lunes, 22 de febrero de 2016

Nada es igual cuando te toca

Seré sincero contigo, ya que así lo deseas: contando con que la cirugía que realicemos funcione, que los ciclos de quimioterapia y radioterapia también lo hagan, que tus hábitos de vida cambien a mejor, que la suerte nos mire un poco de frente y que la metástasis a distancia no aparezca pronto, podríamos ganar algunos meses de normalidad. Pero, como sabes muy bien, este tipo de cáncer, poco común, tiene un desarrollo bastante virulento y, a partir del diagnóstico, la expectativa de vida no va más allá de los dos años. Como te comenté en su momento, existe también la posibilidad de un trasplante… Se te realizarían las pruebas de compatibilidad imprescindibles e iniciado el protocolo entrarías en lista de espera… Todo esto contando con que no se infiltre rápidamente el epicardio y provoque un derrame pericárdico, desencadenando el taponamiento cardiaco. El tiempo no cuenta a nuestro favor, tienes que tomar ya una decisión, Borja’ −dije. Se quedó pensativo unos segundos, e inmediatamente, con ese tonillo irónico que tanto me sacaba de mis casillas, preguntó−: ‘¿Quieres decir, doctor, que, antes de acabar conmigo, el cáncer de las pelotas me dejará hecho unos zorros, con los sueños a medio camino y la dignidad a prisión incondicional y sin fianza? −La respuesta era obvia, había sido muy claro con él−. Te propongo algo −continuó−. Hagamos un viaje, los dos solos. Tómate unos días libres y vayámonos lejos, como hicimos de jóvenes, cuando cogimos el dinero que mamá estaba ahorrando en un bote para arreglar el baño y la cocina, y nos largamos dos semanas a Oporto. ¿Te acuerdas?’ −Me acordaba. Y me dolía tanto porque, aunque estaba acostumbrado a ver la enfermedad de cerca, esta vez era diferente. Era algo muy mío quien sufría la invasión de células con comportamiento rebelde. Volví de mis pensamientos y le respondí−: ‘¡Vaya si lo recuerdo, cabronazo! Sobre todo porque, al ser tú el pequeño, me tocó reponerlo con mis primeros sueldos. −Reímos a carcajadas−. Tampoco se me olvida, no te vayas a creer −proseguí−, la cara que puso papá cuando, muy serio una noche cenando, se te ocurrió decir que empezábamos a trabajar de aparcacoches en el Hotel Ritz. Ahí hundiste mi reputación de chico serio y responsable delante de la abuela… −Dejé un breve espacio de silencio y seguí−. Pero ahora es diferente. Tengo obligaciones y algunos pacientes muy graves. No sería ético por mi parte desaparecer y dejarles así. Tampoco sabemos cómo evolucionará lo tuyo y, además, están Carmen y las niñas… Bueno, ya no lo son tanto. Han ingresado en el mundo universitario por la puerta grande… ¡Es que hace muchísimo que no vienes por casa…! La mayor hace Virología. Le gusta esa rama de la Microbiología. Itziar, que cada vez se parece más a ti, en todos los sentidos, va para VeterinariaPero supongo que todo eso lo sabes por ellas’.
          Diez madrugadas después del día que hablamos, y tres horas antes de tocar el despertador para ir a trabajar, nos sobresaltó el sonido del teléfono. Era un compañero del hospital. Mi hermano había entrado en estado crítico por urgencias, desde donde fue trasladado a la unidad de cuidados intensivos. Mientras me vestía con lo primero que encontré en el armario y Carmen hacía un Nespresso, pensaba en mis padres y cómo habrían sufrido viendo al hijo fortachón y vitalista tener ese final tan lamentable. En el seno del fregadero dejé la taza casi llena. De no haber tenido tanta prisa la habría aclarado y metido al lavavajillas, como hacía siempre. Entré a la UCI con guantes de látex, bandana grande cubriendo todo el pelo de la cabeza, mascarilla quirúrgica y bata desechable sobre pijama sanitario. Le encontré adormilado pero consciente, cogí su mano y busqué el pulso. Era ya muy débil. ‘¿Cómo estás, viejo?’ −Dijo con voz ronca.
