, después de haber estado bajo presión.  ¡Qué quieres!’, −interviene el tabernero−. ‘Hay un proverbio de la sabiduría árabe que dice así: “Las cosas no valen por el tiempo que duran, sino por las huellas que dejan”. Se recuperarán, lo hacen siempre, y más pronto que tarde saldrán a navegar y otra vez la tensión por las nubes y la zozobra y…’. ‘Calma, compañero. Ahora toca reciclarse y afrontar las rutinas diarias’, −comenta el otro−. ‘Seguro, −llegan clientes, pero el dueño no abandona la mesa−. Tomar tierra no es fácil habiendo manejado el sensible material de las vidas humanas. Sin embargo, esta gente está hecha de una pasta especial, se reinventan y reconstruyen rápido. ¿No es así?’, −pregunta a Ahmad−. ‘Si no eres un insensible, y te aseguro que los míos no lo son, se sufre mucho y las pasas canutas. Aunque, por otro lado, es lo que han elegido y una de las herramientas que da sentido a su existencia’. ‘La misión esta vez ha sido complicada, ¿no? Tengo entendido que perdieron incluso la comunicación, −sigue hablando Abul ante la atenta mirada de Ismael−, al menos eso se comentaba en el cafetín…’. Ahmad Abu-Abbad narró los acontecimientos tal y como se los habían transmitido a él. Binta no llegó a ir a Plaça de Sant Jaume, a la Casa de la Ciudad de Barcelona, edificio donde se ubica el Ayuntamiento, porque casi saliendo de la oficina llamó un colaborador de Médicos Sin Fronteras, al que conocía de actos oficiales, para informarle de la localización del barco Sin Muros. La historia no deja de ser algo rocambolesca: uno de los pilotos, días antes de zarpar, fue sobornado en el puerto por una de tantas mafias captadoras de migrantes. Manipuló las coordenadas llevándoles bastantes millas en dirección opuesta, pero lo que no podía prever es que un naufragio, quedarse sin combustible, la testarudez de Adrián y del resto del equipo, así como el compromiso del máximo responsable de la expedición, dieran al traste con el negocio que presuponía iba a sacarle de la pobreza, retirándole a cualquier playa caribeña.
          Ocupaos de que no salga del camarote. Bajaré en cuanto pueda, debo redactar un informe explicando la gravedad del asunto. −Entristecido y perdida la mirada perdida en el horizonte, añadió−: No permitiré que este desalmado nos arrastre en su caída, ni que la honradez de todos nosotros quede dañada por su avaricia’. Jasmin alzó la voz por encima del grupo: ‘Es un impresentable y carne de tiburón’. ‘Capitán −vocea el timonel−, será mejor que vengas, quieren hablar contigo’. −Fue con igual lentitud que quien arrastra una pesada carga−. ‘Dígame, ¿quién es?’. ‘Déjese de formalismos. Llamo de la Presidencia del Gobierno. ¿Se puede saber qué coño ha pasado, y por qué aparecemos en todos los informativos como el hazmerreír del mundo?’. ‘Perdone, deje que me explique, y no juzgue arbitrariamente o a la ligera a toda la ONG, y mucho menos a mis compañeros. Igual que a la clase política no se la puede juzgar en su totalidad de corrupta, nosotros tampoco somos delincuentes. Mi madre decía que por un garbanzo negro no se jode el cocido completo, sólo había que retirarlo y dejar al resto que cueza. Aquí lo que ha sucedido es que la codicia de un individuo por poco nos lleva al resto a una muerte segura. Mi tripulación son hombres y mujeres que se arriesgan por el bien de otros, no reparan en tiempo ni en esfuerzo, y su objetivo es muy claro: salvar del agua a cuantos más mejor. Así que, le ruego que los exima de toda responsabilidad y sospecha, respondo por ellos. Permita que sea yo la cara visible, y, por supuesto, al delincuente que llevamos a bordo aplíquenle la sanción que corresponda’. ‘En cuanto arribe a Barcelona venga rápidamente a Madrid a dar explicaciones’. ‘Lo haré, pero cuando pueda. Las cosas, a pie de obra, no se solucionan tan fácilmente como ustedes allí, que con una reunión durante el almuerzo sientan las bases de sus tratados. Lo primero para mí son mi gente, y después la burocracia’. Así de contundente dio por finalizada la conversación. Ahora, lo verdaderamente prioritario era limpiar el buen nombre de la organización restableciendo su credibilidad y, por supuesto, dejar a los migrantes en manos de los profesionales cualificados, que esperaban la llegada acodados en el muelle. Adrián irrumpió de golpe en sus pensamientos como alma que lleva el diablo. ‘Será mejor que me acompañes: parto a la vista. Jasmin anda cosiéndole el muslo a uno de los nuestros, y el médico está con diarrea, apenas puede moverse. Me temo que sólo quedas tú para asistirla. Joder, macho, ¡qué bonito!, ¿no? Después de la angustia tan horrorosa que hemos pasado, te toca ayudar a nacer a una nueva criatura’. ‘La vida, mi querido libanés, la vida’. Hacía tanto que nadie le llamaba así que el corazón se le empañó de nostalgia…




7.
Por delante del cafetín de Abul Khan se pasea la vida en todas sus expresiones. Civiles mediocres, que miran por encima del hombro creyéndose imprescindibles, e invisibles, que rozan el umbral de la pobreza con el cráter cada vez más dilatado, irrumpen en este rincón de la ciudad formando parte de los contrastes que no pasan desapercibidos. En una mesa apartada del bullicio, Adrián aguarda la llegada de un conocido con quien colaboró en la Media Luna Roja, y que en la actualidad recorre el mundo tomando nota de las necesidades personales y colectivas de los refugiados, y velando por los intereses y por la seguridad de cada uno. Todo ello a la espera de que se regule y garantice algo tan sencillo como el acceso a los servicios básicos. Visita también los centros de acogida, la mayoría desbordados por la avalancha de personas que acuden anémicas y en pésimo estado de higiene. El viaje del voluntario coincide con la celebración en Marruecos, en menos de dos meses, de la Cumbre sobre el Pacto Mundial por los Derechos de las Migraciones, donde se hará oficial el documento aprobado en la sede de Naciones Unidas. Un texto que por desgracia deja varios puntos a la libre interpretación de cada país, lo que, sin duda alguna, es preocupante y reactiva la desigualdad. ‘¿Echas de menos estar en primera línea de fuego?’. ‘No, acabé muy quemado. Cuando os vinisteis de Beirut las cosas cambiaron muchísimo, se abrió una etapa desagradable de acoso y persecución a activistas con principios sólidos y claros objetivos: defender las libertades de todo individuo dentro y fuera del Líbano’. ‘Entonces, ¿dónde acabó el esperanzador proyecto que empezaba a cuajar?’. ‘A veces ocurre que el dinero asoma el hocico y jode las buenas intenciones’. ‘Bueno, no siempre, ¡eh! Hay quién está muy comprometido y no se deja tentar por la pasta’. ‘Fíjate, de haberse consolidado la idea en la que Jasmin y tú participasteis, ahora estaríamos hablando de la mayor ONG creada desde Oriente Próximo para dar solución a los problemas de nuestra gente’. ‘No es fácil levantar una empresa de la nada y que los participantes remen en una misma dirección’. Adrián continuó narrando el episodio vivido en la última travesía con el compañero, quien, por pura avaricia, puso en peligro tanto a la tripulación como a los náufragos. ‘¿Más té?, −preguntó el tabernero poniendo en la bandeja los vasos vacíos−. ‘No, gracias. ¿Comemos juntos antes de partir para Nairobi?’. ‘Sí, por supuesto, y con la familia’. ‘¿Cómo está tu suegro?’. ‘Ahí va. Desde que murió su mujer no es el mismo…’. ‘Lo entiendo’. ‘¿Algo concreto en Kenia?’. Voy al suburbio de Kibera, para ver el programa “Talking box” que han implantado en los colegios de allí: es un buzón donde las niñas cuentan, de manera anónima y por medio de cartas, si son maltratadas, violadas…, y la que quiere incluye detalles para localizarla’. ‘Interesante’. ‘Ya lo creo. Es obra de Jane Anyango, fundadora de Polycom Development Proyect. Quiero conocer a fondo la idea para llevarla a otros sitios marginales. ¿Por qué no te animas y vienes conmigo, como en los viejos tiempos?’. ‘No puedo, tengo obligaciones que atender, quizá en otra ocasión’. ‘Seguro’.
         Aunque Kesia se acostumbró pronto a los laberintos de la metrópoli y se desenvolvía muy bien, prefería moverse por el reducido espacio de las cuatro tiendas que ya conocía de sobra. Pero una vez terminada la jornada laboral cambiaba de escenario. Cogía al bebé, un biberón con leche y otro con agua, algunos sándwiches y esperaba el ocaso sentada en el Puerto Viejo de Barcelona, cerca del centro comercial Maremagnum. Una noche que Ismael no encontraba el abrelatas donde pensó que lo había dejado, descubrió en un cajón unas hojas de papel arrugadas y manchadas de harina. Eran unos dibujos maravillosos con pescadores, niños corriendo tras una pelota, una mujer pensativa acodada en la barandilla de un mirador y un grupo de abuelos contándose sus batallas. Sin embargo, todos tenían el mismo punto de unión: la supremacía de la mar plasmada con violencia. ‘Dime qué te parece esto’, −dirigiéndose a Ahmad Abu-Abbad−. ‘Una obra de arte. ¿De dónde los has sacado?’. ‘Tengo una artista de incógnito metida en casa’. ‘¿Alguien que ha venido de Madrid?’. ‘No, de África’. ‘No me digas que son de…’, −corta la frase−. ‘¿De quién si no? No sé qué hacer, macho, si decirle algo o no’. ‘Pero si es estupendo. Oye, aquí hay muchísimo talento’. ‘Ya lo creo, y pensar que está lavando calzoncillos y limpiando cristales’. ‘Necesita el trabajo, ya sabes cuáles son sus planes’. ‘Sí, pero tal vez… Ay, coño, no me hagas caso’. ‘De todas formas coméntaselo a mis hijos, a ver qué opinan. Pero vamos que, si fuera por mí, la metía en la escuela para mejorar la técnica’. ‘Eso mismo pienso yo. ¿Te quedas a ver el partido?’. ‘Qué va, ya tenía que estar en la mezquita’. ‘Bueno, entonces vente mañana y vamos al cine’. ‘Perfecto, pero no saques entradas para ver una de miedo, sabes que me acongojan’. ‘¡Qué blando eres, beirutí!’. Rieron hasta dolerles las mandíbulas.
         Una vez solo, metió la cena en el microondas, descorchó una botella de vino, se sirvió media copa y, rebuscando por la cocina, halló más bocetos en el cubo de la basura. La sorpresa mayor se la llevó con un autorretrato suyo junto a murallas, monumentos y torreones suspendidos en diversas alturas, terrenos pantanosos, minúsculos detalles restaurados a la perfección, árboles generosos que cobijan y rostros impersonales en relieve. Se quedó pasmado, sin movimiento, ni siquiera cuando el reloj temporizador avisó de que la lasaña estaba lista. Por una parte, le sabía mal haberse inmiscuido en el espacio privado de la mujer, pero, habiéndolo hecho, podrían mejorar muchas cosas para ella. Se sobresaltó con la llamada de una videoconferencia. ‘¡No fastidies!, les dije que iba a quedarme algún tiempo por aquí, no tengo ninguna gana de volver a Madrid. −Hablaba con un jefe del departamento−. Bueno, pues diles que me llamen y yo les explico. Eso que me cuentas es de una empresa de transporte por carretera que empieza a funcionar en pocos meses, y lo único que falta es montar el aparato de promoción. Pero si revisas bien el expediente verás que está todo ultimado para arrancar con la campaña en cuanto nos digan. No te preocupes, déjalo en mis manos. De verdad que no lo sé, estoy a gusto con esta gente. Es como si de repente tuviera muy claro cuál es mi sitio…’.
          “El exilio no es un guion perfectamente estructurado que se sigue sin parpadear de principio a fin, sino el desgarro de la carne que recubría el esqueleto para no pasar frío”. Esa frase demoledora figuraba escrita en una cerámica que Binta tenía detrás de ella colgada en la pared. Cuando el equipo del barco Sin Muros se encontraba en tierra, la oficina carecía de horarios. Lo mismo se atendía a las tres de la tarde a alguien que buscaba consejo legal que se quedaban de palique hasta las tantas con los más jóvenes, porque no hallaban el momento de volver al albergue como hacían tantos sin techo. ‘Hola, Ismael. Adrián y Jasmin no han llegado. ¿Puedo ayudarle en algo o prefiere esperar? Uy, perdóneme. ¡Qué despiste el mío, no le había visto!’, −se disculpa con Ahmad Abu-Abbad−. ‘En realidad queremos hablar contigo’. −responde éste−. ‘Ustedes dirán’. ‘No te precipites, tómate tu tiempo y dinos lo que piensas y qué sugieres que hagamos con todo esto, −sacan de la bolsa un puñado de dibujos y le explican lo que pasa−. ‘Nosotros estaríamos dispuestos a colaborar en lo que hiciera falta para ayudarla, pero queremos saber tu opinión, por eso hemos venido cuando aún no hay nadie’. La intuición, que nunca le fallaba, se inclinaba por tratar el asunto con suma delicadeza y controlar el frenesí de los hombres. ‘Es fundamental, y lo digo por experiencia, que se confíe, eso le dará seguridad. Todavía se siente muy vulnerable. Su comportamiento en casa sigue siendo extraño. Piensen que, de alguna manera, y por raro que parezca, a pesar de no tener casi nada, ha sido arrancada de su zona de confort emocional. Todo asusta. El azul del cielo no es el mismo en este continente, como tampoco el color de la piel ni la lengua de quienes te rodean, pero si no quieres morir te tienes que adaptar a sus normas, a un método de supervivencia muy encasillado, a la dependencia de objetos que sobran en la aldea y aquí utilizas… Lo más duro es cuando, poco a poco, interiorizas la inferioridad que como raza te restriegan a la hora de desempeñar un trabajo, habitar una vivienda o recetarte un analgésico’. −Escuchaban avergonzados las palabras de la senegalesa−. ‘Me has conmovido. ¡Cuánto queda por aprender! Entiendo que debe seguir creciendo como artista’. ‘Eso es, el poso ha de asentarse en el fondo de la taza’, −puntualizó ella−. ‘¿Y tu opinión?’. ‘Pues que estoy de acuerdo con vosotros, y que me comeré esta chocolatina antes de que venga la jueza’. ‘Como se entere su hija que la llama así vamos a tener un disgusto’, −risas−. ‘¡Qué cabronazo! Eres único, compañero’. ‘No hagan nada, por favor. En todo caso, dejen que lo piense y hable con los responsables de la ONG. Casi es mejor que sean ellos quienes decidan y marquen las pautas a seguir. ¿No les parece?’. ‘Vale. ¿Puedo hacerte una pregunta?’, −dijo el madrileño−. ‘Adelante’. ‘¿Tú también sufriste xenofobia?’. ‘Tuve muchísima suerte de acabar donde estoy, quizá mi caso no se ajusta a los patrones, pero el principio fue…’.
          En el silencio de la noche, y agudizando bastante el oído, Binta escuchaba el ir y venir en el puerto: Gente zarpando hacia la negrura del horizonte, policías haciendo la ronda rutinaria, predicadores que anuncian la llegada del fin del mundo, y todas las maldiciones imaginables que, contra la humanidad, bocea el esquizofrénico del barrio. Aunque la casa estaba en penumbras, tanteó con la vista la superficie de la mesa observando un plato con pan migado y el tazón con azúcar que Kesia dejaba preparado para no entretenerse a la mañana siguiente. Agotada, se quedó dormida. Imágenes de viejas torturas, violentas y borrosas, agitaban su cuerpo inerte tendido en la cama. Una sombra desfigurada la perseguía por su pueblo pesquero de Guet NDar. Entre rejas, esclavizados, sus familiares no podían socorrerla. Sudaba a chorros. Se alejaba y se alejaba cada vez más de ellos, pero tenía que correr, y hacerlo con precaución, no fuera a caer en uno de los calderos donde las mujeres en la playa ahumaban y secaban el pescado. Sólo la trajo de vuelta el llanto del niño. Desvelada, conectó el portátil y vio que tenía un correo electrónico de su hermano: “Ha pasado una desgracia, tienes que volver…”.


