domingo, 19 de diciembre de 2021

Helen Wyner

8.

Osiel Amsalem acompañó al vecino de Isaías Sullivan hasta el despacho del doctor Eric Weiss, que doblaba turno tras el goteo de heridos llegados del accidente con el camión cisterna. Una vez fuera del ascensor, y a lo largo de un pasillo demasiado estrecho, el anciano caminaba muy despacio, adecuando la planta del pie al desnivel del pavimento de aquel semisótano de muros solitarios y un desagradable olor a éter, hasta desembocar en el espacio ruinoso donde anteriormente se ubicó el aparcamiento y cuya obra de remodelación está aún pendiente por falta de presupuesto. ‘Cuidado con el escalón –dijo el sanitario señalando un pedazo de cemento partido en dos–, a veces tengo la sensación de que la estructura se nos va a venir encima, menos mal que estamos aquí de manera provisional mientras terminan de construir el nuevo edificio, aunque ya sabe lo lenta que es la burocracia, abuelo’. Así que, con los cinco sentidos puestos para no tropezar y romperse una pierna, el anciano pensaba que aquel sórdido lugar era el menos indicado para pautar tratamientos que atañen a la salud de las personas. Continuaron, hasta que, a la vuelta de un recodo, pegado al almacén de urgencias, también temporal, donde apósitos, antivirales e hilo de sutura conviven en cajas de cartón precintado, llegaron a una puerta cortafuegos y del otro lado a un cuartucho sin ventilación donde los recibió el médico rodeado de libros apilados en cualquier sitio, un ejemplar de la Constitución de los Estados Unidos y fotografías suyas colgadas de la pared navegando por el Pacífico. ‘Perdón por el desorden. Tome asiento, por favor. Me agrada mucho que haya considerado lo que le dije, pero al no tener el paciente un familiar directo que se ocupe de este asunto, hemos tenido que activar el protocolo. Por tanto, ahora será el juez quien decida si mantenerle con vida hasta que aguante el corazón o bien acelerar los trámites de donación de órganos. Hay gente, en lista de espera, compatible con él. Sin embargo, ya veremos, porque al haber un delito de sangre de por medio todo se complica mucho más’. ‘Lo entiendo, doctor. No obstante, he venido para decirle que me haré cargo de los gastos que esté generando su estancia aquí y, por supuesto, los del entierro. Ese muchacho ha sido muy importante para mí y espero que decidan pronto porque no merece seguir vegetando’. ‘Comprendo sus sentimientos y si por mí fuera daría continuidad a su vida salvando la de otros, pero es el tribunal, en este caso, quien tiene la última palabra’. Osiel Amsalem se mantuvo al margen de la conversación, sintiendo mucho respeto por aquel hombre que acababa de darles una de las lecciones más grandes de solidaridad que, para los tiempos que corren, había visto.
          La normalidad regresó a la escuela con las primeras luces de la mañana y la llegada de alumnos y alumnas, atemorizados por si otro loco, escopeta en mano, irrumpía en mitad de la clase disparando a bocajarro. Betty Scott, jefa de comedor, y Zinerva Falzone, cocinera, habrían querido preparar de postre tarta de calabaza, como la que se servía especialmente la semana antes del Día de Acción de Gracias, pero la dirección no lo estimó oportuno y tuvieron que ajustarse a lo establecido en el menú. Los últimos en entrar a comer fueron los de octavo grado. Es decir, los más alborotadores por su brote de adolescencia. Sin embargo, todos pasaron a un segundo plano desde que Thomas Dawson ayudase el FBI, desde el interior del gimnasio, convirtiéndose en el chico más admirado y famoso en varias millas a la redonda. Le llovían bastantes ofertas de las televisiones locales para dar su testimonio, así como novias y novios, llegados de otros puntos del país, apostados en la valla, esperando su salida y dispuestos a lo que sea necesario con tal de aparecer en público con el héroe de moda. No obstante, sus proyectos de futuro cambiaron con el secuestro. Ya no le interesaba recorrer el largo camino de estudio exhaustivo para sacar las mejores notas de su promoción, ni conseguir un empleo en el gobierno federal, tampoco realizar la carrera en Inteligencia Científica y Tecnología, en la National Inteligence Universit, de Maryland, concluyendo finalmente con el ingreso en la CIA. Lo que está claro es que algo alteró sus cimientos durante las horas que estuvo retenido, confesando más tarde que, de repente conoció el lado salvaje de la humanidad convertida en despreciable depredadora, también la discriminación, la humillación gratuita y esa brecha racista que, como la lengua de lava que se ensancha y destruye todo lo que encuentra a su paso, va a la caza del diferente para devorarlo. Por eso, lo de servir a la patria desde estamentos oficiales dejó de tener sentido entre sus planes. A diario, uno de los maestros o personal administrativo le acompañaban hasta el coche de sus padres, ya que la prensa le acechaba como buitres. ‘¿Qué sentiste al ver cómo uno de tus compañeros mataba a otro? ¿En qué zona estabais, exactamente? ¿Quién era la chica negra asesinada? ¿Le provocó? ¿Por qué no hay más detenidos? ¿Tu testimonio ha salvado al estudiante y condenado al secuestrador?’. ‘Venga, dejadle en paz –gritaba Paul Cox, el consejero escolar, desde la ventana de su despacho a los periodistas apostados fuera del recinto–. Le estáis agobiando, coño’. Podría manifestar con pelos y señales el terror de no ver más a los suyos, la incertidumbre de que ahí concluyese su vida, el sudor frío de cuando escondió el móvil con la cámara activada, las ganas contenidas para no orinarse encima, la ansiedad por escapar sin mirar atrás, la tentación de abalanzarse contra aquel individuo despiadado, obsceno y sarcástico que por el corto espacio de cuarenta y ocho horas les hizo la existencia insoportable. Sin embargo, salía del recinto escolar con la mirada baja caminando deprisa hasta la camioneta de su madre y la esperanza de que aquel seguimiento, con tintes sensacionalistas, acabase lo más pronto posible para continuar siendo un chico completamente anónimo.
          Los calabozos anexos a la oficina del sheriff del condado eran un tanto siniestros. Estaban sucios, con desconchones en las paredes que servían de refugio a cualquier insecto, apenas luz eléctrica, sin agua potable y los retretes atascados, lo cual hacía casi insoportable permanecer allí por un periodo de tiempo mayor a cinco minutos. Anthony Cohen, a petición de su jefe inmediato, pospuso por unos días más la pesca del pargo rojo en el Parque Estatal Lake Lurleen, para asegurarse de que el interrogatorio al anterior director de la escuela, sospechoso de más de un delito e implicación indirecta en este caso, cumpliría con todas las garantías de transparencia e imparcialidad. Con él se quedaron algunos de los mejores hombres del departamento, incluido el negociador, quien mantuvo siempre la teoría de que había un cabo suelto más allá de la acusación por la presunta violación del funcionario a la hermana del secuestrador. Uno de los ayudantes, con cara de pocos amigos, mascando chicle, la mano apoyada en la culata del revolver y las axilas sudorosas, llevó al detenido casi a empujones hasta la sala de interrogatorios donde había sobre la mesa varios vasos desechables, botellas de bebida gaseosa, la carpeta que al parecer contenía un delgadísimo expediente y bastantes denuncias que nadie registró y que por tanto no servirían en caso de llegar a juicio. ‘¿Dónde se encontraba la noche del 24 de noviembre, a las 09:00 pm –preguntó el inspector ajustándose el nudo de la corbata en el espejo– de hace dos años?’. ‘¿Cómo quiere que lo recuerde? –su enfado iba en aumento–. ¿Acaso alguien sabe con precisión lo que hizo en una fecha determinada y a una hora concreta?’. ‘¿Conoce a esta niña? –le mostró una instantánea–. ¿Reconoce que era una estudiante ejemplar?’. ‘No me quedo con las caras, soy muy mal fisonomista’. ‘¿No es cierto que iba a su clase?’. ‘Oiga, quiero hablar con mi abogado’. ‘¿Y tampoco tiene relación con el chico que nos ha tenido en vilo?’. ‘Me acojo a la Quinta Enmienda’. ‘¿Cómo es posible que la única condición que puso para soltar a los rehenes fuera verle a usted?’. ‘Me acojo a la Quinta Enmienda’. ‘Muy bien, nos lo llevamos a la central’. Ambos sospechosos fueron traslados a la central de Birmingham en coches separados donde serían puestos a disposición judicial.
          Cuando Zinerva Falzone terminó su jornada laboral, preocupada por la ausencia de Coretta Sanders decidió ir a interesarse. Vivía a las afueras del pueblo de Elberta, en una preciosa casa a la que se llegaba a través de un camino de acceso privado, pegado al bosque, donde las ardillas y el silencio eran escenario habitual y los vecinos se contaban con los dedos de una mano. En la corta distancia que va desde la ciudad de Foley, por la route 98, hasta ese lugar, no tuvo tiempo de ensayar las palabras que diría tras su repentina llegada. El jardín, del que tanto presumió su amiga, rico en rosales y otras plantas, ahora sólo eran montículos de tierra moribunda, irregulares, como si alguien hubiese excavado buscando petróleo. Por el parabrisas visualizó a un hombre mayor, de complexión fuerte, mirando por la ventana a un punto inconcreto del infinito, destacando su barba blanca en el mosaico de la tez oscura, perdido en el bucle del pasado que se va borrando. ‘Pasa, por favor. ¡Qué grata sorpresa!’. ‘Perdona que me presente sin avisar’. ‘Anda, anda. No seas tonta, pero si me encanta que lo hayas hecho’. ‘En realidad ha sido un impulso’. ‘Querida, deja de justificarte y arrima una silla a la mesa. Ten, prueba estos pastelitos rellenos de melocotón que acabo de freír. Verás qué buenos están’. ‘No quiero molestar’. ‘No seas boba, así tendré la opinión de una experta’. El primero se deshizo en el paladar al entrar en contacto con la saliva, el segundo estalló dentro de la boca dejando la grata sensación de querer más y el tercero fue crucial para identificar uno a uno los ingredientes. ‘Realmente, deliciosos’. ‘¿En serio?’. ‘Nunca mentiría’. ‘Más te vale’. ‘Tienes que darme la receta’. ‘De acuerdo, pero no le cuentes a nadie mi toque especial’. ‘Descuida, te guardaré el secreto’. Ambas rieron con ganas. A pesar de ir muy abrigadas el frío era intenso, aunque no lo suficiente como para no compartir un rato de conversación en el porche y una taza de cacao caliente. ‘¿Qué ha pasado? ¿Por qué está todo levantado?’. ‘Ya ves. Además del destrozo material, no hay día que no nos intimiden quemando una cruz ahí mismo’. ‘¿Lo sabe el sheriff?’. ‘¡Estás loca! Jamás movería un solo dedo por nosotros. Somos negros, no nos quieren’. ‘Pero, digo yo que la ley estará para algo, ¿no?’. ‘¡Qué ley, Zinerva! ¿Crees que a alguien como yo, ocupando un puesto de trabajo que consideran suyo, con un marido enfermo de Alzheimer, afroamericanos los dos, le iban a hacer más caso que a un miembro de la comunidad blanca?’. La italiana no supo qué contestar. ‘¿Y tu esposo es consciente de la situación?’. ‘Habrás visto cómo está. No, no lo es y, aunque se pone muy nervioso cuando aparecen los encapuchados se agarra de mi cuello igual que haría un bebé’. ‘En la escuela nadie ha sabido decirme por qué has faltado estos días’. ‘Figúrate, estando así no le puedo dejar solo. Uno de mis hijos es misionero en Mongolia, y el otro se enamoró de una argentina y manchó a Santa Rosa, donde han formado su propia familia. No quiero complicarles la vida. He pedido un mes de suspensión de empleo y sueldo, Después, me falta poco para la jubilación, así que, ya veremos…’. ‘Yo podría ayudarte, no tengo a nadie a mi cargo’. ‘Gracias, me las arreglaré sola’. ‘Como quieras, pero si cambias de opinión la propuesta sigue en pie’. ‘Cora, Cora –se oyó gritar desde arriba–, que vienen a por mí. Cora, Cora’. ‘Ya me voy, atiéndele’. ‘Sí, será mejor que suba porque cuando tiene un brote es capaz de cualquier cosa. Espera, llévate unos cuantos buñuelos’. La caída del sol desdibujaba el horizonte cuando volvió a ponerse en carretera. A gran velocidad una caravana de moteros con sus relucientes Harley-Davidson, y en sentido contrario al suyo, levantaron una espesa polvareda que poco a poco fue difuminándose hasta desaparecer entre las misteriosas nieblas que asoman por las ramas de los árboles. Observó que las persianas de aluminio, tipo acordeón, estaban colocándose en señal de aviso contra huracanes, así que, aceleró antes de que el ojo de la tormenta la sorprendiera en mitad de la noche.
          Aquella mañana resultó caótica en la escuela: la impresora se había atascado, el pedido de papel higiénico no llegó, Coretta Sanders estaba muy desmejorada, Paul Cox eufórico por el inminente regreso de su mujer y nietos de viaje por Europa, Betty Scott y Zinerva Falzone atareadas con los menús y el resto del personal cada uno a sus cosas. ‘Helen, un caballero pregunta por ti –dijo, una compañera de administración–. ¿Le hago pasar?’. ‘¿Quién es?’. Ten su tarjeta’. ‘No le conozco –pero por el reverso leyó la simple nota que venía escrita con caligrafía clara y mensaje directo. Se quedó pensativa, respiró hondo y añadió–: Aguarda cinco minutos y hazle pasar…’.

