domingo, 19 de diciembre de 2021

Helen Wyner

8.

Osiel Amsalem acompañó al vecino de Isaías Sullivan hasta el despacho del doctor Eric Weiss, que doblaba turno tras el goteo de heridos llegados del accidente con el camión cisterna. Una vez fuera del ascensor, y a lo largo de un pasillo demasiado estrecho, el anciano caminaba muy despacio, adecuando la planta del pie al desnivel del pavimento de aquel semisótano de muros solitarios y un desagradable olor a éter, hasta desembocar en el espacio ruinoso donde anteriormente se ubicó el aparcamiento y cuya obra de remodelación está aún pendiente por falta de presupuesto. ‘Cuidado con el escalón –dijo el sanitario señalando un pedazo de cemento partido en dos–, a veces tengo la sensación de que la estructura se nos va a venir encima, menos mal que estamos aquí de manera provisional mientras terminan de construir el nuevo edificio, aunque ya sabe lo lenta que es la burocracia, abuelo’. Así que, con los cinco sentidos puestos para no tropezar y romperse una pierna, el anciano pensaba que aquel sórdido lugar era el menos indicado para pautar tratamientos que atañen a la salud de las personas. Continuaron, hasta que, a la vuelta de un recodo, pegado al almacén de urgencias, también temporal, donde apósitos, antivirales e hilo de sutura conviven en cajas de cartón precintado, llegaron a una puerta cortafuegos y del otro lado a un cuartucho sin ventilación donde los recibió el médico rodeado de libros apilados en cualquier sitio, un ejemplar de la Constitución de los Estados Unidos y fotografías suyas colgadas de la pared navegando por el Pacífico. ‘Perdón por el desorden. Tome asiento, por favor. Me agrada mucho que haya considerado lo que le dije, pero al no tener el paciente un familiar directo que se ocupe de este asunto, hemos tenido que activar el protocolo. Por tanto, ahora será el juez quien decida si mantenerle con vida hasta que aguante el corazón o bien acelerar los trámites de donación de órganos. Hay gente, en lista de espera, compatible con él. Sin embargo, ya veremos, porque al haber un delito de sangre de por medio todo se complica mucho más’. ‘Lo entiendo, doctor. No obstante, he venido para decirle que me haré cargo de los gastos que esté generando su estancia aquí y, por supuesto, los del entierro. Ese muchacho ha sido muy importante para mí y espero que decidan pronto porque no merece seguir vegetando’. ‘Comprendo sus sentimientos y si por mí fuera daría continuidad a su vida salvando la de otros, pero es el tribunal, en este caso, quien tiene la última palabra’. Osiel Amsalem se mantuvo al margen de la conversación, sintiendo mucho respeto por aquel hombre que acababa de darles una de las lecciones más grandes de solidaridad que, para los tiempos que corren, había visto.
          La normalidad regresó a la escuela con las primeras luces de la mañana y la llegada de alumnos y alumnas, atemorizados por si otro loco, escopeta en mano, irrumpía en mitad de la clase disparando a bocajarro. Betty Scott, jefa de comedor, y Zinerva Falzone, cocinera, habrían querido preparar de postre tarta de calabaza, como la que se servía especialmente la semana antes del Día de Acción de Gracias, pero la dirección no lo estimó oportuno y tuvieron que ajustarse a lo establecido en el menú. Los últimos en entrar a comer fueron los de octavo grado. Es decir, los más alborotadores por su brote de adolescencia. Sin embargo, todos pasaron a un segundo plano desde que Thomas Dawson ayudase el FBI, desde el interior del gimnasio, convirtiéndose en el chico más admirado y famoso en varias millas a la redonda. Le llovían bastantes ofertas de las televisiones locales para dar su testimonio, así como novias y novios, llegados de otros puntos del país, apostados en la valla, esperando su salida y dispuestos a lo que sea necesario con tal de aparecer en público con el héroe de moda. No obstante, sus proyectos de futuro cambiaron con el secuestro. Ya no le interesaba recorrer el largo camino de estudio exhaustivo para sacar las mejores notas de su promoción, ni conseguir un empleo en el gobierno federal, tampoco realizar la carrera en Inteligencia Científica y Tecnología, en la National