domingo, 20 de noviembre de 2022

Detroit, una historia cualquiera

6.
 
Conseguí el dinero necesario para pagar la boda a cambio de firmar un documento notarial en el cual cedía las patentes más importantes de la Motors Carson Company, en aquel momento con el cincuenta por ciento de participación canadiense, lo que significó que, en todos los aspectos, estaba en minoría respecto a la toma de cualquier decisión. Era domingo, mamá seguía disgustadísima conmigo y se fue a pasar el día con su novio, supongo que lo hizo por no ver continuamente mi cara de empresario amargado, así que, asumiendo lo monótona que iba a ser una jornada solitaria, cuando me disponía a salir a la cafetería más cercana justo a la hora del brunch, mi hermana Dakota se presentó en el motel por sorpresa y fuimos juntos. Ella siempre se ha jactado de ser buena comensal gozando y disfrutando la degustación de cada alimento, de modo que pidió huevos, beicon crujiente, salchichas y tostadas, para mí sólo café y pastelitos dulces, de repente sentí que no tenía apetito.
          –¿Qué le pasa a la novia que está tan mustia? –dije besando sus mejillas–. ¿No te habrás echado atrás, eh? Eres capaz de huir por menos de nada.
          –¡Ay, Ayden! ¿Y si me estoy equivocando? ¿Y si no estoy preparada para cabalgar por las colinas ni desenvolverme en la vida rural? Soy una chica de ciudad acostumbrada a ciertas comodidades y forma de vida. ¿Cómo voy a lucir allí mis vestidos y sombreros si hay arena en todas partes? –definitivamente se me encendieron todas las alarmas.
          –Bueno, pues te calzas las botas, te subes a lomos del caballo y emulas a Barbara Stanwyck en la legendaria serie Valle de pasiones. A dos semanas de la ceremonia no puedes romper el compromiso. ¿Imaginas el tornado que provocarías? –Por primera vez la vi empequeñecida e intuí que la influencia de nuestra madre la había empujado a echarse a los brazos de aquel hombre, pero tenía que apechugar y llegar hasta el final de la palabra dada ya que habíamos hipotecado la herencia sentimental de la familia.
          –Para ti –dijo entre sollozos–, si no afecta directamente a tus gestiones mercantiles todo es una cuestión menor que no salpica al gran hombre de negocios que no tiene que aguantar los comentarios, las risas ocultas detrás de un pañuelo, el ninguneo de amigos y amigas en determinadas fiestas a las que te invitan porque das mucho juego en los corrillos de chismosos y chismosas o el vacío que a veces se siente dentro. –Aquellas palabras me dolieron bastante porque nunca la imaginé tan desgraciada como se mostró. ¿Dónde quedó aquel espíritu aventurero que narraba en la cocina amoríos imposibles poniendo en vilo el corazón de Dominic el jardinero, Jaslene la doncella, Chul-Moo el cocinero, Brody el chófer y Emily el ama de llaves?
          –Estás equivocada, querida, todo lo que concierne a cada uno de nosotros me importa y me apena mucho que tengas ese concepto de mí. –Mi hermana Dakota celebró la boda y con el tiempo, cuidando mucho las formas de comportamiento en público y su reputación, se convirtió en una señora de Texas muy respetable colocándose al lado de las de las mujeres más influyentes de Dallas. Nunca contó que estábamos arruinados aunque era un secreto a voces.
          El enlace tuvo lugar en el rancho propiedad del novio quien a su vez se ocupó de organizar hasta el último detalle, así que, en ese sentido, me quité un gran peso de encima. Mamá, su actual novio y mi hermano Colorado Sprint que para sus costumbres venía sin acompañante, llegaron en una carreta ornamentada con flores y tirada por dos caballos de la raza Cuarto de Milla viejos ya para la competición. Recuerdo que era la primera vez que asistía a un rodeo y confieso que, lejos de disfrutarlo, me espantó tanta testosterona suelta. El banquete fue a base de barbacoa de carne de res, tortillas de maíz al estilo mexicano, dada su ascendencia, frijoles, embutidos, papas y pastel de nuez, regado con una extraordinaria cerveza artesanal traída expresamente desde San Antonio. Dakota estaba radiante, y yo, disfrazado de padrino, pasable. Según se me indicó, y siguiendo la tradición de sus antepasados, entregué la dote en una reunión privada con los hombres de la familia. Me metieron en un salón en cuyas paredes había colgadas cabezas disecadas de venado cola blanca, antílope americano, jabalíes y cocodrilos, decorado bastante desagradable. El miembro más anciano de la familia habló en nombre del resto.
