domingo, 19 de marzo de 2023

Detroit, una historia cualquiera

14.

Aunque disimulo buscando la parada del QLine, el tranvía de Detroit para regresar al vecindario donde me siento a salvo, no me resisto a pegar la nariz en el escaparate y parpadear varias veces hasta comprobar que el camarero, sorprendido también al verme, es Christopher y no un espejismo producto de los rayos del sol contra el cristal. Su aspecto relajado y saludable en nada se parece a aquel homeless que me salvó de un linchamiento en Clark Park, uno de los parques más antiguos de la ciudad, donde a punto estuvieron de acabar igualmente con él. Ya no es el tipo entristecido que se vino de Alaska dejándolo todo tras la persona que, después de tanta promesa y palabrería barata, resultó estar casado y sin intención alguna de romper la imagen pública de macho y hombre de ley, votante del Partido Republicano y arrepentido del desliz sin importancia que tuvieron. Apenas han pasado unos meses desde entonces y ahora le veo sin expresar desconfianza ni miedo a terminar asesinado en cualquier callejón oscuro y sin salida. Aunque ha ganado peso aún conserva la complexión atlética y mucho más brillo en su piel mestiza. Lleva la barba cuidada, el perfume suave, las uñas recortadas y se han borrado de un plumazo los rasgos de la difícil experiencia vivida. No obstante, como manifestó más adelante y en repetidas ocasiones, las heridas por dentro tardan en cicatrizar y puede que alguna nunca lo haga…
          –¿Ayden? –pregunta entreabriendo la puerta del restaurante y alzando los brazos al cielo–. Amigo, ¡eres tú!
          –Si. ¡Ah! Hola, no te había visto –contesto casi avergonzado haciéndome el despistado e interesante.
          –¿Qué tal? ¿Cómo te va?
          –Bien, gracias. A ti ya veo que de maravilla.
          –No me puedo quejar, he tenido mucha suerte. No sabía cómo localizarte, y la verdad es que un día por otro lo vas dejando y...
          –También me ocurre –digo en voz baja–. Estoy de paso, vengo por casualidad.
          –Pues no sabes cuánto me alegro. Oye, acabo el turno en media hora. ¿Por qué no entras, me esperas y picamos algo juntos? –le noto emocionado.
          –Imposible, tengo prisa –aseguro molesto.
          –No fastidies, tío. Hace un montón que no nos vemos, compartamos un poco de nuestro tiempo
          –Bueno, no sé, voy con prisa, he de hacer cosas, volveré en otro momento –compruebo que sigo siendo un profesional de la mentira.
          –¡Ya las harás, hombre! Anda, di que sí, y así te cuento lo bien que me ha tratado la suerte. No se hable más. Venga, pasa, no te quedes ahí –anuncia entusiasmado.
          –Vale, pero sólo un rato, no quiero que la noche se me eche encima.
          –De acuerdo. Enseguida estoy contigo, siéntate allí, esa ventana da a la parte de atrás, estaremos más tranquilos, casi nunca está ocupada. ¿Quieres beber algo en especial? –No me da opción de responder porque como un relámpago pone sobre la mesa un vaso con bebida de cola.
          Gira sobre los talones y me atrevo a decir que desaparece pletórico por reencontrarse conmigo. Las jarras de cerveza vacías y los envases de papel y cartón con restos de desperdicios los amontona en la bandeja que levanta por encima de la gente que aguarda su pedido para llevar o simplemente comen acodados en la barra. Al fondo, en la parte más vistosa del establecimiento, hay colgada una fotografía en grande del puente de Brooklyn y debajo el piano de pared que ya nadie toca desde la muerte por covid del pianista. Algunos habituales y clientes que van de paso hacia otro condado, a veces se quedan hasta el amanecer viendo conciertos de Simon & Garfunkel, en DVD, que el dueño del local, fan incondicional de esos dos extraordinarios artistas, pone para deleite propio. Poco a poco, el cielo se va cubriendo de nubes, miro hacia el otro lado y localizo un poco más allá Canfield Street, la estación de tranvía, pero ya no tengo escapatoria, las burbujas del refresco hormiguean por la superficie de la lengua estallando en el paladar. Sentados más allá una pareja de ancianos comparten medio bocadillo guardándose la otra mitad. Christopher se les acerca y, poniéndose de espaldas al dueño, atareado con los pedidos, le deja a él un par de cigarrillos y a ella un dulce.