          Desde que la novia con quien se iba a casar murió en accidente de coche, cuando regresaba a la ciudad después de pasar unas cortas vacaciones en la sierra, Borja llevó una vida bohemia durante cinco años. Quedó destrozado. Nunca llegó a superarlo del todo. Un buen día, muy tranquilo, acabada la sobremesa, antes de retirarnos para descansar un poco, dijo que se marchaba un año a Argentina, a recorrer el país en bicicleta. Mi padre, de pura impotencia, con el puño cerrado y una subida de sangre en el blanco de los ojos como si de fuegos artificiales se tratara, dio un golpe en la puerta y dijo que, mientras estuviéramos bajo su mismo techo, ahí se hacía lo que a él le salía de los cojones. Mi madre sollozaba silenciosamente. Ninguno de los dos fueron los mismos, la pena les fue consumiendo lentamente. Al cabo de un tiempo contactó conmigo, confesando que no había llegado más allá de Burgos, pero que ese distanciamiento le había servido para ver las cosas claras y priorizar. No tuve valor para echarle en cara lo que pensaba, o sí, tal vez, ya que no se lo puse nada fácil. Regresó a la casa familiar simulando absoluta normalidad, tanto en sus finanzas −que no lo eran−, como en su relación sentimental −que no existía−… A mis padres aquello les cogió mayores y cansados. Casi no pudieron disfrutar entre los tres de la compañía. A regañadientes, por no disgustar a nadie, accedí a hablar con el cuñado de Carmen, que tenía una herboristería y buscaba a alguien de confianza que, de momento, se quedara por las tardes al frente de la tienda. Poco a poco, encontrando el sentido que necesitaba dar a su vida, Borja se introdujo en el mundo de las plantas, haciéndose buen experto en infusiones y tratamientos contra la obesidad.
          Todo marchaba con normalidad. Le apasionaba el trabajo que desempeñaba, formaba parte de un grupo de amigos muy consolidados y, aunque nosotros apenas le veíamos, sabíamos de él porque llamaba todas las noches para hablar con las niñas, acabando la conversación con la misma promesa de siempre: ‘A ver si voy a recogeros y comemos juntos’. Uno de los fines de semana que salía de una guardia de veinticuatro horas, me esperaba en el aparcamiento del hospital. Le vi mala cara. Me dijo que no se sentía bien. Observé que, aunque había perdido bastante peso, el abdomen y los tobillos estaban hinchados. Le pregunté qué síntomas notaba. Dijo que a veces fiebre y sudor de noche. La jefa de urgencias era muy amiga mía. Hablamos con ella y nos facilitó las cosas para que le hicieran algunas pruebas. El resultado de la ecocardiografía empezó a levantar mis alarmas, pero, como quería estar muy seguro, pedí una tomografía computarizada, que vino a corroborar el diagnóstico que temía: mi hermano desarrollaba un angiosarcoma cardiaco, lo que para entendernos viene a ser: cáncer de corazón.
          Como médico sabía que el tumor, tal y como mostraban las imágenes, por lo violento que había irrumpido ya en otros órganos, era irresecable. Pero como pariente necesitaba agarrarme a las tablas de la esperanza, esas mismas que en un porcentaje infausto también naufragaban. La guerra declarada del juramento hipocrático contra la promesa hecha a Borja de no alargar inútilmente su agonía ponía dentro de mí un dilema de difícil solución. Sin lugar a dudas, los siete días que llevábamos así, se estaban convirtiendo en los más largos y dolorosos de toda mi existencia. Siempre que algún compañero o Carmen se quedaban con él, aprovechaba para salir un rato de la UCI, darme una ducha y visitar a los pacientes que tenía en planta. La dirección estaba siendo muy benevolente conmigo, dándome absoluta libertad a la hora de atender mis responsabilidades. Ahora, más que nunca, comprendía la angustia en los rostros de los familiares a los que a veces −no todo el personal sanitario es así− contamos que las posibilidades de recuperación son ínfimas, y nos damos la vuelta para coger una gráfica distinta que nos conduce a otro número de cama…
          Ignoro por completo si, en la recta final de su vida, Borja se resistía a separarse de nosotros, pero yo sí lo hacía para no quedarme sin él. Una vez más, el amor de hermano solapaba la sensatez que debía mantener como cirujano. Caía la noche, calurosa, igual que las pasadas. Subí hasta la azotea a fumar un cigarrillo −el primero después de quince años− y tomar una lata de cerveza. Llevaba el pijama empapado en sudor, me senté en el suelo y lloré, lloré desgarradamente, abrazado a las piernas y con la sensación de que una bolsa de agua acabara de romperse en mi estómago. ‘Respira despacio’ −me oí. Lo hice y me puse a ordenar recuerdos en la memoria, porque no quería dejar escapar ni uno solo. Cuando estuve más calmado, volví y le dije a Carmen que se marchara. Besó la frente de Borja y acarició mi mejilla −siempre intuí que se atraían−. ‘Intenta dormir algo’ −dijo, antes de irse−. ‘Lo intentaré…’. Sus constantes vitales eran ya muy débiles. Decidimos sedarle para que no sufriera, y así me quedé, cogido de su mano, hasta la mañana siguiente que despuntó el día amenazado de tormenta…

