domingo, 25 de septiembre de 2022

Detroit, una historia cualquiera

2.

          –Procure que no salgan de sus habitaciones y que hagan el menor ruido posible, vienen invitados importantes y no queremos jaleo. –Entonces, dirigiéndose a nosotros mamá remataba–: Portaos bien ¿Entendido?
          –No se preocupen –decía la criada–, no habrá ningún problema.
          Mi hermana Dakota era la más atrevida de los tres, apenas le hacíamos caso, así que, a menudo enredaba por la cocina buscando un poco de atención, un público entregado a reír sus gracias y que al final de la representación aplaudiera con entusiasmo. Siempre fue muy peliculera, disfrutaba inventando revolcones de alcoba, historias de infidelidades que, según su versión, susurraban tras la puerta las señoronas de la alta sociedad mientras tomaban el té en casa y, a veces, lo hacía tan creíble y tan detallado que se corrían las voces por el vecindario, en el mercado de verduras adonde compraba el servicio y, por supuesto, también en la Motors Carson Company, lo cual avergonzaba a papá ante los empleados hasta que, dando media vuelta entraba en cólera y llevándola de una oreja la obligaba a pedirle perdón a los afectados, además de dejarla sin el cine de los domingos. Jaslene, nuestra doncella puertorriqueña, gozaba de mucho desparpajo y era quien pasaba más tiempo con ella peinando su rubia y rizada cabellera, ordenaba el dormitorio y, sobre todo, cubriéndola las veces que, enamoradiza como una boba, volvía a las tantas colándose por la puerta de servicio.
      –Por favor, señorita –rogaba echándola una toalla por encima al salir del baño–, cuénteme otra vez lo del caballero que cruzó los campos en guerra para salvar a su amada de las garras de los sicarios. –Y la otra cambiaba fechas, nombres, contexto, lo primero que se le ocurría para hacer la historia todavía más misteriosa e inverosímil.
         Ambas tenían mucha complicidad e incluso cuando no estaban solas se hablaban al oído escapándoseles la risa floja, miradas picaronas y pellizcos en el brazo si alguien soltaba alguna palabra malsonante. Sin embargo, tal confianza no estaba bien vista en el seno familiar, así que, de repente se vieron obligadas a colocarse cada una en su lugar correspondiente. Pasados unos meses y preocupada por la única persona a la que consideraba amiga de verdad, mi hermana inició poco a poco un disimulado acercamiento.
          –¿Qué te pasa? –pregunta Dakota
          –Nada. Por favor, no complique más las cosas –responde Jaslene.
        –¡Pero si no nos ve nadie!, sólo está Chul-Moo y como es coreano y está atareado en sus guisos ni se entera –decía mi hermana muy zalamera–. Anda, vayamos a dar un paseo y te cuento los últimos amoríos –soltaba la joven caprichosa toda indignada.
          –Déjeme, señorita, tengo mucha tarea.
          –¿Sabes que la sobrina de los…?
          –Cállese, por favor o me meterá en un lío.
          –Y si te ordeno que dejes todo.
          –Pues tampoco lo haría, lo siento.
          –Eres una desagradecida, jamás te atrevas a pedirme nada, con lo que he hecho por ti.
          –Y le estaré eternamente agradecida, pero no puede ser. Y ahora si me disculpa he de continuar con lo mío –daba media vuelta y, cayéndosele las lágrimas, desaparecía por el largo pasillo.
          Una tarde, Emily, el ama de llaves, acompañada de una misteriosa mujer, cerró la puerta del despacho para hablar en privado. Las voces de papá y las plegarias de mamá a un Dios que parecía no escucharla resonaron por la planta hasta que la puerta se abrió de golpe.
          –¡Brody! ¡Brody! ¡Brody!
          –Disculpe, señor. Estaba en el jardín.
          –Pues cuando te llame atiendes a la primera y vuelas que para eso te pago.
          –Sí, señor.
          –Prepara el auto pequeño y espera en la parte de atrás.
          –Hace mucho que no se usa y puede ser que el motor falle.
          –¿Acaso no he sido lo suficientemente claro?
          –Por supuesto que sí, señor. ¿Cuántas personas serán? Lo digo para coger mantas de viaje, está apretando el frío.
          –Haz lo que te digo y no preguntes ni pienses tanto.