          –Es lamentable cómo la vida te trata a veces –refiriéndose a los abuelos que siguen mirándole agradecidos.
          –El mundo está lleno de penurias –eso lo digo por mí.
          –Espero que te guste lo que he elegido –dice mientras saca un cucurucho con papas fritas, sándwiches de pollo crujiente picante y otro de salchichas con huevo y beicon, acompañado todo de café americano, en vaso largo–. El sitio no es elegante, sin embargo, se come bien y al menos está limpio.
          –Bueno, estoy acostumbrado a espacios peores –y, aunque eso es verdad, me gusta comer con servilleta, cubierto y mantel. ¡Qué coño, como Dios manda!–. En cualquier caso, apenas tengo apetito, el almuerzo ha sido suculento.
          –Te lo puedes llevar, no hay problema, a lo mejor después tienes hambre. –intuye que no pruebo bocado desde el día anterior, pero su prudencia es exquisita–. ¿Cómo te va? ¿Has vuelto a encontrarte con aquellos tipos que por poco nos parten la mandíbula?
          –¡Que va! Además, he estado en Texas y, como quien dice, acabo de aterrizar –omito el motivo del viaje.
          –Entonces, tendrás muchas cosas que contar, ¿eh? –No aguanto la confianza que se toma, no me fío de la gente así–.Yo, ya ves, he dado un cambio radical a mi vida: de dirigir expediciones que pasan por el pequeño pueblo pesquero de Valdez.
          –Recuerdo la ubicación –le corto–: en un fiordo que llega tierra adentro en Prince William Sound.
          –¡Vaya memoria! Pues de ahí he terminado limpiando retretes, sirviendo mesas, preparando aros de cebolla en abundancia y pringándome las manos con salsa barbacoa –reímos desinhibidos.
          –¿Y los planes de reunir el dinero del pasaje y volver a Alaska?
          –De momento me quedo, he conocido a un hombre maravilloso y estamos empezando la relación. Vamos despacio, sin precipitarnos –la expresión de mi cara debe ser un mapa–. No, no es mi jefe por si acaso lo piensas. Me siento muy querido, pero sobre todo muy valorado. De repente tengo opinión y comparto un proyecto enmarcado en el presente que, mientras dure, será reconfortante y hermoso.
          –Me alegro por ti. Las personas esperamos desde la complicidad ser tratadas dignamente, ojalá eso fuese generalizado –sin pretenderlo o si acabo de precipitarme por el terraplén de la queja.
          Se queda callado unos instantes, asimila mis palabras y las traga envueltas en saliva, para que pasen mejor. Después, recomponiendo los órganos vitales en su interior, comienza a hablar sin interrupción. Primero de cómo consiguió el empleo por casualidad y, a continuación, dónde conoció a su novio. Sin embargo, cuando recuerda a los suyos, tan lejos, un visillo de tristeza enturbia el azul intenso de sus pupilas. Un sábado por la tarde –sigue narrando– se fue a la última sesión del Cinema Detroit donde ponían I Am Not Your Negro, del novelista, dramaturgo, poeta y activista por los derechos civiles estadounidense, James Arthur Baldwin. El documental, además de hablar de su relación amistosa con Malcolm X, Martin Luther King y Medgar Evers, entre otros, da visibilidad al movimiento afroamericano. Adentrarse en las presiones sociales y raciales abordada en el ensayo escrito por él en 1976, son el mimbre perfecto para tejer las imágenes y el mensaje inicial de “No Soy Tu Negro”. En el programa que entregaban a la entrada, a parte de la sinopsis, y de los títulos de crédito, añadieron un pequeño resumen de su biografía destacando las dificultades que tuvo en la época, declarándose homosexual, para mantener abiertamente historias con personas de su mismo sexo, así que viajó por Europa y se instaló en Francia donde vivió con su amante hasta que murió. Jamás regresó a los Estados Unidos salvo por trabajo o placer, evitando así el acoso y la discriminación de una sociedad supremacista.
