domingo, 24 de mayo de 2020

Nocturno, en el estado de Nevada

18.

Con diecisiete años recién cumplidos, Linda se casó, embarazada de cinco meses, con Steven, un veinteañero que acababa de abandonar los estudios para trabajar en una gasolinera de la que le echaron por no cumplir las expectativas deseadas por la empresa. Al acto sólo acudió la familia directa. Charlotte Bennett y su marido se opusieron al enlace, sobre todo porque sabían que aquel chico haría sufrir muchísimo a su niña, y porque ésta, dadas las circunstancias, tiraría por la borda un futuro prometedor en el mundo del Derecho. Sin embargo, cedieron ante el chantaje de no hablarles y de prohibirles conocer al nieto que venía en camino. Semanas antes de parir metieron lo más básico en la camioneta de segunda mano que a menudo les dejaba tirados, y, junto a otros amigos, se marcharon a vivir a Rose Peak Rd, en Dayton, a 12,7 millas de Carson City, por la US-50 E, donde compartirían una granja espaciosa y cultivarían la huerta que pronto dejaría de darles de comer. Endeudados hasta los huesos y atrapados en las garras de un futuro nada halagüeño, el segundo hijo nació a los doce meses del primero, y para cuando llegó la tercera, una preciosidad rubia de ojos grandes y verdosos, subsistían gracias a los servicios sociales y a la asignación enviada puntualmente por los padres de ella. La relación en la pareja se deterioraba cada vez más: insultos, infidelidades, broncas y peleas que en ocasiones precisaron de la intervención de la policía. Así que un día, con la pequeña todavía sin andarse, unos cuántos dólares prestados y el hormigón del fracaso macerando encima de los hombros, abrazó muy fuerte a los dos mayores y les dijo que a la mañana siguiente harían una larga excursión hasta la casa de los abuelos, a los que vieron el Día de Acción de Gracias. Esa fue la primera vez que se separaron. Después, volvieron a juntarse y puede que ahora fuera... Veremos. ‘¿Qué ha pasado, cariño?’. ‘Pues que no aguanto más mentiras ni chanchullos, mamá’. ‘¿Te ha pegado?’. ‘No’. ‘¿Recuerdas que en el funeral de papá tus hermanos le apartaron de la gente porque estaba borracho y temían que formara un escándalo?’. ‘’. ‘¿Y también que te dijimos que no volvieras con él? Pero, claro, tú, como siempre, hiciste lo que te vino en gana’. ‘Joder, ¿y qué querías? El ultimátum era quitarme a los niños o agachar. Y, como comprenderás, no iba a consentir que me separara de mis hijos’. ‘Por supuesto que no. Bueno, ahora estáis aquí y eso es lo que importa. Esto es muy grande para mí sola. Nos las arreglaremos bien’. ‘Gracias, aunque será solamente hasta que encuentre un trabajo y un alquiler barato. Mañana iré a la tienda de ropa de segunda mano que hay a la entrada de la carretera. Al venir vi un anuncio para cajera. Igual tengo suerte y me cogen’. ‘¿Por qué no esperas a ver si surge algo mejor?’. ‘No, necesito hacer algo cuanto antes’. ‘¿Preparamos la cena? ¿Qué te parece si hacemos pollo a la plancha con brócoli y las alubias Great Northern que tanto te gustan?’. ‘Perfecto, no las he vuelto a comer desde que me fui’. ‘¿Y eso?’. ‘Porque no las encontré. Y, además, es que nadie las hace como tú’. Recibió el halago acariciándole la barbilla. Para Charlotte Bennett gestionar la nueva situación doméstica era todo un reto, ya que estaba acostumbrada a que el silencio le proporcionara la máxima complicidad para concentrarse en el estudio de cada caso, y ahora se vería alterado por el jaleo de los nietos alrededor del cuidado jardín. ‘Abuela, mamá, –gritaban los chicos disfrazados de indios y americanos–. ¡Coged el teléfono!’. Era el Fiscal del Distrito, que se disculpó por la hora, pero necesitaba que fuera urgentemente para la oficina. Se puso un pantalón de hilo, una blusa de seda estampada y lamentó dejar a medio hacer su plato estrella.
