domingo, 28 de junio de 2020

Nocturno en el estado de Nevada

21.

Con la venia –intervino el abogado defensor–. Antes de que haga su aparición “The Jury Pool”, en nombre de John Alexander García, aquí presente –señaló en dirección al prisionero–, y en el mío propio, pedimos la nulidad del juicio al haberse cometido irregularidades en la obtención de determinadas pruebas que comprometen la fiabilidad y la inocencia del acusado’. Ese arranque nos descolocó. ‘Explíquese’, –ordenó el magistrado–. ‘Pues, por ejemplo, que se cometió allanamiento de domicilio, ya que se ejecutó el registro del mismo sin que mi cliente estuviera presente’. ‘¡Protesto, señoría! Eso no es verdad. La oficina del Fiscal del Distrito obtuvo una orden de registro y éste se llevó a cabo con todas las garantías. Aquí la tengo’. El magistrado la estudió, ajustó al puente de su nariz la gafa de media luna y respondió: ‘Denegado. Puede que no se hayan percatado, o tal vez sea la emoción de verse en tan solemne espacio, pero están en la sala 3 The Carson City Justicie and Municipal Court, donde soy la máxima autoridad. Así que, tales decisiones sólo las tomaré yo. De modo que, ahora, acérquense al estrado, porque, para lo sucesivo, vamos a dejar algunas normas muy claritas. Usted también, –dirigiéndose a mí. Apagó el interruptor del micrófono y, en voz baja, habló contundente–. No me toquen las pelotas nada más empezar, ¡eh! ¿Las partes tienen noticia de otras anomalías?’, –preguntó–. ‘No, no nos consta –contesté yo–. El inspector de la oficina del sheriff que ha llevado la investigación, y su equipo, son grandes profesionales que saben cómo realizar dicho trabajo. Confiamos plenamente en la trayectoria seguida con las pesquisas’. ‘¿El abogado de la defensa tiene algo más que añadir al respecto?’. ‘Pues sí, mire, ahora que lo dice. Aquí todo gira alrededor de las afirmaciones de una vieja chiflada con la sola pretensión de que mi cliente pague por lo que no hizo, sin reconocer que su nieta, presunta víctima, era una yonqui prostituta que por “un pico” era capaz de vender incluso a su propia abuela’. ‘¿Algo que objetar, letrada?’, –preguntó por rutina–. ‘Nada. Nosotros preferimos reservar nuestra opinión y no entrar en descalificaciones personales que no conducen a ningún sitio. Preferimos demostrar la verdad de lo ocurrido y que se aplique justicia’. ‘Entonces, dicho esto: ocupen sus asientos que hay mucha tarea por delante’. ‘No es justo. Si al menos permitiera que…’, –no terminó la frase, el juez alzó las cejas indicándole que se fuera–. ‘¿Algo va mal, doña Allison?’. ‘No, tranquila, Mayalen. No se preocupe’.
          Uno a uno, como si se tratara de un desfile de alta costura, entraron los candidatos a jurado bajo la atenta mirada de quienes no perdíamos detalle del atuendo, la expresión de ojos, la calidad de escucha, los movimientos de manos y la emoción o apatía que caracterizaba el cumplimiento del deber. Todo, con tal de hacernos una idea del tipo de personas sobre las que recaería el destino de la víctima y del acusado. Hombres y mujeres con problemas e inquietudes semejantes al resto de nosotros, con los mismos sueños y desvelos, iguales miedos y emociones, la misma carga de fracaso y de éxito que nos sostiene como seres racionales. Ojeé el listado: había electricistas, madres solteras, camioneros, cajeras y reponedores en supermercados, católicos, ortodoxos, ateos, viudas, empleados de banca, médicos, cocineros, emigrantes legales… En fin, una pequeña representación poblacional de los ciudadanos censados. Entre ellos se encontraba algún veterano que ya vivió la experiencia en convocatorias anteriores, pero la mayoría se enfrentaba por primera vez a la difícil tarea de decidir con objetividad. ‘Oiga, yo no tenía que estar aquí, ¿sabe usted? Este informe médico acredita la lesión de espalda que padezco’, –murmuró alguien a otro compañero–. ‘Pues, ¡anda que yo! –contestó éste–, con dos menores de doce años que dependen de mí, ya me dirá’. ‘Haberse excusado al “Jury commission”, que es el órgano encargado de liberarles. Y guarden silencio, que no me