          –Cuando terminó la proyección salí a la calle compungido, las lágrimas resbalaban por mis mejillas y los latidos del corazón iban acelerados. Entonces, alguien se me acercó y, con mucha sensibilidad quiso saber si me había gustado.
          –¿Y qué respondiste?
          –Pues que sí, claro. En mitad de la conversación los pies nos condujeron hasta el final de W Willis St, esquina casi con Cass Ave donde vivía. Me invitó a su apartamento, ambos somos cinéfilos y, casualmente, también coincidimos en gustos muy parecidos. Estuvimos sin dormir toda la noche, terminamos una botella entera de whisky pero no nos emborrachamos y fue la claridad de la mañana siguiente la que despertó el cansancio y la boca pastosa. Después han ido surgiendo las cosas desde el respeto. Y aquí estoy, enamorado hasta los huesos.
          –Eres un romántico empedernido –digo sonriente y poniéndome en pie.
          –¿Volverás? –pregunta sincero y me da una bolsa con más comida que no rechazo.
          –¡A lo mejor! El destino es impredecible, hoy estamos aquí y mañana quien sabe –nos despedimos con un abrazo.
          –Tengo moto, si te atreves, puedo llevarte.
          –Gracias, pero los viejos preferimos tomar el aire y pisar suelo firme.
          Voy por la acera con cuidado de no caerme mientras crece en mí la envidia y también la admiración hacia él por el valor de empezar desde cero, y hacerlo sin reproches, sin victimismo, dándole a las cosas la justa importancia, arriesgándose a ser rechazado, malherido, desplumado de las pocas pertenencias que tenía en aquel momento, sin embargo, apostó por la vida, por el amor, por la convivencia, por cubrir los huecos y rellenar los del otro, en definitiva: por respirar. Mirándole, sé que mi fracaso como persona radica en haber recibido una herencia envenenada y no haber peleado jamás por cambiar el rumbo y el destino. Christopher ha podido hacerlo gracias a un matiz fundamental: se quiere y cree en sí mismo, en el tesón para vencer la lucha interna que a veces conlleva no seguir adelante, en la posibilidad de levantar un espacio propio estableciendo la sede en el cariño y en la oportunidad de estar sano, lo cual hace todo más fácil. Pero también hay que saber ser agradecido y él goza de esa cualidad, en cambio yo no. Hasta llegar a casa cruzo el Distrito Financiero, de extremo a extremo, y ya no me impactan ni sus gentes, ni los altos edificios, ni los hoteles con portero en la puerta, cuan centinela quitándose la gorra a la entrada y salida de clientes, ni los restaurantes con aparcacoches, ni el lujo ficticio brotando desde las alcantarillas, ahora tan solo me preocupa tener comida para el día siguiente, calmar el dolor de huesos con antiinflamatorios y que me sobren unos dólares del retiro después de pagarle la mensualidad al casero. Hiervo leche y la enriquezco con una cucharada sopera de cacao, doy un sorbo y la garganta responde agradecida, con la mano izquierda palpo dentro del cajón y saco un habanos que atesoro, enciende la radio, la noticia de un nuevo tiroteo en Los Ángeles, cerca de Beverly Hills, abre todos los informativos, lo escucho con mucha atención y el espejo del baño me devuelve a la realidad: el agua caliente de la ducha sigue sin salir. Afuera maúllan los gatos reclamando algo de sustento y echan a correr con el rabo entre las patas cuando un felino, más grande que ellos, va a la caza. Entonces, paseo la vista por el cuchitril donde habito y reconozco la suerte de tener un techo y un refugio de paz.
