domingo, 23 de diciembre de 2018

Beirut, Puerta de Atocha

8.

Aunque el discurrir en el barrio pesquero de Guet NDar seguía siendo muy tranquilo, Saint Louis se había convertido de un tiempo a esta parte en una ciudad peligrosa para el turismo: robos, agresiones y un creciente rechazo hacia el llamado toubab dejaban en mal lugar la imagen hospitalaria que en general se tiene del senegalés. En la intimidad de su dormitorio, sentada en el suelo y con el portátil sobre las rodillas, Binta leyó por enésima vez el correo electrónico: “Ha pasado una desgracia, tienes que volver”. Pero hacerlo no era tan fácil como coger un AVE a Córdoba o volar a las Islas Pitiusas. Había desobedecido las leyes musulmanas, y el castigo sería que, una vez dentro, le resultaría imposible abandonar de nuevo el país. El resto del texto, en su opinión, sólo contenía chantaje emocional, y así se lo expresó a Jasmin, conversando en la oficina al día siguiente. ‘Mi hermano pequeño, al igual que yo, era de espíritu libre y muy suyo. Tanto que rompió con la tradición de ser pescador, como son los hombres de nuestra familia’. ‘¿Y a qué se dedicaba?’. ‘Pues fue dando tumbos hasta decidirse por una profesión que verdaderamente le llenara: guiar grupos, no muy concurridos, por el desierto de Lompoul’. ‘¿Y tiene demanda?’. ‘Claro, a la gente le atraen las inmensas dunas, tan espectaculares en su largo recorrido frente al océano, y lo exótico de pasar la noche bajo las estrellas. Buscan, en definitiva, aventuras diferentes, menos convencionales’. ‘Entonces, ¿dónde está el problema?’. ‘En la última expedición que organizó, mientras los demás dormían en jaimas dentro de las carpas, salió del campamento para comprobar en qué estado se encontraba el terreno y calcular la distancia que les separaba de la fuerte tormenta que según los pronósticos se acercaba’, −un nudo en la garganta le obligó a parar−. ‘Tranquila, todo irá bien. Cálmate’, −le puso una mano en el hombro−. ‘Pasado un tiempo −prosiguió−, y preocupados por la tardanza, alguien del equipo fue en su busca. Horas después, a lo lejos, lo que en principio parecía un espejismo resultó ser la silueta de un dromedario. La persona que venía encima, llena de polvo, se bajó, con la cara descompuesta, y dijo haber encontrado al jefe degollado a mitad de camino. Se alteraron muchísimo, cundió el pánico y abortaron el viaje’. ‘Joder’. ‘El e-mail acaba responsabilizándome a mí de cuantos males les acechan’. Cerró los ojos cuando los recuerdos de la infancia emergieron de la memoria. Caía la tarde como un pañuelo de seda a cámara lenta. Ramas variables en tono rojizo y tierra perfilaban en el horizonte una franja sin fin. Su hermano y ella repartían a los visitantes diminutos vasos de té a la menta, con los que se ganaban algunos francos. El chico se giró hacia el oeste, elevó el dedo índice y, señalando hacia donde suponía estaba la libertad, gritó: “algún día te llevaré ahí”. La voz de Jasmin la devolvió a la realidad. ‘¿Y qué piensas hacer?’. ‘Pues no ir, sería un suicidio’. ‘Nosotros podemos garantizar que tu salida de España sea con retorno, pero una vez allí nada es seguro’. ‘Ni hablar. Todavía no he perdido el juicio. ¿Qué adelantaría yendo? Nada. Además, en unas semanas partís hacia Libia y mi sitio está aquí, dándoos cobertura’.