entero, coño’, –protestó malhumorada una señora mayor encantada de vivir dicha experiencia–. Mientras sucedía ese diálogo, Michelle subrayó lo más importante del documento que Ethan Ross nos había dejado sobre la mesa. Era, ni más ni menos, que la ficha policial de la madre del Johnny donde, además de desobediencia a la autoridad por escándalo público que le costó tres días de calabozo, evasión de impuestos penado con dos años de cárcel sin fianza, varias denuncias por adulterio y alguna que otra pelea de club nocturno, incluyendo la consabida brecha en la frente, figuraba su participación en una de las palizas propinada por su vástago a Alexa Valdés, negándole su derecho al auxilio. ‘¿Quizá presenciara también el asesinato de la chica y calla como una perra?’, –soltó de pronto la becaria a punto de llorar–. ‘Habrá que averiguarlo. En cualquiera de los casos, lee aquí’, –deslicé una hoja de papel amarillento. Richard, mi padrastro, me enseñó que había que tener amigos hasta en las alcantarillas, desde entonces he seguido su consejo–. ‘¿De dónde lo has sacado?’. ‘Un antiguo novio trabaja en el FBI. Ahora mantengo encuentros virtuales con él y su familia: una mujer espectacular y tres hijos encantadores. La otra noche, después de hablar por videollamada con su esposa, me llegó este fax’. ‘¿La información está contrastada?’. ‘¿Tú qué crees?’. ‘Pues, que, si se la involucra en un feo asunto de pederastia, del cuál se libró a saber cómo, no me extrañaría que…’. ‘Cuidado con afirmar hechos que no puedes probar, querida’. El detective, siguiendo mis indicaciones, fue a buscar un vínculo delictivo entre el descendiente y la progenitora. ‘Si lo encuentra será un logro para nosotros’, –afirmó mi ayudante.
          Si dejan de secretear podremos empezar con la elección de jurado, ¿o prefieren que los desaloje a todos?, –dijo, con irónica resignación–. Así lo hicimos. Por intuición, más que otra cosa, no me resultó difícil, con arreglo a los patrones que elaboramos concienzudamente la noche anterior, elegir a los candidatos equilibrando la paridad, el nivel social, la media de edad en torno a los cuarenta y cinco años, el color de la piel y las diversas profesiones que desempeñaban. A priori, la ausencia de oposición entre mis adversarios repartió un caldo de transigencia que pronto se consumió, flotando en el ambiente nubes espesas y agrias, cuando el abogado defensor intervino. ‘Un momento, perdonen. Nosotros no queremos a tres de los seis negros que ya estarían admitidos. Opinamos que esta clase de gente viene con la palabra “culpable” escrita dentro del bolsillo’. ‘Exigimos que dicho comentario segregacionista sea retirado por la defensa, ya que es discriminatorio y no se ajusta a ningún precepto legal. –Michelle encontró lo siguiente, que me pasó avispada–: Les recuerdo que, hacer una recusación basándose en el color de la piel, viola la “Cláusula de Igual Protección” recogida en la Decimocuarta Enmienda’, –me puse de pie para dar mayor solemnidad al argumento–. Los comentarios en la bancada elevaron el tono tratando de interrumpir mi testimonio, pero la representante del gobierno terció a mi favor. ‘Magistrado, ruego dejé a la señora Morgan disertar sobre ese punto que nos parece muy interesante’, –fue bastante convincente–. ‘Prosiga’. ‘Gracias. Como saben, en 1986, en un tribunal del estado de Kentucky, un fiscal excluyó a unos miembros afroamericanos quedando sólo seis blancos’. ‘¿Letrada, acaso se refiere al caso Batson?’. ‘Exacto’. ‘Pues, como no lo aclare mejor, ya se puede ir olvidando, porque no admito supuestos ni divagaciones’ –dijo el juez–. ‘Continúo. Descartar la candidatura de cualquiera por meros prejuicios raciales es indigno e inhumano. Bien, en aquella ocasión la Corte Suprema de los Estados Unidos alegó que las motivaciones basadas en la raza no eran justificación coherente. Apelamos al buen criterio que nos consta de usted’. ‘Supongo que no querrá que le demos publicidad a un acto de marginación en el seno de esta sala, ¿verdad? –irrumpió Charlotte Bennett–. Sería un manchón bastante feo al final de su ilustre carrera’.
