Los cambios de luz
cayendo en cascada sobre las fachadas de los edificios traen consigo el
principio del otoño, y los de la vida la oportunidad de abrirse a otros
horizontes para crecer como seres humanos. No sé muy bien qué hago delante de
este montón de cuartillas rayadas y amarillentas, ni cuáles son los verdaderos motivos que me empujan a escribir
en ellas sobre mi pasado. Tampoco tengo calculado el tiempo que me llevará hacerlo,
ni si a mitad del proceso deje de tener sentido para mí y lo mande todo a tomar
por saco…
Me llamo Maura
Pumares, aunque en mi tierra me conocen como la paya, porque de niña jugaba en la ribera del río con los
gitanillos de las chabolas cercanas a la falda del apeadero. Vivo de alquiler
en Queens, en un apartamento modesto, en el vecindario Maspeth, donde residen muchos inmigrantes europeos, y por
donde a veces camino absorta con mi taza termo en una mano y un fular estampado
arrastrando por el asfalto en la otra. Comparto el techo con Carlota, mi vieja
y mansa gata, que me espera moviendo la cola de
un lado a otro, o lamiendo el respaldo del sillón, cosa que, dicho sea de paso,
me da muchísima rabia. Un par de veces en semana vuelvo tarde, justo cuando
atraviesan Manhattan las ramas que esparce el árbol de la noche. Soy
introvertida, desconfiada y tengo un punto maniático que, según el estado de
ánimo, desarrollo más o menos.
Corre una brisa
agradable y aún queda una hora para acudir a mi cita en Brooklyn. Así que, me
paro en un puesto de perritos calientes y compro uno con bastante mostaza y
mucho chili.
Eric J. Coleman (E.J.) es un tipo con pinta de investigador privado que
parece a punto de destapar el escándalo del siglo, alcanzar la fama y retirarse
de por vida a Bahamas. Su pelo ensortijado aún conserva los últimos reflejos de
lo que debió ser un rubio intenso. Es rechoncho, gracioso de cara, con los ojos
siempre arrugaditos, risueños, y luce tirantes
fluorescentes que, como dos largas autopistas onduladas, atraviesan su
prominente barriga. De profesión psicoanalista (esta práctica en América da de
comer a muchas familias), tiene la consulta dentro de su propio domicilio, en Bushwick
Ave, un bulevar amplio, de doble carril en ambos sentidos y arbolado. Es una
persona cercana que te hace sentir entre amigos. Inicia todas las sesiones
desde la naturalidad, sin usar ningún estereotipo o técnica aparente. Es decir,
te va metiendo en conversación con mucha habilidad… La primera vez fue
escalofriante escuchar lamentos y lloriqueos procedentes del piso de arriba.
Después he sabido que los emite Michelle, su esposa, encamada desde hace más de
una década a consecuencia de una extraña
enfermedad que él califica de fantasma, puesto que no deja rastro y a día de
hoy no hay manera de localizar su origen, y en la que
el enfermo va quedando en estado vegetativo.
‘¿Te
apetece agua? −asiento con la cabeza. Saca una botella de medio litro y la
desprecinta antes de dármela−. ¿Cuéntame
cómo has llevado la semana?’. ‘Bueno,
un tanto rara. No creas que me siento cómoda en el trabajo, he tenido un
desencuentro con el encargado. El muy idiota dice que ya estoy mayor para
seguir de cara al público, que mejor me quede en el almacén clasificando la
mercancía. ¿Acaso sabe él cómo tratar a mis clientes? Cuáles son sus gustos,
sus marcas favoritas o lo que les preocupa. No, ¿verdad? −E. J. sonríe y abre el cuaderno donde supongo que desmenuza con
palabras parte de mis emociones−. ¿Te he
dicho que a pesar de los años que llevo aquí todavía no se me ha ido del olfato
el olor a leche recién ordeñada, ni la imagen de las manos grandes de mi padre
aliviando el peso de las ubres? Nuestra vaquería era un negocio pequeño, de corto
recorrido, no te vayas a pensar que facturábamos como hacen ahora las
industrias lácteas, que no. Nosotros abastecíamos a un área minúscula de la Comarca del Ebro. Con
padre a pie de obra, madre luchando con el ganado y las faenas domésticas, y
mis hermanos en la cadena de reparto, yo reivindicaba con firmeza un espacio
común junto a ellos. Se me daban bien los números,
y por fin empezábamos a obtener
algunos beneficios. Alguien tenía que ocuparse de las cuentas, ¿no?’. ‘¿Y qué pasó?’ −pregunta E.J. haciéndose
de nuevas, aunque lo sabe de sobra−. ‘Pues
nada, que la mancha de la desigualdad se expande como la lava… ¿Sabes lo que
decía mi abuelo cuando alguna mujer destacaba en determinados campos que él
consideraba de hombres?: “hembra espabilada mejor atada”. ¡El muy cabronazo!’.
‘¿Y cómo reaccionabas ante la negativa a
que entraras en el mundo laboral? ¿Tu madre, por aquello de ser mujer, se
solidarizaba contigo…?’. ‘¿A ti qué
te parece, coño? Pues mal, lo encajaba fatal, lógico. Y no, mamá no estaba para
esos menesteres tan plañideros…’. ‘Bueno,
por hoy hemos terminado. Trabájalo. Anota aquello que consideres importante y
luego lo comentamos, y si necesitas adelantar la sesión no dudes en llamar.
¿Fijamos en principio mismo día y hora para la siguiente semana?’. ‘De acuerdo. Pero el ejercicio que me pides…
No prometo nada, ¡eh…!’.
E.J. abre una caja de madera que
simula el lomo de un libro y saca del interior tabaco de liar. Aparta la
cortina. Apenas media docena de niños, sentados
en un escalón de la calle, solitarios y silenciosos, desplazan de un lado a
otro un balón tan desganado como lo están ellos. El cielo, oculto tras una capa
gruesa de niebla, dibuja en las aceras empobrecidas de luz artificial siluetas
que en la oscuridad parecen siniestras. Apaga el cigarrillo después de haberle
dado dos caladas profundas, y sube despacio las escaleras que le separan de su
otra realidad. La sanitaria que atiende a Michelle aguarda junto a la cabecera de la cama el inminente
traslado en ambulancia a una residencia de mayores donde recibirá cuidados
especiales. Cuando Eric entra en el dormitorio, apenado por haber tenido que
tomar esa decisión, ella aprovecha para ir al
baño y así dejarles a solas. Se queda casi en la puerta, con las manos en los
bolsillos del pantalón y pintando en la alfombra una media luna con la punta
del zapato. Vuelve abajo y pasa a limpio sus notas, asegurándose
de hacerlo en el cuaderno donde pone Maura… Desde el otro lado de la isla se
acerca el ronquido seco de una sirena que parpadea, y
todo parece quedar muy lejos… ‘Mr.
Coleman, han llegado los camilleros. ¿Les acompaño, o
lo hace usted?, −dice la enfermera−. ‘No
se preocupe, márchese, yo me ocupo. Gracias por todo. Tenga: una carta de
recomendación. Mañana le ingreso en cuenta el salario del mes y lo acordado del
despido’.
Pasa el metro elevado a gran velocidad
haciendo temblar todos los edificios colindantes, incluido el nuestro, que parece como si fuera a desplomarse. Carlota,
asustadísima y a punto de darle una taquicardia, me salta encima hasta que, haciéndola hueco, consigue
enroscarse. Son algo más de las cuatro de la madrugada. Ya no duermo ocho horas
seguidas. Ahora me despierto durante la noche
conciliando un sueño envejecido y transformado en un ligero vaivén, o roto
también por el trasiego de los aeropuertos de la ciudad: John F. Kennedy y
LaGuardia Airport. Suena el microondas, han terminado de salir todas las
palomitas, pongo dos puñados en My cat's
dish (plato de mi gata), y el resto en un cuenco, que coloco junto a una Coca-Cola.
Leo las primeras palabras conjugadas y sigo escribiendo según sugerencia de E.
J. “Nueva York. Primer día de la segunda quincena de noviembre. En casa nunca
funcionó el lenguaje del tacto. Por más que trato de encontrar alguna caricia
que me transporte a la infancia soy incapaz. Sí, en cambio, las miradas severas
de mis padres marcando el camino, dando importancia a lo que para mí carecía de
ella, y obviando aquello que yo deseaba. A menudo me he preguntado qué escala
de valores era la más adecuada, si la suya o la que yo empezaba a conformar.
Dicho de otra manera: era significativo que
pusieran el grito en el cielo ante el hecho de
quedarme entre documentos en la oficina improvisada en el corral, desoyendo
cualquier posibilidad que me hiciera medianamente feliz, y, sin embargo, no tuvieran en cuenta lo peligroso de
ir sola hasta el pueblo vecino, a la escuela, por un sendero estrecho (a un
lado el acantilado, al otro la montaña rocosa…). Aquel día me entretuve más de
lo acostumbrado. Apenas un gajo de luna alumbraba el campo. Según pisaba, en el
suelo crujían las chinas entremetidas en el barrizal de tierra. El miedo
aumentaba las ganas de hacer pis. De repente… La siguiente imagen que me
aparece es que uno de mis hermanos me sacaba en brazos del bosque, mientras que
el otro quitaba pegotes de maleza adheridos a los bajos de mis ropas…”. Carlota
se ha despertado y continúa panza arriba.
Eric se acuesta en el mismo diván
donde lo hacen sus pacientes. Ha acondicionado unas almohadas y tiene echadas por encima
algunas mantas de viaje. Está agotado y se siente vacío. Ha sido una jornada
desgarradora, muy dura, de grandes cambios, pero con tanta presión le es
imposible cerrar los ojos. Prende la lámpara de la mesita auxiliar y ojea una
revista. “El psicoterapeuta: verdades y mentiras de un hito”.
Salgo rápidamente de
la ducha, hoy me toca hacer en el primer turno part time (media jornada) compensatoria a la pensión que por sí
sola no me alcanzaría ni para comer poco más que hamburguesas diarias. Tras
abandonar el apartamento dejando a Carlota de guardia, que por cierto se está
poniendo las botas con un pienso nuevo rico en proteínas, me encamino hacia el
vecindario latino donde se ubica el supermarket
en el que trabajo de cajera. Un par de mujeres abandonan la cafetería de la
esquina, a una de ellas todavía le quedan restos de croissant en el labio inferior. Las conozco, son conductoras de la
línea Q de autobús y clientas de la misma peluquería a la que yo también voy…
Eric se prepara para dar una conferencia en Columbia University. Después visitará a
su esposa y, por último, atenderá las visitas
programadas para la tarde. ‘Háblame del
bosque, Maura’, −dice E. J., sacando de la cajonera un puñado de pañuelos
de papel…
Tercer día de la segunda
quincena de noviembre.
Carlota olisquea mis
papeles girando en círculo sobre ellos. Observando con distancia cada adjetivo, como si entendiera su significado para explicarlo
sin problema. Estira los bigotes, levanta las orejas tratando de juntarlas y
brinca a su cueva de lona donde inicia el proceso de la digestión felina…
“Nueva York. Tercer día de la segunda quincena de noviembre. La lluvia
torrencial nos cogió por sorpresa. La comarca estaba en fiestas y ya no
quedaban camas en la posada El Ciervo
Cruzado (en honor a una especie protegida que abundó en el siglo pasado), ubicada en la intersección de dos localidades. La
dueña, a través de un vecino, mandó recado para que fuera. No era la primera
vez que les echaba una mano, y de paso me
sacaba algunas propinas. Pero cuando llegué dos
sobrinas suyas se habían encargado de todo. Por acortar, y pese a la poca
visibilidad que había, regresé por el sendero estrecho de la montaña. En el
tramo más peligroso, donde si se te iba un pie caías barranco abajo hasta el
infinito, coincidí con el cura (hacía doblete en varias aldeas) y acepté su
compañía. Pronto se echaría la noche y ese trayecto a solas imponía muchísimo.
Horas después, desorientada, con una herida en la frente, las rodillas
magulladas y soltando palabras indescifrables, llegué con mis hermanos al
puesto de la Cruz Roja …”.
Geográficamente, Queens se sitúa en la parte occidental de Long Island
(frontera entre el océano Atlántico y Nueva Inglaterra). Es el distrito más
grande, tanto como alguna capital de provincia europea, de los cinco que
componen la ciudad de los rascacielos, la metrópoli que nunca duerme. Corona es
un barrio obrero perteneciente a ese condado. El 15 de octubre de 2003 (desde
entonces he seguido yendo regularmente) yo era una de las muchas personas que
aguardaban la apertura de la
Casa Museo de Louis Armstrong, en el 34 56 de la 107 st ., la vivienda que
ocupó con su esposa Lucille desde 1943 hasta
julio de 1971, fecha de su fallecimiento. Nunca
había planteado la posibilidad de fijar una
residencia, a él le gustaba vivir así: hoy aquí, mañana allí, pasado…, a saber.
Fue ella quien, cansada de ir de hotel en
hotel, y pudiendo haberlo hecho en una zona más selecta, la compró y decoró a
su gusto, ocupándose también de ponerle los mimbres a un lugar que sería para
ambos mucho más que cuatro paredes y un tejado. Así que, estando en plena gira
(esa vez no le acompañó), le mandó un telegrama donde decía: ‘querido, cuando llegues a New York dale esta
dirección al taxista, porque a partir de ahora ahí está nuestro hogar’. La cocina es
espectacular. Con ese azul celeste de los muebles combinado con remates en
blanco y la sobriedad aportada por los electrodomésticos, dan ganas de sacar
las cacerolas y ponerse a hacer arroz con frijoles para los visitantes. Aprendí
a amar el jazz al poco de llegar a América. Frecuentaba tugurios de mala
reputación donde se hacía muy buena música, y mi primer novio tocaba el bajo en
un cuarteto que actuaba en un local de Harlem (no duramos mucho porque en
aquella época no estaban bien vistas las relaciones interraciales). Por eso,
pasear la vista por encima de los objetos personales del genio de la trompeta,
nacido en Nueva Orleans, que cantó, entre otros, el hermosísimo tema What a wonderful world, proclamando en
él un mundo maravilloso, era y es para mí un regalo exquisito. Un detalle
especial que el destino o la suerte han tenido conmigo. En cada pieza prevalece
fundamentalmente la humildad y la empatía del matrimonio hacia sus semejantes.
De ahí que cobren muchísimo vigor documentos gráficos que muestran a Lucille
repartiendo helados a los niños, o preparando bocadillos para darles de
merendar, mientras que Louis, sentado en las escaleras de entrada, con todos los
chavales pegados a él, les enseña a tocar
canciones, porque igual así les despertaba la vocación y se labraban un porvenir
más confortable…
Siempre he pensado que detrás de cada
ladrillo hay una historia que merece ser contada. Una vida que crece o finaliza
al otro lado de las cortinas, un proyecto o un fracaso que se abre paso echando
raíces alrededor de la chimenea, un ayer o un mañana que estructura el tejido y
la pasta con la que estamos hechos cada uno de nosotros: solos o acompañados,
tristes o eufóricos, viejos o jóvenes, fuertes o blandos… Apenas cinco personas
esperamos en el andén la llegada del metro. Nos
aborda un vagabundo que pide unos centavos para comprar un billete a Beverly
Hills y al que nadie hacemos caso... Me vienen a la memoria imágenes sueltas
que seguro tendrán algún significado: un saco de tela de sábana que yo misma
cosí y usé para guardar la poca ropa que tenía, la cuerda de una peonza que
escondida en el escote me daba suerte, una alubia seca para no olvidar de dónde
vengo y las lágrimas que por orgullo no derramé ante el desafecto de los míos.
Burgos me pareció el paraíso, y la habitación que me cedieron, a cambio de
realizar trabajos domésticos, un palacio. Ahora
tengo muy claro que nunca me asustaron las jornadas largas y duras, sino la
crueldad en el trato que pueden llegar a ejercer algunos miembros de tu misma
sangre.
Aunque su esposa ya estaba muy limitada, su sola presencia arriba era suficiente para conservar el orden y la armonía de las cosas. E. J. parece un alma en pena. Ha perdido su cualidad dicharachera, cambiándola por un silencio sepulcral que le hace retraído. Lleva barba desarreglada, manchas de tomate en la camisa y algún que otro botón descosido. Envases de comida rápida, periódicos atrasados, ceniceros a rebosar de colillas y un aparato de radio destripado ocupan los rincones libres del despacho. ‘La taberna funcionaba solamente de viernes a sábado, en la franja horaria que iba desde las dieciocho horas hasta las veintiuna treinta. Además de beber, se celebraban concejos cuando tocaba, y el juez de paz, improvisando un estrado, hacía cumplir la ley. El tabernero, al que una granada amputó medio brazo en la guerra, rellenaba las frascas de vino sujetándolas con el muñón. Padre era el cuarto miembro de la partida de mus, completada con el alcalde, el médico y el guardia civil. A mí se me llevaban los demonios oyendo sus risotadas reaccionarias… Algunos hombres, en plan machitos, con los zapatos relucientes y el traje de los domingos recién cepillado, se iban de putas una vez al mes. Las chicas de mi edad aspiraban a seguir los pasos de las casadas, y éstas a alcanzar el relajo sexual de las viudas. Madre, siempre refunfuñando, con la cabeza gacha, metida en su mundo de pecados imperdonables y juicios de valor gratuitos, se convertía en un ser intratable…’. ‘Y a ti, Maura, ¿qué te molestaba más’, −pregunta Eric con tono entristecido−. ‘La indiferencia’. ‘¿De ellos?’. ‘No, quizá mía por permitir que me chuparan la ilusión y reaccionar tarde’. −El timbre del teléfono interrumpe la conversación, Michelle lleva días vomitando y requieren la presencia de Mr. Coleman. Sin embargo, agota hasta el final el tiempo contratado−. ‘Disculpa, ¿decías…?’. ‘Mi hermano pequeño parecía más accesible. Me armé de valor y le pedí ayuda, porque quería contar en la cena que, suponiendo que no me dejarían formar parte del negocio, pensaba salir allí y buscar un empleo. Me miró malhumorado, se dio media vuelta, cargó la mercancía en la furgoneta y, antes de arrancar, dijo: “Lo que tienes que hacer es buscarte un novio que te saque los pájaros de la cabeza…”. Quedé estática’. ‘Lo dejamos ahí. Profundiza y busca a ver si hay más de un camino que te llevara a esa inmovilización. La próxima sesión, si tú quieres, trabajamos ese aspecto’, −puntualiza E. J., que lleva tiempo aplicando conmigo el método del psicoanálisis denominado “Asociación Libre”, que trata de que el paciente exprese sus ideas sin ninguna coacción, aunque es el especialista quien decide dónde hacer énfasis en algunas cuestiones descritas por la persona.