8.
Aunque el discurrir en el barrio pesquero de Guet NDar seguía siendo muy tranquilo, Saint Louis se había convertido de un tiempo a esta parte en una ciudad peligrosa para el turismo: robos, agresiones y un creciente rechazo hacia el llamado toubab dejaban en mal lugar la imagen hospitalaria que en general se tiene del senegalés. En la intimidad de su dormitorio, sentada en el suelo y con el portátil sobre las rodillas, Binta leyó por enésima vez el correo electrónico: “Ha pasado una desgracia, tienes que volver”. Pero hacerlo no era tan fácil como coger un AVE a Córdoba o volar a las Islas Pitiusas. Había desobedecido las leyes musulmanas, y el castigo sería que, una vez dentro, le resultaría imposible abandonar de nuevo el país. El resto del texto, en su opinión, sólo contenía chantaje emocional, y así se lo expresó a Jasmin, conversando en la oficina al día siguiente. ‘Mi hermano pequeño, al igual que yo, era de espíritu libre y muy suyo. Tanto que rompió con la tradición de ser pescador, como son los hombres de nuestra familia’. ‘¿Y a qué se dedicaba?’. ‘Pues fue dando tumbos hasta decidirse por una profesión que verdaderamente le llenara: guiar grupos, no muy concurridos, por el desierto de Lompoul’. ‘¿Y tiene demanda?’. ‘Claro, a la gente le atraen las inmensas dunas, tan espectaculares en su largo recorrido frente al océano, y lo exótico de pasar la noche bajo las estrellas. Buscan, en definitiva, aventuras diferentes, menos convencionales’. ‘Entonces, ¿dónde está el problema?’. ‘En la última expedición que organizó, mientras los demás dormían en jaimas dentro de las carpas, salió del campamento para comprobar en qué estado se encontraba el terreno y calcular la distancia que les separaba de la fuerte tormenta que según los pronósticos se acercaba’, −un nudo en la garganta le obligó a parar−. ‘Tranquila, todo irá bien. Cálmate’, −le puso una mano en el hombro−. ‘Pasado un tiempo −prosiguió−, y preocupados por la tardanza, alguien del equipo fue en su busca. Horas después, a lo lejos, lo que en principio parecía un espejismo resultó ser la silueta de un dromedario. La persona que venía encima, llena de polvo, se bajó, con la cara descompuesta, y dijo haber encontrado al jefe degollado a mitad de camino. Se alteraron muchísimo, cundió el pánico y abortaron el viaje’. ‘Joder’. ‘El e-mail acaba responsabilizándome a mí de cuantos males les acechan’. Cerró los ojos cuando los recuerdos de la infancia emergieron de la memoria. Caía la tarde como un pañuelo de seda a cámara lenta. Ramas variables en tono rojizo y tierra perfilaban en el horizonte una franja sin fin. Su hermano y ella repartían a los visitantes diminutos vasos de té a la menta, con los que se ganaban algunos francos. El chico se giró hacia el oeste, elevó el dedo índice y, señalando hacia donde suponía estaba la libertad, gritó: “algún día te llevaré ahí”. La voz de Jasmin la devolvió a la realidad. ‘¿Y qué piensas hacer?’. ‘Pues no ir, sería un suicidio’. ‘Nosotros podemos garantizar que tu salida de España sea con retorno, pero una vez allí nada es seguro’. ‘Ni hablar. Todavía no he perdido el juicio. ¿Qué adelantaría yendo? Nada. Además, en unas semanas partís hacia Libia y mi sitio está aquí, dándoos cobertura’.
          En plena inauguración del alumbrado en diciembre, Ismael regresó a Madrid para atar algunos cabos sueltos que aún tenía en la agencia publicitaria Plaza’s Intercontinental, antes de firmar el despido voluntario. El director general, que conocía sus planes, trató de disuadirle con un apetitoso aumento de sueldo más incentivos. Pero lo suyo no era una cuestión económica, sino de valores que le daban otro sentido a su existencia. Se sentía muy cansado de la competencia desleal entre colegas, de discursos basados en la prepotencia que dejan al descubierto el plumero del adversario, de tanta ignorancia capaz de cubrirnos de mierda, de la sociedad de consumo que abduce la energía individual de cada uno y de tanta tontería que… Es posible que estuviera a punto de equivocarse, sin embargo, cuando abandonó el despacho del jefe dejándole hundido en el sillón de cuero con incrustaciones de su propia sombra y disimulando con los dedos la raya mal planchada en el pantalón de Armani, de repente se sintió liberado. La siguiente tarea en mente sería seleccionar qué cosas y cuáles no se llevaría a Barcelona, pero prefirió hacerlo después de ver a Ahmad Abu-Abbad, que también vino a la capital a una consulta médica. ‘¿Estás seguro de lo que vas a hacer? Mira que no es lo mismo colaborar de forma puntual con una ONG que trabajar en ella’, −dijo el beirutí−. ‘Sí, está decidido, no te digo que me quede para siempre, pero de momento es lo que me apetece hacer. Conoceros ha sido estupendo, y quizá incorporarme a la organización sea bueno, desde luego para mí lo será’. ‘Me recuerdas mucho a nosotros al principio de llegar’. −Conversaban rumbo a un local donde daban buen té−. ‘¿Por qué no te trasladas definitivamente a Catalunya?’. ‘Aquí están los últimos recuerdos de mi esposa. Algún día te contaré cómo sucedió todo’. ‘Te escucharé con gusto cuando quieras’. ‘Ay, marinero…’, −rieron con ganas−. ‘¡Qué va!, eso son palabras mayores, todavía no estoy preparado para echarme a la mar, aunque lo haré. Por ahora me quedo en la oficina. Oye, ¿qué te ha dicho el urólogo? ¿Todo bien?’. ‘Disfrutemos del paisaje’. Un sol mate de finales de otoño, con nubes no apretadas, se colaba por detrás de los edificios de la nueva Gran Vía, moderna y cosmopolita. Sus amplias aceras, con mobiliario renovado y espectacular amplitud, alfombraban la entrada a las pocas salas de cine que aguantaban en pie sin sufrir el impacto por otras, a las que la irrupción de los grandes almacenes arrancó de cuajo sus entrañas. Ahmad e Ismael se perdieron entre la multitud charlando.
          Hacer entender a Kesia que ya no era esclava de nadie, ni su amo ninguno de los presentes, fue una labor delicada que Binta consiguió con esfuerzo y paciencia. ‘¿Es para mí?’. ‘Oui, madame’. ‘Dibujas muy bien’. ‘Merci’. Apenas juntaba más de dos palabras en castellano sin llevarlas traducidas del francés y escritas para saber lo que decía. ‘¿Aprendiste en la escuela? −absurda pregunta, rápido cayó en la cuenta− ¿Cómo conseguías el material?’ −ésta sobraba−. Supuso que no se explicaba lo suficientemente claro. Pero, para su sorpresa, la otra sacó un lapicero del delantal, un cuaderno de la despensa y, hoja a hoja, con trazo maestro sin temblores ni pudor, resumió lo que la dificultad del lenguaje no le permitía. En una perfiló un fuego de leña al aire libre con puchero conteniendo algo que hervía dentro, la siguiente un puñado de chozas bastante separadas entre sí, a continuación, la playa solitaria y después una mujer arrodillada con un palito en la mano, formando con él en la arena imágenes, objetos extraños que tomaban diferentes formas y completaban así un collage de lo que fue su vida hasta entonces. Y para finalizar: la lona desinflada de una balsa vacía, con chalecos rotos, juguetes mutilados, un remo partido en dos, algunas mantas hechas girones y… Ambas mujeres se abrazaron y compartieron el intenso dolor de la angustia, de la desesperación que no parece tocar fondo, del agua que llega al cuello cuando poco más se puede perder. Continuaron con la rutina como si nada, protegiendo con intimidad lo que habían compartido. ‘Joder, Binta, llegas tarde −dijo el capitán que llevaba rato esperándola−. Toma, esta es la ruta, tenla a mano por si hay problemas. ¿Estás bien?’. ‘Sí, no te apures, es un asunto personal, nada que interfiera en mi trabajo’. ‘Que no, coño, que no te lo digo por eso, pero si te quieres desahogar aquí estoy’. ‘Muchísimas gracias, lo tendré en cuenta’.
          Nueve días de navegación y el Mediterráneo, haciendo alarde de toda su personalidad, parecía un espejo sin fin: inofensivo, inabarcable, tolerante. Los tripulantes, en su tiempo de descanso, jugaban a cartas, se tumbaban en cubierta pensativos y fumaban, sin quitar la vista del horizonte, eso sí, por si aparecía alguna patera. Adrián era el encargado esta vez de coordinar el operativo de la misión, distribuir los turnos de guardia, suministrar los víveres de manera equilibrada cuando tuvieran refugiados a bordo y vigilar a menudo los patrones meteorológicos que Salvamento Marítimo hacía llegar constantemente a los barcos que anduvieran por la zona. Acudió a la llamada del timonel. ‘Ese frente que se acerca no me gusta nada’ −indicó−. ‘¿Tú crees? En cambio, mira que despejado está por ahí’ −señaló el lado opuesto−. ‘Ya, pero me duele la rodilla, y la cabrona nunca falla. Se avecinan cambios violentos, muy a vuestro pesar’. ‘¿Activo el protocolo de borrasca?’. ‘No estaría de más desembalar los impermeables’. Informó por radio de que el Sin Muros, y su tripulación, se preparaban para fuerte tempestad. Ordenó, también, amarrar bien todo lo que fuese susceptible de desaparecer con el viento, y cada uno tomó su posición. En cuestión de minutos la mar se embraveció, con olas gigantes de montaña rusa que casi llevaban a provocar el vómito. Todos alerta, luchando contra esa fuerza sobrenatural, creyeron que asistían al simulacro del fin del mundo. ‘¿Aguantará la embarcación?’. ‘Esperemos’. El capitán alzó la voz: ‘¿Dónde está el enfermero? Que alguien mire abajo a ver si se ha mareado’. –Lo hizo el cocinero−. ‘Aquí no hay nadie’, −gritó−. ¡No me jodas!, le advertí que era peligroso y que no se separara de nosotros. Verás cómo para ser su primera vez la cagamos’. Entonces, en el ojo del huracán que da la esperanza por perdida, reconocieron un plástico amarillo, y dentro de él, al chaval intentando mantenerse a flote. A pesar de que la situación era complicadísima, ya que la persona que fuera a ayudarle corría el riesgo de ahogarse, Jasmin se lanzó al océano sin calcular el peligro. A la vez que ella entraba en el agua, a miles de millas de allí, en tierra firme, su padre ponía la casa patas arriba buscando el rosario extraviado. Se paró en seco y, a través del cristal de la ventana, vio cómo un salpullido de gotas de sudor frío le cubrían la frente. Mal presagio…


9.
Binta e Ismael a menudo quedaban a las siete de la mañana para correr por la orilla de la playa, con la sola compañía de las aves migratorias rumbo a reproducirse en otro continente. ‘Mira qué sereno está el Mediterráneo, y cómo luce hoy su azul intenso. Lástima que se haya convertido en la morgue universal del siglo XXI’. ‘Es muy doloroso, ya lo creo, sobre todo porque uno no cruza el océano por gusto. ¿Imaginas que existiera una caja negra de cada naufragio?’. ‘Ojalá, aunque nunca registraría el sufrimiento que se vive’. ‘Tú lo sabes bien, ¿verdad?’. ‘Sí, he visto la tragedia de cerca, pero cada vez que contemplo su inmensidad me viene a la memoria que esas aguas han sido el vehículo que me ha traído a este lado, donde encontré libertad, pese a todo lo dejado tras de mí. Por eso me gusta resaltar también su cara más amable: juguetón con los niños haciéndoles cosquillas entre los dedos de los pies, misterioso cuando corteja a la luna, mensajero de las culturas que cobijan sus costas e imprevisto a cada cambio de estación’. ‘Lo entiendo, y me congratula muchísimo oírte hablar en positivo. Sin embargo, no te sientas en deuda con nada ni con nadie, porque todo lo has conseguido con tu esfuerzo’. ‘Puede que haya algo de eso, no lo voy a negar, pero también reflexiono y, al hacer balance de las penurias pasadas, sé que en el fondo de esas aguas cerré un ciclo para abrir otro’. ‘¿Hace un baño?’. ‘¡Qué dices, no traigo bikini!’. ‘¿Y qué importa?’. Apasionados compartiendo opiniones, no se fijaron en la hora hasta que ella dijo: ‘Tengo que volver a la oficina, no me gusta ausentarme mucho cuando el equipo está de misión’. ‘Espero que no tengan problemas’. ‘Es difícil, en mayor o menor medida surgen’. ‘Vámonos pues. Voy al aeropuerto a llevar unos papeles a un colega del trabajo’. ‘Pensé que habías dejado la empresa’. ‘Sí, pero no a la buena gente que se ve en la estacada’. Llegando al aparcamiento, antes de montarse en el coche, fueron testigos de la siguiente discusión: ‘Abuelo, no guardes los clínex sucios, coño, que es una marranada’. ‘¡Quin collons de nen!, ¿no dices que hay que reciclar?, pues justo es lo que hago, se secan y a usar de nuevo’. Aguantaron las carcajadas mientras se alejaban y, ya por separado, vieron ambos que tenían bastantes llamadas perdidas de Ahmad Abu-Abbad…
          Hostia puta. Tirad un cabo. ¡Vamos, coño, más rápido! Cielo, agárrate fuerte, os vamos a sacar de ahí enseguida. No te sueltes, por lo que más quieras, no te sueltes…’, −voceaba Adrián fuera de sí−. ‘Te acercas mucho, y podrías empujarlos a un remolino traicionero’, −dijo el capitán al piloto, que en ese instante vira a estribor según indicaciones del primero−. ‘Tú mandas, pero si la perdemos dejaré constancia de lo ocurrido en el cuaderno de bitácora y serás el único responsable’. ‘Confía en mí, todo irá bien’. Aunque Jasmin tenía agarrotado cada músculo de su cuerpo, y cualquier movimiento le costaba infinito trabajo, consiguió pasar un extremo de la cuerda por debajo de los brazos del enfermero. Buscó a tientas el flotador tirado desde arriba, y, como pudo, se cogieron ambos a él. No podía pensar con claridad, porque el frío se le hincaba en las sienes como puntas de alfileres. Comenzó a delirar. De repente, emergiendo entre lonchas de espuma deformes y esparcidas alrededor de ellos, aparecían imágenes de sus allegados: hombres y mujeres vestidos de negro que, sin reconocerla, pasaban de largo hacia un monte en llamas, de donde salía el llanto de un niño que bien podía ser el suyo. Apenas se mantenía a flote, y aunque el muchacho, que había perdido el conocimiento, era un lastre, en ningún momento le soltó. ‘Quiero que dos de vosotros estéis preparados por si tenéis que sumergiros’. ‘Hagámoslo ya, jefe’. ‘No, cada uno de nosotros estamos preparados para enfrentarnos a situaciones límite: ella también’. ‘Cojonudo, pero casualmente la que se juega la vida es mi pareja, y no pienso quedarme de brazos cruzados’. ‘No consentiré que corras un riesgo innecesario cuando estoy convencido de que en cuestión de segundos se resolverá…’. Un rugido ensordecedor se elevó por encima de sus cabezas golpeándoles contra el suelo, sin apenas tiempo de reaccionar para sujetarse. Cuando el mar se tragó la gran ola, la tripulación tiritaba de pánico. Algunos estaban caídos en cubierta, otros sujetos a lo primero que encontraron. Adrián sangraba por una ceja y tenía un fuerte golpe en la espalda que le hacía retorcerse. Aun así, su afán era arrojarse, pero se lo impidieron. ‘Soltadme, coño. Hay que bajar. Se han hundido, se han hundido…’. La oscuridad, que tanto intimida en mitad de la nada, obstaculizaba la localización del barco desde abajo. Restos de astillas y diversos objetos, quizá de otras embarcaciones, flotaban a la deriva como misiles de precisión dirigidos hacia las víctimas. Jasmin estaba a punto de darlo todo por perdido, casi dispuesta dispuesta a rendirse con tal de acabar con el sufrimiento cuanto antes, pero la luchadora sólida y rotunda que hay en ella la sedujo para no renunciar a la vida, sin haber intentado, al menos, salir de aquello. Giró la cabeza a un lado y a otro, agudizó el oído, comprobó que el sanitario se mantenía despierto y, confiando en su intuición, empezó a nadar…
          Salam aleikum. ¿Se puede?’. ‘Aleikum salam. Pasa, estás en tu casa. ¿Has visto a Binta?’. ‘Sí, fuimos a hacer deporte, supongo que esté ya en la oficina. ¿Ocurre algo?’. ‘No, nada. Era por si sabía algo de los chicos, me extraña que todavía no tengamos noticias’. ‘Si quieres la llamo y que nos cuente’. ‘Déjalo, si acaso luego’. ‘Este mosaico tan bonito, ¿qué significado tiene?’. Los ojos de Ahmad Abu-Abbad se humedecieron retrocediendo algunos años en la memoria. ‘Es la interpretación que mi esposa hizo de la guerra, que, como todo lo tocante a su persona, tiene una historia que argumenta aquello que sus manos privilegiadas perpetuaron’. ‘Pues encierra mucho arte, qué quieres que te diga’. ‘Conseguimos una plancha de cemento tal y como nos indicó, después recogimos piedras de distintos tamaños por la playa que, eso sí, tenían que ser planas para poder decorarlas. Nos tuvo atareados varios días, porque a lo mejor, del montón que traíamos, solamente le servían dos o tres. Cuando consideró que ya tenía suficientes, las pegó, encajando una a una, y comenzó a crear lo que ahora nosotros tenemos delante. Mira ahí, ¿ves el carrusel con los niños en los caballitos?’. ‘Sí, ¿éste? Con lo diminuto que es y tiene hasta el mínimo detalle. Espera un momento, aquí aparece el mismo, aunque en ruinas, ¿por qué?’, −Ismael señala el esquinazo superior izquierdo−. ‘Uno representa la inocencia, y el siguiente el impacto de los proyectiles en la cotidianeidad de los civiles’. ‘Tuvo que ser una gran mujer, ¿verdad, amigo?’. ‘Especial, en todos los sentidos’. ‘¿La echas mucho de menos?’. ‘Tanto que tengo las entrañas quemadas de dolor’. ‘Llama bastante la atención la diferencia entre el centro y los alrededores en el conjunto global de la obra. Es como si la gama de grises enmarcara los colores pastel concentrados en el interior’. ‘Sabía que ese detalle a ti no te pasaría inadvertido. Toda esta zona −indica los cuatro lados− es la Dehia’. ‘¿La qué?’. ‘La periferia, aquellos lugares castigados durante los bombardeos’. ‘Sin embargo, dentro de tanta negrura, aquí veo que hay un punto de esperanza, ¿es la verja de un jardín, una valla…?’. ‘Pues, ni lo uno, ni lo otro. Es la llamada “Línea verde”, formada por la vegetación crecida en la despoblada calle Damasco, y utilizada desde 1975 a 1990 como frontera divisoria entre cristianos y musulmanes’. ‘Nunca se me habría ocurrido interpretarlo así’. ‘Ni a mí, pero es lo que tiene el privilegio de haber vivido con la artista. Mira el edificio del Hotel Holiday Inn, con sus muros agujereados por los impactos de bala. Tócalo, recuerdo que hizo las hendiduras con una pequeña herramienta punzante’. ‘Joder, es alucinante, se notan los agujeros como deben estar en el hormigón’. El nieto irrumpió en la salita y pidieron por teléfono una pizza.
         El barco a oscuras era una bomba sin control vagando por el océano, una amenaza ebria y peligrosa para los accidentados. ‘¿Dónde están las bengalas? Trae, que lanzo una para que nos vean y nosotros a ellos’. ‘Silencio, ¿ese ruido no parece la respiración acelerada de alguien? −dijeron por detrás−, aunque puede que sea el maldito pitido del oído que la tormenta me ha dejado de regalo’. ‘Cada cual a su puesto. Adrián, −el capitán le tranquiliza−, vamos a disparar un SOS de emergencia, los encontraremos cueste lo que cueste. Tú y tú, no le perdáis de vista’, −dice a dos marineros −. El cooperante, tendido en el suelo sobre el costado para aliviar los pinchazos en la espalda, rogaba insistentemente que le dejaran saltar por la borda, mientras susurraba: ‘No te dejes morir, amor. No te dejes…’, −y traspasó la puerta de un sueño agitado. 
          A mitad de la cena, Ahmad Abu-Abbad sacó un vino robusto, seco y frutal. ‘Amigo, menudo caldo tan señorial, qué buen gusto tienes, macho’. ‘Es de Ksara, lo mejorcito del Líbano, sin ninguna duda. Además, la ocasión lo merece, no todos los días tienes delante a una persona que ha dejado su estabilidad económica, y una vida acomodada’, −no acabó la frase−. ‘Por otra mucha más real’. Binta intuía que la travesía no iba bien, pero, sin estar segura, no quiso dar la voz de alarma. Pasó la noche destemplada, incómoda, nerviosa, esperando las noticias que no llegaban, hasta que a las seis de la mañana no pudo más y comunicó por radio.
          No te duermas, muchacho. Sigue nadando, por favor. Ayúdame, sola no puedo’. Una mancha negra se les venía encima, era importante no tragar agua y quitarse lo más deprisa posible de su camino. El potente olor a petróleo y una masa compacta de plásticos casi no les dejaba respirar ni avanzar. Algo se enredó en la pierna de Jasmin, tirando de ella hacia el fondo. El chico sacó fuerzas de donde no tenía, y gritó: ‘Aquí, compañeros, estamos aquí…’.