          Jaslene, acompañada por la otra dama a la que nunca habíamos visto y resultó ser su prima, se metieron en el coche y regresaron tres días después. El ambiente que se respiraba en la cocina era de mucha tristeza y absoluta rabia.
          –Pobre chica. Y que siempre pasa igual –comentó Dominic, el jardinero–, el señorito se cuela en la cama del servicio y luego si te he visto no me acuerdo.
      –Cambiará nuestra suerte, habrá una revolución pacífica y… –añadió el chofer con mucho suspense– nos trataremos de igual a igual.
      –¡Ah, sí!, no me digas. Pues ya has visto que sigue por aquí tan campante. Ni una amonestación, ni un solo castigo, ni una reprimenda, ni una simple disculpa, ni un amago de responsabilidad. Nada de nada.
          –Callaos –pidió Emily–. Y disimulad delante de la criatura que bastante mal lo tiene que estar pasando. En cuanto al comportamiento de los señores, nosotros ver, oír y callar, ¿estamos?
          –Sí, mi comandanta –decían en broma.
          Mi hermano Colorado Sprint era débil de bragueta, se había acostado con medio condado de Wayne. En su extensa lista figuraban esposas despechadas, hijas que querían llegar al matrimonio con algo de experiencia y casi todas las criadas que se deshacían ante sus encantos. Pero con Jaslene, la doncella tímida y hermosa que una noche tocó la luna con la yema de los dedos fue distinto y puede que, a partir de ese instante, sintiesen algo especial el uno por el otro. Él volvía borracho de una de sus juergas habituales, ella se levantó a por un vaso de leche, oyó ruidos y se agazapó detrás de la cortina hasta que el tremendo golpe de un cuerpo desplomado en el suelo la hizo reaccionar.
          –¡Ay!, señorito, menudo susto me ha dado.
          –Estás muy sexi con ese camisón, ¡eh!
          –No me diga eso, por favor, que me pongo nerviosa.
          –Acércate a ver si puedes levantarme –lo hizo y lo que ocurrió a continuación fue la consecuencia de su preñez que resolvieron llevándola a una clínica abortiva.
          Según recuerdo este episodio me viene a la memoria que nos dejó al poco tiempo para casarse con el guardés de la finca de una selecta familia por la zona de Balmoral Dr., con solarium donde los señores pasaban largas horas en verano y ella no paraba de preparar limonadas. Tuvieron cinco hijos y supongo que trabajaron duro para sacarlos adelante. Por el contrario, mi hermano Colorado Sprint, en una de esas noches de juerga y lujuria, propias en él, contrajo una enfermedad venérea que le dejó estéril y casi se lo lleva a la tumba. Hoy, la suerte de Jaslene, como la de tantas otras mujeres sin recursos que han de arriesgar sus vidas en sitios insalubres, sin higiene ni medios, habría sido muy diferente y puede que estuviese en la cárcel o haberse ido a uno de los pocos lugares donde aún no está prohibido, ya que, tras revocar la Corte Suprema el derecho constitucional al aborto, la sociedad ha retrocedido a un periodo anterior a 1973, cuando Jane Roe ganó el litigio judicial contra Henry Wade, fiscal del distrito de Dallas, dictaminando que la Constitución de los Estados Unidos de América protegía la libertad a interrumpir voluntariamente el embarazo.
          Si nos trasladásemos a otra época, cuando son las 5:45 a. m. y el reloj biológico de mi vejiga dice que he de levantarme, los puestos ambulantes de café no darían abasto repartiendo lo acostumbrado a la clientela que, apresurada, correría a coger el tren o el tranvía.
        –¡Doctora Reynolds, que se deja el panecillo de mantequilla! –diría el vendedor echando a correr tras ella.
         –Gracias, Rudy. ¡Ay, cualquier día pierdo la cabeza!
          Good morning, mister –saludaba al jefe de estación
          –Serán para ti, porque yo me había quedado en la cama el resto de la vida.
           –¡Anímese, hombre! ¿Ponemos lo de siempre?
           –Sí.
           –¡Hola preciosidad!
         –¿Qué tal, zalamero? –contestaba la hija del candidato a alcalde–. Dame un vaso de cacao y el donuts.
           –Marchando.
