domingo, 29 de septiembre de 2019

Nocturno, en el estado de Nevada

2.

Imaginé que la noche iba a ser complicada, por lo que indiqué a Mayalen que me acompañara a la sala de reuniones, donde estaríamos más cómodas y podría hacer café. ‘Cuénteme qué ha pasado con su nieta’. ‘Ay, doña −sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y se limpió la comisura de los labios−. Es una larga historia’.  ‘Entonces, será mejor que empiece por el principio −la mujer sólo hablaba en español, pero comprendía un poco el inglés. Menos mal que mi compañera de habitación en Las Vegas era venezolana y aprendí el idioma−Y, por favor, llámeme Allison’.  ‘Me la echó a perder. Lo presentí en cuanto se casaron. Aunque a la criatura la mala suerte le viene de muy atrás −se tomó unos segundos para poner en orden los pensamientos−. Seis meses antes de cumplir siete años, sus padres murieron en el incendio de la fábrica textil donde trabajaban, lo que me convirtió en su único familiar vivo. Me hice cargo de ella, saliendo adelante con muchos sacrificios. He sido planchadora, fregona, canguro…, cualquier cosa con tal de que a la niña no le faltase lo más básico, pero debo de haber fallado en lo esencial, porque el destino siempre le ha cruzado con relaciones difíciles y posesivas. Una vez, estando de cocinera en un restaurante pegado a un club nocturno, fue a buscarme, y el hijo del dueño, un golfo borracho y putero, se encaprichó y estuvo acosándola hasta que intervino la oficina del sheriff. Perdone, sin querer me desvío del tema, son tantos recuerdos agolpados en la memoria que…’. ‘No se preocupe, lo comprendo. Pero todavía no me queda claro cuál es el motivo real de su visita’. ‘Tiene usted razón’. ‘¿Quiere un vaso de agua?’. Negó con la cabeza, y siguió mezclando las fiestas de cumpleaños, el primer desencuentro entre ambas, la reconciliación, la brecha generacional que las separaba, las ausencias de varios días sin saber dónde ni con quién estaría, el aborto sanguinario que le practicaron y casi se la lleva por delante… ‘La ha matado, doña Allison. Sé que el Johnny la ha matado’. Me quedé fría. No esperaba una acusación tan tajante. ‘Bueno, tranquilícese. Es una afirmación bastante grave. De momento, la presunción de inocencia ampara a todo aquel que las pruebas no determinen lo contrario. Debo redactar unas notas para pasar el caso a un colega del despacho. Es criminólogo y cuenta con gran experiencia en ese campo’. ‘No, la quiero a usted. Si he llegado hasta aquí es para que nos represente. Confío en su criterio e integridad. Como puede suponer no busco venganza, ni protagonismo, tampoco ser “prime time” en la CNN. Lo único que busco es que se haga justicia, y solamente usted es capaz de conseguirlo’. ‘Agradezco su confianza, pero…’, −imposible acabar−. ‘Podrá, ya lo creo que podrá’.