          –Hemos preparado un contrato que ha de firmar, es nuestra costumbre hacerlo, no lo tome a mal. – Lo leí despacio y, aunque estaba redactado desde el absurdo, acepté.
          –Hermanita–la cogí por debajo del brazo y la llevé a un aparte–, no puedes divorciarte, si lo haces, además de quedarse con los bienes aportados al matrimonio, tendríamos que pagar una indemnización respecto al tiempo que hubieses vivido juntos. Nos tienen pillados por las pelotas.
          –No pienso hacerlo, aquí voy a ser alguien muy importante a la que no pararán de invitar a fiestas y a grandes acontecimientos, quizá me presente a Gobernadora, fíjate lo que te digo.
          –Pues más te vale comportarte como una dama o de lo contrario te pondré a picar piedra.
          Dio media vuelta y me dejó ahí, con la palabra en la boca y la certeza de que nuestros caminos tomarían rutas muy diferentes. Rodeada de invitados y de un marido al que le faltaba un hervor, ganaba terreno afianzándose en el papel que siempre representaría. Entonces, comprendí que yo estaba de más. Los aparcacoches merodeaban de vez en cuando por si algún invitado deseaba marcharse, así que, le di a uno de ellos las llaves para que trajera el auto que había rentado, un modelo muy viejo que se caía a pedazos. Busque con la mirada a mi hermano Colorado Sprint, a mamá y a la novia para despedirme y me entristeció comprobar que, faltos de complicidad en un día tan importante, andaban evitándose para no tener que disimular. Volvimos a vernos años después en el sepelio de nuestra madre y la conversación que tuvimos fue muy fría:
          –¿Cómo te va, Ayden? Supe por el periódico del cierre de la Motors Carson Company y te quise llamar, pero en aquel momento las cosas tampoco eran fáciles para mí –dijo por cumplir.
          –Hiciste bastante trayéndote a mamá cuando dejó de valerse por sí misma, mi situación no era la más indicada para hacerme cargo de ella, la bancarrota de la fábrica se precipitó y no sabía cómo acabaría todo aquello –empleé su mismo tono.
          –No tienes que justificarte, podía y quería hacerlo.
        –Jamás podría haber puesto a su disposición personal cualificado en cuidados paliativos como la proporcionaste tú.
         –Bueno, no sufras querido, simplemente me lo he podido permitir –eso me incomodó–. Perdona, no pretendía ofenderte.
          –Y no lo has hecho. Ahora dime: ¿Son verdad los rumores que corren de tu viudedad?
          –Sí, claro, y os lo dije, Colorado Sprint y mamá vinieron, y según su versión tú estabas ocupado. –Cualquier observador que se precie, concluirá en la teoría de que aquellas palabras salían desde el reproche y el escozor.
          –Alguien se tenía que ocupar del negocio, porque todavía no vislumbrábamos el catastrófico final contra el que se estrellaba.
          –Pues sí, me dejó plantada a los treinta y seis meses de contraer matrimonio. Había amanecido un sol espléndido, una mañana rasa tras varios días de tormenta y mi esposo realizaba tareas de reparación en el establo cuando una de nuestras mejores yeguas le dio una coz en la sien y calló muerto, minutos después yo misma sacrifiqué al animal.
          –¡Qué horror!, lamento no haber estado a la altura.
          –Convertida en la viuda más joven y rica de la comarca, apenas tuve tiempo para vivir el duelo y sí para espantar a los muchos parientes que de repente surgían de la nada.
          –No pensarás que vengo a algo parecido, ¿verdad?
          –No, claro que no, de haberlo pretendido hace mucho que me habrías pedido dinero, pero nunca lo hiciste. ¿Por orgullo?