          Aquel hombre de dentadura blanca, al frente del legendario quiosco, cuidaba así de la clientela que hacía un alto en su camino. Las avenidas empezarían a colapsarse de carros lujosos tocando constantemente los cláxones, con carrocerías impolutas donde los ejecutivos cerraban acuerdos multimillonarios aumentando la facturación en sus negocios. Todo resultaba frenético y a la vez ficticio, pero era la colmena con paneles de éxito y fracaso de nuestro hábitat, esa frontera que después conocimos entre el todo y la nada. Algo más allá de donde vivo ahora, en Lafayette Blvd, el First Independence Bank, único banco de propiedad afroamericana que hay en Michigan, también tendría mucho tránsito de personas. El día que lo inauguraron, 11 de mayo de 1970, yo tenía 12 años y pensaba que la vida consistía en arrebatarles territorio a las tribus indias y hacerse limpiar los zapatos por los esclavos de color. Chul-Moo, nuestro cocinero coreano, iba a sorprendernos en la cena con un verdadero manjar: cola de langosta con tiras de wontón crujientes, pero su buena intención se fue al traste.
          –¿Es cierto que han abierto los negros una entidad bancaria en el mismo centro de Detroit? –preguntó mamá mientras que Emily, el ama de llaves, comprobaba que no faltase de nada en la mesa y los cubiertos estuviesen bien colocados–. ¿De dónde diablos habrán sacado inversores?
          –De las plantaciones de algodón desde luego que no –aseguró papá–. Veremos qué ocurre.
          –¿Nos afecta?
       –Desde el punto de vista empresarial cuantos más ciudadanos dispongan de créditos para cambiar de coche mayor será la venta que hagamos y por tanto aumentaremos la producción.
          –¿Entonces cuál es el problema? –preguntó ella–. Niños, no deis patadas por debajo que tiraréis las copas.
          –Pues que el poder les hará fuertes y eso no nos interesa.
         –Señor, llaman de la oficina –irrumpió Brody con la cara descompuesta–, quieren hablar con usted.
          –¿Te han dicho el motivo?
          Será mejor que se ponga, es muy urgente.
          –¿No habíamos quedado en que durante el desayuno no habría interrupciones –mamá elevó el tono– y respetaríamos este espacio para estar juntos?
          –Lo siento, querida. Y vosotros –nos señaló con su dedo acusador– haced el favor de obedecer. Enseguida vuelvo. –No lo hizo, y le vimos salir en su auto a toda velocidad.
          Apostados en la verja de la entrada a la Motors Carson Company, un despliegue de medios de comunicación con sus equipos a punto para conseguir en exclusiva las primeras imágenes o entrevistas colapsaban el acceso principal a la fábrica.
          –¿Se puede saber qué ha ocurrido –preguntó papá malhumorado– y quién coño ha llamado a la prensa? –El jefe de sección se encogió de hombros y comentó la fealdad del asunto al correrse las voces de que la pieza causante del accidente hacía tiempo que estaba fuera de servicio.
          –Eso es imposible, no puede ser. Haga el favor de callarse y no repetir tal barbaridad, puede oírlo quien no debe. Ha sido un fallo humano, ¿me oye? Y ni se le ocurra contradecirme delante de nadie. ¿Entendido? –El obrero asintió sumiso.
          –¡Dios castigará a los culpables! ¡Dios castigará a los culpables! –repetía alguien en cuclillas junto a su caja de herramientas, mientras que otros lloraban desconsolados y alguno, impotente, daba patadas al vacío amansando la rabia. Próximo al departamento de montaje los uniformes del FBI y de los servicios de emergencia se mezclaban formando un muro de contención.
        –Vuelvan a sus puestos –dijo papá levantando la voz al grupo de personas que estaban de brazos caídos–. ¿Acaso creen que el sueldo se regala?
          –Disculpe –intervino el inspector al mando–, eso  lo tendremos que decidir nosotros, de momento, y hasta que no se aclaren los hechos, han de permanecer aquí. Supongo que es usted el máximo responsable.
          –Exactamente el dueño de todo esto.
          –Pues tendrá que acompañar a los agentes para que le tomen declaración.
          –Primero díganme de qué se me acusa, no sé qué ha pasado.
     –¿Ah, no? ¡Venga ya! ¿Acaso no le han informado que según el testimonio de los compañeros que estaban con el fallecido en el instante del suceso, de repente, aunque subido en la grúa no había ninguna persona, esta giró y, al hacerlo, una pieza de gran tonelaje se soltó del gancho aplastándole de cintura para abajo? Eso descarta, aunque ustedes traten de hacernos ver lo contrario, la teoría de la negligencia por parte de quien ya no se puede defender.