          En plena inauguración del alumbrado en diciembre, Ismael regresó a Madrid para atar algunos cabos sueltos que aún tenía en la agencia publicitaria Plaza’s Intercontinental, antes de firmar el despido voluntario. El director general, que conocía sus planes, trató de disuadirle con un apetitoso aumento de sueldo más incentivos. Pero lo suyo no era una cuestión económica, sino de valores que le daban otro sentido a su existencia. Se sentía muy cansado de la competencia desleal entre colegas, de discursos basados en la prepotencia que dejan al descubierto el plumero del adversario, de tanta ignorancia capaz de cubrirnos de mierda, de la sociedad de consumo que abduce la energía individual de cada uno y de tanta tontería que… Es posible que estuviera a punto de equivocarse, sin embargo, cuando abandonó el despacho del jefe dejándole hundido en el sillón de cuero con incrustaciones de su propia sombra y disimulando con los dedos la raya mal planchada en el pantalón de Armani, de repente se sintió liberado. La siguiente tarea en mente sería seleccionar qué cosas y cuáles no se llevaría a Barcelona, pero prefirió hacerlo después de ver a Ahmad Abu-Abbad, que también vino a la capital a una consulta médica. ‘¿Estás seguro de lo que vas a hacer? Mira que no es lo mismo colaborar de forma puntual con una ONG que trabajar en ella’, −dijo el beirutí−. ‘Sí, está decidido, no te digo que me quede para siempre, pero de momento es lo que me apetece hacer. Conoceros ha sido estupendo, y quizá incorporarme a la organización sea bueno, desde luego para mí lo será’. ‘Me recuerdas mucho a nosotros al principio de llegar’. −Conversaban rumbo a un local donde daban buen té−. ‘¿Por qué no te trasladas definitivamente a Catalunya?’. ‘Aquí están los últimos recuerdos de mi esposa. Algún día te contaré cómo sucedió todo’. ‘Te escucharé con gusto cuando quieras’. ‘Ay, marinero…’, −rieron con ganas−. ‘¡Qué va!, eso son palabras mayores, todavía no estoy preparado para echarme a la mar, aunque lo haré. Por ahora me quedo en la oficina. Oye, ¿qué te ha dicho el urólogo? ¿Todo bien?’. ‘Disfrutemos del paisaje’. Un sol mate de finales de otoño, con nubes no apretadas, se colaba por detrás de los edificios de la nueva Gran Vía, moderna y cosmopolita. Sus amplias aceras, con mobiliario renovado y espectacular amplitud, alfombraban la entrada a las pocas salas de cine que aguantaban en pie sin sufrir el impacto por otras, a las que la irrupción de los grandes almacenes arrancó de cuajo sus entrañas. Ahmad e Ismael se perdieron entre la multitud charlando.
          Hacer entender a Kesia que ya no era esclava de nadie, ni su amo ninguno de los presentes, fue una labor delicada que Binta consiguió con esfuerzo y paciencia. ‘¿Es para mí?’. ‘Oui, madame’. ‘Dibujas muy bien’. ‘Merci’. Apenas juntaba más de dos palabras en castellano sin llevarlas traducidas del francés y escritas para saber lo que decía. ‘¿Aprendiste en la escuela? −absurda pregunta, rápido cayó en la cuenta− ¿Cómo conseguías el material?’ −ésta sobraba−. Supuso que no se explicaba lo suficientemente claro. Pero, para su sorpresa, la otra sacó un lapicero del delantal, un cuaderno de la despensa y, hoja a hoja, con trazo maestro sin temblores ni pudor, resumió lo que la dificultad del lenguaje no le permitía. En una perfiló un fuego de leña al aire libre con puchero conteniendo algo que hervía dentro, la siguiente un puñado de chozas bastante separadas entre sí, a continuación, la playa solitaria y después una mujer arrodillada con un palito en la mano, formando con él en la arena imágenes, objetos extraños que tomaban diferentes formas y completaban así un collage de lo que fue su vida hasta entonces. Y para finalizar: la lona desinflada de una balsa vacía, con chalecos rotos, juguetes mutilados, un remo partido en dos, algunas mantas hechas girones y… Ambas mujeres se abrazaron y compartieron el intenso dolor de la angustia, de la desesperación que no parece tocar fondo, del agua que llega al cuello cuando poco más se puede perder. Continuaron con la rutina como si nada, protegiendo con intimidad lo que habían compartido. ‘Joder, Binta, llegas tarde −dijo el capitán que llevaba rato esperándola−. Toma, esta es la ruta, tenla a mano por si hay problemas. ¿Estás bien?’. ‘Sí, no te apures, es un asunto personal, nada que interfiera en mi trabajo’. ‘Que no, coño, que no te lo digo por eso, pero si te quieres desahogar aquí estoy’. ‘Muchísimas gracias, lo tendré en cuenta’.