10.
El final de una tímida ráfaga de luz cayó de la bengala iluminando un pequeño perímetro alrededor del barco. La tripulación, exhausta y sin haber dormido nada en las últimas veintisiete horas, se resistía a dar por desaparecidos a los compañeros, pese a que esta posibilidad iba tomando cada vez más fuerza. Adrián sufría una lesión en la espalda, se veía obligado a permanecer lo más quieto posible. El cocinero lagrimeaba mientras preparaba arroz blanco enriquecido con champiñones de lata que todavía quedaban. Entretanto, la espera para las víctimas, que aguardaban ser vistas, era una partícula tóxica que se adentraba por los poros de la piel causando bastante daño. El capitán estaba a punto de ordenar que reanudaran la marcha cuando un vigía, desde lo alto del mástil, avistó dos bultos flotando a escasa distancia de popa, que bien podrían ser ellos. Rápidamente una riada de impaciencia corrió a lo largo de la eslora. Había que tomar decisiones, y la primera de todas sería activar el protocolo de salvamento y subirlos a bordo lo antes posible. Entre cuatro hombres sacaron al chico sin complicación, pero con Jasmin no fue lo mismo. El buzo realizó varias inmersiones hasta que la liberó de la cadena y los piñones de una bicicleta que presionaban su tobillo. Tres cuartos de hora después, ya en cubierta, con ropa seca y enrollados en sendas mantas térmicas, contaron cómo lucharon por sobrevivir, a pesar de los momentos de flaqueza pensando que llegaba su fin. Contactaron por radio con el patrón de un buque nodriza que regresaba a España procesando el pescado de otras embarcaciones. No fue necesario insistir, porque enseguida se ofrecieron a trasladar a Adrián hasta el puerto de Algeciras. Después, hasta Barcelona se haría cargo la organización. Los demás siguieron navegando con el propósito de llevar a cabo la misión para la que habían ido.
        Binta e Ismael llegaron a la tetería de Abul Khan cuando éste discutía con un proveedor por unos albaranes equivocados. Sin embargo, al verlos, los atendió personalmente. ‘Hola. Están en su casa, acomódense donde gusten. ¿Disfrutando del buen tiempo?’. ‘Pues sí, y del mejor té de toda la comarca’, −respondió ella−. ‘Con clientes como ustedes da gusto. Y mi viejo amigo, ¿dónde se ha quedado?’. ‘Con el nieto, han ido a la peluquería’. ‘Enseguida traen la bebida. Si necesitan cualquier cosa estoy ahí mismo’. ‘No se preocupe, gracias’. Varios minutos en silencio sirvieron para que la tarde transcurriera relajada, observando a la gente transitar cabizbaja por la calle, a clientes acodados en la soledad o en el vacío de una mesa desnuda, al bangladesí echando chispas con su interlocutor empeñado en meterle de más una caja de licor. Todo parecía tranquilo, embalsamado en la banda sonora formada con las diferentes lenguas que allí se entremezclaban, impregnando las paredes con proyectos y añoranzas, mientras que un candil rojo y amarillo prendía a lo lejos rompiendo la rutina de otra noche más. ‘¿Novedades del barco?’, −preguntó él−. ‘Nada nuevo. Pasó el peligro, pero casi perdemos a Jasmin’. ‘Explícate, por favor’. ‘Les cogió por sorpresa una fuerte tormenta y, en una sacudida que por poco no les hace volcar, el sanitario cayó y ella se tiró detrás, con tan mala suerte que quedó atrapada’. ‘Algo así entendí a Ahmad, aunque apena le oía, había mucho ruido. ¿Qué pasó?’. La chica prosiguió contando los hechos tal y como se los habían transmitido a ella: ‘Dicen que aquello parecía un enorme basurero’. ‘¿Sabes que “microplástico” ha sido elegida palabra del año?’. ‘No, ni idea. Asistimos a la lenta agonía de los océanos, que también es la nuestra’. Entiendo, somos unos irresponsables’. ‘Digamos que para algunos cargarse el ecosistema marino carece de importancia’. ‘Igual ocurre con el terrestre’. ‘Claro, figúrate la cantidad de intereses económicos que rodean el engranaje que mueve la industria: resulta más fácil verter sin control los residuos sobrantes, que canalizar su reciclaje o su adecuada eliminación’. ‘Perdón si interrumpo, les invito a esta ronda’. ‘Muy agradecidos’, −contestan ambos−. ‘Ayer recibí noticias de mi sobrino −interviene el tabernero−. Hace semanas que salió de Bangladesh con intención de cruzar India, Pakistán y, bordeando Irán, llegar hasta Bagdad, donde un contacto le facilitará el camino vía Túnez. Ustedes, que están muy bien informados, díganme: ¿creen que conseguirá llegar a Catalunya? Este local lo frecuentan muchas personas que expresan su opinión en voz alta, y se rumorea que cada vez hay más devoluciones en caliente. Es un buen muchacho: trabajador, respetuoso con la familia y muy espabilado, merece alcanzar los sueños que se haya propuesto.Respecto a la pregunta, nadie en su sano juicio se atrevería a predecir lo que ocurrirá. Tenga en cuenta que es un periplo peligroso, y que canallas surgen en todos los sitios. No obstante, si otros lo hemos logrado, ¿por qué él va a ser menos? Esperemos que no se recrudezcan las leyes −prosigue la senegalesa−. En cualquiera de los casos, por aquí se entra al viejo continente, a esta Europa sedienta de mano de obra. Hay una investigadora del CSIC que mantiene la siguiente teoría: “Se van más de los que finalmente se quedan”. Por tanto, se desmorona el mensaje distorsionado de que toda África viene a la península a vivir del cuento. No es cierto que queramos tratos de favor, porque no somos el lobo que se adueña de los servicios públicos, ni nuestros hijos unos apestados que expulsan a los nativos del colegio público. Convendría talar determinados clichés que nos encasillan como pordioseros, y comprender también que muchos refugiados traen la experiencia del trabajo desarrollado en su país de origen y una preparación académica’. ‘Me ha emocionado, querida’. ‘Ande, ande. No me sea zalamero. Y no se inquiete, si vuelve a saber algo del joven, dígamelo y buscaremos la manera de traerlo hasta usted’. El resto de la jornada, Abul Khan la pasó con los párpados empapados y el corazón encogido.
          ¿A cuántas millas estamos?’. ‘A trescientas de nuestro objetivo, y a unas doscientas cincuenta de Turquía, capitán’, −respondió el piloto−. ‘Pues cambia el rumbo, nos vamos a Lesbos. Hay localizados naufragios, y solicitan la ayuda de las ONG próximas a la zona. La Guardia Costera griega participa también en las labores de rescate’. ‘¿Y no se lo comunicamos a Binta, para que esté al tanto?’, −propone Jasmin−. ‘Desde luego, ¿lo quieres hacer tú?’. ‘Claro’. ‘¿Y podrás encargarte de los heridos? ¿Te sientes con fuerzas?’. ‘¿Acaso no lo ves?’. ¿Sí, pero quizá sea precipitado tras el accidente?’. ‘¿Qué…? No, no te preocupes, de verdad. Vayamos cuanto antes, salvar vidas es lo que importa realmente’. ‘Óyeme, a la mínima que notes cualquier molestia nos lo dices y te sustituimos, ¿de acuerdo? Ocupad cada uno vuestros puestos. Mucha precaución, os quiero a todos de vuelta’. Avanzaban lo más deprisa posible, manejando informaciones contradictorias que iban, desde la tragedia más grande en la historia de la isla, a asegurar que, como mucho, serían veinte o treinta las personas que esperaban ser auxiliadas. Entonces comenzaron a llegar por satélite imágenes de la realidad, planos sobrecogedores que dejaron consternados a los tripulantes del Sin Muros. Impotentes y avergonzados, porque más de doscientos migrantes, repartidos en tres pateras, yacían formando una amplia mancha que, vista desde el aire, bien podría confundirse con un rompiente desestructurado del litoral. Hundidos y tristes, y dejando que llevaran a cabo las labores de retirada de cadáveres quienes tenían mayores medios que ellos, viraron a babor con la bilis revuelta.
        El bebé de Kesia crecía contento y colmado de mimos. Sentado en el suelo y rodeado de juguetes, gritaba con gran potencia para llamar la atención de su madre, concentrada en el guiso de olor apetecible que bullía en la cazuela. Ismael era de buen comer. Le gustaba todo y siempre agradecía la generosidad de quien elaboraba los platos. Un día, antes de iniciar la faena doméstica, encontró en la encimera un cuaderno de pliego grande con una nota en francés: “para llenarlo de historias”. Y exactamente eso fue haciendo cada vez que iba al parque, o a la plaza, a la hora de la siesta hoja a hoja, sin borrones, con técnica perfeccionista y exquisita sensibilidad, perfilaba los pequeños detalles de la obra que tenía entre manos, protagonizada por la silueta de una mujer, con rasgos similares a los suyos, que la esperaba al otro lado de la frontera, y pegada a ella una flecha señalando en dirección a La Cantina de los Refugiados, en el barrio de Wilhelmsburg, de Hamburgo. También había un andén cubierto por la niebla, y su autorretrato frente al tren que partía y que nunca cogió. Por primera vez en la vida supo que estaba en el sitio idóneo, donde iba a plantar sus raíces formando parte de la Ciudad Condal, de los amigos que le daban cobijo, del paisaje incierto de cuanto esté por venir. Quería residir ahí, y hacerlo por su hijo, por el futuro, el clima, el carácter alegre, el compromiso, la lealtad, el agradecimiento, el arte... Se sentía caminar sin ropajes que acorazan, con monedas en los bolsillos y, sobre todo, libre de miedo en las entrañas. Le contó a Binta la decisión que había tomado. ‘Me alegro tanto. Te encontraremos un trabajo mejor’. ‘El señor Ismael es bueno con nosotros’. ‘Lo sé, pero estás capacitada para más. ¿Abrimos una botella de cava para celebrarlo?’. ‘No estoy acostumbrada a beber’. ‘Bueno, la ocasión lo requiere’. El comedor se llenó de sosiego con sus risas, con los cuchicheos de tal y cual vecino. Pero, fundamentalmente de empatía, brindis y apoyo mutuo.
          Regresaban del hospital de visitar a Adrián. La recuperación iba más lenta y complicada de lo deseado. Y, aunque él no perdía el optimismo ni su buen humor, tenía momentos bajos. El primero en entrar en la casa fue el niño, seguido de Jasmin. Extrañada de que estuviera todo apagado, a excepción de la tenue bombilla del pasillo, llamó a su padre. Nadie contestó. El auricular del teléfono reposaba en el borde del sillón. Antes de colocarlo vio que la comunicación no se había interrumpido. ‘Hola. Oiga. Hello, −en pantalla aparecía el prefijo de Beirut−. Papá, ¿quién era? ¿Qué te pasa? ¿Por qué no me contestas?’. Ahmad Abu-Abbad no los oyó entrar, y permaneció tendido sobre la alfombra de oración. Rezaba y se llevaba la mano al pecho. Cuando se levantó vieron que tenía los ojos encendidos y la cara desencajada…


11.
Me da igual que sea peligroso o no, Jasmin. Tu hermano está desaparecido y mi obligación es buscarlo’. ‘Papá, si lo único que digo es que dejes pasar unos días hasta disponer de más información, ahora todo está confuso. ¿Mencionó su mujer la posibilidad de un secuestro cuando llamó?’. ‘Sí. Y habrá que tirar de ahí si queremos descubrir la verdad, ¿no crees?’. ‘Por supuesto, lo deseo tanto como tú. Mira, estoy pensando en que nuestra ONG tiene contactos en el Líbano. Deja que haga un par de llamadas y así sabremos a qué atenernos. Convéncele tú, por favor, Ismael’. ‘Uy, no soy el indicado, me guio por impulsos’. ‘¡Pues vaya, menudo aliado!’ −los tres rieron−. ‘Confía en mí, no habrá problemas’. ‘Al menos aguarda hasta que den el alta a Adrián y te acompaño’. ‘No puedo, y lo sabes’. ‘Amigo, ella tiene razón. El mundo está revuelto y determinados territorios son un polvorín en estos momentos. No decidas en caliente y calcula los pasos a dar’. ‘¿Queda claro que iré, con o sin vuestra aprobación?’. ‘Está bien −dice resignada−. Eres muy testarudo’. ‘Sabía que entrarías en razón. Estoy orgulloso de ti. Gracias, cariño’. El nieto terminó los deberes y fue con el abuelo al quiosco de prensa a por cromos. ‘Sé sincera: ¿Qué opinas al respecto?’. ‘Es complicado emitir un juicio objetivo. Mi hermano, de joven, tuvo acercamientos a grupos próximos al yihadismo. En casa no había espacio para la violencia ni el terrorismo, pero él discutía con mucha pasión defendiendo la causa, y lo único que conseguía era enfrentarse a la familia. Luego contrajo matrimonio y se distanció de nosotros aún más’. ‘¿Sospechas que haya vuelto a las andadas?’. ‘Es posible, no lo sé. Casi no le conozco. Allí a las mujeres se nos mantiene al margen’. ‘Quizá lo reclutaron de nuevo’. ‘La pregunta es: ¿alguna vez estuvo desvinculado? Me apena mucho que mi padre, además del disgusto, descubra cosas que le hagan sufrir todavía más. Ojalá sea…’, −quedó la frase interrumpida al sonar el timbre de la puerta−. ‘¡Qué!, ¿conspirando contra mí?’. ‘No te creas tan importante, chaval’, −risas−. ‘Oye, listillo, y tú: ¿cuándo piensas enrolarte con éstos en el barco?’. ‘Falta poco, en cuanto empiece ya no hay quien me pare’. Siguieron la conversación distendida, oyéndose el alboroto desde el descansillo de la escalera. Una hora más tarde, Ahmad Abu-Abbad e Ismael apuraban las últimas horas del día paseando tranquilos por el barrio del Raval. Un par de prostitutas, con los pechos caídos, cada uña de un color y las huellas de la crisis escapando a través del atuendo, salieron a su encuentro. Ambos hombres rechazaron el ofrecimiento y pasaron de largo.
            Abul Khan iba de mesa en mesa sustituyendo los ceniceros rebosantes de colillas por otros vacíos y sacudiendo el polvo de las sillas con un trapo blanco, para que cuando el local empezase a llenarse de clientes estuviera listo. Del coche recién estacionado en la puerta se apearon unos hombres. El bangladesí estaba tranquilo porque, en caso de que fueran policías, tenía las licencias en regla. ‘Hola, −se dieron la mano−. Somos de Médicos Sin Fronteras. Tenemos una amiga común, y nos ha dicho que necesita ayuda referente a su sobrino. Bien, pues a eso venimos, a hacer lo que podamos’, −muestran la acreditación−. ‘Por favor, pasen por aquí, estaremos más cómodos. Traeré té’. ‘¿Cuánto hace que supo del chico?’. ‘Sólo he recibido esta carta’. ‘Bueno, no se apure. Ya sabe lo complicado que es en tales circunstancias contactar con la familia. −Se miran entre ellos y dicen−: Por el tiempo transcurrido, ¿no creéis que puede haber llegado ya a la bahía de Cádiz y estar en el “Centro de Acogida Temporal de Inmigrantes”?’. ‘Es posible, sí’. ‘Entonces, mañana mismo bajo’, −contesta el tabernero−. ‘A ver, sin precipitarse. Allí permanecen un máximo de 72 horas, pero siempre dejan rastro del destino a seguir, o comentan los planes con alguien que puede proporcionarnos pistas de otras alternativas’. ‘¿Cómo cuáles?’. ‘Ahora lo importante es averiguar si se encuentra en España’. ‘Una pregunta: en caso de no dar con él, ¿cuál sería el siguiente paso?’. ‘Buscarle en la morgue. Hay cuerpos que no reclama nadie y siguen allí hasta que las autoridades deciden. Deje que nos ocupemos nosotros, estamos acostumbrados’. Se despidieron con la promesa de volver en cuanto tuvieran noticias. En la tetería no cabía ni un alfiler. Al frente del negocio dejó al encargado, poniendo como excusa un fortísimo dolor de cabeza. Calculando cinco horas más en Bangladés, aguardaba el amanecer con deseo e incertidumbre. Descolgó el teléfono y empezó a marcar un número que parecía no acabar nunca. Segundos después, al igual que sucedía otras muchas veces, una locución con eco sonando a metálico repetía que probara pasados unos minutos, por saturación en la línea del sur de Asia. Y fue al cuarto intento cuando hablaron al otro lado. ‘Salma, hermana. ¿Me escuchas?’. ‘Hello. ¿Quién es?’. ‘Abul Khan’. Una voz desconocida, fría y malhumorada zanjó así la llamada: ‘Ella no se encuentra. Está en el hospital’. ‘¿Cómo? ¿Qué le pasa? No cuelgue, por favor. Dígame dónde para llamarla’. Pero se cortó y no pudo terminar de explicarse. Tampoco podía volver, porque, siendo exiliado político, en cuanto pusiera un pie allí le detendrían. Sin embargo, siempre encontraría la forma para descubrir el paradero de su familiar.       
            La escandalosa subida del alquiler que el casero iba a aplicar a los inquilinos de la finca empujó a las dos compañeras de piso a buscar otro más económico y no lejos de allí. ‘Si te parece, ponemos aquí el caballete, al lado del ventanal. Así aprovecharás mejor la luz natural’, −le dice a Kesia, que no paraba de frotar unas manchas que afeaban el sillón−. ‘Muchas gracias. No te preocupes, lo puedo dejar en la habitación’. ‘Tonterías. Y en este cajón del mueble metes el material de pintura. Así lo tienes todo a mano’. ‘Bueno, nunca podré agradecerte lo que haces por mí’. ‘Bobadas’. ‘Toma’. Según desenrolla la cartulina aparece esquinada una frase en francés: “Senegal en el corazón”. Y un dibujo incluyendo la costa desierta de la que partía alguien, alcanzando a nado la otra orilla por la que desaparecía detrás de un montículo de arena. ‘Me encanta −supuso que era ella−. Lo pondré en el dormitorio. Eres una artista. Millones de gracias’. ‘No las merece’. Durante el fin de semana estuvieron colocando las pocas pertenencias acumuladas y sacando brillo a los azulejos del baño y de la cocina. Solamente cuando el niño demandaba su atención aflojaban el ritmo. A última hora del domingo, recién duchadas y a punto de preparar algo de cena, sonó el telefonillo. ‘¿Esperamos visita?’. ‘No, que yo sepa’, −contestó la africana−. Treinta minutos después Binta e Ismael corrían por la playa soltando adrenalina. ‘Organizan otra misión, ¿verdad?’, −pregunta él−. ‘Sí, falta menos de un mes’. ‘¿No vas con ellos?’. ‘Qué va, entorpecería sus labores. Los recuerdos paralizarían todos mis sentidos, y, en lugar de serles útil, tendrían que atenderme a mí’. ‘¿Crees que yo encajaría en alguna?’. ‘¿Por qué no? Reúnes requisitos más que suficientes para hacerlo’. ‘No sé. Me preocupa mi posible reacción, el no poder controlar los impulsos después de lo que viví’. ‘Comprendo, pues precisamente para gestionar dicho sentimiento hay voluntarios que, ya en tierra firme, practican entre ellos, a veces sin el apoyo profesional de psicólogos, “técnicas de Ventilación Emocional”. ¿Lo conoces?’. ‘¿Qué es?’. ‘Consiste en expresar las emociones que oprimen, lo que uno ha visto y le ha marcado. Es una manera de canalizar hacia el exterior ese malestar que nos cierra el estómago en un puño’. ‘Cuando me decida seguro que lo necesitaré’. Oscureció de repente. Ni siquiera distinguían sus propias sombras, y empezaba a subir la marea. Dieron la vuelta y, como siempre que estaban juntos, les pareció que el mundo se detenía, que contenía la respiración para no contaminar sus reflexiones. El contador de una nueva experiencia para él había iniciado la cuenta atrás. Ella lo intuía, y por eso le tranquilizó: ‘Todo irá bien’.
          Gracias por acompañar a mi padre’. ‘A ti, porque con tus argumentos has contribuido a despejar mis dudas, haciendo que la decisión a tomar sea pan comido’. A la mañana siguiente, Ahmad Abu-Abbad e Ismael Ruiz partieron a bordo del Sin Muros. El capitán, tras darles la bienvenida, aclaró: ‘Nosotros no somos sus niñeras, han de cuidarse ustedes. Y, si las cosas se ponen jodidas, acatarán mis órdenes para evitar consecuencias mayores. ¿Estamos?’. ‘Sí, vamos, nos ha quedado cristalino’, −responde el madrileño con ironía−. ‘Mi compromiso es que lleguen sanos y salvos hasta la línea fronteriza de Oriente Próximo, punto de encuentro con la Media Luna Roja, que se encargará de llevarlos a Beirut. Pero si tengo que variar el rumbo por cualquier incidencia lo haré, aunque eso retrase su viaje’. ‘La organización nos ha explicado cómo funciona esto, lo entendemos y aceptamos las condiciones. Esté tranquilo que no causaremos ningún embolado’. 
          Durísimas jornadas de trabajo inagotable traían a los hombres de cabeza desde la salida del sol hasta su puesta, en un sin parar revisando el material, reforzando los turnos de vigilancia y manteniendo asépticas las zonas comunes. Los turistas, llamados así por la tripulación, no abandonaban el camarote salvo para lo estrictamente necesario. Callados, reflexivos y cautos en las expresiones, medían las palabras para no alarmar al otro con conjeturas desmoralizadoras. Pero el sosiego dio un giro radical cuando un chirrido como de descarrilamiento los sacó del estado de levitación en el que se hallaban. El barco se había parado en seco. Subieron a cubierta. ‘¿Qué ocurre? ¿Por qué nos detenemos?’. Nadie contestó. Se acercaron al borde enfocando la vista en la dirección donde miraban los demás. Y fue entonces que, delante de sus narices, tenían las mismas imágenes que a menudo sacaban en los telediarios: desde un puñado de pateras a la deriva, entre cadáveres que no sobrevivieron a la travesía, unos náufragos pedían abatidos auxilio en semi silencio. Por las venas de los presentes corrió la vergüenza de formar parte de una sociedad que consiente deshumanizada, con discursos huecos, el genocidio de los contemporáneos convertidos en invisibles. ‘Jefe, ¿a qué coño espera? Vayamos rápido, puede salvarse alguno’, −dice el vigía, con un pie en la lancha…