          Amaneció, y los rayos del sol reflejaban la palidez de nuestras caras legañosas. Noté mucha presión en el cuello e hinchazón en los pies por no haber descansado. De repente, al girarme, la observé y vi que, después de desahogarse conmigo, había envejecido considerablemente, aunque su mirada mantenía la nitidez y la viveza de quien consigue aquello que se propone. Prometí pensarlo y darle una respuesta lo antes posible. Nos despedimos con un apretón de manos, sellando mayor complicidad de la que imaginé. No sabía muy bien la magnitud del problema al que me enfrentaba. En los archivos del bufete no encontré referencia de nada parecido, como tampoco si se disponía de apoyos locales, sociales o estatales en cuanto a ayudar a las víctimas y sus familias. Pero, aún con todas las adversidades que acarrearía aceptar, por primera vez a lo largo de toda mi profesión, tras vivir situaciones desagradables y otras tantas de satisfacción personal y profesional, tenía la oportunidad de ser yo quien llevase algo importante a la reunión con la que cada día arrancábamos la jornada. ‘No falta nadie, ¿verdad?’, −preguntaron−. ‘No, estamos todos’, −respondió la secretaria−. Aguardé hasta que mis compañeros terminaron sus propuestas y las discutiéramos. Entonces, empecé a hablar. Y lo hice como si fuera mi alegato final delante del jurado para convencerles de la inocencia del representado. Provoqué algunas pausas, como había visto hacer en los procesos judiciales. Decían que así calaba el discurso y los oyentes podían meditar. Debió de surtir efecto porque, antes de que mi jefe se pronunciase en contra, movido por la envidia que nos tenía a todos, a los herederos ahora al mando de Wilson, Anderson y Smith se les despertó la curiosidad y me dieron algunas semanas para preparar algo sólido que presentar en la junta. Después decidirían si se aceptaba o no…
          Richard comentaba divertido que mamá le conquistó contándole una historia impresionante sobre los pintorescos arcos de asta de alce repartidos por todo Jackson. ‘¿Y tú te lo creíste?’, −le decía para seguir conversando−. ‘Pues claro. Cualquiera le lleva la contraria a tu madre. Ya sabes lo brava que se pone’, −reímos a carcajadas−. La cuestión es que Mrs. Morgan, como él la llamaba cuando quería enfadarla, se inventó que era ella la dueña de los mamíferos que suministraban a la ciudad el material con el que se construían las estructuras curvas ubicadas a la entrada de los parques y en los cruces de calles, como seña de identidad. Pero en realidad es que en mi pueblo existe un sitio espectacular: National Elk Refuge, donde cada año la manada suelta la cornamenta que sirve para fabricar aquellos ornamentos. Y son los Boy Scouts de América los encargados de recogerla, y venderla posteriormente en subasta, con la condición de que las ganancias retornen al refugio para el mantenimiento de las especies y la mejora de las instalaciones. Enmarcada dentro de un paisaje montañoso, la carretera te introduce hacia un inabarcable terreno llano, de suelo nevado, donde sopla el viento, pían los pájaros, pastan los animales y se conjuga una paz interior tan inexplicable que destapa las claves de un hábitat universal delante de los ojos…
          No se me ocurre mejor manera para poner en marcha la imaginación y mayor felicidad que la de pasar la infancia jugando en trineo. Yo he gozado de dicho privilegio. Primero por absoluto placer, y segundo por la esperanza de encontrarme con el mismísimo Santa Claus, y abroncarle porque nunca dejaba en la chimenea aquellas cosas que yo le pedía, salvo la misma camisa de leñador y los calcetines gordos de cada año. Por entonces yo no tenía capacidad para entender la difícil situación económica por la que atravesábamos, pero, en compensación a esas penurias que me hacían sentir la más desgraciada del mundo, participaba de los preparativos para recibir al viajero Abraham Thomas, con quien cada invierno, además de traernos whisky y tabaco de contrabando que nosotros luego vendíamos a los lugareños, también ganábamos algunos dólares con cada expedición. Experto en cruzar estas tierras hasta la Reserva india de los Blackfeet, en Montana, al este del Parque Nacional de los Glaciares y pegando casi a la frontera canadiense, guiaba grupos de personas interesadas en hacer esa ruta por el mero hecho de experimentar algo diferente, aunque en ocasiones encerrara más peligro que aventura. A lo largo del itinerario tenía concertados distintos puntos de hospedaje donde descansar los perros de raza husky y los excursionistas, doce como mucho. Uno de ellos era nuestro rancho, con espacio más que suficiente para todos. Papá y él, simpatizantes del partido demócrata, y por consiguiente defensores a ultranza del Presidente Lyndon B. Johnson, caracterizado por su Guerra contra la Pobreza, fumaban puros a la caída de la tarde y bebían hasta el amanecer. Yo me encargaba de mantener vivo el fuego, rellenar de licor los vasos, y cortar los puros, y así de paso escuchaba sus conversaciones como convidada de piedra. Cuando reiniciaba el camino, el eco de las andanzas perduraba en nuestros corazones hasta su vuelta. Durante bastante tiempo quedaba hipnotizada, tanto que deseaba dedicarme a lo mismo que Mr. Thomas…
          Mayalen sufre de artritis en ambas rodillas y tiene un hombro casi inmovilizado a consecuencia de una fractura mal soldada, lo cual impide que siga trabajando y le ha obligado a minimizar gastos, ya que subsiste con la paga que recibe del Gobierno, y algún extra por hacer compañía a su vecino encamado desde hace años, si la nuera sale a comprar. Nació en Colima, México. Era la mayor de diez hermanos y, siendo muy joven, emigró a Carson City con un bebé de meses y otros compatriotas que, como ella, buscaban un futuro más saludable. Algunos prosperaron montando pequeños negocios que después crecieron, pero la mayoría sólo consiguieron mantenerse a flote y no desfallecer. Cuando la situación se le hizo insostenible, tras la muerte de la chica, un paisano suyo, encargado en Las María’s Restaurant. Authentic Mexican food, le ofreció, a cambio de una cantidad simbólica, un modesto cuarto pegado al garaje de su casa. Sobre una repisa de madera atornillada a la pared tiene el pequeño altar con dos velas flanqueando la fotografía más reciente de Alexa, su nieta, y algunas estampas religiosas. Arrodillada, siempre que entraba o se iba a acostar, decía: ‘Todo irá bien, mi niña. Todo irá bien’.
