domingo, 25 de mayo de 2014

El maestro de Valerio

Las canciones tienen trastienda.
Nosotros también.
Anónimo.

Valerio nació con unas cualidades para el diseño absolutamente deslumbrantes. Tanto como para que uno de los maestros de la escuela primaria sugiriera a los padres realizar un esfuerzo que proporcionara al niño los recursos necesarios que le podrían situar  el día de mañana al lado de lo más granado y distinguido de la alta costura. El chico también contribuiría a alimentar dicha opinión, ya que el centro de sus juegos infantiles, más allá del fútbol o de tirar chinas a los pájaros, era tener su propio taller de costura en el centro de alguna ciudad importante, al que acudirían grandes estrellas de la escena y del cine universal. Daba gusto, por otra parte, observar a la gente con la boca abierta cuando de un pedazo de sábana vieja sacaba un vestido perfectamente confeccionado. El mismo que después sus hermanas le pondrían a las muñecas, presumiendo delante de las amigas rabiosas de envidia.
            Una vez, la mujer del alcalde, para las fiestas del pueblo, invitó a una conocida a pasar unos días con ellos. Ese año el Ayuntamiento tiró la casa por la ventana haciendo una campaña de publicidad muy atractiva, cuyos resultados finales agradecieron tanto los vecinos como las arcas municipales, que se vieron felizmente nutridas. No sólo contrataron a una buena orquesta que triunfaba en ese tipo de festejos, sino también a unos titiriteros que hicieron gozar a todos los niños, mientras que los mayores disfrutaban de una pequeña compañía de teatro que demostraron ser magníficos actores por la extraordinaria puesta en escena de La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca.
            Cuando se corrió la voz de la posible llegada al pueblo de ciertas personalidades de la capital, vinieron gentes de otras pedanías de alrededor e inclusive de las más retiradas, pero nunca aparecieron, como ya se olían los más escépticos de la región. Una de aquellas tardes quien sí vino fue el profesor de Valerio a tomar una limonada con los paisanos. Saludó calurosamente a todos, y respondió preguntas y dudas que le plantearon los padres de los alumnos. A decir verdad, no tenía pensado quedarse mucho tiempo ya que debía atender otros compromisos, pero el diálogo entablado con la amiga de la alcaldesa consorte le hizo cambiar de planes. La conversación que mantenían era en tono distendido. Al parecer la mujer se movía bien en ambientes selectos porque hizo un comentario que al profesor no le pasó desapercibido: “la semana que viene me voy a un desfile en París con dos amigos míos que son modistos”. Fue entonces que al profesor se le ocurrió la idea de hablarle del chico por si acaso ella pudiera interceder por él, para que le ayudaran a abrirse camino. Así arrancó la moto, con un cielo completamente oscurecido, y llevándose en el corazón la promesa de conseguir un futuro mejor para aquel alumno.
            Sin embargo, los sueños de Valerio pronto se truncaron en desgracia, cuando un tío abuelo por parte de madre se lo llevó de paseo al monte, donde le violó y amenazó con cortarle los genitales si decía algo. Ese niño, que se fue engañado con el reclamo de vivir junto al tío la verdadera experiencia de pasar una noche al raso, regresó con la muerte de la vida metida en las pupilas. El padre achacaba el cambio negativo y radical del chico a que las mujeres de la casa lo tenían atontado. La madre siempre sospechó que había algo más, algo terrible que atormentaba a su niño.
            El carácter y la personalidad se vieron alterados. Iba mal en la escuela, rompió uno a uno cada diseño dibujado en sus ratos de ocio, protagonizó peleas continuas con el resto de compañeros, era grosero con la familia, con los vecinos, con los mayores… A medida que se hacía más intratable, se iban rompiendo las baldas donde tenemos colocada la cordura. La desesperación de los suyos por no saber ya qué hacer con él les empujó a llevarle al médico, quien diagnosticó tajantemente que padecía la mala leche de una difícil adolescencia.
            Una mañana, a la hora del recreo, alarmado por tanto alboroto que se oía en el patio, el maestro se asomó por la ventana de la clase para enterarse de lo que ocurría. Atónito, no daba crédito viendo cómo Valerio golpeaba a una niña más pequeña e indefensa que él. Cuando el hombre llegó abajo acababan de separarlos. Se encontró a la niña con un ataque de histeria temblando entre los brazos de su profesora, y al chico lleno de ira mirando desafiante a las personas que lo rodeaban. Trató de hacerle razonar brindándole la oportunidad de explicarse, de confiar en él y contarle qué era aquello tan terrible que le tenía últimamente tan desequilibrado. Pero lo único que consiguió fue una patada en la espinilla, el desafío de la navaja que empujaba en la mano izquierda y el jarro  frío de palabras soeces que le cayó por encima…
            Valerio lleva recluido casi cincuenta años en el Centro de Salud Mental que hay en un municipio de La Rioja, al sur de Logroño. Su habitación, con vistas al valle, es relativamente pequeña y carece de objetos personales, salvo la poca ropa que tiene en el armario, y que su madre antes de fallecer le fue renovando. Convertido en un hombre que ha vivido detenido en el pasado, y que desde su ingreso en aquel sitio tan sólo se ha comunicado por medio de monosílabos, se enfrenta a la recta final de sus días aquejado de una grave enfermedad indeterminada, un mal que le ha ido destruyendo la energía y cuyas raíces él conoce muy bien: el recuerdo de aquel abuso que nunca pudo superar y que le condenó a vivir entre las rejas de la esquizofrenia.
            A dos días de su cumpleaños el maestro fue a visitarlo, porque, a pesar de que ahora era un anciano de carnes consumidas que necesitaba de la ayuda de una de sus nietas para desplazarse, no había perdido la costumbre de hacerlo, no había fallado ni una sola vez, y menos aún desde que los padres fallecieron. Servido el chocolate con picatostes y suministrada la medicación al interno, les dejaron solos. Quizá fue el efecto de que un racimo de nubes ocultó la luz del sol, pero la piel mortecina de Valerio alarmó al maestro, quien todavía mantenía intacta la esperanza de que tarde o temprano se desahogaría con él, de que al final del camino tortuoso de aquel hombre encontraría la paz y la comprensión en los ojos del amigo que había creído en él desde la infancia. Por primera y única vez rompieron a llorar juntos cruzando las miradas sin que hiciera falta decirse nada.
            Meses después, una mañana de intenso calor, el maestro ya no despertó. Valerio, ajeno a lo ocurrido, fuera de la realidad y atrapado en aquel mundo de angustias que había dentro de él, se sentó de cara a la ventana a esperarlo, igual que hacía a diario para aliviar los miedos, sin noción del tiempo ni de las fechas; porque, aunque el maestro nunca le escuchara más, él fue contándole poco a poco y con detalle todo lo ocurrido, tal y como lo tenía guardado en la memoria, con tristeza, con impotencia, con dolor… Palabras que describían todas esas cosas que aquel desalmado le robó una tarde, cuando las cartas de la jodida suerte se volvieron en su contra.