          Nueve días de navegación y el Mediterráneo, haciendo alarde de toda su personalidad, parecía un espejo sin fin: inofensivo, inabarcable, tolerante. Los tripulantes, en su tiempo de descanso, jugaban a cartas, se tumbaban en cubierta pensativos y fumaban, sin quitar la vista del horizonte, eso sí, por si aparecía alguna patera. Adrián era el encargado esta vez de coordinar el operativo de la misión, distribuir los turnos de guardia, suministrar los víveres de manera equilibrada cuando tuvieran refugiados a bordo y vigilar a menudo los patrones meteorológicos que Salvamento Marítimo hacía llegar constantemente a los barcos que anduvieran por la zona. Acudió a la llamada del timonel. ‘Ese frente que se acerca no me gusta nada’ −indicó−. ‘¿Tú crees? En cambio, mira que despejado está por ahí’ −señaló el lado opuesto−. ‘Ya, pero me duele la rodilla, y la cabrona nunca falla. Se avecinan cambios violentos, muy a vuestro pesar’. ‘¿Activo el protocolo de borrasca?’. ‘No estaría de más desembalar los impermeables’. Informó por radio de que el Sin Muros, y su tripulación, se preparaban para fuerte tempestad. Ordenó, también, amarrar bien todo lo que fuese susceptible de desaparecer con el viento, y cada uno tomó su posición. En cuestión de minutos la mar se embraveció, con olas gigantes de montaña rusa que casi llevaban a provocar el vómito. Todos alerta, luchando contra esa fuerza sobrenatural, creyeron que asistían al simulacro del fin del mundo. ‘¿Aguantará la embarcación?’. ‘Esperemos’. El capitán alzó la voz: ‘¿Dónde está el enfermero? Que alguien mire abajo a ver si se ha mareado’. –Lo hizo el cocinero−. ‘Aquí no hay nadie’, −gritó−. ¡No me jodas!, le advertí que era peligroso y que no se separara de nosotros. Verás cómo para ser su primera vez la cagamos’. Entonces, en el ojo del huracán que da la esperanza por perdida, reconocieron un plástico amarillo, y dentro de él, al chaval intentando mantenerse a flote. A pesar de que la situación era complicadísima, ya que la persona que fuera a ayudarle corría el riesgo de ahogarse, Jasmin se lanzó al océano sin calcular el peligro. A la vez que ella entraba en el agua, a miles de millas de allí, en tierra firme, su padre ponía la casa patas arriba buscando el rosario extraviado. Se paró en seco y, a través del cristal de la ventana, vio cómo un salpullido de gotas de sudor frío le cubrían la frente. Mal presagio…

domingo, 9 de diciembre de 2018

Beirut, Puerta de Atocha

7.

Por delante del cafetín de Abul Khan se pasea la vida en todas sus expresiones. Civiles mediocres, que miran por encima del hombro creyéndose imprescindibles, e invisibles, que rozan el umbral de la pobreza con el cráter cada vez más dilatado, irrumpen en este rincón de la ciudad formando parte de los contrastes que no pasan desapercibidos. En una mesa apartada del bullicio, Adrián aguarda la llegada de un conocido con quien colaboró en la Media Luna Roja, y que en la actualidad recorre el mundo tomando nota de las necesidades personales y colectivas de los refugiados, y velando por los intereses y por la seguridad de cada uno. Todo ello a la espera de que se regule y garantice algo tan sencillo como el acceso a los servicios básicos. Visita también los centros de acogida, la mayoría desbordados por la avalancha de personas que acuden anémicas y en pésimo estado de higiene. El viaje del voluntario coincide con la celebración en Marruecos, en menos de dos meses, de la Cumbre sobre el Pacto Mundial por los Derechos de las Migraciones, donde se hará oficial el documento aprobado en la sede de Naciones Unidas. Un texto que por desgracia deja varios puntos a la libre interpretación de cada país, lo que, sin duda alguna, es preocupante y reactiva la desigualdad. ‘¿Echas de menos estar en primera línea de fuego?’. ‘No, acabé muy quemado. Cuando os vinisteis de Beirut las cosas cambiaron muchísimo, se abrió una etapa desagradable de acoso y persecución a activistas con principios sólidos y claros objetivos: defender las libertades de todo individuo dentro y fuera del Líbano’. ‘Entonces, ¿dónde acabó el esperanzador proyecto que empezaba a cuajar?’. ‘A veces ocurre que el dinero asoma el hocico y jode las buenas intenciones’. ‘Bueno, no siempre, ¡eh! Hay quién está muy comprometido y no se deja tentar por la pasta’. ‘Fíjate, de haberse consolidado la idea en la que Jasmin y tú participasteis, ahora estaríamos hablando de la mayor ONG creada desde Oriente Próximo para dar solución a los problemas de nuestra gente’. ‘No es fácil levantar una empresa de la nada y que los participantes remen en una misma dirección’. Adrián continuó narrando el episodio vivido en la última travesía con el compañero, quien, por pura avaricia, puso en peligro tanto a la tripulación como a los náufragos. ‘¿Más té?, −preguntó el tabernero poniendo en la bandeja los vasos vacíos−. ‘No, gracias. ¿Comemos juntos antes de partir para Nairobi?’. ‘Sí, por supuesto, y con la familia’. ‘¿Cómo está tu suegro?’. ‘Ahí va. Desde que murió su mujer no es el mismo…’. ‘Lo entiendo’. ‘¿Algo concreto en Kenia?’. Voy al suburbio de Kibera, para ver el programa “Talking box” que han implantado en los colegios de allí: es un buzón donde las niñas cuentan, de manera anónima y por medio de cartas, si son maltratadas, violadas…, y la que quiere incluye detalles para localizarla’. ‘Interesante’. ‘Ya lo creo. Es obra de Jane Anyango, fundadora de Polycom Development Proyect. Quiero conocer a fondo la idea para llevarla a otros sitios marginales. ¿Por qué no te animas y vienes conmigo, como en los viejos tiempos?’. ‘No puedo, tengo obligaciones que atender, quizá en otra ocasión’. ‘Seguro’. 