          –No, por puro machismo…
       Dueña de 600,000 acres de tierra que llegaban hasta más allá de donde la vista alcanzaba el horizonte, cerca de 1000 vacas que el capataz y sus hombres trasladaban a pastar en áreas lejos de los depredadores, 350 pozos petrolíferos y tanta liquidez en el banco que no gastaría ni en siete vidas armaban la sólida estructura de su patrimonio. En el fondo me alegraba mucho porque al menos uno de nosotros había conseguido una cierta estabilidad y, en su caso, a pesar de haberse quedado sola, consolidar el espacio social para el que fue educada por las mujeres de la familia siguiendo el protocolo de “la bien casada”, pero dicho entusiasmo de ninguna de las maneras quería dejarlo entrever, prefiriendo mostrar total frialdad insensible delante de Dakota.
          Dejando atrás el pasado y de vuelta a la cruda realidad enmarcada en este presente alarmista y frívolo que parece querer exterminar a la especie humana, enmudezco las noticias en la radio apagando el interruptor, reservo unas barras de chocolate, mantequilla de maní y un pedazo de pastel de carne para la cena y, como cada jueves, a las 9:45 a.m., con la barba recortada allá donde sobresale, la gorra regalo de nuestro equipo de beisbol profesional, Los Detroit Tigers, el abrigo largo que me ha conseguido el reverendo Bob W. Perkins, gafa oscura para solapar las bolsas negras de debajo de los ojos y los nervios agarrados a la boca del estómago todavía vacío, sigo al hijo de mi antigua y querida secretaria, por E Jefferson con el cruce con St Antoine hasta la Casa Reposo donde pasa la recta final de su vida. Los residentes que a menudo deambulan por el jardín buscando las coordenadas del rumbo perdido, ya no notan mi presencia porque soy un elemento más de su hábitat, cuan sombra que no destaca o presencia en tinieblas. Un hombre de edad avanzada sostiene en la palma de la mano un mendrugo de pan que desmiga poco a poco para dar de comer a los pájaros, sin embargo, cuando ve en mí la amenaza que puede romper su rutina, arruga la bolsa de papel, con tan sólo cortezas dentro, y la esconde tras de sí. Orientada frente al gran ventanal, en la cómoda butaca de mimbre, sobre cojines mullidos, está sentada Joanne precipitándose por el acantilado de la desmemoria. Luce una blusa de seda estampada, pantalón negro y zapatillas de paño gris en cuyas suelas rebosan pasos perdidos. Junto a ella, con idénticos rasgos, el hombre de pelo ensortijado y canoso que todos los días ejecuta el mismo ritual: saca el manojo de fotografías que lleva consigo y, esparciéndolas sobre la mesa, repite una y otra vez el nombre de las personas que aparecen.
          –Mira mamá, aquí es cuando bautizamos a la pequeña, papá aún estaba con nosotros. Y aquél de allí es el tío Paul. ¡Que sí, mujer!, nos ha visitado cientos de veces. Acuérdate de lo cambiado que vino de la guerra de Vietnam y a los pocos meses se casó con una peruana –ella toca los bordes de las cartulinas y con la yema del dedo trata de seguir las siluetas irreconocibles–. ¿A qué no sabes quién me pregunta por ti a diario? Los Morrison, ahora son sus hijos quienes llevan la gasolinera y les va bastante bien, no creas, aunque en el vecindario dicen que están endeudados. –Con los ojos entornados y, visiblemente molesta con aquella voz monótona que no la deja en paz, mira por primera vez hacia donde yo estoy y frunce el ceño...
          –Caballero, perdone el atrevimiento –me aborda un joven con bata blanca–, le vengo observando y no es la primera vez que se queda ahí, sin atreverse a entrar. Si me dice a qué residente quiere visitar con sumo gusto yo mismo le acompaño.
          –No vengo a ver a nadie, siento curiosidad y por eso miro, nada más. ¿Acaso está prohibido?