domingo, 5 de diciembre de 2021

Helen Wyner

 7.

A Almudena Grandes:
Por su legado, compromiso y honestidad.
Gracias.

La Unidad Especial de Rescate de Rehenes del FBI inspeccionó con sus lentes de visión nocturna el perímetro exterior del pabellón deportivo encontrando que una de las ventanas traseras había quedado abierta, lo que facilitaría el acceso por ahí. Divididos en pelotones, unos rodearon la entrada principal, otros la salida de emergencias ubicada en el lateral izquierdo del edificio, dos más a pie de alcantarilla y el más numeroso camuflado entre arbustos y tejados adyacentes, cubriendo todos los ángulos. A cierta distancia, el cordón policial seguía impidiendo el paso a familiares sumidos en la desesperación por el inquietante espera. Dentro del recinto, en el área más próxima a la zona de conflicto, estaba la carpa que los sanitarios levantaron desde el principio y que también acoge a los psicólogos necesarios para atender a las víctimas. ‘Agente Cohen –dijo el oficial de máxima graduación–. ¿Cuántas personas aproximadamente habrá retenidas? ¿Tiene constancia del estado en el que se encuentran’. ‘Veinte alumnos y su carcelero, de los cuales, al menos dos, pueden estar heridos o muertos’. ‘¿En qué se fundamenta?’. ‘Hubo disparos y a continuación gritos, después el miedo les paralizó y se hizo un silencio aterrador incluso lo sentimos nosotros que estamos fuera’. ‘¿Y el conductor del autobús?’. ‘No me consta’. ‘Pues en la información que manejo figura también’. ‘Es la primera noticia, no lo sabía. Mire, ésta fotografía está tomada desde el interior del gimnasio –mostró en su celular–, cuente, y verá que no aparece ningún adulto’. ‘Capitán –llamó por la frecuencia del circuito cerrado–, ¿han observado movimiento humano en otros sitios, además del lugar donde los chavales están hacinados?’. ‘No, señor. Nadie’. ‘¿Podrían volverlo a comprobar?’. ‘Claro –tres minutos después la misma voz grave, confirmó–: no se aprecia nada’. ‘En fin, no demoremos más esta angustia. Cuando ordene, comenzamos la negociación con él’. ‘No, póngase usted al frente. Ahora soy un simple observador y apoyo logístico’.
          El mediador era un tipo habilidoso. Entrenado en la cantera de la policía de Nueva York, con esas persecuciones tan de película por las calles del Bronx, haciendo la vista gorda a encapuchados que sin escrúpulos disparaban a quemarropa a inocentes por el simple hecho de ser negros, se había convertido en un ser desmotivado al que cada día le costaba más esfuerzos desempeñar ese tipo trabajo. Durante un periodo de tiempo aguantó en el coche patrulla porque las facturas de la clínica de rehabilitación, donde uno de sus hijos ingresaba para desintoxicarse, se llevaba casi todos los ingresos. Sin embargo, harto de una rutina que le abrumaba, cuando le propusieron el puesto de negociador no dudó en aceptarlo enseguida. Era muy crítico con la National Rifle Association, manifestando en más de una ocasión que el uso descontrolado de armas creaba anticuerpos en el cerebro contra la empatía del tejido humano. Eso le costó, a veces, alguna que otra sanción por parte de sus superiores, que él insistía en que había que empujar a la sociedad hacia otros registros para solucionar los problemas. Tirando de hemeroteca, resolvió muchos casos con la herramienta que mejor manejaba: su poder de convicción. No obstante, los esfuerzos para convencer al secuestrador y, por consiguiente, liberar a los pequeños, esta vez fracasaron. ‘Qué opina: ¿insistimos un poco más –preguntan al jefe del operativo– o pasamos a la siguiente fase?’. ‘No tiene intención de entregarse –intervino el negociador–, ni siquiera concediéndole aquello que pide creo que estaría dispuesto a salir voluntariamente’, ‘Comprendo –contestó el oficial–. Señores, crucen los dedos, procuren que no haya derramamiento de sangre y que Dios bendiga a América y su Ejército’. Dio media vuelta, se cuadró ante la bandera que ondeaba en lo alto de un poste y se dirigió hacia donde estaba la persona encargada de coordinar la operación.
          Tras cerciorarse de que no necesitarían la presencia del antiguo director de la escuela, un ayudante del sheriff lo trasladó a la oficina central del FBI, en Birmingham, para ser interrogado después. El agente Anthony Cohen nunca entraba en acción, pero esta vez quiso asegurarse y ver con sus propios ojos que Thomas Dawson, el muchacho que le ayudó camuflando el celular, se encontraba bien. Además, egoístamente, deseaba terminar y regresar cuanto antes al Parque Estatal Lake Lurleen, en el condado de Tuscoloosa, y reanudar la pesca del pargo rojo que había suspendido. Así que, puesto el uniforme de combate, el casco protector y una pistola de empuñadura ligera, se situó por detrás de los compañeros para no entorpecer la misión que llevarían a cabo. Con sumo cuidado retiraron las hojas de las ventanas sin romper los cristales dejándolas tumbadas sobre el pavimento. Las botas con suelas especiales para amortiguar la pisada se deslizaban con delicadeza por el suelo desconocido, mientras que las gafas especiales para ver en la oscuridad abrían delante de ellos el vacío desolador de una galería desierta, por la que, tan sólo cuarenta y ocho horas antes, fluía la vida de estudiantes y educadores físicos. Avanzaron escalonados, cubriéndose unos a otros, realizando el reconocimiento para asegurarse de que nadie correría el más mínimo peligro. Con sigilo, se repartían por las distintas habitaciones con el fin de neutralizar a cualquiera que estuviese escondido. Al fondo, un gemido, un destello en la boca del lobo, una incertidumbre y una muy probable trampa hizo que todos, protegiéndose con el escudo antidisturbios, se parasen en seco. Los cinco hombres que iban en avanzadilla visualizaron a una persona amordazada y atada alrededor de una columna. Era el conductor del autobús donde venían los niños. ‘¡Cuánto han tardado en venir –exclamó–, me duelen ya todos los músculos!’. ‘Tranquilo, amigo, enseguida le sacamos. ¿Puede ponerse en pie?’. ‘Creo que sí’. Una vez a salvo sufrió un ataque de ansiedad. Los rehenes, debajo de la canasta de baloncesto, se revolvieron asustados al mismo tiempo que un miembro de la Unidad Especial de Rescate sorprendió al secuestrador por la espalda quien no tuvo opción de oponer resistencia. ‘¡Eh!, cuidadito con hacerme un sólo rasguño que os meto un puro de cojones’. ‘Tiene derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que diga puede y será usada en su contra ante un tribunal de justicia –repetía el agente que le esposaba–. Tiene derecho a hablar con un abogado. Si no puede pagarlo, le será asignado uno de oficio’. ‘Bueno, pues muy bien. Y también tengo derecho a una hamburguesa con mucha mostaza. Pero de esta no salgo solo, en el vestuario hay un muerto que se ha cargado él con una Glock 26 –señaló al alumno que disparó contra la niña de color–. Así que, lleváoslo también’. ‘Por cierto, ¿dónde está el antiguo director, es que se ha ensuciado los pantalones?’. ‘¿Quién de vosotros es Thomas Dawson? –preguntó Anthony Cohen. El chico levantó la mano–. Cuéntanos qué ha pasado, hijo…’.
          En el South Baldwin Regional Medical Center no daban abasto para recibir a los heridos de un accidente de tráfico ocurrido a pocas millas de allí, ocasionado por un camión cisterna que al volcar prendió e hizo el efecto dominó sobre una caravana de automóviles, incendiándose también, y dejando a decenas de personas tendidas en la cuneta. El helicóptero medicalizado trasladaba a los más graves a diversas unidades de quemados repartidas por el Estado de Alabama, mientras que los coches fúnebres partían con los fallecidos hacia Morgues improvisadas donde la gente iba con la esperanza de que los suyos no estuviesen allí. De modo que crecían las complicaciones en el hospital viendo alterada su rutina por la avalancha de familiares que llegaban en tropel. Así que, mal día eligió el vecino de Isaías Sullivan para saldar sus remordimientos. Bloqueada la entrada principal y creyendo el guardia de seguridad que el pobre hombre aprovechaba la coyuntura para colarse, saltándose el protocolo, le derivó a urgencias y que se las apañasen ellos con él. En el mostrador, un administrativo escaso de paciencia dijo: ‘Si no le duele nada, aire. Aquí no puede quedarse’. ‘Joven, sólo quiero hablar con el doctor Eric Weiss –suplicó impotente–, nada más que eso. Hace una semana le vi y seguro que esperaba mi visita. Llámele, por favor’. ‘Apártese y no moleste más’. Osiel Amsalem no daba crédito al trato dado por su compañero. Dejó a un lado los informes pendientes de archivar y recordó aliviado la conversación con el médico quien no perdía la esperanza respecto a que el conocido del paciente en coma por disparo en la cabeza reconsiderara la posibilidad de la donación de órganos. Y, así fue, el anciano había vuelto. ‘¿Qué ocurre, abuelo? –preguntó usando todo el tacto del mundo–, Cuéntemelo despacito para poder ayudarle’. ‘Como ya le he dicho al caballero…’. Se desahogó, y cuando no pudo más, rompió a llorar. ‘Mire, ¿ve aquellas sillas? –el otro asintió–. Espéreme ahí. Ahora mismo salgo’.
          Helen Wyner arropó a su hermana Beth y se quedó junto a la cama hasta que la respiración se hizo profunda. La madre, que sollozaba sin consuelo, preparó café y puso en un plato dos porciones de pastel de nueces. ‘No te sientas culpable, mamá’. ‘Cómo quieres que no lo haga, me daría de golpes. Debería dejar de tomar los somníferos, pero es que si no descanso… ¿Qué vamos a hacer, hija?’. ‘Cuidar de ella y confiar en que siempre lleguemos a tiempo. Mañana hablaré con el psiquiatra por si cree conveniente aumentarle la dosis de fármacos y paliar así sus ausencias’. ‘¿Se sabe la fecha de la ejecución del cabrón ese?’. ‘Aún no’. ‘Quizá asista’. ‘¿Eso te reconfortará?’. ‘Puede que no, pero ver cómo se retuerce de dolor, sí’. ‘No te reconozco, eso no es lo que tú nos enseñaste. Yo tampoco perdono y te juro que maldigo la mala hora que entró en nuestras vidas, pero eso no traerá de vuelta a mi sobrina, ni mitigará el dolor que siento, ni recompondrá la salud mental de mi hermana. El único consuelo que me queda es que la justicia ha colocado a cada cual en su sitio’. Se sirvió una segunda taza y encendió un cigarrillo. ‘No te quito la razón, aunque si fueras madre lo entenderías’. ‘Ya estamos a vueltas con los tópicos. Soy persona y con eso me basta. Estoy de acuerdo en que el vínculo umbilical es muy potente, pero los sentimientos de complicidad no conocen frontera’. ‘Perdona, he sido injusta contigo’. ‘No te preocupes. Oye, ¿recuerdas al agente del FBI que investigó el asesinato de la niña?’. ‘Sí, claro, cómo olvidarlo’. ‘Pues está en la escuela y se acordaba de nuestro caso. Estoy segura de que, si alguien puede liberar a los pequeños, ese es él’. ‘¿Qué hacéis despiertas tan temprano? –Beth las sorprendió comportándose como si nada–. ¿Cuándo has venido?’. ‘¿Te preparo un baño caliente y relajante, cariño?’. Las dos hijas rompieron a reír. Aunque no era temporada, desubicadas quizá por el cambio climático, una manada de aves migratorias sobrevolaba por encima de sus cabezas. Helen Wyner miró hacia el cielo y al bajar la vista vio que el columpio del porche se había descolgado de uno de los lados. Salió al frío de la mañana y lo colocó en su sitio, pero la tristeza invadió la comisura de sus labios, recordando lo feliz que era la hija de Beth, cuando sentada sobre aquel sillón de madera suspendido entre cuerdas, soñaba que tocaba las estrellas con la punta de los pies.