          Tras dos meses peleando la vida para vencer a la muerte, poco a poco Megan Aniston va recuperándose, gracias también a la perseverancia de la doctora Violeta Reyes que desde un principio apostó por sacarla adelante desoyendo la contraria opinión de los colegas. Las secuelas del Sars-Cov-2 y la larga estancia en la UCI han barrido la masa muscular de un plumazo, dejando muy dañado el órgano cuya función es facilitarnos la estabilidad estructural, por eso, entre otras tareas de rehabilitación física y psicológica, habrá de aprender a andar, hablar, masticar, tragar, controlar los esfínteres, la vejiga, expandir la capacidad pulmonar y realizar ejercicios de memoria, rescatando así del olvido los recuerdos perdidos dentro de un bucle casi sin salida. El yerno acude a diario a la hora de visita para hablar con los médicos, ya que la hija, delicadísima de salud, sólo va si hay cambios o debe tomar alguna decisión. Una mañana, al parecer tranquila, más bien monótona, quizá insustancial, suena el teléfono cuando acababan de irse los niños a la escuela y el marido a recoger la bolsa de alimentos semanal a la iglesia del reverendo Bob W. Perkins. Nerviosa, conteniendo la esperanza, vislumbrando por fin la luz al final del túnel, busca los zapatos planos, se abotona el abrigo, escribe una nota sujetándola en la nevera con el único imán libre y, desorientada, como si fuese nueva en la ciudad, dudando hacia dónde ha de ir, llega a la estación de metro Michigan Avenue, donde, con el estómago algo revuelto, se sube al penúltimo de los vagones. Una vez fuera, el frío intenso de la zona norte golpea contra ella tambaleándose.
          –Espere ahí –dice la estudiante en prácticas colombiana–, enseguida vienen.
          –¿Ha empeorado mi madre? Dígame, por favor.
          –No se alarme. No tardarán. –Los minutos se le hacen horas y las horas siglos, hasta que, alguien de pasos cortos, rápidos, diría acelerados, se dirige a ella muy sonriente.
          –Venga conmigo –indica el enfermero oriental, aumentando así, todavía más, la angustia y la incertidumbre.
          Violeta Reyes, directora de la Unidad de Cuidados Intensivos, en el Detroit Medical Center, espera dentro del despacho. El reflejo de la pantalla del ordenador sobre su tarjeta identificadora resalta la fotografía en la que aparece con unos años menos.
          –Relájese y no se alarme –la tranquiliza–. ¿Ha venido sola? ¿Y su esposo?
          –Quizá más tarde, está ocupado. Pero dígame: ¿está peor? ¿Todavía tiene covid?
          –No, todo lo contrario. Ha superado lo peor de la crisis, si evoluciona tal y como imagino, en breve la subiremos a planta –la hija se echa a llorar.
          –¿Está recuperada del todo? –formula la pregunta con el corazón en un puño.
          –El proceso va a ser muy lento, depende de cómo responda al tratamiento. No obstante, aunque todavía es pronto para aventurarse, he querido informarla cuanto antes.
          –Y yo se lo agradezco, doctora. ¿Permanecerá mucho ingresada?
          –Eso no lo sé. Además, mis compañeros internistas habrán de valorar, junto al equipo médico del aparato digestivo, aquello que les comenté sobre los pólipos sangrantes. También han bajado de cardiología a examinarla, porque el problema de las válvulas es de vital importancia, pero todavía está muy débil. Más adelante, verán. Nosotros, por nuestra parte, con el inicio de la dieta oral, empezamos a ponerla en el meta de salida, pero sólo somos un tránsito, ellos son, realmente, quienes completan el trabajo de recuperación, acompañando al paciente hasta la meta de llegada. Es una mujer muy fuerte y admirable, todo un ejemplo a seguir, puede estar bien orgullosa de la madre que tiene.
          –Lo estoy. No sé qué decir, le estoy tan agradecida, si no llega a ser por usted ahora mismo quizá estaría muerta.
          –Bueno, pero no ha sido así.
          Megan Aniston está adormilada con la cabeza vuelta hacia el lado izquierdo y, a parte de la sábana, tiene también una manta por encima. Continúa con oxígeno y vías que han dejado huellas moradas en las muñecas. Aparentemente, los números y las curvas en los monitores se manifiestan sin alteraciones, todo parece indicar normalidad. Violeta Reyes, enfundada en un EPI, se sitúa a su lado y la toma el pulso. La paciente abre los ojos despacio, mira a la doctora, la regala un gesto cariñoso y, al ver a su hija al otro lado del cristal, toda la química metida en el cuerpo empieza a hacer un efecto positivo…

domingo, 5 de marzo de 2023

Detroit, una historia cualquiera

13.