12.
¿Qué tal sigue Adrián? A ver si saco un hueco y voy a verle’. ‘Bastante mejor. Pero ya sabes lo quejica que es, que en cuanto tiene algo se pone pesadísimo. Deseando que empiece con la rutina habitual, en casa se consume, y mi paciencia está llegando al límite’. ‘Oye, que se venga a la oficina. Allí siempre hay faena’. ‘Mira, no es mala idea. Se lo diré’, −ambas se echan a reír−. ‘¿Qué te ha parecido la reunión?’, −pregunta Binta−. ‘Como todas: mucho tiempo perdido y pocas soluciones sobre la mesa’, −responde Jasmin−. ‘Estoy de acuerdo’. Regresaban de un encuentro entre colegas de organizaciones no gubernamentales y una representación de los ministerios de Fomento e Interior llegados a Barcelona, para tratar el tema del bloqueo que determinados países europeos ejercen en el Mediterráneo central, impidiendo las labores humanitarias de salvamento. ‘Menos mal que nuestro barco pudo zarpar, porque los demás están varados en los muelles a la espera de recibir el “despacho de buques” para salir lo antes posible’. ‘Ya. Dicen que no garantizan la seguridad óptima en el traslado de migrantes en largo recorrido. Pues que yo sepa nunca hemos tenido problemas en ese sentido. El director de Proactiva Open Arms pide que se lleve el caso hasta el Tribunal Internacional del Derecho del Mar de Hamburgo’. ‘No lo conocía. ¿Cuáles son sus competencias?’. ‘Pues, mira: desde trazar la frontera marítima en la bahía de Bengala entre Bangladés y Myanmar, hasta obligar a Guinea a indemnizar a los tripulantes del barco SAIGA, retenido por suministrar combustible a embarcaciones pesqueras frente a sus costas. En fin, que estos son solo dos pequeños apuntes. ¿He satisfecho tu curiosidad?’. ‘Por supuesto. ¿Cuántos son?’. ‘21 magistrados’. ‘¡Vaya tela la que tienen encima!’. ‘A ver si deliberan y podemos reanudar pronto nuestra actividad’. ‘Ojalá sea así. Pero lo cierto es que, mientras tanto, cientos de personas mueren ahogadas sin que sus vidas importen mucho’. ‘Bueno, cuando estás en plena misión eso cambia, y lo que verdaderamente cuenta es rescatar a cuantos más, mejor’. ‘Será que ahora la empatía no concilia con el sentido común’. ‘Será’. ‘¿Hacia dónde vas?’. ‘A la tetería del amigo de tu padre’. ‘Te acompaño’. ‘Claro. Así te conoce, que ya tiene ganas’.
          Capitán, ¿a qué esperamos?’, −dice uno de los pilotos−. ‘Da la orden y vamos a buscarlos’, −añade otro−. ‘Que se nos mueren, coño’, −apunta un tercero−. ‘No me toquéis los huevos. De sobra sabéis que sin autorización no puedo hacer nada. ¿Cuántos barcos aparecen en el radar además del nuestro?’, −pregunta a su segundo−. ‘De momento, ninguno’. ‘Intenta hablar con la oficina, a ver si hay acuerdo y podemos actuar’. ‘Ahora mismo, jefe. ¿No sería mejor que ellos volvieran abajo?’, −refiriéndose a los dos hombres−. ‘Que hagan lo que quieran. No me preocupa’. Ahmad Abu-Abbad e Ismael, incapaces de reaccionar, se echaban las manos a la cabeza, confundidos por la pasividad de la tripulación, que parecía un convidado de piedra ante el horror que sucedía unas millas más allá. ‘¿Es que no van a hacer algo? ¿Dónde queda ese espíritu solidario del que tanto alardean?’, −dice el beirutí todo crispado−. ‘Traslade esa pregunta a los políticos, que nos tienen atados de pies y manos. Si actuamos por nuestra cuenta, ya nos podemos ir olvidando de volver a navegar el resto de nuestros días, y eso ninguno lo queremos, ¿verdad? Por tanto, cada cual a lo suyo, atentos a lo que pasa en el agua y listos por si acaso. A ver, uno de vosotros que se dedique en exclusiva a localizar a alguien de Catalunya para que nos informe de la situación y de las consecuencias que puede acarrear a la organización si nos saltamos las reglas y vamos a por los náufragos. Lo siento, caballeros −se gira hacia los turistas−. He de retrasar su llegada’. A uno de los botes se le soltaron varios cabos, dejándolo en suspensión, golpeando contra la eslora y con peligro de perderlo. Cuando lo estaban asegurando de nuevo, avistaron compañía a lo lejos. ‘¿Es un buque mercante?’. ‘No sé’, −comentan−. ‘Parece un crucero lleno de pijos. Lo digo por las luces en cadeneta’, −sueltan desde el fondo−. ‘Seguro que van borrachos perdidos y haciendo el ridículo con los bailes de salón’. −se carcajean−. ‘Lo que yo os diga: apariencias a bajo coste’. ‘Bueno, vale ya de gilipolleces’. El estremecedor silencio emergente de la profundidad del mar, cercado por los duendes que no te dejan la conciencia tranquila, borró las huellas del siniestro como si nunca hubiera existido y las personas perecidas en él tampoco. Tras varias horas intentándolo, al fin consiguieron hablar con Jasmin. Como se temían, los rescates humanitarios seguían en punto muerto. Se miraron, arrancaron la maquinaria y comprendieron que, por el tiempo transcurrido, probablemente no quedaría nadie con vida. Sin embargo, saltándose las reglas del juego, llegaron hasta el lugar del siniestro y confirmaron la tragedia. ‘Capitán, vámonos, que por esos ya no podemos hacer nada’. Había que estimularse y recomponer fuerzas, respirar hondo, recopilar datos y denunciar después. Los primeros rayos del sol de esa nueva jornada descubrieron en el horizonte lo que sin duda sería la costa libanesa y una carga inesperada de emociones aguardando a sus visitantes…
          La mirada expresiva de Abul Khan apenas tenía brillo, y de su rostro desapareció esa mirada cándida que dedicaba a los que tenían el detalle de hacer un alto en su local, para saborear el delicioso té que con esmero preparaba él mismo. De los altavoces salía el nítido sonido de flautas transportando a otra época lejana. Las dos mujeres, sentadas en la terraza, redactaban el informe de la asamblea para presentar en la junta de dirección. el dueño las interrumpió. ‘Hola, Binta’. ‘¿Qué tal, amigo?’. ‘¿No está la bebida a vuestro gusto?’, −refiriéndose a las infusiones−. ‘Sí, sí. Uy, estamos aquí, mano a mano, peleándonos con un tema de trabajo, y se nos ha ido el santo al cielo’. ‘Vaya. Ahora digo que os traigan otra y arreglado’. ‘Mira, te presento a Jasmin’. ‘Eres la hija de Ahmad Abu-Abbad, ¿verdad?’. ‘Correcto’. ‘Tu padre habla mucho de ti. No te alarmes, sólo cuenta lo bueno’, −se sonríe−. ‘Encantada’. ‘Lo mismo digo’. ‘¿Cómo va lo de tu sobrino?’. ‘Igual. Sin noticias’. ‘Pero vinieron de Médicos Sin Fronteras a hablar contigo, ¿no?’. ‘Claro. Y dijeron que volverían en cuanto supieran algo’. ‘Conozco el problema, ella me lo ha contado. Le propongo lo siguiente: mi esposo está convaleciente y aburrido, así que le vamos a encargar que se ocupe del asunto de su familiar’. ‘Magnífica idea, y de paso tú te liberas’, −asiente−. ‘Necesitaremos una descripción del chico. Hay que pasarla a los centros de acogida, hospitales, albergues…’. ‘Aguarden un momento. Buscaré una foto de hace dos años, es la única que tengo. Nació mucho después de partir yo, pero, por lo que sé, es igualito que mi hermana, que de todos nosotros ha sido la más guapa’. ‘También nos orientaría bastante reconstruir, con la madre y demás miembros, los últimos días del muchacho: a quién vio, dónde estuvo…’. El bangladesí reprodujo la conversación telefónica, sus temores, las sospechas y esa maldita intuición que deseaba le fallara. ‘Intentaremos que uno de los nuestros llegue hasta allí, −dijeron−. Verá cómo al final todo se arregla’.
          Acabada la segunda lavadora con ropa delicada de color, Kesia la tendía en la galería cuando escuchó una voz identificándose como funcionario de la Sede de Extranjería en Barcelona. Alarmada, puesto que su situación todavía era irregular, cogió el cesto con las cuatro prendas arrugadas y, aguantando la respiración para que el niño no llorara, cerró la puerta muy despacio, agudizando el oído. ‘Mire usted. Yo no salgo de mi casa más que para ir al médico o comprar comida en las tiendas del barrio. La vecindad cambia a menudo, y de los antiguos soy la única que queda, los demás están muertos’. ‘Me parece muy bien lo que dice, señora. Pero yo le pregunto si en la finca viven inmigrantes’. ‘Pues eso le digo, que estoy mal de la vista y no me fijo. Además, que luego se declara una guerra y me fusilan en la tapia del cementerio. ¡Quite, quite!’. El tipo dio media vuelta, seguro de que la vieja no ayudaría. Probó en otros pisos, también sin éxito. Binta subía siempre andando hasta la quinta planta. Sabía que, al dar la vuelta al penúltimo descansillo, oiría abrirse la mirilla de enfrente. Sin embargo, esa vez se equivocó, porque fueron dos vueltas y media de cerradura. ‘Ven, niña −dijo la anciana−. Pasa, no te quedes ahí, que nos vigilan’. −aunque al principio dudó, aquella viejita le inspiraba tanta ternura que lo hizo−. ‘Dígame, ¿qué necesita?’. Pero el favor se lo iba a hacer la abuela, contándole con todo lujo de detalles la visita que acababa de despachar. A la senegalesa se le dispararon las alarmas, y no precisamente temiendo por ella. Agradecida por la lealtad y discreción, prometió que más tarde le llevaría un tazón de arroz con leche.
          Kesia, agachada en cuclillas, repetía unas plegarias en su lengua materna. ‘No te pongas así, cariño. Nadie te va a sacar de aquí, pero tenemos que ser prudentes hasta que tengas en regla el permiso de trabajo, que será en el momento en que regrese Ismael’. La africana, abstraída, invocaba a los dioses agitando una especie de amuleto cerca del pecho. Y, justo cuando le iba a decir algo a la otra, tocaron por segunda vez el timbre de la puerta… 




13.
¡Lo que has tardado en abrir!, ya me iba’, −dice Adrián−. ‘Perdona, pensé que serían otra vez ellos’, −responde Binta−. ‘¿Quiénes? Toma, he traído carquinyolis’. ‘Entonces haré café’. Y, mientras degustaban esa pequeña merienda, la senegalesa narró el episodio según se lo contó la anciana, incluyendo que sus propios miedos despertaban cada vez que tocaban al timbre. ‘¿Habéis notado en los vecinos algún comportamiento extraño?’. ‘No sabría decirte, la verdad’. ‘¿Acaso en el casero?’. ‘Bueno, a ver, que sólo le hemos visto en un par de ocasiones: cuando nos enseñó el piso y en la firma del contrato. Tampoco puedo concretar si nos observaba de tal o cual manera. Nosotras íbamos a lo que íbamos’. ‘Oye, no te pongas a la defensiva conmigo. Es sólo que la policía no se presenta porque sí’. ‘¿Qué insinúas?’. ‘Justo lo que estás pensando’. Aunque tenía grandes dificultades para seguir las conversaciones, y la mayoría de las palabras eran incomprensibles para ella, Kesia escuchaba con absoluta atención mientras acunaba al niño dormido en su regazo. Si se daban cuenta cambiaban al francés para que lo entendiera mejor. ‘Deja que haga algunas averiguaciones, quizá descubramos si ha habido alguna filtración’. ‘Tenme al corriente de todo, por favor’. ‘Vengo de la tetería por el asunto del sobrino. Conservo la amistad con el hijo díscolo de un antiguo diplomático de Oriente Próximo. Ayer le escribí un e-mail. Supongo que todavía mantiene buenos contactos. Vamos a intentar dar con el muchacho’. ‘¿Te encuentras mejor?’. ‘Aún me molesta un poco la espalda, pero creo que estoy en la recta final de la recuperación’. Pensaba marcharse, y seguramente nunca volvería a probar un manjar igual. Por eso, la mujer africana saboreaba el dulce relamiéndose los labios, perpetuando en el paladar el recuerdo de la almendra crujiendo entre los poros de la galleta. Consciente de que el largo camino recorrido hasta llegar ahí iba a torcerse en cualquier momento, sorprendió a sus amigos. ‘Mañana, antes de que amanezca −chasca la lengua−, marcho para Alemania’. ‘¿Tú te quieres ir?’. ‘No, pero si no lo hago complicaré vuestras vidas’. ‘Pues no se hable más. Te quedas’. ‘Binta y yo nos vamos a la rueda de prensa. No abras a nadie’. ‘Volveré en cuanto acabe. Hoy hago yo la cena’. −Ambos acarician al pequeño, que ya estaba despierto−. ‘De acuerdo’.
          Buenas tardes. Gracias por acudir puntuales a la cita. Somos la tripulación del “Sin Muros”, un barco mediano encargado de suministrar alimentos, material sanitario o lo que precisen otras ONG desplazadas en alta mar. También participamos en operaciones de rescate trayendo a heridos que, por su gravedad o particular circunstancia, no pueden esperar una evacuación ajustada al protocolo. Como todos ustedes saben, ahora las embarcaciones de salvamento humanitario están bloqueadas en los muelles, porque dicen que sus instalaciones no reúnen suficientes garantías para el traslado de migrantes en largo recorrido. Sepan que nunca ha habido problemas en ese sentido. −Mira uno por uno a cada periodista acreditado−. Les hemos convocado para denunciar lo vivido hace pocos días frente a la costa de Alejandría. En viaje de recreo al Líbano navegábamos con gente afín a nuestra causa y… Como capitán −hace una pausa, que descentra la atención de los presentes, respira hondo y, para no acaparar protagonismo, continúa−: compañeros, seguid vosotros’. ‘En el límite de la distancia permitida paramos a informar por radio de que había un naufragio, y solicitamos autorización para localizar supervivientes’, −dice consternado el cocinero−. ‘Avanzaba el reloj salpicando en el minutero el silencio mortífero que antecede a la morgue −el piloto toma el testigo−. Intuimos que la demora complicaría la labor de encontrar a alguien vivo’. ‘Denegada la petición −prosigue el patrón−, era incontable el número de cadáveres flotando. Por esa razón queremos dejar constancia de que las pateras corren un mayor riesgo de hundirse sin la presencia de buques de organizaciones humanitarias recorriendo los puntos vulnerables de llegada a Europa.’. ‘No obstante, aun sabiendo que están más solos que nunca −Adrián se incorpora al grupo−, el hambre, la necesidad de respirar, el túnel donde no ves la salida, la angustia de saberse perseguido o el haberlo perdido absolutamente todo, solapan el precipicio del abismo que la desesperación no deja ver’. ‘¿Insinúan que falla el sistema?’, −dice alguien al fondo de la sala−. ‘La pregunta sería: ¿qué se ha dejado de hacer para que no funcione?’, −remata Binta.
         Jamal Kundu no hallaba la forma de avisar a su tío Abul Khan y ponerle al corriente de la situación tan delicada que vivía y de los momentos de debilidad y sufrimiento, incrementándose dentro de sí las ganas de tirar por tierra sus sueños y desandar el camino. Parecía que habían pasado siglos cuando, estando todavía en Bangladés, ultimando los detalles para el desplazamiento por la zona de la India, alguien comentó que era mejor hacerlo por Birmania y embarcar hasta Somalia. Una vez allí, alcanzar Ceuta y saltar la valla a territorio español. Sin embargo, nada salió según lo planeado. Durante la durísima y peligrosa ruta atravesando parte del Magreb, fue uniéndose a distintos grupos que también partieron de la miseria y de la esclavitud de sus países en conflicto. La mayoría de las veces transitaban de noche, preferiblemente los días sin luna y evitando en la medida de lo posible hacerlo en campo abierto. Cruzaban llanuras arrastrándose por el suelo o mesetas esquivando su propia sombra para evitar que les delatara. En esas estaban cuando una panda de bandidos, con fusiles de asalto, les tendió una emboscada. Fueron horas de sufrimiento oculto detrás de unos matorrales, siendo testigo de la brutalidad con la que los forajidos arremetían contra aquella pobre gente indefensa. Al borde de la madrugada, antes de aparecer las primeras luces que dejasen al descubierto la escena del crimen, se fueron, levantando tras de sí una gran polvareda. Algunas de las mujeres, a las que habían violado repetidas veces, buscaban a los maridos entre los muertos con claros signos de tortura, mientras que los niños, ya huérfanos, permanecían sentados entre los cadáveres. Contó tres puestas de sol completas e, iniciándose la cuarta, se obligó a salir de allí. Se incorporó con cuidado, asomó la cabeza comprobando que no había nadie, apartó hacia un lado un balón hecho de trapo, encajó la mirada en el horizonte y se propuso no volver la vista atrás. Pero, a menudo, revivía aquel trágico episodio. Así que, sin dinero para continuar el periplo, esperaba un golpe de suerte merodeando las proximidades de la frontera de Argelia con Marruecos. ‘¡Alto ahí! No te muevas. ¿Dónde crees que vas?’. ‘Don’t shoot. Don’t shoot. Don’t shoot…’.
         Vislumbrar la panorámica de la bahía de San Jorge, en concreto la parte oriental donde se ubica el puerto de Beirut, aceleró el corazón de Ahmad Abu-Abbad, encallado en la marisma de un sentimiento no definido. Desembarcó con las expectativas puestas en la esperanza de encontrar rostros conocidos, edificios que se mantuvieran en pie a pesar de las dentelladas de la guerra en sus fachadas, y recuerdos escondidos entre las esquinas de una época con matices más agradecidos. Ansiaba llegar a la Plaza de los Mártires, cerca de la Mezquita de Al- Amín, para enseñarle a Ismael El Dome, que en los años 50 fue el primer cine y el más grande de la ciudad. ‘¡Madre mía! Es impresionante’, −dijo el madrileño−. ‘Fíjate bien en la estructura y su forma. ¿A que parece completamente un búnker?’. ‘Es verdad. Seguro que ha servido de hospedaje a más de un mandatario’. ‘¡Cómo lo sabes! Mientras duró la contienda estuvieron ahí metidos, a salvo de los bombardeos’. ‘En fin, habrá ocasión de verlo todo con detenimiento. Ahora lo prioritario es buscar a tu nuera’. ‘Cierto. Vayamos, pues’. La casa de su hijo tenía toda la pinta de llevar deshabitada bastante tiempo. A través de la única ventana con los cristales rotos vieron la ropa esparcida, adornos hechos añicos, juguetes mutilados, comida echada a perder y, lo más impactante: la palabra “terrorista”, escrita en árabe, de lado a lado de la pared. ‘Salgamos de aquí, amigo’, −sugirió el más joven antes de que al otro le diera un amago de vahído−. ‘Sí, será lo mejor. A los chicos ni pío −dijo mirándole a los ojos−, hasta que no sepamos qué está pasando’. ‘Como quieras’. Se les acercó un hombre con un pañuelo palestino en la cabeza, arrastrando las babuchas desgastadas. Se alisó la barba. ‘¿Están interesados en comprarla?’. ‘¿Es suya?’. ‘No, pero podría serlo’. −Sacaron algunas libras libanesas para obtener más información−. ‘¿Sabe dónde encontrar a los que vivían aquí?’. Pero el pánico descompuso al anciano, que retrocedió gritando: ‘Están malditos, están malditos, están malditos…’.
          En la recepción del Embassy Hotel, sentados en los incómodos sillones de cuero rojo, aguardaban la visita de un enviado del consulado para darles la bienvenida oficial a la capital del Líbano. ‘¿Monsieur Ahmad Abu-Abbad?’, −transmitía por megafonía una voz enlatada−. ‘Sí, soy yo’, −aclaró en el mostrador−. ‘Tiene una llamada internacional, puede contestar desde ahí’, −señalaron a un locutorio improvisado detrás de las cortinas−. ‘Papá, ¿me escuchas bien? ¿Habéis averiguado algo?’. ‘¿Qué tal, hija? No, aún nada’. ‘Pero sí habrás visto a la familia, ¿no?’. ‘Bueno, como quien dice, acabamos de tomar tierra y casi nos estamos instalando’. ‘¿Estás bien? Te noto un poco raro’. ‘Anda, no supongas lo que no es. Y ten paciencia, que en cuando me entere te llamo. Ahora tengo que colgar. Cuídate, cariño’. ‘Oye, espera un momento, dile a…’. Ismael se apoyó en una columna, quedando en segundo plano, cuando el asistente del embajador, nervioso e insensible, dijo que de Hassan Abu-Abbad, así como de su esposa e hijos, no había rastro alguno. Y que lo prudente y aconsejable era que volvieran a España hasta saber algo concreto. Observaba a Ahmad ahogándose en la pena y se sentía incapaz de ayudarle. Un botones, con el uniforme dos tallas por encima de la suya, le dio una nota que ponía: Llámame. Jasmin…