Mrs. Coleman se relaja por dentro en cuanto Eric aparece, no está siendo nada fácil adaptarse a la nueva situación. Echa de menos su dormitorio, el canto de los pájaros, el ruido del generador eléctrico situado en el sótano y las visitas, menos cada vez, de un par de amigas que se siguen interesando por ella. Quisiera decirle que han incorporado un par de alimentos a su dieta que no tolera, y que la matan las molestias de estómago. Pero sabe que cada día están más lejos, y se limita a seguir con los ojos cerrados para no influir y hacerle sentir culpable. Viene el médico a hacer la visita rutinaria, y dice: ‘mire, su mujer se mantiene estable, con un corazón fortísimo, lo que puede traducirse en un tiempo incalculable de vida. Conocemos la existencia de un fármaco intravenoso experimental que estimula a estos pacientes y en parte a veces les hace reaccionar. Nos gustaría probarlo, no se conocen efectos secundarios. Para ello necesitamos que firme el consentimiento, y los permisos del traslado al hospital’. Antes de irse se acerca a la cama y comprueba que la sonda de la nariz no se ha salido. E. J. huele a tabaco y a despedida. Mrs. Coleman imagina que se clava las uñas en las palmas de la mano obligándose a revelarse… Han accionado el mando a distancia que baja las persianas y conectan pequeñas luces a ras del suelo para que las habitaciones no permanezcan completamente a oscuras. Ella desea con todas sus fuerzas que todo acabe…
Aunque su esposa ya estaba muy limitada, su sola presencia arriba era suficiente para conservar el orden y la armonía de las cosas. E. J. parece un alma en pena. Ha perdido su cualidad dicharachera, cambiándola por un silencio sepulcral que le hace retraído. Lleva barba desarreglada, manchas de tomate en la camisa y algún que otro botón descosido. Envases de comida rápida, periódicos atrasados, ceniceros a rebosar de colillas y un aparato de radio destripado ocupan los rincones libres del despacho. ‘La taberna funcionaba solamente de viernes a sábado, en la franja horaria que iba desde las dieciocho horas hasta las veintiuna treinta. Además de beber, se celebraban concejos cuando tocaba, y el juez de paz, improvisando un estrado, hacía cumplir la ley. El tabernero, al que una granada amputó medio brazo en la guerra, rellenaba las frascas de vino sujetándolas con el muñón. Padre era el cuarto miembro de la partida de mus, completada con el alcalde, el médico y el guardia civil. A mí se me llevaban los demonios oyendo sus risotadas reaccionarias… Algunos hombres, en plan machitos, con los zapatos relucientes y el traje de los domingos recién cepillado, se iban de putas una vez al mes. Las chicas de mi edad aspiraban a seguir los pasos de las casadas, y éstas a alcanzar el relajo sexual de las viudas. Madre, siempre refunfuñando, con la cabeza gacha, metida en su mundo de pecados imperdonables y juicios de valor gratuitos, se convertía en un ser intratable…’. ‘Y a ti, Maura, ¿qué te molestaba más’, −pregunta Eric con tono entristecido−. ‘La indiferencia’. ‘¿De ellos?’. ‘No, quizá mía por permitir que me chuparan la ilusión y reaccionar tarde’. −El timbre del teléfono interrumpe la conversación, Michelle lleva días vomitando y requieren la presencia de Mr. Coleman. Sin embargo, agota hasta el final el tiempo contratado−. ‘Disculpa, ¿decías…?’. ‘Mi hermano pequeño parecía más accesible. Me armé de valor y le pedí ayuda, porque quería contar en la cena que, suponiendo que no me dejarían formar parte del negocio, pensaba salir allí y buscar un empleo. Me miró malhumorado, se dio media vuelta, cargó la mercancía en la furgoneta y, antes de arrancar, dijo: “Lo que tienes que hacer es buscarte un novio que te saque los pájaros de la cabeza…”. Quedé estática’. ‘Lo dejamos ahí. Profundiza y busca a ver si hay más de un camino que te llevara a esa inmovilización. La próxima sesión, si tú quieres, trabajamos ese aspecto’, −puntualiza E. J., que lleva tiempo aplicando conmigo el método del psicoanálisis denominado “Asociación Libre”, que trata de que el paciente exprese sus ideas sin ninguna coacción, aunque es el especialista quien decide dónde hacer énfasis en algunas cuestiones descritas por la persona.
Mrs. Coleman se relaja por dentro en cuanto Eric aparece, no está siendo nada fácil adaptarse a la nueva situación. Echa de menos su dormitorio, el canto de los pájaros, el ruido del generador eléctrico situado en el sótano y las visitas, menos cada vez, de un par de amigas que se siguen interesando por ella. Quisiera decirle que han incorporado un par de alimentos a su dieta que no tolera, y que la matan las molestias de estómago. Pero sabe que cada día están más lejos, y se limita a seguir con los ojos cerrados para no influir y hacerle sentir culpable. Viene el médico a hacer la visita rutinaria, y dice: ‘mire, su mujer se mantiene estable, con un corazón fortísimo, lo que puede traducirse en un tiempo incalculable de vida. Conocemos la existencia de un fármaco intravenoso experimental que estimula a estos pacientes y en parte a veces les hace reaccionar. Nos gustaría probarlo, no se conocen efectos secundarios. Para ello necesitamos que firme el consentimiento, y los permisos del traslado al hospital’. Antes de irse se acerca a la cama y comprueba que la sonda de la nariz no se ha salido. E. J. huele a tabaco y a despedida. Mrs. Coleman imagina que se clava las uñas en las palmas de la mano obligándose a revelarse… Han accionado el mando a distancia que baja las persianas y conectan pequeñas luces a ras del suelo para que las habitaciones no permanezcan completamente a oscuras. Ella desea con todas sus fuerzas que todo acabe…
Quinto día de la segunda
quincena de noviembre.
Octavo día de la segunda quincena de noviembre.
Carlota no ha parado de maullar hasta bien entrada la madrugada, ni de recoger las pelusas del gato del vecino, golfo como el dueño, extraviadas debajo del felpudo de entrada. ¡Como esto siga en modo desamor, igual tengo que darme al Advil para combatir la jaqueca, o trepar con ella a cuatro patas hasta los tejados a exfoliar la pena…! “Nueva York. Quinto día de la segunda quincena del mes de noviembre. Perdida la vista en el vacío y muy mareada, permanecí tendida en la camilla con la desagradable sensación de tener cerca la respiración acelerada de mi agresor mordiéndome la oreja. El médico de guardia, cuyo diagnóstico hoy hubiera sido cuestionado, sólo puso en el informe, simplemente, trastorno postraumático, pasando por alto un matiz importantísimo: tenía delante de sus narices la agresividad de una violación y no activó el protocolo a seguir… Yo luchaba por salir de allí lo más rápido posible, del ambiente inhóspito de la sala de curas vaporizada en extracto de cloroformo. Por eso, atrapada entre la incertidumbre y los efectos secundarios del sentimiento de culpa que germina en las tripas como tabiques que pueden emparedarte, no me atreví a preguntar por la otra persona que me acompañaba… Padre esperaba en el llano del camino, antes de entrar a la explanada donde, además del nuestro, había un par de caserones más. Miró a uno y otro lado, chascó la lengua, escupió en diagonal, se rascó la calva e, increpándome, dijo: ‘límpiate los mocos y que no vuelva a verte así’. Sus palabras, puntiagudas como carámbanos, hincaron sobre mis hombros toda la crueldad que contenían”.
Los Harries son unos viejitos cuya costumbre es hacer la compra, dos o tres artículos a lo sumo, diez minutos antes del cierre, justo cuando estamos a punto de cuadrar la caja. Siempre traen noticias frescas del vecindario porque consideran que así ponen la guinda en el broche de nuestra aburridísima, según ellos, jornada rutinaria. Verles discutir en la calle forma parte del paisaje urbano. ‘Sabes que me molesta un montón y lo haces todavía más aposta. ¿No puedes acostarte sin calcetines, coño?’. ‘¡Ja! Pues anda que tú, dejar la dentadura todas las noches encima del lavabo. Eso sí que es una asquerosidad, hija’. ‘¡Yooo! Pero qué dices, si no me falta ni un solo diente. ¡Habrase visto cosa igual! ¡Qué hombre éste…!’. Tras unos minutos de silencio y sin soltarse del brazo, él, enternecido, dice: ‘Cuidado con el escalón, querida, no te vayas a tropezar’. Cuando llegan hasta mi puesto depositan en la banda transportadora unos clínex, una botella de zumo de melocotón y un paquete de café soluble. ‘¿Cuánto es?’ −pregunta ella−. ‘$17.11’. ‘¡Qué caro está todo!, ¿verda, usté? No sé adónde vamos a llegar’. El mendigo que cada día merodea alrededor nuestro entra a pedir alguna de esas bolsas de comida que, por distintas circunstancias, al final quedan rotas en las estanterías y van directas a la basura. Pero el encargado, ser despreciable e insensible donde los haya, le suelta: ‘largo de aquí, imbécil. A cagar a la vía’. El hombre nos mira, se da media vuelta, y hasta perderlo de vista sigue empujando el carrito donde amontona piezas de reciclaje inservibles en su mayoría.
E.J. abrió su primera consulta en una habitación pegada al garaje (hoy trastero) que le alquiló a Michelle en su casa actual en Brooklyn. Pronto se hizo con una amplia clientela que corrió la voz de lo buen profesional que era. Rápidamente se les llenó el porche de pacientes, ocupando también un espacio considerable en el bulevar. ‘Deberías de instalar el gabinete dentro, Eric −le dijo la casera una tarde lluviosa con viento, en vista de la afluencia cada vez mayor de personas que acudían a hablarle de sus fobias y complejos−, sería más cómodo y privado’. ‘Tienes razón, lo pensaré…’. Empezaban a intimar, no como dos quinceañeros apasionados, sino como adultos que posicionan aquello que creen más conveniente para ambos. Meses después, en secreto, y en compañía de una pareja amiga, se fueron y volvieron de Las Vegas como Mr. y Mrs. Coleman, bajo las habladurías de todos porque la señora le doblaba la edad. Diez años después seguían comportándose como dos desconocidos con un contrato de arrendamiento en apariencia renovable. Nadie dudaba que se tenían mucho respeto, admiración y cariño, pero había algo que no funcionaba e impedía aportar lo esencial para darle sentido al hogar… En sillas de madera maciza y diseño antiguo se sentaban a cenar en los extremos de la mesa rectangular del comedor. Sin hablar, sin compartir, metidos en ese mundo hermético donde el otro no estaba invitado.
A veces celebro fechas que no aparecen en rojo en ningún calendario: cuando la alcaldesa parió a su primer hijo, un sietemesino con cara de gánster. El día que despropiaron del terreno a los gitanillos (repatriados al puesto fronterizo de la más absoluta miseria), que me regalaron un colgante de oro con el colmillo extraído al patriarca estando de cuerpo presente. O el momento en que decidí que no valía la pena seguir llorando… El Bronx es muy grande y da para mucho. Sus contrastes estampan un condado fundamentalmente de inmigrantes, cuya población más numerosa es la formada por la comunidad latina. En el noroeste, en el barrio adinerado de Riverdale, se encuentra la gran finca de Wave Hill, que comprende un centro cultural y sus jardines públicos con vistas espectaculares al río Hudson. Ahí, acodada en una de las balaustradas que separan las zonas temáticas (invernadero Marco Polo Stufano, bosque nativo, alpinum…), voy a festejar ese tipo de cosas, y a pensar en lo bueno y regular que me ha pasado en la vida, ahora que hago repaso de ella… Con el paso del tiempo, quizá porque lo condiciona también el hacerse mayor, lamento no haber regresado en alguna ocasión a España y poner ante los míos todo en su sitio, aclarando dudas prescritas. Sin embargo, agarrada a lo fácil, no me he preocupado de investigar qué pasó realmente aquella noche en el bosque. Tal vez si hubiera vuelto al lugar de los hechos… A las pocas semanas de acudir a terapia, el psicoanalista mencionó algo que ya no he olvidado: ‘Maura, hay circunstancias terribles que nos vacían del todo, y solo nosotros conocemos dónde está el interruptor para alumbrar nuestra calle interior, esa que cada uno llevamos estampada en las entrañas…’. Yendo hacia el metro paso por delante de Calvary Hospital, especializado en cuidados paliativos, y pienso en mis padres, en el final que tuvieron e ignoro…
‘Cuando alguien en el supermarket me pregunta tal o cual cosa sobre este Estado, e intuyo que lo visita por primera vez, yo siempre digo que sólo hay que patear aquí y allá para darse cuenta de que existe una ciudad diferente que no aparece en las guías turísticas, ni ofertan las agencias de viajes. Una vida mucho más barata y tranquila, a pesar de los grupos derrotistas que hay en todas partes pregonando lo peligroso que también puede llegar a ser. Hablo de determinados cinturones de Harlem, de Queens, de Bushwick en Brooklyn, de Chinatown…, paisajes alejados del Upper East Side, por ejemplo, de las firmas de alta costura, del poder financiero y de esa población, acelerada y casi sin vida familiar, que se mata por conseguir unas migajas de éxito y un pódium pegado a los triunfadores… Dicen que en el Bronx la gente permanece quieta o deambulando por la calle, sin rumbo, esperando algo que nunca pasa. Me gustan sus avenidas sombrías, ocupadas por personas solitarias, el color y estilo de los edificios, esa mezcla de condado emergente con zonas decrépitas. −Le digo a E.J., que tiene la vista puesta en un insecto que se ha posado en el cristal de la ventana−. No sé por qué, Eric, pero de alguna manera me recuerda a mi aldea, como si en el fondo de mi imaginación hubiera tendido un puente entre un espacio y otro, para no perder la identidad de dónde vengo’. ‘Háblame de eso, paya’. ‘No sé… Mi único deseo es que no ocurra lo inevitable, que los oscuros presagios no se cumplan y que la provisionalidad, una vez asumida, haga de nosotros seres más fuertes y más libres. A trescientos metros de la vaquería, sentada en la valla de piedra que separaba el cementerio del monte, esperaba una sacudida de viento que me asustara e hiciera desaparecer la hinchazón de la tripa que yo identificaba como gases… El espejo maldito y delator cambiaba las curvas de mi silueta. Tenía vómitos y angustia permanente, así que fuimos al médico. Luego, en la casa, de la paliza que me dio padre delante de todos, figuras permaneciendo de pie frías y estáticas, perdí al bebé. Al poco tiempo apareció en una acequia el cadáver del sacerdote, lo encontraron unos campesinos que iban de paso, y, por los signos brutales que descubrieron, especularon con la posibilidad de que podría haber sido asesinado, sospecha que corrió como la pólvora’. ‘¿Qué se te pasó por la cabeza? Cuéntame. ‘Pues, algo sencillo: muerto el perro acabada la rabia’. −El hombre se queda pensativo mirando el reloj y, a continuación, el parpadeo de la luz verde en el contestador−. ‘Bien, ahí lo dejamos. ¿Cómo llevas el ejercicio?’. ‘Mi gata, enrabietada o celosa, no sabría definirlo, disfruta muchísimo arañando cada hoja, como si las letras que plasmo la provocaran empujándola a la acción…’. Mr. Coleman escucha atento el mensaje grabado por una paciente que necesita cambiar el horario de la sesión. Sube a la planta de arriba, llena la bañera y se mete en sales aromáticas. Nunca imaginó que la vida sin su esposa tuviera tantos huecos y rendijas por donde se filtra el frío, tanta soledad que lejos de cerrar heridas las sangra mucho más. ‘Ay, Michelle, Michelle…’.
Los Harries son unos viejitos cuya costumbre es hacer la compra, dos o tres artículos a lo sumo, diez minutos antes del cierre, justo cuando estamos a punto de cuadrar la caja. Siempre traen noticias frescas del vecindario porque consideran que así ponen la guinda en el broche de nuestra aburridísima, según ellos, jornada rutinaria. Verles discutir en la calle forma parte del paisaje urbano. ‘Sabes que me molesta un montón y lo haces todavía más aposta. ¿No puedes acostarte sin calcetines, coño?’. ‘¡Ja! Pues anda que tú, dejar la dentadura todas las noches encima del lavabo. Eso sí que es una asquerosidad, hija’. ‘¡Yooo! Pero qué dices, si no me falta ni un solo diente. ¡Habrase visto cosa igual! ¡Qué hombre éste…!’. Tras unos minutos de silencio y sin soltarse del brazo, él, enternecido, dice: ‘Cuidado con el escalón, querida, no te vayas a tropezar’. Cuando llegan hasta mi puesto depositan en la banda transportadora unos clínex, una botella de zumo de melocotón y un paquete de café soluble. ‘¿Cuánto es?’ −pregunta ella−. ‘$17.11’. ‘¡Qué caro está todo!, ¿verda, usté? No sé adónde vamos a llegar’. El mendigo que cada día merodea alrededor nuestro entra a pedir alguna de esas bolsas de comida que, por distintas circunstancias, al final quedan rotas en las estanterías y van directas a la basura. Pero el encargado, ser despreciable e insensible donde los haya, le suelta: ‘largo de aquí, imbécil. A cagar a la vía’. El hombre nos mira, se da media vuelta, y hasta perderlo de vista sigue empujando el carrito donde amontona piezas de reciclaje inservibles en su mayoría.
E.J. abrió su primera consulta en una habitación pegada al garaje (hoy trastero) que le alquiló a Michelle en su casa actual en Brooklyn. Pronto se hizo con una amplia clientela que corrió la voz de lo buen profesional que era. Rápidamente se les llenó el porche de pacientes, ocupando también un espacio considerable en el bulevar. ‘Deberías de instalar el gabinete dentro, Eric −le dijo la casera una tarde lluviosa con viento, en vista de la afluencia cada vez mayor de personas que acudían a hablarle de sus fobias y complejos−, sería más cómodo y privado’. ‘Tienes razón, lo pensaré…’. Empezaban a intimar, no como dos quinceañeros apasionados, sino como adultos que posicionan aquello que creen más conveniente para ambos. Meses después, en secreto, y en compañía de una pareja amiga, se fueron y volvieron de Las Vegas como Mr. y Mrs. Coleman, bajo las habladurías de todos porque la señora le doblaba la edad. Diez años después seguían comportándose como dos desconocidos con un contrato de arrendamiento en apariencia renovable. Nadie dudaba que se tenían mucho respeto, admiración y cariño, pero había algo que no funcionaba e impedía aportar lo esencial para darle sentido al hogar… En sillas de madera maciza y diseño antiguo se sentaban a cenar en los extremos de la mesa rectangular del comedor. Sin hablar, sin compartir, metidos en ese mundo hermético donde el otro no estaba invitado.