Inteligence Universit, de Maryland, concluyendo finalmente con el ingreso en la CIA. Lo que está claro es que algo alteró sus cimientos durante las horas que estuvo retenido, confesando más tarde que, de repente conoció el lado salvaje de la humanidad convertida en despreciable depredadora, también la discriminación, la humillación gratuita y esa brecha racista que, como la lengua de lava que se ensancha y destruye todo lo que encuentra a su paso, va a la caza del diferente para devorarlo. Por eso, lo de servir a la patria desde estamentos oficiales dejó de tener sentido entre sus planes. A diario, uno de los maestros o personal administrativo le acompañaban hasta el coche de sus padres, ya que la prensa le acechaba como buitres. ‘¿Qué sentiste al ver cómo uno de tus compañeros mataba a otro? ¿En qué zona estabais, exactamente? ¿Quién era la chica negra asesinada? ¿Le provocó? ¿Por qué no hay más detenidos? ¿Tu testimonio ha salvado al estudiante y condenado al secuestrador?’. ‘Venga, dejadle en paz –gritaba Paul Cox, el consejero escolar, desde la ventana de su despacho a los periodistas apostados fuera del recinto–. Le estáis agobiando, coño’. Podría manifestar con pelos y señales el terror de no ver más a los suyos, la incertidumbre de que ahí concluyese su vida, el sudor frío de cuando escondió el móvil con la cámara activada, las ganas contenidas para no orinarse encima, la ansiedad por escapar sin mirar atrás, la tentación de abalanzarse contra aquel individuo despiadado, obsceno y sarcástico que por el corto espacio de cuarenta y ocho horas les hizo la existencia insoportable. Sin embargo, salía del recinto escolar con la mirada baja caminando deprisa hasta la camioneta de su madre y la esperanza de que aquel seguimiento, con tintes sensacionalistas, acabase lo más pronto posible para continuar siendo un chico completamente anónimo.
          Los calabozos anexos a la oficina del sheriff del condado eran un tanto siniestros. Estaban sucios, con desconchones en las paredes que servían de refugio a cualquier insecto, apenas luz eléctrica, sin agua potable y los retretes atascados, lo cual hacía casi insoportable permanecer allí por un periodo de tiempo mayor a cinco minutos. Anthony Cohen, a petición de su jefe inmediato, pospuso por unos días más la pesca del pargo rojo en el Parque Estatal Lake Lurleen, para asegurarse de que el interrogatorio al anterior director de la escuela, sospechoso de más de un delito e implicación indirecta en este caso, cumpliría con todas las garantías de transparencia e imparcialidad. Con él se quedaron algunos de los mejores hombres del departamento, incluido el negociador, quien mantuvo siempre la teoría de que había un cabo suelto más allá de la acusación por la presunta violación del funcionario a la hermana del secuestrador. Uno de los ayudantes, con cara de pocos amigos, mascando chicle, la mano apoyada en la culata del revolver y las axilas sudorosas, llevó al detenido casi a empujones hasta la sala de interrogatorios donde había sobre la mesa varios vasos desechables, botellas de bebida gaseosa, la carpeta que al parecer contenía un delgadísimo expediente y bastantes denuncias que nadie registró y que por tanto no servirían en caso de llegar a juicio. ‘¿Dónde se encontraba la noche del 24 de noviembre, a las 09:00 pm –preguntó el inspector ajustándose el nudo de la corbata en el espejo– de hace dos años?’. ‘¿Cómo quiere que lo recuerde? –su enfado iba en aumento–. ¿Acaso alguien sabe con precisión lo que hizo en una fecha determinada y a una hora concreta?’. ‘¿Conoce a esta niña? –le mostró una instantánea–. ¿Reconoce que era una estudiante ejemplar?’. ‘No me quedo con las caras, soy muy mal fisonomista’. ‘¿No es cierto que iba a su clase?’. ‘Oiga, quiero hablar con mi abogado’. ‘¿Y tampoco tiene relación con el chico que nos ha tenido en vilo?’. ‘Me acojo a la Quinta Enmienda’. ‘¿Cómo es posible que la única condición que puso para soltar a los rehenes fuera verle a usted?’. ‘Me acojo a la Quinta Enmienda’. ‘Muy bien, nos lo llevamos a la central’. Ambos sospechosos fueron traslados a la central de Birmingham en coches separados donde serían puestos a disposición judicial.