          Date un baño, querida. Se te nota cansada −sentenció mi amante al verme aparecer por un lateral del porche−. Enseguida estará la cena’. ‘Gracias, pero no tengo apetito. Además, he de terminar de leer unos documentos para mañana’. Le besé en la frente y entré en el dormitorio cerrando la puerta. Me gustaba hacer balance del día mirando por la ventana que da al noroeste, desde la que se pueden ver las montañas. Hacía una noche espectacular, pero mi cabeza no paraba de dar vueltas al encuentro con la abuela. Fue entonces cuando caí en la cuenta del olor a naftalina que desprendían sus ropas, evidenciando que se había puesto las prendas reservadas para ocasiones importantes. Saqué de la cartera el montón de folios que había impreso a la hora del almuerzo. En ellos recopilaba información respecto al número de mujeres asesinadas en mi país a manos de sus parejas sentimentales. Juro que era escalofriante: el dato de la última estadística, desglosada por Estados, alcanzaba casi las dos mil, figurando Nevada entre los tres primeros de la lista. Sentí vergüenza por mi ignorancia y por no ver más allá de mis asuntos. Era intolerable. Pensé también en los centenares de huérfanos que estaba dejando ese genocidio. Se me revolvieron las tripas. Algo dentro de mí puso luces donde antes sólo había sombras. Reaccioné y, cayéndoseme las lágrimas, supe que aceptaría el caso. Entonces, el calor de unos brazos que conocían muy bien mis debilidades empezó a darme cobijo desde la espalda…

domingo, 15 de septiembre de 2019

Nocturno, en el estado de Nevada

1.

Me llamo Allison Morgan. Soy abogada, tengo un amante y acabo de cumplir sesenta años, de los cuales he vivido la mitad en el estado de Nevada, en Carson City, desde que me incorporé al bufete WILSON, ANDERSON & SMITH, propiedad del esposo de mi madre y sus socios. Aunque es uno de los despachos más importantes de la capital, perteneciendo a la clase alta la mayoría de sus clientes, también aceptan casos de menor relevancia, acogiéndose a uno de los principios básicos que los miembros fundadores supieron transmitir tan bien: “nunca rechaces aquello que pueda dejarte un dólar para gastar en cerveza”. A diferencia de los proyectos que la mayoría de las personas tienen a la hora de jubilarse, como por ejemplo viajar a otros continentes, los míos son austeros y sencillos, ya que tengo el deseo de regresar a Jackson, en el condado de Teton, Wyoming, donde nací acunada por paisajes rocosos y la solemnidad del río Snake. Crecer rodeada de la naturaleza que tiempo atrás fue el territorio donde las primeras tribus americanas asentaron sus campamentos, y ser hija única, con lo negativo y lo positivo que eso conlleva, fueron pilares fundamentales para que disfrutara de una infancia bastante feliz. Sin embargo, la adolescencia se afeó por las continuas peleas y la separación de mis padres, haciendo de mí una chica fría y desobediente. Así que, en cuanto pude acceder a la universidad, opté por hacer Derecho en Las Vegas, una manera como otra cualquiera de poner distancia con los problemas conyugales que no iban conmigo. Al fin había encontrado mi lugar en el mundo: disfrutaba metiendo las narices entre las páginas de aquellos libros tan serios y gruesos en los que tanto me gustaba indagar para entender las cosas. Defender y acatar la Constitución de los Estados Unidos de América, memorizar datos del tipo “El estado de Alabama contra Crawford”, o el de “Jones contra Lewis, en 1970”, y muchos más, dejaron un pozo profundo en mi interior del que aún saco agua. Pero, estando en tercero, papá cayó enfermo, por lo que abandoné la carrera, que retomaría más adelante estudiando por mi cuenta, para ir a cuidarle hasta el final de sus días, trayecto durísimo y agotador que haríamos juntos y del que en ningún momento me he arrepentido, aun habiendo pasado ratos de soledad y desesperación.