A veces celebro fechas que no aparecen en rojo en ningún calendario: cuando la alcaldesa parió a su primer hijo, un sietemesino con cara de gánster. El día que despropiaron del terreno a los gitanillos (repatriados al puesto fronterizo de la más absoluta miseria), que me regalaron un colgante de oro con el colmillo extraído al patriarca estando de cuerpo presente. O el momento en que decidí que no valía la pena seguir llorando… El Bronx es muy grande y da para mucho. Sus contrastes estampan un condado fundamentalmente de inmigrantes, cuya población más numerosa es la formada por la comunidad latina. En el noroeste, en el barrio adinerado de Riverdale, se encuentra la gran finca de Wave Hill, que comprende un centro cultural y sus jardines públicos con vistas espectaculares al río Hudson. Ahí, acodada en una de las balaustradas que separan las zonas temáticas (invernadero Marco Polo Stufano, bosque nativo, alpinum…), voy a festejar ese tipo de cosas, y a pensar en lo bueno y regular que me ha pasado en la vida, ahora que hago repaso de ella… Con el paso del tiempo, quizá porque lo condiciona también el hacerse mayor, lamento no haber regresado en alguna ocasión a España y poner ante los míos todo en su sitio, aclarando dudas prescritas. Sin embargo, agarrada a lo fácil, no me he preocupado de investigar qué pasó realmente aquella noche en el bosque. Tal vez si hubiera vuelto al lugar de los hechos… A las pocas semanas de acudir a terapia, el psicoanalista mencionó algo que ya no he olvidado: ‘Maura, hay circunstancias terribles que nos vacían del todo, y solo nosotros conocemos dónde está el interruptor para alumbrar nuestra calle interior, esa que cada uno llevamos estampada en las entrañas…’. Yendo hacia el metro paso por delante de Calvary Hospital, especializado en cuidados paliativos, y pienso en mis padres, en el final que tuvieron e ignoro…
‘Cuando alguien en el supermarket me pregunta tal o cual cosa sobre este Estado, e intuyo que lo visita por primera vez, yo siempre digo que sólo hay que patear aquí y allá para darse cuenta de que existe una ciudad diferente que no aparece en las guías turísticas, ni ofertan las agencias de viajes. Una vida mucho más barata y tranquila, a pesar de los grupos derrotistas que hay en todas partes pregonando lo peligroso que también puede llegar a ser. Hablo de determinados cinturones de Harlem, de Queens, de Bushwick en Brooklyn, de Chinatown…, paisajes alejados del Upper East Side, por ejemplo, de las firmas de alta costura, del poder financiero y de esa población, acelerada y casi sin vida familiar, que se mata por conseguir unas migajas de éxito y un pódium pegado a los triunfadores… Dicen que en el Bronx la gente permanece quieta o deambulando por la calle, sin rumbo, esperando algo que nunca pasa. Me gustan sus avenidas sombrías, ocupadas por personas solitarias, el color y estilo de los edificios, esa mezcla de condado emergente con zonas decrépitas. −Le digo a E.J., que tiene la vista puesta en un insecto que se ha posado en el cristal de la ventana−. No sé por qué, Eric, pero de alguna manera me recuerda a mi aldea, como si en el fondo de mi imaginación hubiera tendido un puente entre un espacio y otro, para no perder la identidad de dónde vengo’. ‘Háblame de eso, paya’. ‘No sé… Mi único deseo es que no ocurra lo inevitable, que los oscuros presagios no se cumplan y que la provisionalidad, una vez asumida, haga de nosotros seres más fuertes y más libres. A trescientos metros de la vaquería, sentada en la valla de piedra que separaba el cementerio del monte, esperaba una sacudida de viento que me asustara e hiciera desaparecer la hinchazón de la tripa que yo identificaba como gases… El espejo maldito y delator cambiaba las curvas de mi silueta. Tenía vómitos y angustia permanente, así que fuimos al médico. Luego, en la casa, de la paliza que me dio padre delante de todos, figuras permaneciendo de pie frías y estáticas, perdí al bebé. Al poco tiempo apareció en una acequia el cadáver del sacerdote, lo encontraron unos campesinos que iban de paso, y, por los signos brutales que descubrieron, especularon con la posibilidad de que podría haber sido asesinado, sospecha que corrió como la pólvora’. ‘¿Qué se te pasó por la cabeza? Cuéntame. ‘Pues, algo sencillo: muerto el perro acabada la rabia’. −El hombre se queda pensativo mirando el reloj y, a continuación, el parpadeo de la luz verde en el contestador−. ‘Bien, ahí lo dejamos. ¿Cómo llevas el ejercicio?’. ‘Mi gata, enrabietada o celosa, no sabría definirlo, disfruta muchísimo arañando cada hoja, como si las letras que plasmo la provocaran empujándola a la acción…’. Mr. Coleman escucha atento el mensaje grabado por una paciente que necesita cambiar el horario de la sesión. Sube a la planta de arriba, llena la bañera y se mete en sales aromáticas. Nunca imaginó que la vida sin su esposa tuviera tantos huecos y rendijas por donde se filtra el frío, tanta soledad que lejos de cerrar heridas las sangra mucho más. ‘Ay, Michelle, Michelle…’.
Octavo día de la segunda quincena de noviembre.
Amurallado por dos
ríos: el Hudson, y el que da nombre al barrio, palpita Harlem al norte del alto
Manhattan, mezclándose esbelto y a la vez en ruinas sobre la textura de un
lienzo abstracto donde se ha posado la huella de varias generaciones. Con el
paso del tiempo, y teniendo en cuenta los altibajos que a veces la convivencia
arranca a jirones, Carlota ha desarrollado una intuición bastante afilada y
sabe al momento qué me pasa, de dónde vengo o qué cosa he mandado a la mierda.
Sé lo que me espera, hoy lleva todo el día sola e imagino que estará
hambrienta, lo que puede traducirse también en zalamera. Pero no tengo humor
para seguirla el juego, así que pienso
quitármela de encima comiendo sopa de fideos instantánea, que aborrece, y helado de crema de cacahuete, que le da repelús… El tintineo de las llaves contra
el embellecedor de la cerradura la sitúa en
posición de ataque, pero cuando empiezo a silbar Singing in the rain se abalanza
amorosamente cruzándose entre mis piernas. Restriega el hocico por la suavidad
de las medias de hilo, sin engancharlas, y apoya las patas con firmeza para no perder el equilibrio. Sin
embargo, y en vista que no correspondo a sus muestras de afecto, encoge todo el
cuerpo como si fuera una bola de carne tirada en el suelo, me mira desconfiada
achicando los ojos, congela los bigotes en abanico bien separados y, tras pensárselo unos segundos, adivina que huelo
a góspel, a la iglesia Greater Temple Refuge, donde asisto al espectáculo, tal
y como yo lo siento, una o dos veces al año. No
soy creyente, ni aparezco Biblia en mano con párrafos subrayados, pero hay algo
especial que me atrae muchísimo: su fuerza, el coro, la alegría que contagian y
calan hasta las entrañas y esa sana invitación a mover las caderas. Aunque nunca he alcanzado la catarsis como ellos, igual si lo
sigo intentando…
La primera vez que oí la palabra
“gentrificación” pensé que se trataba de otro programa inteligente incorporado
a una lavadora de nueva generación. Después, conociendo el significado, la
ubiqué aquí, en las mismas calles y plazas donde Martin Luther King y Malcom X pronunciaron algunos de sus discursos más importantes. El asentamiento de una
generación de clase media-alta ha cambiado el color de Harlem, poniéndolo de moda social,
económica y culturalmente, lo que sin duda ha obligado
a la gente humilde a desplazarse hacia otros suburbios de la ciudad, al ser
insostenible ese nivel de vida para ellos. Sin embargo, por sus bulevares, cada
domingo, fluyen las escalinatas que conducen hasta el latido del corazón
afroamericano, pegado a ese asfalto del que ya nadie lo podrá desmochar. “Nueva
York. Octavo día de la segunda quincena de noviembre. Dice mi psicoterapeuta
que todas las rutas para entender el pasado están dentro de mí. En mi pueblo la
predicción del tiempo la daba el cabrero a la vuelta de pastar con el rebaño: ‘Éntrate
pa dentro que agua pronto está escapando. Ponle pellizo ar zagal que hace un
pasmo…’. Expresiones muy nuestras, propias de la época de mi infancia. En
cambio, para mí tenía esta especial, con toda la entonación asturiana que podía:
‘lo veo en tu cara, neña, volarás bien
alto’. Desde por la mañana, en la cocina siempre había pucheros puestos al
abrigo de la lumbre baja. Apenas salía, y empezaba a acomodarme a la vida de
encerrada. Así fue cómo aprendí a cocinar lo más básico para no morirme de
hambre. Estaba al cuidado de un potaje de garbanzos. Tenía que quitar la
espuma, procurar que no se consumiera el caldo y añadir, en el momento justo,
chorizos y un buen pedazo de tocino saladillo. La cuñada pequeña de madre,
dieciocho años menor que ella y, por tanto, más próxima a mi manera de entender
ciertos aspectos de la vida, venía cada tarde a hacerme compañía. Estaba en la
recta final de la preñez, lo cual la liberaba de faenar en el campo. Dos primas
suyas trabajaban en Burgos, una sirviendo en casa del terrateniente más
poderoso de la comarca, y la otra en la de un coronel del Ejército de Tierra ya retirado. Tal vez, mi tía no sabía que, intercediendo indirectamente por mí, contribuía, con
la ayuda también de esas otras dos mujeres, a alcanzar la libertad tan
deseada…”.
Hace semanas que Michelle no abre los
ojos, ni parece reaccionar a ningún estímulo físico. Sin embargo, sus
constantes vitales están dando valores normales. Eric la visita a diario. New York Times en mano, lee con tono muy
suave aquello que intuye querrá saber su esposa. Pero hoy se ha puesto a hablar
por los codos de cosas más cotidianas: de la chapuza que les han hecho en el
grifo del fregadero, que si antes se salía sólo un poquito, ahora es como el
gran diluvio universal. Del flamante coche que se ha comprado la hija del
reverendo, donde pasea al tonto del novio, podrido de dinero y con algún cromosoma suelto por el organismo y
fuera de su sitio. O de lo mal que lleva la
tarea de coserse los botones cuando penden sólo de un hilo. Le cuenta que en Montague St., en el barrio residencial Brooklyn
Heights donde trabajaban sus padres de cocinera y mayordomo, con derecho a
vivienda en el sótano, todo sigue más o menos igual, conservando la elegancia
de las estructuras sobresaliendo en curva, la
seriedad de los ladrillos rojos tirando a marrón alguno de ellos y la
identidad, tan neoyorquina, de las escaleras de incendio que, vistas de frente,
parecen dentaduras en zigzag rompiendo la estética exterior de las fachadas.
Una mañana de puro invierno, bajo la nieve cayendo con suma delicadeza, la
actual señora Coleman cruzaba el puente hacia Manhattan. Apenas se divisaba el
puerto, como tampoco podía sentirse el vértigo de los más de 84 metros de altura. Y
fue ahí, arropada entre los gruesos cables de acero y sus dos sólidas torres
neogóticas, donde encontró, caminando entre la multitud, pero cerca de ella, a su primer marido. La persona que la
situaría sobre la plataforma de una vida absolutamente acomodada…
‘¿Y
qué tal si nos cambiamos de sitio? Tú te tumbas en el diván, y yo, mientras me
limo las uñas, te analizo’, −suelto de repente a E.J., que desdobla el borde trasero de la playera que le
molesta−. ‘Hay que ver lo que se te
ocurre, Maura. Aunque sería muy aburrido, te lo aseguro’. Dejo pasar unos
minutos de silencio, que él respeta, y pienso en cuánto
disfruto haciendo que por un segundo pierda la compostura. Pero supongo
que la templanza va implícita en el esqueleto del psicoanálisis, porque aún no lo he conseguido. ‘Ahora, a la salida del metro, cuando venía,
en mitad de la estampa invernal y desierta, parecida a la que sacan en las
películas de aquí, me he sentido haciendo el papel principal. ¡Qué gran
palabra!: protagonista, ¿verdad? ¡Cojonuda! ¿De qué? ¿De la vida que vivo y que
si me paro a analizarla detenidamente resulta que quizá haya sido infeliz? ¿Del
personaje engañoso, oiga que lo bordo, ¡eh¡, −aclaro con énfasis y en un
paréntesis−, sobre todo para mi persona,
creyendo que el pasado es algo efímero que sólo está ahí porque ha ocurrido y…,
mucho mejor no tocar las aguas para que sigan tranquilas? O, ¿hasta dónde estoy dispuesta a llegar, cueste lo que me cueste,
con tal de no dar mi brazo a torcer y mantener la venda pegada a los ojos?’.
Mr. Coleman deja de dar vueltas a un clip que
aparece y desaparece entre sus dedos, entreabre
la comisura de los labios, se remanga la camisa por debajo del codo, y mira al
infinito hasta que… ‘Pero para llegar a
manifestar esa insatisfacción habrás tenido que apartar algunas capas. ¿Te has
parado a pensar cuáles son?’, −pregunta Eric−. ‘Madre nunca quiso a nadie fuera de su persona, puro egoísmo, y si soy
sincera me asusta la posibilidad de haber desarrollado sus mismos genes… En la
aldea la llamaban “la sí-no”, por contestar a todo con esos monosílabos. Una
noche padre vino alegre, y le obligó a dormir a la intemperie. Esa fue la
excusa que necesitaban para separar el dormitorio y retirarse el saludo. Otra
vez, mi hermano mayor sufrió un accidente de moto, le escayolaron una pierna, y
sólo le preguntó si ese trasto le impediría cargar bidones en la furgoneta...
¡Vieja ingrata! −suelto, al tiempo que estiro una arruga del pantalón
producida al cruzar las piernas. Y, como E.J.
observa con lupa todos mis movimientos, añado−: en la primera casa donde serví en Burgos, la señora era una maniática
de la estética, y no consentía llevar nada fuera de su sitio, así que sudábamos
la gota gorda con aquellas planchas de hierro tan pesadas. Algo se me ha
pegado, ¿no crees?’. ‘Bueno, paya. Lo
dejamos por hoy. ¿Agendo día y hora como siempre? La sesión ha sido muy
interesante. Sigue el proceso de quitar las lonchas de corteza seca, verás que
al final te quedará un pedazo de madera lisa y lista para barnizar…’. ‘Me descoloca usted Mr. Coleman’, −digo
guiñándole un ojo−.
La mayor parte del tiempo en esta
ciudad lo pasas desplazándote en transporte
público, donde, quien más quien menos, aprovecha para leer o dar una
cabezadita. A mí me placen ambas cosas. En el largo camino hasta llegar a
Queens, entorno los ojos, y evoco el olor a cuero de la bota de vino que el
herrero de mi pueblo tenía colgada de un clavo en la puerta. Los seres humanos
estamos hechos de un conjunto infinito de emociones,
sensaciones que dan alguna pista de lo complejos y, a la vez, simples que somos. Un
recuerdo concreto, un poso que no ha cuajado, ese tren que ya no pasará otro
día, el envoltorio de un caramelo de menta que no sabemos por qué guardamos, un
plástico que ya está caduco, la melodía de una canción infantil que escuchamos
algunas noches, las cenizas de los que se fueron y temes que el viento espante, o esa jodida costumbre de verlo todo de
color negro, nos hundirá como especie, en el caso de que no estemos
espabilados. Si de algo me está sirviendo la terapia es
para comprender que vivir instalada, como he hecho hasta ahora, en la amargura no me ha conducido a ningún buen puerto. ¡Qué raro!
Carlota no ha salido a recibirme, se le nota por la respiración que tiene la
barriga llena y parece que ha llorado…
Decimocuarto día de la segunda quincena de noviembre
Decimocuarto día de la segunda quincena de noviembre
Al contar la vida a
pedazos nunca sabes cuánto hay de objetividad en tus palabras, ni la proporción
aumentada, fruto quizá del anhelo respecto a cómo te gustaría que hubieran
sucedido las cosas. Pero estoy en condiciones de asegurar que me ajusto
bastante a la realidad. He vivido lo que refiero… La indiferencia ejercida por
los míos, algo complicado de asimilar cuando eres joven (y de mayor tampoco,
¡eh!), ha curtido mi piel enseñándome a relativizar acontecimientos ocurridos a
posteriori, ya que todo, por trágico que parezca en el momento, se supera...
Tengo que ir a la clínica veterinaria a coger cita para Carlota, pues la
encontraron otitis hace unas semanas, molestia
que la ha vuelto un poco más lenta. Yo arrastro un fuerte dolor en el costado
que me impide llevarla en brazos, menos mal que el
marido de una compañera, muy apañado resolviendo manualidades, ha fabricado una
plataforma sobre ruedas cubierta con una funda de cuadros escoceses para
transportarla. Ella apareció por casualidad, igual que llegan los grandes
amores. Me aficioné a la comida asiática, lo que me convertía en clienta asidua
de Gold City Supermarket, cercano a Kissena Blvd, y enclavado en un recinto
abierto con más tiendas. Al otro lado de la calle está uno de los restaurantes
japoneses más baratitos de la zona. Una noche, cerrado ya el local, el
matrimonio de origen tokiota que lo regenta, cuando sacaba los cubos de basura a la parte de atrás, agudizando
el oído antes de cerrar la puerta, creyeron escuchar el llanto de una criatura.
La vieja gata que merodeaba siempre los alrededores buscando comida había
tenido una camada de seis crías. Al día siguiente, festivo, almorzando allí −voy
cenando menos−, me contaron el episodio tal y
como he narrado. Cuando entré en casa llevaba a uno de los cachorros envuelto en mi bufanda y acurrucado en una mano, y en la otra una bolsa con leche especial y jeringas
sin aguja para dársela. Eso es lo más cerca del instinto
maternal que he estado nunca. Desde entonces aprendemos a conciliar, y en esas
estamos…
‘¿Pero
por qué te cuesta tanto hablar, Maura? Son muchos años viniendo a terapia y
sabes de sobra cómo va esto. Además, hemos trabajado mecanismos para fomentar la
seguridad en ti misma que hasta el momento has controlado bien, así que
tendrás que averiguar cuáles son los motivos que te bloquean’. No tengo
valor para sincerarme expresando que me produce verdadero pudor quedarme
desnuda delante de él, observada fijamente en todos y cada uno de los gestos
que hago, de cómo digo según qué cosas y consciente de que toda reacción por mi
parte deja más vulnerable el código que abre la trampilla emocional. ‘Es que soy muy tímida. ¡Ya me conoces! Y me
cuesta, pero cuando arranco… No te haces idea las veces que he querido hacer un desvío en
mis hábitos y mudarme de casa, amueblar otro espacio diferente donde recibir al
amante del momento, iniciar dietas equilibradas controlando el peso −en
realidad esto último lo digo para mí, porque no he puesto ningún empeño en
hacerlo−, y buscar un trabajo que me
hiciera más feliz, porque desde luego contar latas de sardinas, entre otras
muchas cosas, no me hace… Supongo que el miedo a lo desconocido viene de las
malas experiencias. Apenas llevaba doce meses en el supermarket donde empecé en
el turno de noche vigilando que no robaran de los estantes, reponiendo los
artículos que faltaban y pasando el plumero por encima de los paquetes de
compresas, cuando me entero de que a dos manzanas de allí acababan de poner una
lavandería y buscaban personal. El sueldo era algo mayor y me decidí, por
intentarlo no perdía nada. Esto pasó con la persona encargada de entrevistarnos:
“¿Nombre? Maura Pumares. ¿Estado civil? Soltera. ¿Lugar de nacimiento? Soy de la Comarca del Ebro, en
Burgos, España. ¿Latinoamericana? No, no, española. Pues eso, de América
Latina… ¡Si usted lo dice! ¿Y qué sabe hacer? ¿Yo?, limpiar retretes y ordeñar
vacas…”. Siempre me ha sorprendido que los estadounidenses, más allá de
vuestras fronteras, −habrá excepciones,
como es lógico− tenéis una vaga ubicación
geográfica de dónde está el resto del mundo’. ‘Puede ser’ −opina un apagadísimo Mr. Coleman−. ‘Aunque eso ya me da igual. Total, a estas
alturas de la película no pienso discutir sobre si mi país de origen está en
Europa o en las Antillas’. ‘Igual
tienes alma de maestra y no lo sabes, mira tú por dónde’. ‘¡Ja!’, −desafío a E.J.−. ‘¿Quieres decirme algo en concreto?’. ‘No. Bueno, sí. Tal vez. Puede…’. ‘Qué’. ‘A
lo mejor es una tontería, pero a veces me pregunto que si cambiar significa
pulir el nuevo entorno en un diseño desconocido, ¿por qué razón acobarda
desencasillarse? Estoy llena de reproches y las rachas
de insomnio son una tortura. ¿Podría haberlo gestionado todo mucho mejor?, pues
sí, ¿y quién no? Si Carlota hablara, diría que sufro de falta de interés. ¡Uf!,
creo que me estoy yendo por las ramas. Quizá no vuelva por aquí, Eric. No hallo
alivio alguno en estas charlas, todo lo contrario, me producen un malestar
intenso’. ‘¿Te parece bien cortar por
lo sano el tratamiento así, de modo tan brusco?
Mira, hagamos una cosa, mantenemos la cita de la próxima sesión y tú decides
libremente venir o no, ¿vale?’. Según caminaba hasta el metro, el primer
contacto con la realidad colocó en mi paladar la amable textura de un taco
mexicano relleno con carne de pollo y comprado en un carrito callejero, junto a
la firme decisión de volver a la consulta del psicoanalista.
