domingo, 17 de junio de 2012

Ana

A Ana Guijarro

Siete horas después de empezar a trabajar en la Galería de Arte Malasaña, llamada así en honor al emblemático barrio de Madrid, aunque ubicada en Cuatro Caminos, tenía los pies hinchados como botas. La piel tirante del empeine, al rozar con las costuras del zapato, me producía molestos pinchazos que mi rostro manifestaba a través de un tímido gesto. A la vez que las pantorrillas, duras como piedras, y un ligero tirón de riñones se empeñaban en torcerme de medio lado. Sin embargo ahí estaba, doblando turno, haciéndole el favor a un compañero de Sala que quería asistir a la fiesta de fin de curso en el colegio de sus hijas. Ahí estaba, como digo, sonriendo y guardando la compostura, cuando lo que verdaderamente deseaba con todas mis fuerzas era que llegara mi día libre. Quedarme en la cama hasta las tantas, hacerme un té verde, preparar las tostadas con relajo, llenar la bañera de agua caliente, verter en ella sales relajantes, cerrar los ojos y olvidarme de la ropa que dejaría la noche anterior, esparcida por el pasillo… En cambio, repetía una y otra vez las mismas respuestas: Los aseos a la izquierda. Exposiciones temporales en cuarta planta. Cafetería de frente…, de nada. En pocas palabra, la sintaxis de la cortesía hecha explicación.
          A la hora de la comida, cuando intentaba bajar al comedor de personal, a calentarme una merluza en salsa que había traído, me comunicaron que, a lo más tardar en treinta minutos, tendría que incorporarme a la segunda Sala de la cuarta planta, al final del corredor, la única que no es diáfana y va en zigzag. Como puede suponerse, la notificación me contrarió, porque en ese ala del recinto es donde se concentra más jaleo. Tiene demasiados escondites y has de cuidar que el visitante no se acerque mucho a los cuadros, que no te busque las vueltas para sacar fotos, y que no haya burlado los controles de seguridad con cualquier objeto punzante que dañe, intencionadamente o no, alguna obra.
          Las primeras horas de la tarde solían ser tranquilas. En cada Sala, en una de las esquinas, entre el arco que une, una con otra, teníamos un pequeño asiento donde recostarnos cuando no había mucho público. En el preciso momento en el que yo iba a hacerlo, llegó un grupo de japoneses que me saludó con una inclinación de cabeza. Atentos a las explicaciones que daba su intérprete-guía, anotaban fechas, nombres y datos en un cuadernillo que llenaban de gráficos para mí indescifrables. Les dejé, como quien dice, sin vigilancia, porque la experiencia de tantos años en el oficio me decía que eran respetuosos. Un poco más allá, antes de llegar a la frontera que me separaba de las obras más visitadas, una mujer de estatura normal, manos firmes, cálidas, expresivas…, admiraba con exquisita sensibilidad, Las hilanderas de Diego Velázquez, cedido por el Museo del Prado durante un tiempo. Segura de haberla visto antes, aunque no sabría concretar con seguridad dónde, la sonreí, mientras me agachaba a recoger el programa que se le había caído. Me dio las gracias y continué haciendo memoria…
          Semanas después, recién recogido del tinte mi traje de chaqueta favorito, preparaba el resto de indumentaria. Quería estar lo más elegante posible para asistir al Auditorio Nacional de Música, donde una de las mejores pianistas, reconocida mundialmente así por expertos y críticos, daba un excelente concierto. La invitación me llegó en mano; mi jefa la había dejado para mí abajo, en recepción. Según bajé del taxi en Príncipe de Vergara, junto a la puerta de entrada, reconocí a la mujer de los carteles. Era la misma que estuvo en la Galería de Arte Malasaña, con aquella personalidad y sencillez que desprendía a su paso. Cuando bajaron la intensidad de las luces y la expectación nos sobrecogió, la artista salió de la parte izquierda del escenario. Vestía de negro. Un elegante vestido por debajo de la rodilla, con mangas de encaje. Nos levantamos, aplaudimos, y, como si aquella ovación no le correspondiera a ella sino al resto de músicos que la acompañaban, tomó asiento, aproximó un poco el banco hacia delante, colocó el pie derecho en el pedal correspondiente, el que liga el sonido, reservando el izquierdo un poco por detrás para cuando tocara hacer pianíssimos. Segura de sí misma, posó las manos sobre el teclado con delicado movimiento, y, con firme ejecución, empezaron a emerger de ellas las primeras notas del Tercer concierto para piano y orquesta de Beethoven, demostrando una gran sensibilidad interpretativa, que yo ya había sospechado. Todo ello unido a una absoluta naturalidad. Quedé atrapada en la melodía, que me hizo tocar el cielo con la yema de los dedos. Salí de allí convencida de haber vivido un momento único, memorable, histórico, irrepetible… Pero el azar, el destino o la generosidad de la propia vida, me tenía reservada otra sorpresa, muy grata también. Me fui a casa plena, satisfecha, exuberante de dicha.