          Cuando él murió seguí en el rancho hasta decidir qué hacer con el poco ganado que todavía aguantaba: el viejo caballo, un par de vacas que yo misma ordeñaba y apenas daban leche y el perro vagabundo que encontré en un cruce de caminos y que se acopló a nuestras costumbres sin protestar. Los días me parecían interminables, monótonos, calcado uno del otro. Consciente de que urgía salir de allí lo más pronto posible, me hacía la remolona sin poner remedio a ese asunto. Una tarde, tapada hasta las cejas, mientras recogía leña para encender la chimenea, vi acercarse el carro de mi padrastro, un Chevrolet rojo, antiguo, elegante, inconfundible, como de coleccionista. Se apeó del auto y me explicó que el motivo de la visita era ofrecerme el trabajo que aún desempeño. No lo pensé dos veces y quise probar fortuna. Cogí algo de ropa, dejé las novelas del oeste que leía papá tal y como él las había colocado, regalé a cada vecino el animal que quiso, tapé los muebles con sábanas rotas y me sentí profundamente agradecida a aquel hombre que siempre me trató como a una hija más de su sangre y que me ayudó a que tomara una de las decisiones más importantes de toda mi vida. Sin embargo, al poco de instalarme, empezó a tener trastornos neurológicos, y sus hijos tomaron el testigo del negocio con la condición de seguir la misma línea. No obstante, ya se sabe, otra generación, otra manera de gestionar, otros principios y muchos cambios… La función que realizo es enteramente de oficina, nunca se me ha dado la oportunidad como letrada de estar en los tribunales. Tampoco es que yo haya puesto mucho empeño en conseguirlo, pero según pasan los años caigo en la cuenta de que he perdido ocasiones maravillosas de exponer mis alegatos. Nunca he destacado en nada, quizá por comodidad cuando era joven, y después, en la edad adulta, no me he manifestado en la calle a favor de causas justas que tarde o temprano a todos nos atañen. Pero la vida a veces prueba nuestra capacidad de compromiso con los demás, mostrándote una realidad que desmonta tu zona de confort cuando menos te lo esperas…
          Richard, el marido de mamá, quince años mayor que ella, vivió atormentado durante la Primera Guerra Mundial por el monstruo que vendría de madrugada a llevarse a los varones de su familia para combatir en el frente. Recibió una educación conservadora, orientada hacia lo estricto con perfil militar, aunque muy pronto demostraría que sus expectativas no iban precisamente encaminadas a llevar uniforme con galones, más bien prefería mezclarse entre rateros y adinerados, entendiendo que interpretar las leyes y tener autoridad para indicar cómo hacerlas cumplir guardaba en sí el poder y la facultad de discernir lo correcto de lo ilícito. Era un buen hombre, algo quisquilloso, campechano y nada egoísta. Es decir, con un fondo de buena gente que le convirtió en un anciano entrañable. Recién divorciado de su tercera mujer −las dos anteriores murieron en los partos junto a los bebés− fue a mi pueblo a reconstruir el escenario de un crimen, a cuyo presunto asesino representaba y, por consiguiente, tenía que demostrar su inocencia. Fue entonces cuando mi madre y él se conocieron en el George Washington Memorial Park. Pensativo uno, cabizbaja la otra, ambos contemplaban la figura que hay en el centro conmemorando al explorador John Colter, comerciante de pieles, guía y trampero. Ya muy entrada la noche, cenando en el Million Dollar Cowboy Bar, supieron que se habían enamorado conversando entre risas. Tres meses después, Madeline Morgan cambió el lugar de residencia y el apellido por el de Smith, consiguiendo el estatus que siempre aspiró tener: formar parte de lo más selecto y granado de la sociedad estadounidense de la época, acudir a fiestas de postín y ser la más admirada y fotografiada por los exclusivos vestidos diseñados para ella. Lástima que la alegría se esfumara tan deprisa, como sus apariciones ya en solitario. Ninguneada por los falsos amigos, y despreciada por los descendientes de Richard, entró en tal depresión que nunca más salió a la calle.