          Adam Walker no perdía detalle y pensó: ¡mira que son listas las jodías!, refiriéndose al cruce de diálogo anterior protagonizado entre ambas mujeres. Estaba satisfecho con la conversación ilustrativa mantenida con la hijastra de su cuñado, otra dama de altura, a la que ofreció también formar parte del equipo que le ayudaría con la candidatura de presentación a sheriff de Carson City, pero ella estaba volcada en otros asuntos y no le daba la vida para más. Quizá, él debería de hacer caso a su esposa, no complicarse y dejarlo estar. Sin embargo, a veces, según las circunstancias o necesidades de complicidad y servicio que cada cual tiene, prevalece la vocación por encima de los sentimientos. Un compañero de graduación, jefe superior de policía, residente en otro estado, con el que nunca perdió el contacto, se enfrentaba a la difícil tarea de desmantelar la oficina y detener a casi toda la plantilla por corrupción, malversación de fondos y prácticas violentas contra los detenidos. Afortunadamente, en su jurisdicción no se daban motivos semejantes, sino que optaba al cargo para cambiar algunas cosas o hacerlas de manera diferente, con mayor empatía y menos mano dura. No obstante, esa era una batalla que habría de librar más adelante, ahora…
          Señoras y señores miembros del jurado –el juez Robert Franklin Jr. se dirigió a ellos–. De acuerdo con las normas y leyes que rigen nuestro país, es mi obligación desafiar la buena voluntad que tengan ustedes de seguir hasta el final, informándoles de la gravedad del caso al que nos enfrentamos: “asesinato en segundo grado”. ¿Alguno no entiende bien dicho término?, –todos callaron–. Lo digo por si quieren abandonar antes de desgranar los detalles’. Nadie se movió del asiento y le aguantaron la mirada. A la pregunta de si tenían alguna relación con las partes, sus abogados o los testigos respondieron que no. Entonces, hizo una breve reseña del sumario, presentó a la víctima y al acusado, y se detuvo en la figura de Charlotte Bennett, de quien dijo ser la representante del gobierno y, por tanto, la máxima autoridad, por debajo de él, claro. Quedó callado, bebió agua del vaso que anteriormente se había servido y dejó que prosiguiera el secretario. ‘Pónganse en pie –los doce lo hicieron. Seis machos y seis hembras. Mitad negros y mitad blancos, ricos y pobres, humildes y arrogantes. Demócratas y Republicanos–. Alcen sus manos derechas: ¿juran emitir un veredicto con arreglo a la inocencia o culpabilidad del acusado según los hechos presentados y no en base a conjeturas formadas a través de opiniones fundamentadas en prejuicios incoherentes?’. ‘Sí, juramos’, –sonó a una sola voz–. ‘Se abre la sesión. Tiene el turno de palabra doña Charlotte Bennett. Cuando quiera, letrada’. ‘Gracias, señoría…’.

domingo, 21 de junio de 2020

Nocturno, en el estado de Nevada


20.

Pensé que no llegabas. ¡Vamos, démonos prisa! Apenas falta hora y media para que empiece el juicio y te quiero poner al corriente’, –dijo Adam Walker a la hijastra de su cuñado–. ‘Perdona, vengo conduciendo desde California y, a la altura de la ciudad de Stockton, había mucho tráfico. No sé por qué se forma ahí tanto atasco. Fui a Santa Rosa, a unas jornadas convocadas por la organización “Onward Together”, la que fundó Hillary, y ya sabes cómo son estos encuentros: a la salida te pones a hablar de política y no ves la hora de irte’. ‘Bueno, lo importante es que ahora ya estás aquí. Mira, una cafetería, ¿tomamos algo?’. ‘Sí, estoy hambrienta. –Pidieron café americano, huevos con beicon, tortas de maíz con sirope de arce y unas fresas naturales–. ¿Qué tal la familia?’. ‘Todos bien. Las niñas creciendo muy deprisa y nosotros más viejos. Lo normal’. ‘¿Cuánto hacía que no nos veíamos? ¿Desde la boda de mi hermana?’. ‘No, fue en el entierro de la abuela’. ‘Cierto’. Oye, si no te importa, el tiempo se nos echa encima y me gustaría…’. El inspector llevó la conversación a donde le interesaba: eludir la propuesta de sus superiores respecto a maquillar la declaración sobre los indicios que apuntaban directamente al acusado como presunto autor del asesinato por el que se le incriminaba. ‘Ya, pero si lo haces seguro que te arrepentirás’, –intervino ella–. ‘Eso no me quita el sueño –afirmó–, me gusta llevar la contraria a la autoridad. Ahora lo que me interesa saber es tu opinión’. ‘Venga, dispara’, –rieron con ganas–. Resumió lo más que pudo la escena del crimen, y las especiales circunstancias que empujaron a la abuela a librar la batalla contra el asesino de su nieta. ‘Además, te digo que, si de algo sirve esta profesión, ahora tengo la oportunidad de demostrarlo’. ‘Intuyo que vas a cooperar con la fiscal del distrito, ¿me equivoco?’. ‘Hemos tenido un primer contacto. Es una gran profesional, y sí, estoy a su servicio, como no podía ser de otra manera’. Cuando entraron en la sala se quedaron en la parte de atrás. La zona donde se sitúa el preso aún estaba vacía. Las mesas de los principales intervinientes, cargadas con su material de trabajo, eran un panal de abejas endulzando la cara y la cruz del laberinto de pesquisas hechas. Adam Walker se acercó a Charlotte Bennett y le entregó una hoja doblada donde había escrito los posibles candidatos a jurado. Ella le apretó el brazo en señal de agradecimiento y se la guardó en el bolso.