        –Oiga, yo estaba en casa, tan campante, desayunando con la familia y, en cuanto me han avisado, he venido deprisa y corriendo. ¿Qué más quieren que haga?
       –Entonces no tendrá inconveniente en facilitarnos la documentación actualizada respecto a la maquinaria, permisos de importación y exportación, revisiones, licencias, contratos… Ya sabe a lo que me refiero: ese papeleo que gusta tan poco a ustedes, los empresarios.
          –Claro, la secretaria se lo facilitará, pero le adelanto que esta compañía es muy seria y legal.
          –Identifique al fallecido, por favor.
    –Mejor que lo haga mi segundo, son muchos y a la mayoría no los conozco personalmente, él se encarga de las entrevista de trabajo y de la selección.
           –No perdamos más tiempo y hágalo.
          –Es que no…
          –¡Ahora! –Abriéndose paso entre las miradas de desprecio que le culpaban de todos los males que allí ocurrían, se acercó inseguro, cegado por la cobardía de tener que hacer frente a una realidad que le pisaba los talones. Apretó los párpados e hizo lo imposible para despertar de aquel terrible sueño en otro lugar, pero el esfuerzo fue en vano ya que tuvo que reconocer al que yacía tumbada sobre un charco de sangre. Era el operario más veterano en la cadena de montaje ensamblando motores. Hombre fiel, entregado al oficio y con el listón de la responsabilidad muy alto. Le faltaban unos meses para su retiro y le había expresado al patrón su intención de no hacerlo puesto que aún se encontraba en forma, lástima que sus deseos se truncaran tan pronto.
          La llegada del juez para el levantamiento del cadáver trajo consigo el silencio de los presentes, en el mismo instante en que un furgón fúnebre se lo llevó a la Oficina del Médico Forense del condado de Wayne, para realizarle la autopsia. A su vez, el FBI metió en bolsas precintadas las pruebas que recogió y tomó huellas de las superficies. Antes de irse les comunicaron que serían llamados a declarar.
          –Lo siento, señor –se disculpó el abogado de la empresa–, estaba en el Tribunal y hasta ahora no he podido salir.
          –Vayamos pues a mi despacho –dijo papá– y rece para que su ausencia no me perjudique.
          –Ahí fuera hay montada una buena y hablan hasta de intento de asesinato –comentó el letrado–, ya sabe cómo son estas cosas, se corren las voces y no hay quien lo pare, además activistas en pro de los derechos de los trabajadores están manifestándose.
          –Que los de seguridad los desalojen. Lo primero encárguese de los gastos de entierro, mande una corona de flores y asegúrese de que los allegados reciben este cheque –lo extendió según subían las escaleras–. Contacte con todos los amigos influyentes que nos deben favores, quiero que muevan sus traseros y se esfuercen para que el accidente aparezca en la opinión pública como un descuido de quien ya no tenía sus cualidades físicas a pleno rendimiento y, por consiguiente, tampoco los reflejos. La Motors Carson Company no puede permitirse escándalos de esta índole, estamos a punto de cerrar un acuerdo importantísimo en el mercado Oriental y eso nos perjudicaría bastante, no sólo en la actualidad, sino a futuro.
          –¿Y usted cree que con un manojo de dólares va a callar a la viuda y huérfanos? Creo que no lo debe de hacer porque es como reconocer la culpa, y eso es lo último que queremos, ¿no?
          –Los de abajo andan siempre pasando la lengua por el suelo a ver si se les pega alguna moneda que a los de arriba se nos caiga por un roto del pantalón –soltó sin percatarse del desprecio que despertaba en sus semejantes.
          –No sé, deje que lo estudie y pregunte a la gente del taller, es mejor ir sobre seguro que tener que improvisar en el momento.