          –No, por Dios. No se ofenda, nada más lejos de mi intención, es sólo que algunos familiares no soportan enfrentarse al deterioro de sus seres queridos y suelo ser la persona que tiende puentes entre unos y otros. Me llamo Greyson Davis, soy trabajador social y, entre otras muchas funciones, mi tarea consiste en atender sugerencias que los allegados de los residentes proponen, sobre todo las relacionadas con las mejoras de convivencia. Las llevo ante la junta de dirección y ahí se matizan, configuran e intentamos llevarlas a cabo.
          –Pues muy bien, y a mí qué me cuenta. Váyase por donde ha venido y déjese de hostias. –Diez minutos después y, para no desentonar, me pongo también a dar vueltas en torno a un árbol hasta comprobar que la visita de mi secretaria se ha ido. Entonces, dejándome llevar por un impulso espontáneo, me quedo a un pie de atravesar las puertas giratorias. Sin embargo, las potentes luces y la sirena de una ambulancia que se acerca me hacen retroceder.
          De los pocos negocios que quedan intactos en el vecindario sin sufrir continuos saqueos, sobrevive una tienda de venta al por mayor de aparatos electrónicos. Es habitual pasar por delante del escaparate y que lo tape una multitud de personas mirando las televisiones encendidas. Ahí hemos seguido los discursos del estado de la Unión –esto también se proyecta en la fachada de diversos edificios–. Los tiroteos en las escuelas encogiendo el corazón de la ciudadanía, el asesinato de George Floyd, las celebraciones del Día de la Independencia el 4 de julio, la reciente concentración ante el Ayuntamiento de Los Ángeles en repulsa por los comentarios racistas de una concejala latina que se burla del hijo afroamericano de un compañero diciendo que parece un changuito, grandes inundaciones que han anegado pueblos enteros, la retransmisión en directo de huracanes que una vez arrasado el Caribe toman tierra en las costas de Estados Unidos dejando un reguero de desaparecidos muchas veces incontables, el juicio del impeachment contra Donald Trump o las oraciones y ceremonias de Acción de Gracias, así como crisis internacionales sin precedentes. Pero ahora todo lo ocupa el estallido de bombas que impactan contra infraestructuras civiles abriendo cráteres junto a parques infantiles, dejando cadáveres que yacen sin identidad entre adoquines, el éxodo de hombres, mujeres y criaturas que huyen de Ucrania y pasan al otro lado de la fronteras alejándose así del enemigo. De repente impactados por las imágenes se rompe el silencio.
          –¿Eso dónde está ocurriendo? –pregunta un joven cuyas rodillas le asoman por un roto en los pantalones–, a nosotros nos queda lejos, ¿no?
          –Creo que es en el sur del continente europeo –salta alguien de la tercera fila–, pero no sé. ¿Alguno de vosotros sí? –Ninguno respondemos.
          –A mí me sacas de Michigan –cuenta un taxista que se ha parado por curiosidad– y me pierdo.
          –Yo estuve con la OTAN en la guerra de Bosnia –apuntan desde el fondo– y me suena cerca de ahí.
          –¿Y qué más da? –sentencia una anciana cargada con bultos–, no es nuestro problema, muchacho, ni son nuestro muertos, ni nuestros migrantes, y tampoco nuestros compatriotas, esa batalla no nos corresponde librarla.
          –Diga que sí, mujer. A mí no me preocupa –apunta un tipo bien vestido que se ha unido al grupo–, somos una gran potencia y nada nos aniquilará.
          –El presidente Biden ha dicho que no nos tomemos a broma la amenaza nuclear que pone en jaque al mundo –suena tal vez la voz más realista– y que de producirse nuestra respuesta será contundente.
          Observo la escena desde mi posición de vencido y lo único que quiero es huir para que el sentimentalismo ajeno no me salpique. Así que, como puedo, incluso a codazos, me abro paso hasta salir a la claridad de la acera donde tropiezo con un muchacho muy joven que recoge botellas de plástico. Las campanas de la catedral tocan incesantes mientras que al menos ocho coches de bomberos van a toda velocidad en dirección a la Avenida Hamilton. Ha comenzado a caer una lluvia muy fina obligando al sol a hacerse a un lado y tiñendo las esquinas de un negro más oscuro que la noche. Es entonces cuando la ciudad se me figura moribunda o puede que sea yo quien esté muerto.