          Transcurrió el tiempo y, aunque aquello se instaló en el cuarto donde conviven las cosas inolvidables, parecía que había quedado muy atrás en el recuerdo. Hasta que una mañana –teniendo en cuenta que la casualidad nunca es baladí–, a primeros de septiembre, recién venida de vacaciones, subí al autobús de la línea treinta y siete, con la esperanza de encontrar vacío alguno de los asientos individuales. Sin embargo, como imaginaba, tuve que conformarme con permanecer en la parte central del vehículo. Abrí por la página cien del libro que estaba leyendo, Bel Ami  de Guy de Maupassant (recomendado por mi amigo César Rufino Sánchez, periodista y Premio de Novela Francisco Umbral por su obra Títeres sin cabeza,), cuando, al tener que apretarnos aún más para dejar espacio a nuevos viajeros, por ser hora punta, la vi. Era ella. Iba próxima a la puerta de salida. Cruzamos miradas de complicidad. Yo sabía que ella era la pianista, y ella que yo trabajaba en la Galería de Arte Malasaña. A la mitad de mi trayecto, y poco antes de que ella bajara, vi cómo ayudaba a descender a una persona con movilidad reducida de la siguiente manera: se quitó la gafa de cerca, colocándosela en el escote, agarró con firmeza la cartera de doble asa en color rojo que llevaba, y, presta, sostuvo con irradiante amabilidad a la persona que se apeaba. Coincidimos de manera irregular muchas veces más. Al principio, tan sólo intercambiamos el saludo; después fuimos entablando las cortas conversaciones que nos permite el breve trayecto en el que coincidimos. Siempre, eso sí, llamándome la atención su elegancia y sensibilidad, valores que no se ven con mucha frecuencia.
          Nunca averigüé si nuestros encuentros fueron fortuitos o no, lo único que sé es que, a partir de entonces, de lunes a viernes en horario laboral, cuando voy en autobús a la Galería de Arte Malasaña, y ella al Real Conservatorio Superior de Música de Madrid a impartir clases, llevo los ojos bien abiertos. Y cuando comprendo que ha subido, validado su billete y puede estar llegando a la parte central del vehículo, cierro el libro y espero unos segundos, pero, al no verla, me digo: tal vez mañana, quizá, coincidamos… Dicho lo cual, mientras construyo este relato, dotando al personaje de la concertista con mimbres parecidos a la persona que en la vida real es, pienso que si conocieran su calidad humana, si pudieran vibrar en la butaca cuando ella convierte en vida las corcheas del pentagrama, si tuvieran la ocasión de comprobar cómo reaparece el arco iris si es su generosidad la que sale de paseo, el verdadero objetivo de este escrito estaría alcanzado. Por eso me empeño en darle a esta historia un final coherente, redondo, certero… Pero lo justo sería decir en estos momentos que sólo los grandes, como lo es Ana, son capaces de viajar en transporte público, echar una mano física a quien lo necesite, mantener los pies de la naturalidad bien pegados al suelo y levantar a todo el aforo del Wigmore Hall de Londres, por ejemplo. Y todo, sin perder el sentido común. Que no es poco.