“Nueva York. Decimocuarto día de la
segunda quincena de noviembre. Mucho antes de asomar las primeras hebras del amanecer, cuando todavía nosotros estábamos en pleno sueño,
padre contaba el dinero que después guardaba debajo del aparador dentro de un
calcetín suyo. Siete, once, veinticinco, ochenta y nueve… En el silencio de la
noche, desde el dormitorio y tapada hasta el cuello con la manta, yo calculaba
la cantidad que había por el ruido que hacían las monedas al caer una sobre
otra, llevándome a fantasear inocentemente convencida de que éramos ricos. Por
eso, a menudo preguntaba a madre si teníamos más billetes que nadie en varios
kilómetros a la redonda, siendo su respuesta una hostia
en la cara y no es asunto tuyo, mocosa. Para una aldea de vida aburrida el
mayor espectáculo del mundo es cualquier cosa que proceda fuera de lo rural, de
lo relativo al campo y sus quehaceres. En la mía fue que la Guardia Civil
estacionó un furgón delante de nuestra casa, y a la par se produjo el manchón
negro y definitivo que estampé en la honorabilidad de la familia. Al parecer yo
era la última persona que había visto con vida al sacerdote, por lo que tenía
que acompañarles a declarar al cuartelillo. Fui
sola, pero antes de salir oí cómo crujió el suelo de madera en la habitación
contigua. Supuse que serían mis hermanos moviéndose de ventana en ventana para
no perderse la función. Un hombre de largo bigote y modales groseros aporreaba
las teclas de la vieja Olivetti transformando en palabras todo lo que les
decía: ‘la noche se nos echaba encima y
había que apresurarse −proseguí−.
Recuerdo que el cura caminaba muy cerca, no sé si para protegerme o por miedo a
caerse él’. Omití, el asunto de la violación, de la sangre reseca en mis
piernas, del desprecio que sufría desde entonces, de la sospecha respecto a si
la muerte del religioso estaba relacionaba con algún ajuste de cuentas
(imposible pensar en los míos). Tampoco mencioné el detalle desagradable de la halitosis en el aliento de mi agresor, ni que
recogí, instintivamente, sin saber muy bien por qué lo hacía, el pañuelo que
tiró con sus babas, en el que aún permanecía su ADN. Salí de la sala de
interrogatorios cubierta de soledad, pero decidida a realizar los cambios que necesitaba para sentirme libre. Visité a mi tía y,
mientras daba de mamar a su bebé, buscamos la manera más razonable de emprender
el camino hacia Burgos…”.
‘Llevo
prisa, lo siento. Les veo mañana. Pues sí, está empezando a llover −digo a
los Harries, cuyos dedos señalan hacia el
guirigay que se va a liar en el cielo−,
tengan cuidado y pónganse bajo cubierto’, grito desde el cruce de Maspeth
Av. con la 58th st, donde intuyo que
van a comer pizza en un local legendario. He quedado con mi amiga,
vamos a oír un mini concierto de cuerda ofrecido por estudiantes de
arquitectura, entre los que se encuentra su nieto. Con ello recaudarán fondos
para el viaje final de carrera que quieren hacer a Memphis, la cuna de Elvis.
Lo convocan en un lugar especialmente bonito: Travers Park, en el barrio de
Jackson Heights, en Queens. Y no es que la cosa del arte me llame la atención. Si
soy sincera, este tipo de actos me aburren y
dan hambre. Yo soy más de culebrón de telenovela, pero todo sea por la amistad
que me une a la abuela.
Las visitas diarias de Eric a su
esposa se están convirtiendo en pura rutina exenta de alicientes. Siempre lo
mismo, calcado un día de otro… Entra, y bordeando con los ojos el perímetro de
la cama para no tropezarse, se gira, respira hondo, se sienta en la silla que
hay junto a la ventana y aprovecha para dar una cabezadita. Michelle, molesta
por el olor a orines, y no suyos, desde la mordaza inmóvil que la ata a la
enfermedad, hace uso de lo que todavía no le han robado: la capacidad de pensar.
Nunca estuvo enamorada de su primer marido, fue tan sólo el vehículo que la
convirtió de chica pobre en mujer de un Stockbroker,
en Wall Street, enviudando cinco meses más tarde, después
de que él cerrara una operación de bolsa que la colocó a ella en el ranking de
las personas más pudientes de Brooklyn. A medio camino del ahogo trata de
ablandar una flema contundente, aunque si la máquina no pita y no vienen con el
aspirador de secreciones puede que la
habitación vaya oscureciéndose poco a poco… Las imágenes de la noche de bodas
en un motel cutre de Las Vegas, con el fracaso sexual que vivieron, acaparan su
memoria, junto a la agonía de no haber tenido valor de enmendarlo nunca. Ahora
comprende que aquello no fue más que el preludio de una unión frustrada…
Paso de puntillas hasta el dormitorio
para que Carlota no vea la rojez −es tan lista la jodía− que traigo en los ojos: tormenta de cócteles con aparato
eléctrico. Pero antes de reaccionar y hacerla bajar de mi cama, acaricio su
vientre y nos quedamos dormidas…
Decimoquinto día de la segunda quincena de noviembre
Encima dela Penn Station , como se conoce coloquialmente a la Estación Pennsylvania ,
entre las avenidas Séptima y Octava de las calles 31 a 33, está el Madison Square
Garden, en la isla de Manhattan, paradigma de sueños, en
su mayoría inalcanzables, para gente, como yo, de clase baja. Dicen que en
realidad desarrollas el espíritu neoyorquino cuando has cruzado el puente de
Brooklyn a pie. Lo he hecho en varias ocasiones. Tanta grandeza junta hace que
te sientas muy pequeño, y a la vez afortunado, por disfrutar del skyline recortando el cielo en el
horizonte, otra de las maravillosas estampas que se contemplan residiendo en
esta zona del planeta. Hace años, por navidades, cuando las apreturas eran una molestia sin importancia para mí, quise vivir
ese ambiente como espectadora en primera fila. No paró de nevar en todo el día
y, a pesar del ir y venir de hombres y mujeres lanzados a la caza de un taxi
libre por aceras intransitables, cuajaron bolas blancas y compactas a ras de
encintado. La Quinta
Avenida se me antojaba como arteria alargada de cabezas a
colores. Un grupo de jazz tocaba a las puertas de la cadena de librerías Barnes & Noble. Eran tan buenos que les dejé un dólar en la funda
del saxo, toda una fortuna en mi agujereada economía de entonces. Supongo que tenía
ganas, −ya se han esfumado para siempre−, de
llegar hasta Herald Square, a los almacenes Macy’s, y subir a la planta donde Santa Claus tiene montado
su imperio, para preguntarle, sin rodeos, por qué demonios sigue sangrando
dentro de mí la llaga de la infancia como época gris… Pero en ese momento yo era joven y me sentía importante, así que dejé a un lado la rabia y la nostalgia y me apegué a la magia de los escaparates de Bloomingdales
y Bergdorf Goodman, consciente, no obstante, de que nunca pertenecería a ese mundo,
y sí al bebedor solitario llamado bar fly,
donde encajaba mucho mejor. Todos los caminos de regreso que te devuelven al
lugar de origen bajan los humos de lo que nunca seremos. Por eso, según entraba
en mi vecindario del Maspeth, el frío y la escasa luz me ubicaron en la realidad… En esa época Carlota todavía no
había aparecido, de lo contrario hubiera dicho que qué coño hace una aldeana
dando vueltas como tonta al pabellón deportivo, insignia de la ciudad, expresándose
en spanglish agitanado.
‘Pues no me gustó nada, E.J., ¡qué quieres que te diga! Sonó a: “deja de venir a la puta consulta de una vez, baby”. Me cogió por sorpresa esa reacción tuya, pero ya ves, no te guardo rencor, he vuelto y te perdono’. Una leve brisa pareció mover sus pestañas como reacción al comentario desentonado por mi parte, lo reconozco. ‘Estupendo. Lo importante es estar seguros y llevar a cabo las decisiones tomadas sin perder el rumbo elegido. ¿Qué destacarías de la semana? ¿Algo importante por encima de lo demás? ¿Cómo enmarcarías lo ocurrido a tu alrededor? No sé si me explico…’. ‘Mi mejor compañera, bueno la única que me soporta, se jubila, porque ha tenido un biznieto y la familia no puede pagar a una canguro que le cuide. Entre la plantilla, menos los jefes y el encargado, le hemos regalado un abrigo baratito. Quería invitarnos en el “diner” que hay a pocas cuadras de la 63rd St con Flushing Ave. Pero qué va, ya sabes que los gringos sois muy formales cuando se trata de billetes, −algo se me ha pegado en ese sentido−, así que, pedimos al “waiter” que nos trajera “separate checks”. Qué bueno hacen ahí el sándwich BLT, aunque prefiero un toque de salsa “honey mustard” en lugar de mayonesa. Me fui antes que ninguno, olía a despedida en plan halagos cargados de hipocresía y no estaba dispuesta a participar en ello. ¿Por qué te cuento todo esto, “¡shit!”?’. ‘¿Y lo más molesto ha sido el retiro de tu compañera, no haber comprado un abrigo de mejor calidad si hubieran participado los que no lo hicieron, entrar en el juego de la adulación, o conversar conmigo de la vida? ¿Lo tratamos?’. ‘Uy, ni tinto ni blanco. Me jode más que Carlota no venga a psicoanálisis, con ella te hincharías a llenar cuadernos. ¿Sabes que odio los camafeos? Madre tenía uno tallado en hueso, una especie de silueta Neandertal que, más que atractivo, me resultaba interesante. A veces, a hurtadillas, asomaba un ojo por la rendija del cajón de la cómoda donde lo guardaba entre el velo de los lutos y la muda limpia para los domingos. Ahí, apolillado, inservible, olvidado. Nunca me lo dejó, ni siquiera cuando propuse llevármelo para tener cerca un recuerdo suyo, y poder tocarlo por si acaso no volvía en mucho tiempo. Dio media vuelta, emitió un sonido tipo ¡quiá! Y, ya no volví…’. ‘Reflexiona eso para la próxima sesión: el camafeo, la figura materna, decir adiós para siempre… Analízalo. A lo mejor tenemos que cambiar el día, igual no puedo, pero te aviso con tiempo’.
‘¿Mr. Coleman? −un hombre trajeado con burda imitación a Wall Street y mueca de pocos amigos irrumpe en la habitación, apartando a Eric de sus cavilaciones−. Ha surgido un problema con el seguro “Ohio long term care insurance” −da cobertura a cuidados de larga duración incluso en residencia−. Pásese lo antes posible por nuestra oficina para resolverlo. Aquí le dejo mi tarjeta’. La puso sobre la mesa auxiliar y se fue sin más, como vino. E.J. se perdía en el laberinto de papeles burocráticos que le sacaban de sus casillas, igual que altera la vista un ramal de tuberías convergiendo en el colector asignado. Pero para él lo único importante en esos momentos era proporcionar a Michelle el mayor confort posible. Cada día, bajo la cúpula de aquellas cuatro paredes, luchaba contra la muy potente tentación de desconectarla del aparato que la mantenía entre las rejas de una vida insana, que ya había asolado la armadura de ese ser al que tanto agradecía. Ella adivinaba el sufrimiento de su marido, el trago de verla así, la tristeza vitalicia por no poderse comunicar con palabras y la plomiza monotonía que le cogía todo el cuerpo. Sabía que el final se acercaba, aunque el muy cabrón lo hacía lento, lento, lento… Y comprendía, quizá tarde, que las cosas importantes son aquellas que pueden darte los demás, y no lo material que nos hace bastante insensibles.
“Nueva York. Decimoquinto día de la segunda quincena de noviembre. Al apearme del tren enla Estación del Norte de
Burgos conté siete campanadas en el reloj de la fachada. La atmósfera
destemplada que ya en sí despedía el edificio a través de la piedra y el ladrillo de su construcción −humanizado por el olor
a sudor y a café con leche que salía de la cantina al lado de la sala de
equipajes− me dio una pista aproximada de lo
complicada que sería mi estancia en esa ciudad y
de la que saldría gracias a un golpe de suerte, una oportunidad de las que sólo
pasan una vez en la vida. Me acerqué a la zona de venta de billetes y pregunté
por la dirección que llevaba escrita en un papel. Di
como referencia la plaza de Santa María, donde está la Catedral. Minutos
después golpeaba el pomo de un pesado portalón de madera. La simpática mujer
que abrió y me estrujó contra su cuerpo tenía
pechos de ama de cría. Las reglas de mi trabajo consistían en lavar, tender,
planchar y vuelta a empezar, la ropa que continuamente ensuciaban los trillizos de la señora. También mantenía
hirviendo el agua donde se esterilizaban las tetinas y biberones. Libraba dos
horas por semana, que daban para poco más que
visitar a las primas de mi tía, que preparaban
galletas con canela y un toque de limón. Ahorraba todo mi sueldo, porque no gastaba en comida ni cama y aprovechaba las ropas que ellas me daban hasta
quedarse viejas. Estaban al tanto de la aldea,
así supe del casamiento de mi hermano mayor con la hija mediana del alcalde, y
que al pequeño le extirparon la vesícula. Cuatro mujeres y tres hombres
(jardinero, chofer y mayordomo) completaban la
plantilla doméstica en la casa. Nosotras cargábamos con la faena más dura a nuestras
espaldas, incluido el cultivo del huerto que había a las afueras. Juntándolo
todo hacíamos jornadas, a veces, de unas dieciséis
horas diarias: tres bebés, cuatro adolescentes, el matrimonio, la abuela y los
arrimados, daban muchos quehaceres. A la señora, con una crisis posparto de
caballo, no le caía bien, pero yo aguantaba, no tenía nada mejor y debía
respeto a las que me consiguieron el empleo”.
Antes de esto recuerdo mi piel cuarteada de soledad en el apeadero, las toses repugnantes del único responsable de las dependencias, el silbato del tren que iba a sacarme del infierno, el pan y tocino que me llevé de la despensa masticando con desgana trozos diminutos por no desfallecer, el agua de la fuente que arrastró consigo mis lágrimas y aquellas montañas picudas y desafiantes que tapaban el reflejo de la luna…
Dejo a un lado mis notas y, aunque no lloro, escondo la cara por detrás de la timidez. Asumo mis lagunas: las dolorosas mejor dejarlas donde están, y las de la edad porque la incontinencia del tiempo ya las ha barrido. Carlota ha estado pendiente en todo momento sin inmiscuirse ni hacerse notar, respetando el espacio del pasado que me pertenece sólo a mí. Pero va llegando su hora y hociquea mis zapatillas en plan remolona, con esa particular manera, tan suya, de manifestar sueño y decir que me deje de coñas. Sin embargo, para alguien como yo tan falto de cariño, lo interpreto como la más grande demostración de afecto que jamás nadie me haya hecho. Escucho mucho revuelo en el edificio, puertas que se abren y cierran dando portazo, pasos acelerados bajando por las escaleras, respiraciones contenidas. Afuera, jaleo de sirenas dando la alarma de que algo no va bien. Un coro de lengua con acento diferente, solapando el eco de unas con otras, luchan por hacerse entender y contarnos que la policía se ha llevado esposados a unos delincuentes que intentaban sacar con un alambre algunas monedas de la secadora en la lavandería… Delito sin importancia y muy frecuente. Chorizos de poca monta, grita una voz rota, a la par que alguien arroja un jarro de agua fría desde una de las ventanas…
Primer día de la primera quincena de diciembre
En el 107 th Precinct Police Department, del 70-01 de Parsons Blvd, los Harries fueron interrogados varias veces sin sacar nada en claro. Desde entonces van contando que el agente Murphy, al que Paul Newman dio vida en la gran pantalla, sigue patrullando las calles en una de las zonas más conflictivas de la ciudad, y que ellos, americanos de orden, como Dios manda, se prestan a colaborar estrechamente conla Jefatura 42, Fort Apache, en el Sur del Bronx
−ahí se desarrolló también la película del mismo nombre−. Sin embargo, como
ocurre casi siempre, la realidad dista mucho de
la fantasía, teniendo poco que ver una con otra. Podría llamarse casualidad,
destino, mala pata o coincidencia, lo que situó a este peculiar matrimonio en
el lugar equivocado… Su cada vez más mermado poder adquisitivo les ha empujado a activar una fuente de ingresos
que, aunque no da para mucho, les permite, al menos, estar ocupados. Se trata
de un pintoresco servicio para el vecindario. Consiste
en que, por un puñado de centavos irrisorios,
pasan el día sentados en la lavandería cuidando la colada hasta que reaparecen
los propietarios que, cuando se la llevan, les
dan una propina. Algunos, ni eso, simplemente las gracias, o nada. Aquella
noche, en el Maspeth, delante de estos ancianos, una banda de delincuentes destrozaron
el mobiliario llevándose el dinero de las máquinas y convirtiéndoles en
testigos asustados, en ciudadanos que ya nunca dejarían de mirar para atrás,
por si acaso…
A Carlota los años la están haciendo todavía más sibarita, lo que repercute en mi bolsillo, porque el único pienso que quiere es de salmón y arroz. O sea: una pasta el caprichito. Pero como es muy probable que tanto la una como la otra estemos a punto de incorporarnos a la recta final de nuestra existencia, pues eso… Envejecer, además de hacerte más desinhibido, supone en sí infinitos síntomas, unos vienen acompañando al deterioro físico o la enfermedad, y otros porque sí, como son los sentimientos de nostalgia y melancolía. Hace tiempo que tengo por costumbre traer a casa folletos publicitarios donde aparecen, entre otros, el Hotel Chelsea, cualquiera de las calles del SoHo embellecidas con esa arquitectura Cast-Iron Building, los grandes ventanales que diferencian a este barrio del resto o la programación actualizada de los espectáculos en Broadway, pongo por caso. Mi gata, que es muy melancólica, ahora que no trepa a las alturas, porque no le responden las patas, ni aparece a primera hora de la mañana con los bigotes engolfados, insiste para que esparza la propaganda de hoy por el suelo. Duda unos instantes si colocarse sobre el histórico edificio de apartamentos Dakota −donde fue asesinado John Lennon− en la 72th. St. y Central Park, o en Federal Hall, primer capitolio. Sin embargo, porque seguramente habrá gateado mucho por ahí, se estira situando el vientre y el pecho encima de Gantry Plaza State Park −al otro lado del East River−, uno de los miradores menos conocidos de la ciudad, asentado sobre los antiguos muelles de Queens y una fábrica de Pepsi demolida, desde cuyo embarcadero el horizonte ofrece hermosas vistas del atardecer sobre Midtown Manhattan. Carlota arruga los ojos y se deja cautivar por el tono rojizo del cielo, a la vez que tiembla el suelo debajo de nosotras, como si la réplica de cualquier seísmo quisiera alcanzarnos.
Aguardo en el vestíbulo hasta que Eric me llama a terapia. El espacio es austero, con unas cuantas sillas incómodas pensadas para no recrearse haciendo corrillos. La puerta del despacho ha quedado entreabierta, un olor característico a tabaco con toque de azúcar caramelizada se cuela por la rendija ajustándose a la cordillera del mapa que trazará mi monólogo. El radiador que hay metido en el hueco de la escalera que sube a la planta superior proporciona un calor horroroso y hace un ruido ensordecedor que se dispara a la par que el metro de media tarde atraviesa esta parte de Brooklyn. E.J. me llama y entro, tiene varios papeles en la mano que mete en un cajón en cuanto me acomodo. ‘Debe de haber una avería gorda −digo−, porque he visto en la calle la chimenea naranja y blanca que monta Con Edison −compañía que se encarga del mayor sistema de vapor de los Estados Unidos−, cuando está reparando una tubería’. ‘Infiltración, fuga, sabotaje… ¿qué crees?’, −pregunta−. ‘Ni idea, pero lo que sí te digo es que aquí hace un bochorno insoportable’. ‘Sí, un poco’. ‘Esta semana ha sido malísima. Me ha faltado dinero en la caja, seguramente le he dado de más a algún cliente en las vueltas, pero claro no puedo demostrarlo. Una vez, siendo muy niña, me mandaron a casa del médico a recoger un dinero que éste debía a padre. Cogí las monedas y las apreté en la mano con todas mis fuerzas. En ningún momento la abrí hasta llegar. Se las di, y, por lo visto, iba una peseta de menos. Puedes imaginarte cómo reaccionaron’. ‘Cuéntamelo tú, Maura’. ‘Eran insultos que entonces no entendía. Amenazas tales como quemarme viva en el infierno, cortar mis manos y echárselas de comida a los monstruos del bosque, dejarme atada a un árbol a la intemperie donde nadie escuchase los gritos. En fin, como ves, todo con sumo cariño y delicadeza. Yo cerraba los ojos y repasaba mentalmente: cinco por una es cinco, cinco por tres quince, cinco por ocho cuarenta… ¿Oyes el silbato? Eso es que la rotura está resuelta. Me voy, tengo dolor de estómago y se me ha puesto muy mala leche’. ‘De acuerdo. En cualquier caso, habíamos acabado con la sesión’.