domingo, 11 de mayo de 2014

La suerte de sentirme querida




La realidad está cargada de mil singularidades
que merecen ser observadas con los ojos de la poesía.
Luis García Montero

Recuerdo perfectamente aquel día como si fuera ahora mismo. Aún quedaba algún foco de la gastroenteritis que había pasado y seguía floja. Así que no tuve más remedio que anular la asistencia al preestreno de una película de producción canadiense, donde uno de mis amigos, actor secundario, tenía un papel de escasas diez frases, aunque fundamentales para el desenlace final de la trama. Pero no era ese el único motivo de disgusto para mí, ya que los directivos de la empresa donde trabajo propusieron que fuera yo la ponente de la representación que iría al Congreso Internacional de Distribuidores y Fabricantes de Sistemas Informáticos, lo que, como es de suponer, mandó a tomar por saco las mini vacaciones que había preparado a la playa para ese mismo fin de semana. En su lugar me tocó preparar un completo dossier, capaz de atraer a nuevos clientes que engordasen las cuentas de la compañía, sacudidas por el cólera de esta crisis que se está llevando tantas cosas por delante.
Antes de que llegara el taxi que debía llevarme al hotel cercano al sitio donde se iba a celebrar el evento, ya tenía preparado en el iPad la presentación de la última campaña, que hicimos con cierto éxito, y unas palabras minuciosamente escogidas que exponían con absoluta claridad la política de la empresa y sus intereses, que distaban mucho de los míos sin lugar a dudas. Me hice una raya muy suave en los ojos, puse un toque de nada en los pómulos y algo de color en los labios. Escogí un conjunto de ropa cómoda: tejanos desgastados, camiseta negra de algodón a la caja, camisa de pana en color gris, unos tenis muy blancos y la mochila con flecos que siempre aportaba un punto hippie a mi atuendo. Aún faltaban algunos minutos para partir, y pensé que la mejor manera de desarmar al aburrimiento sería poniéndolo en manos del Love me do de The Beatles: esos cuatro tipos de pelo largo que se quedan de guardia en mi casa cuando yo falto.
Igual de travieso que si fuera un niño chico a la hora del recreo con pan y chocolate derritiéndose en los bolsillos, el sol empezaba a jugar al escondite con el suelo de las calles de Madrid. Los carriles del Paseo de la Castellana en ambos sentidos estaban cubiertos de automóviles, y, aunque la distancia que yo tenía que hacer era relativamente corta, y el contador ya marcaba un importe de veinticinco euros, no puse ninguna resistencia al exagerado rodeo que estaba dando el taxista para llegar al Paseo de la Habana. Todo lo contrario. Iba con tiempo suficiente, estaba encantada de la ruta, feliz de los atascos, y además me apetecía muchísimo contemplar las sombras de la ciudad escabulléndose entre las luces atardecidas a orillas del bullicio. Porque, para ser sincera, no tenía ninguna gana de llegar a mi destino, de hablar y sonreír a los compañeros, a los jefes, al público asistente. ¡Con lo bien que podía estar ahora mismo tumbada panza arriba en contacto con la arena de alguna playa del sur!
Por mis arraigados principios acerca de la igualdad de las personas, me incomodó bastante que el portero de uniforme y gorra de plato, se lanzara a abrirme la puerta del coche con ese peso de inferioridad que tienen algunas personas cuando delante de sus semejantes no apartan la vista de los zapatos. En recepción, además de encargarse de mi equipaje para subirlo a la habitación y de informarme sobre las instalaciones disponibles: clave de wifi, horario de gimnasio, servicio de lavandería…, también me proporcionaron la acreditación personal que debía llevar siempre visible durante esos días.