Nota: Agradecimiento a la doctora Marta Fuentes, por su ayuda en los conceptos médicos y documentación al respecto.

lunes, 8 de febrero de 2016

Ocurrió en Malasaña

El centro de Madrid estaba colapsado. Los trabajadores de las empresas concesionarias encargadas de realizar la limpieza municipal habían convocado manifestaciones reivindicando mejoras salariales, así como la paralización de los despidos inmediatos que se rumoreaban, y que de ser ciertos pondría el futuro de muchas familias en peligro. Ese día tenía una cita importante, y me encontraba retenida en la Glorieta de Bilbao, entre las calles de Sagasta y Fuencarral. Conecté la radio para que se me hiciera más corta la espera. Por el retrovisor vi que mis labios necesitaban una mano de carmín, pero los nervios agarrados al estómago no me dejaban perfilarlos con perfección.
          Faltaban tres semanas para que diera comienzo la entrega de premios ‘El Teclado’. Una gala sencilla, de bajo presupuesto y organizada por la agrupación de autores −escritores y periodistas− freelance. Entre los galardonados de las diferentes categorías estaba una vieja gloria de la televisión extranjera. Era la primera vez que celebrábamos algo así; la excusa perfecta para destinar los fondos que recaudáramos a personas que, habiendo estado vinculadas profesionalmente con el mundo de las artes, ahora, por diversos avatares de la vida, se encontraban por debajo del umbral de la pobreza. Mi trabajo consistía en entrevistarme con los candidatos para adelantarles lo fundamental de la ceremonia, las razones que nos movían, la butaca que se les asignaba y el orden en el que subirían al escenario.
          Carlos Pueblo −ya retirado− había sido un famoso presentador de las noticias en la BBC. Nacido en Las Grajeras, a 11 kilómetros de Alcalá la Real, provincia de Jaén, acabó sus estudios en Granada y Madrid. Después, por mediación de uno de nuestros más influyentes comunicadores, trasladó su residencia a Londres, donde estuvo hasta que regresó con 76 años −de eso hace cinco−, entre otras cosas para recuperar la nacionalidad que perdió al adquirir la británica. Me citó en el café de Ruiz, en el barrio de Malasaña. Pedí lo mismo que tomaba él: un té granizado de canela, especialidad de la casa. Aunque pronto se llenaría de clientes, fieles a las buenísimas cervezas artesanales que servían, la mesa que eligió para la ocasión, redonda y arrinconada, parecía ensamblada, con nosotros también, como atrezzo de un reservado. Carlos Pueblo tenía un aspecto bastante común. Conservaba casi todo el pelo, ahora cano, que llevaba muy rapado. Estatura normal: ni alto ni bajo. Brazos cortos, manos con manchas en la piel y venas muy marcadas, uñas cuidadas, sin padrastros, dentadura blanca y perfecta −propia o implantada, no sé muy bien− y una barriga desproporcionada al resto de su conjunto, que le obligaba a llevar los pantalones con tirantes elásticos. Traje en tono canela, corbata y pañuelo verde musgo y zapatos de ante, en crema oscuro, le daban un aspecto anticuado, acorde con su persona.
          Al principio de la conversión, con esa facilidad tan suya de saberse superior al resto, me hizo sentir como si yo fuera una escritora del tres al cuarto con tintes de periodista trepa, lo cual traté de desmontar destacando la dignidad y el respeto por el trabajo que realizo y por las personas que lo ejercen. Por eso, haciendo oídos sordos a sus salidas de tono, empecé a explicarle en qué consistía nuestro proyecto y los motivos que nos embarcaban en semejante singladura… Repentinamente levantó las manos, haciendo que yo me callara de golpe. Al instante sacó una chequera de piel y una estilográfica de las que nunca había visto tan cerca y, mirándome por encima de la gafa, me preguntó cuánto queríamos por dejarle en paz. ‘Habrá de perdonarme, señor Pueblo, pero nosotros no funcionamos así −dije−. Somos un grupo de gente que, a través de este evento, y contando con la generosidad de personas que se prestan a colaborar gratuitamente, como espero haga usted, ayudan para que la recaudación de taquilla vaya a parar a compañeras y compañeros del mundo de la cultura cuya situación actual, por reveses de la vida, se encuentra por debajo del umbral de la pobreza’. ‘Oiga, eso es muy bonito y muy idílico, pero a mí no me incumbe, ni es mi problema. ¡Bastante que usan mi nombre como gancho…!’. ‘Y no sabe cuánto se lo agradecemos −continué−…’. Me miró incrédulo, sorprendido y desafiante, y llamó al camarero. Pidió dos cócteles, cuyo sabor trajo a mi memoria un viaje recorriendo México en una caravana donde me hinché a tomar margaritas.