domingo, 21 de noviembre de 2021

Helen Wyner

6.
Cuando el agente del FBI Anthony Cohen vio a Helen Wyner conversar con otros profesores supo que aquella cara le era conocida. Debió de ser durante los meses que vine a la ciudad de Foley, a sustituir a un colega, pensó. Pero la situación de los niños dentro del gimnasio y cómo liberarlos acaparaba toda su atención. ‘Señor –dijo un policía–, este es el antiguo director de la escuela, creo que quería interrogarle’. ‘Sí, muchas gracias. Puede retirarse –y dirigiéndose a la persona en cuestión que, nervioso, se frotaba las manos, añadió–: enseguida estoy con usted’. ‘Oiga, ¿por qué demonios me han sacado de mi casa y traído hasta aquí si nada tengo que ver con ese individuo?’. El inspector ninguneó el comentario haciendo uso de esa táctica tan efectiva de espaciar los minutos para que así el otro reste importancia, se confíe y baje la guardia. Sin embargo, la experiencia de tantos casos le hacía pensar que aquel hombre intuía los motivos verdaderos que empujaron al secuestrador a cometer tal sinrazón. ‘Señora Sanders, escriba al muchacho y dígale que apague el celular y que lo quite de donde lo puso, la situación ha dado un giro copernicano y no queremos que se exponga’. ‘¿Y si le descubre mientras lo hace? Me parece peligroso’. ‘El chaval ha demostrado ser muy espabilado y estoy convencido de que sabrá tomar precauciones. ¡Hágalo!, es importante’. ‘Como ordene’. ‘Gracias por colaborar, ha sido usted de gran ayuda para nosotros, puede volver con los demás, ya les informaremos’. ‘Para eso estamos –asintió, alejándose despacio–. Por lo que más quieran, sálvenlos’.
          Betty Scott, jefa de comedor, tenía los ojos tan hinchados de llorar que casi no podía mantenerlos abiertos. Pocos sabían que detrás de esa robusta mujer, con modales militares, esquiva y poco habladora, se escondía un ser humano cargado de sensibilidad y empatía hacia los demás. Concentrada, rascando con la punta de la uña una mota de cacao que afeaba el blanco impoluto de su delantal, no se percató de que las dos compañeras sentadas junto a ella rompieron el silencio. ‘¿Te encuentras bien, querida? –preguntó Helen Wyner viéndola muy ausente–. ¿Quieres agua?’. ‘No, gracias –respondió, sonriendo–. Esto es inaguantable, los niños llevan horas retenidos y no veo que se esté haciendo gran cosa por concluir su calvario cuanto antes. ¿Qué pasa en realidad, Coretta?’. ‘No sé mucho más que vosotras. El secuestrador ha exigido la presencia del anterior director del centro, supongo que tendrán alguna cuenta pendiente. ¿Vosotras le conocisteis?’. ‘–contestaron ambas–. Era raro el día que no presentaban quejas contra él’. ‘¿Recuerdas la vez que Isaías Sullivan impidió al padre de uno de los muchachos que le reventase los sesos con un hacha? –dijo Betty–. ¡Qué miedo pasamos!’. ‘Claro, y aquel otro episodio que nos tocó intervenir para que el marido de una profesora no le pegase un tiro dentro del aula’. ‘He repasado los archivos y mis notas personales –intervino Paul Cox–, ya sabéis que me gusta llevar un diario de ruta, y el joven que retiene a los niños puso una demanda contra él por acoso’. ‘Entonces, cabe la posibilidad de que lo esté haciendo por venganza –reflexionó Helen–, y mira tú por dónde una veintena de almas inocentes sufren las consecuencias’. ‘La oficina del sheriff lo conocía –suelta la jefa de comedor– aunque jamás mostró el más mínimo interés por desenmascararlo’. ‘Vuelvo enseguida –dice Coretta Sanders de repente–, esto es demasiado evidente como para que no lo sepa el agente del FBI’. ‘Iremos contigo –aseguraron–. ¡A ver quién se atreve a meterse con nosotras!’.
          La pantalla del portátil del agente Anthony Cohen parecía la de una máquina tragaperras cuyos rodillos sincronizan la coincidencia entre carretes. El antiguo director del centro aguardaba una explicación que se hacía esperar respecto a su presencia en el lugar de los hechos. Por eso, visiblemente inquieto, se mordía el labio inferior mientras miraba  el reloj y contaba los minutos que faltaban para que empezase el partido de fútbol americano donde jugaban los Alabama Crimson Tide, su equipo favorito. ‘¿Por qué el muchacho encerrado en el gimnasio con los rehenes ha pedido hablar con usted?’. ‘Eso habrá de `preguntárselo a él, ¿no cree?’. ¿Cuál ha sido su relación?’. ‘Ninguna en particular y la misma que mantuve con cualquier otro alumno durante el tiempo en el que fui el máximo responsable de este centro educativo’. ‘¿Está seguro?’. ‘Eh, un momento, ¿se me acusa de algo? Porque si es así no diré nada salvo en presencia de mi abogado’. ‘No se precipite, tan sólo estamos conversando’. ‘¿Sabe lo que pienso?’. ‘No’. ‘Pues que a falta de sospechosos se agarran a mí como a un clavo ardiendo, en lugar de averiguar a ver por qué a ese descerebrado se le ha ocurrido la brillante idea de soltar mi nombre’. De pronto la computadora se detuvo. En la base de datos policial figuraba información comprometedora sobre el secuestrador ya que fue detenido por el homicidio en el estado de Mississippi de una joven hallada en el bosque por unos cazadores furtivos. Y, aunque ninguna de las pruebas encontradas vinculaba su participación en el asesinato, la sospecha de que participó en la autoría nunca desapareció. ‘Señor –dijo un oficial–, ha llegado la Unidad de Rescate del FBI. Si da su permiso entrarán en acción. ¡Ah!, por cierto, aquí tiene lo que pidió a la central. Y, créame, no tiene desperdicio alguno’. ‘Supongo que no –respondió Anthony Cohen cogiendo la ficha policial que le entregaban–. Buen trabajo’. ‘Gracias’. ‘Enseguida iré al puesto de mando a coordinar la operación’. No le dio tiempo de leer el historial delictivo de la persona que seguía aguardándole cuando el mismo oficial de antes volvió a interrumpirle. ‘Perdone –señaló a las mujeres–, quieren contarle algo’. ‘Joder, esto es el colmo, una vergüenza, ¿me hará esperar para atenderlas a ellas? –manifestó el hombre realmente enfadado–. Exijo ver a un superior. Soy un ciudadano ejemplar y no tienen derecho a retenerme contra mi voluntad’. ‘Cállese y no se mueva o juro que le meto en el calabozo para los restos. ¿Qué se les ofrece? –preguntó el agente Cohen a las tres y, guardando unos segundo de silencio, continuó–: Disculpe –dirigiéndose a Helen Wyner–, ¿nos conocemos?’. ‘–respondió con los párpados humedecidos–, investigó el asesinato de mi sobrina, en el pueblo de Elberta, donde residía’. ‘Cierto, lo recuerdo, y me impresionó bastante ver cómo luchaba hasta conseguir que juzgasen al culpable y lo metiesen entre rejas. El testimonio de la exesposa fue desgarrador dadas las delicadas circunstancias que rodeaban el acto. Era su hermana, ¿verdad?’. ‘’. ‘¿Cómo está?’