domingo, 6 de noviembre de 2022

Detroit, una historia cualquiera

5.

Año y medio después de morir papá cuando la situación económica era insostenible prescindí de todo el servicio excepto de Dominic, obligado a cumplir con él la cláusula añadida en el testamento donde se nos ordenaba que permaneciese con nosotros hasta el final de sus días. A pesar de que las manos de Chul-Moo ya no se movían ágiles por los fogones y la estructura del cuerpo dolorido y encorvado estaba muy deteriorada, encontró empleo en la cocina de un barco que, tras atravesar medio mundo, arribó en el principal puerto de su país de origen, lo cual significó el regreso del hijo pródigo a la patria y, aunque no quedaba vivo ninguno de sus allegados, y los paisajes guardados en la memoria en nada se parecían a la realidad, consiguió llegar hasta la provincia de Jeolla del Norte, al suroeste de la República de Corea del Sur, donde creció y presintió que algún día volvería para morir en la tierra que le vio nacer. Esa misma mañana Brody partió a Wisconsin donde abriría en breve un pequeño taller de reparación de automóviles y toda clase de maquinaria junto a la mujer que le había robado el corazón. Anterior a esa fecha, una vez, regresando de la empresa charlábamos en el coche y me dio a entender su intención de dejar el trabajo cuanto antes, pero yo le necesitaba un poco más para conservar una cierta apariencia. Así que, fiel a sus principios de lealtad aguantó hasta que le despedí. Para entonces mis hermanos Dakota y Colorado Sprint ya habían emprendido su propio camino lejos de Detroit. La casa, habitada por tres desconocidos, de repente entró en modo silencio. Estábamos faltos de liquidez para hacer frente a las facturas y mamá no dejaba de generar gastos superfluos engordando unos números rojos de escándalo, ni aceptaba la presencia del viejo jardinero considerando que aquello no era más que el capricho de su difunto esposo quien estaría descojonándose en la tumba. Sin embargo, a lo largo de algunas semanas permanecimos ahí hasta que, tras la imposibilidad de vender la mansión, embargada hasta los cimientos, no me quedó otra opción que instalarnos de manera provisional en un sencillo motel de dos estrellas a poca distancia del centro.
          –He conocido a una persona –dice mamá.
          –¡Coño! ¿Te has enamorado? –por alguna razón no me ha sorprendido.
          –¡No digas sandeces, Ayden! –exclama molesta.
        –A ver, que no me importa en absoluto, y conste que lo entiendo. Todavía eres una mujer muy atractiva y libre de hacer cuanto te plazca. En cualquier caso, reconoce que así, tan de sopetón, no lo esperaba –me justifico.
          –No dejes volar la imaginación que es sólo un amigo. Nos conocimos en la ópera, ama el arte, los buenos restaurantes, los viajes exóticos y, qué quieres que te diga, me siento muy sola, tú estás casi siempre en la fábrica, frecuentas otros ambientes, recibes a gente importante, cambias impresiones con ellos, pero yo me siento prisionera pagando las consecuencias de algo que, no he buscado ni merezco. He perdido el contacto con todas mis amistades porque me tratan y miran con lástima, y eso no lo soporto, igual que la vergüenza de no llevar en el bolsillo ni para un té. Además, como siga pegada a esa momia me voy a quedar sin energía –refiriéndose a Dominic.
          –Lamento muchísimo que tengas que pasar por esto, te juro que hago todo cuanto está en mi mano para normalizar nuestra vida.
       –¿Piensas de mí que soy una egoísta o todavía peor una frívola a la que sólo le preocupa su posición social y el concepto que tengan de mí los demás?
          –Ninguno de nosotros imaginó que caeríamos por un precipicio de difícil ascenso.
      –Desde luego. La culpa es de tu padre que fue un irresponsable y desconsiderado. Comprendo que tus sentimientos hacia él te impidan ver al verdadero hombre miserable que se escondía bajo su piel bronceada –hice una mueca.
          –Perdón por interrumpirles. No me esperen a cenar –el longevo jardinero viene hasta el saloncito a excusarse–, tengo el estómago algo revuelto y, si ustedes no tienen inconveniente, preferiría retirarme a descansar.