          Cuando Zinerva Falzone terminó su jornada laboral, preocupada por la ausencia de Coretta Sanders decidió ir a interesarse. Vivía a las afueras del pueblo de Elberta, en una preciosa casa a la que se llegaba a través de un camino de acceso privado, pegado al bosque, donde las ardillas y el silencio eran escenario habitual y los vecinos se contaban con los dedos de una mano. En la corta distancia que va desde la ciudad de Foley, por la route 98, hasta ese lugar, no tuvo tiempo de ensayar las palabras que diría tras su repentina llegada. El jardín, del que tanto presumió su amiga, rico en rosales y otras plantas, ahora sólo eran montículos de tierra moribunda, irregulares, como si alguien hubiese excavado buscando petróleo. Por el parabrisas visualizó a un hombre mayor, de complexión fuerte, mirando por la ventana a un punto inconcreto del infinito, destacando su barba blanca en el mosaico de la tez oscura, perdido en el bucle del pasado que se va borrando. ‘Pasa, por favor. ¡Qué grata sorpresa!’. ‘Perdona que me presente sin avisar’. ‘Anda, anda. No seas tonta, pero si me encanta que lo hayas hecho’. ‘En realidad ha sido un impulso’. ‘Querida, deja de justificarte y arrima una silla a la mesa. Ten, prueba estos pastelitos rellenos de melocotón que acabo de freír. Verás qué buenos están’. ‘No quiero molestar’. ‘No seas boba, así tendré la opinión de una experta’. El primero se deshizo en el paladar al entrar en contacto con la saliva, el segundo estalló dentro de la boca dejando la grata sensación de querer más y el tercero fue crucial para identificar uno a uno los ingredientes. ‘Realmente, deliciosos’. ‘¿En serio?’. ‘Nunca mentiría’. ‘Más te vale’. ‘Tienes que darme la receta’. ‘De acuerdo, pero no le cuentes a nadie mi toque especial’. ‘Descuida, te guardaré el secreto’. Ambas rieron con ganas. A pesar de ir muy abrigadas el frío era intenso, aunque no lo suficiente como para no compartir un rato de conversación en el porche y una taza de cacao caliente. ‘¿Qué ha pasado? ¿Por qué está todo levantado?’. ‘Ya ves. Además del destrozo material, no hay día que no nos intimiden quemando una cruz ahí mismo’. ‘¿Lo sabe el sheriff?’. ‘¡Estás loca! Jamás movería un solo dedo por nosotros. Somos negros, no nos quieren’. ‘Pero, digo yo que la ley estará para algo, ¿no?’. ‘¡Qué ley, Zinerva! ¿Crees que a alguien como yo, ocupando un puesto de trabajo que consideran suyo, con un marido enfermo de Alzheimer, afroamericanos los dos, le iban a hacer más caso que a un miembro de la comunidad blanca?’. La italiana no supo qué contestar. ‘¿Y tu esposo es consciente de la situación?’. ‘Habrás visto cómo está. No, no lo es y, aunque se pone muy nervioso cuando aparecen los encapuchados se agarra de mi cuello igual que haría un bebé’. ‘En la escuela nadie ha sabido decirme por qué has faltado estos días’. ‘Figúrate, estando así no le puedo dejar solo. Uno de mis hijos es misionero en Mongolia, y el otro se enamoró de una argentina y manchó a Santa Rosa, donde han formado su propia familia. No quiero complicarles la vida. He pedido un mes de suspensión de empleo y sueldo, Después, me falta poco para la jubilación, así que, ya veremos…’. ‘Yo podría ayudarte, no tengo a nadie a mi cargo’. ‘Gracias, me las arreglaré sola’. ‘Como quieras, pero si cambias de opinión la propuesta sigue en pie’. ‘Cora, Cora –se oyó gritar desde arriba–, que vienen a por mí. Cora, Cora’. ‘Ya me voy, atiéndele’. ‘Sí, será mejor que suba porque cuando tiene un brote es capaz de cualquier cosa. Espera, llévate unos cuantos buñuelos’. La caída del sol desdibujaba el horizonte cuando volvió a ponerse en carretera. A gran velocidad una caravana de moteros con sus relucientes Harley-Davidson, y en sentido contrario al suyo, levantaron una espesa polvareda que poco a poco fue difuminándose hasta desaparecer entre las misteriosas nieblas que asoman por las ramas de los árboles. Observó que las persianas de aluminio, tipo acordeón, estaban colocándose en señal de aviso contra huracanes, así que, aceleró antes de que el ojo de la tormenta la sorprendiera en mitad de la noche.