          Mayalen, con su silla pegada a la mía, llevaba la ropa de los domingos, la misma que lucía en cada ceremonia de la iglesia. El reverendo, mexicano también, y afincado en Carson City desde hacía más de sesenta años, le dio una pequeña postal, a modo de amuleto, del Templo de San José, en Colima, un hermoso lugar de torres puntiagudas, con aire gótico, y que incluye el bellísimo jardín donde, a la caída del sol, los lugareños platicaban en la rinconada que acoge el Pocito Santo o Charco de la Higuera. La guardó en una funda de plástico, junto a otras estampas, y recordó las veces que había transitado por allí llevando consigo a alguno de sus nueve hermanos, feliz con las pocas pertenencias que tenían, inocente y ajena al sufrimiento que se cebaría en sus entrañas, hasta el final de sus días. Las manos huesudas, temblorosas, desfiguradas por la tarea doméstica, agrietadas y huérfanas de afectos, iban de los pliegues de la falda al borde de la mesa, buscando el amparo de un solar donde enfoscar la tristeza. Nos miraba, y parecía pedir a gritos una fórmula mágica para anestesiar el miedo a lo desconocido, un inmediato presente que abriría las puertas del proceso a punto de iniciarse. Me molestaba que inspirara ternura, porque esa arma la quería manejar yo con los miembros del jurado. En algún momento de aquella larga espera, no sabría precisar, nos confesó que sentía ganas de abandonar y salir corriendo, pero el recuerdo del incendio de la fábrica textil, donde murieron los padres de la niña, y la responsabilidad que adquirió criándola, fueron más fuertes. Así que, con las palabras cargadas de bondad, dijo en voz baja: ‘Doña Allison, ¿cuándo empezamos?’. ‘Pronto. Primero ha de entrar el presunto culpable. A continuación, el juez. Y por último hemos de elegir a las doce personas que decidirán el veredicto. Tenga un poco de paciencia, ya casi estamos’. ‘¿Y si me estoy equivocando?’. ‘Querida, si yo fuera familia suya, estaría orgullosa de usted’.
          Michelle se retrasó bastante, así que ocupó la silla vacante a mi derecha, posición que la situaba prácticamente frente al estrado. Con prominentes ojeras y una delgadez acelerada que nos tenía a todos muy preocupados, se había pasado el fin de semana extrayendo jurisprudencia, de libros de consulta, con la que contextualizar nuestros argumentos. No sé qué habría hecho sin su ayuda, pero la verdad es que tanta implicación rozaba los límites. Traté de inculcarle aquello que afirmaba Richard, mi padrastro, durante el tiempo que formé parte de su equipo: ‘No hagas tuyos los fracasos de otros, pero tampoco te apoderes de sus aciertos. Tú sólo eres ese tren de mercancía que traslada equipaje con el embalaje de la verdad, aunque ésta sea mentira’. ‘Echa un vistazo a esto –dijo, dándome unas hojas impresas–. Lo encontré antes de venir’. ‘Entonces, según pone aquí –le hablaba al oído–, en 1989, en Newton, un pueblo del condado de Sussex, en New Jersey, Graham contra Seals, se consiguió que al violador y asesino de su esposa le juzgaran y condenaran al corredor de la muerte por los delitos imputados’. ‘Así es. Resulta que, una mañana, a mediados de agosto –la becaria lo había memorizado–, la mujer, como cada día, atravesó un campo para acortar distancia hasta su lugar de trabajo. Un hombre corpulento silbaba una melodía pegadiza mientras pedaleaba. Cuando llegó a su altura, se abalanzó contra ella y la forzó detrás de unos matorrales. Ella opuso resistencia y él la golpeó en la sien con algo contundente. Así que, sobre un cuerpo ya inerte, finalizó el desahogo’. ‘Es fabuloso porque ese mismo modelo nos servirá para apoyar la denuncia que presenta nuestro cliente. Buen trabajo, querida. Guárdalo como un comodín en la manga’. ‘Aún no has oído lo mejor. Esto sí que, en todo caso, es un póker de ases –de la cartera sacó otras fotocopias y me las dio–: el estado de Pensilvania contra Harvey Watson…’. Consulté el reloj y vi que todavía faltaban quince minutos. La inconfundible respiración del detective sonaba detrás de nosotras. Alargó el brazo y nos dio una carta cerrada.