“Nueva York. Primer día de la primera quincena de diciembre. De pequeña no aguantaba ver cómo padre desollaba liebres y curtía las pieles para cubrir con ellas nuestras piernas ayudando así a combatir el crudo invierno. Me horrorizaba el hecho de llevar pegado un trozo de animal muerto. Sin embargo, instalada ya en Burgos, cegada por la amargura que provocan los momentos bajos, echaba en falta esas costumbres aldeanas. Y así, tumbada sobre aquel colchón cuyos muelles encontraron acomodo en mi espalda, y espantando las chinches pretenciosas que, a la lumbre avivada de mi entrepierna, paseaban a su antojo bajo las sábanas, me preguntaba si no estaría equivocándome, si la necesidad de realizarme como ser humano, atrapando, más que una nube, la materia a la que empezaba a darle forma, no me conduciría hacia la loma escarpada del fracaso. En definitiva, conseguir que los proyectos y la felicidad sigan siendo importantes, o arrimar el hombro para que se cumplan los deseos. Los trillizos y la mala hostia de la señora me traían de cabeza: ellos porque no paraban de llorar a todas horas, y ella porque cuestionaba cada cosa que hacía poniéndome en ridículo delante de los demás, con acusaciones que no se sostenían por increíbles. Una noche, casi de madrugada, que fui a beber agua y de paso a hacer pis, vino por detrás y me abofeteó pensando que salía de la cama del marido. La enganché del pelo por la coleta y le dije que fuera la última vez que me ponía la mano encima si quería seguir concibiendo. Acobardada, con la garganta enrojecida y la yugular a punto de reventar, se le desbordaron las mamas por una repentina subida de leche, aunque nunca había dado de mamar. Ahora, analizándolo, entiendo que en lo de convivir con gente, de joven, no tuve mucha suerte, y de mayor tampoco… Una de las cosas que más disfrutaba era cuando bajaba a lavar la ropa de los niños al río Arlanzón −entonces se realizaba así la colada, ahí o en los lavaderos− con las demás muchachas que servían en otras casas, y después, mientras se secaba al sol, nosotras poníamos a parir a los amos. Eso, tan sencillo e insignificante, aparentemente, nos sacaba de la rutina que nos sepultaba poco a poco. La que más y la que menos, aprovechaba para verse allí con el novio. Yo con los pensamientos y el afán de seguir buscando no sabía todavía el qué…”.
En la habitación de Michelle el silencio hace la función de escape suavizando el sinsabor cuando no tienes nada que decirte. De una bolsa de papel marrón, E.J. saca algunos sobres con fotografías que ella clasificaba por año y ciudades: Atenas, Mississippi, Nueva Escocia, Granada, Boston, Dublín, El Cairo…, y se las enseña a la vez que lee las anotaciones del reverso que contextualizan aquellas cosas que la cámara no inmortalizó en la imagen. ‘Lo recuerdo, querido −piensa su mujer con los ojos cerrados y la lengua seca−, esa de ahí, no, no, la de abajo, está hecha en el fiordo de Oslo. Cuánto disfrutabas al contarte que ese escenario fue clave en la invasión alemana de Noruega en 1940. Uy, espera, espera, acércame un poquito más la dela Torre
de La Doncella ,
en Estambul, ¿cómo era la leyenda que nos contaron? ¿Un padre le llevó a su
hija una cesta con frutas exóticas y dentro había un ofidio venenoso que la
picó muriendo en sus brazos? Sí, ¿verdad? ¡Ay!, mira las de Venecia en el
vaporetto navegando por el Gran Canal, cómo te mareaste al principio, después
no había quien te parase “¡fuck!” −emite un sonido inapreciable a modo de
carcajada−. Pues, fíjate, las de
Groenlandia se me habían olvidado. Ah, pero no las de Japón, espectaculares
esas del Gran Buda en Nara, y las de Iun Torii, del santuario Itsukushima, en
la prefectura de Hiroshima. Mírate ahí, qué gracioso, con los edificios del
templo construidos sobre el agua por detrás de ti. Ah, no, no, haz el favor de
esconder esas de ahí, no me gustan nada las del Haiden −sala de culto u
oratoria−, parezco más gorda y ya ves, menuda
figurita que tengo’, −quiere guiñarle un ojo, pero…’.
Los Harries apenas aparecen en público. Dicen las malas lenguas que cualquier día de estos ocurre una desgracia, porque ya no se mantienen en pie. Michelle hace de tripas corazón con todas sus fuerzas para que el endeble vínculo que le une a la vida no se rompa. Carlota ha amurallado un espacio en el alféizar de la ventana, que considera muy suyo y defiende a muerte, desde donde controla el misterioso mundo de los tejados. E.J., a media luz, en el rincón que pasa más desapercibido de la cocina, casi justo al lado de donde se integra el zaguán del patio trasero, sacia su hambre tremebunda con unos bagel esponjosos y rellenos de crema de queso. A cierta distancia de todos ellos, luchando contra las cosas que me agobian, me bloquean y me hacen ser insoportable, seguramente, de cara a la galería, contrariada, descubro en el espejo del armario que se me han caído demasiado los pechos…
Segundo día de la primera quincena de diciembre
‘Por favor, Carlota, hija. No metas las pezuñas en el recipiente de agua, que luego vas dejando la huella por todo el piso. De verdad que contigo una no da abasto limpiando. Claro, como tú no tienes que hacerlo, ni gastar dinero en productos desinfectantes… Pues ¡hala!, ¡que frote esta vieja gruñona! Eso es lo que piensas, ¿no, cabrona?’. La gata no hace ningún caso cuando me pongo en este plan. Ella sigue ganando espacio, forjando los cimientos del hogar con los manojos de pelo que suelta su cuerpo y una mirada que, a fuerza de respirar el mismo aire que yo, se le ha tornado agria y suspicaz. Lo que ya no puedo consentir son sus primeros síntomas Diógenes. De repente encuentro debajo de la mesa un cacho de goma mordida que antaño fue el brazo de una muñeca, cuatro o cinco cascabeles aún con lazo y marca Norman’s stuffed animals y una pelota mutilada de un mordisco. Patético...
Lo inmediato cuando decidimos probar suerte en un país diferente al que nos ha visto nacer es configurar un mosaico a medida para que el escenario donde nos desenvolvemos cómodamente cambie lo menos posible. Buscamos la manera de mantener arriba el recuerdo de la tierra, localizando tiendas en cuyo escaparate predominen productos conocidos: mermeladas caseras sin azúcares añadidos, encajes de una determinada región, legumbres sin conservantes y aquella colonia preparada por nuestras abuelas con pétalos de rosas que llevábamos los de mi generación. No sabría decir verdaderamente si lo que me empujó a buscar un asentamiento de paisanos fue la nostalgia o, quizá, otra cosa. Pero, desde luego, estuvo muy presente en cuanto desembarqué en los muelles de Chelsea del buque cargado de inmigrantes en el que viajé, donde las miras de todos eran iguales: participar a lo grande del sueño americano, olvidando llagas que la dictadura no dejaba cicatrizar. Después, aunque no siempre ocurre, las circunstancias de la vida afean un poco la realidad… “Nueva York. Segundo día de la primera quincena de diciembre. Desde que estoy en Estados Unidos sólo he vivido en el distrito de Queens, concretamente, como ya he dicho en otras ocasiones, en el vecindario de Maspeth. Conozco tan bien sus streets que sería capaz de transitarlas a tientas, como el insomnio me empuja a hacerlo por el dormitorio. Podría llegar sin problema, unas cuadras más al norte, al puesto de venta directa donde compro verduras recién cortadas. Y ponerme justo delante de la fachada dela
Iglesia de la Transfiguración , que tiene el estilo de una
típica casa holandesa que tanto me gusta. O hasta
el local-garaje, abierto hace más de sesenta años, donde tocan música country y sirven copas con nombre de
canciones, en la intersección de Eliot Ave con Fresh Pond Rd, regentado por
unos sureños (ahora a cargo de hijos y nietos) de Charleston (Virginia
Occidental). Sin embargo, aún ahora, todavía echo de menos el ambiente que se
respiraba en la Calle 14, entre la Séptima y la Octava Avenida. Desde el final del siglo XIX hasta mediados del XX fue territorio español, donde
gallegos, asturianos, onubenses…, bailaban pasodobles, escanciaban sidra,
cantaban jondo o cocinaban bacalao a la
bilbaína o paella valenciana, junto a otras especialidades ofrecidas en los
restaurantes ubicados ahí, en ese pequeño trozo de la isla. (Hoy sólo queda en
pie de todo aquello la
Spanish Benevolent Society, centro sociocultural conocido
como La Nacional). No es que me
importara no tener idea de inglés, estar a miles de
kilómetros de mi tierra y sentirme una intrusa,
una impostora, una extraña usurpando el pan y el techo del neoyorquino, pero
todavía quedaban dentro de mí sentimientos sin
corromper. Así que, al poco de llegar a la city
y saber que existía Little Spain,
busqué guarida entre sus gentes sin decirlo. Mi tercer empleo fue en Torta del Casar, (los anteriores prefiero
omitirlos), mesón extremeño donde servían platos elaborados con mucho mimo por una cocinera oriunda de Jerez de los Caballeros, que a los tres meses de haberse colocado quedó viuda.
Sin hijos, con clara tendencia a la morriña y continuos deseos de volver a su
pueblo, siguió manejando los fogones hasta que, a consecuencia de las drogas y
las reyertas, quebraron casi todos los negocios, el barrio cayó en decadencia y
la comunidad española se dispersó, desplazándose a otras
zonas con el tiempo no menos conflictivas. Mientras duró, aunque lo viví en su
última etapa, me sentí arropada, esto, como es de suponer, lo he reconocido
demasiado tarde… Mucho tiempo después, caminando por la calle North 6th para
llegar a Williamsburg Flea, mi market favorito
al aire libre, en Brooklyn, encontré a un viejo conocido que trabajó en la Calle 14 en una tienda
textil. A veces, si el comedor de la taberna estaba lleno, compartíamos mesa
junto con otros dos compañeros suyos. Me dio alegría verle, le habría abrazado
de no haber sido porque me gusta mantener en público la imagen de mujer fría e
invulnerable. Llevaba, en una bolsa de papel recio, arepas colombianas rellenas de queso que había comprado para matar el gusanillo. Le ofrecí y aceptó, eso
preludió la conversación amena que mantuvimos. Me contó que cuando cerraron los
almacenes dejó de frecuentar la ‘Pequeña
España’ (llamada así coloquialmente), que tenía
encajada su vida en el mismo cogollo del Bronx y que no
necesitaba nada más. Sólo mantenía la costumbre de hacerlo una o dos veces al
año, visitando la iglesia católica de Nuestra Señora de Guadalupe (primera
parroquia en Manhattan con misas en latín y castellano), adonde más que la fe
le llevaba la tradición. Al preguntarle por los asiduos de esa época y, en
especial, por aquella mujer que guisaba tan rico, dijo que perdió la pista de
todos. Nos despedimos con una palmada en la espalda y la intención de vernos en
otra ocasión. Quién sabe…”.
‘Mr. Coleman. Tome asiento, por favor, −indica uno de los médicos señalando una silla vacía−. Como bien sabe, durante dos meses, hemos administrado a su esposa un tratamiento experimental sin resultados. No ha sido capaz de reaccionar a ningún estímulo, lo que esperábamos que hubiera sucedido a la segunda semana de iniciarlo. Estudiado el caso con detenimiento, y analizando cada posibilidad, lamentamos comunicarle que en los próximos días se lo iremos retirando. Cuando termine el proceso, podrá llevarla de nuevo a la residencia de donde vino. Sabemos lo que está sintiendo ahora y nos condolemos con usted. ¿Alguna pregunta?’. E.J. se va de la sala de juntas cabizbajo y pensativo, una arcada seca le revuelve el estómago. Casi exánime, sale al jardín y se sienta en un poyete del lago artificial que, visto desde arriba, mitiga un poco la entrada del hospital. Incapaz de pensar, busca entre los recuerdos desordenados de su memoria alguno que le ayude a despejar las dudas del momento. Media hora después, con la vejiga descargada y partículas diminutas de hebras de tabaco flotando por la saliva, avanza por el pasillo fijándose en las luces parpadeantes, imaginando que pertenecen a un largo túnel por el que escapa, un conducto de salvación que le llevará hasta la desembocadura del río Hudson, donde ella, primaveral y receptiva, aguardará su llegada preparando un pícnic de verano a la caída del sol… Cuando él entra en la habitación salen dos enfermeras llevando una bandeja con gasas usadas y algún envase vacío. Michelle se alegra mucho de verle, tiene cosas que contar. Sin embargo, el labio inferior de Eric, entreabierto, no le da buena espina. Daría todo por decirle que tenía ordenados los sentimientos, que ya no se oponía a la compra de una autocaravana para recorrer el país, que podía quedarse o no con su colección de posavasos, que en invierno dejase las zapatillas pegadas a la calefacción, que fumara menos, que se acordara de pagar los impuestos y que hiciese todo lo posible por seguir adelante…
‘Quítate de la puerta, Carlota. Voy a salir te pongas como te pongas, que es una simple tormenta, coño. Además, mira qué te digo: si te dan miedo los truenos, te aguantas. Más tengo yo cuando te encuentro a media noche en posición de ataque como perdonándome la vida. Así se lo he soltado, E.J. Tanta tontería me supera. Es lo que pasa, que das un poquito de confianza y se ponen tu albornoz al salir de la ducha. No veas, ésta se cree que la casa es suya, que estoy ahí de prestado y a su servicio. Y la verdad, nos hacemos mucha compañía, pero no consiento que invada mi terreno. Aunque también, lo reconozco, de no ser por su derroche de ternura, la soledad habría picado todas mis piezas molares. Debe sonarte a gilipollez cuanto digo, ¿no?’. ‘Trabajamos y consideramos lo que tú creas importante’. −Comprendí que Eric estaba turbado y opté por guardar el sarcasmo para otra ocasión−. ‘¿Qué quieres que haga con la especie de diario que escribo? Por lo menos he completado cuatro o cinco cuadernos’. ‘Que compres más’. ‘Igual desalojan por derrumbe el edificio donde viven los Harries. El sábado el vecindario se manifestó en contra. Yo no fui, no quiero jaleos. Su casero y el mío son amigos, y después empiezan a decir que si la gata se mea por la escalera, que si maúlla de madrugada, que si araña los cercos de quien le cae mal… En fin, como locos por hacerme pagar un suplemento extra. Lamento su situación, pero por mí nadie hace nada. −Dejo pasar unos minutos en silencio para que asienten mis palabras. A veces tengo la sensación de que no me escucha y que daría igual lo que dijera. Hago girar entre los dedos una cadena que siempre llevo en la mano y no sé por qué. Noto los párpados con tierra y un crujido en la rodilla izquierda avisa de repente que va a cambiar el tiempo−. Han puesto en el almacén un ordenador para controlar la mercancía. No me aclaro con esto de la informática, pero he visto mi pueblo. Está medio en ruinas, y las huertas, que tan buenas hortalizas daban, son montículos de tierra yerma’. ‘¿Cómo describirías lo que hayas sentido?’. ‘Como si un pelotón de fusilamiento pasara por encima de mí sin disparar’. ‘Reflexiónalo en el diario. Será interesante que te preguntes por qué. Y, por supuesto, qué ha retenido la pupila’. ‘¿La pupila? La mano de padre repartiendo hostias’.
A la luz de las velas, porque ya tienen cortado el suministro eléctrico, Mr. Harries cubre los pies de su esposa tendida en la cama con ambos abrigos. La recta final de la campaña electoral ala Presidencia de los
Estados Unidos de América llega a su fin. Las sedes de ambos candidatos rebosan
una de alegría y la otra de decepción tras la suma de los respectivos delegados. Acaba la fiesta y con ello empieza otra vez la competición. Mientras, en las
calles de Nueva York, Carlota sortea los charcos que a su paso ha dejado la
lluvia.
Tercer día de la primera quincena de diciembre.
‘Yo estaba primero, quite de ahí’. ‘Imposible, llevo aquí desde las seis de la mañana, tengo más derecho que ninguno a entrar el primero, ¿o no, querida? −conversa un mendigo con alguien invisible−. Todos éstos −señala a la larga fila de personas que están en la cola− han venido después…’. ‘¿Les importaría avisarme cuando abran? No puedo más con el dolor de pies’, dice Mr. Harries, quien, como cada viernes, en los últimos meses, aguarda en la puerta de un almacén de San Benito el Moro, un centro vecinal en el Bronx donde reparten bolsas con alimentos básicos y un cuenco de caldo para paliar el tiempo de espera. Dos horas y media antes de esto, junto al infernillo de gas que apenas ya encienden, coloca una jarra de café y un dónut gigante que alguien de manera anónima les deja cada día en la escalera, sobre el felpudo. Así, cuando su mujer despierte comprobará que una vez más han tenido la suerte de cara y, ajena al altruismo de terceros, pensará que la buena administración del esposo ha alcanzado para subsistir con su fondo de retiro del Seguro Social, cantidad que cubre escasamente los costes de una medicina para la sclesosis que no financia el gobierno, y que de no tomarla complicaría mucho la coordinación de movimientos en sus articulaciones. Abandonado el negocio de cuidar la colada en la lavandería, ahora se ha hecho canner, como definimos en spanglish a la persona que, a cambio de unos centavos, recolecta latas y botellas y las lleva a Sure We Can, un centro de reciclaje sin fines de lucro, en Brooklyn. Pero su avanzada edad tampoco le permite reunir muchas unidades, por lo que no consigue más de cuatro o cinco dólares diarios, que guarda dentro de una lata roída a los pies de la cama. La otra tarde, volviendo de terapia, le encontré tirado en el suelo de un callejón, blasfemando, llorando y pataleando porque le habían robado su botín y al día siguiente ya no podría ir a venderlo. Metí la mano en mi bolsa y le di un paquete de fideos y dos chocolatinas. Después me arrepentí, porque ¿y si se acostumbra y no para de mendigar en mis narices…?