          Transcurridos seis meses llegó al departamento de administración una carta a nombre de papá en la que lamentaban las molestias ocasionadas hasta esclarecer los hechos del accidente y en cuyo informe notificaban que la causa de la muerte del obrero fue por infarto de miocardio y no tras caérsele encima un embalaje con salpicaderos y sistemas de dirección, algo debido simplemente a una circunstancia fortuita. Y así, tal cual, salió una nota de prensa. Sin embargo, de haber ocurrido a finales de ese mismo año, cuando el presidente Richard Nixon firmó la Ley de Seguridad y Salud Ocupacional para la mayoría de los trabajadores de Estados Unidos, quizá la investigación habría ido por otro camino. En cualquiera de los casos, ahora recuerdo que la familia no se quedó quieta…
          Salgo de casa y voy por la Avenida Michigan hasta Washington Blvd, hace frío, olvidé la bufanda y una capa de polución que se mastica hace de falso techo entre la tierra y el cielo. Frente a mí hay un hombre suspendido en el aire limpiando los grandes ventanales de apartamentos que aún no han sufrido el desahucio, lleva un arnés fluorescente y va sujeto por un cable de acero, me pregunto qué pensará de nosotros al vernos cual trashumancia humana. Según avanzo evito pasar por delante de los sórdidos callejones donde quedan restos de sangre y semen o el destrozo de cualquier ajuste de cuentas en la noche anterior. Un poco más allá observo que la fachada de uno de los edificios más antiguos de la ciudad tiene una estructura de hierro que la sujeta por dentro, donde todo está demolido evitando así que lo ocupen maleantes y delincuentes. Movido por lo que un día fui y tuve, sigo con el olfato a un grupo de personas que saborean una salchicha metida en un panecillo untado con frijoles, chili, mostaza amarilla y cebollas crudas que muerden delicadamente para no mancharse el traje, lo mismo que hacía yo cuando creía que ser uno de los tipos más importantes de Detroit era parecido a tener las llaves del Universo. Sin embargo, la mala baba del tiempo con toda su crudeza vino a demostrarme lo contrario…

domingo, 11 de septiembre de 2022

Detroit, una historia cualquiera

1 

Dicen los demógrafos que si un golpe de suerte no lo remedia en un periodo muy corto de tiempo Detroit se convertirá en una ciudad fantasma agonizando sobre sus propios escombros. Pero mientras dicha catástrofe no ocurra los que resistimos, pese a las carencias que son muchas, la desnutrición que va dejando la soledad y las dificultades que siempre surgen, aunque parezcamos zombis y tengamos los jugos del fracaso bullendo en la boca del estómago, al amanecer del nuevo día tomamos las calles desiertas de aquel territorio que un día fue la envidia de toda la nación. Tenemos asumido, al menos yo sí, que somos los olvidados, los invisibles, indigentes buscando entre las cenizas del pasado una brasa que vuelva a prender. En definitiva: gente molesta que afea el escaparate de la primera potencia del mundo. Me llamo Ayden, igual que un pueblo de Carolina del Norte. Tengo una hermana a la que pusieron Dakota y un hermano que lleva el nombre de Colorado Springs, es fácil imaginar lo mal que lo pasó en el colegio por la brillante idea que tuvieron de bautizarlo así, hasta que un buen día, harto de soportar las bromas de compañeros y compañeras, se subió a un pupitre y retó a duelo a la siguiente persona que osase meterse con él. No puedo decir que tuviésemos una mala infancia, todo lo contrario, nunca nos faltó nada “material”, pero sí echamos de menos, en los brotes de fiebres infantiles, una mano que calmase la tiritona y un abrazo reparador de miedos en las noches sin luna donde la oscuridad pegaba bocados al vacío y el monstruo de las montañas bajaba para llevarnos. Eso lo pienso ahora porque tal vez entonces no lo valoraba igual. Mis padres andaban siempre viajando, nuestra posición social lo requería. Iban a fiestas de gala, a congresos organizados por los políticos del momento o candidatos a serlo. Y cuando no estaban fuera se tiraban hasta bien entrada la madrugada cerrando algún acuerdo mobiliario con los más ricachones de la comarca. Éramos votantes del Partido Republicano y, en consecuencia, fieles al entonces gobernador por Michigan, William Grawn Millike, así como lo fuimos de los anteriores y posteriores. Nos inculcaron unos valores que actualmente no sé si nos sirvieron de mucho: amor a la patria, a la Biblia, a las relaciones superficiales, a mirar por encima del hombro y a creerte alguien si llevabas un manojo de dólares para repartir entre los pobres. Como digo, cosas insignificantes. Al ser el mayor de los tres no sé si me llevé la mejor o la peor parte, de lo que estoy muy seguro es de que no pude elegir. Mientras que mis hermanos desarrollaban su formación académica en Washington y Nueva York, ampliaban su faceta sentimental, vivían experiencias únicas con otros chicos y chicas de su misma edad y recorrían países de otros continentes sin reparar en gastos, yo me dejaba los sesos en el negocio familiar vinculado directamente a la industria automovilística. La Motors Carson Company sobrevivió a la Primera y Segunda Guerra Mundial, al crack del 29 y a la competitividad descarnada. La compañía la fundó mi abuelo en 1905 pasando de padres a hijos, y manteniéndose a flote hasta que, a mediados de la década de los cincuenta comenzaron a notarse los primeros signos de caída, costándonos cada vez más esfuerzo y recursos seguir en la élite de las grandes marcas. Sin embargo, para todos aquellos que dependían de la empresa continuamos, unos años más, siendo su máquina de hacer dinero.