14.
Jamal Kundu se reponía de una infección intestinal, adquirida por ingerir agua no potable, que le mantuvo al borde de la muerte durante algún tiempo. Activistas próximos a la ONG Áfricadirecto lo encontraron vomitando por la calle y con diarrea. Así que, a través suyo, y mediando también Médicos del Mundo, le llevaron hasta un campo de refugiados en la provincia de Tinduf, donde recibió asistencia hospitalaria. Al principio, aquello lo tomó como un retroceso en su peregrinaje, después, pensándolo con tranquilidad, vio claramente que se abrían dos posibles vías para alcanzar su objetivo: una por Mauritania hacia el Sahara Occidental para embarcar hasta Huelva o Málaga, y la otra por la ruta de Marrakech, Casa Blanca, Rabat y cruzar el Estrecho. Pero para eso aún estaba muy débil. A pesar de que allí las condiciones de vida eran bastante duras, el simple hecho de dormir a cubierto y tener asegurada al menos una comida al día significaba muchísimo para él. La enfermería era un rectángulo con techo de lona que se hacía inhabitable en época de lluvia. Un joven de aproximadamente veinte años gritaba a todo el que se le acercase: don’t shoot. Entre quejidos y rebeldías caía la noche, consumiendo las lámparas de gas poco a poco. El misionero que hacía el turno hasta muy entrado el alba se situaba cerca del muchacho, Jamal en la cama contigua. ‘¿Hace mucho que está así?’, −pregunta al monje−. ‘Desde que ingresó. El pobre presenció la ejecución de sus padres, hermanos y abuelos, y todavía no lo ha superado. A veces se escapa, y cuando vuelve viene enganchado al opio, lo que agrava aún más su delirio’. ‘Supongo que será muy complicado llevarle a un centro especializado desde aquí, ¿no?’. ‘¡Uf!, imposible. No interesa, ni es rentable para la sociedad. Nadie apuesta por alguien así. Si algún desaprensivo o las sustancias que le dan no le matan, morirá de frío alguno de estos inviernos’. ‘¡Puta vida esta!’. ‘Y tú, ¿adónde vas?’. ‘A España. A montar una carpintería, casarme con una chica guapa, tener montones de niños, sacar a mi madre de Bangladés y bañarme en la playa sin mirar para atrás’. ‘No está nada mal, sí señor. Nada mal’. ‘¿Usted me ayudaría a buscar la manera de llamar por teléfono a la familia?’. ‘Hijo mío, lo más que puedo hacer por ti es rezar…’.
          Kesia apenas salía de casa. Trabajaba sin descanso un paisaje semi abstracto donde nada estaba definido y todo guardaba significado, quizá porque reflejaba así su propio estado de ánimo. ‘Vente a cenar. Voy con amigos de la comunidad senegalesa. Ya sabes que nos reunimos los viernes’. ‘No puedo dejar solo al niño’. ‘Mujer, eso no es problema. Seguro que a Jasmin no le importará quedárselo’. ‘No me atrevo’. ‘Pues yo sí. Además, cambiar de aires te vendrá de maravilla’. ‘Tengo miedo. ¿Y si alguien me reconoce y me llevan a comisaría?’. ‘No pasará nada. Confía en mí. Desde que cerraron el local de copas que había en la plaza ya no somos el centro de atención para la policía. Aquellos insensatos traficaban con seres humanos y, de alguna manera, éramos vulnerables de caer en sus redes’. ‘Tampoco tengo ropa adecuada para salir’. ‘Eso no es excusa. Vayamos a mi armario’. 
          La velada estaba saliendo redonda, y la mujer africana se alegraba cada vez más de estar con esa gente tan acogedora. ‘¿Cómo sigue tu prima?’, −le preguntan al mayor del grupo−. ‘Jodida. Preparamos su marcha. Tiene miedo de que estando aquí de manera ilegal le quiten a la niña, y piensa que si no va de inmediato corre muchísimo peligro’. ‘Si te parece hablo con mis jefes, a ver si ellos pueden hacer algo’, −ofrece Binta−. ‘La solución sería que pariera en terreno neutral’, −apunta otro−. ‘En el mar es complicado, los barcos continúan en los muelles a la espera de soluciones −añade la senegalesa−. Pero ya sabéis que a los chicos de mi organización no se les pone nada por delante, y si lo que está en juego es evitar que una vida caiga en desgracia, ellos lo dan todo. Bueno, lo vamos a intentar’. ‘Te lo agradezco de todo corazón, −concluye el hombre, quien cae en la cuenta de la presencia de la nueva invitada, y dice−: Perdónanos, te estaremos aburriendo. ¿Cómo era tu nombre?’. ‘Me llamo Kesia’−responde sin levantar la vista del plato−. ‘Eres africana, ¿verdad?’. ‘’. ‘Si te apetece compartirlo con nosotros podrías contarnos tu historia’. ‘No es interesante’, ‘Bobadas −suelta su compañera de piso−. Ahí donde la veis es toda una artista y profesional de la pintura’. Pero ella no se sentía cómoda, tal vez porque la cultura recibida era la del sometimiento, la de la lengua quieta, la de la mirada perdida en el vacío. No obstante, tampoco le parecía correcto dejarles con la sensación de ser una desagradecida, y menos aún defraudar a su amiga, por eso hizo de tripas corazón y comenzó a narrar. ‘Yo también dejé atrás mi país para que mi niño, nacido en alta mar, pudiera contar con la claridad de un horizonte más justo…’.
          Era principios de octubre y el Embassy Hotel, como otros alojamientos públicos, colgó el cartel de completo. Se celebraba el Festival Internacional de Cine de Beirut, lo que complicaba desenvolverse por la ciudad, llena de curiosos a la caza del autógrafo de algún famoso que se dejase ver, y de amantes del Séptimo Arte desplazados hasta allí para disfrutar de un espectáculo cien por cien libanés. Ahmad Abu-Abbad e Ismael buscaban a Hassan por los rincones más insólitos de la metrópoli. ‘¿Cuándo le vas a decir a tu otro hijo que has venido y lo que está pasando con su hermano?’. ‘No nos hablamos. Ya te expliqué que no me perdona que sacase a su madre del país’. ‘Lo entiendo. Aunque esto es especial y podría orientarnos mucho mejor. No sé, piénsalo’. ‘No voy a cambiar de opinión’. ‘Pero quizá él esté dispuesto a olvidar el pasado, –el hombre negó con la cabeza− tú verás’. Al final del día, como unos turistas más, vestidos de punta en blanco, iban a tomar algo en la calle Armenia, donde se reunían en el Mar Mikhael con su contacto de la Media Luna Roja a compartir información. ‘¿Alguna novedad? Nosotros tampoco hemos tenido suerte’, −confiesa el beirutí−. ‘Lo que les voy a decir es una filtración que me ha llegado por una vía que no es la habitual, por lo tanto, habrá que manejarla con sumo cuidado. Parece ser que, poco antes de perderle el rastro, viajó a Siria con un grupo de radicales’. ‘Es extraño que mi nuera no lo mencionara’, −se quedó muy callado y con la mirada distraída−. ‘Puede haber sido captada como esclava sexual’. ‘Se supone que esta capital es igual de segura que cualquiera de las europeas. Entonces, ¿cómo pueden desaparecer personas así sin más?’. ‘De sobra sabe usted que en todos los sitios ocurren cosas inexplicables’. Mareados de tanto ruido y con picor de ojos por el humo de las shishas, se despidieron hasta el siguiente encuentro, que tendría lugar varios días después. A mitad de camino Ahmad le pidió a su amigo que regresara solo, porque él se iba a rezar a la mezquita. El silencio de la habitación era aterrador, semejante al de las vistas de la ventana que daba al final de un callejón sin salida. A Ismael le superaba la situación de incertidumbre y el misterio que rodeaba aquella historia, pero concilió el sueño amarrado a la idea de comprobar por sí mismo, a la mañana siguiente, si el malecón se parecía tanto al habanero como le habían asegurado…
          El avión donde viajaba Abul Khan aterrizó en el Aeropuerto Internacional de Daca-Hazrat Shahjalal, en Bangladés, tras atravesar las turbulencias de un estrecho pasillo. El taxi le llevó directo al hospital. El viejo edificio al que en numerosas ocasiones acudió siendo niño, para ser tratado de un problema congénito en el oído, se mantenía en pie, aunque absolutamente deteriorado y masificado. Llegó hasta una especie de recepción abriéndose paso como pudo, y se identificó para que le indicasen dónde estaba su hermana. Sin embargo, le metieron en el despacho del médico que llevaba su caso. ‘Siéntese, por favor’. ‘Estoy bien así, gracias’. ‘Hágame caso, porque no es agradable lo que tengo que decirle’. ‘Si no le importa primero preferiría ver a Salma’. ‘Por supuesto, pero antes tendrá que escucharme. Realizadas una serie de pruebas concretas, en base a los síntomas que presentaba, hemos llegado a la conclusión de que la señora Kundu padece Nipah Virus, habiendo entrado ya en la encefalitis, que es la complicación más importante que tiene esta clase de infección’. −El bangladesí estaba pálido−. ‘¿Puede explicarlo de una manera más sencilla para que yo lo entienda, por favor?’. ‘Desde luego. Verá, se transmite a través del contacto directo con murciélagos, que es la principal fuente, con cerdos o con personas que ya estuvieran infectadas. Lamentablemente no hay mucho que podamos hacer’. ‘Sin embargo, imagino que le habrán preguntado si estuvo cerca de alguna de las tres posibilidades que dice, ¿no?’. ‘Es que ya no hablaba’. ‘¿Es mortal?’. ‘’. ‘¿Cuánto le puede quedar?’. ‘Apúrese…’.
          La tripulación del Sin Muros, a petición de la chica de la oficina, que para sus costumbres llegó tarde, se congregó en una taberna a la que iban a menudo cerca del puerto. ‘Capitán, ¿qué ocurre? ¿Levantan la veda?’. ‘Sé lo mismo que vosotros’, −respondió con brusquedad−. ‘Tú mandas, pero nosotros estamos arruinados, y como esto se prolongue mucho más tendremos que buscarnos la vida’, −por los gestos de los demás parecía que el piloto hablaba en nombre del todos−. ‘Me han ofrecido trabajo por horas en una hamburguesería de comida rápida. Jefe, aún no les he contestado. Contigo hasta el final’, −alza la voz el cocinero con los párpados empapados−. El patrón se quedó enmudecido cuando Binta, Jasmin y su marido hicieron acto de presencia, y mucho más cuando la senegalesa empezó a hablar. ‘Sabemos que lo que os vamos a pedir es muy arriesgado, y conste que entenderemos a quienes se quieran echar atrás. −Reprodujo lo más esencial de la conversación mantenida en la cena−. Hasta donde podamos estaréis cubiertos como lo hemos hecho siempre. Pero tampoco os quiero engañar, ya que llegado un punto dependeréis solamente de la gran profesionalidad que tanto os define como equipo y como activistas’. −Continúan los otros−. ‘Necesitamos llevar a bordo a una mujer para que dé a luz en tierra de nadie. Nos acompañará el sanitario de otras veces y yo también iré −confiesa Adrián todo emocionado−. ¿Qué me decís?’. ‘¿Cuándo salimos, compañeros?’. ‘Muchachos: soltad amarras…’.




15.
La capacidad de resiliencia y superación de Jamal Kundu rebosó todas las expectativas que jamás supuso tener dentro de sí. Sabía que para conseguir sus propósitos era necesario ganarse la confianza de ciertas personas del campamento, con las que estaría eternamente agradecido por haberle rescatado de una muerte segura. ‘Aprieta aquí con fuerza −señala con los dedos−, vamos a hacer un torniquete hasta que llegue el médico y decida’, −dijo el misionero, con quien tenía una complicidad cada vez mayor−. ‘Joder, la pierna tiene un aspecto asqueroso’, −soltó el muchacho tapándose la nariz−. ‘¡Ah, sí! Entonces es que hoy no te has visto bien la cara −ríen con ganas−. Anda, dame esas gasas para limpiar la herida, y busca dentro de la bolsa, hay algo para ti’. El hombre nació en un monte perdido de Galicia, lindando casi con Portugal. A los siete años le mandaron al seminario, y sólo regresó a la tierra natal para el entierro de sus padres. Se ordenó sacerdote, y al poco tiempo cambió la sotana por ropa ligera y una simple mochila donde cabían todas sus pertenencias. Ha recorrido medio mundo al lado de los diferentes, en los hospitales de campaña con los damnificados en los conflictos de Oriente, junto a los explotados en Latinoamérica, o los huérfanos en el Congo. Incluso participó también en una protesta con chilenos reclamando la soberanía del territorio de la Antártida. Pero ya estaba viejo para seguir el mismo ritmo, y ahora tocaba terminar su ciclo de vida ahí, como un refugiado más, ahuyentando la nostalgia sin entornar los ojos e imaginando que, en cualquier momento, en la línea fina del horizonte que se aprecia a lo lejos, aparecerá la costa española dándole la bienvenida. ‘Muchísimas gracias. ¡Una brújula!’. ‘Sí, para que no pierdas el norte’. ‘¿De dónde sacas estas cosas?, −no respondió−. A ver si te haces con algo de té y nos echamos unos tragos’. Continuaron atendiendo a los que llegaban exhaustos del desierto y traían los labios deshidratados y los pies llenos de llagas. ‘Desinfecta esta úlcera −procurando no rozarla, dibuja una circunferencia por encima de la frente de un niño−. Hazlo con sumo cuidado porque la piel de alrededor está desprendida. ¿Lo ves?’. ‘No voy a poder, me mareo sólo de pensarlo’. ‘Respira hondo, de nosotros depende que disminuya un poco la intensidad del dolor, hasta que consigamos un calmante que le ayude a dormir’. ‘Se supone que todavía estoy convaleciente. Y, sin embargo, ¡mira dónde me metes!’. ‘Mucho cuento es lo que tú tienes. Céntrate o no acabaremos nunca’. ‘He decidido salir por Mauritania’. ‘¿Cuándo será?’. ‘No sé…’.
         Sobre las diez de la noche, y con el muelle iluminado tan solo por las luces de algunos pesqueros preparados para hacerse a la mar, Binta y la chica embarazada, a puntito de parir, subieron a bordo del Sin Muros, donde el capitán las esperaba. ‘¿Y el enfermero?’. ‘No tardará, de lo contrario nos iremos sin él’. ‘No sería la primera vez que hacemos de comadronas, ¿verdad jefe?’, −añade otro miembro del equipo habitual, pero el aludido obvia el comentario y siguen con la conversación−. ‘Está muy asustada. Tened mucho tacto, no se crea que el viaje es para deportarla a Senegal. ¿Qué plan vais a seguir?’. ‘Hemos trazado una ruta en base a estas coordenadas, −le da una hoja de papel doblada−. Una vez que alcancemos aguas internacionales y estemos alejados más de 200 millas de cada país cercano, aguardaremos a que nazca el bebé’. ‘¿Y si lo hace antes?’. ‘Pues, a cruzar los dedos para aparecer solamente en el radar de la ONG que después se hará cargo de ellos’. ‘Id con cuidado, compañeros’. Abrazó a la joven pronunciando en francés palabras tranquilizadoras, garantizándole que quedaba al cuidado de buenos amigos que velarían por su seguridad y la de la criatura en camino. Ella asintió y dejo escapar unas lágrimas al tiempo que pasaba su mano por la tripa transmitiéndole sosiego al hijo y la seguridad de que todo iría bien. El sanitario subió a bordo por los pelos y ella les dijo adiós desde tierra firme. Acomodaron a la mujer en el camarote principal, improvisado como paritorio. ‘Creo que viene de nalgas’, −dijo tras la exploración−. ‘No jodas’, −respondió Adrián−. ‘A ver si empieza a dilatar y consigue darse la vuelta’. ‘¿Y si hay que hacer cesárea?’. ‘Ojalá que no’. La temperatura no era excesivamente fría y las olas parecían acariciar la parte baja de la estructura como si fuera una señal de haberlos echado de menos. El piloto prendía el tabaco de pipa conduciendo la máquina con absoluta delicadeza, mientras que el patrón anotaba la fecha en el cuaderno de bitácora todavía sin incidencias. El ruido del afilado cuchillo cortando hortalizas en juliana delataba la felicidad del cocinero guisando para su gente. Reinaba la calma, interrumpida sólo por el ruido del motor, cuando de repente, en mitad de la nada, con el perfil de Barcelona aún visible, ella gritó, y una voz nerviosa decía: ‘Empuja. No te duermas, coño. Empuja…’.
         Beirut alzaba el telón a otra jornada más, mezclando el murmullo de los trasnochadores que volvían de fiesta con la llamada del muecín a la oración. El amanecer empezaba a iluminar el Mediterráneo aún de color ceniza y, a lo lejos, los primeros rayos de sol destapaban el espectacular paisaje que sólo se da en ese rincón del mundo. En el malecón, un pequeño grupo de deportistas calentaba, para el entrenamiento de alguna competición o por puro capricho. Alrededor suyo, un paseador de mascotas, bailando al son de la música de sus auriculares, recogía la hilera de excrementos dejada por los perros. Ismael corría en contra de la brisa aterciopelada que rozaba su piel, ya sudorosa como aviso de que sería conveniente hacer un receso. Se sentó en el muro, tomó perspectiva y dejó que toda aquella inmensidad regenerara sus pulmones. Regresó al hotel tentado de decirle a Ahmad Abu-Abbad que estaba asustado, porque desconocía qué consecuencias podría acarrear para ellos la búsqueda de Hassan. Sin embargo, descartó la idea al verle empequeñecido delante del televisor donde emitían imágenes en directo de varias columnas de humo tras un bombardeo más en Gaza. ‘¿Qué tal? ¿Has pasado la noche en la mezquita?’. ‘Sí, necesitaba pensar y tomar decisiones’. ‘¿Me lo cuentas o estaré sobresaltado siguiéndote como un pelele?’. ‘¿Un qué?’. ‘Nada, es una expresión’. ‘Iremos a visitar a la madre de mi nuera, quizá sepa dónde están. Debo avisarte que el barrio de Haret Hreik, donde viven, fue uno de los más castigados durante la guerra’. ‘Bueno, estoy curado de espanto’. ‘Es chií, y se encuentra al sur de la capital. La mayoría de las oficinas de Hezbolá se ubicaban ahí. La última noticia que supe es que solamente quedaba una en pie’. ‘Vayamos pues cuanto antes’. A través de recepción alquilaron un coche con chófer. El libanés iba muy callado en el asiento trasero del automóvil, y con la emoción visiblemente brotada en sus mejillas. Casi no reconocía las calles por donde pasaban, ahora llenas de contrastes sociales. Se adentraron en la zona más castigada durante la lucha armada −lo sigue estando de alguna manera− y, al final de una cadena de casas medio en ruinas junto a otras de reciente construcción, dieron con la de la familia Mossen. Una anciana que apenas se sostenía erguida, tapada de arriba a abajo, excepto los ojos, les recibió en la puerta. ‘Naima, ¿sabes quién soy? −ella seguía como ausente −. ¿Es que no me reconoces…?’.
         Una amiga de Jasmin, maestra en un colegio público, se sentía muy alarmada por el aumento de xenofobia y racismo que observaba en el alumnado de doce a trece años. Por eso, y viéndose impotente para manejar el asunto, le pidió que fuera a dar una charla sobre las labores que desempeñan las organizaciones no gubernamentales. Aceptó gustosa. Además, con todos fuera, en la oficina había poco trabajo. Atravesando el patio que conducía a las aulas, pensaba que quizá se enfrentaría a un público radicalizado que ejerce el acoso vulnerando el principio fundamental del respeto al semejante. Pero, en la mayoría de los casos, se encontró con que el odio al negro, al pobre, al diferente, lo traían mamado de sus hogares. Se compadeció de su querida teacher −la llamaba así cariñosamente−, comprobando el curso tan complicado que le había tocado en suerte. Uno de los chicos levantó la mano para pedir la palabra. ‘Dice mi padre que los putos extranjeros vienen a robarnos el pan y que aprovechan para operarse de apendicitis o cataratas’, −los demás ríen a carcajadas−. ‘Bueno, eso no es así. Las cosas no nos pertenecen por haber nacido en un determinado sitio, hablar una lengua concreta o ser de raza blanca. Tenéis que aprender que, por ejemplo, la sanidad o la educación son servicios universales, y que, salvo excepciones, la gente viene a ganarse lo que se come’. ‘Ya. ¡Y una mierda! −a la chica le reprendió la directora−, que mi abuelo me ha contado que ellos lo quieren regalado, mientras que nosotros nos quedamos sin dentista ni plazas en la escuela’. ‘Entonces, ¿hay trabajo para todos?’, −preguntan desde la primera fila−. ‘Pues, claro, idiota. He oído decir a mi hermano mayor que si las mujeres se quedasen en casa cuidando de los hijos y del marido, como hacían antiguamente, España iría mucho mejor y habría más trabajo para los hombres’, −unos cuantos exaltados golpeaban en el pupitre con el puño−. Tras el desafortunado comentario machista miró de reojo a los profesores y entendió que debía ceñirse a hablar de aquello para lo que había ido. Proyectó una serie de fotografías hechas por ella que tituló: naufragio y salvamento. ‘Las personas que habéis visto −consiguió captar la atención de los chicos−, tanto los ahogadas como quienes lograron subir a nuestras barcas, se arriesgaron para ofrecer a sus familias un futuro mejor’. ‘¿Tú estabas ahí?’, −preguntó una de las niñas muy interesada−. ‘¿Eres tonta? ¿No ves que es un montaje?’, −apuntó un listillo−. ‘He estado en varias misiones. Veréis, cuando se produce un hundimiento en lo único que piensas es en llegar a tiempo y rescatar a toda la gente que puedas’. Se fue de allí convencida de que sus palabras, al menos en uno o dos alumnos, habían calado.
          Kesia terminó de repasar algunos detalles del cuadro y lo cubrió con un trozo de sábana, dejándolo fuera del alcance del niño, que ya lo tocaba todo. Desde la cena con los senegaleses su interior había saltado por los aires, regresando la firme idea de que tenía el destino lejos de allí…