          Aunque Kesia se acostumbró pronto a los laberintos de la metrópoli y se desenvolvía muy bien, prefería moverse por el reducido espacio de las cuatro tiendas que ya conocía de sobra. Pero una vez terminada la jornada laboral cambiaba de escenario. Cogía al bebé, un biberón con leche y otro con agua, algunos sándwiches y esperaba el ocaso sentada en el Puerto Viejo de Barcelona, cerca del centro comercial Maremagnum. Una noche que Ismael no encontraba el abrelatas donde pensó que lo había dejado, descubrió en un cajón unas hojas de papel arrugadas y manchadas de harina. Eran unos dibujos maravillosos con pescadores, niños corriendo tras una pelota, una mujer pensativa acodada en la barandilla de un mirador y un grupo de abuelos contándose sus batallas. Sin embargo, todos tenían el mismo punto de unión: la supremacía de la mar plasmada con violencia. ‘Dime qué te parece esto’, −dirigiéndose a Ahmad Abu-Abbad−. ‘Una obra de arte. ¿De dónde los has sacado?’. ‘Tengo una artista de incógnito metida en casa’. ‘¿Alguien que ha venido de Madrid?’. ‘No, de África’. ‘No me digas que son de…’, −corta la frase−. ‘¿De quién si no? No sé qué hacer, macho, si decirle algo o no’. ‘Pero si es estupendo. Oye, aquí hay muchísimo talento’. ‘Ya lo creo, y pensar que está lavando calzoncillos y limpiando cristales’. ‘Necesita el trabajo, ya sabes cuáles son sus planes’. ‘Sí, pero tal vez… Ay, coño, no me hagas caso’. ‘De todas formas coméntaselo a mis hijos, a ver qué opinan. Pero vamos que, si fuera por mí, la metía en la escuela para mejorar la técnica’. ‘Eso mismo pienso yo. ¿Te quedas a ver el partido?’. ‘Qué va, ya tenía que estar en la mezquita’. ‘Bueno, entonces vente mañana y vamos al cine’. ‘Perfecto, pero no saques entradas para ver una de miedo, sabes que me acongojan’. ‘¡Qué blando eres, beirutí!’. Rieron hasta dolerles las mandíbulas.
          Una vez solo, metió la cena en el microondas, descorchó una botella de vino, se sirvió media copa y, rebuscando por la cocina, halló más bocetos en el cubo de la basura. La sorpresa mayor se la llevó con un autorretrato suyo junto a murallas, monumentos y torreones suspendidos en diversas alturas, terrenos pantanosos, minúsculos detalles restaurados a la perfección, árboles generosos que cobijan y rostros impersonales en relieve. Se quedó pasmado, sin movimiento, ni siquiera cuando el reloj temporizador avisó de que la lasaña estaba lista. Por una parte, le sabía mal haberse inmiscuido en el espacio privado de la mujer, pero, habiéndolo hecho, podrían mejorar muchas cosas para ella. Se sobresaltó con la llamada de una videoconferencia. ‘¡No fastidies!, les dije que iba a quedarme algún tiempo por aquí, no tengo ninguna gana de volver a Madrid. −Hablaba con un jefe del departamento−. Bueno, pues diles que me llamen y yo les explico. Eso que me cuentas es de una empresa de transporte por carretera que empieza a funcionar en pocos meses, y lo único que falta es montar el aparato de promoción. Pero si revisas bien el expediente verás que está todo ultimado para arrancar con la campaña en cuanto nos digan. No te preocupes, déjalo en mis manos. De verdad que no lo sé, estoy a gusto con esta gente. Es como si de repente tuviera muy claro cuál es mi sitio…’.