          La historia de mi familia se parece a la de tantas otras que pasaron del lujo a la precariedad apenas sin darse cuenta. Vivíamos en el Distrito Histórico de West Canfield, caracterizado por el estilo de construcción Reina Ana que consiste en tres ladrillos decorativos. Al principio sólo había unas cuantas mansiones muy distanciadas entre sí, posteriormente, nuevos edificios ocuparon todo el espacio. La nuestra era de cuatro alturas: en la planta baja estaba el salón comedor, sala de té, biblioteca, cocina y acceso al jardín trasero. En el primer piso los dormitorios con aseo incluido, habitación de invitados y un espacio luminoso con sillones de mimbre, muy cómodos, para echarse una siesta. El último tramo de escaleras conducía al amplio despacho que era la envidia de todo el condado. El sótano lo habitaba el servicio en diminutos departamentos donde apenas cabía la cama y un estrecho armario para guardar la ropa de paseo. Los grandes ventanales y la terraza que bordeaba la fachada norte le daban a la vivienda un aspecto muy señorial. En el vecindario reinaba el silencio y la baja intensidad de la luz de las farolas deleitaba el paisaje otoñal de la zona distinguiéndola del resto. Sobre las aceras de adoquines, alfombradas con hojas en varios tonos marrones, apenas quedaban huellas de los últimos transeúntes. Dos cuadras más allá, cerca de la alcantarilla, el viejo gato conocido de todos lamía el cuello de una botella sin etiqueta, a la vez que maullaba con las patas delanteras enredadas en la puntilla de un pañuelo de seda. A lo lejos, el fuerte golpe de algo que se cayó rompió el relajo de las aves agitando las ramas y alborotando el nido. Ese era el escenario que había al otro lado de los muros, el paisaje próspero que creímos eterno, incombustible, protector…
          Cuando no teníamos la casa llena de extraños, papá ponía a parir a todos los del gremio, excepto a Henry Ford, por quien sentía un gran respeto alabando la inteligencia que tuvo al levantar su imperio en una vieja fábrica de la Avenida Mack en Dearbord. Las travesuras que hacíamos eran muy simples: hurtar a escondidas una onza de chocolate, escondernos en el agujero secreto pegado a la leñera donde guardábamos como tesoros un trozo de mapa, un tren al que le faltaba la cabina del maquinista y algunas piedras que cogíamos por el campo. Aquello tan real era el mejor de los universos hasta que, Jaslene, una puertorriqueña de armas tomar, doncella casi exclusiva de mi hermana Dakota, nos hacía salir de allí gritando que había ratones. Entonces íbamos a refugiarnos cerca de Chul-Moo, cocinero coreano que siempre nos daba dulces a escondidas. Recuerdo que una tarde mientras merendaba en la mesa de madera maciza de la cocina le pregunté:
          ¿Qué significa tu nombre?
       Arma de hierro dijo con voz solemne, me dio la espalda y volvió a marcar la distancia que nunca quiso acortar respetando el lugar correspondiente a cada uno.