16.
Los primeros síntomas de la enfermedad dieron la cara en el rango de lo cotidiano: no encontrar las llaves ni acordarse de si había comido, o confundir la fecha de ayer con la de hoy. En cuanto los problemas de orientación y el peligro de no saber regresar a casa se hicieron evidentes, un nieto de Naima tuvo que irse a vivir con ella. Al morir el marido, en un bombardeo a la salida de la mezquita, quedó atrapada voluntariamente en la guarida del abandono. ‘¿Hace mucho que está así?’, −dice conmovido Ahmad Abu-Abbad, acariciando la mano de su consuegra, sujeta entre las suyas−. ‘Menos de dos años’, −contesta el joven−. ‘No sabía nada. ¿Alzheimer?’. ‘Sí, bueno, algo similar. Una clase de demencia que no acaban de diagnosticar con claridad. Tras enterrar al abuelo se encerró en sí. Apenas hablaba, hasta que un día, antes de darnos cuenta, se desmayó en la calle al haber dejado de comer. Permaneció hospitalizada un mes largo, aquejada de “Anemia aguda con deshidratación”, o eso dijeron’. ‘¿Y te viniste aquí?’. ‘No, yo trabajaba fuera, y el médico dijo que estaba muy recuperada. Así que, cuando le dieron el alta, se quedó sola. Al poco perdí el empleo y su situación empeoró, con lo cual desde entonces nos hacemos compañía mutua’. Un mechón blanco de cabello encrespado se escapó del pañuelo, el joven lo colocó en su sitio con mucha ternura, y la anciana en agradecimiento le regaló el resplandor de una sonrisa desdentada. ‘Te preguntarás a qué he venido después de tanto tiempo, ¿verdad?’, −sin ningún interés el chico se encogió de hombros, y el beirutí, ansioso de respuestas, continuó hablando con sencillez−. ‘Yo no sé nada, mis padres murieron hace bastante tiempo y mis hermanos andan dispersos. Somos nuestra única familia’, −la señala−. ‘Quizá oyeras algún comentario que me sirva de ayuda. Piénsalo, es muy importante para mí encontrar pistas que me lleven hasta donde esté mi hijo’. ‘Nos vino a ver −refiriéndose a la nuera−, y se le notaba la tristeza y la preocupación. Además, recuerdo que repitió varias veces algo sobre cárceles kurdas y Siria. Lo siento, no sé más’. Ismael, observando a cierta distancia, intuyó que el chico no era del todo sincero…
          El misionero viajó a la población de Tamanrasset, en las montañas de Ahaggar, al sur de Argelia, para ultimar la salida de su joven protegido con el grupo de activistas que ayudan a migrantes refugiados a alcanzar el deseo de pisar tierras europeas. Mauritania se había convertido en la ruta elegida por más personas, aun siendo una de las más duras y peligrosas. ‘Siéntese, por favor −dice quien le atendió en un cobertizo hecho de adobe−. ¿Él es consciente del riesgo que corre? Nosotros no garantizamos la seguridad de la gente, sólo ponemos los medios a su alcance para avanzar en el peregrinaje. Durante algunos tramos del camino proporcionamos algo de alimento o asistencia sanitaria si se precisa. Pero nada más. Se lo aclaro porque después hay quien nos echa en cara determinadas cosas, sobre todo cuando salen mal’. ‘Sí, no se preocupe, lo sé. Y en cuanto al muchacho, está dispuesto a lo que sea con tal de llegar a Barcelona, donde le esperan’. ‘Perfecto. Entonces activaré nuestro protocolo interno y, en dos o tres semanas, nos pondremos en contacto con usted’. ‘De acuerdo, −aunque hizo intento de levantarse siguió hablando−. Verá, vengo de una comunidad muy pobre que se mantiene gracias a la solidaridad de las ONG con las que cooperamos. Así que, es imposible hacer frente a los gastos que esto genere’. ‘Eso no es problema, hombre. Los inversores anónimos adscritos a nuestra causa lo cubren todo’. El monje se fue esperanzado y con ganas de llegar cuanto antes para explicar su ausencia y la gestión realizada. Sin embargo, en el campamento, mientras tanto… Jamal Kundu, ajeno a los planes del otro, y habiéndose reestablecido sus fuerzas, se puso ropa limpia, dejó una nota escrita encima de la cama y se unió a la caravana que emprendió la marcha hacia el desierto.
          Abul Khan no se movió del lado de Salma, cuyo corazón seguía latiendo a pesar de la gravedad del mal que padecía. Pasaban los días y la mujer se aferraba a la vida, quizá estimulada por la voz de su hermano, que le contaba peculiaridades de la tetería, de los clientes más queridos y del país que le acogió cuando, desesperado, lo daba todo por perdido. Algunas mañanas entraba el médico a pasar visita. ‘¿Cree que oirá lo que digo, doctor Rahman?’, −pregunta al facultativo, fijándose en el nombre que pone en la identificación−. ‘Puede, −responde éste−. Hay estudios que apuntan a una audición casi total, aun estando sedado el paciente, como le ocurre a ella. Identifican los sonidos por separado, familiarizándose con ellos. Por tanto, es muy posible que sí’. ‘Comprendo, aunque me preocupa el hecho de que pueda sufrir o emocionarse’. ‘Bueno, habrá que probar, y pensar que dicho ejercicio va a ser positivo para una mejoría, al menos parcial, ¿no le parece? Se dan casos en los que rescatar de la memoria anécdotas o viejas historias estimulan el cerebro hasta recuperar el conocimiento, lamentablemente parece que esta vez no va a ser posible. Pero estoy seguro de que tiene más paz desde que usted está aquí −le da unas palmaditas en la espalda y gira sobre sus talones−. Resignación, hermano. Resignación’. Esas palabras calaron hondo en él. Se colocó en la cama medio tendido, recostó la cabeza en la almohada y siguió susurrando al oído de ella. ‘No lo digas, estás pensando que estoy tonto, pero te juro que ahora mismo es como si viera a mamá de nuevo preñada, y, a los diez meses justos, de luto por el recién nacido, y vuelta a empezar. No cabe duda de que con nosotros dos echaron sus mejores semillas, ya que seguimos adelante. Por eso, no te rindas, por favor. No te rindas’. A partir de una cierta hora apagaban las luces. El bangladesí tomó un ligero tentempié y se puso en el sillón para estirar las piernas y dar una cabezada, pero, a punto de cerrar los ojos, una de las alarmas de los aparatos a los que estaba conectada saltó con un pitido estridente…
          Siento llegar tarde. Oye, qué buena pinta tiene este guiso’. ‘Es pollo estofado con verduras’. ‘Pues si sabe tan rico como huele, me harás engordar un par de tallas’, −dice Binta, riendo con ganas−. Kesia continuaba sin alterar sus rutinas. Tampoco manifestaba los verdaderos planes que,  con suma delicadeza, tejía paso a paso, a escondidas, ya que lo último que querría hacer era herir los sentimientos de quienes creyeron en ella dándole la oportunidad de construir un futuro con su hijo. No obstante, la primera toma de contacto con su familiar de Alemania se llevará a cabo cinco días después de esa cena…
          Durante tres jornadas consecutivas, las mismas que duró el difícil parto, la mar estuvo violenta y picada. En mitad de la nada, donde el agujero de la desesperación te hace pensar que está llegando el fin del mundo, el viento traía y llevaba la frase tan repetida a bordo y reproducida por el eco: ‘Empuja. No te duermas, coño. Empuja’. Adrián subió a cubierta, liado en una sábana, el cuerpo del bebé fallecido, y la rabiosa duda de no tener seguro si la madre sobreviviría a la complicadísima intervención que, con tan escasos recursos, acababan de realizar. El tiempo corría en su contra y urgía tomar una decisión rápida. Así que, le practicaron una cesárea. Sin embargo, la sorpresa vino al encontrar la bolsa de la placenta rota y, por consiguiente, a la criatura ahogada dentro del vientre. ‘Se ha complicado todo muchísimo, compañeros’, −dice consternado el enfermero mientras alcanza el último peldaño−. ‘¿Está consciente? Debería de explicarle lo que ha pasado’, −opina el patrón−. ‘No, todavía sigue bajo los efectos de la anestesia, −aunque el sanitario titubea prosigue−. Me preocupa que la fiebre no remita, porque no cuento con medicinas para hacer frente a una infección’. ‘Pues, apliquémosle el método del agua fría, −suelta el cocinero−. ‘¡Mira que eres bestia!’, −se le oye al oficial−. ‘Nunca debí aceptar este tipo de misión, ni implicaros a vosotros’. ‘Jefe, déjate de gilipolleces, que aquí somos uno’, −vocea el piloto y asiente el resto−. Bájate el cadáver, porque hasta que ella no lo vea no es posible deshacernos de él. Podrían acusarnos de secuestro, e incluso de tráfico ilegal de seres humanos’. Navegaban lento, a pocos nudos, contrariados por la pérdida y bien despiertos para avistar el barco que había de llevársela. ‘Atención −emitían por radio−, les hablamos de Médicos Sin Fronteras. Necesitamos saber su posición para acercarnos’. ‘Aquí el capitán del Sin Muros, nuestras coordenados son…’.
          El hijo de Jasmin hacía los deberes tumbado en el sofá cuando ella llegó de trabajar. Restos de gotas de leche con cacao y migas de pan o galleta se colaban entre los ejercicios de lógica del libro de matemáticas. La televisión del comedor encendida, y la cama deshecha en el dormitorio, eran señales clarísimas de que algo funcionaba mal. ‘¿Qué te pasa, cariño?’. ‘Déjame, tengo que estudiar’. ‘¿Repasamos juntos?’. ‘No, que no sabes y la lías’. ‘¿Qué te apetece cenar?’. ‘Un bocadillo de queso, que no me gusta cómo cocinas. Y ahora deja de molestarme’. Le conocía muy bien, siempre había sido un niño muy sociable, pero de poco tiempo acá, se comportaba con rebeldía. Al principio lo asoció al cambio hormonal de la adolescencia, hasta que, siendo los enfados cada vez más a menudo y su carácter irritable en extremo, consultó con un psicólogo de la organización. Éste, analizando el perfil que presentaba el chico, le puso sobre aviso respecto a que el problema podría ser todavía más grave, de no afrontarlo lo antes posible. ‘¿Qué tal te va en el colegio? ¿Hay algo que quieras contarme?, −se acercó por detrás y, al abrazarlo, notó que temblaba−. A mamá puedes decirle cualquier cosa sin miedo’. La rapidez con la que se levantó de la silla hizo que ella casi perdiera el equilibrio, quedándose pálida con la reacción disruptiva de él, quién, dando un fuerte portazo, roto de dolor, se encerró en su cuarto con la lengua mordida, el ceño fruncido y la desesperación endureciendo la almohada antes tan mullida. Sólo el retumbar de los vasos dentro de la vitrina y el llanto compulsivo del muchacho alteraron el sopor del silencio. A la mañana siguiente, y sin haber dormido en toda la noche, Jasmin se presentó en el colegio y pidió ver a la profesora…



17.
¿Qué pasa? ¿Por qué nos detenemos?’, −pregunta un pasajero al conductor de la línea 55 saliendo de Plaça Catalana−. ‘Me comunican de la central que ha habido un accidente, por eso hay retención. Pero no se preocupen, que en breve tomaremos otra ruta alternativa. Les ruego paciencia’, −implora el angustiado chófer−. ‘Hay que joderse. Ya verás, al final pierdo la cita con el urólogo’, −dice un anciano sentado al fondo−. ‘Joven, ¿hay muchos heridos? ¿Están graves?’. ‘Y yo qué coño sé, señora’. Kesia consultaba el reloj a cada momento, y miraba por la ventanilla adelantando con la vista a la caravana de coches, como si eso fuera suficiente para empujarles y avanzar. Llevaba un retraso importante respecto a la hora prevista de recoger a su hijo en la guardería donde aprendía las primeras letras del abecedario. La educadora infantil en prácticas era encantadora y demostraba muchísimo interés por ellos. ‘Lo siento, se me ha dado fatal el transporte’. ‘Sin problema, no tengo prisa. Además, nos lo hemos pasado en grande, ¿verdad?’, −el pequeño, radiante de alegría, se dedicaba a encajar las piezas de un juego didáctico−. ‘Mañana cerráis, ¿no?’. ‘Sí. Es el centenario de algo, pero no sé muy bien de qué. ¿Por?’. ‘Tengo que solucionar un asunto, mi compañera de piso trabaja y tampoco puede quedarse con él’. ‘Vaya, lo lamento’. ‘Oye, ¿a ti te importaría hacerme ese favor?’. ‘Claro, con mucho gusto, estoy libre’. Perfecto. Entonces, ¿ajustamos precio?’. ‘¡Qué disparate! Esto lo hago con gusto y porque quiero. Dígame cuándo y dónde voy’. Como punto de encuentro fijó las proximidades de su domicilio, aunque no exactamente. Nunca se sabe y toda precaución es poca.
          A la mañana siguiente, la mujer africana encontró preparadas las cosas del desayuno en la mesa de la cocina. ‘Hola. Pensé que no estabas’, −le dice a Binta, que bebía café recostada en la pared−. ‘Sí, bueno. Voy apurada, se me han pegado las sábanas’. ‘Quizá hoy venga tarde’. ‘Yo también, tenemos reunión en la oficina y ya sabes que siempre se alarga mucho todo esto’. Tras dejar al niño con la chica, que al verla agitaba los brazos y las piernas para que le sacara fuera del coche, le costó encontrar la calle de la Marina, donde se encuentra el Consulado General de la República Federal de Alemania, ubicado en el edificio de la Torre Mapfre. Un hombre de mediana edad se le acercó. Era el contacto que esperaba. ‘Su hermana nos ha trasladado el deseo que tiene usted de reunirse con ella. Piense que, sin papeles, no es fácil ni rápido sacarla de España de forma segura. Hay que organizar muy bien la salida. Hamburgo es una ciudad muy fría, y Wilhelmsburg, que acoge el local de La Cantina de los Refugiados, un barrio conflictivo. Se lo digo por si quiere reconsiderar la decisión’. ‘Llevo meses cocinando en la casa donde trabajo, y dicen que no lo hago del todo mal’. ‘En cualquiera de los casos, además de la gastronomía, hay otros muchos proyectos que proporcionan formación a migrantes. Una vez allí, la organización se encarga de distribuiros. ¿Por qué te quieres ir?’. ‘Donde estoy me tratan de maravilla, pero noto como que, si no culmino aquello que me propuse cuando dejé el poblado jugándomelo todo, una parte de mí permanecerá amputada’. ‘Bueno, vamos a hacer lo posible para que estés muy pronto con tu familia. Sin embargo, no te voy a engañar: viajas con un menor, y eso ralentiza todo y dificulta muchísimo los trámites. En fin, confía en nosotros, lo conseguiremos…’.
          He leído en Internet que el Open Arms, en cuanto pase el temporal de levante, zarpará con un cargamento de productos de higiene y material escolar, entre otras cosas, para los campamentos de Samos y Lesbos −apunta Adrián, que aún está muy apagado desde lo vivido en el parto−, pero no se les permite participar en rescates en el Mediterráneo central. Jefe, ya que estamos aquí, nosotros podríamos ayudar a peinar la zona por si hubiera algún naufragio o las lanchas se encuentran en apuros’. ‘No. Hemos cumplido el objetivo para el que vinimos, ¿verdad? Pues, entonces, a casa. ¿No os dais cuenta de que puede caerme una sanción considerable y apartarme del mar?’, −sella el capitán, rotundo, y cerrando toda posible discusión al respecto−. El resto de la tripulación, todavía consternada, acababa de despedir al equipo de Médicos Sin Fronteras, desplazado hasta allí para llevarse a la madre y al bebé muerto. ‘¿Y por qué no lo sometemos a votación y decide la mayoría en lugar de hacerlo tú?’, −el piloto tan demócrata como siempre−. ‘¡Anda coño, mira éste! Pues porque nosotros no mandamos y él sí’, −contesta el cocinero−. ‘No se ofenda, patrón, pero creo que se equivoca −dice el enfermero−. Ahora lo que necesitamos, por encima de todo, es sentirnos vivos, útiles, para consolidar que lo que hacemos sirve de algo. Después de la trágica experiencia ocurrida a bordo, la moral se nos ha caído al suelo’. ‘Señor −interrumpe el oficial−, una fortísima borrasca afecta de lleno a la costa nordeste española. Nosotros vamos en esa dirección. ¿Qué hacemos?’. ‘Volver a Barcelona en cuanto amaine’. Un compuesto viscoso de desolación quedó estibado de proa a popa sin escapatoria para nadie…
          El misionero descubrió la nota del muchacho sobre la cama, en el interior de la jaima. Sin terminar de leerla, contuvo las lágrimas, y comprendió que no sólo el viaje a la población de Tamanrasset fue en vano, sino también las recomendaciones de prudencia que le hizo. Pero como ya estaba curado de espanto, y no era la primera vez que un protegido suyo tomaba la decisión de irse antes de tiempo, se dispuso a poner todo a punto para la esperada llegada masiva de gente, que le dará nuevo oxígeno e infinitas ganas de seguir adelante. Por ellos, por él, por los compañeros y por las cosas palpables de la Tierra que, en definitiva, son las que verdaderamente cuentan. Mientras surgía ese sentimiento en Tinduf, algunas dunas más allá, Jamal Kundu reanudaba su periplo adentrándose en el paisaje desértico de Mauritania, barrido por las tormentas de arena y esos vientos de harmattan, de aire cálido y seco, para los que no se sentía preparado físicamente. Ajeno a la grave enfermedad que padecía su madre, con inevitable desenlace, volvió a ponerse en el cuello un amuleto de madera que ella le dio para ahuyentar a los saqueadores de caminos. Juntó las manos y repitió en bengalí la promesa, que hizo en el momento de marcharse, de telefonear desde la casa de su tío cuando estuviera a salvo…
          Jasmin encontró a su hijo sentado en el rellano de la escalera. ‘Cariño, ¿qué haces aquí? ¿Por qué no has entrado en casa?’. ‘Olvidé las llaves’, −aunque en realidad no las cogió por miedo a que se las robaran, como ya le había sucedido con otros objetos−. ‘Ay, esa cabecita’, −se agacha e introduce los dedos entre los rizos del chico−. ‘Tengo un poco de prisa, ¿abres o me vas a dar la charla?’. ‘Sí, ya voy’. Ese comentario arrancó toda esperanza de mantener un diálogo con él. Todavía faltaban dos días para la cita concertada con la tutora, cuarenta y ocho horas más con el corazón roto al verle sufrir, llorar de noche, notarle intranquilo, irascible, vulnerable, fuera de sí. Entró en el dormitorio sin llamar cuando el chaval se quitaba la ropa para ponerse otra más cómoda. Alarmada por lo que vio, amortiguó un grito llevándose las manos a la boca. ‘¿Qué tienes ahí? ¿Son cortes en la espalda? ¿Te has caído? ¿Te han pegado? Dime algo, por lo que más quieras. ¿Quién te lo ha hecho?’. ‘Vete’. La mirada de terror era tan evidente que quiso acunarle con ternura, pero el brusco rechazo la hizo retroceder. Entonces, antes de dejarle solo, como quería, y con la puerta semicerrada, vio que se aferraba a algo en posición fetal…
          Dos enfermeras y un médico, presumiblemente de guardia, corrían por el pasillo hasta llegar a la habitación de Salma Kundu, pero lo único que pudieron hacer fue certificar la hora de la muerte. Abul Khan se hizo cargo de todo y, como no había ninguna mujer de la familia para lavarla, en soledad llevó a cabo esa tradición. Colocaron el cuerpo frente a la Meca, leyó la primera Sura del Corán, siguió con las oraciones y, por último, lanzó tres puñados de tierra. A los pocos días de eso, desde el Aeropuerto Internacional Hazrat Shahjalal, mientras aguardaba para embarcar con destino a España, se despedía de Bangladés para siempre, con la certeza de no pisar aquel suelo nunca más, y dispuesto a, costase lo que costase, proporcionarle a su sobrino una vida mejor. Por fin, cuando todo apuntaba a aparecer la información de los vuelos, saltó intermitente en el panel la palabra cancelado. A su lado, alguien también contrariado desplegó un periódico donde pudo leer a doble página el siguiente titular: “Sangriento atentado en el Líbano”. Un mal presagio le hizo temer por sus amigos, de quienes apenas se tenían noticias…

         De fondo, el fuego artillero traía a la memoria de Ahmad Abu-Abbad aquel otro septiembre de 1976, cuando las tropas sirias, en la región montañosa de Sofar, se lanzaron contra los izquierdistas libaneses y palestinos. Ahora, los intereses que mueve la rueda bélica puede que sean distintos y el adversario también, aunque no lo es el sufrimiento de la sociedad civil usada como muro donde impactan los proyectiles. Siguiendo la recomendación de no abandonar las dependencias del hotel, permanecieron allí inactivos, pero impacientes por seguir con sus pesquisas. ‘En cuanto levanten el toque de queda, volveremos a casa de mi consuegra −comenta el beirutí−. Estoy seguro de que el muchacho oculta algo’. ‘Sí, eso me pareció. No obstante, creo que no soltará prenda’. ‘Entonces, no queda otra que viajar a Siria, ya que es allí donde confluyen la mayoría de las pistas que tenemos’. ‘Es muy peligroso, y lo sabes de sobra’. ‘Desde luego, por eso mismo quiero que regreses. Es mejor que me quede solo, así pasaré desapercibido’. ‘No lo sueñes, yo de aquí no me voy sin ti, −dice Ismael, tajante−’. Aunque lo cierto es que…