          Aquella mañana resultó caótica en la escuela: la impresora se había atascado, el pedido de papel higiénico no llegó, Coretta Sanders estaba muy desmejorada, Paul Cox eufórico por el inminente regreso de su mujer y nietos de viaje por Europa, Betty Scott y Zinerva Falzone atareadas con los menús y el resto del personal cada uno a sus cosas. ‘Helen, un caballero pregunta por ti –dijo, una compañera de administración–. ¿Le hago pasar?’. ‘¿Quién es?’. Ten su tarjeta’. ‘No le conozco –pero por el reverso leyó la simple nota que venía escrita con caligrafía clara y mensaje directo. Se quedó pensativa, respiró hondo y añadió–: Aguarda cinco minutos y hazle pasar…’.

domingo, 5 de diciembre de 2021

Helen Wyner

 7.

A Almudena Grandes:
Por su legado, compromiso y honestidad.
Gracias.

La Unidad Especial de Rescate de Rehenes del FBI inspeccionó con sus lentes de visión nocturna el perímetro exterior del pabellón deportivo encontrando que una de las ventanas traseras había quedado abierta, lo que facilitaría el acceso por ahí. Divididos en pelotones, unos rodearon la entrada principal, otros la salida de emergencias ubicada en el lateral izquierdo del edificio, dos más a pie de alcantarilla y el más numeroso camuflado entre arbustos y tejados adyacentes, cubriendo todos los ángulos. A cierta distancia, el cordón policial seguía impidiendo el paso a familiares sumidos en la desesperación por el inquietante espera. Dentro del recinto, en el área más próxima a la zona de conflicto, estaba la carpa que los sanitarios levantaron desde el principio y que también acoge a los psicólogos necesarios para atender a las víctimas. ‘Agente Cohen –dijo el oficial de máxima graduación–. ¿Cuántas personas aproximadamente habrá retenidas? ¿Tiene constancia del estado en el que se encuentran’. ‘Veinte alumnos y su carcelero, de los cuales, al menos dos, pueden estar heridos o muertos’. ‘¿En qué se fundamenta?’. ‘Hubo disparos y a continuación gritos, después el miedo les paralizó y se hizo un silencio aterrador incluso lo sentimos nosotros que estamos fuera’. ‘¿Y el conductor del autobús?’. ‘No me consta’. ‘Pues en la información que manejo figura también’. ‘Es la primera noticia, no lo sabía. Mire, ésta fotografía está tomada desde el interior del gimnasio –mostró en su celular–, cuente, y verá que no aparece ningún adulto’. ‘Capitán –llamó por la frecuencia del circuito cerrado–, ¿han observado movimiento humano en otros sitios, además del lugar donde los chavales están hacinados?’. ‘No, señor. Nadie’. ‘¿Podrían volverlo a comprobar?’. ‘Claro –tres minutos después la misma voz grave, confirmó–: no se aprecia nada’. ‘En fin, no demoremos más esta angustia. Cuando ordene, comenzamos la negociación con él’. ‘No, póngase usted al frente. Ahora soy un simple observador y apoyo logístico’.
          El mediador era un tipo habilidoso. Entrenado en la cantera de la policía de Nueva York, con esas persecuciones tan de película por las calles del Bronx, haciendo la vista gorda a encapuchados que sin escrúpulos disparaban a quemarropa a inocentes por el simple hecho de ser negros, se había convertido en un ser desmotivado al que cada día le costaba más esfuerzos desempeñar ese tipo trabajo. Durante un periodo de tiempo aguantó en el coche patrulla porque las facturas de la clínica de rehabilitación, donde uno de sus hijos ingresaba para desintoxicarse, se llevaba casi todos los ingresos. Sin embargo, harto de una rutina que le abrumaba, cuando le propusieron el puesto de negociador no dudó en aceptarlo enseguida. Era muy crítico con la National Rifle Association, manifestando en más de una ocasión que el uso descontrolado de armas creaba anticuerpos en el cerebro contra la empatía del tejido humano. Eso le costó, a veces, alguna que otra sanción por parte de sus superiores, que él insistía en que había que empujar a la sociedad hacia otros registros para solucionar los problemas. Tirando de hemeroteca, resolvió muchos casos con la herramienta que mejor manejaba: su poder de convicción. No obstante, los esfuerzos para convencer al secuestrador y, por consiguiente, liberar a los pequeños, esta vez fracasaron. ‘Qué opina: ¿insistimos un poco más –preguntan al jefe del operativo– o pasamos a la siguiente fase?’. ‘No tiene intención de entregarse –intervino el negociador–, ni siquiera concediéndole aquello que pide creo que estaría dispuesto a salir voluntariamente’, ‘Comprendo –contestó el oficial–. Señores, crucen los dedos, procuren que no haya derramamiento de sangre y que Dios bendiga a América y su Ejército’. Dio media vuelta, se cuadró ante la bandera que ondeaba en lo alto de un poste y se dirigió hacia donde estaba la persona encargada de coordinar la operación.