          “El exilio no es un guion perfectamente estructurado que se sigue sin parpadear de principio a fin, sino el desgarro de la carne que recubría el esqueleto para no pasar frío”. Esa frase demoledora figuraba escrita en una cerámica que Binta tenía detrás de ella colgada en la pared. Cuando el equipo del barco Sin Muros se encontraba en tierra, la oficina carecía de horarios. Lo mismo se atendía a las tres de la tarde a alguien que buscaba consejo legal que se quedaban de palique hasta las tantas con los más jóvenes, porque no hallaban el momento de volver al albergue como hacían tantos sin techo. ‘Hola, Ismael. Adrián y Jasmin no han llegado. ¿Puedo ayudarle en algo o prefiere esperar? Uy, perdóneme. ¡Qué despiste el mío, no le había visto!’, −se disculpa con Ahmad Abu-Abbad−. ‘En realidad queremos hablar contigo’. −responde éste−. ‘Ustedes dirán’. ‘No te precipites, tómate tu tiempo y dinos lo que piensas y qué sugieres que hagamos con todo esto, −sacan de la bolsa un puñado de dibujos y le explican lo que pasa−. ‘Nosotros estaríamos dispuestos a colaborar en lo que hiciera falta para ayudarla, pero queremos saber tu opinión, por eso hemos venido cuando aún no hay nadie’. La intuición, que nunca le fallaba, se inclinaba por tratar el asunto con suma delicadeza y controlar el frenesí de los hombres. ‘Es fundamental, y lo digo por experiencia, que se confíe, eso le dará seguridad. Todavía se siente muy vulnerable. Su comportamiento en casa sigue siendo extraño. Piensen que, de alguna manera, y por raro que parezca, a pesar de no tener casi nada, ha sido arrancada de su zona de confort emocional. Todo asusta. El azul del cielo no es el mismo en este continente, como tampoco el color de la piel ni la lengua de quienes te rodean, pero si no quieres morir te tienes que adaptar a sus normas, a un método de supervivencia muy encasillado, a la dependencia de objetos que sobran en la aldea y aquí utilizas… Lo más duro es cuando, poco a poco, interiorizas la inferioridad que como raza te restriegan a la hora de desempeñar un trabajo, habitar una vivienda o recetarte un analgésico’. −Escuchaban avergonzados las palabras de la senegalesa−. ‘Me has conmovido. ¡Cuánto queda por aprender! Entiendo que debe seguir creciendo como artista’. ‘Eso es, el poso ha de asentarse en el fondo de la taza’, −puntualizó ella−. ‘¿Y tu opinión?’. ‘Pues que estoy de acuerdo con vosotros, y que me comeré esta chocolatina antes de que venga la jueza’. ‘Como se entere su hija que la llama así vamos a tener un disgusto’, −risas−. ‘¡Qué cabronazo! Eres único, compañero’. ‘No hagan nada, por favor. En todo caso, dejen que lo piense y hable con los responsables de la ONG. Casi es mejor que sean ellos quienes decidan y marquen las pautas a seguir. ¿No les parece?’. ‘Vale. ¿Puedo hacerte una pregunta?’, −dijo el madrileño−. ‘Adelante’. ‘¿Tú también sufriste xenofobia?’. ‘Tuve muchísima suerte de acabar donde estoy, quizá mi caso no se ajusta a los patrones, pero el principio fue…’.
          En el silencio de la noche, y agudizando bastante el oído, Binta escuchaba el ir y venir en el puerto: Gente zarpando hacia la negrura del horizonte, policías haciendo la ronda rutinaria, predicadores que anuncian la llegada del fin del mundo, y todas las maldiciones imaginables que, contra la humanidad, bocea el esquizofrénico del barrio. Aunque la casa estaba en penumbras, tanteó con la vista la superficie de la mesa observando un plato con pan migado y el tazón con azúcar que Kesia dejaba preparado para no entretenerse a la mañana siguiente. Agotada, se quedó dormida. Imágenes de viejas torturas, violentas y borrosas, agitaban su cuerpo inerte tendido en la cama. Una sombra desfigurada la perseguía por su pueblo pesquero de Guet NDar. Entre rejas, esclavizados, sus familiares no podían socorrerla. Sudaba a chorros. Se alejaba y se alejaba cada vez más de ellos, pero tenía que correr, y hacerlo con precaución, no fuera a caer en uno de los calderos donde las mujeres en la playa ahumaban y secaban el pescado. Sólo la trajo de vuelta el llanto del niño. Desvelada, conectó el portátil y vio que tenía un correo electrónico de su hermano: “Ha pasado una desgracia, tienes que volver…”.