          Para Ethan Ross, haber colaborado estrechamente en el caso del asesinato de Alexa Valdés, le sirvió para reciclar el olfato de sabueso rastreador, tan envidiado por los colegas de la profesión. Pero también, y lo más importante, con ello recuperó la confianza en sí mismo, esa forma honrada de trabajar en pos de la justicia. Aguardaba impaciente la llegada de la chica del sadomasoquismo, a la que no veía desde que los ayudantes del sheriff la llevaron a un lugar seguro. Le preocupaba que, durante el interrogatorio, usaran técnicas de desestabilización emocional, peligrando el pacto que hizo para contar la verdad, a cambio de ingresar en el Programa de Protección de Testigos. Sin embargo, confiaba en su palabra e imaginaba las ganas que tendría de salir a la calle sin miedo a ser descubierta, aunque el precio fuera empezar de cero en otro país. ‘¿Nervioso?’, –le pregunté–. ‘Impaciente. Ojalá que acabe cuanto antes y nos vayamos a tomar unas cervezas’, –bromeó–. ‘Eso de ahí te va a interesar’, –señaló el regalito que nos había dejado–. ‘Sí, supongo. ¿Qué es?’. ‘La guinda del pastel. Una información tan valiosa que cambiará el rumbo del juicio’. ‘Michelle, léelo, –pero llegué tarde, la becaria ya lo hacía–. Oye, esto huele a despedida y ahora no nos puedes dejar solas, ¿eh?’. ‘¡Anda!, céntrate en lo tuyo. Respira hondo. Confío en ti, lo vas a hacer muy bien’. ‘Uy, no estoy tan segura’. Se recostó en el banco y comenzó a escribir en su desgastada libreta. Cuando, por diversos motivos, decidió abandonar la policía, prometió luchar para erradicar la pena de muerte, porque había visto a demasiados inocentes perder la vida, pero esta vez le asaltaban todas las dudas juntas y quería condenar a aquel individuo a la pena máxima. Eso, o que la edad, los kilos de más, la pérdida de horizonte o el agotamiento mental, fueran suficientes razones para descolgar la placa de investigador privado y rociar la tea de resina suficiente para que no se apague la llama.
          El silencio en la sala era mayúsculo, plomizo, como los días de calor que merman las ganas de levantarse de la cama. Hacía algunos días que la opinión pública izaba la bandera de las revueltas, y los medios de comunicación un juicio paralelo sin haber comenzado el oficial. Había para todos los gustos: Quienes se inclinaban por la inocencia del prisionero, a punto de aparecer, mostraban su apoyo a los allegados con declaraciones de alabanza y críticas a un sistema que para algunos tocaba fondo. Mientras que otros se nombraron verdugos para empujar, sin contemplación, el émbolo de la jeringa, planeando elevar la protesta a nivel federal si quedaba en libertad. Unos y otros, cada cual con sus razones, removían los argumentos por encima de un charco de bilis que en nada contribuiría a mantener la calma entre los asistentes. Sin embargo, el jaleo de gente acercándose deprisa nos devolvió a la realidad. Un timbrazo seco procedente de la galería interior abrió la puerta lateral disimulada con maderas lisas. Precedido por cuatro guardias con chalecos antibalas, John Alexander García, arrastrando la cadena que acortaba sus pasos y disminuía el movimiento de las manos esposadas, irrumpió socarrón y desafiante, adoptando inmediatamente después el papel de víctima. Estaba más gordo. La madre se abalanzó a abrazarlo, pero los agentes la empujaron para atrás. ‘Mucho cuidado con ponerme la mano encima. ¡Ustedes todavía no saben con quién están tratando!’, –se defendió, a la desesperada–. El reo localizó a Mayalen y clavó sus ojos en ella, provocando una punzada en las tripas de la mujer que casi le hace vomitar.