En el condado de Starr, en Texas, el rancho donde mi hermana Dakota pasó los últimos y más felices años de su vida, o eso creo, se ha convertido en un lugar inhóspito con esqueletos de vacas devoradas por depredadores, vegetación creciendo por doquier como pasto para el ganado salvaje y plantas rodadoras que recuerdan escenas del Lejano Oeste temiendo que en cualquier momento aparezcan por el desfiladero pistoleros a caballo y nos acribillen a balazos. Los 600,000 acres de tierra ahora están desiertos y los 350 pozos petrolíferos de su propiedad abandonados. Lo primero que visualizamos el hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company, y yo, es la valla derribada, el tejado del establo hundido, las simientes echadas a perder, el agua del bebedero llena de insectos y oliendo a podrido, las puertas sin cierre, los vestidos de fiesta rasgados y esparcida por el porche ropa de lencería, bisutería extravagante de imitación y cerámica ya irreparable. El susto nos lo damos con los ruidos extraños que salen del interior. Entonces, dejamos las urnas con las cenizas de mis dos hermanos sobre un mueble, agarramos un palo y echándole valor vamos a la caza del intruso. Golpeo sobre las cajas arrinconadas junto a la chimenea una vez, y dos, y a la tercera, acojonado, asoma el hocico lagrimeando un viejo perro arrastrándose con las patas traseras rotas.
          –No se acerque ni le toque, puede tener la rabia –digo.
          –Pero que va, si el pobre está sufriendo muchísimo, no sé cómo aguanta.
          –Bueno, por si acaso no tiente a la suerte.
          –Fíjese cómo está, hemos de sacrificarlo, es inhumano dejarlo así.
          –¿Está sugiriendo qué…?
          –¡Hombre, si le parece le ponemos dos prótesis de madera y lo soltamos monte a través!
          –Vale, entendido. Buscaré por ahí a ver si encuentro un arma. –Al poco regreso con una escopeta cargada y le pido que se aparte. Le enterramos en la parte trasera y pusimos piedras encima para que el olfato de otro sabueso no le traiga hasta aquí y escarbe.
          Situado a las afueras del pueblo, en lo alto de una ladera, el cementerio está ubicado en un espacio recogido, sin maleza y con vistas al horizonte que los lugareños se han acostumbrado a mirar respetuosamente. Un pequeño riachuelo cuyo nacimiento nadie conoce, lo cruza de lado a lado dando solemnidad a las lápidas que, a pie de suelo, lucen la bandera de las barras y las estrellas. El hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company, apaga el motor del carro y a mí se me remueve el cuerpo. No nos resulta difícil localizar al grupo de lugareños aguardando contrariados nuestra molesta e inoportuna llegada. Siento la frialdad de las miradas lanzadas de arriba abajo hacia mí y las muecas de desprecio irrespetuoso a las dos urnas que portamos. Sin embargo, gracias a la intervención del reverendo mediando a nuestro favor, han accedido a que las cenizas de mi hermano Colorado Sprint descansen también ahí. El breve sermón colofón de la ceremonia apuntalada con citas bíblicas sirve de preámbulo al fuerte desencuentro que, fundamentado en temas materiales, se desencadena a continuación y sin ninguna empatía por el doloroso momento que vivo.
          –¿La siguiente jugada cuál es, arrebatarnos lo que nos pertenece? –dice un hombre de cabellos blancos vestido de granjero y complexión fuerte.
          –Nuestros antepasados trabajaron duro para que ahora venga un don nadie y se haga con todo –señala otra de las mujeres.
          –A esa –señalando la tumba– la hemos aguantado porque era la esposa de nuestro hermano, que si no… Ahí iba a estar. Vamos, la ponía criando malvas en el pico más alto de la montaña.
          –Pues claro –salta otro–. Pero si era una fresca y la madre…
          –Son ustedes unos desconsiderados, ¿acaso no ven cómo sufre? ¡Coño, que es su familia! –interviene mi acompañante.
          –Vale, pero el caballero no tiene derecho a nada.
          –Ni pretendo, tampoco vengo de rapiña. Sólo creo cumplir la voluntad de Dakota.