          –Claro. ¿Quieres que venga el médico?
          –No, por Dios, no es nada. Mañana estaré mucho mejor, seguro.
          –Entonces ordenaré que te suban una bandeja con alimentos.
          –De verdad que no me apetece. Muchísimas gracias.
          –Como prefieras, pero llámame si te encuentras mal, por favor.
    –Así lo hare, señorito. A sus pies, señora –Mamá no respondió por desprecio e indiferencia. 
       –Oye, no te atreverás a gastar nuestro dinero en un matasanos para que visite al viejo, ¿verdad?
          –¡Ay!, eres tremenda –nunca sospeche que con los años me volvería igual de distante y frío que ella–. Son las 6:00 p.m. y mañana he de estar pronto en la oficina. ¿Pasamos a cenar?
          –Entra tú, a mí me esperan. –Se levantó, besó mi frente, guiñó un ojo e hizo gala de esa personalidad tan suya subida en los zapatos de aguja que nadie lleva mejor que ella. Entonces, altiva y prepotente, con andares elegantes, recorriendo el largo pasillo, desafió a los semejantes con una caída de pestañas por encima de los hombros.
          Miré por la ventana y aún era noche cerrada, todavía faltaba más de media hora para que tocase el despertador, pero como tenía la lengua pegada al paladar, me levanté a meter la boca debajo del grifo del lavabo y, sin atragantarme, beber toda el agua que pude. Así que, una vez desvelado lo mejor que podía hacer era darme una ducha y empezar la jornada. La pantalla del portátil permanecía encendida con el documento del último balance sin cuadrar, lo repasé de nuevo y entonces vi dónde estaba el error: resulta que hay pagos cuyos justificantes no aparecen o lo que es todavía peor: puede que jamás hayan existido. Es decir, alguien se lo estaba llevando crudo. Me vestí corriendo y salí escopetado para la oficina, no sin antes…
          –¡Mister Carson! ¡Mister Carson! –dijeron desde el mostrador de recepción.
          –¿Sí? –respondí–. Lo siento, tengo mucha prisa y no me puedo entretener.
          –El caballero de la 325 ha dejado esto para usted.
          –¿Se encontraba mal? – pregunté mientras sacaba la nota del sobre.
          –No sabría decirle, en ese momento estaba otro compañero.
          –¿Hace mucho?
          – Supongo que no, he venido hace treinta minutos y el sobre ya estaba el mostrador.
          Unas breves líneas de trazo infantil y pulso tembloroso resumían la despedida de un hombre agradecido a su antiguo jefe por la consideración de ofrecerle cobijo junto a la familia y también a mí por cumplirlo. Sin embargo, tras el giro del presente se veía obligado a tomar un camino distinto esperando que tal decisión no enfadase a los señores. Finalizaba expresando su cariño hacia mí y apuntando que en el dormitorio había dejado unas flores para mamá. Una vez más sentí que había fracasado, por eso me eché a la calle y le busqué casi sin descanso durante tres días en diversas organizaciones e iglesias adonde acuden homeless. No obstante, el entrañable anciano que se incorporó a nuestro servicio en tiempos de la abuela, a pesar del empeño que puse por encontrarle, desapareció sin dejar rastro. Tiempo después salió en el periódico la noticia del hallazgo del cadáver de un mendigo, a orillas del río e identificado como Dominic McCarthy, cuerpo nadie reclamó. Las siguientes semanas luché duro contra un fuerte resfriado, aunque seguí pilotando la empresa.
          –¿Quién autorizó el pago de estos cheques? ¿Y por qué no se me ha informado al respecto? –interpelé al administrador agitando con la mano el listado que acababa de imprimir.
          –La orden vino de su madre –dijo con un hilo de voz– y supuse que estaría al corriente.
          –Deme el talonario.
          –Lo siento, pero no es posible.
          –¿Por qué?
          –A raíz de morir su padre lo tiene ella.
          –Convoque al abogado para una reunión en mi despacho a primera hora de esta tarde.
          –No me malinterprete jefe, pero dicha tarea no me corresponde hacerla a mí si no a su ayudante.