          ¿Preparado señoría?’, –dijo el secretario–. ‘Déjate de coñas y abre’, –ordenó–. ‘A sus órdenes, jefe’, –soltó con complicidad–. Se arregló un poco la toga, comprobó que llevaba los zapatos abrochados, brillantes, y comentó: ‘¿Te he contado que una vez…?’. ‘Joder, ya estamos. Vamos, prepárate, y bebe un poco, anda’, –desenroscó la petaca y se echó un largo trago de alcohol–. ‘¿Entramos?’. Entonces, con solemnidad, irrumpió y dijo: ‘¡Todos en pie! Preside el honorable juez Robert Franklin Jr., titular de la sala 3 The Carson City Justicie and Municipal Court’, –se retiró y, pasados unos minutos, el magistrado tomó la palabra: ‘Letrados, procedan con sus argumentos’.

domingo, 7 de junio de 2020

Nocturno, en el estado de Nevada

19.

Siento que sea tan tarde, Charlotte. ¿Un brandy?’. ‘No, que luego tengo que conducir’. ‘Tan recta como siempre’, –obvió el comentario–. Pues, tú dirás’. ‘Los de arriba quieren procesar a Johnny García enseguida. Parece un asunto turbio y temen que se nos eche encima la campaña, perjudicando la imagen de los candidatos a las presidenciales. Ya sabes que los nervios de los lugareños saltan por los aires si la palabra “caucus” planea por encima de los tejados’, –aseguró el fiscal del distrito–. ‘Oye, ¿y me has hecho venir en plena noche para comentar el sistema empleado en Nevada para elegir delegados?’. ‘Pues no. –Antes de continuar la miró sonriente–. Verás, no hay que tomarse a la ligera este asunto de la chica maltratada y asesinada presuntamente por el novio. Hiciste bastante hincapié en las reuniones de equipo respecto a que fue una muerte violenta y puede que premeditada. Por tanto, esa nieta y su abuela merecen un juicio justo, al margen de cualquier interés partidista. Así que, están de suerte por dos cosas: que seas tú quien va de la fiscalía y que le hayan asignado el caso al juez Robert Franklin Jr., lo cual garantiza mucha profesionalidad y poner en valor la verdad y la justicia’. ‘Casi es media noche y mañana madrugo, ¿podemos dejarlo para entonces?’. ‘Supongo que sí. No obstante, hacía mucho que no estábamos a solas y todavía no has contestado a la propuesta que te hice’. ‘De momento no estoy preparada para iniciar una nueva relación’. ‘Puedo esperar, no importa’. Desde que enviudó le llovían los pretendientes, a pesar de que todos sabían que el jefe iba detrás de ella, comentarios aumentados y fuera de tono por la tela de araña que teje con hilo de envidia las conspiraciones. ‘En veinticuatro horas os digo cómo voy a actuar. Me gustaría contar con algún apoyo que me ayude con la documentación’. ‘Coge a quien quieras’. ‘¿Tenemos ya fecha?’. ‘No, imagino que faltará poco’. Cuando volvió a casa reinaba el silencio. Linda y los niños dormían en la misma cama, dejando al descubierto un laberinto de piernas entrecruzadas. Entró en la cocina y vio el desorden con los ingredientes para las alubias Great Northern esparcidos por la encimera. Cogió una tarrina de helado de menta y chips de chocolate, salió al porche y, sentada en el columpio de estilo americano anclado en la pared bajo techo de madera, se dejó llevar por suaves remolinos de viento. Despertó con tanto frío en el paladar que apenas sentía la lengua. Delante de él, a poca distancia, majestuoso, el Carson River parecía invitarla al paseo. Pero, una mano diminuta, de piel blanca como la cera, se coló por la rendija de su escote y dijo: ‘Abu, ¿me cuentas un cuento?’.