18.
El beirutí pasaba el rosario caminando de un lado a otro como el que aguarda impaciente el tiempo soleado después del largo invierno. Entonces se le acercó el recepcionista para entregarle una nota que ponía: “Acuda a la mezquita de Mojamed Al-Amín. Sitúese en el lateral izquierdo y espere a que se pongan en contacto con usted”. ‘¿Quién se la dio?’, −pregunta agarrándole del brazo cuando se iba−. ‘Aquella mujer −señala. No, un momento, esa otra. Ay, no sé, llevaba burka completo. Perdóneme, no estoy seguro’. ‘No se preocupe. Gracias, de todas formas’. Pensativo y desconfiado, pero decidido a acudir a la cita misteriosa, sube a la habitación, donde Ismael continúa con el estómago empachado porque el día anterior se hinchó de fatteh de garbanzos y ahora pagaba las consecuencias retorcido en la cama. ‘No me parece sensato que salgas estando las calles tan revueltas. Si te pasa algo ni me entero. Es mejor que no vayas’, −dijo desconociendo el verdadero motivo que empujaba al otro−. ‘Tengo que hacer mis oraciones. Estaré bien, no te apures. Cualquier cosa que necesites llama abajo’. ‘Puedo arreglármelas solo perfectamente. Lo digo por ti, coño. Y, tranquilo, que de esta salgo. Ten cuidado, viejo, ¿me oyes?’. ‘Lo tendré, muchacho’, −esbozó una sonrisa forzada−. ‘Y no tardes, eh’. Su intuición le decía que ahí había gato encerrado, así que probó desde su móvil a establecer comunicación con Jasmin para ponerla al corriente…
          Después de haber pasado las noches anteriores entre disparos y gritos de gente desesperada corriendo a refugiarse, en el cielo no aparecen nubes y la ciudad recupera el pulso de la rutina alterada por el caos del tráfico que caracteriza a la mayoría de las grandes metrópolis. En cada rincón del Beirut occidental se escucha la llamada del muecín al jutba del viernes, para honrar a Alá en el día sagrado. Ahmad Abu-Abbad se quita los zapatos en la entrada y los deposita en uno de los espacios libres que quedan en el guardarropa. Sentado en el suelo con las piernas cruzadas y la mirada descansando en la alfombra, se entrega al silencio de la meditación. Sobre la túnica negra resalta la larguísima barba color ceniza del imán, que esboza la línea del sermón dirigido a los que habrán de aprender a discernir, según su propio criterio, el bien del mal. A su lado toma la misma postura un hombre bastante esbelto y cierto aire familiar, quien a los pocos minutos le indica salir afuera. ‘Sé por mi hermana que has visitado a la abuela’. ‘Sí. No me digas que tú eres el nieto pequeño’. ‘Ya no tanto’. ‘Recuerdo que cuando nos fuimos acababas casi de nacer, y, fíjate ahora, hecho todo un galán’. ‘¿Damos un paseo por la Corniche?’. ‘Vamos pues’. Visualizar los picos de la Cordillera del Líbano, por la parte este, desde el paseo marítimo, es una de esas maravillas con que te obsequia la naturaleza para caminar deteniendo el tiempo a cada paso. Rememorando así uno los años de juventud y el otro estudiando al visitante intruso con cautela. ‘Qué quiere exactamente?’. ‘Dar con el paradero de mi hijo Hassan’. ‘¿Y nosotros qué pintamos en eso?’. ‘De manera directa entiendo que nada, pero tu tía es mi nuera, y por teléfono me puso en alerta, así que he venido para esclarecer la situación, y como hallé su casa vacía pensé que quizá estaría con Naima. Eso es todo’, −se quedan callados la eternidad de escasos minutos−. ‘Perdimos el contacto con ellos desde que reivindicaron atentados muy sangrientos sembrando el pánico mundial. Intuyo que ustedes hablaban poco y no sabrá que es un captador de adeptos e instructor para la causa’. −Sintió un leve mareo, pero se recompuso rápidamente−. ‘¿Dónde imaginas que pueden estar?’. ‘En Siria’. ‘Curiosamente todas las averiguaciones recalan allí. Tengo que ir’. ‘Podemos ayudarle, pero ha de saber que es altamente peligroso’. ‘Estoy dispuesto a lo que sea con tal de dar con él’. Ahmad Abu-Abbad regresó al hotel con la decisión tomada. Ismael se preparaba para salir. ‘¿Comemos algo? Se han debido de joder los repetidores, porque no hay manera de contactar con Jasmin. Oye, ¿qué coño te pasa, tío…?’.
          Hasta desembarcar en el puerto de Barcelona, cosa que deseaban con ahínco, la travesía transcurrió diferente a las anteriores. Entre la tripulación crecía la incertidumbre y el malestar al no entender el giro tan radical de la actitud y en el carácter del patrón, chocante en alguien que, junto al resto del equipo, fue pionero emprendiendo el proyecto humanitario que siempre ha definido la actuación del Sin Muros: un barco al servicio de los demás. Adrián y el joven piloto fumaban un cigarrillo en cubierta sin atreverse a comentar nada, sólo se dejaban llevar por la madrugada, que irrumpía solapando con los primeros destellos de luz el mar de estrellas que los acompañó en la oscuridad. Ambos, absortos, observaban las aguas inmensas y en calma. Sin embargo, sabían perfectamente que, quizá unas millas más allá, centenares de personas, rotas por el agotamiento, lucharían con fuerza por mantener a flote la patera donde iban, puede que ya sin esperanzas de sobrevivir. Por eso rastreaban la superficie buscando las huellas inconfundibles que dejan los naufragios. Encaramado al timón, como un vigía en su torre, el capitán no les quitaba ojo y murmuraba: ‘¡A que estos pringaos me joden la empresa!’. Una vez en tierra, y por iniciativa de la dirección, convocaron una asamblea general. Ahí supieron que quien había sido su jefe en alta mar hasta entonces estaba acusado de desfalco a la ONG. Consternados, encajaron una a una las piezas de la última misión. Ahora se explicaban el porqué de la irritación, el desprecio, la prisa por volver y la nula implicación de aquel tipo impresentable en el que habían creído. Lo peor de todo era la mala imagen que quedaba en la sociedad y que costaría muchísimo esfuerzo reconstruir. El cocinero, avergonzado, no podía contener las lágrimas, como tampoco las ganas de partirle la cara. ‘Indignante, casi no me lo puedo creer’, −comentaban entre ellos…
          Durante aquellas noches, húmedas y muy calurosas de los veranos en Bangladés, de conversación divertida y profunda, apuntalada con propósitos clandestinos y sofocantes, mientras su madre y él ultimaban cada minúsculo detalle de la marcha a Europa, y soñaban con reencontrarse una vez estuviera instalado, a Jamal Kundu nunca se le pasó por la cabeza que buena parte de la travesía tendría lugar en el corazón del desierto, atravesando los países del Magreb y ejercitando el espíritu de superación imprescindible en la migración y todas las dificultades que acompañan. Los pobladores del desierto, acostumbrados al peregrinaje, son muy hospitalarios, aunque también aprovechan las oportunidades de negocio que ofrecen los transeúntes. Le sorprendió Mauritania, que siempre fue un cruce de caminos, porque sus gentes guardan todavía el sentimiento nómada de los seres humanos y, además, por los retazos de esclavitud que aún quedan en algunos de sus rincones. El bangladesí sabía que las cosas hay que pelearlas, nunca vienen por sí solas, y seguir adelante con el periplo requería el pago de muchos peajes para ir avanzando. Así que se lanzó a otra ardua tarea: encontrar un trabajo. Para ello se trasladó a Zuérate, la ciudad más grande al norte, unida por un ferrocarril al puerto de Nuadibú, donde el tráfico de trenes de carga −dicen que son los convoyes más largos que existen− que transportan el mineral de hierro es incesante. La mayoría de sus habitantes procede de otros países africanos y casi todos pertenecen al sector minero. Estaba hambriento y muerto de sed, y se le habían enrojecido el pecho y las piernas por las picaduras de insectos. Unos ancianos, a los que se acercó, le indicaron que era mejor ir a F’derîck, donde está ubicado uno de los campos de mineral de hierro más importantes de la comarca. ‘Disculpen, ¿necesitan mano de obra? Puedo hacer cualquier cosa, aprendo rápido…’.

          A Jasmin y Adrián los recibió la tutora del niño a la entrada del colegio. Luego, en el despacho, se encontraba también la directora, una mujer enjuta, cercana, afable y exquisitamente educada. ‘Lamento muchísimo el desagradable episodio que cuentan −dice a los padres− respecto al intolerable acoso escolar sufrido por su hijo. No duden de que vamos a llegar al fondo de este asunto. Daremos con el o los culpables y recibirán, según nuestro reglamento interno, la sanción que estimemos oportuna’. ‘Y, según ustedes, ¿cuál sería?, −preguntan a la vez−. Porque claro, mientras eso ocurre, nuestro hijo tiene pesadillas nocturnas, desarreglos alimenticios y se está volviendo bipolar’. ‘Saben que contamos con psicólogos bastante cualificados que trabajan con alumnos en dificultades. Le ayudaría mucho abrirse a ellos, créanme’. ‘Ya, pero no han respondido’. ‘Bueno, podría ir desde la expulsión hasta un cambio de centro. Hay que tener muchas cosas en cuenta. No es tan fácil. Perdónenme, pero tengo que hacerles esta pregunta: ¿hay problemas entre ustedes? A veces los desencuentros de los mayores enconan los sentimientos de la gente menuda y lo manifiestan de muy diversas formas’. ‘Uy, por ahí sí que no, eh. ¿Les parece que una pelea de pareja provoque moratones en el cuerpo de un menor?’, −no supieron qué decir−. Dos plantas por encima, mientras se llevaba a cabo esta conversación, cuatro chicos de cursos superiores intimidaban al nieto de Ahmad Abu-Abbad en una de las aulas que en esos momentos estaba vacía, estampándole la cara contra la pizarra. ‘A ver si aprendes la lección, mulato asqueroso, que te tienes que ir a tu puto país’, −a la vez le pellizcaba las mejillas−. Que nos estáis ensuciando el césped’, −comenta otro−. Mira, mira, mira, lo que viene por aquí’, −resuena una bofetada que le propina un tercero−. Entonces, cuando este libanés, amante del fútbol y de los helados de coco, nacido en Beirut y criado en España, se orinó en los pantalones, sus maltratadores corrieron escaleras abajo descojonándose de la risa…
          Tuvieron que pasar tres meses interminables, con los nervios de punta, hasta que Kesia recibió la llamada del hombre de mediana edad cuya oficina, dentro de la Torre Mapfre, quedaba a pocos pasos del Consulado de la República de Alemania. No lejos de allí se extendía una zona de jardines, que a la hora del bocadillo se masificaba. Se citaron ahí. ‘No llores. Es lo que querías, ¿no?’. ‘Sí, por supuesto. Pero no quita para que me apure dejar a mis amigos, les debo tanto’. ‘Pues ve haciéndote a la idea, querida. Partes dentro de dos semanas…’.


19.
En la profundidad de la galería, varias plantas por debajo de la superficie, el aire era irrespirable. Apenas contaban con cascos de seguridad para todos los obreros, y el resto del equipamiento, precario y obsoleto, complicaba bastante la labor a la hora de desenvolverse en aquellos tramos más peligrosos de la mina. Jamal Kundu se hallaba en una de esas zonas, cargando en las carretillas el mineral extraído de la roca. Jornadas durísimas, de catorce horas diarias sin ver la luz del sol, le sensibilizaron tanto los ojos que, una vez fuera, se protegía la cabeza con su pañuelo palestino, dejando tan sólo al descubierto una pequeña abertura por donde mirar. Deslomado y al límite de las fuerzas, le mantenía en pie el deseo de conseguir la meta propuesta, que reanudaría en cuanto juntara algo más de dinero. ‘¿Qué proyectos tienes? −preguntó al compañero mientras comían una torta de harina con arroz cocido, a la vez que exclamaba−: ¡Esto es un asco, la verdad!’. ‘Ninguno. Las ganas de prosperar y la ilusión por vivir se me han quedado adheridas a las grietas de estas cuatro paredes, y ya no hay forma de recuperarlas. Así que acabaré mis días aquí, enfermo y desahuciado. ¿Y tú?’. ‘Llegar a España, aunque todavía queda mucho camino. Pero bueno, poco a poco. El siguiente paso será hacer a pie la distancia que separa F’dérick, donde estamos, de Zuérate, nada menos que 5 horas y 38 minutos aproximadamente’. ‘¿Y eso?’. ‘Ya sabes que de ahí sale el Tren del Hierro con destino a Nuadibú. Y, aunque el trayecto es incómodo, puedes viajar gratis en los vagones de carga’, −el otro le interrumpe−.¿Y ya está? ¡Valiente tontería!’. Qué va, una vez que llegue al Sahara Occidental comenzará la cuenta atrás hacia Barcelona, a casa de mi tío, la meta final’. Cuando regresaron a la faena se produjo un derrumbe al otro extremo. Media docena de heridos en estado crítico aguardaban la llegada del médico, entre ellos el capataz, un buen hombre con poca madera de jefe. El bangladesí, ante tanta adversidad, se hizo de corazón duro y, en lugar de llorar por los rincones, contaba monedas en la intimidad. ‘Cuatrocientos, quinientos, ochenta y… Nueve semanas más, y me largo’.
               Desde las nueve horas del día de hoy, por seguridad y hasta nuevo aviso, quedan suspendidos los vuelos de Beirut a Damasco. Así rezaba en diversos avisos disponibles por la ciudad. Este contratiempo obligó a Ahmad Abu-Abbad a cambiar un cómodo trayecto en avión de unos cuarenta y cinco minutos por otro en automóvil de seis horas y pico, además de los trámites que conlleva eso en sí: alquiler del vehículo con chófer, rutas alternativas poco transitadas y deshacerse de Ismael, lo más peliagudo de todo. ‘Oye, compadre, conste que no apruebo este viajecito tuyo tan clandestino, y menos aún el empeño, por pelotas, de empaquetarme para España’, −dice malhumorado a la vez que mete en el neceser las cosas de aseo−. ‘Debo continuar solo. En el fondo lo sabes, pero te gusta hacerme de rabiar’, −suelta guiñándole un ojo−. ‘No es mi intención. ¿Imaginas la cara de gilipollas que se me va a quedar cuando tu hija vea que no regresas conmigo?’. ‘Pues por eso no te preocupes. ¡Toma! −rozan sus dedos sabiendo que probablemente no lo hagan nunca más−. En esta carta explico los motivos que me empujan a seguir aquí’. ‘Ah, cojonudo. ¿Y ya está? ¿Con este papelito −agita la hoja− lo justificas? De verdad, de verdad…’. ‘Deja de gruñir y apresúrate, no lleguemos tarde’. El Aeropuerto Internacional Rafic Hariri estaba colapsado. Pasajeros esperando poder partir convivían entre olores a humanidad y a basura orgánica. Las horas se hacían interminables y la desesperación el peor de los aliados. Sólo despegaban algunas líneas cuyos destinos eran Europa o Estados Unidos. El resto aparecía cancelado en el panel. La desordenada fila de información se perdía en el horizonte de bultos y maletas que aparentemente estaban sin dueño. Puestos al final de la cola, el beirutí y el español agotaban silenciosos el puñado de minutos irrepetibles que les quedaba de estar juntos. ‘¿Ustedes adónde van?’, −alguien le pregunta a un grupo de chicas jóvenes que armaban bastante jaleo−. ‘Nosotras, a Helsinki. ¿Por?’, −pero el curioso se evaporó como la espuma−. Al borde del agotamiento llegó la hora de la despedida. Tras abrazar al amigo, que parecía ya un anciano, y besarle tres veces en la mejilla, Ismael se colocó, con rabia, impotencia y dolor, en la zona de embarque. El sobrino de la nuera de Ahmad, que estuvo todo el tiempo en un segundo plano, se acercó a él y dijo: ‘Ahora, que ya estás solo, cuanto antes partamos mejor’. ‘No hasta que despegue el avión’. ‘Como prefieras. Por cierto, me llamo Karim y voy contigo a Siria…’.
          Desde que Salma Kundu murió casi en sus brazos, y no hay noticias sobre el paradero de Jamal, Abul Khan se muestra taciturno y abatido. Al atardecer, cuando la ciudadanía barcelonesa acostumbra a inundar las calles con sus lenguas universales y el color de las pieles charnegas, la tetería se llena de gente atraída por la brisa del mar, cargada de partículas de salitre, la mezcla de infusiones en su punto de cocción y la amabilidad del gerente. Jasmin y Binta, ocupando la mesa que tiene mejores vistas, reservada en exclusiva para los amigos, hablaban de la vida, de los amores imposibles y de los desengaños, mientras redactaban un manifiesto que después firmarían todos los compañeros, y donde repudiaban el episodio de desvío de dinero acontecido recientemente. Y es que, cuando el entramado de la corrupción en la ONG Sin Muros salió a la luz, vertebrado en torno al refugio de exóticos paraísos fiscales y manejado por personas sin escrúpulos ni ética, ellos, los trabajadores, iniciaron diversas jornadas de protesta para desmarcarse del capitán del barco que, a fin de cuentas, fue solamente la pieza más insignificante del mosaico. Es decir, un pelele en manos de los mismos buitres que le habían devorado. ‘¿Qué os apetece, chicas?’, −pregunta el bangladesí−. ‘Para mí un té con menta, por favor’, −responde rauda la senegalesa−. ‘Pues yo quiero uno de esos especiales que tú haces, a ver si me animo un poco, que no levanto cabeza’, −contesta la otra−. ‘¿Cuándo vuelve tu padre? Se le echa de menos’. ‘Pues espero que sea pronto. Llevo días sin poder contactar con ellos, las comunicaciones están cortadas’. ‘Bueno, ya sabes que a veces es complicado hacerlo desde nuestros países. Pero no te preocupes, seguro que están bien’. ‘Ojalá. ¿Qué tal tú? ¿Cómo estás?’. ‘Jodido, bastante jodido, pero estoy, que ya es bastante’, −el hombre se retira cabizbajo−. ‘El pobre, ¡menuda racha que lleva!’. ‘Bueno, es que a veces nos las dan en el mismo carrillo’. ‘¿Sabes qué te digo?, que en cuanto acabemos esto nos vamos a la playa. No sabes lo que un bañito a estas horas purifica el cabreo que tenemos’, −ríen a carcajadas−. ‘Lo siento, otro día, ¿sí? Quiero llegar pronto a casa, el niño está muy alterado y necesita mucho de sus padres’. ‘¿Cómo lo lleva Adrián? Es tan reservado que nunca sabes si haces bien preguntándole o no’. ‘Es tímido y se lo come todo por dentro para no hacernos sufrir, sin embargo, algunas noches le oigo llorar en el baño’.
          El hijo de los libaneses venía del colegio con los zapatos llenos de barro, cogía de la nevera un zumo tropical y se encerraba en su habitación luchando contra la tentación de suicidarse, ya que el miedo a encontrarse cada mañana con sus acosadores era más potente que la opción de seguir padeciendo en este mundo. Y si resultaba doloroso soportar comentarios vejatorios sobre su país de origen, tachándoles a todos de yihadistas, si cabe era todavía más humillante que subieran a las redes sociales vídeos e imágenes suyas orinado en los pantalones después de haberle torturado psicológicamente. Con un toque suave de nudillos Adrián llamó a la puerta. ‘Cariño, ¿puedo pasar? −dice con el corazón en un puño y preparado para recibir un no por respuesta, en cambio oye el clic del cerrojo que desechan desde dentro−. ¿Estás estudiando?’. ‘No, ahora no hay exámenes’. ‘Hijo, ¿cómo va todo? ¿Quieres que hablemos?’. ‘No me apetece. Estoy bien, de verdad’. ‘Sabes que tanto a mamá como a mí nos puedes contar cualquier cosa que te preocupe’. No obstante, ninguno de los dos hizo alusión a la cantidad de problemas que estaban surgiendo, ni refirieron el bajo rendimiento escolar de las últimas evaluaciones. Él siempre estuvo dispuesto a salir a la pizarra cuando el profesor pedía voluntarios que resolvieran quebrados o completaran oraciones gramaticales, pero ahora no levantaba la mano, para esquivar los golpes bajos del insulto y evitar hacer el ridículo al tropezar con alguna zancadilla. Uno de los días que acudió a terapia con la psicóloga del centro, mientras esperaba, vio un póster en la pared que le llamó la atención, aunque una vez en consulta no preguntó por ello. ‘Papá, ¿qué es Save the Children?’. ‘Una fundación que vela por los derechos de los niños. ¿Por qué lo preguntas?’. ‘No sé, pues porque lo he oído, ¿no te parece suficiente razón?’. ‘Sí, por supuesto que sí, no te alteres. Me parece fenomenal que quieras conocer’. ‘¿Están en Barcelona?’. ‘Claro, por el barrio de Sant Antoni. ¿Lo busco en el mapa?’. ‘Quiero ir’. ‘Vale, pues lo organizamos para mañana, ya es un poco tarde’. ‘No te enteras: ¡ahora! Quiero ir ahora’. No sé si habrá alguien en la sede −lo pensó mejor y prefirió no turbarle más−. De acuerdo, aguarda un momento, que localizo a tu madre y se lo digo para que venga’. ‘Ya…’. 
          Cuando Binta entró en su casa, al principio se asustó muchísimo. Después, viendo que Kesia trajinaba en la cocina como si nada, dijo: ‘¿Qué ha pasado aquí? ¿Por qué está toda tu ropa sobre la cama? ¿No es un poco tarde para limpiar el armario?’, −pregunta un tanto extrañada−. ‘Ya no la voy a necesitar. Si quieres llévatela a la oficina, seguro que alguien la aprovechará’, −responde la mujer africana a punto de llorar−. ‘¿Qué tontería es esa?’. ‘Siéntate, tenemos que hablar’.