          Adam Walker, como cada mañana antes de ir a la oficina, salió a correr temprano. Necesitaba poner en orden su cabeza, sobre todo para no precipitarse en la decisión que estaba a punto de tomar y que cambiaría numerosos aspectos de la vida pública y privada, tanto suya como de su familia. Faltaba poco para terminar de estructurar el equipo con el que llevaría a cabo la campaña de presentación de la candidatura a sheriff de Carson City, compitiendo con el que había entonces y con un tipo descerebrado que, a cambio de un puñado de votos, ofrecía medidas tan grotescas como que exterminaría a los homosexuales y lesbianas, entendiendo que eran un rebaño amenazante para el resto de la especie. O que, sin miramiento ni escrúpulo, a pie de las montañas, lapidaría a las prostitutas para resarcir el despecho desgarrado de los más puritanos. Por eso, la propuesta que él ofrecía, además de reposar sobre una base sensata y próxima a la línea seguida por Barack Obama, necesitaría ser dotada con la transparencia de quien experimenta iguales problemas a los de cualquier otro ciudadano, y que aspira a las mismas cosas sencillas de crecimiento y prosperidad. Sin embargo, como sucedía a menudo, el chivato del reloj Apple Watch, con correa negra ajustable, le obligó a retrasar los planes. ‘Oye, desayuna algo, ¿no?’, –dijo su mujer–. ‘Llego tarde. Pero, bueno. Anda, no te haré el feo’. Zanjó la conversación cogiendo una tostada con mantequilla y dando dos sorbos de café que, por las prisas, casi le atragantan. Mientras conducía por las calles desiertas recordó que una de las hijastras de su cuñado participó en la campaña presidencial de Hillary Clinton, en 2016, para conseguir delegados en el estado de Nevada. Incluso viajó a Philadelphia a la Convención Nacional Demócrata, donde la candidata fue proclamada oficialmente. Lo último que supo de ella, cuando coincidieron en el entierro de su suegra, es que se involucró en la organización Onward Together, creada por la ex Primera Dama en oposición al gobierno de Donald Trump. Tenía que localizarla, para que le orientara sobre cómo ilusionar al tejido sensible de la sociedad. Pasó directamente al despacho y creó un nuevo evento en el calendario: Llamar a la activista. ‘Menos mal que has llegado. Tenemos un problema gordísimo y tienes que venir conmigo’, –interrumpió uno de los agentes.
          Aunque era el cumpleaños de Michelle no lo supe hasta que aparecí por el bufete al final del día. Había acompañado a Mayalen al cementerio. Era el primer aniversario del fallecimiento de Alexa y, una de las veces que hablé con ella, manifestó su deseo de visitar la tumba. Me ofrecí a llevarla y así, de paso, le diría que se fuera preparando, porque el juicio estaba muy cerca. Antes de recogerla compré unas flores, y, también, no sabría decir muy bien por qué, unas chocolatinas. The Walton’s Chapel of the Valley es un lugar que está bien cuidado por el personal encargado, pero no siempre a gusto de todos. La anciana se arrodilló y arrancó con fuerza la maleza que sobresalía y afeaba el césped, relajó los ojos cegados en la frontera que separa el horizonte de la imagen real y, con una mano sobre la foto de la nieta y la otra en su corazón, permaneció el rato suficiente como para verme a mí misma en Aspen Hill Cemetery, aún en pleno duelo, una de esas crudas mañanas de invierno que suele hacer en Jackson, limpiando la inscripción que encargué para la lápida de papá, y cuyo coste corrió a cargo de Richard, el