Las canciones tienen trastienda.
Nosotros también.
Anónimo.
Valerio
nació con unas cualidades para el diseño absolutamente deslumbrantes. Tanto
como para
que uno de los
maestros de la escuela primaria sugiriera
a los padres realizar un esfuerzo que proporcionara al niño los recursos necesarios que le podrían
situar el
día de mañana al lado de lo más granado y distinguido de la alta costura. El
chico también contribuiría a alimentar dicha opinión, ya que el centro de sus juegos infantiles, más allá del fútbol o de tirar chinas a los pájaros, era tener
su propio taller de costura en el centro de alguna ciudad importante, al que acudirían grandes
estrellas de la escena y del cine universal. Daba gusto, por otra parte,
observar a la gente con la boca abierta cuando de un pedazo de sábana vieja sacaba un vestido perfectamente
confeccionado. El mismo que después sus hermanas le pondrían a las muñecas,
presumiendo delante de las amigas rabiosas de envidia.
Una vez, la mujer del alcalde, para
las fiestas del pueblo, invitó a una conocida a pasar unos días con ellos. Ese
año el Ayuntamiento tiró la casa por la ventana haciendo una campaña de
publicidad muy atractiva, cuyos resultados finales agradecieron tanto los vecinos
como las arcas municipales, que se
vieron felizmente nutridas. No sólo
contrataron a una buena orquesta que triunfaba en ese tipo de festejos, sino también a unos titiriteros que hicieron
gozar a todos los niños, mientras que los mayores disfrutaban de una pequeña
compañía de teatro que demostraron ser magníficos actores por la extraordinaria
puesta en escena de La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca.
Cuando se corrió la voz de la
posible llegada al pueblo de ciertas personalidades de la capital, vinieron gentes de otras pedanías de alrededor e
inclusive de las más retiradas, pero nunca aparecieron, como ya se olían los
más escépticos de la región. Una de aquellas tardes quien sí vino fue el
profesor de Valerio a tomar una limonada con los paisanos. Saludó calurosamente
a todos, y respondió preguntas y dudas que le plantearon los padres de los
alumnos. A decir verdad, no tenía pensado quedarse mucho tiempo ya que debía
atender otros compromisos, pero el diálogo entablado con la amiga de la alcaldesa
consorte le hizo cambiar de planes. La conversación que mantenían era en tono
distendido. Al parecer la mujer se movía bien en ambientes selectos porque hizo
un comentario que al profesor no le pasó desapercibido: “la semana que viene me
voy a un desfile en París con dos amigos míos que son modistos”. Fue entonces
que al profesor se le ocurrió la idea de hablarle del chico por si acaso ella pudiera interceder
por él, para que le ayudaran a abrirse camino. Así arrancó la moto, con un
cielo completamente oscurecido, y llevándose en el corazón la promesa de
conseguir un futuro mejor para aquel alumno.
Sin embargo, los sueños de Valerio
pronto se truncaron en desgracia, cuando un tío abuelo por parte de madre se lo
llevó de paseo al monte, donde
le violó y amenazó con cortarle los genitales si decía algo. Ese niño, que se fue engañado con el
reclamo de vivir junto al tío la verdadera experiencia de pasar una noche al
raso, regresó con la muerte de la vida metida en las pupilas. El padre achacaba
el cambio negativo y radical del chico a que las mujeres de la casa lo tenían
atontado.
La madre siempre
sospechó que había algo más, algo terrible que atormentaba a su niño.
El carácter y la personalidad se
vieron alterados. Iba mal en la escuela, rompió uno a uno cada diseño dibujado
en sus ratos de ocio, protagonizó peleas continuas con el resto de compañeros,
era grosero con la familia, con los vecinos, con los mayores… A medida que se
hacía más intratable, se iban rompiendo las
baldas donde tenemos colocada la cordura. La desesperación de los suyos por no
saber ya qué hacer con él les
empujó a llevarle al médico, quien diagnosticó tajantemente que padecía la mala
leche de una difícil adolescencia.
Una mañana, a la hora del recreo,
alarmado por tanto alboroto que se oía en el patio, el maestro se asomó por la
ventana de la clase para enterarse de lo que ocurría. Atónito, no daba crédito
viendo cómo Valerio golpeaba a una niña más pequeña e indefensa que él. Cuando
el hombre llegó abajo acababan de separarlos. Se
encontró a la niña con un ataque de histeria temblando entre los brazos de su
profesora, y al chico lleno de ira mirando desafiante a las personas que lo
rodeaban. Trató de hacerle razonar brindándole la oportunidad de explicarse, de
confiar en él y contarle qué era aquello tan terrible que le tenía últimamente tan
desequilibrado. Pero lo único que consiguió fue una patada en la espinilla, el
desafío de la navaja que empujaba en la mano izquierda y el jarro frío
de palabras soeces que le cayó por encima…
Valerio lleva recluido casi
cincuenta años en el Centro de Salud Mental que hay en un municipio de La
Rioja, al sur de Logroño. Su habitación, con vistas al valle, es relativamente
pequeña y carece de objetos personales, salvo la poca ropa que tiene en el
armario, y que su madre antes de fallecer le fue renovando. Convertido en un
hombre que ha vivido detenido en el pasado, y que desde su ingreso en aquel
sitio tan sólo se ha comunicado por medio de monosílabos, se enfrenta a la
recta final de sus días aquejado de una grave enfermedad indeterminada, un mal
que le ha ido destruyendo la energía y cuyas raíces él conoce muy bien: el
recuerdo de aquel abuso que nunca pudo superar y que le condenó a vivir entre
las rejas de la esquizofrenia.
A dos días de su cumpleaños el
maestro fue a visitarlo, porque, a pesar
de que ahora era un anciano de carnes consumidas que necesitaba de la ayuda de
una de sus nietas para desplazarse, no había perdido la costumbre de hacerlo,
no había fallado ni una sola vez, y menos
aún desde que los padres fallecieron. Servido el chocolate con picatostes y
suministrada la medicación al interno, les dejaron solos. Quizá fue el efecto
de que un racimo de nubes ocultó la luz del sol, pero la piel mortecina de
Valerio alarmó al maestro, quien
todavía mantenía intacta la esperanza de que tarde o temprano se desahogaría
con él, de que al final del camino tortuoso de aquel hombre encontraría la paz y la
comprensión en los ojos del amigo que había creído en él desde la infancia. Por
primera y única vez rompieron a llorar juntos cruzando las miradas sin que
hiciera falta decirse nada.
Meses después, una mañana de intenso
calor, el maestro ya no despertó. Valerio, ajeno a lo ocurrido, fuera de la
realidad y atrapado en aquel mundo de angustias que había dentro de él, se
sentó de cara a la ventana a esperarlo, igual que hacía a diario para aliviar
los miedos, sin noción del tiempo ni de las fechas; porque, aunque el maestro
nunca le escuchara más, él fue contándole poco a poco y con detalle todo lo ocurrido,
tal y como lo tenía guardado en la memoria, con tristeza, con impotencia, con
dolor… Palabras que describían todas esas cosas que aquel desalmado le robó una tarde, cuando las
cartas de la jodida suerte se volvieron en su contra.