          Mamá se lo trajo de un crucero que hicieron por las islas del Pacífico, ahí probó por primera vez los vegetales a la parrilla como guarnición para carne y pescado, le gustó tanto que convenció al capitán del barco para que le despidiera y poderle contratar ella. Yo en particular prefería meterme una hamburguesa bien grasienta, muchos aros de cebolla rebozada y pepinillos picantes. Dominic, nuestro longevo jardinero, poseía una mano especial con las plantas y las flores. Comenzó trabajando a las órdenes de la abuela y aún sigue en activo aunque a veces Brody, nuestro fiel chofer, tenía que ayudarle a abonar la tierra. Emily se convirtió en nuestra ama de llaves a mediados de 1966 y fue lo más parecido al amor de una madre que tuvimos en aquella época estando la nuestra casi siempre ausente. Yo tenía ocho años, y mis hermanos 6 y 4 respectivamente. Cuidó de nosotros con ternura, mimo, dedicación, dándonos natillas recién hechas al regreso de la escuela y abrazos cuando crecían los miedos y no éramos capaces de ahuyentar las sombras alargadas empeñadas en oscurecer el blanco de las paredes. Una vez, mi hermano Colorado Sprint, bajando unas escaleras, se lesionó un pie, lo llevaron al hospital y pidió que fuese ella. También venía a verme jugar a baloncesto, he de decir que no se me daba nada mal defender el puesto de Base. Con Dakota mantenía muchas diferencias. Pero la vida de aquella buena mujer estaba marcada por la tragedia, ya que el 8 de diciembre de 1963 su esposo e hijos fallecieron en el terrible accidente del vuelo 214 de Pan Am, con destino a Philadelphia, donde se reuniría con ellos días después. Sin embargo, sucedió que, faltando pocos minutos para aterrizar el piloto estableció contacto con el control de tráfico aéreo quienes le advirtieron de que había en el aeropuerto una fuerte tormentas eléctricas, vientos huracanados e incontables turbulencias y no quedaba otra más que aterrizar con todas las consecuencias o esperar hasta que mejorase la situación, optaron por lo segundo y a la media hora, el aparato, alcanzado por un rayo, explotó muriendo la tripulación y los pasajeros.
          –¡Te crees muy listo, eh! –me dijo–. ¿Piensas que puedes venir el último y cambiar las cosas como te plazca? Pues muy bien, métete esto en la sesera, regla número uno: aquí no se hace nada si yo no lo autorizo, y mira tú por donde que este panfleto tuyo me parece ridículo. Céntrate en no manchar nuestro apellido y en mantener alta nuestra reputación. –Ahí terminaron las expectativas para convertirme en el empresario del año y salir en la portada de las mejores revistas de papel cuché. Así que, resignado, fui la prolongación de mi padre.
          Una tarde, caída la primera nevada que anunciaba el comienzo del invierno, mi vida dio un giro radical. Acababa de volver de Oregón adonde asistí a la inauguración de una nueva gama de automóviles de importación china y lo único que quería era meterme en la cama, dormir a pierna suelta, olvidar todas las chorradas que había escuchado y despertar dos horas después para tomar una copa en el club de jazz más antiguo de Detroit, Baker’s, original por su barra que parece el teclado de un piano. Pero cuando llegué todo se hizo añicos…
          ¿Me llamabais? Perdón, estaba distraído –dije algo preocupado al ver a mis padres muy serios–. ¿Qué ocurre? Sea lo que sea, yo no he sido. Esa era mi frase recurrente y nunca fallaba. Mamá tocó la campanilla y apareció Emily.
          ¿Señora?
        –Enseguida. –Busqué su complicidad con la mirada y permanecí expectante. El dueño de uno de los bancos más importantes del país y la repipi de su hija, una pelirroja consentida y llorica, aparecieron precedidos por nuestra ama de llaves a la que miré con resignación.
          Sirva el té y las pastas.
          Ahora mismo.
       A mí eso tan amargo no me gusta, prefiero leche con cacao –soltó la niña. Mamá asintió con la cabeza y deduje que aquella chica con la que nada tenía en común era caprichosa y consentida.
          En los meses siguientes, ajeno a lo que se me venía encima, continué con la actividad empresarial yendo de un extremo a otro del país, hasta que nuestras familias cerraron un acuerdo mercantil y sonaron campanas de boda. Nos casamos en St. John’s Episcopal Church siendo ese uno de los días más infelices de toda mi existencia. Podría decirse que fuimos dos desconocidos bajo el mismo techo y en público una pareja corriente cuya farsa duró hasta que los primeros atisbos de decadencia de la Motors Carson Company vinieron acompañados de la demanda de divorcio. Por aquel entonces habiéndose retirado papá de la primera línea al sufrir una enfermedad cerebrovascular y parecer que la compañía la dirigía yo en solitario, él seguía al frente de la misma postrado en la cama, culpabilizándome de todas mis carencias, ser un pésimo marido, no haberles dado nietos y un desagradecido con mi suegro quien de inmediato, acogiéndose a la cláusula añadida en nuestro contrato matrimonial, la cual especificaba que una vez rota la unión de los cónyuges lo haría también cualquier apoyo financiero.