          El día que arranca la historia que voy a contar me quedé a trabajar hasta muy tarde. Teníamos un complicadísimo juicio entre manos y necesitábamos preparar minuciosamente el interrogatorio de los testigos, ya que el fiscal pedía la ejecución por inyección letal, y nosotros la absolución de todos los cargos, puesto que el único error cometido por nuestro cliente fue pararse a repostar en mitad de la carretera, en la misma gasolinera donde varios tipos, tras violar a la empleada, descerrajaron cuatro tiros a quemarropa contra ella y el dueño del establecimiento. Los asesinos huyeron en su furgoneta sin percatarse de que dejaban un cabo suelto: alguien lo había visto todo agazapado detrás de un stand. Cuando llegó la policía le encontró de pie derecho, temblándole las piernas, con el envoltorio de una chocolatina sujeto con los dedos, mirando fijamente al vacío y la suela de los zapatos manchada de sangre. Le introdujeron en la parte trasera del vehículo con violencia y esposado. A partir de ese momento toda una cadena de negligencias, descuidos, falsos testimonios y ocultación a la defensa de las imágenes captadas por la cámara de seguridad, donde se veía claramente a quienes empuñaban las armas, han situado la cabeza de un inocente en el centro de la diana. Por alguna razón indescifrable, yo intuía que habíamos pasado por alto detalles cruciales para la clarificación de los hechos, así que, terminado lo pendiente para la próxima vista que se celebraría una semana después, me dispuse a releer los más de doscientos folios de la declaración hecha por el acusado. La oficina, ya en silencio, todavía conservaba el eco de la fotocopiadora que yo había estado utilizando. Apagadas las luces en los demás despachos, parpadeaban de vez en cuando los pilotos rojos de las líneas telefónicas. Podía escuchar perfectamente mi respiración, y el roce de una hoja con otra al pasarlas, o el rotulador chirriante al subrayar frases. Pensé cerrar por dentro para no llevarme algún susto, pero no lo hice. Saqué del cajón del mueble anexo a otro con estanterías atestadas de carpetas una bolsa de papel marrón donde guardaba la cena: sándwich de pollo braseado, con pepinillos, aros de cebolla y mucha mostaza. El primer bocado me supo a gloria, el segundo a rancio, así que mastiqué y tragué sin saborearlo. Dos golpes suaves de nudillo rompieron el rumbo de mis pensamientos. ‘Perdone. ¿Se puede?’. ‘Lo siento, no estamos en horario de visita. Llame mañana a este número de teléfono −le doy una tarjeta− y pida cita’. ‘Ayúdeme, por favor. Se lo ruego… Por lo que más quiera. Ya no sé adónde acudir’.  ‘Está bien −Insistió tanto que fui incapaz de negarme−. Usted dirá’. La mujer, toda vestida de negro, de edad avanzada, pelo blanco y acento hispano, se arrodilló en el suelo, tragó saliva, me miró fijamente a los ojos y, antes de convertirse los suyos en un desfiladero de lágrimas, dijo: ‘Me la han matado. Me la han matado, señora. Me la han matado’. ‘Tranquilícese. ¿A quién?’. ‘A mi nieta, abogada. Y pido justicia…’.