segundo marido de mamá. Comprendí el abatimiento de la mujer y esa mezcla impotente que todo lo descoloca dentro de uno. Entonces, guardando distancia entre su espacio y el mío, dejé que esparciera en la hierba los sentimientos que afloraron desde lo más profundo de sus entrañas. De vuelta a la rutina, y una vez establecidos los próximos contactos con mi cliente, encontré un post-it pegado en la pantalla del portátil y firmado por la becaria y el detective: pásate por la cantina Passing City, y no valen excusas. ‘¿Qué celebramos?’, –pregunté mientras bebía de un trago el maravilloso Dry Martini que preparaba el simpatiquísimo barman que nos obsequiaba con un cuenco repleto de cacahuetes–. ‘Pues que la nena cumple añitos, y la muy cabrona no nos había dicho nada. Así que, aquí estamos tú y yo, como dos gilipollas, y sin regalo’, –dijo Ethan algo cabreado–. ‘Es que no necesito nada, sólo a vosotros, mi familia de ahora’. El grandullón de Ross se emocionó y la abrazó. Paul, nuestro camarero, pegó la oreja y salió de la cocina con una tarta que nosotros devoramos. ‘Allison, ¿has estado con la abuela?’. ‘Sí, y cada vez la veo más frágil’. ‘¿Aguantará?’. ‘Esperemos’. ‘Querido, ¿cómo van tus contactos con las altas esferas?’, –quise saber–. ‘Mirad quién hay en la barra pidiendo un whisky’, –dijo mi ayudante a la vez que señalaba con el dedo–. ‘¿Quién?’, –preguntamos intrigados–. ‘¿Ese no es el juez Robert Franklin Jr.?’, –siguió Michelle como hablando para ella–. ‘Claro, coño. El mismo. Dicen que es un obstinado en sus planteamientos y que no pasa por alto ni un error. Tiene fama de haber protagonizado fuertes discusiones con otros colegas, –aseguró Ethan–. Pero también hablan de su perseverancia para llegar hasta el fondo de cada detalle sin importarle el tiempo’. ‘Pues mejor que nos toque él y no un espabilado al que le aburre su oficio y lo único que quiere es acabar temprano para reanudar la partida de póker. ¿No creéis?’. Cuánta razón tenía nuestra anfitriona. Yo estaba a punto de interesarme por la chica del sadomasoquismo a la que la policía mantenía oculta y bajo estricta protección, cuando el magistrado se acercó y nos saludó. ‘¿Qué tal todo por WILSON, ANDERSON & SMITH?’, –nos abordó extendiendo una mano arrugada que estreché con reparo–. ‘Bien, señoría. Ya sabe, luchando. No queda otra’. –torció el rictus–. ‘El viejo Anderson fue un cascarrabias, pero muy buena persona’, –dijo, alejándose de nosotros y dejándonos sin argumentos para continuar.
          La celda de aislamiento en la que Johnny García permaneció durante cuarenta y dos días, hasta que le trasladaron a uno de los pabellones menos masificados, era un rectángulo de no más de tres metros y medio por cinco. Con paredes de hormigón infranqueables, doble puerta, y una pequeña ventana por la que, a regañadientes, se colaba un rayo de sol generoso con la piel de los convictos. En una esquina tenía un inodoro y el lavabo. Las duchas, al encontrarse en las zonas comunes, las utilizaba mientras que los demás dormían. Aunque el Centro Correccional del Norte de Nevada no era una fortificación como la Penitenciaría de máxima seguridad de Florence, Colorado, conocida coloquialmente como la Alcatraz de las Rocosas, a nadie se le pasaba por la cabeza fugarse de allí, ya que sería una muerte segura. ‘Vamos. Muévete, basura. Ha venido tu abogado y quiere verte’. ‘Pero, si yo, no…’. ‘¡Qué camines, coño!’.

domingo, 10 de mayo de 2020

Nocturno, en el estado de Nevada

17.