          Desde una edad muy temprana interioricé que en el mundo hay dos clases de seres humanos: los pobres y nosotros. Mamá decía que si no andábamos espabilados y marcábamos distancia nos invadirían como una plaga que se propaga a la velocidad del viento. Brody, que nació en Salem, New Jersey, y que antes de ser chófer hizo de todo por salir adelante, tragaba bilis cada vez que se lo escuchaba decir.
          Pero tu caso es diferente aclaraba ella, no lo tomes a mal.
          No, señora.
          Ya sabes cómo se ponen de pedigüeños los alrededores de la empresa colapsando la entrada.
          Sí, señora.
          Mi esposo es muy generoso y como no estés ateto te sangran.
          Claro, señora.
       A ti no te falta de nada, vives a cuerpo de rey seguía humillándole y con todo pagado.
          Gracias, señora.
          Mientras me esperas haz algo de provecho y lee la Biblia.
        Por supuesto, señora. Sin embargo, no cumplió lo ordenado, aguardó en una de las calles traseras y fumó tranquilo un cigarrillo detrás de otro. En sus horas libres, especialmente de noche, estudiaba mecánica y soñaba con abrir algún día su propio taller lejos del marco donde sólo era tratado de sirviente.
          El Detroit de entonces, Meca de la industria del sueño americano, no se parece en nada al de ahora. Para quienes hemos nacido y crecido en ella, es muy doloroso ver cómo, donde antes había fábricas a pleno rendimiento, locales con luces de neón invitando al ocio y al placer, escaparates con las últimas creaciones de los mejores diseñadores que han pasado por la pasarela, restaurantes de lujo y de comida rápida, tiendas de todo tipo repletas de objetos exóticos y avenidas dando cobijo al bullicio de la gente, hoy tan solo son espacios ruinosos o diáfanos donde se amontonan cosas inútiles. Pero esta ciudad caduca y olvidada por el sistema es el único hogar que tengo por el que transcurre mi vida con agujeros en el alma y en los bolsillos. Cae la tarde y cada cual emprendemos camino hacia nuestro refugio antes de que la violencia callejera salga a pasear la noche. He habilitado con cuatro trastos un bajo abandonado en Lafayette Blvd, vivo ahí y cada día voy a la Iglesia Baptista Misionera donde me dan de comer y, alguna vez, medicinas para los dolores de espalda. Muchas de las personas que me conocieron entonces conduciendo un descapotable amarillo chillón, vistiendo trajes de Ralph Lauren, perfumes importados de París, un Rolex bañado en oro, una chequera de piel, el pelo engominado y llevando una vida rozando el límite de la lujuria, probablemente no reconocerían al tipo en el que me he convertido: un vagabundo que, sentado en un banco de piedra en el puerto, contempla el skyline de Canadá al otro lado del río. Compruebo que aún sigue debajo del colchón la bolsa arrugada de papel marrón donde guardo unos pocos recuerdos: el pasaporte, los papeles del divorcio, el boceto del logo de la Motors Carson Company, mi diploma de graduación en noveno grado, la partida de nacimiento, unas fotografías del día de Acción de Gracias, el permiso de conducir y la carta de alguna admiradora. Para no derramar la mostaza desenvuelvo con sumo cuidado el perrito caliente que de cuando en cuando me regala el vendedor ambulante de hot dog y que yo agradezco contándole una de aquellas historias de Hollywood que tan bien se le daban a mi hermana Dakota. Llega el último bocado y resulta más sabroso, exquisito, interminable, noto que aumenta la saliva dentro de la boca conservando en el paladar los ingredientes por separado, pero como todo en la vida el festín gastronómico acaba. A lo lejos, las voces de los homeless que delimitan su territorio con cartones ahuyentan a los intrusos que van con el mismo objetivo. Miro el cielo para asegurarme de que no falta ninguna estrella y veo descender un gajo de luna por el oeste. ¿Velará mi sueño? Entonces, apago la luz de camping, protejo las botas con periódico para que no se enfríen, cruzo el abrigo hasta las axilas sujetándolo con los manos, cierro los ojos, respiro hondo, hago ejercicios de memoria y me dejo llevar como barca a la deriva consciente de que mañana amaneceré y haré todo lo posible por sobrevivir en la jungla.