          Tras cerciorarse de que no necesitarían la presencia del antiguo director de la escuela, un ayudante del sheriff lo trasladó a la oficina central del FBI, en Birmingham, para ser interrogado después. El agente Anthony Cohen nunca entraba en acción, pero esta vez quiso asegurarse y ver con sus propios ojos que Thomas Dawson, el muchacho que le ayudó camuflando el celular, se encontraba bien. Además, egoístamente, deseaba terminar y regresar cuanto antes al Parque Estatal Lake Lurleen, en el condado de Tuscoloosa, y reanudar la pesca del pargo rojo que había suspendido. Así que, puesto el uniforme de combate, el casco protector y una pistola de empuñadura ligera, se situó por detrás de los compañeros para no entorpecer la misión que llevarían a cabo. Con sumo cuidado retiraron las hojas de las ventanas sin romper los cristales dejándolas tumbadas sobre el pavimento. Las botas con suelas especiales para amortiguar la pisada se deslizaban con delicadeza por el suelo desconocido, mientras que las gafas especiales para ver en la oscuridad abrían delante de ellos el vacío desolador de una galería desierta, por la que, tan sólo cuarenta y ocho horas antes, fluía la vida de estudiantes y educadores físicos. Avanzaron escalonados, cubriéndose unos a otros, realizando el reconocimiento para asegurarse de que nadie correría el más mínimo peligro. Con sigilo, se repartían por las distintas habitaciones con el fin de neutralizar a cualquiera que estuviese escondido. Al fondo, un gemido, un destello en la boca del lobo, una incertidumbre y una muy probable trampa hizo que todos, protegiéndose con el escudo antidisturbios, se parasen en seco. Los cinco hombres que iban en avanzadilla visualizaron a una persona amordazada y atada alrededor de una columna. Era el conductor del autobús donde venían los niños. ‘¡Cuánto han tardado en venir –exclamó–, me duelen ya todos los músculos!’. ‘Tranquilo, amigo, enseguida le sacamos. ¿Puede ponerse en pie?’. ‘Creo que sí’. Una vez a salvo sufrió un ataque de ansiedad. Los rehenes, debajo de la canasta de baloncesto, se revolvieron asustados al mismo tiempo que un miembro de la Unidad Especial de Rescate sorprendió al secuestrador por la espalda quien no tuvo opción de oponer resistencia. ‘¡Eh!, cuidadito con hacerme un sólo rasguño que os meto un puro de cojones’. ‘Tiene derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que diga puede y será usada en su contra ante un tribunal de justicia –repetía el agente que le esposaba–. Tiene derecho a hablar con un abogado. Si no puede pagarlo, le será asignado uno de oficio’. ‘Bueno, pues muy bien. Y también tengo derecho a una hamburguesa con mucha mostaza. Pero de esta no salgo solo, en el vestuario hay un muerto que se ha cargado él con una Glock 26 –señaló al alumno que disparó contra la niña de color–. Así que, lleváoslo también’. ‘Por cierto, ¿dónde está el antiguo director, es que se ha ensuciado los pantalones?’. ‘¿Quién de vosotros es Thomas Dawson? –preguntó Anthony Cohen. El chico levantó la mano–. Cuéntanos qué ha pasado, hijo…’.