          El representante de la Iglesia Baptista quiso apaciguar las aguas y concluye el acto invitándonos a la reconciliación pero ninguno damos el brazo a torcer y, como es de suponer, ni siquiera me dejan recoger aquellos objetos que pertenecieron a los míos. Montados en tres camionetas que al acelerar levantan el polvo del camino, se pierden a lo lejos con los rifles visibles, el rictus amargado, rechazando al forastero obligado a abandonar el territorio y un imán con el escudo confederado pegado en la guantera. Me pregunto cuántos desplantes de ese tipo o peores habrá soportado mi hermana con tal de no quedarse fuera de lo más selecto de la sociedad texana. De repente nos hemos quedado solos y, a excepción de un viento muy fino que cala los huesos, todo atisbo de vida ha desaparecido de nuestro alrededor. Rumbo al aeropuerto permanezco callado, más bien ausente, yo diría que vencido, interiorizando cada etapa realizada desde la partida en Detroit. Calculando si ha merecido la pena el esfuerzo, el desembolso económico ocasionado al hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company, las horas de sueño perdidas, tragarme el orgullo y rebajarme delante de una panda de impresentables y expertos en humillación. La duda de haber hecho lo correcto, el pesar de situarme siempre en el sitio y en el lugar equivocado y juro por Dios que no tengo respuesta.
          –¿Y ahora qué hará, Ayden? –a pesar de cómo se ha portado conmigo, no contesto y eso me apena.
          En el avión me hago el dormido, noto que la desidia muta en cada rincón de mi organismo provocando un desplome de energía y quizá no esté preparado para hacerle frente. El vuelo, con escala en Dallas y pequeños pormenores, no está siendo tan pesado como el de ida, sin embargo, ahora mismo soy incapaz de centrarme en las recomendaciones que da el Tripulante de Cabina de Pasajeros anunciando que vamos a atravesar una zona de turbulencias, así como discernir entre la realidad y el espejismo, el dolor y la felicidad, la luz y la sombra, la vida y la muerte, el revés y el anverso me resulta complicado cuando todo parece ir en mi contra. Recogemos las maletas de la cinta transportadora y nos mezclamos en el vestíbulo con gente a punto de embarcar.
          –Gracias –digo mientras le estrecho la mano y me voy de la terminal.
          Un homeless sale y entra tranquilamente anunciando la pronta llegada de Jesucristo sin que el guardia de la puerta haga nada por impedirle el paso. Le miro y casi tropiezo con su carrito donde guarda en bolsas de plástico unas pocas pertenencias. Entonces, sabiéndome superior, digo para mis adentros: “Vale, tío. Estamos jodidos, pero un dato fundamental nos diferencia: nunca acabaré como tú…”.
          Se acerca la fecha en que Violeta Reyes celebra con un grupo de gente de lo más variopinta, el aniversario de su incorporación a la plantilla del Detroit Medical Center convirtiéndose meses después en directora de la Unidad de Cuidados Intensivos. Cada año sorprende a los comensales con una amplia variedad de la gastronomía cubana rindiendo así tributo a la añorada patria. Recibe a los invitados en el jardín de la casa donde vive con el hijo mayor recién divorciado a consecuencia de problemas con la bebida y que ahora trata de superar asistiendo a las reuniones de Alcohólicos Anónimos en St Gabriel Group. Un total de veinte comensales antes de sentarse a la mesa disfrutan de un buen vaso de Guarapo traído expresamente desde Miami por una compatriota que fue de visita. Conversan distendidos a pesar de observar preocupación en la anfitriona pendiente del teléfono por si suena.
          –¿Qué ocurre, Violeta? –pregunta la enfermera jefe de su sección mientras ayuda a colocar algunas cosas en los platos.
          –Megan Aniston ha empeorado y la adjunta no quiere apostar más por ella.
          –¿Y tú opinión?
          –Estoy hecha un lío, pero debo quemar el último cartucho antes de desahuciarla, me tiene cogida por los ovarios y temo que actúe por su cuenta bajo el beneplácito del director general con quien, como sabemos, se acuesta.
          –¿Suspendamos el evento? Todos lo entenderán.