. ‘Dejando que la existencia pase cuanto antes y ansiando no despertar a la mañana siguiente’. Omitió que a menudo había que ingresarla en el psiquiátrico, los peligrosos cambios bipolares y todo cuanto conlleva las constantes jornadas en el cementerio y el riesgo siempre presente de autolesionarse. ‘En fin, si tenemos ocasión después conversamos. Pero, díganme eso tan urgente para lo que han venido’. Coretta Sanders y Betty Scott narraron algunas de las peleas protagonizadas por el secuestrador y el exdirector del centro, las desavenencias de este último durante su mandato con todo aquel que se cruzase en su camino y el odio racial que a ambos les condujo más de una vez a saltar el muro del respeto hacia el semejante. Por tanto, nada de lo escuchado sorprendió al agente ya que estaban delante de un espejo de dos caras, corroborando la teoría de que se enfrentaban a un ser dominado por el odio hacia el pederasta que presuntamente abusó de su hermana pequeña con violencia. ‘Mire, nuestra única intención –expresaron casi rogando– es que liberen a los niños y acabar con esta angustia y desesperación para ellos y sus padres’. ‘Se lo agradezco mucho. Prometo no dilatarlo más. Si me disculpan he de volver al trabajo –dijo con cortesía–. Señoras, ha sido un auténtico placer quedo gustoso a su servicio’. Acataron la sugerencia de regresar a la Sala de Juntas y esperar acontecimientos. ‘Perdón –irrumpió un miembro de la Unidad Especial de Rescate–, el mediador está listo, procedemos a actuar en cuanto usted lo ordene e intervenir si el asunto se complica’. ‘Vamos allá…’.
          Siguiendo las pautas marcadas por Christopher Voss, exnegociador de rehenes del FBI, la persona encargada en la actualidad de realizar dicha misión tenía muy claras las bases donde se asienta todo trato y cómo dar a entender sin levantar sospechas de la trampa tendida, que cede ante la petición del malhechor para que éste afloje la lengua y proporcione información. Es imprescindible para obtener beneficios ralentizar la conversación ya que es ahí, en las pausas, donde están las claves de la estrategia a decidir. Un componente más de esos cimientos es transmitir credulidad y empatía, así el otro percibe confianza. En definitiva, desplegados los medios técnicos y humanos sólo quedaba pasar a la acción. ‘¡A sus órdenes, mi comandante! –se cuadró Anthony Cohen ante el máximo responsable de la unidad de élite–.  Hemos detectado, gracias a una maniobra informática, que hay heridos de bala cuyos cuerpos tendidos en el suelo permanecen quietos. El sospechoso está armado y amenaza con matar a los niños si no seguimos sus instrucciones. Y ninguno de los aquí presentes queremos que eso ocurra, ¿verdad?’. ‘¿Qué pide?’. ‘Cerrar cuentas pendientes con aquel tipo custodiado por mis compañeros. Según nuestros investigadores, y corroborado por algunas maestras, el tipo pudo violar a una menor dentro del pabellón deportivo, que resultó ser hermana del secuestrador y ahora él ha encontrado la manera de apretarle las tuercas y que pague por ello’. ‘Nuestro hombre está preparado para comenzar el diálogo’. ‘Perfecto. Saquen a los niños sin que haya más heridos’. ‘Esa es nuestra máxima, agente Cohen, pero si vemos que corren peligro no dudaremos en abatirle a tiros. Cuando quieran –dijo al grupo de técnicos–, pueden proceder…’.
          Una marea del personal sanitario enfundados en pijamas de quirófano recorría la galería interior que conduce a los despachos del South Baldwin Regional Medical Center para consultar el cuadro de turnos y así planificar los días libres lejos del olor a sonda de alimentación y bilis. Otros, cuyo uniforme diferenciaba el rango de ocupación en la empresa, empujaban carros pesados con toallas limpias, diversos complementos de higiene, retirando después las sábanas impregnadas con el sufrimiento de una enfermedad en su mayoría irreversible. Osiel Amsalem, un ser educado y amable, de origen judío, recibía a los posibles ingresados y los derivaba al área correspondiente donde les atendería un urgenciólogo. Una vez terminada su jornada laboral iba a los boxes a interesarse por la evolución o bien en planta si habían sido ingresados, algo que hacía de corazón ya que fuera de aquellas paredes la vida para él era una rutina vacía de emociones. Compraba flores, bombones y los repartía entre aquellos que no recibían la visita de nadie. Se preocupaba de orientar a familiares en cuestiones administrativas y espirituales: desde rellenar un formulario hasta superar el primer impacto del duelo. En momentos de crisis, a falta de mano de obra, dormía en el hospital para ayudar allí donde hiciese falta. La habitación de Isaías Sullivan permanecía semi a oscuras. Acababan de cambiarle la sonda y seguían a la espera, a falta de parientes, de que el estado de Alabama resolviese legalmente la donación de sus órganos ya que él jamás manifestó dicho deseo en caso de fallecimiento. El doctor Eric Weiss avanzaba a grandes zancadas concentrado en los informes clínicos donde previamente había pautado diversos tratamientos a aplicar. Con las gafas de medialuna en la punta de la nariz, el estetoscopio alrededor del cuello y la brújula que siempre llevaba consigo para no perder el rumbo, llegó a la zona de cuidados intensivos a comprobar la frecuencia cardiaca del hombre tiroteado en la escuela y decidir si merecía la pena mantenerle por más tiempo enganchado al respirador. Una sombra en movimiento le hizo frenar en seco. Osiel Amsalem estaba dentro. ‘Aquí no puedes estar, compañero –dijo el médico–. Esto es zona restringida’. ‘¿Alguna novedad?’. ‘Aún no, pero tengo la esperanza de que su vecino lo piense mejor y vuelva. Tengo un presentimiento, vi algo en sus ojos que… En fin, márchate antes de que te vean y nos abronque a los dos’.
          ¿No hay mucho revuelo ahí afuera? –preguntó Paul Cox, el consejero escolar–. Creo que el sheriff Landon se lleva detenido a alguien’. ‘Está muy oscuro para distinguirlo –respondió Helen Wyner–, pero sí que parece. Fijaos allí, a la derecha, uno de los coches patrullas ha encendido los faros’. ‘¿Y aquello que se mueve al fondo? –preguntó Zinerva Falzone, la cocinera–. ¿Es gente corriendo?’. ‘No lo sé –responde Betty Scott, jefa de comedor–, quizá sean los gatos que vienen cada noche buscando comida’. ‘No –intervino Coretta Sanders, la maestra, arremolinándose todos alrededor suyo–, parecen los niños que andan desorientados’. ‘Creo que sí son –aseguró la ayudante de administración–. Salgamos a ver…’. Una lluvia muy fina empezó a caer tomando intensidad. La tierra mojada crujía bajo las suelas de los zapatos y el ruido bronco de un avión, cuyos motores parecían a punto de romperse, atravesó el horizonte por detrás de las montañas. A mitad de camino se tropezaron con una mujer que iba en pijama y gabardina echada por los hombros. ‘Helen, por favor, tienes que hacer algo –dijo, estirándose del pelo empapado–, mi niña está ahí –señaló a la nada– y tiene miedo’. ‘Beth, querida –abrazó a su hermana–, ven conmigo, te llevaré a casa. Vas a coger una pulmonía…’.