domingo, 3 de junio de 2012

La mujer del restaurante

Faltaban cincuenta minutos para las catorce treinta. Había quedado a comer con mis amigos en un conocido restaurante de la Cava Baja, pero como suelo llegar siempre el primero, allá que estaba yo, acodado en el extremo izquierdo de la barra, con una jarra de cerveza bien fría, su correspondiente tapa –tajada de bacalao rebozado– y un periódico deportivo que alguien se dejó olvidado. A la derecha de la cocina, justo al otro extremo de la zona de lavabos, estaba el salón, donde los camareros dejaban listos los últimos detalles, antes de la avalancha de clientes que se les venía encima. Alcé la mano para pedir otra ronda al mismo tiempo que el encargado me dijo, en tono profesionalmente frío, que podía ocupar la mesa que tenía reservada y esperar allí al resto de comensales, mucho más cómodo. Así lo hice. Me coloqué en el mejor ángulo, desde el cual veía casi todas las mesas e incluso una parte de la puerta de entrada. Poco a poco aquello se fue llenando. Distinguí perfectamente, entre el barullo, a un grupo de italianos. A las catorce y veinte, mis amigos, escandalosos como acostumbran, hicieron su aparición. Tras saludarnos y bromear entre nosotros, seguí observando a una pareja que había entrado poco después que yo. Me llamó la atención lo diferentes que eran ambos. Él, un señor bastante mayor, entrado en carnes, de aspecto no muy aseado, pero de ropas y alhajas caras. Ella, una mujer árabe, con la ropa tradicional del país, de unos cuarenta años, desmejorada, aunque en su momento debió ser muy atractiva. No levantaba la vista del plato, mientras su pareja se desgañitaba haciéndole entender al camarero que lo único que querían era comerse unos huevos revueltos con trigueros y lenguados a la plancha. Éste, impertinente, y siguiendo las órdenes dadas por el jefe de comedor, dijo en tono despectivo que tenían reservado el derecho de admisión y que lo único que querían era que esa se largara del local, a la voz de ya. Entretanto, nosotros, pedimos unos entrantes de ibéricos, unas croquetas de morcilla, caldo de ave y cochinillo asado; un vino blanco Belondrade y Lurton (fermentado en barrica), de Rueda; y un tinto Gran Coronas Mas La Plana Gran Reserva, del Penedes. De postre, Biscuit con higos y nueces. Cafés y licores, por cuenta de la casa, ya que somos buenos clientes.
         Seguir el hilo de la conversación que transcurría en mi mesa me resultaba difícil, pendiente como estaba de la pareja ninguneada, y por la vergüenza ajena que sentía, al asistir como testigo al desagradable espectáculo xenófobo que el personal del restaurante estaba dando. Y, aunque fue un momento relámpago, estoy en condiciones de afirmar que la mujer cruzó su mirada con la mía, en un punto del horizonte. Antes de marchamos de allí, tres horas más tarde, a seguir la juerga en los alrededores del Mercado de San Miguel, vimos cómo el hombre acabó por ceder al chantaje y echó a patadas a su acompañante, se metió el pico de la servilleta por un lado de la camisa y sorbió el consomé, emitiendo un sonido desagradable. Aunque participaba de la reunión distendida, no podía sacarme de la cabeza la imagen de aquella mujer sumisa, rota por dentro de humillación y por fuera de llanto, menospreciada por los de aquí, huyendo de los suyos, perseguida por la desgracia, por la explotación sexual y esclava de un viejo que valoró su dignidad a precio de menú de cuarenta euros. No me sentía orgulloso de mi comportamiento, ni del de mis amigos. Tampoco sabía dónde podría estar la mujer en esos momentos, pero, seguramente, si me fuera posible trataría de averiguarlo.
         Llegué a casa exhausto aunque no bebido. Hacía meses que a lo sumo, en ocasiones puntuales, tomaba sólo un par de cervezas; el resto lo pasaba alternando con soda. Manuela, mi perrilla guardiana y compañera incombustible, aguardaba en el recibidor de entrada, olisqueando mis zapatillas como si así, por alguna fuerza extraña de la complicidad, yo regresara más pronto. Abriendo la puerta, a través del movimiento del rabo, golpeando contra el suelo de tarima flotante, presentí su nerviosismo. Estaba sentada sobre las patas traseras y tenía urgencia de evacuar cuanto antes. Me cambié de ropa, saqué del armario, al azar, un pantalón de lino bastante cómodo y una camiseta de algodón en manga larga. Parece mentira pero, a pesar de ser tan tarde, no hacía frío. Cuando llegamos al paseo central, solté la correa del cuello de Manuela para que corriera a sus anchas, pero, como es tan asustadiza y la intimida la falta de luz, no se despegó de mi lado. Esa noche no pude dormir y las siguientes casi que tampoco, pero, al final, el tiempo acaba por matizar la intensidad de las cosas. Me serví un vaso de leche y añadí otra poca en el cuenco de la perra. Conecté el reproductor de música, que tenía configurado en modo aleatorio. Saltó un Nocturno de John Field. Manuela se tumbó a mis pies. la sensación de disgusto que tenía conmigo mismo me delataba y ella intuía que algo no funcionaba. Conforme avanzaban las semanas, fui desistiendo en el propósito de buscar, entre las necrológicas de la prensa y demás páginas de sucesos, alguna pista que aclarara la suerte que había corrido la mujer. Pero algo hizo cambiar la situación, cumpliéndose la antigua máxima de que “cuanto menos empeño pongas en dar con una cosa, antes aparecerá en tu camino”.