          –No, ni hablar, en cuanto terminemos salgo para el hospital, así me quedaré más tranquila. Sirvamos el arroz congrí con frijoles negros de la marca Goya –dice guiñando el ojo.
          –Mis favoritos.
          –¡A ver! ¡Venga, sentaos, ya venimos! –esboza una sonrisa, aunque el ceño fruncido continua marcando el grado de preocupación.
          –Delicioso, mamá –dice el muchacho con las ojeras cada vez más pronunciadas y oscurecidas.
          –¡Cuánta razón tiene tu hijo, doctora! –apunta la esposa del técnico de ambulancia.
          –¿Alguna noticia nueva de la isla? –pregunta el anestesista a punto de cogerse el retiro y cuya ciudad natal es La Habana.
          –Nada, las cosas siguen bien mal –responde Violeta–. ¡Es una pena!
          –Mis sobrinos –continúa el hombre–, se declaran “balseros profesionales”, en nueve ocasiones han tratado de alcanzar la costa de Florida, pero la mala suerte les retorna continuamente al punto de partida y vuelven a verse en el malecón concretando el nuevo intento.
          –Imagínate, la situación del pueblo cubano es desesperante, extrema y delicada –sigue ella–. Quienes tenemos todavía allí a los nuestros lo sabemos bien.
          –Pronto prenderá una gran revolución –murmura su paisana.
          –No lo creo, al menos de momento –opina el técnico de ambulancia.
          –Fundamentalmente sólo se piensa en emigrar –interviene de nuevo el anestesista–. Vender todas las propiedades y construir un futuro en otro lugar aunque los cimientos estén hechos de dolor y desgarro.
          –Las dificultades económicas se dispararon cuando en mitad de la covid –prosigue Violeta– se puso en marcha un reordenamiento económico que, si por un lado sirvió para subir los salarios, por otro hizo que se disparase la inflación de manera exponencial. Total, dicha solución no ha solucionado la vida a los ciudadanos, más bien ha aumentado la pobreza.
          –Mi cuñada vive en Santa Clara –interrumpe uno de los urgenciólogos asiduo al evento– y tienen carencia de alimentos básicos, de higiene y falta de medicamentos. Conocemos a una persona de aquí que no tiene trabajo y se dedica a llevar paquetes allá tanto para sus familiares como para quienes se lo encargamos.
          –Las llamadas “mulas”. A cambio de pagarles el pasaje, se ofrecen a llevar encargos.
          –Así es –participa la mujer del técnico de ambulancia–, nosotros también lo hacemos para nuestros padres, deseamos traerlos acá cuanto antes, pero cada vez las oficinas de pasaportes y legalización de documentos están desbordadas, la burocracia para la gente mayor es complicada y muchos abandonan antes de intentarlo si no tienen quien les ayude con el papeleo.
          –También se puede enviar dinero a tarjetas MLC –continua el urgenciólogo.
          –¿Cómo funciona? Perdonad mi ignorancia –pregunta alguien que, obviamente, no es de Cuba.
          –Las tarjetas MLC te permiten hacer transferencias directas a la persona concreta. Imagínate que yo estoy en La Habana y tú aquí, somos parientes y quieres ayudarme, te das de alta en una de las muchas páginas web que recogen este servicio y yo con mi tarjeta puedo usarla en toda la red comercial –explica el hijo de Violeta.
          –No olvidéis también lo complicado de mantener la vivienda en propiedad –dice otro.
          –Por no hablar de la libreta de abastecimiento, apenas alcanza para una semana y de la insalubridad corrompiendo las calles –el rostro de Violeta Reyes se entristece todavía más.
          –Tampoco hay materias primas por lo que han de importarlas de otros países y ahí se topan con el bloqueo –su hijo rompe su propio silencio.
          –Pensad en el desánimo, la desilusión y la apatía creciendo a raudales en cada rincón de nuestra bella patria –concluye el invitado de mayor edad.
          –Y, pese a la calidad de vida y prosperidad que se tenga fuera, la tierra de uno nunca se olvida –todos asienten refugiándose detrás de un velo tupido de melancolía.