          Cuando al juez Robert Franklin Jr. le llegó la orden jurisdiccional, recayendo en su sala el caso del estado de Nevada contra John Alexander García, acusado de asesinato, leía en profundidad el New York Times, recostado en el sillón de cuero marrón que tenía arrimado al ventanal del despacho. El secretario que le ayudaba tenía por costumbre dejarle sobre la carpeta del sumario un resumen de lo más destacado, para que le fuera más fácil familiarizarse con los nombres de las partes. Así que, tras doblar el diario y pedir otro café bien cargado, subrayó algunos datos que le parecieron importantes: fechas, apellidos, lugares…, fijándose especialmente en el nombre de la abogada que representaba a la acusación particular, nada más y nada menos que del bufete de WILSON, ANDERSON & SMITH. Entonces recordó haberse encontrado con alguien allí, días atrás, tomando unas copas en la cantina Passing City. ¡Tendría gracia que fuese la misma persona! Desde que a su mujer le detectaron un cáncer de colon con metástasis en el peritoneo, vivía las etapas durísimas de quimioterapia sumido en el alcohol y con una costra de insoportable impotencia viendo cómo se destruía aquel cuerpo que tantas veces exploró con la torpeza de un principiante. Nunca quisieron tener hijos, pero tampoco pusieron medios para evitarlo. Por eso, provocando fuertes carcajadas entre los amigos, solían decir que a uno de los dos se le había averiado la maquinaria. Ahora, que se definían náufragos abocados a lo irreversible de la situación que vivían, se comportaban como extraños evitándose en lo emocional. ‘Robert, ¿estás bien? –preguntó el encargado de que todo funcione en The Carson City Justice and Municipal Court. En quince minutos entras en sala. ¿Te ayudo con la capa?’. ‘No, gracias. Tú ve aclarando la voz para que sueltes con solemnidad aquello de: Preside el honorable juez…, que tanto intimida. ¿Qué tenemos?’, –preguntó, guardando en el cajón bajo llave la pistola que llevaba en la cinturilla del pantalón–. ‘Cosa fácil: dos atropellos y el robo de unos terneros, lo vas a despachar pronto. ¿Acabaste ayer muy tarde? Cuando me iba aún tenías luz’. ‘Sí, bueno. Es que ha entrado un caso complicado y quiero prepararlo bien’. –Aunque, en realidad, el verdadero motivo consistía en llegar lo más tarde posible a casa–. ‘¿Cómo sigue tu esposa?’. ‘Ahí va. Ya sabes lo jodido de esta enfermedad. Está muy bien cuidada por los médicos y enfermeras que contratamos. Hacen turnos de ocho horas para que siempre haya alguien, pero tiene momentos tan duros que desea acabar con todo para siempre. Es muy angustiosa la impotencia de no poder liberarla’. ‘¿Os habéis planteado la posibilidad de cambiar de estado?’. ‘Alguna vez pensé en mudarnos a Vermont o Washington, donde está permitida la muerte asistida, pero mi posición hizo que no continuase con los trámites’. ‘Bueno, pues si no quieres traicionar tus principios, ponte en contacto con “Compassion and choices”, y que sean ellos los que alivien su situación’. ‘No es fácil. Ya veremos…’. Volvió a quedarse solo. Sacó la petaca con la bandera de las barras y las estrellas tallada en la parte superior derecha, regalo de los compañeros de profesión en el veinticinco aniversario, dio dos tragos largos y salió taciturno.