20.
Apenas medio centenar de aviones circulaban elegantes por la pista de rodaje en el Aeropuerto Internacional Rafic Hariri, como si de un desfile de alta costura se tratara. Siete u ocho hombres corpulentos, con gafas negras, trajes oscuros, corbatas discretas y un auricular pendiendo de la oreja izquierda, vigilaban el recinto sin perder de vista a todo aquel que pudiera ser sospechoso de algo. Frente a la cristalera, en el otro extremo, donde había muchísima más aglomeración de gente, una pareja, rodeada de niños, lloraba desconsolada tras despedirse de dos ancianos que partían compungidos. Karim y Ahmad Abu-Abbad no apartaban la mirada del Airbus de Aerolíneas Vueling donde imaginaban a Ismael sentado y enfadadísimo con ambos. Minutos después, un pájaro de alta gama, equipado con la última tecnología para que los pasajeros realizasen un viaje a todo confort, levantó el morro rumbo a España. ‘Ahora que ha despegado tenemos que irnos ya’, −dijo el joven, el otro se giró hacia él y asintió resignado−. El chófer, fumando un cigarrillo recostado sobre el capó, vio que salían y se apresuró a tirarlo mientras les abría la puerta. ‘Señores, ¿en marcha?’. ‘Sí, por favor. Vámonos’, −dijeron−. ‘Quiero llegar cuanto antes a Damasco, visitaremos la prisión de Saydnaya’. ‘Pero −saltó alarmado el muchacho−, es muy peligroso, aquí las cosas no funcionan con preguntas como en Occidente. Esa fortaleza es infranqueable. De estar allí tu hijo puede que se encuentre en una de las celdas subterráneas donde mantienen a los presos congelados de frío hasta que deciden sacarlos’. ‘Bueno, pero iremos de todas formas. Quién sabe si damos también con el paradero de su esposa. Sé que en la ciudad de Tadmur hay muchas personas reclutadas’. ‘No lo sé. Correremos mucho riesgo y tal vez nos maten. Busquemos otras alternativas’. ‘Pare el vehículo −ordenó el beirutí−. Muy bien. Entonces será mejor que te bajes del auto, porque si continúas conmigo lo haremos a mi manera. Y si resulta que, por minúsculo que sea el rastro hallado, implica arriesgarnos, estoy dispuesto a asumir las consecuencias. Espero haber sido lo suficientemente claro’. Permanecieron tan pensativos que apenas se oían la respiración agitada. ‘Tengo tanto interés como tú en encontrar a mi tía. Acepto las condiciones que pones y te aseguro que no seré un obstáculo. Sin embargo, yo conozco mejor el terreno y en algún momento tendrás que dejarte aconsejar, ¿no crees?’, −asintió y dijo−: ‘Vayamos pues’. De repente se había borrado de su memoria lo caótica que llegaba a ser la circulación en el Líbano, con tipos temerarios encaramados al volante y cruzándose los unos con los otros sin hacer uso de los intermitentes o alguna otra señal que indique un cambio de carril. El mal estado de las carreteras, y los camiones de gran tonelaje que por ellas transitan, provocando largas colas para pasar los puestos fronterizos, lo complican todo todavía más. Faltaba poco para llegar a Al Dimas cuando sufrieron la emboscada que desencadenaría el principio del fin. Dos todoterreno surgidos de la nada, con sus guerrilleros a bordo y armados hasta los dientes, les obligaron a echarse a un lado. El conductor, un turco afincado en Beirut desde hacía dos años, salió del coche con total tranquilidad, empuñó un juguetito de fabricación búlgara con balas de 9 milímetros y apuntó hacia el asiento donde iban los clientes, petrificados. ¡Fuera del coche! ¡Vamos, fuera!, −gritaba una voz que para Ahmad no era del todo desconocida…
          El inicio de fin de semana, junto al arranque de las vacaciones de verano que asoman a la vuelta de la esquina, son una conjunción idónea para quedarse en la playa disfrutando de ese paisaje incomparable que todos sentimos un poco nuestro. Desde que la oficina es un absoluto caos y está tomada por los auditores, Binta se pasa los días haciendo deporte por la orilla del mar, sin atender las alarmas de agotamiento que su cuerpo va manifestando, hasta que un calambre en la pantorrilla la obliga a pararse en seco. Con la marcha de Kesia las cosas a su alrededor parece estar patas arriba o a punto de desmoronarse. La fecha de la despedida ninguna pegó ojo, salvo el niño que dormía a pierna suelta, succionando el chupete y ajeno a las penurias de los mayores. Un solo bulto por equipaje, con algo de comida, pañales y leche en polvo, para biberones, separaba del comedor, ese espacio que tantas veces habían compartido en lo cotidiano y en las confidencias, la zona donde la mujer africana pintaba cuadros. Transcurrían los minutos lentamente, clavando sus espinas afiladas en las gargantas mudas. Los más madrugadores de la vecindad aportaban la primera claridad al patio de luces, con sus lámparas led resplandecientes en las cocinas. Había amanecido por completo cuando el timbre del telefonillo las sobresaltó de tal manera que dieron un respingo del sillón. Con el corazón encogido, las lágrimas brotando, lo impersonal de la calle y la certeza de un adiós probablemente definitivo, se abrazaron con instinto protector, mientras que uno de los hombres enviados por el Consulado de la República Federal de Alemania comparaba los datos en un dispositivo móvil, y otro guardaba en el maletero el equipaje. ‘¿Prometes ir a vernos?’. ‘Claro que sí. Llámame una vez que estés instalada, y cualquier cosa que necesites no dudes en decírmelo. Ten mucho cuidado, cariño. Y cuídate, por favor’, −dijo la senegalesa, a la vez que besaba la frente del pequeño−. ‘Despídeme de los demás, y explícales las razones que me empujan a partir, especialmente al señor Ismael, que tan bien se ha portado siempre conmigo’. ‘Lo haré, no te preocupes…’.
          Siete y media de la tarde. Desierto de Mauritania. Ráfagas de viento de harmatán levantan cortinas de arena, cegando a todo aquel que se interponga en su camino, incluso dejando en algunos tramos las vías del ferrocarril semienterradas. La estación de Zuérate era un simple refugio de tres paredes, que siempre estaba lleno de gente y de bultos envueltos en telas de colores y atados con cuerdas. Los pasajeros sin billetes tenían que esperar hasta que la fábrica encargada de procesar el mineral concluyese la labor y lo cargase en el Tren del Hierro. Jamal Kundu, ataviado con prendas cómodas, la brújula del misionero en el bolsillo y el tuareg obsequio de un compañero de la mina, se mordía las uñas impaciente por dejar atrás las dificultades sufridas y ponerle fin al largo peregrinaje. Pero la desesperación empezaba a hacer estragos entre los presentes, pensando que tampoco esa vez partirían, hasta que se corrió la voz de que los vagones ya estaban listos con la materia prima a bordo, que también serviría de cama a cientos de personas. De lejos era un verdadero espectáculo ver cómo familias enteras trepaban hasta las tolvas que les proporcionarían el viaje hacia la libertad tan deseada. Primero lo harían los más jóvenes y fuertes físicamente, después, ayudados por éstos, los niños y los ancianos. El miedo y la emoción, lo desconocido y la perseverancia, la ilusión y lo prudente. Y todo junto, o, además de esto, las ganas de abolir de sus propias carnes la pobreza vivida… El convoy, de dos kilómetros y medio de longitud, iba tan despacio que podían bajarse, realizar compras y volverse a subir sin problema. Pero el bangladesí prefería no hacerlo, ya que conseguir luego el mismo sitio sería muy complicado. Así que disfrutaba del espectacular paisaje, descubriendo cada diferente palmo del universo y asombrándose con las manadas de camellos salvajes que salían al encuentro. Sin embargo, ese deleite duró poco, ya que, víctima del cansancio y del relajo proporcionado por las tazas de té que gentilmente le ofrecían una abuela y sus nietos, se durmió, perdiéndose la belleza del cielo estrellado más hermoso que jamás hubiera visto. Transcurridas unas dieciocho horas, cuando abrió los ojos, se puso en pie como pudo y asomó la cabeza: el puerto de Nuadibú le dio la bienvenida. Saltó de un brinco y reanudó a pie su éxodo en busca del barco que le cruzaría aquellas pocas millas del Atlántico.
          El abogado de Ismael le comunicó que la venta del piso cercano a la Gran Vía estaba casi cerrada, a falta tan sólo de su firma y conformidad de las condiciones recogidas en el precontrato. Por ese motivo, procedente de Oriente Próximo y tras hacer escala en el Aeropuerto de El Prat para cumplir así con la promesa hecha a Ahmad de entregarle a Jasmin la carta, aterrizó en Barajas con el extraño sabor debajo de lengua de sentirse fuera de lugar. Un Mercedes Benz, negro y brillante, lujoso e impoluto, de la plataforma Cabify, le llevó hasta el hotel H10 donde tenía una reserva. La almendra del barrio de Salamanca bullía a pleno pulmón en la intersección de las boutiques más selectas e internacionales, mientras que, en las calles interiores, conserjes uniformados y empleadas de hogar acarreando niños a la hora del colegio, ponían la nota de rutina en la esencia del distrito. Su habitación, elegante y con suelo de madera, era tranquila y bastante confortable, al igual que el baño, guarnecido con todo cuanto se necesita para el aseo personal. Venía agotado, así que decidió darse una ducha y subir a la azotea de la octava planta, donde se encuentra la Terraza El Cielo de Alcalá, de la que tanto había oído hablar, con su plunge pool incluida. Las vistas, espectaculares, le reconciliaron con la capital y fue enumerándolas para sí una a una: el Parque del Retiro, la Casa Árabe ubicada en la antigua Escuela Aguirre, la estatua de Esparteros, el collage de tejados de todo el casco viejo o la cúpula de la basílica de Nuestra Señora de la Concepción, en Goya con Núñez de Balboa. Giró la cabeza hacia el noroeste y se dio de cara con la sierra nevada, cuya silueta quedaba recortada por el skyline de la metrópoli. Eligió uno de los veladores junto al jardín vertical y pidió, antes de degustar algo ligero, un cóctel, y después otro, y un tercero, y cuando iban a servirle el cuarto le sobrevino un bajón emocional, y con ello el recuerdo de aquellos que habían quedado lejos…
          Querida hija: no me guardes rencor. Juntos hemos vivido momentos inolvidables. Me he sentido cuidado y muy querido, puedo decir que soy un hombre afortunado. Pero ahora, que quizá el final de mis días está cerca, no puedo irme de aquí sin averiguar dónde está tu hermano. Eres generosa y una gran persona, sé que lo comprenderás. Sigue el camino que te has marcado, estoy seguro de que llegará un momento en que lideres la gran marcha hacia la paz. Y jamás dejes de pelear por tus principios, esos que hacen de ti un ser especial. Tu padre, que te quiere, para mi activista gruñona’. Jasmin caminaba hacia el puerto buscando con la mirada el barco Sin Muros. Una vez localizado, frente a él se sentó en el suelo y, cayéndosele las lágrimas, releyó la nota escrita en árabe…


21.
¡Salid del coche de una puta vez! ¡Vamos, rápido!’, −gritan a punta de pistola−. ‘No nos hagáis daño, por favor’, −dice el chico, cubriéndose la cabeza con ambas manos−. ‘Será mejor que no pongas resistencia o, de lo contrario, nos dejarán secos aquí mismo. Así que, cálmate, por lo que más quieras, y baja del automóvil, muchacho’, −sugiere el beirutí, empujándole asustado−. Arrodillados en el suelo de arena, con las manos detrás de la nuca y la sospecha de que no saldrían de allí con vida, Ahmad y Karim pasaban el rosario. En Damasco, a la misma hora y a pocos kilómetros de donde tenía lugar la emboscada, Hassan Abu-Abbad y su esposa suben a un autobús urbano con explosivos adheridos al cuerpo, dos mochilas bomba que colocan debajo de los asientos, y el fanatismo vestido de verdugo. Una niña de tez oscura y pelo azabache, muy lacio, repite el estribillo de una canción infantil quizá recién aprendida. Los demás pasajeros viajan inmersos en su individualidad. En un determinado momento, antes de que pudieran reaccionar, la pareja suicida se pone de pie y, al grito de algo ininteligible, pulsa los detonadores saltando a su alrededor por los aires. Hacia la mitad de la tarde, y tras vivir una jornada de absoluta angustia, una ráfaga interminable de metralleta hace que el viejo y el joven caigan abatidos. Semanas después, un equipo de Médicos Sin Fronteras, que reconocía la zona en busca de civiles refugiados, encontró los cadáveres en estado de descomposición…
          El hijo de Jasmin y Adrián había mejorado muchísimo en terapia desde que el centro decidió expulsar a los alumnos que tenían atemorizados a los compañeros. Era su cumpleaños y planeaban celebrarlo en el Parque de Atracciones Tibidabo para el fin de semana con varios amigos. Volvía contento del colegio, porque las notas de la evaluación superaban en mucho a las anteriores, y pensó que sólo faltaba el abuelo para completar un día que imaginaba redondo. El trayecto resultaba ameno, porque lo hacía junto a varios chicos de clase. Sin embargo, todo cambió de repente cuando entró en casa y vio a sus padres. ‘El atentado perpetrado en la capital de Siria ha sido reivindicado por una célula terrorista con infraestructura en Oriente Próximo y Europa −decía el corresponsal de televisión−. Por el momento, se desconoce la identidad de los terroristas inmolados. Un testigo anónimo asegura que son dos: un hombre, que atiende a las iniciales de H.A-A, y una mujer. En cuanto dispongamos de más información se la haremos saber’. ‘Hola. ¿Qué ha pasado?, −pregunta el niño con los ojos muy abiertos−. ¿No es ahí donde está el...?’. ‘Ve a lavarte las manos, comemos enseguida’, −obvia la pregunta y continúa hablando el marido−. ‘¿Crees que podría ser tu hermano?’, ‘No lo descarto. Fíjate lo que cuenta Ismael, −concluye ella−. Si al menos papá respondiera a mis llamadas estaría más tranquila’. ‘Bueno, verás cómo lo hace pronto’. Tomaron espaguetis con beicon, nata y tomate, y lo hicieron en silencio, encerrados cada uno en su mundo tan distinto, con preocupaciones muy diferentes. A la mañana siguiente, la crueldad con la que prepararon la matanza masiva de civiles llenaba páginas enteras en los periódicos. Ya se sabía que eran del Líbano, y, también, la identidad del varón…
          Resuelta la venta de la casa, a Ismael poco le vinculaba ya con Madrid, salvo el recuerdo de sus años de juventud como estudiante en la capital. Tenía la sensación de que en la Estación de Atocha el tiempo se había detenido dentro de una burbuja, porque la gente que veía ahora, en el jardín tropical, le parecía la misma de cuando conoció a Ahmad, hoy brutalmente asesinado, y presenciaron el episodio de la Policía Nacional invitando a abandonar el recinto a aquella yonqui que, según ella, se lo habían robado todo y pedía algunas monedas para un bocadillo. Frunció el ceño tratando de recordar el nombre, chascó la lengua y dijo: ‘Maca, coño. Se llamaba Maca’. Pero nada era lo mismo, y en su interior se había despoblado la isla del ego que siempre tuvo alta. Quizá porque asistir al hundimiento de seres humanos que reman con ahínco para llegar a la otra orilla, a pesar de que el destino los empuja al fondo del océano, hace insignificante aquello a que antes dabas más importancia. Volvía a su pequeño piso minimalista, ahora mucho más vacío sin Kesia. Al barrio de El Raval, que conservaba entre sus callejuelas la esencia de tantas conversaciones con su entrañable amigo, y a esa playa donde corría acompañado de Binta. En definitiva, regresaba al seno de la magnífica familia elegida. Adrián fue a recogerle, y, de camino, le contó que la ONG ponía de nuevo los mecanismos de salvamento en marcha, lo cual significaba que en breve se harían a la mar…
          Abul Khan estaba en el almacén de espaldas a la puerta, ordenando el género que acababa de traer el reparto, labor diaria que se le hacía muy pesada. Comprobados por encima los albaranes, los amontonó sobre otros tantos que archivaría más adelante y se dejó tentar por la idea de tumbarse en el sillón y disfrutar una shisha. Últimamente encontraba sentido a muy pocas cosas. Ni siquiera la tetería, que era mucho más que un simple negocio, le estimulaba. ‘Igual si la vendo o traspaso y me retiro a un pueblo del interior, −decía por lo bajo a cualquier parroquiano habitual−, hallaría el sosiego perdido’. Concentrado en sus pensamientos, no escuchó ruido de pasos hasta que, al girarse, una voz ronca retumbó en la estancia como un mercancías rompiendo el virgo de las aldeas solitarias en plena noche. ‘¿Tío? −Jamal Kundu se echó a sus brazos casi desplomándose−. Soy yo. Lo he conseguido. No llore, ya ha pasado lo peor. ¿Cuándo puedo llamar a mi madre?’. Traía la dureza y el sufrimiento del largo camino como una tela de araña fijada en la vista. Subieron a la azotea de uso privado, y allí le contó… ‘Si te sirve de ayuda estuve con ella hasta el final −el bangladesí traga el nudo de la garganta−. Lo importante es que no sufrió y que su deseo de que estés aquí conmigo se ha hecho realidad. Ahora tienes que recuperarte’. ‘Señor −dijo completamente deshecho−. Trabajaré, no seré una carga para usted’. ‘Tú lo primero que tienes que hacer es ponerte fuerte, después ya hablaremos. ¿De acuerdo?’. Pero el chico poseía una voluntad de hierro y no le costó demasiado aprender el oficio, hacerse con la clientela y darle a Abul un motivo para volver a ilusionarse. Su simpatía y educación contribuyeron a que el local recuperara los llenos de antaño. Al acabar la jornada subían hasta la parte alta de la terraza, desde donde se divisaba un pedazo de mar enmarcado entre dos fachadas. ‘¿En qué dirección estará Bangladés?’, −soltaba el joven de repente− ‘Justo la que marca el centro de tu corazón, querido’ −soltaba el otro−. Continuaron meditando, contemplándolo todo y pensando que, por muy violentas que fueran las olas y peligroso el precipicio, en algún punto indeterminado de aquel paisaje irrepetible, hombres y mujeres, niños y ancianos, lucharían por llegar a tierra firme: ansiado paraíso de libertad. 
          Meses después el barco Sin Muros zarpó de Barcelona con una nueva capitana al frente de la tripulación que tanto había echado en falta la verdadera razón de su trabajo: realizar labores de salvamente en aguas conflictivas. A bordo, y con toda la fortaleza de la que era capaz, Jasmin repasaba la documentación proporcionada por el Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación, para repatriar a su padre en un avión cedido por el Ejército. La Embajada Española se ocupó de trasladar los restos mortales desde Damasco a una morgue en Beirut, escoltados por los Cascos Azules de Naciones Unidas. A pesar de ser el viaje más doloroso que jamás había hecho, pensaba aprovechar esa soledad para tomar algunas decisiones importantes que le harían sentirse mejor consigo misma. Era un secreto a voces que entre Adrián y ella ya no había amor, sino mucho cariño y respeto entre quienes comparten lo más importante que tienen en la vida: su hijo. Por esa razón, y para seguir ofreciéndole lo mejor con mucha dignidad, tenían que separarse. La enfermera que les acompañaba esta vez le ofreció un cigarrillo. ‘¿Quieres?’. ‘Gracias, no fumo’. ‘Eso debería hacer yo. Pero ya ves, ningún momento es el adecuado’. ‘Todo es cuestión de proponérselo’. ‘Sí, supongo. ¿Has venido más veces?’. ‘Bastantes. Formo parte del equipo, aunque esta vez vengo por un asunto personal’. ‘Sí, lo sé. Creía que iríamos directamente a Lesbos, pero será después de dejarte a ti’. El segundo oficial gritó desde proa: ‘Jefa, hay algo a babor’, −todos le miraron, y la aludida, dirigiéndose a la beirutí, dijo−: ‘Siento retrasar tu llegada’. ‘No pasa nada. Lo entiendo. Vayamos, pues’. Quedaban pocas millas y, muy atentos, avanzaban con precaución por si hubiera náufragos. Uno de los pilotos se subió al mástil y no le dio tiempo de avisar que aquella masa flotante era un vertedero de plásticos adonde habían caído asfixiados un considerable número de cetáceos por culpa de la incontrolable sociedad de consumo… Tras comprobar que no había ninguna patera, reanudaron la travesía. Y, ahora que a lo lejos Jasmin reconocía la costa libanesa, se emocionaba al recordar el largo periplo realizado por su familia. La generosidad de esos padres al dejarlo todo atrás, los valores fundamentales que le enseñaron respecto a la vida, el sentido de las cosas, el orden de las palabras y la estructura de los principios. Y, desde luego, se alegraba de que aquellas dos buenas personas no hubieran visto el final de uno de sus vástagos convertido en asesino.
          Ahmad Abu-Abbad fue llevado hasta el recinto funerario islámico en el cementerio de Montjuïc, para enterrarlo después mirando a La Meca. En la sala, tras ser limpiado y tratado en solitario, tal y como indica el rito, Ismael, Binta y Abul Khan, además de la familia, se despidieron de aquel hombre generoso que les enseñó, entre otras muchas cosas, a quedarse con lo mejor de cada persona. Se iba la tarde y apenas un borde del sol resistía sin ocultarse por detrás de las montañas. Jasmin cogió la mano de su hijo y salió de allí convencida de que él murió como quiso vivir: dándolo todo por los suyos.



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