domingo, 7 de noviembre de 2021

Helen Wyner

5.
 
El exmarido de Beth Wyner cumplía condena en la Prisión Federal de Montgomery a la espera del traslado al corredor de la muerte, donde permanecería hasta la ejecución. Los días transcurrían monótonos para él. Pasaba el tiempo dibujando paisajes que después regalaba a reclusos y carceleros. Escribía sus memorias y enviaba cartas de arrepentimiento dirigidas a políticos y distintas personalidades, así como a familiares y conocidos. Cuando se abría la puerta de la celda dando paso a una nueva jornada y los guardias realizaban el recuento matinal, cruzaba los dedos para que las desapariciones de presidiarios en el misterio de la noche fueran pocas o ninguna. Considerado altamente peligroso no compartía patio con otros presos comunes excepto con los acusados de filicidio. ‘Apuesto cinco pavos a que al gordo le dan una paliza –afirmó el jefe de la banda–. ¿Acaso quieres hacerlo tú, gallinita? –sujetó de la mandíbula a un reo del que siempre se mofaban por ser gay–. ¡Uy!, se me olvidaba que a ti te gusta otro tipo de contacto carnal’. ‘¡Vete al cuerno, estúpido! –respondió el reo interpelado–. ¡Dejadme en paz!’. ‘¡Eh!, vosotros, los del fondo, a ver si os laváis un poco que hoy hay visita –soltaron irónicos quienes estaban sentados en los escalones fumando marihuana–. Cualquiera diría que no lo esperáis como agua de mayo’. ‘No lo dirás por este que apesta a colonia barata, ¿verdad? –golpeó el pecho de un condenado a cadena perpetua–, el cabrito tiene un vis a vis con su novia’. Algunos condenados aprovechaban esos ratos de sol para fortalecer las piernas caminando y rellenar la mochila de los pulmones con aire limpio. Otros, los más veteranos, les hacían la pelota a los tipos que lo conseguían todo. Uno de esos, a cambio de cigarrillos y del manojo de dólares que cada mes recibía de sus padres, le entregó el esperado paquete. ‘¿Qué llevas ahí?’. ‘Papel y lápices de colores, alcaide –informó el exmarido de Beth Wyner–, ya sabe que me gusta pintar’. ‘¡Enséñamelo!’. Con el corazón en un puño y manos temblorosas a consecuencia del consumo de drogas, retiró el envoltorio dejando al descubierto el material. Después, en la soledad del calabazo, alumbrado por la tímida lámpara de mesa obtenida por buen comportamiento, rodeado de fotografías del día de su boda y la vieja Biblia de hojas ajadas, ordenó por fechas la correspondencia devuelta que siempre le entregaban en sobre abierto, maldiciendo para sus adentros a los funcionarios de prisiones que vulneraban su derecho a la intimidad. En ese momento recitó unos versículos del final del Apocalipsis que vienen a decir más o menos: “Aquellos que laven sus vestiduras dispondrán del árbol de la vida y entrarán por las puertas en la ciudad”. Entonces, el recuerdo del olor de la piel de su exesposa le excitó tanto que apagó la bombilla…
          Helen Wyner regresó a la escuela tras visitar la autocaravana de Isaías Sullivan. ‘¿Y dices que no tiene parientes –preguntó un decepcionado Mitch Austin– ni hallaste pistas de su pasado?’. ‘Nada’. ‘¿Se relaciona sólo con el vecino?’. ‘Eso parece’. ‘¿Le diste la tarjeta del médico?’. ‘’. ‘¿Crees que irá al hospital?’. ‘¡Quién sabe!’. ‘Gracias. Vuelve con los compañeros o vete a casa, lo que prefieras’. Aunque ella habría hecho lo segundo, el corazón le dictó lo primero. El malestar del director no se fundamentaba en el hecho de que aquel pobre hombre no tuviese quien llorase por su alma, sino en la desagradable postura que habría de adoptar la escuela, y en consecuencia él, como máximo representante, poniéndose en contacto con la Corte de Justicia del condado de Baldwin para que ellos a su vez lo hicieran con United Network for Organ Sharing, organización que sin fines de lucro gestiona los trámites de donante a receptor. ‘¿Te ocurre algo? Parece que hayas visto a un fantasma –pregunta el sheriff Landon a Mitch–. Estás pálido, muchacho’. ‘Peor, aquí nada funciona si no me encargo personalmente’. ‘¡Cuenta de una vez!’. ‘Pues que el padre de uno de los chicos secuestrados es un pez gordo internacional y amenaza con denunciarnos por incompetentes en el caso de que esto no se resuelva de inmediato. ¿Tú puedes hacer algo?’. ‘Imposible, estoy atado de pies y manos, el FBI tiene el mando. Si por mí fuera el secuestrador ya estaría muerto, me llevase por delante a quien me llevase’. ‘La culpa de tanta demora la tiene esa maestra y sus ideas conciliadoras’. ‘Bueno, que no se te olvide su cara’. ‘A ver cuándo podemos convocar a los miembros’. ‘Eso. ¿El granero de tu suegro estaría disponible?’. ‘De sobra sabes que sí, nada le gusta más que rememorar el pasado del Klan’. ‘Entonces correré la voz para preparar una reunión’. ‘Perfecto, pero hemos de esperar a que se resuelva esto’. ‘¡Sheriff Landon! –alguien del corrillo próximo al FBI le llamó–. Venga, por favor’. Anthony Cohen sostenía una taza de café en la mano. ‘Señor’. ‘Si es tan amable, retire a sus hombres de allí, por favor –dijo con la mejor de sus sonrisas–, están demasiado visibles para interceptarlos desde dentro. No quiero que nadie resulte herido’. ‘Jefe, si hacemos eso, el asesino de uno de los trabajadores de aquí tendrá vía libre para escapar’. ‘Limítese a cumplir lo que le digo sin opinar’. ‘Como mande –acató la orden mordisqueando el puro que mantenía apagado entre sus labios–. Ojalá y no se equivoque’. Coretta Sander escuchaba atenta sin apartar la vista del móvil, el chico acababa de activarlo.
          Thomas Dawson tenía muchos motivos para salir de allí lo antes posible: una familia estupenda que le inculcó valores fundamentales de respeto y educación exquisita, el deseo de convertirse en piloto de aviones, su colección de tebeos, el reloj heredado del abuelo, la fiesta de los viernes comiendo hamburguesas, asistir al campo de fútbol para ver un partido de los Alabama Crimson Tide donde jugaba sus héroes y los besos que a escondidas le daba la novia de su primo. Así pues, por todas esas razones y alguna más, no podía permitirse el lujo de cometer fallos y seguir al pie de la letra las instrucciones recibidas del exterior. Tal y como le indicaron camufló el teléfono detrás de unas toallas, después avanzó hasta llamar la atención del secuestrador y situarlo en el ángulo correcto de cara a la cámara del móvil. ‘Estamos cansados y hambrientos –de repente dijo una chica arrodillada junto al cadáver de la afroestadounidense asesinada–. Queremos ir con nuestros padres’. ‘¡Cállate y vuelve a tu sitio, hija de mala hierba! ¿Acaso quieres acabar igual que ella?’. ‘Nosotros no hemos hecho nada malo, señor –añadió otro muchacho–. Mi padre es un hombre importante y puede conseguir lo que sea’. ‘¡Ah, sí! Entonces, ¿qué te parece si le devuelve la vida a mi mamá y a la mascota que de pena murió con ella? ¿Sería capaz de conseguir que me admitieran en mi antiguo empleo? ¿Y por qué no también restaurar la inocencia de mi hermanita violada aquí mismo? ¿Y si te dijera que teniéndote a ti soy más poderoso que él?’. Los demás alumnos estaban tan nerviosos que no se percataron de los obscenos movimientos que realizaba alrededor de la chica. ‘Le habla el FBI –eso le descolocó–. Suelte a los rehenes y entréguese –buscaba desesperado la procedencia de la voz que se oía demasiado cerca–. Nada le pasara si deja que salgan –recorrió el gimnasio varias veces como perro sabueso husmeando, pero no halló nada sospechoso–, lo prometemos –de pronto, agarró fuertemente del brazo a uno de los más pequeños y, sirviéndole de escudo abrió la puerta–. ¡Alto! –gritaron desde el puesto de mando–, no disparen’. ‘¡Eh!, los de fuera, largaos a vuestras putas casas, todos menos el antiguo director, quiero que venga con una botella de whisky. Tenemos mucho que celebrar. Intentad entrar y los niños nunca más dormirán en sus camas’. Retrocedió con el crío casi a rastras. Thomas Dawson buscó con la punta de los dedos el apoyo de su mejor amiga y temió que el sudor le delatara…
          Después de acompañar a Coretta Sander y dejarla conversando con el agente del FBI Anthony Cohen, Paul Cox, consejero escolar, antes de volver a la Sala de Juntas donde aguardaban los compañeros, respondió a la videollamada de sus nietos de viaje por Europa. ‘Hola, abuelo. ¿Estás bien? –preguntó con tono de preocupación–. Nos hemos enterado por las noticias’. ‘Evitad que la abuela lo vea, cariño’. ‘Tranquilo, estamos muy entretenidos conociendo lugares maravillosos. Además, ya la conoces, con hacer senderismo, visitar museos, edificios emblemáticos y disfrutar de la gastronomía de cada país nos faltan horas al día. ¿De dónde sacará tantísima energía? –ambos rieron–. Así que, no te preocupes, lo pasamos en grande’. ‘¿Dónde estáis ahora?’. ‘En Bruselas, mañana partimos para Alemania, pero quizá alarguemos algo más las vacaciones ya que hay un tour que organiza la agencia por Islandia y creo que se queda con ganas de ir. Sabemos de su interés por los glaciares. Mira, esto está siendo para ella la mejor de las terapias y nosotros encantados de complacerla, más aún si eso contribuye a verla feliz’. ‘¿Os he dicho cuánto os quiero?’. ‘Alguna vez, pero muy pocas –guiñó el ojo–. Anda, cuídate mucho, por favor. Y no te preocupes’. Los meses posteriores al atropello que casi le cuesta la vida a su esposa, fueron para la familia un verdadero calvario viendo cómo se consumía anímicamente la mujer llena de vitalidad e inquietudes que ante cualquier adversidad solía comerse el mundo. Aquella mañana fue al pueblo de Kimberly, condado de Jefferson, a visitar a la segunda de sus hijas recién divorciada. Era un día soleado y los vecinos aprovechaban el buen tiempo para cortar el césped y arreglar desperfectos ocasionados por la última tormenta. La casa, retirada de la carretera, tenía acceso por un camino de zona privada donde era imposible entrar con coche. Apenas había recorrido diez pies cuando un automóvil a gran velocidad salió de entre los árboles llevándosela por delante. Al conductor, que se dio a la fuga, lo detuvieron unas millas más allá presentando alto grado de alcoholemia en sangre. Pareció increíble que sólo se rompiera un brazo. Emergencias acudió rápidamente al lugar de los hechos comprobando que la persona atropellada presentaba sólo rotura de brazo. Sin embargo, a partir de entonces, una vez por semana tenía sesión con su psicoterapeuta.
          Tras meditarlo mucho, el vecino de Isaías Sullivan revisó el motor de su camioneta, llenó el depósito del agua, comprobó la grasa de las bujías, se vistió con la ropa que cada domingo llevaba a la iglesia, arrancó y puso rumbo a South Baldwin Regional Medical Center, sin saber muy bien por qué lo hacía. En muy pocas ocasiones frecuentó esa zona. Por eso, adentrarse en el camino cuyo paisaje sombreado gracias a las ramas de los árboles abrazadas en altura, fue como empezar a formar parte de un horizonte natural cargado de incertidumbre. Las últimas luces de la tarde caían a lo lejos y el parking, reservado para las visitas estaba semi vacío, de modo que encontró estacionamiento sin dificultad. En el pabellón principal visualizó la bandera de los Estados Unidos y a cuatro o cinco personas bajo el luminoso de Emergency que dejó a su izquierda. Con paso lento, igual que discurría todo en cinco millas a la redonda, llegó al zaguán de entrada donde el mundo parecía regirse con códigos diferentes. En la segunda planta, cerca del control de enfermería, podía escucharse con nitidez los peculiares ruidos de los respiradores artificiales. El grueso cristal que separaba a su amigo de la vida mostraba un cuerpo atrapado entre cables, tubos y sondas, que antaño estuvo lleno de vitalidad. ‘Duele verlos así y no poder hacer nada, ¿verdad? –dijo una mujer de luto–. ¿Es su hijo?’. ‘No’. ‘Acabo de perder a mi marido después de haber estado cinco años en coma, pero ya se quería ir y yo estoy tranquila. Durante ese largo periodo hemos hablado mucho, me gustaba mantenerle al corriente de las cosas que ocurrían: la evolución de los nietos, el apegó a la patria que transmitimos a cada uno de nuestros descendientes, el percance de tuvo mi sobrina con un caballo, la ceremonia de los Oscars, mis problemas de reuma, los achaques del viejo Jack, nuestro perro… Ya sabe, asuntos cotidianos de los que formó parte hasta que sufrió el ictus’. ‘Lo lamento’. ‘Ande, anímese y entre. Háblele, después se sentirá mejor’. Avanzó por el pasillo despidiéndose de unos y otros con el último equipaje del esposo dentro de una bolsa de plástico. El paso de las horas ralentizaba la decisión que legalmente no le correspondía. ‘Hola. Soy el doctor Eric Weiss –estrechó con fuerza su mano–. Atiendo al señor Sullivan’. ‘Encantado’. ‘Si le parece, vayamos a mi despacho, hablaremos más cómodos’. ‘En realidad…’. ‘Sígame. Por aquí, por favor’. Escuchó atento las palabras desgranadas por el médico que usaba un lenguaje ininteligibles para un granjero como él, sonrió y se fue por donde había venido. A partir de ese instante el hospital activó el protocolo correspondiente.
          Zinerva Falzone mantenía la mente ocupada recordando los secretos mejor guardados de las viejas recetas sicilianas. ‘Esto se demora mucho, ¿no crees? –dijo Betty Scott sacándola de sus pensamientos–. Me preocupan los niños’. ‘A mí también –afirmó la otra–, pero confiemos en los expertos, ellos sabrán cómo gestionarlo’. ‘¿Os habéis enterado? –interrumpió uno de administración que había ido al baño–. Parece ser que el antiguo director está implicado…'.

domingo, 24 de octubre de 2021

Helen Wyner

4.
 