          La madre del Johnny era la única persona de su entorno que creía en la inocencia de la pobre criatura, cautiva de un sistema incapaz de dar con el verdadero culpable, devolviendo la libertad a su hijo. Por esa razón empeñó la herencia recibida antes del matrimonio: dos apartamentos en Las Vegas, la mansión familiar en Carolina del Sur, los rifles con los que sus antepasados lucharon en la Guerra de Secesión, en bandos opuestos, y la amplia colección de joyas que fue comprando poco a poco, todo para tener liquidez y contratar al mejor letrado en mil millas a la redonda. En la galería que conectaba el pasillo de celdas de aislamiento con la zona de visitas en el Centro Correccional del Norte de Nevada, sólo había luces de emergencia, muy tenues. El funcionario de prisiones caminaba tan deprisa que obligaba al reo a dar pequeños saltos, haciéndole casi tropezar, por llevar los pies encadenados. ‘Siéntate, y echa la pierna derecha hacia atrás. ¡Vamos! –dijo el agente, malhumorado. Enganchó el grillete libre a una argolla del suelo y, resoplando, escupió la siguiente frase dirigiéndose al visitante–: Aquí lo tiene’. ‘¿Le puede soltar las manos para que esté más cómodo?’. ‘¿Qué quieres, que te arranque el pescuezo? Es un tipo peligroso. Si necesitas que le dé una hostia, estoy al otro lado de la puerta’. Puso el portafolios sobre la mesa y sacó un montón de papeles. ‘Soy su abogado’, –se presentó–. ‘¿Y dónde está el otro que estuvo conmigo en la sala de interrogatorios?’. ‘No tengo ni idea, no lo sé’.  ‘¿Quién te ha contratado? ¿Mi vieja?’, –silencio–. ‘Será mejor que me cuente desde el principio lo que ocurrió la madrugada del 24 de enero, ya que en su declaración afirma que estuvo en el Carson Tahoe Regional Medical Center, acompañando a su madre ingresada por fiebres altas. Y, sin embargo, según consta en la investigación previa, todo apunta a que se encontraba en el lugar del crimen donde hallaron el cuerpo sin vida de Alexa Valdés. Explíquemelo clarito, porque su familia me paga para creerle’. ‘¡Eh!, un momento, señoritingo, que me quieren cargar el muerto de esa putita yonqui y no tengo nada que ver, se lo juro. Fuimos novios por un tiempo, pero la dejé porque se traía muchos trapicheos y yo soy un tío formal que no quiere jaleos con la poli’. ‘¿Tiene alguna coartada que corrobore lo que dice? El testimonio de los suyos no sirve’. ‘Bueno, verá. Hay una enfermera en ese turno, con los pechos muy grandes. Nos hemos enrollado más de una vez. Esa noche estaba de guardia y nos escapamos un rato al almacén, ya me entiende. Siempre pone delante de mí el caramelo: ¡vente, canalla!, un polvo rápido, que he de administrar la medicación a los pacientes’. ‘Hablaré con ella’. ‘Oye, pues ya puestos, consígueme también un vis a vis, así recordará mucho mejor los detalles de aquella noche’, –le guiñó un ojo y se carcajeó, mostrando una dentadura desigual y amarillenta–. ‘No va a ser posible. Quizá más adelante…’. ‘¿Cuánto cobras por preguntar estas gilipolleces?’, –obvió la respuesta–. ‘¿Sabe realmente a lo que se enfrenta y cómo funciona esto, señor García?’. ‘Bueno, lo más importante es salir cuanto antes de este agujero y que mi nombre quede limpio de toda sospecha’. ‘Veo que no es consciente de la gravedad del asunto. Mire, le diré algo: al principio supuse que el suyo iba a ser un proceso corto, de los que se despachan en una sola sesión, con un jurado imparcial que no se fijase demasiado en el dolor ocasionado a la víctima y a sus allegados. Luego, al ver que su declaración se tambaleaba igual que un montículo de arena en mitad de una tormenta de viento, comprendí que, si queríamos tener alguna posibilidad de éxito, habría que levantar su inocencia estratégicamente de la nada. Además, el juez asignado, la fiscal y la abogada de la acusación particular son tiburones del Derecho insobornables. Así que, o colabora conmigo contándome lo que ocurrió o será usted mismo quién cave su propia tumba. Piénselo, y para la próxima reunión que tengamos sea más generoso con la verdad’, –metió en la cartera lo que había sacado y golpeó en la puerta para que abriera el guardia–. ‘Coño, picapleitos, ¿te has hartado ya de este desecho humano que da asco?’. Al presidiario le atronaba la pesadilla de los fantasmas que a menudo no le dejaban conciliar el sueño…
          Adam Walker no daba crédito a lo que escuchaban sus oídos. Apoyado en el armario del despacho del sheriff, observaba a las cuatro personas que intentaban convencerle de algo insólito: no cumplir con su deber. ‘No nos fastidies, hombre –dijo, uno de los presentes–. Lo único que te pedimos es que, cuando declares en el juicio de John García, te pongas un poco de su parte, y que suavices el informe que hiciste del registro en su casa. Nada más. No creo que sea tan difícil. El Gobernador no quiere que los medios le den mucha publicidad, y para eso tu colaboración es fundamental’. ‘No sé vosotros, pero yo me siento un policía al servicio de los ciudadanos, un defensor de la ley y del orden. Parecéis patéticos’. Cuando regresó a su sitio tenía un aviso de la centralita: ha llamado la hijastra de su cuñado, que lo volverá a intentar después del almuerzo…