          Media hora antes de que en el Detroit Medical Center terminase el turno de tarde y tomase el relevo en el de noche, Violeta Reyes se pone al corriente de los cambios reseñados en los informes de los pacientes. La estudiante colombiana en prácticas al borde de las lágrimas teme perder el control en cualquier momento. Mientras se saben vigiladas por la adjunta pendiente por si cometen algún fallo que le sirva de argumento para quejarse a los de arriba, Megan Aniston entra en parada.
          –¡Desfibrilador! –pide Violeta segura de lo que hace.
          –Doctora no lo va a aguantar.
          –¡Carga palas! ¡Gel! ¡Vamos, coño, rápido!
          –Ten cuidado –dice una voz muy suave por detrás.
          –Carga a 200. ¡Fuera! Inyéctala 1 miligramo de adrenalina cada 3-5 minutos –ordena Violeta.
          –Está muy débil –dice la enfermera.
          –Carga otra vez a 200 –insiste.
          –Confío en que sepas muy bien lo que haces –la adjunta escupe cada palabra con mucho retintín.
          –Pues claro que lo sé.
          –Es inútil, para ya –ruega otro del equipo
          –Sigue administran adrenalina.
          –No te empeñes –parece escuchar.
          –¡Vaya que sí! 2,5 miligramos. ¡Venga!
          –Es una locura.
          –¡Carga a 250! ¡Fuera! –la mitad del cuerpo de Megan salta y vuelve a caer sobre el colchón.
          –Sube a 300 –aconseja uno de los compañeros y además amigo.
          –¡Hacedlo!¡Otra vez! ¡Fuera!
          –Por lo que más quieras, para ya.
          –¡Vamos, otra vez! Adrenalina, vamos a ir bajando a intervalos de 3 minutos.
          –No sigas, no remonta, es inútil, reconoce que has fracasado –dice la adjunta empleando un tono exageradamente sarcástico.
          –Venga, a 300. ¡Fuera! –Las gotas de sudor empañan la frente que apenas se ve, sin embargo, a un paso de desistir y anunciar la hora de la muerte, lo vuelve a intentar y para sorpresa de los más incrédulos…
          –¡La tenemos! ¡Ahí está! Tiene pulso –anuncia la enfermera desbordando alegría.
          –Magnífico trabajo, compañeros –dice al equipo que la ha asistido y a la estudiante en prácticas colombiana cuyo objetivo es consolidarse como cirujana–: no te muevas de su lado y avísame si pasa cualquier cosa.
          –No se preocupe, no me moveré.
          Recuperado del viaje exprés a Texas que me ha tenido encamado dos días seguidos y superada la nostalgia que ha supuesto para mí dejar allí los últimos dos vínculos directos que me quedaban de los Carson, salgo de casa reconociendo la rutina que mantiene el vecindario y giro hacia Larned St empujado por la necesidad de perderme entre los altos edificios aparentando ser otra persona, un elemento más del mundo empresarial, el activo, el que siempre creí importante y no la clase baja tan aburrida, desnutrida y con anorexia en la base de los proyectos. Pasar por delante de Coleman A. Young Municipal Center, que además de acoger las oficinas gubernamentales también ubica un palacio de justicia, invade en mi memoria las veces que, en otra época más atractiva, me llevaron a resolver asuntos en su interior. Camino despacio, empapándome de cada estructura, de cada rayo de sol, de cada estampa que me regala esos metidos donde la comunidad afroamericana transita a salvo del supremacismo blanco. Un grupo de turistas entrando en Guardian Building, el histórico rascacielos estilo art déco, con exclusivas tiendas de regalos, se me quedan mirando quizá porque piensan que tipos como yo afeamos la ciudad. Atravieso de puntillas el Distrito Financiero sin más. Todavía no sé cómo ni por qué he terminado en el QLine, el tranvía de Detroit del que me bajo en Woodward Ave donde empiezan a rugirme las tripas. Siempre he presumido de tener un olfato conectado al paladar, un don especial para diferenciar el olor a pepinillos del de los aros de cebolla que, ambos condimentados, podrían parecer lo mismo, pero no. Un poco más allá pego la frente en el cristal del restaurante de comida rápida más luminoso en tres millas a la redonda. Entonces, allí, ataviado con el uniforme y portando una bandeja llena de comandas, Christopher se mueve por el salón como pez en el agua…