Desde cualquier ángulo del Centro Correccional del Norte de Nevada, uno tiene la posibilidad de disfrutar de un horizonte perfilado por las cumbres de las montañas. Paisaje idílico para evadirse si no fuera porque quienes lo contemplan están privados, fundamentalmente, de libertad, y de otras cosas, ya que casi todo aislamiento va acompañado de pérdida de la realidad y de los espacios abiertos, así como de un cambio en los olores que se agrupan en la vida cotidiana, que pasan a ser una mezcla de condimentos aromáticos, sudores corporales, combustible quemado, vocerío y rincones corrompidos de orines que echan para atrás. La riada psicológica se lleva por delante la estabilidad mental de las personas más débiles. Por eso, se da el caso de reos que, aguardando con mayor o menor resignación el final de sus días o un traslado inmediato a otro penal, sueñan con adentrarse en la vegetación paseando a la luz de la luna. Sin duda, dichas emociones eran nuevas para Johnny García, quien llegó en mitad de la noche, en un furgón blindado, con otros reclusos recogidos en distintos puntos y a los que aplicaron el protocolo de seguridad y distanciamiento, para que los demás prisioneros no les recibieran con esa ley interna que tienen contra los violadores. La primera impresión que le causó la celda fue positiva, ya que estaba convencido de que pasaría allí sólo unos cuantos días, los justos hasta que aclarasen la equivocación cometida con él, un indefenso e inocente ciudadano. Sin embargo, no sabía que alguien con muchas influencias se había ocupado de acelerar el proceso que le conduciría directamente a…
          La hija mediana del casero de mi cliente se casó con un compañero de instituto después de cinco años de noviazgo. El banquete de boda, dándole gusto a su padre, lo celebraron en Las María’s. Authentic Mexican food, donde él trabajaba de encargado. Como ya he dicho en otras ocasiones, una de las condiciones para que Mayalen ocupase el modesto cuarto pegado al garaje de la casa de este hombre era limpiar el restaurante siempre que hubiera un evento, y cuando a la comunidad mexicana ubicada en Carson City se le antojara reunirse y almorzar al más puro estilo de su país, lo cual sucedía casi a diario. Aunque la distancia entre la vivienda y el local distaba apenas de unas pocas cuadras, para ella dicho recorrido resultaba agotador, pero lo hacía agradecida a los paisanos que la acogieron con cariño. Despistada, como de costumbre, tropezó con los bordes de un alcorque que estaban levantados. ‘¡Abuela, que se va a dar usted una leche!’, –exclamaron dos que iban en moto, fumados y muertos de la risa–. ‘Gracias’. Tenía la costumbre de entrar por la puerta trasera, así que rodeó la calle hasta llegar al callejón donde dejaban los cubos de basura, de los que rescató varios alimentos aún envasados pensando que con eso se podría dar de comer a más de una familia. Amontonó algunos cartones desperdigados y tocó con los nudillos en el cristal de la ventana, por si había alguien dentro. En vistas de que nadie contestó, abrió y, con exquisita sensibilidad, pasó para no romper de golpe el himen de los espacios en silencio. En el salón principal convivían solitarios: copas medio llenas, platos de usar y tirar con trozos de tarta intactos, un lazo amarillo que pudo haber rodeado unas flores nupciales, la partitura de un vals caída junto al piano y un antifaz colgado en el respaldo de una silla. Antes de empezar con la faena, sentada en el borde del escenario, se cubrió el pelo con un pañuelo y, ocultando el rostro entre las manos, soñó que aquella fiesta era en honor a Alexa. Por eso la imaginó descendiendo de una limusina blanca, soltando al viento el vestido de lino mientras atravesaba la alfombra roja como si fuera una actriz de Hollywood. Sin embargo, aquellos pensamientos no se parecían en nada a la vida perra que le había tocado vivir a su nieta. Entonces, arribaron las lágrimas e hicieron un alto en el alfeizar de la boca, dejando ahí el sabor salado del océano Pacífico. Cuántas promesas quedaron apagadas, como cuando, siendo pequeña, dijo: ‘Abuela, ¿tú de dónde eres?’. ‘De Colima, una preciosa ciudad de México’. ‘¿Me llevarás algún día?’. ‘Claro. Y al Volcán del Fuego, cerca de Jalisco’. Eso, ya nunca podría hacerse realidad. Se sobresaltó porque llamaban insistentemente a la puerta. ‘Hola. Ha dicho mi tío que venga a ayudarte’. ‘¿Y de quién eres sobrina?’. ‘Del cocinero... Joder, ¿todavía no has empezado? ¡Madre mía! Aquí nos van a dar las mil y monas como no espabilemos’, –protestó aquella rubia con pinta de hippie.