¡Por el amor de Dios! – exclamó Zinerva Falzone echándose las manos a la cabeza–. ¿Han sido disparos?’. Todos en la Sala de Juntas corrieron a las ventanas. ‘Eso parece, creo que vienen del pabellón deportivo –contestó Betty Scott con los músculos contraídos–: Salgamos a ver’. ‘Será mejor que no –irrumpió el director–, entorpeceremos la labor de la policía. Seguro que carece de importancia, permanezcan aquí hasta que puedan regresar a sus casas. –Y, dirigiéndose a Helen Wyner, añadió–: Hemos averiguado la dirección de Isaías Sullivan, pero nadie contesta al teléfono que aparece en el expediente laboral, necesito que se ocupe de este asunto con urgencia porque el hospital tiene que localizar a algún pariente o conocido’. ‘¿Me está pidiendo que vaya?’. ‘Exacto, lo haría yo mismo, pero como comprenderá en tales circunstancias –trató de sonar solemne– no puedo abandonar el barco. Esta tarjeta es del médico que le atiende, si encuentra a algún familiar, désela’. Aunque tenía el pensamiento junto a su hermana Beth, dada la fecha tan señalada en la que estaban, y lamentaba mucho no encontrarse en Elberta para haberla persuadido de ir al cementerio y sí acompañarla al mercado de productores donde adquirían riquísimas verduras de la cosecha del joven matrimonio de la comunidad Amish, asintió con la cabeza y subió a su automóvil. Por la radio local sonaban entrañables canciones country, con esa mezcla peculiar, marca de Alabama, entre el blues, la música folclórica de los Apalaches y el jazz, alternándolo con la información puntual de cuanto sucedía en el centro educativo.
          Por la carretera 12 que atraviesa la ciudad de Foley avanzó a ciegas hasta encontrar la flecha que indicaba girar a la derecha en River Rd N. Lo primero que vio nada más bajar del coche fue un poste de luz a punto de ser derribado por el vuelo de cualquier pájaro, media docena de buzones con la tapa desencajada, maquinaria agrícola y el ladrido de un perro vagabundo avisando quizá de algún peligro inminente. A lo lejos, custodiado por una hilera de árboles delineando el horizonte, se extendía la alfombra relajante de un bellísimo prado verde. Más allá, el quieto paisaje parecía pertenecer a épocas donde nómadas en su peregrinaje dejaron huella. Sorteando la basura esparcida por el suelo llegó hasta la casa. Al otro lado de la doble puerta cubierta de polvo el silencio era absoluto. La rodeó y comprobó que por la parte trasera podía acceder. Puso la mano en el tirador, pero la voz de un campesino frenó sus actos. ‘Ahí no encontrará a nadie’. ‘¿Sabe si vendrán más tarde?’. ‘El joven lleva días ausente. Es extraño porque a la caída del sol solemos beber cerveza y comentar la jornada. Me hace mucha compañía. Así que, como no regrese será difícil que la atiendan’. ‘¿Vive solo?’. ‘Sí. Cuando murió el anciano –refiriéndose a la persona que le acogió e introdujo en el mantenimiento de la escuela– volvió a instalarse en su house trailer, es aquella de allí –señaló con el índice al tiempo que acortaban distancia–. Es un buen tipo. Pretendió a mi hija hasta que ella eligió a otro marido, me hubiese gustado tenerle de yerno. ¿Es usted pariente?’. ‘No’. ‘¿Acaso su esposa? El rubio –así le llamó– es muy reservado en cuanto a su vida privada’. ‘Tampoco’. ‘¿Entonces policía?’. ‘Somos compañeros de trabajo y necesito dar con algún pariente’. ‘No tiene. Soy lo más parecido a un abuelo para él’. ‘Verá –temió herir su sensibilidad–, imagino que estará al corriente del atentado que ha habido a poca distancia de aquí’. ‘Pues no, la verdad. El campo acapara toda mi energía y dedicación, pero por su cara y la angustia con la que trata de decirme no sé qué debe de ser algo muy serio’. ‘Lo es. ¿Pasamos dentro?’. ‘Prefiero que no’. Cauta, eligiendo las palabras que articulaba con dificultad para explicar la delicada situación de Isaías, quiso dejar patente que tal vez recaería sobre él la decisión de mantenerle con vida enganchado a una máquina, hasta encontrar receptores compatibles con sus órganos. Escuchaba cabizbajo, mirando de vez en cuando a Helen Wyner, con una mano en el bolsillo de sus tejanos y la otra sosteniendo la azada. Sin embargo, no pudo contener el llanto y regresó a recoger los frutos maduros que desbordaban las matas. En el interior del reducido espacio de la autocaravana, sólo un par de monos sucios, camisetas de propaganda que le regalaban los proveedores de los cáterin escolares, una caja de herramientas y un ejemplar de la Constitución de los Estados Unidos, conformaban el hogar de aquel simpático hombre que siempre tenía la sonrisa disponible para cada profesor.
          El agente Anthony Cohen había conducido 115 millas desde Montgomery para disfrutar de unos días de descanso en el Parque Estatal Lake Lurleen, en el condado de Tuscoloosa, haciendo aquello que más le gustaba: pescar pargo rojo, acampar en plena naturaleza y asarlo sobre brasas calientes vigilado por el universo. Acababa de comprar una camioneta de segunda mano en la que cargó la tienda de campaña prestada por su suegro, víveres enlatados, una nevera donde llevaba pequeños peces pinfish que le servirían de sabroso anzuelo y su flamante caña híbrida recién adquirida. El FBI le debía unos días de las vacaciones que suspendió para asistir a un congreso en Washington sobre Seguridad Nacional en el Ciberespacio. Era un gran experto en el campo de la informática y muy valorado por la agencia de investigación, motivo por el cual siempre estaba tan solicitado. Así que, cuando recibió la llamada de su superior para regresar porque había surgido un grave problema, obedeció, pero lo hizo malhumorado. Tenía por delante cuatro horas y veintidós minutos para revelarse contra el mundo y encontrar la mejor manera de decirle adiós al trabajo que le robaba tanta calidad de vida aunque por otro lado le apasionaba tanto. Según le ponían en antecedentes bastó un primer vistazo para realizar cambios de estrategia e intervenir lo antes posible, ya que no se habían preocupado de conocer la verdadera situación de los chicos ni cuántos heridos habría dentro. ‘Lamento muchísimo haberle estropeado la jornada –se excusó el jefe del operativo–, pero sólo usted puede llevar a cabo la misión que se le va a encomendar, siempre que su opinión sea afirmativa, aunque a muchos de nosotros la descabellada idea de esta mujer nos parezca una débil opción’. ‘Bueno, opinaré cuando la sepa’. Le presentaron a Coretta Sanders y empezó a explicarle. ‘Puede funcionar. Por intentarlo no perdemos nada –miró fijamente a quienes le persuadían de lo contrario– ¿Alguno de los presentes propone otro plan?’. ‘Pues no. ¿Qué quiere que hagamos’. ‘De momento dejarme a solas con ella y llevar este ordenador a los policías apostados en el tejado, así se mantendrán en comunicación conmigo’. ‘Perdone, han llamado de la central de Huntsville dándole luz verde’. ‘Gracias –sabía perfectamente que serían así–. Empezaremos por despejar éste área –se giró hacia el grupo que obstaculizaba su campo de visión–. Venga conmigo, por favor –dijo a la maestra–. Voy a enviarle una foto, descárguela sin abrir, necesito que le pase ese mismo archivo al chico ya que en cuanto lo pinche tendremos acceso a su teléfono y por consiguiente al interior del recinto’.
          El ambiente dentro del gimnasio era caótico. La chica de color que a punto estuvo de ser azotada por el secuestrador, cuando pedía un médico para el compañero diabético yacía en el suelo sobre un charco de sangre, abatida a tiros. Los alumnos, hacinados debajo de la canasta de baloncesto quedaron atrapados en el inestable bucle de la histeria. ‘¿Y tú, de dónde coño has salido? –dijo el captor al chaval que apareció con una Glock 26–. ¿Acaso pretendías matarme, mocoso?’. ‘No señor. –Y señalando hacia el cadáver de la niña, continuó–, como diría mi padre: exterminemos a la raza de esclavos o acabarán con nosotros. ¡Dios bendiga a América!’. ‘Dame eso, imbécil –se abalanzó y le quitó el revolver–. ¡Vamos, ponte con ellos y no se te ocurra hacer ninguna tontería que bastante lo has complicado ya! –dijo, empujándole contra los demás–. Y no vayas de chulito, ¡eh!’. El grupo de chavales amedrentados le reconocieron por la fama de conflictivo que se había forjado. En realidad, apenas sabían de su pasado salvo que estaba recién venido de Jamestown, un pequeño pueblo entre colinas al norte del estado de Tennessee que fue próspero hasta que se agotó la industria minera y cerraron las tres fábricas textiles que sustentaban a la mayoría de la población. Thomas Dawson notó una leve vibración dentro de la chaqueta del chándal. Disimuló balanceando el cuerpo de una pierna a la otra, y retrocedió hasta situarse detrás de los más altos. Asegurándose de que no le observaban siguió las instrucciones indicadas por Coretta Sanders…
          La negra va a joder tu imagen, nuestra reputación, las aspiraciones que tenemos de colocar a uno de los nuestros en el senado y todos los proyectos para derrotar y arrinconar al candidato demócrata –susurra en el oído de Mitch Austin el sheriff Landon–. Será mejor que la ates en corto o de lo contrario rodarán nuestras cabezas’. El director de la escuela, cuyos intereses iban por otro lado, asentía.Habrá que darle un escarmiento para que aprenda, ¿no crees?’. ‘Nunca debimos dejar que ocupasen nuestro terreno. La semana pasada iba a lavarle el cabello a mi esposa una afroamericana recién contratada en la peluquería’. ‘¿Y que hizo?’. ‘Abofetearla’. Rieron tan fuerte que los que estaban cerca se giraron. ‘Consultemos con los miembros a ver qué se les ocurre’. ‘De acuerdo’. Se separaron para no levantar sospechas. Semanas después del episodio del secuestro convertido ya en el ideario de lo cotidiano como un vago recuerdo, en mitad del jardín de la casa de la maestra, ardían dos cruces no demasiado altas. Ese fue el inicio de varios incidentes que sufrirían y que no denunciaron por miedo. Aunque el Ku Klux Klan, como tal organización no estaba presente de manera habitual, se sabía que había células activas dispuestas a actuar contra mexicanos, judíos, diferentes… Coretta Sander abrazó a su esposo con principio de Alzheimer, se asomaron por la ventana del dormitorio y sin descorrer las cortinas, contaron seis o siete capuchas blancas. Desde ese mismo momento comprendieron que estaban señalados…

domingo, 10 de octubre de 2021

Helen Wyner

3.