          Habló del hándicap del idioma que tuvo que superar los primeros meses de estancia en Inglaterra. Como también educar su estómago −acostumbrado al puchero casero− al cornish pasty −empanada con relleno de carne y vegetales−, a mucho beicon y al custard −parecido a las natillas−, y a desacostumbrar su organismo a la tradición tan nuestra de la siesta. Las copas vacías se amontonaban sobre la mesa; las suyas, claro, porque la mía seguía siendo una. Extendimos la conversación por los vericuetos de su carrera, hasta que, como la cosa más natural del mundo, dijo: ‘Yo facilité los datos y detalles para realizar uno de los secuestros más largos que hubo en este país. Nunca salió a la luz. La familia lo mantuvo en secreto por miedo a que tomaran represalias contra el cautivo, y porque las órdenes a seguir eran esas’. Aquello cayó sobre mí como jarro de agua fría. Se me puso mal cuerpo, la cara muy pálida y un dolor tremendo en el costado izquierdo, como cuando estoy de muy mala leche. Me repugnaba tener al lado a aquel témpano de hielo, al que más tarde califiqué como alguien que sufre alexitimia. Mas no me quedó otro remedio que realizar el esfuerzo de separar mis opiniones personales, por lo que realmente nos interesaba: que acudiera a la gala. ‘¿No preguntas quién fue, chica? −prosiguió− ¿Ni siquiera te alcanza la curiosidad de conseguir un off the record con el que después puedas presumir con tus amantes en la cama? −Se carcajeaba− De joven, en tu lugar, habría sobornado para conseguirlo’. ‘Seguro que sí, señor Pueblo, pero da la casualidad de que no somos iguales, no nos mueven los mismos intereses y, afortunadamente, contamos con instintos contrarios’. ‘Te equivocas, querida. En estos momentos también corrompes tus principios éticos con silencio, el mismo que frena tus ganas de mandarme a tomar por culo, pero no puedes hacerlo porque te intereso, soy vuestro diamante en bruto, la herramienta que dará publicidad a eso que estáis preparando. No es tanta la bajeza que nos separa como la que nos une…’.
          La Plaza Tirso de Molina estaba acordonada por los antidisturbios. Acababan de hacer una redada por la zona, y se complicaba bastante acceder al teatro Nuevo Apolo, donde nosotros hacíamos el espectáculo. Después de varias explicaciones pude hacerlo gracias a que iba acreditada como prensa. En la puerta esperaban otros compañeros y buena parte del público. Fuimos entrando ordenadamente. Me notaba nerviosa. La butaca de Carlos Pueblo permanecía vacía, y la duda de si vendría volaba por encima de mi paciencia. Faltaban diez minutos para comenzar cuando por fin le vi, diminuto en el asiento y con la tripa entre las piernas. Cuando apagaron las luces, abrieron el telón en cortina y el cañón de seguimiento, con su potente luz, fue hasta uno de los extremos del escenario para buscar a la primera persona que intervendría, respiré hondo…
          Horas antes había declinado el ofrecimiento para presentar a Carlos Pueblo, y hacerle entrega del premio de honor a toda una vida. No soportaba tenerle delante, y no reunir los arrestos suficientes para romper el mito, desenmascararle en público, acabar con mis remordimientos y decirle a la cara que ni su nombre, su posición y su dinero eran suficientes para callarme. Pero se me fue la lengua a un desierto seco y callado que me convertía directamente en cómplice de un delito que, aunque prescrito, no resuelto nunca, ni aparecido el cuerpo del empresario navarro, vivo o muerto, era un clarísimo atentado contra la humanidad. Y yo viviría con ello el resto de mis días, sin haberlo buscado; una mancha que enturbiaría mi calidad como persona.
          Meses después, el director de un periódico digital, amigo mío, me hizo llegar una carta. Carlos Pueblo se dirigía a mí en tono correcto. Me autorizaba a publicar su historia, porque le quedaba muy poco de vida. Saqué seis reportajes que calaron muy bien en la opinión pública. Recibí muchas muestras de agradecimiento y de apoyo, tanto de la profesión como de los lectores. Entré a formar parte de la plantilla donde publiqué, lo cual garantizaba que empezaría a pasar menos calamidades, pero nada de eso era suficiente para desempañar la gasa de tristeza que enturbiaba mi mirada y que solo desaparecería conmigo…

Nota: Agradecimiento al abogado -y amigo- Pedro Bermejo Moya por el asesoramiento jurídico.