         –¡Llámelo, ya! ¿No ve que no hay secretaria porque está enferma? –lo hizo sin rechistar aunque el enfado le duró meses.
     –Perdón por el retraso, hay un tráfico infernal –se quejó tomando asiento antes de ofrecérselo–. ¿Qué puedo hacer por usted? –El letrado apenas rondaba la treintena de edad. Recién llegado de Nueva Inglaterra se presentó al proceso de selección para cubrir una vacante en el bufete que nos representaba y dado su completísimo currículum y lo apabullante de las cartas de recomendación adjuntas, los asociados no dudaron en darle una oportunidad asignándole la cartera de aquellos clientes que menos importaban o quizá la de los presuntos candidatos a caerse de la parrilla, entre los que, lamentablemente, nos encontrábamos nosotros.
          –Quiero que redacte un papel donde especifique que, sin mi consentimiento, como director general de esta compañía, ningún miembro de la familia Carson puede disponer de dinero. Imagino que le habrán puesto al corriente de nuestra delicada situación y de la voluntad que mi padre dejó escrita en el testamento. –Muy concentrado en lo que leía tardó algunos minutos en contestar.
          –Eso que me pide he de consultarlo ya que el testador no lo especifica tal cual, tan sólo se refiere a la asignación para los otros hijos, el regalo de una propiedad al ama de llaves, las condiciones explícitas que le pone a su esposa si quiere seguir disfrutando del hogar y que se hagan cargo del jardinero, además de nombrar gerente de la empresa a su primogénito. Es decir, usted. En cuanto a vetar gestiones bancarias no consta ninguna clausula añadida.
          –Pues informe cuanto antes de mi petición a quien corresponda o me veré obligado a tomar otra determinación que no gustará nada, créame.
          –No sea extremista, hombre de Dios, encontraremos la manera de resolverlo, hay que tener mucha delicadeza con este tipo de cosas tan susceptibles no vaya a entenderse como que quiere acaparar el control absoluto, algo que podría terminar mal y en los tribunales, imagino que no será ese su propósito, ¿verdad?
          –Eso nos perjudicaría a todos, sobre todo nuestra imagen, además no hace falta llegar tan lejos. –El licenciado, convencido de que debía demostrar su valía y cuidándose mucho de no cometer algún fallo que le hiciese perder el empleo, en su cabeza tejió el argumento con el que convencería a la entidad bancaria satisfaciendo también el deseo del cliente, así como los propios intereses de la firma a la que representa.
          El área de aparcamiento del motel estaba desierta con apenas media docena de coches, un par de bicicletas sujetas con candado y un saco de pienso para gatos que alguien se dejó apoyado en una columna. Por el horizonte aparecía la luna llena dando solemnidad al paisaje desdibujado de luces. Había refrescado, lo cual auguraba que la noche sería gélida. Todo estaba en silencio excepto la televisión del recepcionista con uno de esos programas de humor tan americanos. Mamá regresaba a pie y yo diría que algo achispada. Viéndola así, en el fondo me sabía muy mal tener un desencuentro con  ella a consecuencia del asunto que debíamos tratar, sobre todo, porque conociéndola pondría el grito en el cielo y a mí a parir. Sin embargo, había que hacerlo, así que crucé los dedos y me dije que cuanto antes se aclarasen las cosas desagradables, mucho mejor. Unos golpes sueves de nudillo sonaron en la puerta de mi habitación, venía canturreando una melodía para mí desconocida, abrí de golpe y no la dejé hablar.
          –¿Cómo se te ocurre sacar del banco una cantidad de dinero tan desorbitada sabiendo que estamos arruinados? –mamá me miró de arriba abajo, torció un poco la cabeza, emitió con la lengua un ruido insignificante, se dejó caer en la silla, cruzó una pierna sobre otra y…
             –No tengo que darte explicaciones.
        –Por supuesto que sí, eso que has decidido gastar a tu antojo era para pagar los sueldos de la plantilla y ahora tendré problemas, incluso podrían denunciarme por impago.
            –Pues les dices que se lo darás el próximo mes, no creo que sea para tanto.