          En el South Baldwin Regional Medical Center no daban abasto para recibir a los heridos de un accidente de tráfico ocurrido a pocas millas de allí, ocasionado por un camión cisterna que al volcar prendió e hizo el efecto dominó sobre una caravana de automóviles, incendiándose también, y dejando a decenas de personas tendidas en la cuneta. El helicóptero medicalizado trasladaba a los más graves a diversas unidades de quemados repartidas por el Estado de Alabama, mientras que los coches fúnebres partían con los fallecidos hacia Morgues improvisadas donde la gente iba con la esperanza de que los suyos no estuviesen allí. De modo que crecían las complicaciones en el hospital viendo alterada su rutina por la avalancha de familiares que llegaban en tropel. Así que, mal día eligió el vecino de Isaías Sullivan para saldar sus remordimientos. Bloqueada la entrada principal y creyendo el guardia de seguridad que el pobre hombre aprovechaba la coyuntura para colarse, saltándose el protocolo, le derivó a urgencias y que se las apañasen ellos con él. En el mostrador, un administrativo escaso de paciencia dijo: ‘Si no le duele nada, aire. Aquí no puede quedarse’. ‘Joven, sólo quiero hablar con el doctor Eric Weiss –suplicó impotente–, nada más que eso. Hace una semana le vi y seguro que esperaba mi visita. Llámele, por favor’. ‘Apártese y no moleste más’. Osiel Amsalem no daba crédito al trato dado por su compañero. Dejó a un lado los informes pendientes de archivar y recordó aliviado la conversación con el médico quien no perdía la esperanza respecto a que el conocido del paciente en coma por disparo en la cabeza reconsiderara la posibilidad de la donación de órganos. Y, así fue, el anciano había vuelto. ‘¿Qué ocurre, abuelo? –preguntó usando todo el tacto del mundo–, Cuéntemelo despacito para poder ayudarle’. ‘Como ya le he dicho al caballero…’. Se desahogó, y cuando no pudo más, rompió a llorar. ‘Mire, ¿ve aquellas sillas? –el otro asintió–. Espéreme ahí. Ahora mismo salgo’.
          Helen Wyner arropó a su hermana Beth y se quedó junto a la cama hasta que la respiración se hizo profunda. La madre, que sollozaba sin consuelo, preparó café y puso en un plato dos porciones de pastel de nueces. ‘No te sientas culpable, mamá’. ‘Cómo quieres que no lo haga, me daría de golpes. Debería dejar de tomar los somníferos, pero es que si no descanso… ¿Qué vamos a hacer, hija?’. ‘Cuidar de ella y confiar en que siempre lleguemos a tiempo. Mañana hablaré con el psiquiatra por si cree conveniente aumentarle la dosis de fármacos y paliar así sus ausencias’. ‘¿Se sabe la fecha de la ejecución del cabrón ese?’. ‘Aún no’. ‘Quizá asista’. ‘¿Eso te reconfortará?’. ‘Puede que no, pero ver cómo se retuerce de dolor, sí’. ‘No te reconozco, eso no es lo que tú nos enseñaste. Yo tampoco perdono y te juro que maldigo la mala hora que entró en nuestras vidas, pero eso no traerá de vuelta a mi sobrina, ni mitigará el dolor que siento, ni recompondrá la salud mental de mi hermana. El único consuelo que me queda es que la justicia ha colocado a cada cual en su sitio’. Se sirvió una segunda taza y encendió un cigarrillo. ‘No te quito la razón, aunque si fueras madre lo entenderías’. ‘Ya estamos a vueltas con los tópicos. Soy persona y con eso me basta. Estoy de acuerdo en que el vínculo umbilical es muy potente, pero los sentimientos de complicidad no conocen frontera’. ‘Perdona, he sido injusta contigo’. ‘No te preocupes. Oye, ¿recuerdas al agente del FBI que investigó el asesinato de la niña?’. ‘Sí, claro, cómo olvidarlo’. ‘Pues está en la escuela y se acordaba de nuestro caso. Estoy segura de que, si alguien puede liberar a los pequeños, ese es él’. ‘¿Qué hacéis despiertas tan temprano? –Beth las sorprendió comportándose como si nada–. ¿Cuándo has venido?’. ‘¿Te preparo un baño caliente y relajante, cariño?’. Las dos hijas rompieron a reír. Aunque no era temporada, desubicadas quizá por el cambio climático, una manada de aves migratorias sobrevolaba por encima de sus cabezas. Helen Wyner miró hacia el cielo y al bajar la vista vio que el columpio del porche se había descolgado de uno de los lados. Salió al frío de la mañana y lo colocó en su sitio, pero la tristeza invadió la comisura de sus labios, recordando lo feliz que era la hija de Beth, cuando sentada sobre aquel sillón de madera suspendido entre cuerdas, soñaba que tocaba las estrellas con la punta de los pies.