Decimoquinto día de la segunda quincena de noviembre
Encima de
‘Pues no me gustó nada, E.J., ¡qué quieres que te diga! Sonó a: “deja de venir a la puta consulta de una vez, baby”. Me cogió por sorpresa esa reacción tuya, pero ya ves, no te guardo rencor, he vuelto y te perdono’. Una leve brisa pareció mover sus pestañas como reacción al comentario desentonado por mi parte, lo reconozco. ‘Estupendo. Lo importante es estar seguros y llevar a cabo las decisiones tomadas sin perder el rumbo elegido. ¿Qué destacarías de la semana? ¿Algo importante por encima de lo demás? ¿Cómo enmarcarías lo ocurrido a tu alrededor? No sé si me explico…’. ‘Mi mejor compañera, bueno la única que me soporta, se jubila, porque ha tenido un biznieto y la familia no puede pagar a una canguro que le cuide. Entre la plantilla, menos los jefes y el encargado, le hemos regalado un abrigo baratito. Quería invitarnos en el “diner” que hay a pocas cuadras de la 63rd St con Flushing Ave. Pero qué va, ya sabes que los gringos sois muy formales cuando se trata de billetes, −algo se me ha pegado en ese sentido−, así que, pedimos al “waiter” que nos trajera “separate checks”. Qué bueno hacen ahí el sándwich BLT, aunque prefiero un toque de salsa “honey mustard” en lugar de mayonesa. Me fui antes que ninguno, olía a despedida en plan halagos cargados de hipocresía y no estaba dispuesta a participar en ello. ¿Por qué te cuento todo esto, “¡shit!”?’. ‘¿Y lo más molesto ha sido el retiro de tu compañera, no haber comprado un abrigo de mejor calidad si hubieran participado los que no lo hicieron, entrar en el juego de la adulación, o conversar conmigo de la vida? ¿Lo tratamos?’. ‘Uy, ni tinto ni blanco. Me jode más que Carlota no venga a psicoanálisis, con ella te hincharías a llenar cuadernos. ¿Sabes que odio los camafeos? Madre tenía uno tallado en hueso, una especie de silueta Neandertal que, más que atractivo, me resultaba interesante. A veces, a hurtadillas, asomaba un ojo por la rendija del cajón de la cómoda donde lo guardaba entre el velo de los lutos y la muda limpia para los domingos. Ahí, apolillado, inservible, olvidado. Nunca me lo dejó, ni siquiera cuando propuse llevármelo para tener cerca un recuerdo suyo, y poder tocarlo por si acaso no volvía en mucho tiempo. Dio media vuelta, emitió un sonido tipo ¡quiá! Y, ya no volví…’. ‘Reflexiona eso para la próxima sesión: el camafeo, la figura materna, decir adiós para siempre… Analízalo. A lo mejor tenemos que cambiar el día, igual no puedo, pero te aviso con tiempo’.
‘¿Mr. Coleman? −un hombre trajeado con burda imitación a Wall Street y mueca de pocos amigos irrumpe en la habitación, apartando a Eric de sus cavilaciones−. Ha surgido un problema con el seguro “Ohio long term care insurance” −da cobertura a cuidados de larga duración incluso en residencia−. Pásese lo antes posible por nuestra oficina para resolverlo. Aquí le dejo mi tarjeta’. La puso sobre la mesa auxiliar y se fue sin más, como vino. E.J. se perdía en el laberinto de papeles burocráticos que le sacaban de sus casillas, igual que altera la vista un ramal de tuberías convergiendo en el colector asignado. Pero para él lo único importante en esos momentos era proporcionar a Michelle el mayor confort posible. Cada día, bajo la cúpula de aquellas cuatro paredes, luchaba contra la muy potente tentación de desconectarla del aparato que la mantenía entre las rejas de una vida insana, que ya había asolado la armadura de ese ser al que tanto agradecía. Ella adivinaba el sufrimiento de su marido, el trago de verla así, la tristeza vitalicia por no poderse comunicar con palabras y la plomiza monotonía que le cogía todo el cuerpo. Sabía que el final se acercaba, aunque el muy cabrón lo hacía lento, lento, lento… Y comprendía, quizá tarde, que las cosas importantes son aquellas que pueden darte los demás, y no lo material que nos hace bastante insensibles.
“Nueva York. Decimoquinto día de la segunda quincena de noviembre. Al apearme del tren en
Antes de esto recuerdo mi piel cuarteada de soledad en el apeadero, las toses repugnantes del único responsable de las dependencias, el silbato del tren que iba a sacarme del infierno, el pan y tocino que me llevé de la despensa masticando con desgana trozos diminutos por no desfallecer, el agua de la fuente que arrastró consigo mis lágrimas y aquellas montañas picudas y desafiantes que tapaban el reflejo de la luna…
Dejo a un lado mis notas y, aunque no lloro, escondo la cara por detrás de la timidez. Asumo mis lagunas: las dolorosas mejor dejarlas donde están, y las de la edad porque la incontinencia del tiempo ya las ha barrido. Carlota ha estado pendiente en todo momento sin inmiscuirse ni hacerse notar, respetando el espacio del pasado que me pertenece sólo a mí. Pero va llegando su hora y hociquea mis zapatillas en plan remolona, con esa particular manera, tan suya, de manifestar sueño y decir que me deje de coñas. Sin embargo, para alguien como yo tan falto de cariño, lo interpreto como la más grande demostración de afecto que jamás nadie me haya hecho. Escucho mucho revuelo en el edificio, puertas que se abren y cierran dando portazo, pasos acelerados bajando por las escaleras, respiraciones contenidas. Afuera, jaleo de sirenas dando la alarma de que algo no va bien. Un coro de lengua con acento diferente, solapando el eco de unas con otras, luchan por hacerse entender y contarnos que la policía se ha llevado esposados a unos delincuentes que intentaban sacar con un alambre algunas monedas de la secadora en la lavandería… Delito sin importancia y muy frecuente. Chorizos de poca monta, grita una voz rota, a la par que alguien arroja un jarro de agua fría desde una de las ventanas…
Primer día de la primera quincena de diciembre
En el 107 th Precinct Police Department, del 70-01 de Parsons Blvd, los Harries fueron interrogados varias veces sin sacar nada en claro. Desde entonces van contando que el agente Murphy, al que Paul Newman dio vida en la gran pantalla, sigue patrullando las calles en una de las zonas más conflictivas de la ciudad, y que ellos, americanos de orden, como Dios manda, se prestan a colaborar estrechamente con
A Carlota los años la están haciendo todavía más sibarita, lo que repercute en mi bolsillo, porque el único pienso que quiere es de salmón y arroz. O sea: una pasta el caprichito. Pero como es muy probable que tanto la una como la otra estemos a punto de incorporarnos a la recta final de nuestra existencia, pues eso… Envejecer, además de hacerte más desinhibido, supone en sí infinitos síntomas, unos vienen acompañando al deterioro físico o la enfermedad, y otros porque sí, como son los sentimientos de nostalgia y melancolía. Hace tiempo que tengo por costumbre traer a casa folletos publicitarios donde aparecen, entre otros, el Hotel Chelsea, cualquiera de las calles del SoHo embellecidas con esa arquitectura Cast-Iron Building, los grandes ventanales que diferencian a este barrio del resto o la programación actualizada de los espectáculos en Broadway, pongo por caso. Mi gata, que es muy melancólica, ahora que no trepa a las alturas, porque no le responden las patas, ni aparece a primera hora de la mañana con los bigotes engolfados, insiste para que esparza la propaganda de hoy por el suelo. Duda unos instantes si colocarse sobre el histórico edificio de apartamentos Dakota −donde fue asesinado John Lennon− en la 72th. St. y Central Park, o en Federal Hall, primer capitolio. Sin embargo, porque seguramente habrá gateado mucho por ahí, se estira situando el vientre y el pecho encima de Gantry Plaza State Park −al otro lado del East River−, uno de los miradores menos conocidos de la ciudad, asentado sobre los antiguos muelles de Queens y una fábrica de Pepsi demolida, desde cuyo embarcadero el horizonte ofrece hermosas vistas del atardecer sobre Midtown Manhattan. Carlota arruga los ojos y se deja cautivar por el tono rojizo del cielo, a la vez que tiembla el suelo debajo de nosotras, como si la réplica de cualquier seísmo quisiera alcanzarnos.
Aguardo en el vestíbulo hasta que Eric me llama a terapia. El espacio es austero, con unas cuantas sillas incómodas pensadas para no recrearse haciendo corrillos. La puerta del despacho ha quedado entreabierta, un olor característico a tabaco con toque de azúcar caramelizada se cuela por la rendija ajustándose a la cordillera del mapa que trazará mi monólogo. El radiador que hay metido en el hueco de la escalera que sube a la planta superior proporciona un calor horroroso y hace un ruido ensordecedor que se dispara a la par que el metro de media tarde atraviesa esta parte de Brooklyn. E.J. me llama y entro, tiene varios papeles en la mano que mete en un cajón en cuanto me acomodo. ‘Debe de haber una avería gorda −digo−, porque he visto en la calle la chimenea naranja y blanca que monta Con Edison −compañía que se encarga del mayor sistema de vapor de los Estados Unidos−, cuando está reparando una tubería’. ‘Infiltración, fuga, sabotaje… ¿qué crees?’, −pregunta−. ‘Ni idea, pero lo que sí te digo es que aquí hace un bochorno insoportable’. ‘Sí, un poco’. ‘Esta semana ha sido malísima. Me ha faltado dinero en la caja, seguramente le he dado de más a algún cliente en las vueltas, pero claro no puedo demostrarlo. Una vez, siendo muy niña, me mandaron a casa del médico a recoger un dinero que éste debía a padre. Cogí las monedas y las apreté en la mano con todas mis fuerzas. En ningún momento la abrí hasta llegar. Se las di, y, por lo visto, iba una peseta de menos. Puedes imaginarte cómo reaccionaron’. ‘Cuéntamelo tú, Maura’. ‘Eran insultos que entonces no entendía. Amenazas tales como quemarme viva en el infierno, cortar mis manos y echárselas de comida a los monstruos del bosque, dejarme atada a un árbol a la intemperie donde nadie escuchase los gritos. En fin, como ves, todo con sumo cariño y delicadeza. Yo cerraba los ojos y repasaba mentalmente: cinco por una es cinco, cinco por tres quince, cinco por ocho cuarenta… ¿Oyes el silbato? Eso es que la rotura está resuelta. Me voy, tengo dolor de estómago y se me ha puesto muy mala leche’. ‘De acuerdo. En cualquier caso, habíamos acabado con la sesión’.
“Nueva York. Primer día de la primera quincena de diciembre. De pequeña no aguantaba ver cómo padre desollaba liebres y curtía las pieles para cubrir con ellas nuestras piernas ayudando así a combatir el crudo invierno. Me horrorizaba el hecho de llevar pegado un trozo de animal muerto. Sin embargo, instalada ya en Burgos, cegada por la amargura que provocan los momentos bajos, echaba en falta esas costumbres aldeanas. Y así, tumbada sobre aquel colchón cuyos muelles encontraron acomodo en mi espalda, y espantando las chinches pretenciosas que, a la lumbre avivada de mi entrepierna, paseaban a su antojo bajo las sábanas, me preguntaba si no estaría equivocándome, si la necesidad de realizarme como ser humano, atrapando, más que una nube, la materia a la que empezaba a darle forma, no me conduciría hacia la loma escarpada del fracaso. En definitiva, conseguir que los proyectos y la felicidad sigan siendo importantes, o arrimar el hombro para que se cumplan los deseos. Los trillizos y la mala hostia de la señora me traían de cabeza: ellos porque no paraban de llorar a todas horas, y ella porque cuestionaba cada cosa que hacía poniéndome en ridículo delante de los demás, con acusaciones que no se sostenían por increíbles. Una noche, casi de madrugada, que fui a beber agua y de paso a hacer pis, vino por detrás y me abofeteó pensando que salía de la cama del marido. La enganché del pelo por la coleta y le dije que fuera la última vez que me ponía la mano encima si quería seguir concibiendo. Acobardada, con la garganta enrojecida y la yugular a punto de reventar, se le desbordaron las mamas por una repentina subida de leche, aunque nunca había dado de mamar. Ahora, analizándolo, entiendo que en lo de convivir con gente, de joven, no tuve mucha suerte, y de mayor tampoco… Una de las cosas que más disfrutaba era cuando bajaba a lavar la ropa de los niños al río Arlanzón −entonces se realizaba así la colada, ahí o en los lavaderos− con las demás muchachas que servían en otras casas, y después, mientras se secaba al sol, nosotras poníamos a parir a los amos. Eso, tan sencillo e insignificante, aparentemente, nos sacaba de la rutina que nos sepultaba poco a poco. La que más y la que menos, aprovechaba para verse allí con el novio. Yo con los pensamientos y el afán de seguir buscando no sabía todavía el qué…”.
En la habitación de Michelle el silencio hace la función de escape suavizando el sinsabor cuando no tienes nada que decirte. De una bolsa de papel marrón, E.J. saca algunos sobres con fotografías que ella clasificaba por año y ciudades: Atenas, Mississippi, Nueva Escocia, Granada, Boston, Dublín, El Cairo…, y se las enseña a la vez que lee las anotaciones del reverso que contextualizan aquellas cosas que la cámara no inmortalizó en la imagen. ‘Lo recuerdo, querido −piensa su mujer con los ojos cerrados y la lengua seca−, esa de ahí, no, no, la de abajo, está hecha en el fiordo de Oslo. Cuánto disfrutabas al contarte que ese escenario fue clave en la invasión alemana de Noruega en 1940. Uy, espera, espera, acércame un poquito más la de
Los Harries apenas aparecen en público. Dicen las malas lenguas que cualquier día de estos ocurre una desgracia, porque ya no se mantienen en pie. Michelle hace de tripas corazón con todas sus fuerzas para que el endeble vínculo que le une a la vida no se rompa. Carlota ha amurallado un espacio en el alféizar de la ventana, que considera muy suyo y defiende a muerte, desde donde controla el misterioso mundo de los tejados. E.J., a media luz, en el rincón que pasa más desapercibido de la cocina, casi justo al lado de donde se integra el zaguán del patio trasero, sacia su hambre tremebunda con unos bagel esponjosos y rellenos de crema de queso. A cierta distancia de todos ellos, luchando contra las cosas que me agobian, me bloquean y me hacen ser insoportable, seguramente, de cara a la galería, contrariada, descubro en el espejo del armario que se me han caído demasiado los pechos…
Segundo día de la primera quincena de diciembre
‘Por favor, Carlota, hija. No metas las pezuñas en el recipiente de agua, que luego vas dejando la huella por todo el piso. De verdad que contigo una no da abasto limpiando. Claro, como tú no tienes que hacerlo, ni gastar dinero en productos desinfectantes… Pues ¡hala!, ¡que frote esta vieja gruñona! Eso es lo que piensas, ¿no, cabrona?’. La gata no hace ningún caso cuando me pongo en este plan. Ella sigue ganando espacio, forjando los cimientos del hogar con los manojos de pelo que suelta su cuerpo y una mirada que, a fuerza de respirar el mismo aire que yo, se le ha tornado agria y suspicaz. Lo que ya no puedo consentir son sus primeros síntomas Diógenes. De repente encuentro debajo de la mesa un cacho de goma mordida que antaño fue el brazo de una muñeca, cuatro o cinco cascabeles aún con lazo y marca Norman’s stuffed animals y una pelota mutilada de un mordisco. Patético...
Lo inmediato cuando decidimos probar suerte en un país diferente al que nos ha visto nacer es configurar un mosaico a medida para que el escenario donde nos desenvolvemos cómodamente cambie lo menos posible. Buscamos la manera de mantener arriba el recuerdo de la tierra, localizando tiendas en cuyo escaparate predominen productos conocidos: mermeladas caseras sin azúcares añadidos, encajes de una determinada región, legumbres sin conservantes y aquella colonia preparada por nuestras abuelas con pétalos de rosas que llevábamos los de mi generación. No sabría decir verdaderamente si lo que me empujó a buscar un asentamiento de paisanos fue la nostalgia o, quizá, otra cosa. Pero, desde luego, estuvo muy presente en cuanto desembarqué en los muelles de Chelsea del buque cargado de inmigrantes en el que viajé, donde las miras de todos eran iguales: participar a lo grande del sueño americano, olvidando llagas que la dictadura no dejaba cicatrizar. Después, aunque no siempre ocurre, las circunstancias de la vida afean un poco la realidad… “Nueva York. Segundo día de la primera quincena de diciembre. Desde que estoy en Estados Unidos sólo he vivido en el distrito de Queens, concretamente, como ya he dicho en otras ocasiones, en el vecindario de Maspeth. Conozco tan bien sus streets que sería capaz de transitarlas a tientas, como el insomnio me empuja a hacerlo por el dormitorio. Podría llegar sin problema, unas cuadras más al norte, al puesto de venta directa donde compro verduras recién cortadas. Y ponerme justo delante de la fachada de
‘Mr. Coleman. Tome asiento, por favor, −indica uno de los médicos señalando una silla vacía−. Como bien sabe, durante dos meses, hemos administrado a su esposa un tratamiento experimental sin resultados. No ha sido capaz de reaccionar a ningún estímulo, lo que esperábamos que hubiera sucedido a la segunda semana de iniciarlo. Estudiado el caso con detenimiento, y analizando cada posibilidad, lamentamos comunicarle que en los próximos días se lo iremos retirando. Cuando termine el proceso, podrá llevarla de nuevo a la residencia de donde vino. Sabemos lo que está sintiendo ahora y nos condolemos con usted. ¿Alguna pregunta?’. E.J. se va de la sala de juntas cabizbajo y pensativo, una arcada seca le revuelve el estómago. Casi exánime, sale al jardín y se sienta en un poyete del lago artificial que, visto desde arriba, mitiga un poco la entrada del hospital. Incapaz de pensar, busca entre los recuerdos desordenados de su memoria alguno que le ayude a despejar las dudas del momento. Media hora después, con la vejiga descargada y partículas diminutas de hebras de tabaco flotando por la saliva, avanza por el pasillo fijándose en las luces parpadeantes, imaginando que pertenecen a un largo túnel por el que escapa, un conducto de salvación que le llevará hasta la desembocadura del río Hudson, donde ella, primaveral y receptiva, aguardará su llegada preparando un pícnic de verano a la caída del sol… Cuando él entra en la habitación salen dos enfermeras llevando una bandeja con gasas usadas y algún envase vacío. Michelle se alegra mucho de verle, tiene cosas que contar. Sin embargo, el labio inferior de Eric, entreabierto, no le da buena espina. Daría todo por decirle que tenía ordenados los sentimientos, que ya no se oponía a la compra de una autocaravana para recorrer el país, que podía quedarse o no con su colección de posavasos, que en invierno dejase las zapatillas pegadas a la calefacción, que fumara menos, que se acordara de pagar los impuestos y que hiciese todo lo posible por seguir adelante…
‘Quítate de la puerta, Carlota. Voy a salir te pongas como te pongas, que es una simple tormenta, coño. Además, mira qué te digo: si te dan miedo los truenos, te aguantas. Más tengo yo cuando te encuentro a media noche en posición de ataque como perdonándome la vida. Así se lo he soltado, E.J. Tanta tontería me supera. Es lo que pasa, que das un poquito de confianza y se ponen tu albornoz al salir de la ducha. No veas, ésta se cree que la casa es suya, que estoy ahí de prestado y a su servicio. Y la verdad, nos hacemos mucha compañía, pero no consiento que invada mi terreno. Aunque también, lo reconozco, de no ser por su derroche de ternura, la soledad habría picado todas mis piezas molares. Debe sonarte a gilipollez cuanto digo, ¿no?’. ‘Trabajamos y consideramos lo que tú creas importante’. −Comprendí que Eric estaba turbado y opté por guardar el sarcasmo para otra ocasión−. ‘¿Qué quieres que haga con la especie de diario que escribo? Por lo menos he completado cuatro o cinco cuadernos’. ‘Que compres más’. ‘Igual desalojan por derrumbe el edificio donde viven los Harries. El sábado el vecindario se manifestó en contra. Yo no fui, no quiero jaleos. Su casero y el mío son amigos, y después empiezan a decir que si la gata se mea por la escalera, que si maúlla de madrugada, que si araña los cercos de quien le cae mal… En fin, como locos por hacerme pagar un suplemento extra. Lamento su situación, pero por mí nadie hace nada. −Dejo pasar unos minutos en silencio para que asienten mis palabras. A veces tengo la sensación de que no me escucha y que daría igual lo que dijera. Hago girar entre los dedos una cadena que siempre llevo en la mano y no sé por qué. Noto los párpados con tierra y un crujido en la rodilla izquierda avisa de repente que va a cambiar el tiempo−. Han puesto en el almacén un ordenador para controlar la mercancía. No me aclaro con esto de la informática, pero he visto mi pueblo. Está medio en ruinas, y las huertas, que tan buenas hortalizas daban, son montículos de tierra yerma’. ‘¿Cómo describirías lo que hayas sentido?’. ‘Como si un pelotón de fusilamiento pasara por encima de mí sin disparar’. ‘Reflexiónalo en el diario. Será interesante que te preguntes por qué. Y, por supuesto, qué ha retenido la pupila’. ‘¿La pupila? La mano de padre repartiendo hostias’.