          –Es una barbaridad lo que acabas de soltar, haré como que no te he escuchado –yo caminaba desesperado de pared a pared de la habitación–. ¿Crees que esas personas no tienen derecho a reclamar lo ganado honradamente? –A decir verdad, lo que menos me importaba eran las calamidades de los trabajadores y sí el desprestigio que una vez más se cebaría triturándonos en los corrillos de la alta sociedad y de los que casi ya nos habían expulsado.
        –Como comprenderás no voy a consentir que mi hija se case sin un banquete de bodas apropiado a nuestra posición –sonó contundente– y acorde a lo que ha significado para el desarrollo de esta ciudad, del estado de Michigan, de todo el país en general, el apellido Carson. Como tampoco que no luzca un vestido en condiciones, ni haya una larga lista de invitados, a los que tú, como padrino, harás llegar personalmente la invitación. Así que, ve haciéndote a la idea: necesitaré mucho efectivo y, por supuesto, una lujosa casa en donde recibir a sus futuros suegros y no en esta pocilga a la que me has traído.
          –No pongas las cosas más difíciles. Admite que no somos los que éramos y no queda más remedio que adaptarse.
          –Mañana tenemos la primera prueba en el modisto, he pedido que la cuenta te la envíen a ti, encárgate de no dejarme en mal lugar. –Durante más de una hora manifestamos nuestras discrepancias resumidas en puntos de vista encontrados o prioridades muy diferentes. Sin embargo, reconozco que de haber tenido menos responsabilidades que me ataban de pies y manos, yo también habría ejercido la misma rebeldía y presión que mamá negándome a descender a los infiernos.
          –¿Quién es el afortunado? –la cogí desprevenida y con toda su artillería a punto de cargar sobre mí–. Supongo que no se habrá enamorado de un simple obrero, ¿verdad? –dije con sarcasmo–, no lo habrías consentido, ¿me equivoco, madre?
          –Veo que tu crueldad no tiene límites. Para tu información, y ya que estás tan intrigado, es un granjero de Texas dedicado a la cría de caballos de raza –tenía las mejillas coloradas en señal de enfado.
          –Mira por donde ahora iremos a los rodeos sin gastar un centavo. ¿Te parece bien que me haga el traje de cowboy antes que el de chaqué? –Salió del dormitorio como un huracán dando un portazo. Aunque mi hermana Dakota se había independizado hacía bastante y andaba de un sitio a otro probando suerte con el amor, era una carga económica sin límite, por tanto, la noticia del enlace fue realmente un alivio. Estudié diversas posibilidades para conseguir dinero inmediato, tales como sacar al mercado un paquete de acciones de la compañía, pero al final todos los caminos me llevaban a un mismo punto: ceder parte de los derechos de explotación.
          –Disculpe, señor, llaman por teléfono e insisten en hablar con usted –dijo el sustituto de Joanne hasta que esta pueda incorporarse. El joven prestaba mucha atención en todo y la verdad es que permaneció ahí mientras la Motors Carson Company estuvo abierta.
          –Pásemelo y que no me moleste nadie, por favor.
          –Descuide –y haciéndose el interesante, continuó–: me ocuparé personalmente de que así sea.
          Yo también esperaba esa comunicación como agua de mayo ya que, a través de un diplomático, antiguo amigo de papá, supe del grandísimo interés que tenía un pez gordo de la industria automotriz canadiense por adquirir las patentes que estaba dispuesto a sacrificar, aunque no a cualquier precio, claro. Con la sensación de que me faltase el aire aflojé un poco el nudo de la corbata, tomé dos tragos de agua, respiré hondo, tragué saliva y descolgué el auricular. Al otro lado del teléfono una voz grave esparció las garras de una oferta abusiva desde mi punto de vista, pero dadas las circunstancias familiares no podía rechazarla. Al día siguiente periódicos de tirada nacional y extranjeros sacaron la noticia a doble página junto al amplio reportaje fotográfico de la Motors Carson Company, desde su inauguración en 1905, con el abuelo a la cabeza, hasta que tomé las riendas. Las crónicas señalaban mi incapacidad como responsable de una empresa a la que le hubiese ido mejor con el tío James de director, a pesar de llevar desde la adolescencia ingresado en un centro psiquiátrico…