A la entrada del salón donde habían instalado el catering, saludé a la azafata, que conocía de otras batallas similares, y que parecía tan desganada y aburrida como yo. Poco a poco aquello se fue llenando de gente hambrienta. Hombres y mujeres que se creían poderosos con ropa de camuflaje, aunque perdían la compostura cuando les ponían una tajada delante que llevarse a la boca, dando la impresión de no haber probado bocado en siglos. Algunas de aquellas caras las tenía ya muy vistas, otras no. El jefe de nuestro departamento de marketing me llamó desde uno de los extremos. Años atrás habíamos tenido una aventura, y, aunque procuro separar lo privado de lo profesional, me molestaba coincidir con él más a menudo de lo que quisiera. Me presentó a un pez gordo. Un japonés con mucha pasta que venía dispuesto a invertir en el negocio. De todas formas, como no era obligatorio quedarse a conciliar en la degustación, ni me apetecía convertirme en la presa del cazador que quería meterse en mi cama, pedí que me subieran la cena al dormitorio.
Descansé estupendamente, y tomé un copioso desayuno que me ayudaría a realizar bien mi trabajo. Porque, ya que estábamos, mejor dejar el listón alto que darle carnaza a las habladurías. El congreso arrancó a las diez en punto de la mañana, y lo hizo con la intervención, a mi juicio un poco larga, de uno de los mejores creadores de hardware que existen en la actualidad. Y aquí apareciste tú. Tengo que decir que al principio pasaste desapercibido, supongo que eras uno más entre tanto público asistente. En el membrete de los papeles que manejabas sin atender a nadie, vi el nombre de la multinacional que le hacía la competencia al pagador de mis facturas. Uno a uno los ponentes se pasaban el testigo. A primera hora de la tarde llegó mi turno. Defendí el desarrollo que pensábamos introducir para un mayor rendimiento de los ordenadores lo mejor que supe. Hice un discurso escueto pero cargado de contenido, brevedad que seguramente agradecerían quienes estaban tan cansados como yo. Cuando regresé a las gradas, me senté intencionadamente a tu lado y aquello fue como poner la mesa y empezar a conocerte.
El restaurante del hotel, que no cerraba mientras un solo cliente permaneciera dentro, se mantuvo abierto hasta las cinco de la madrugada por nuestra culpa. Hablamos de política, de viajes, de cine, de libros, de música, de exposiciones… Y todo lo arropamos con la pasión recién estrenada de dos seres que empezaban a sentirse menos solos, más comprendidos y apoyados. La verdad es que no tuvimos consideración alguna por el maître y dos de los camareros a quienes el sueño a punto estuvo de tumbar. Esa noche no dormimos y la siguiente casi que tampoco. Por primera vez en mucho tiempo estaba feliz de volver a creer en las personas, se me habían relajado los humos del carácter y me proponía no estropearlo también contigo.
De allí salimos a la vida con prisa de amante, y no nos separamos hasta que la enfermedad acabó contigo, arrancándote de mi lado. Hoy, envejecida desde entonces por la putada de la muerte, y sentada a la fresca en la gruta de la memoria, escribo estas líneas pensado en ti, y en todas aquellas pequeñas cosas que han quedado sin materia por tu ausencia. Sé muy bien que hay que seguir con las obligaciones, y que lo cotidiano se tiene que estabilizar, y que a pesar de haberme quedado casi vacía me siguen eligiendo para preparar ponencias, donde intento dar el cien por cien de mí. Sin embargo, me pone enferma la sola idea de pensar que siempre habrá una butaca vacía a mi lado. Supongo que para esta singularidad que tampoco es menor, también sería necesario usar los ojos que refiere Luis García Montero, porque seguramente así, y teniendo en cuenta que no te voy a olvidar, la nostalgia me hará menos daño.