A Coretta Sanders le costaba respirar dentro del chaleco antibalas que oprimía su pecho. Acompañada por Paul Cox fueron hasta la zona donde el FBI tenía montado el dispositivo. ‘¿Quién discute con Mitch Austin? –preguntó–. Parece muy enfadado’. ‘Es el anterior director –respondió el otro–. Supongo que habrá venido porque cuando el secuestrador estudió aquí tuvieron problemas y, a lo mejor, puede aportar pistas sobre su perfil, ya que un comportamiento tan agresivo y de tal magnitud suele arrastrar secuelas de un pasado proceloso’. ‘¿Por venganza?’. ‘Quizá, quién sabe’. Famoso en el condado por odiar a los negros, con la bandera Confederada prendida en un lugar no visible del uniforme y ese gesto siempre amenazante, como a punto de romperte los huesos, el sheriff Landon, primer filtro a pasar, les dio el alto. ‘¡Eh! Quietos ahí. Aquí no podéis estar –espetó, desafiante y despreciativo–. ¿Qué coño queréis?’. ‘Proponerles algo’. ‘No estamos para tonterías. ¡Venga, largo!’. ‘Aguarde un momento, por favor –rogó el consejero escolar–. Al menos escúchela’. Con la punta del zapato apagó el cigarrillo y, contrariado, permitió que accedieran al otro lado de la cinta, hasta que al límite de la paciencia llamó la atención del agente que estaba un poco más retirado: ‘Jefe, perdone la interrupción, esta mujer pretende comunicar con el pabellón deportivo. La idea es descabellada, usted verá’. ‘No se apure –dijo, dándole una palmadita en la espalda– y deje que decida yo’. Un hombre de amables modales se dirigió a ellos luciendo la blanca dentadura recién implantada. ‘¿Les apetece café? Empieza a refrescar. Cuénteme eso que parece tan importante’. ‘Conozco a la mayoría de los chicos y las chicas que están dentro –señaló hacia el edificio–, algunos son alumnos míos y he pensado…’. Fue explícita y convincente en los detalles. ‘¿Y cómo está tan segura de que no arriesgan su vida si hacen lo que sugiere?’. ‘Porque Thomas Dawson es demasiado listo para dejarse descubrir y también porque es una posibilidad tan incierta como cualquier otra, pero habrá que apostar por algo, ¿no cree?’. ‘De acuerdo. Ojalá que tenga razón’. ‘No le quepa la menor duda, señor’. ‘Más le vale –estiró el cuello como buscando a alguien y añadió tajante–: Llame a la central y localicen Anthony Cohen’.
          Betty Scott, jefa de comedor en la escuela, hija, hermana y esposa de militares, sabía manejar muy bien las emociones para no exteriorizar los sentimientos. ‘¿Me acompañas a la cocina, querida? –propuso a Zinerva Falzone quien aceptó sin dudarlo–. Preparemos chocolate caliente, hay que entonar los cuerpos’. Aunque la relación entre ambas nunca había sido estrecha, algo que descubrirían más adelante cruzaría sus caminos. ‘En mi pueblo de Silverhill de pequeña viví una experiencia parecida –la siciliana rompió el hielo mientras cuidaba de la leche hasta que cociera–. Un preso escapado de la cárcel, escopeta en mano, sembró el pánico en mi vecindario disparando a cualquiera que bloquease su huida. Recuerdo que estuve días metida debajo de la cama saliendo sólo a lo imprescindible. Personas cercanas a mí todavía no lo han superado y viven atemorizadas –permaneció callada unos minutos, como reflexionando lo siguiente que iba a decir–. No obstante, de esto, me preocupa el cansancio de tantas horas y la mella que haga en las criaturas’. ‘Seguro que ya queda poco. –Rellenaban con cacao pequeños vasos de cartón desechables y cortaban finas láminas de bizcocho que esperaban alcanzases para todos–. Nunca te he preguntado por qué emigraste de Italia’. ‘Nací en Birmingham, tengo nacionalidad americana. Fue mi familia la que emigró veinte años antes y supongo que sus motivos no fueron muy diferentes a los de cualquiera que busca, lejos de su patria, un porvenir mejor para los suyos’. Sin embargo, omitió un pequeñísimo detalle: que lo tuvieron que hacer porque su abuelo desertó tras no soportar la idea de matar a sus semejantes. Permaneció un tiempo escondido en el monte, hasta que tuvo la oportunidad de desembarcar en Estados Unidos llevándose consigo a su mujer e hijo, un niño de tan sólo cinco años que más adelante se casaría con la cajera del banco donde ingresaba parte de la paga obtenida como pinche de cocina. Después nacería ella. ‘Perdona si he sido indiscreta, mi intención no era ofenderte’. ‘¡Qué va!, no seas tonta –aseguró sonriente–. ¿Sabes qué? –prefirió cambiar de conversación–, envidio tu entereza. ¿Cómo consigues tanta serenidad con la que tenemos encima?’. Por suerte para Betty Scott la entrada de otro profesor ofreciéndose a ayudar con las bandejas evitó tener que explicar cosas de esa parcela personal que la habían hecho fuerte. De nuevo en la Sala de Juntas, y apoyada en la pared pensó en las veces que su marido arriesgó la vida para salvar la de los demás. Como ocurrió en Somalia cuando el Ejército estadounidense combatió para derrocar a un grupo islámico radical vinculado a Al Qaeda y su destacamento se dedicó a poner a salvo a la población civil temiéndose un sangriento atentado que al final se hizo realidad, y en el que perecieron algunos compañeros suyos junto al sargento. Pero por muy dura, fría o fuerte que pareciera en opinión de los demás, el temor a recibir la mala noticia de una tortura, encarcelamiento o que volviera metido en una caja de madera, hormigueaba siempre los bordes del corazón, igual que ahora temía por aquellos pobres inocentes. Helen Wyner irrumpió como un ciclón. ‘Han llamado del hospital, el estado de Isaías es irreversible. ¿Alguno de vosotros sabe si tiene parientes?’. Todos callaron.
          El destello de un tiroteo procedente del pabellón deportivo sorprendió a todos presagiando el anticipo del peor de los escenarios. Minutos antes, en el interior, el llanto mezclado con la histeria hacía estragos entre los rehenes. Thomas Dawson metió la mano en el bolsillo del chándal y disimulando silenció su teléfono al darse cuenta enseguida de lo importante que era actuar con inteligencia y un paso por delante de la persona que les tenía retenidos, vista la crueldad capaz de ejercer contra ellos si contradecían o desobedecían sus órdenes. ‘¿Qué haces, tío? Guarda el móvil –balbuceó una chica a punto de desmayarse–. Como te pille se nos va a caer el pelo’. ‘Cállate y distraedle. Tenemos que salir de aquí’. ‘Estás loco, colega’. ‘Intentaré conectar con algún chat’. ‘No lo hagas, por favor’. ‘¡Eh!, vosotros dos. ¿Qué estáis tramando?’. Entristecidos y fracasados regresaron a su sitio. La presión acumulada junto a la incertidumbre de no saber cuánto duraría el encierro, mezclado con la histeria y las bajas temperaturas agitaban las extremidades de los adolescentes que, a pesar de sentarse apretados en los bancos del vestuario, no conseguían entrar en calor, lo cual aumentaba la necesidad de orinar. Así que, cuando se decidieron a solicitar permiso para ir al baño y alguna prenda de más abrigo, se desencadenaron un par de episodios que trastocaron sus planes. Uno de los chicos, propenso a sufrir continuas diarreas, se ensució en los pantalones, hecho que sacó de quicio al raptor hasta el extremo de abofetearle y herirle con insultos que invadieron el sagrado espacio de su dignidad. Los demás, paralizados al principio y empatizando después, expresaron que nadie estaba libre de sufrir un accidente así. Sin embargo, pendientes de esto no se dieron cuenta de que el nieto del reverendo Marshall que preside una Iglesia Baptistas de Foley, un crío tímido, solitario e introvertido, estudiante de octavo grado, que sufría frecuentes hipoglucemias teniendo que ingerir inmediatamente algún alimento rico en azúcar, se había desplomado en el suelo presentando el típico cuadro de sudoración, temblores, debilidad muscular… A pesar de que Thomas en más de una ocasión fue testigo de sus crisis, se azaró no sabiendo muy bien qué hacer hasta que oyó por detrás suyo que tenía que comer. ‘Tranquilo, amigo –le dijo–. Deja que busque en mi mochila, llevo manzanas’. ‘No hagas ningún movimiento y suelta la bolsa’. ‘Bueno, pero deja que abra la cremallera. ¡Ves! Es un bote de Coca-Cola y una fruta, es diabético –le señaló con el dedo–, se lo voy a dar’. ‘Ándate con ojo porque como se muera o hagas cualquier movimiento en falso te vuelo la tapa de los sesos’. Al fondo, con el espanto de la impotencia desgarrada, otra alumna acaparando la atención formó un gran revuelo a su alrededor. ‘Por el amor de Dios, que venga un médico –puso los ojos en blanco, cogió entre las manos el crucifijo que colgaba de su cuello y dirigiéndose al tipo que les cortaba la libertad, dijo–: Eres un monstruo, y te odio. Un malnacido, y te odio. Un criminal, y te odio’. ‘¡Cállate, negra asquerosa! –el aludido arremetió contra ella–. ¡De rodillas! ¡Vamos!’. Cogió una correa, se situó por detrás y, antes de empezar a golpearla, alguien disparó varias veces…
          A unas millas de allí, en el pueblo de Elberta, el silencio era sepulcral. Beth Wyner saltó de la cama. Su reloj biológico indicaba que de un momento a otro el primer resplandor del alba aparecería por el horizonte retirando del bosque el misterioso manto de la noche. Encima de la repisa del lavabo, junto a las cremas hidratantes y otros productos para el cuidado del cabello, tenía el bote de pastillas que tanto la aplanaban. Lo miró, sacó la dosis correspondiente, la tiró por el váter y vació la cisterna, comenzando así el ritual de aquella nefasta fecha que marcaría su existencia para siempre. Vestida de negro, sin más color que el verde grisáceo de sus ojos, arregló las camelias que nunca faltaban en el jarrón de la cocina, colocó los platos del fregadero minimizando el ruido y fue de puntillas a la habitación de su madre para comprobar que aún dormía profundamente. Así que, palpó dentro del cajón y cogió la linterna que necesitaba hasta llegar al cruce del sendero. El autobús rumbo a Luisiana atravesó la carretera a gran velocidad, esa era la señal de que debía apresurarse si quería estar en el cementerio cuando abrieran, algo que acostumbraba a hacer desde que enterró a su niña años atrás. Aquel fatídico día, inicio de su calvario, cayó una de esas tormentas tropicales con vientos huracanados capaces de cambiar hasta el rumbo del río Mississippi. Meses atrás, su hermana Helen y ella que llevaban mucho tiempo sin compartir un rato de ocio, viajaron a la ciudad de Montgomery aprovechando que habían llegado los materiales que precisaba para su trabajo. Era restauradora de muebles, muy buena en su oficio y, aunque nunca le faltaba trabajo, esa vez tenía que esmerarse si cabe mucho más ya que el encargo llegó directamente de la mujer del fiscal del distrito, quien aseguró tener un escritorio de estilo colonial bastante deteriorado. Se conocieron a través de una amiga común que daba muy buenas referencias de ella, por tanto, le confió su preciada herencia. Aceptó el encargo porque esa clase de oportunidades te abren a un mercado más allá del condado de Baldwin donde estaban sus clientes. ‘¿Y dices que es una mujer de postín?’. ‘Bueno, no exactamente. Lo que digo es que se codea con gente importante y eso es muy positivo para mí porque además de cubrir los gastos que hacemos en casa de mamá, ya sabes que mi exesposo vuelve a estar sin empleo y tengo que ayudarle’. ‘No sé cómo aguantas, de verdad. ¿No te das cuenta de que vive a tu costa?’. ‘Oye, no empieces fastidiando, tengamos la fiesta en paz’. ‘Perdona, es que me crispa los nervios. ¿Necesitas dinero?’. ‘No, sólo tu complicidad’. Almorzaron en su restaurante favorito una hamburguesa de doble piso, miraron escaparates, eligieron regalos para la familia y se pasearon por las calles luciendo un extravagante sombrero de moda. Lo pasaron bien, pero de vuelta a Elberta, una horrible pesadilla arruinó cada segundo de felicidad. Su madre, encendiendo un pitillo con otro, esperaba en el porche. ‘Mami, ¿qué pasó? –dijeron ambas–. ¿Te encuentras bien?’. ‘Ha venido la policía y me ha hecho unas preguntas muy raras. Querían hablar con Beth –articuló con trabajo–, han dejado este número, tienes que llamar cuanto antes sin falta’. ‘Bueno, a ver, cuéntanoslo desde el principio’. ‘Ya os lo he dicho. ¡Ay!, tiene que ser muy gordo para que vengan a buscarte. Igual con esos líquidos raros que echas a la madera se ha envenado alguien. ¡Qué dirán los vecinos!’. ‘Joder, mamá, menudos ánimos’. ‘Trae –Helen Wyner le arrebató el papel de las manos a su madre–, yo marco’. ‘Han insistido en que lo haga ella’. Helen, antes de ponerse el teléfono en la oreja, preguntó: ‘¿Todavía no ha traído a la niña…?’. Pero, desde entonces, han pasado ya muchas lunas.

domingo, 26 de septiembre de 2021

Helen Wyner

 2.
 