          Casi me había olvidado de aquello, cuando una mañana, paseando con Manuela alrededor de las ocho y diez, en el bulevar central del Paseo de la Castellana, antes de abrir la tienda de complementos que tengo, próxima a la Estación de Chamartín, la vi. Era ella, estaba convencido. Achiqué la correa de la perra para que no se asustara y me acerqué despacio, prudente, silencioso…,  tanto como me lo permitieron los restos de un botellón esparcidos por el suelo. Tomé asiento a su lado y sujeté a Manuela entre mis piernas para que no la importunara. Había estado a la intemperie, lo notaba en su cara: ojeras, hinchazón de párpados, pelo desaliñado y ese olor tan característico que desprenden quienes pasan la noche al relente. Hasta donde me alcanzaba la vista, conté cuatro o cinco bolsas de plástico, cuyo nombre de supermercado estaba ya borrado (supongo que llevara en ellas todas sus pertenencias), y un bolso marrón, de bandolera, el mismo que colgó sobre el respaldo de la silla aquella vez en el restaurante.
         Una vez escuché decir: la confianza de un mendigo te la ganas dándole de fumar, pero yo abandoné el vicio hacía años, con lo cual necesitaba otra estrategia si mantenía el objetivo de hacerla hablar. No hizo falta porque Manuela, que tiene muchas más horas de vuelo que yo, en cuanto a conquistas se refiere, empezó a lamer la punta de sus zapatos. Unas deportivas sin marca, rotas y cuarteadas por la parte del empeine. La mujer árabe, vestida con las mismas ropas de entonces, alargó una mano hasta el hocico de la perra; ésta, agradeciendo el detalle, se dejó acariciar sin parar de mover el rabo. A simple vista, se le daban bien los animales. Me preguntó por la raza, los años, los manjares con los que la alimento, por tal o cual vacuna, por el tiempo de celo...
           Mientras Manuela jugaba con su pelota de goma, la escuché atentamente; hablaba bien castellano. En pocas palabras resumió su paso por occidente. Viajó desde Siria con destino a Berlín, en clase turista y con documentación falsa, junto a un grupo de periodistas que la ayudaron a salir de su país. Una vez en Alemania, le facilitaron otra identidad, le proporcionaron algunos contactos y algo de dinero, así como un techo donde vivir y una colocación con la que mantenerse. Pero a veces el destino tiene para nosotros otros planes que nos alejan, y mucho, del camino trazado. Algo, más o menos así, le ocurrió a ella cuando se enamoró y se dejó embaucar. Perdió cuanto le habían dado, se quedó en la calle y, hasta llegar aquí, tuvo que peregrinar y prostituirse.
          Un día, ejerciendo el oficio en la plaza de Jacinto Benavente, se le acercó un viejo, sacó un fajo de billetes y dijo: si haces todo lo que te diga, esto –agitó el dinero en abanico – y más puede ser tuyo. Agarró sus bolsas, se puso su abrigo y le siguió, unos pasos por detrás, como manda su cultura. En la casa sufrió todo tipo de humillaciones, insultos, malos tratos… Sirvió al hombre en todo: como criada, enfermera, prostituta, cuidadora, sin recibir a cambio un solo euro. Fue utilizada, incluso, para servicios sexuales a los amigos de su explotador. Pero ya estaba cansada; había ocurrido algo que colmó el vaso y decidió dejarle. No aguantaba más desplantes, y mucho menos en público. Se acabó. Yo sabía perfectamente que se refería al día del restaurante, a la manera tan ingrata que tuvo de echarla de allí, pero me callé, lo contrario habría sido reconocer que todos los presentes consentimos.
           Me despedí de ella sin saber cuál sería el destino que la esperaba. Me quedé con ganas de invitarla a desayunar, de ofrecerle mi casa, mi ducha, mi confort, pero no lo hice porque soy un cobarde, por el qué dirán y por respeto a su dignidad. A lo que sí me atreví fue a hablarle de mi tienda, de la ilusión con la que la monté, del lugar privilegiado donde estaba ubicada. En fin, simplemente, pinceladas de un solitario. Ahora, cada vez que paseo con Manuela por la Castellana o abro la tienda, creo que me la voy a volver a encontrar, y así mantengo viva la esperanza de poder resarcirla, alguna vez, de aquella ingrata complicidad que me mantuvo con el trasero pegado a la silla de aquel restaurante.