A la luz de las velas, porque ya tienen cortado el suministro eléctrico, Mr. Harries cubre los pies de su esposa tendida en la cama con ambos abrigos. La recta final de la campaña electoral a
Tercer día de la primera quincena de diciembre.
‘Yo estaba primero, quite de ahí’. ‘Imposible, llevo aquí desde las seis de la mañana, tengo más derecho que ninguno a entrar el primero, ¿o no, querida? −conversa un mendigo con alguien invisible−. Todos éstos −señala a la larga fila de personas que están en la cola− han venido después…’. ‘¿Les importaría avisarme cuando abran? No puedo más con el dolor de pies’, dice Mr. Harries, quien, como cada viernes, en los últimos meses, aguarda en la puerta de un almacén de San Benito el Moro, un centro vecinal en el Bronx donde reparten bolsas con alimentos básicos y un cuenco de caldo para paliar el tiempo de espera. Dos horas y media antes de esto, junto al infernillo de gas que apenas ya encienden, coloca una jarra de café y un dónut gigante que alguien de manera anónima les deja cada día en la escalera, sobre el felpudo. Así, cuando su mujer despierte comprobará que una vez más han tenido la suerte de cara y, ajena al altruismo de terceros, pensará que la buena administración del esposo ha alcanzado para subsistir con su fondo de retiro del Seguro Social, cantidad que cubre escasamente los costes de una medicina para la sclesosis que no financia el gobierno, y que de no tomarla complicaría mucho la coordinación de movimientos en sus articulaciones. Abandonado el negocio de cuidar la colada en la lavandería, ahora se ha hecho canner, como definimos en spanglish a la persona que, a cambio de unos centavos, recolecta latas y botellas y las lleva a Sure We Can, un centro de reciclaje sin fines de lucro, en Brooklyn. Pero su avanzada edad tampoco le permite reunir muchas unidades, por lo que no consigue más de cuatro o cinco dólares diarios, que guarda dentro de una lata roída a los pies de la cama. La otra tarde, volviendo de terapia, le encontré tirado en el suelo de un callejón, blasfemando, llorando y pataleando porque le habían robado su botín y al día siguiente ya no podría ir a venderlo. Metí la mano en mi bolsa y le di un paquete de fideos y dos chocolatinas. Después me arrepentí, porque ¿y si se acostumbra y no para de mendigar en mis narices…?
Carlota está enfadada. Hay un nuevo
inquilino alegrando con su presencia nuestro deteriorado y envejecido edificio.
Es un hombre atractivo y educado. Trabaja de noche en la reception del Central Park West Hostel, a pocos minutos de la
estación de metro de la calle 86. Se llama Ralph, es de Kansas City, en el
condado de Jackson, Misuri, aunque sus antepasados proceden de Arauca,
Colombia. No vive solo. Bobby, su cachorro chihuahua, ha acaparado los mimos y
piropos de todos. Y como esta gata mía no se
anda con tonterías, destetada de atenciones como se siente, va la jodía, piso
por piso, desconchando la pintura de las paredes, creándome conflictos con los
demás residentes. Hace unos años ocurrió una desgracia en el barrio de Down Under the Manhattan Bridge Overpass,
cuyo acrónimo es DUMBO, del distrito de Brooklyn, zona de fábricas convertidas
en lujosos lofts, con hermosas vistas
a East River, y ocupados por artistas, arquitectos… Un diseñador famosísimo de prêt à porter y
un arquitecto de renombre internacional se
buscaron la ruina cuando sus mascotas se enzarzaron en una terrible pelea que
acabó en la muerte de uno de los amos y del perro del que salió ileso. Espero
que ése no sea nuestro caso, porque, después de haberlas pasado putas, estaría gracioso
que apareciera mi cadáver como un colador en
mitad de cualquier carretera del Chicago en plena furia de gangsters.
‘¿Con
qué te has hecho eso, Maura? −dice Eric señalando el párpado que no puedo
abrir−. Haberme llamado. Si no tienes
ánimos o estás incómoda posponemos la sesión para otro día, ¿ok?’. ‘Ha sido con el saliente de una estantería.
Ya no me duele, lo llamativo es la hinchazón y el hematoma, claro. Mis
compañeras creen que no, pero estoy segura de que el encargado lo ha dejado
así, me la tiene jurada… Hoy es el birthday de
Carlota. Coincide con el de madre, que nunca se
celebraba. De madrugada, en un pequeño saco de arpillera, metía un pan entero,
una barra de salchichón, una bota de vino, y partía hacia el cementerio, de donde no
regresaba hasta bien entrada la noche, trayendo
los pelos alborotados y manchas de barro reseco por la falda. Atravesaba por
delante de nosotros como una bala, apalancaba por dentro la puerta del
dormitorio y, desmoronándose sobre la cama, blasfemaba y aullaba cual lobo’. ‘¿Qué habrías cambiado?’. ‘El desprecio hacia cualquier muestra de
afecto por
olor a bizcocho en la cocina’. ‘¿Conoces
el método japonés “Dan-Sha-Ri”? Consiste en ordenar la vida y las cosas, desde los
sentimientos a lo material que nos rodea, entendiéndonos mejor a uno mismo y deshaciéndose de lo inútil. Transmite la idea de que
organizar no es recolocar, si no prescindir de lo sobrante’. ‘Pues no, nunca había oído hablar de ello.
Pero si me pongo a tirar me quedo sin nada. A ver si te crees que me he hecho
millonaria en los Estados Unidos’, −digo, enfadada, a un E.J. que ni por
ésas entra en diálogo−. ‘Puede que el psicoanálisis esté cerca de ese método, porque hablar es
elegir y elegir es descartar. Lo dejamos así’. Eric Coleman sale apresurado
detrás de mí, y se monta en un taxi que aguarda en la otra acera con los
intermitentes dados.
Una sábana de algodón egipcio traída
especialmente por su esposo deja al descubierto tan solo la cara de Michelle.
E.J. la observa con la distancia que ya les separa. ‘¿Recuerdas lo impactados que nos quedamos en el Zoo de Philadelphia
cuando vimos a los primates caminar a la altura de los árboles por una especie
de túnel enrejado? −piensa el hombre en voz alta a la par que tuerce la
boca con una media sonrisa−. Nuestro
primer impulso fue querer dejarlos en libertad, devolverlos a su hábitat
natural, de donde no tendrían que haber salido nunca. Por eso me pregunto y
cuestiono tu actual situación, metida en la trena de un cuerpo que dejó de
ser hace tiempo. Pero no sé qué hacer. Dímelo tú, que fuiste siempre la de las ideas
brillantes. ¿No crees que a veces retenemos por puro egoísmo…?’. ‘La otra noche soñé que caminábamos cerca de la Quinta Avenida −expresa
ella desde la mudez−, por la calle 53,
entrábamos en ese jardín que tanto nos gusta: Paley Park, ocupábamos una de sus
mesas blancas, redondas, la más próxima a la cascada y, rodeados de la
vegetación que embellece todo el entorno, me declarabas por fin tu amor. Sin
embargo, un grupo de ardillas peleando por el liderazgo desfloró el paisaje, y
me envió de vuelta a esta maldita postura, al sinsentido en el que se ha
convertido mi vida…’.
“Nueva York. Tercer día de la primera
quincena de diciembre. La señora recibía a diario a su grupo de amigas, cursis,
tontas y chillonas. Había que servir el té con pastas a las cinco en punto,
porque decía que eran de costumbres muy inglesas, cuando en realidad ninguna
fue más allá de la provincia de Albacete. A mí tanta gilipollez me sacaba de
quicio, pero lo hacía porque una de ellas, la más normalita, a la salida,
dejaba buenas propinas. Por alguna extraña razón esa mujer me trataba de manera
especial, despidiéndose siempre con la misma frase: ‘querida, cuando te echen de aquí, ven a verme’, a lo que yo
respondía con una leve reverencia. Los trillizos cada vez necesitaban menos
ayuda y más vigilancia, lo cual me obligaba a estar en el jardín observándoles
muy pendiente. Un día, aburrida de empujar el columpio, darle a la comba para
que saltaran, limpiarles los mocos y trazar en el suelo una rayuela que, a su
corta edad, todavía ni entendían, me recosté un segundo sobre la barbacana para
mirar a la gente. Entonces, uno de ellos, el menos travieso y más castigado por
los otros, tropezó con una piedra y se partió la ceja. Lo metí en la casa por
la puerta de servicio sangrando y gritando como poseído, seguida de sus
hermanos que no dejaban de pegarme por detrás. Aparecieron los padres, se los
llevaron, y yo fui resbalando, poco a poco, por el tabique que separaba la
cocina del cuarto de plancha, hasta quedar sentada, vencida y segura de que mi
estancia fuera del pueblo había llegado a su fin. Coloqué el uniforme bien
estirado en el respaldo de la silla, y salí al desamparo de la calle con cien
pesetas en el bolsillo y algo más de ropa de la
que traje. Esa noche dormí dentro de una iglesia muy humilde gracias a la
generosidad de su párroco. Y a la mañana
siguiente, sin nada de alimento en el cuerpo, antes de gastar parte de mis
ahorros en el billete de vuelta, toqué el timbre
de la amiga de la señora. Un joven guapísimo abrió y dijo: ‘mamá, preguntan por ti’. El portazo que
dio para encajar el pestillo enrojeció del sobresalto mis mejillas…”.
Hoy, en el canal HBO de la televisión
americana, han programado para esta noche Desayuno
con diamantes. Así que preparo la cena con bastante tiempo, porque no
quiero llegar estresada al primer plano del escaparate de la joyería Tiffanys, con los nervios agarrados a
los tobillos, teniendo delante de mí a una Carlota desesperada reclamando su
rancho. Audrey Hepburn se mete en la piel de una mujer que vive en un piso de
lujo con su gata, y que mantiene relaciones con hombres adinerados para no
perder el alto nivel adquisitivo al que está acostumbrada. La he visto varias
veces, aunque confieso que nunca hasta el final, suelo quedarme dormida mucho
antes de que aparezcan en pantalla los títulos de crédito. Una fuerte explosión
sacude los cristales en el vecindario. La
información todavía es muy confusa, pero casi todo apunta a la manipulación de
una caldera de gas en una fábrica abandonada, donde varios homeless esconden el fracaso de su vida, o
puede que el de toda una sociedad. Entre unas cosas y otras ya me he desvelado,
a ver si mañana no se me olvida otra vez comprar aros de cebolla…
Quinto día de la primera quincena de diciembre.
Quinto día de la primera quincena de diciembre.
El entierro de Michelle fue rápido y sombrío. E.J., haciendo de
tripas corazón, resaltó lo positivo de los años compartidos pronunciando unas
breves palabras de despedida de la que había sido su esposa, esa misteriosa
mujer que enmarcaba el cariño entre focos de alta intensidad, para que él,
torpe y despistado, nunca perdiera el rumbo. También agradeció, a las pocas personas que acudieron al sepelio, el
detalle de no dejarle solo en tan dolorosas circunstancias. Visiblemente
emocionado, les saludó uno por uno, guareció
las manos, ya sin tacto y solitarias, entre la leña de los bolsillos, dio media
vuelta y, convirtiéndose en un punto invisible del lejano paisaje, se alejó hasta
borrar su propia huella. Volcado en la rutina del trabajo, en parte por no
querer ver, arrastraba en las ojeras la ausencia de ella, ese doloroso solar
con olor a vacío que va dejando quien se va poco a poco.
‘Jamás
he celebrado el Día de Acción de Gracias’. ‘¿Por qué?’. ‘No tengo motivos para agradecer y tampoco
los he dado’. ‘¿Es que ha de haber
algo especial?’. ‘Hombre, no sé,
coño. Pero, digo yo que toma y daca debe darse en todo, ¿no?’. ‘¿Has cambiado de opinión con respecto a Thanksgiving
Day?’. ‘¿Te he dicho que tengo un
nuevo vecino? En realidad, son dos’. ‘Sí.
¿Qué ocurre con él?’. ‘Pues que hace
unos días se presentó en casa con Bobby, su perro, y el típico pavo asado con
todos los ingredientes y complementos. Tenías que haber visto a Carlota contra
el chihuahua a la defensiva −ríe con ganas a la vez que gesticula−, guardando su territorio como gata en
celo. Cuando abrí la puerta, Ralph dijo: “¡qué linda se te ve! Mira, como no
puedo estar con mi abuelito, que es el más anciano de la familia, porque vive
en el condado de Sullivan, en Misuri, he pensado pasar este día tan especial
contigo −le guiño el ojo −, eres lo más entrañable y viejito que tengo
cerca”. Al principio me dieron ganas de tirarme a su cuello y estrangularlo.
Después, un gusanillo por dentro me empujaba a consentir’. − Mientras
alargo el silencio desdoblo el pañuelo de papel que me sirve de amuleto y lo
vuelvo a armar antes de seguir hablando−. ‘¿Cómo
definirías esto?’. ‘Me preocupa
perder fuelle, ceder espacio en principios que siempre he tenido muy claros: no
pasar por el aro, no acatar normas, no caer en la trampa traicionera del
sentimentalismo, no mostrar transparencia, que a la larga puede herirte, y no
permitir que nadie maneje mis emociones. Sin embargo, esta vez tengo todos los
esquemas cambiados, porque, a diferencia de Carlota −nunca me lo perdonará−, me siento cautivada por un instinto desconocido que crece dentro de
mí hacia él. Un afán de protegerle y refugiarme a la vez’. ‘Es interesante eso que dices’, −corto a
Eric para que no termine la frase−. ‘Me
voy, entro a trabajar en hora y media’. ‘Así lo dejamos, pues. Anota cualquier nuevo cambio que experimentes
para tratarlo’. ‘¡Vaya viento que se
ha levantado…!’. Salgo de consulta, no sé por qué, pensando en la soledad
de los cementerios e imagino a mi psicoanalista delante de la tumba de Michelle
arrancando la maleza. Recuerdo el camposanto de mi pueblo, y el trajín de ramos
de flores preparando el luto de noviembre, a las plañideras en su puesto, a los
hipócritas rezando de rodillas, por el qué dirán, y al cura mandándonos a todos
al infierno si no nos apartamos de los placeres de la carne. Según he crecido,
he ido comprendiendo que el verdadero jugo
sabroso de las cosas está en lo prohibido la mayoría de las veces.
El expresidente Barack Obama es
aclamado igual que una estrella de rock a la
salida de una cafetería de la
Quinta Avenida , en el número 160, a la altura de la calle
21, perteneciente al barrio Flatiron (mismo nombre que uno de los rascacielos
más antiguos de la city). Mucha gente
del Bronx, Brooklyn, Queens, Harlem, Staten Island…, se sintió esperanzada cuando el primer inquilino de piel oscura en habitar
The White House prometió que velaría
por los intereses de todos los americanos sin distinción de raza, sexo,
religión o status social. Pero nada
es lo que parece, y las palabras quedan como
dunas imaginarias que desplaza el viento, obligándonos a volver al estado
general de la decepción. Padre decía que había que echarle huevos al fusil y no
a la mariconada de las urnas. El muy impresentable, que
en plena Guerra Civil Española delató a la familia del maestro por comunista.
Yo era muy pequeña, pero vi cómo los sacaban de sus casas a golpes, para no
volver nunca más. A las pocas semanas se me ocurrió preguntar por ellos y
recibí azotes con el matamoscas, se me quitaron las ganas para siempre de
interesarme por cualquiera.
“Nueva York. Quinto día de la primera
quincena de diciembre. En cada solsticio padre seguía un mismo ritual con el
que renovaba energías: bañarse desnudo en el río, preferiblemente bajo la luz
de las estrellas, estuviese el firmamento raso o no. Salía de casa con la muda
envuelta en papel de periódico y una garrota a la que él mismo había dado forma
y que utilizaba para ocasiones así. A mitad de
camino se unía a otros hombres que llevaban el mismo destino. Una vez, mis
amigas y yo, jugando al escondite campo a través, casi nos dimos de cara con
aquel grupo de personas todas en pelotas, alrededor de un fuego donde asaban chorizos, morcillas y sabrosa
carne de caza, bebían vino y fanfarroneaban con la longitud y el diámetro de su
hombría, como si lo importante de la vida pasara solo por el sistema métrico
decimal. Entonces le vi ahí, de pie derecho, recién salido del agua, con
aquello que tanto espantaba a madre colgándole entre las piernas. Buscó las
sombras que se movían a lo lejos con el propósito de ponerles cara y montar en
cólera, estando a punto de toparse con la mía. Así, de esa guisa, me pareció
pequeño y vulgar, repugnante y caduco. Le perdí el respeto como se deja a la
intemperie lo que no se quiere conservar. En Burgos, años después, en la otra
casa donde estuve sirviendo, el señorito, un joven atractivo con molde de
atleta, las noches de luna llena, también acostumbraba a meterse en cueros en su piscina. ¡Eso sí que era un espectáculo digno de
ver! Yo me ocupaba de, además de diversas tareas sencillas del hogar, planchar,
controlar que no faltase de nada en la despensa y acompañar a la señora a los
actos solidarios en los que participaba, por
ejemplo, organizando rifas con las que financiaba buena parte de la ayuda
destinada a niños huérfanos. Reservaba dos tardes en semana para merendar con sus amigas. Los trillizos, al
verme, se enganchaban de mi abrigo y no había forma de quitarlos salvo por la
fuerza. A pesar de contar con bastante más libertad y no sufrir acoso, aquella
vida no satisfacía las expectativas que había soñado tener. No había planeado consumirme adherida al traje de criada. Era
una cuestión de tiempo, lo intuía, sólo había que esperar otra oportunidad para
dar el salto. Una mañana encontré al señorito desayunando en la cocina. Se ruborizó y me pidió que le acompañara a realizar
unas compras. Fui de mala gana, y a sabiendas de que sería motivo de comidilla
para todo el servicio…”.
A Mr. Harries ya no le quedan fuerzas
para recolectar latas y botellas, y llevarlas al centro de reciclaje. Ahora, el
matrimonio, depende prácticamente de la
solidaridad del vecindario, sin la cual morirían de frío e inanición. Ralph,
que les ha tomado gran afecto, se encarga de darles de comer, mientras que al resto
nos ha involucrado en un sistema de turnos con el fin de que nunca estén solos.
Bobby está muy bien enseñado y también les hace compañía, si nota algo raro
ladra en señal de alarma. La otra tarde, a la hora de la siesta, la mujer
tropezó con la silla y cayó al suelo, gracias a que él despertó al marido ella
pudo levantarse. Yo colaboro a mi manera. He tejido dos mantas cubre sillón y
comprado unos dulces, pero que no cuenten conmigo para darles cháchara o
pasarme todo un domingo sentada en su saloncito viendo gilipolleces en
televisión mientras ellos roncan. Cuando se lo he contado a E.J. me ha dicho
que no dejase escapar la oportunidad de trabajar el mundo de las relaciones
humanas. ¡Como si el mundo no tuviera nada mejor que hacer que interesarse por
mis cosas!