Transcurridas varias horas y pese a que el cordón policial impedía acercarse al centro educativo, se apiñaban en los alrededores los medios de comunicación a la caza de la imagen impactante o de la declaración más sensacionalista. Al igual que cada vez eran más los curiosos que no querían perderse en directo el desenlace del secuestro de los adolescentes, cuya negociación por parte de los agentes al mando no parecía fructificar a tenor de que la situación seguía en stand by, lo que motivó que psicólogos de apoyo se desplazasen al lugar de los hechos para dar servicio a los padres que manifestaban ya el perfil de una crisis nerviosa. Las ambulancias que accedían por la puerta de entrada de mercancías aparcaron en fila. Mientras, del hospital llegaron malas noticias: el responsable de mantenimiento al que dispararon cuando ponía a salvo a un alumno que cruzaba por delante del pabellón deportivo, estaba en coma. La bala, alojada en una zona recóndita del cerebro, no tenía orificio de salida, por consiguiente, la posibilidad de ser extraída resultaba imposible. Así que, optaron por mantenerle con vida enganchado a una máquina hasta localizar a algún pariente que tomase una decisión.
          Creció pegado a las vías del ferrocarril en un bellísimo pueblo de Virginia Occidental que ni siquiera viene en el mapa. Alejados de la cabaña habitada por su padre la madre desapareció al poco de parir, vivía un matrimonio de color con nueve hijos que a la caída del sol, sentados en sillas desiguales y deslomados tras la dura jornada cosechando los campos, entonaban Swing Low, Sweet Chariot, a la vez que elevaban sus plegarias por las almas de todos los hermanos asesinados a consecuencia del odio racista. Él se consideraba un chico travieso que al menor descuido escapaba a través del bosque para esconderse entre los matorrales atraído por los bailes peculiares que aquellos interpretaban al rezar. Una noche, tratando de regresar a casa bajo una lluvia infernal y alarmado por los zorros rojos que frecuentaban la zona, los afroamericanos le dieron refugio hasta que amaneció. La experiencia fue tan impresionante que a partir de entonces repitió en varias ocasiones más. ‘¿Te apetece un trozo de budín de pan, muchacho? –le ofrecían a menudo. Posteriormente guardaba los mendrugos duros y lo elaboraba tal y como le enseñaron con complementos tan básicos como azúcar, manteca, leche…–. Acércate a la mesa y antes del pastel toma un poco de este guiso que mi esposa Minny ha hecho con carne de mapache’. ‘Gracias, señor’. ‘Si te descubren aquí tendrás problemas. Lo sabes, ¿verdad?’. ‘No se preocupe, sabré arreglármelas dijo relamiéndose los labios. Todo está riquísimo’. Coincidiendo con el atentado que se produjo en Carolina del Sur, en la Iglesia Episcopal Metodista Africana Enmanuel, de Charleston, donde murieron nueve personas y varias resultaron heridas a manos de un blanco segregacionista, volvió para visitarlos. La masacre tuvo lugar a quince minutos del Mercado de Esclavos donde en el siglo XIX se vendían negros. Era junio de 2015 e imaginó que encontraría a dos ancianos en la recta final de sus vidas, pero no quedaba rastro de ellos ni de su hogar, sino un montón de escombros sobre los que se sentó regresando con la imaginación hasta el grato escenario de su infancia y al gran esplendor que supuso construir la base de la niñez en campo abierto. De aquellos vecinos aprendió que la libertad de soñar no tiene rejas, sino un horizonte infinito que apuntala los cimientos fundamentales de todo ser humano: su integridad como persona. Convertido en un joven muy apuesto, recorrió el país en una autocaravana vendiendo Biblias y reproduciendo la esencia de los sermones del pastor tantas veces escuchados. De discurso fácil y madera de líder predicaba por los caminos a cambio de unos dólares para combustible y comida que las buenas gentes daban gustosas viendo en los ojos de aquel caballero la luz del mismísimo Jesucristo. Pero esa forma de vida errante empezó a cansarle y decidió que había llegado el momento de echar el ancla en tierra firme.
          Faltaba una semana para el último lunes de mayo, celebración del Memorial Day, festividad federal donde se conmemora a los soldados estadounidenses muertos en combate, aunque se ha hecho extensivo y los ciudadanos visitan las tumbas de sus parientes pasando el día en familia. Isaías Sullivan llegó a Foley con la clara intención de quedarse. Le pareció un sitio idóneo y bastante tranquilo donde empezar una nueva etapa. Además, tenía muchísima curiosidad por comprobar si la Reserva Natural Graham Creek, con sus 500 acres de bosques mixtos donde abundan muchas especies raras y plantas silvestres, era tan espectacular como había oído contar. Buscó un lugar alejado donde acampar y al pasar por delante de la escuela vio a un hombre mayor peleándose con la verja que reparaba. ‘¡Eh, amigo! –gritó, bajando la ventanilla–. ¿Le echo una mano?’. ‘Es tarde y ya no queda nadie dentro –contestó el otro haciendo pantalla con las manos para enfocar la vista–. Vuelva mañana, yo no le puedo atender’. Bajó del auto, cogió las herramientas, se presentó y juntos enderezaron la puerta trasera que también se había caído. Resueltas las averías, echaron el resto de la tarde conversando en un banco de piedra y bebiendo cerveza. ‘Formamos un gran equipo, ¿verdad, abuelo?’. A partir de ese momento cuidó del anciano hasta el día de su muerte y se incorporó a la plantilla de la que pronto sería el jefe.
          En la sala de juntas las agujas del reloj no avanzaban y la espera se hacía tan sofocante que la saliva, difícil de tragar, anegaba los paladares de quienes aguardaban desazonados. ‘Tendría que preparar bocadillos y botellas de agua para los niños –dijo, Zinerva Falzone, cocinera, aunque nadie la hizo caso–, estarán exhaustos cuando acabe la pesadilla’. A últimos de julio de 1943, en plena invasión aliada de Sicilia, coronada como la operación militar más grande de la Segunda Guerra Mundial, su familia apostó por perseguir el sueño americano dejando atrás la isla devastada por la hambruna y la destrucción para emigrar a Estados Unidos donde otros compatriotas también probaron fortuna. Al principio fue muy duro hacerse al clima y a un idioma absolutamente desconocido. Pero salieron adelante gracias al puesto callejero que la abuela puso en marcha despachando Panelle, típica masa de la cocina italiana, hecha con harina de garbanzos que una vez trabajada se deja enfriar, se corta a rectángulos y se fríe con abundante aceite. Veinte años después, en Birmingham, al calor de los fogones, nació ella y creció con lo mejor de cada cultura. Continuaron turnándose en el negocio hasta que comprendieron que aquel plato oriundo de la zona de Palermo perdía toda su originalidad al elaborarlo con mantequilla. Así pues, como la ciudad les quedaba grande buscaron un lugar recogido donde establecerse. Silverhill, en el condado de Baldwin, les brindó la oportunidad. Enseguida se acostumbraron a la vida sureña, no se sentían forasteros si no parte del mundo que habrían de descubrir paso a paso. Aunque a Zinerva, la piccola mimada por todos, le gustaba muchísimo ir al colegio y merodear por los alrededores de la Biblioteca Municipal, pronto empezó a interesarse por la cocina e innovar nuevos platos, además de seguir perpetuando las viejas recetas pasadas de una generación a otra. Sin embargo, la travesía de su vida nunca fue fácil…
          ¿Se sabe la identidad del secuestrador –pregunta el responsable de limpieza– y lo que pretende?’. ‘Un universitario con problemas mentales. Estudió aquí pero no ha trascendido más’. Paul Cox, el consejero escolar, permanecía con el rostro pegado al cristal de la ventana del ala norte. ‘Mirad –dijo–, hay francotiradores apostados en los tejados. ¿Los veis? Esto se pone feo. No me gusta nada’. ‘Ya, pero habrá que reducir a ese loco como sea, ¿no crees?–apuntó el profesor de matemáticas–. Ojalá que no duden y tiren a matar’. Aquellas gélidas palabras le apuñalaron el corazón ya que era contrario a cualquier tipo de violencia y por supuesto a la tenencia de armas. ‘Bueno, no seré yo quien exculpe al delincuente, ni justifique la acción desagradable y macabra que está llevando a cabo –expresó–, pero quizá antes de hacer ese tipo de afirmaciones habría que saber los motivos que empujan a una persona a cometer un acto así’. Se le vino a la memoria su esposa, de viaje por Europa, invitada por los nietos tras superar el shock traumático a consecuencia del atropello sufrido cuando iba de compras y cuyo conductor se dio a la fuga. Por suerte, en cuanto a lo físico, no hubo que lamentar males mayores excepto diversas magulladuras. Pero, psicológicamente, la huella dejada persistió durante quince largos meses en los que sintió pánico a salir sola, cruzar una calle, entrar en un comercio y mezclarse con gente, puesto que, la más mínima sospecha de peligro la hacía retroceder y esconderse junto a la cama en posición fetal. Todos contribuyeron en su recuperación, aunque jamás volvió a ser la misma…
          Coretta Sanders, querida y muy respetada por alumnos y alumnas, era profesora de Artes del Lenguaje, licenciatura sacada sorteando cientos de trabas. Nacida en Kentucky de donde emigró cuarenta años atrás y a punto de obtener el derecho al retiro completo, recordaba con cierta nostalgia la primera vez que se puso al frente de un aula luciendo el mejor de sus vestidos. Sentía un calor inexplicable en el cogote, le sudaban las palmas de las manos y los calambres crónicos reaparecieron en las pantorrillas. Tomó aire, alineó los libros a un lado de la mesa, se acercó al encerado y escribió su nombre con letra de trazo redondo mientras escuchaba comentarios entre risas procedentes de los pupitres del fondo, “¡Que tu boca de negra no hable con palabras de blanco! ¡Te colgaremos de un árbol, escoria! ¡Te comes nuestro pan y ocupas nuestra tierra, arderás como la mala hierba!”. Pero aquello quedó en mera anécdota. Poco a poco se los fue ganando y aumentando su prestigio con los famosos métodos que usaba de enseñanza donde la participación de ellos era fundamental, hasta tal punto que algunos seguían en contacto mucho después de abandonar la escuela. Volvió del baño y se quedó pensativa, los compañeros también lo estaban. Suspiró y rompió el silencio cortante del ambiente. ‘Los chicos están preparados para manejar cualquier problema que surja. He revisado las listas y son de octavo grado, la mayoría van a mi clase y sé cómo se comportan. Hablaré con la policía por si hay alguna posibilidad de comunicarnos. Entre ellos está Thomas Dawson, es muy espabilado, estoy segura de que si existe una mínima posibilidad de sacarlos de allí sin lamentar más bajas sé que él puede hacerlo. Es de muy buena familia, educado, perspicaz, tolerante y paciente. Sabe muy bien lo que quiere y lo más importante: cómo conseguirlo’. ‘Vamos, pues –decidió Paul Cox–. No perdamos un tiempo crucial’. ‘¿A dónde se supone que vais? –dijo Mitch Austin irrumpiendo en la sala–. No podemos abandonar estas dependencias, son órdenes de los de arriba’. Sin embargo, al conocer los planes y, aunque no le beneficiaba en absoluto ese tipo de publicidad, para la preparación de su candidatura a Gobernador de Alabama, por el Partido Republicano, quiso acompañarlos, pero antes: ‘¿Tenéis algo para el ardor de estómago? –preguntó–. Me abrasa el esófago’. ‘En el botiquín hay antiácidos –contestó Zinerva Falzone, la cocinera–, a veces los consumo. Miraré’. ‘Déjelo, no vaya’. ‘¿Hay noticias?’. ‘Ninguna, pero mantengamos en pie la esperanza, en breve se resolverá, las autoridades están haciendo todo lo posible para que sea cuanto antes. Traeré chalecos antibalas, no podemos atravesar el jardín a cuerpo. Esperadme aquí’.
          Sonó un móvil, era el de Helen Wyner. ‘Hola, mamá. ¿Qué tal con el grupo de senderismo? ¿Has hecho amigos? –intentó que su tono de voz restara importancia al episodio que vivía–. ¿Por dónde habéis estado?’. ‘Déjate de preguntitas y cuéntame qué ocurre. Tu hermana, como de costumbre, no se explica’. ‘Bueno, no seas dura con ella’. ‘En las televisiones sacan imágenes de pabellones derrumbados por la explosión de artefactos’. ‘¡Qué va! Ya sabes que son unos exagerados’. ‘Y muertos, ¿cuántos hay?’. ‘Sólo un herido. No te preocupes, el sheriff Landon y el FBI lo tienen todo bajo control’. ‘¿Beth está tranquila?’. ‘Digamos que está en su mundo’. ‘Es mejor que la mantengas al margen’. ‘Como quieras, pero llámame con lo que sea’. ‘De acuerdo’. ‘Y si no es muy tarde ven a vernos, tengo una cerveza estupenda’. ‘Eres la mejor madre que tengo’. ‘Anda, lianta’. ‘Seductora’.