          Michelle, por favor: Averigua cuántos juicios, en Carson City, de casos cuyos patrones sean parecidos al nuestro, han sido juzgados en otros estados y por qué. Busca similitudes con la acusación particular, el nombre del juez, del fiscal, del abogado, el veredicto. En fin, todo aquello que pueda servirnos de orientación. ¡Ah!, espera un momento. Me gustaría que esta noche vinieras con Ethan a cenar a casa, para acordar la línea de trabajo que más nos convendría seguir. ¿Se lo dices tú?’. ‘Cuenta con ello’. ‘Prometo sorprenderos con un plato típico de Wyoming’. ‘Calla, por Dios, que me crujen las tripas. ¿A qué hora vamos?’, –preguntó entre risas–. ‘¿Te parece bien a las seis?’. ‘Perfecto. Estoy deseando saborear la comida del viejo oeste’. ‘De acuerdo, aunque no te hagas demasiadas ilusiones, porque como chef no doy la talla, –abrió mucho los ojos–. Nos vemos pues. Ahora, terminaré de redactar un informe y saldré un poco antes. Si por casualidad el jefe te pregunta por mí, dile que fui a resolver un asunto, pero que no sabes exactamente cual’. ‘Allison’. ‘Dime’. ‘No te olvides de tu especialidad en postres’. ‘¿Te refieres al maravilloso “cheesecake”?’, –pregunté en tono irónico–. Asintió, y regresó al refugio de libros y documentos esparcidos por su mesa. De vuelta a mi despacho repasaba mentalmente el protocolo de la puesta en escena de la barbacoa portátil Char-Guiller, la mejor del mercado, y los accesorios que necesitaría. Un verdadero lío, ya que de eso siempre se encargaba mi amante. Lo mío era el suministro de cervezas, pepinillos picantes, botes gigantes de mostaza y muchas cajetillas de tabaco, para que no nos faltara. Bueno, lo primero era elegir qué comprar: ¿bistecs o costillas de bisonte? Mejor ambas cosas, más vale que sobre.
          Estoy aquí, en la parte de atrás. Entrad’, –grité, contrariada porque vinieron demasiado pronto–. Me peleaba con la bandeja de acero para las brasas, no ajustaba bien y tampoco era capaz de encajar las parrillas. Igual se habían oxidado de no usarlas. ‘¿Necesitas ayuda?’, –se ofreció el detective–. ‘Sí, por favor. A ver si tú tienes más suerte’. ‘Mira, he traído este vino. ¿La abrimos para ir calentando motores?’, –dijo la becaria con guasa–. ‘Cógete las copas de la cocina, están en el mueble de arriba, segunda puerta’, –indiqué–. ‘Chinchín’, –propusimos los tres a la vez–. ‘Bueno, esto está listo. Si quieres puedes traer ya la carne, –así lo hice–. ¿A las señoras les gusta poco hecha, mucho o en su punto?’, –soltó, con los brazos en jarras, y nosotras elegimos–. No recordaba haber disfrutado tanto últimamente de una velada. Estaba siendo especial porque mis invitados eran buenos comensales y grandes conversadores que no rellenaban los huecos de la charla con estupideces. Aprovechamos, como habíamos previsto, para marcar las directrices de por dónde dirigiríamos la defensa. La segunda botella que nos bebimos era un Roserock Drouhin, de Oregón, de los viñedos que crecen en las regiones frías del extremo sur de las colinas Eola-Amity, en Willamette, y en su variedad de uva Pinot Noir, de racimo negro y apretado. Supongo que la guardaba para ocasiones especiales. Sin duda ésta lo era, ya que trajo consigo idéntico efecto de paz al que queda cuando escampa tras una fortísima tormenta y reaparecen la luna y las estrellas con total claridad, como si ya no hubiera un mañana. ‘Joder, que sólo trato de ponerme en la piel del acusado. ¿Acaso no elegiríais con exquisitez una a una a las personas que van a decidir vuestro destino?’. ‘Coño, Ethan, no es lo mismo. Pintas a un tipo débil que nunca ha roto un plato, y, que sepamos, es el asesino de Alexa Valdés’. ‘Cuidado cómo te expresas, letrada. Si olvidas anteponer “presunto” puede que te desautoricen y no sigas en la sala. Has de ceñirte a los hechos probados, y no a intuiciones que, por muy certeras que sean, carezcan de fundamento a aportar’. ‘Bien dicho’, –corroboró la otra–. ‘Reconozco que llevas razón. Es la primera vez que me enfrento sola ante un tribunal, por eso temo no desenvolverme con soltura’. ‘Tengo una buena amiga en el Departamento de Justicia. Se encarga de enviar la carta a los candidatos que van a formar parte del llamado “Jury Pool”, de donde saldrán después elegidos los 12 miembros del jurado. Si quieres le pregunto, a lo mejor sabe qué perfil triunfa más’, –aquellas palabras suyas me aquietaron bastante–. ‘Oíd, ¿no os parece que lo ideal sería que hubiera más mujeres que hombres? Lo digo por la complicidad hacia la víctima –expresó mi ayudante–, y, por supuesto, con la abuela’. ‘Es probable’, –añadí–. ‘No estoy de acuerdo, –resonó ronca su voz de macho–. Lo masculino no tiene por qué estar reñido con la objetividad. Lo que ocurre es que las hembras nos veis muy lineales. ¡Ojo!, que lo somos, seguro, pero sería interesante que nos dierais una oportunidad para expresarnos con libertad. Desde mi punto de vista, tiene mucho más valor convencer al que duda, o al que trae predeterminado votar inocente para acabar temprano, que al compatriota entregado a su deber con la sociedad, lo cual desembocaría en una deliberación más larga en el tiempo, aunque sepamos que el alegato calará en su corazón. No sé si me explico’. ‘Perfectamente. Quizá latinos y personas de color empatizarían con facilidad’. ‘Pues claro. Allison, debes de estar muy segura de los espectadores a los que te quieres dirigir: el estado civil, los estudios, la edad, el sexo, la profesión. Si conviniesen más ateos que creyentes, demócratas que republicanos, nativos que inmigrantes. Confecciona tu propio casting y después sólo tendrás que decir: este sí, este no’. Rozaba el reloj las tres de la madrugada cuando ellos se fueron. Los efectos del alcohol provocaron en mí tal somnolencia que, casi al final de los surcos de un vinilo de Joan Baez, caí rendida en el sofá.
          Charlotte Bennett trabajaba en la habitación construida en el jardín de su casa con vistas al Carson River y a las montañas. Acababa de quitarse las zapatillas. Puso los pies encima de la mesa. Miraba ensimismada el paisaje. Sonó el teléfono. ‘Hello’. ‘¿Mamá? Soy Linda. Mañana llegaré con los niños’. ‘Vale, cariño. Qué alegría. ¿Y Steven?’. ‘No, él no nos acompaña…’.