Hoy cumpliría madre…, he perdido la
cuenta. En Greenpoint, el barrio polaco de Brooklyn, y ubicada en la azotea de
una vieja fábrica, disfrutando de las maravillosas vistas del skyline de Manhattan, está Eagle Street Rooftop Farm, que es una
granja con todo lo que tiene que tener. A veces, si la melancolía rural empieza
a hacer mella dentro de mí, subo para estar en contacto con la naturaleza,
retrocedo en el tiempo y soy capaz de oler la mugre de las vacas, visualizar el
hocico de los puercos y correr detrás de una liebre, como aquella que me ha
traído tan lejos…
Hay cambio generacional en el supermarket. El dueño, un tipo de esos
que pasan por la vida sin pena ni gloria, ha delegado la gerencia del negocio
al mayor de sus hijos, grosero y alcohólico, quien, además de tener intención
de reducir y renovar la plantilla, le ha puesto sobre la mesa al encargado la carta de despido inmediato. Me veo con el agua al
cuello, porque a mi edad es difícil que me
contraten en algún sitio. Así que, ya le he dicho a Carlota que nos tenemos que
apretar el cinturón y subsistir con lo que cobro de jubilación. Otra
alternativa es que me haga paseadora de perros, que es una ocupación que ahora
se lleva mucho. No sé… ¡Qué jodía vida!
Sexto día de la primera quincena de diciembre
Puente sobre aguas turbulentas −a Carlota también le chifla este tema−, de Simon and Garfunkel, llegó a mí a la vez que descubría la marihuana liando cigarrillos en Central Park, con un grupo numeroso de hippies que acogían calurosamente a los amantes de la libertad, compartiéndolo todo tumbados sobre el césped. Me regalaron un colgante con el signo de la paz que lucí con agrado durante mucho tiempo. Su influencia me hizo cambiar de atuendo: falda larga estampada y muy suelta, blusa color turquesa de amplias mangas y media botonadura, chaleco negro de flecos con tachuelas, botas de cowboy y cinta de colores que partía mi frente en dos. Compré incluso una camiseta con la foto de John Lennon que no me quitaba ni para dormir. Pero por muchos esfuerzos fingiendo ser otra persona, una progre residente en Queens, nunca he logrado, ni siquiera entonces que la juventud acompañaba, sacudir de mis hombros la caspa de la aldea, la sensación de que cualquier indicio de felicidad era un perpetuo pecado, la acidez de la leche de vaca agriada en el paladar de la boca y el jodido recuerdo del bosque con aquella respiración jadeante que rompe el ciclo del sueño y me pone en estado de vigilia.
Décimo día de la primera quincena de diciembre.
‘¿Sabes qué añoro más de España?: las peladillas y las almendras garrapiñadas. Sí, no lo digas, lo sé, en Little Italy, tienen de esos dulces. ¡Ah!, pero no es lo mismo. A veces, cuando reaparece la vena nostálgica, echo de menos también el crudo invierno en la aldea, aislados del resto del mundo, pensando que ahí se acabaría todo, en mitad de aquel terreno fangoso al que, en tan durísimas condiciones, era imposible acceder desde fuera. La lumbre de leña con el puchero arrimado siempre a las brasas, la presencia de los animales ateridos de frío, rebuscando por el prado hierbas que llevarse a la boca. El Misterio que madre colocaba en la banqueta enclavada en un rincón de la vaquería, al que de pequeña yo asomaba las narices con curiosidad y preguntas respecto al pesebre. La ilusión de los niños pidiendo el aguinaldo, para comprar un cucurucho de pipas en feria. Y el extraño oficio de los Magos de Oriente, que nunca pasaron por casa, quedando en la ventana el calcetín mohíno y agujereado. No me mires así, Carlota. Puede que no lo entiendas, porque eres un felino, pero déjame decirte que los recuerdos no envejecen, permanecen enteros, como el tacto y los olores…’.
“Nueva York. Décimo día de la primera quincena de diciembre. Durante varias semanas consecutivas, y con la aprobación de la señora, acompañé a su hijo a la casa del sastre que le confeccionaba el chaqué de boda. Nunca había estado en un palacete del siglo XVIII, construido en piedra con vanos de ladrillo macizo. Tras la prueba definitiva, fui sola a recoger el pantalón gris marengo de finas rayas verticales, que estaba a falta de un remate final. La novia pertenecía a una familia adinerada de Burgos. Era enclenque y pobre de salud. No entraba dentro de sus planes casarse, su idea era irse a las misiones. Celebraron el enlace invitando a gente de mucho postín, en mi opinión muy tonta, dejando fuera al pueblo llano. Dada su debilidad no pudieron ir de luna de miel a Portugal. Así que, ambas familias, y el respectivo personal doméstico, nos trasladamos de vacaciones a Pontevedra, al pazo propiedad de mis jefes. Las hijas de los guardeses que cuidaban de aquello todo el año eran cuatro mujeronas de carnes prietas, que realizaban trabajos tan duros o más que los que hacían los hombres. Congenié muy bien con una de ellas, la que, como comprobé después, tenía la cabeza llena de pájaros. A la caída de la tarde, antes de esconderse el sol, la faena se relajaba por un rato. Entonces nosotras salíamos al porche y, embobadas con las historias que contaba sobre París, Buenos Aires,La Habana o el
desierto de África, alimentadas por su gran afición al cine, hacíamos también
nuestro el sueño de salir de allí. Parecía tan segura que planeábamos la marcha
para el inicio del otoño. Luego, sus tres
hermanas aplacaban la euforia enumerando los intentos fallidos hasta el
momento. De sus labios oí por primera vez que la ciudad de los rascacielos
donde lo imposible se hacía realidad se llamaba
Nueva York. La señora me mandó llamar. El señorito y su esposa querían hablar
conmigo… A los veinte minutos aproximadamente volví
con mis compañeras, muy pensativa y madurando la propuesta que acababan de
hacerme. No conté nada. Me había acostumbrado a no compartir las cosas, no
fuera que alguna listilla me cogiese la delantera…”.
Sexto día de la primera quincena de diciembre
Puente sobre aguas turbulentas −a Carlota también le chifla este tema−, de Simon and Garfunkel, llegó a mí a la vez que descubría la marihuana liando cigarrillos en Central Park, con un grupo numeroso de hippies que acogían calurosamente a los amantes de la libertad, compartiéndolo todo tumbados sobre el césped. Me regalaron un colgante con el signo de la paz que lucí con agrado durante mucho tiempo. Su influencia me hizo cambiar de atuendo: falda larga estampada y muy suelta, blusa color turquesa de amplias mangas y media botonadura, chaleco negro de flecos con tachuelas, botas de cowboy y cinta de colores que partía mi frente en dos. Compré incluso una camiseta con la foto de John Lennon que no me quitaba ni para dormir. Pero por muchos esfuerzos fingiendo ser otra persona, una progre residente en Queens, nunca he logrado, ni siquiera entonces que la juventud acompañaba, sacudir de mis hombros la caspa de la aldea, la sensación de que cualquier indicio de felicidad era un perpetuo pecado, la acidez de la leche de vaca agriada en el paladar de la boca y el jodido recuerdo del bosque con aquella respiración jadeante que rompe el ciclo del sueño y me pone en estado de vigilia.
‘¿Qué
ha ocurrido para que adelantes la cita?’. ‘Estoy preocupada’. ‘¿Por qué?’.
‘Tengo una cosa aquí −pongo el puño
en la boca del estómago− que no me deja
estar’. ‘Explícate’. ‘¿Has cambiado de sitio los cuadros de la
entrada?’. ‘No, ¿la ves distinta?’.
Tras la muerte de Michelle, E.J. no se ha
ocupado de la casa, acumula bolsas con diversas cosas en cualquier sitio y ha
dejado que las plantas de interior se marchiten… ‘¿Quién crees que se quedará mis pertenencias cuando yo ya no esté?’,
−le digo mirando un jarrón horroroso que tiene pegado casi a la lámpara de
pie−. ‘¿Qué te gustaría que hicieran con
ellas? ¿Has pensado en algún candidato que asuma dicha responsabilidad?’. ‘Sí, en ti’. ‘¡Estás de broma, claro!’, −reímos al tiempo−. ‘Es una tontería, lo sé, pero de repente ese pensamiento me atormenta, porque no veo
otras carnes llevando mis ropas, ni la taza del desayuno sobre una mesa
diferente a la mía’. Aunque Eric Coleman, tras el duro golpe, no está muy
concentrado, ha reaccionado rápido cortando el silencio en el que me podría refugiar.
‘Es interesante esta interrelación que
haces, ese lado que nos humaniza agarrándonos a lo que, a través de los años,
hemos acumulado para bien o para mal, destapando facetas desconocidas de
nuestra personalidad. Sin embargo, quisiera que profundizases en otro sentido
más íntimo’. ‘No te entiendo’. ‘Pues que, llegados a este punto de
sinceridad, sería bueno que hablases del bosque. Mientras que ese dolor no lo
pongas en palabras, será complicado profundizar más adentro’. −Monto en
cólera, y, por primera vez, en la mirada de mi
psicoanalista aparece la tupida sombra del miedo−. ‘Tú te crees que soy idiota. Qué tendrá que ver quién haga uso de
mis muebles con aquel espantoso día’. ‘Nada,
desde luego. Pero todo está conectado dentro de ti. Quizá ha llegado el momento
de ponerle voz a todo aquello’. ‘Mira,
no quiero seguir. Todavía no estoy preparada para hacerlo. Adiós’.
Fuera de mis casillas, por poco doy a E.J. con la puerta en las narices cuando, tratando de
hacerme razonar, corre detrás de mí, pero yo ya
he alcanzado el bulevar y girado unas cuadras más abajo. El caos, a consecuencia
del incendio en un almacén −después supimos que fue intencionado−, se ha hecho
con las calles de Brooklyn, por las que, a toda
mecha, circulan coches de bomberos en caravana. El vagón de metro donde voy, iluminado tan sólo por las luces de emergencia, está semivacío. Al fondo, cuatro o cinco mujeres, vencidas por el cansancio al final de la dura
jornada, dormitan dándose con la barbilla en el pecho. Frente a ellas, y
aislado en ese mundo que le proporcionan sus grandes auriculares
fosforescentes, un joven de color, con sobrepeso, marca el ritmo moviendo la
cabeza de un lado a otro. Las palabras de Mr. Coleman resuenan en las sienes
como martillos puntiagudos: el bosque, el bosque, el bosque… Alguien tropieza
con el pie que he dejado estirado, y mi primer
impulso es liarme a golpes. Pero enseguida freno y comprendo que cumplir años
aplaca lo de lanzarnos al cuello del otro. Todavía queda bastante hasta llegar
al vecindario del Maspeth, por lo que me dejo llevar de nuevo cerrando los
ojos… Tengo todo tan confuso que me cuesta asegurar si aquella noche aciaga
diluviaba o no. Sin embargo, evoco la sensación de una lluvia con barro
dificultando cualquier intento de avance, huida o resistencia cada vez que él,
tapándome la boca, arremetía contra mí. En momentos como aquel somos incapaces
de identificar lo que en realidad está pasando, sólo a posteriori caemos en la
cuenta. Madre se las arreglaba muy bien para destruir la autoestima haciéndote
sentir culpable de todos los males, propios y
ajenos. Me habían violado, y, encima, ella
despertaba en mí un terrible sentimiento de
culpa, de escoria, un espíritu maligno y portador de un germen que había que
exterminar antes de propagarlo al resto del común de los mortales. Dejé de
creer en el género humano ese mismo día, y ese pensamiento ha ido a peor,
porque, como dice alguien que conozco: no
espero nada o casi nada de nadie.
Carlota no se despega de su camastro
salvo para vigilar a Ralph cuando viene a casa, lo
que ocurre a menudo. La semana pasada apareció
con una bolsa llena de productos colombianos para cocinar una lechona que, según dice, nos
vamos a chupar los dedos. Ya veremos. ‘¿Tienes
hijos?’, −pregunta de repente−. ‘No.
¿Y tú?’. ‘Un chico de diecisiete
años. Vive con su madre en Texas, cerca de la frontera con México. Hace mucho
que no le veo. Esa pena irá conmigo hasta el último aliento. Le tuvimos siendo
muy jóvenes. Esa época fue convulsa para mí, sólo quería tener alrededor cosas
“chéveres”, superficiales, y, como habrás de suponer, la paternidad no formaba
parte de los planes del momento. Así que, tiré por el camino fácil poniendo
tierra de por medio. No sabes lo que ahora me arrepiento de aquella decisión.
Tú habrías sido una buena madre, lo veo en tu mirada’. −Qué poco me
conoce−. ‘Nunca lo contemplé. Las
circunstancias no han dejado que tuviera una vida fácil…’. Poco después de
la conversación visitamos juntos a los Harries. Les
trataba con tanto cariño que ahí comprobé la ternura que movía a este vecino
taimado, empeñado en hacerme cambiar de costumbres alborotando algunos
principios.
“Nueva York. Sexto día de la primera
quincena de diciembre. Basta con que cierre los ojos para escuchar el canto de
los grillos que me lleva al escenario de un tiempo detenido en la infancia
miedosa, beata y conservadora que viví. Si quiero, puedo también, sin hacer
grandes esfuerzos, imaginar que aún sigo en la aldea, sumergida en el universo
de la noche que cae sobre mi piel, mientras desempolvo del olfato el rústico
olor a té de roca que se intensifica según me acerco a las montañas. Sin
embargo, apenas queda la sombra de aquella paya que jugaba en la ribera del río
con los gitanillos del apeadero. Ahora me he convertido en una vieja
malhumorada, desconfiada e insegura, que conversa con el psicoanalista tratando
de descubrir rincones oscuros y dolorosos de su personalidad,
esos que han ido formando el envase que cubre a la mujer que hoy soy. Eric
Coleman siempre inicia la sesión diciendo que
hay que traer abiertas puertas y ventanas para que fluya la corriente. ‘No te subas a los árboles, so guarra, que
los mozos te verán las bragas’ −gritaba madre desde el granero−. Cuando no
lo hacía ella eran mis hermanos los que vigilaban. Una tarde, tres horas
después de comer y antes de que pasara el tren de las seis cuarenta y cinco, la
abuela murió y a mí se me soltó la tripa. La habitación se llenó de plañideras, y, al salir el
cortejo fúnebre, encabezado por padre,
comprendí lo miserable e injusta que era la vida, llevándose a la única persona
de aquella familia que me había hecho algo de caso. Lo que ahora definen como
“espíritu emprendedor”, yo lo tenía entonces, y, puesto
que fue imposible que me dejaran llevar las
cuentas de la vaquería, pedí prestada una parte de la casa de la recién
difunta. Conocía bien las plantas medicinales y aquellas que enriquecían el
arte culinario. Quería montar el gran negocio del siglo con los frutos de la
naturaleza, en ese paraje perdido en mitad de la nada. Pero, como era de
esperar, ningunearon mis sueños de cuajo… Estos recuerdos han debido de
impregnar el dormitorio con aroma a tomillo, porque Carlota es alérgica y no
para de estornudar…”.
Nunca debí permitirles el maltrato tan humillante que ha
marcado para siempre mi existencia. No me considero ni mejor ni peor que ellos.
Soy una sobreviviente escapando del yugo del pasado, una anciana con ganas de
llorar en el hombro de la gata, una aldeana con suelas neoyorkinas que ha
luchado desde el principio por pisar firme. ‘Ralph, coño, que me vas a quemar el timbre de la puerta. Ya voy,
hombre, ya voy’. ‘Ay, Maurita, ¿a que
no sabes lo que ha pasado?: pues que se han llevado al hospital a los Harries.
Venga, vístete que nos vamos. Ponte este jersey y ese pantalón, te queda lindo
el conjunto’. ‘Pero qué dices, tú
estás chalado, de aquí no me muevo. ¡Habrase visto, a menudas horas! −el
muy zalamero me besuquea y hace cosquillas−. ¡Que te he dicho que no…!’. Pasamos a un box, la mujer está sentada en un sillón reclinado, él lleva puesto
un goteo y está tumbado en una camilla. Nos dice que se ha sentido indispuesto y
que por eso ha decidido llamar a urgencias. Pero que no nos preocupemos, que no es nada de importancia. El colombiano se
ofrece para hablar con los médicos. Regresa y
dice que todo está bien. Yo sé que no… Unas cortinas más allá, enfermeros y
médico residente, pelean para tomarle la tensión a un joven con síndrome de
abstinencia.Décimo día de la primera quincena de diciembre.
‘¿Sabes qué añoro más de España?: las peladillas y las almendras garrapiñadas. Sí, no lo digas, lo sé, en Little Italy, tienen de esos dulces. ¡Ah!, pero no es lo mismo. A veces, cuando reaparece la vena nostálgica, echo de menos también el crudo invierno en la aldea, aislados del resto del mundo, pensando que ahí se acabaría todo, en mitad de aquel terreno fangoso al que, en tan durísimas condiciones, era imposible acceder desde fuera. La lumbre de leña con el puchero arrimado siempre a las brasas, la presencia de los animales ateridos de frío, rebuscando por el prado hierbas que llevarse a la boca. El Misterio que madre colocaba en la banqueta enclavada en un rincón de la vaquería, al que de pequeña yo asomaba las narices con curiosidad y preguntas respecto al pesebre. La ilusión de los niños pidiendo el aguinaldo, para comprar un cucurucho de pipas en feria. Y el extraño oficio de los Magos de Oriente, que nunca pasaron por casa, quedando en la ventana el calcetín mohíno y agujereado. No me mires así, Carlota. Puede que no lo entiendas, porque eres un felino, pero déjame decirte que los recuerdos no envejecen, permanecen enteros, como el tacto y los olores…’.
“Nueva York. Décimo día de la primera quincena de diciembre. Durante varias semanas consecutivas, y con la aprobación de la señora, acompañé a su hijo a la casa del sastre que le confeccionaba el chaqué de boda. Nunca había estado en un palacete del siglo XVIII, construido en piedra con vanos de ladrillo macizo. Tras la prueba definitiva, fui sola a recoger el pantalón gris marengo de finas rayas verticales, que estaba a falta de un remate final. La novia pertenecía a una familia adinerada de Burgos. Era enclenque y pobre de salud. No entraba dentro de sus planes casarse, su idea era irse a las misiones. Celebraron el enlace invitando a gente de mucho postín, en mi opinión muy tonta, dejando fuera al pueblo llano. Dada su debilidad no pudieron ir de luna de miel a Portugal. Así que, ambas familias, y el respectivo personal doméstico, nos trasladamos de vacaciones a Pontevedra, al pazo propiedad de mis jefes. Las hijas de los guardeses que cuidaban de aquello todo el año eran cuatro mujeronas de carnes prietas, que realizaban trabajos tan duros o más que los que hacían los hombres. Congenié muy bien con una de ellas, la que, como comprobé después, tenía la cabeza llena de pájaros. A la caída de la tarde, antes de esconderse el sol, la faena se relajaba por un rato. Entonces nosotras salíamos al porche y, embobadas con las historias que contaba sobre París, Buenos Aires,
Los Harries han pasado a disposición
de los servicios sociales. Una asistente del hospital, afroamericana, de trato
bastante afable, dice que no le está permitido facilitar información a quien no
tenga un vínculo familiar con ellos. Aunque Ralph insiste, haciendo gala de sus
mejores atributos de simpatía, ha sido
imposible poderles ver. Nos quedamos largo rato dentro del recinto, sentados en el jardín, acongojados, muy quietos,
interrumpidos los pensamientos solamente por el ir y venir de algunos pájaros
que sobrevuelan bajo hasta tomar tierra. ‘¿Qué
ocurrirá con ellos, Maurita?’, −pregunta mi compañero compungido−. ‘Para adivinanzas estoy, ni siquiera sé qué
será de mí, conque dime tú…’. ‘Ven, sígueme. Vayamos a un sitio muy
especial en su honor y en el nuestro. No preguntes y déjate llevar’. Jamás
había estado en la City Hall Station, que es una terminal abandonada
por no ajustarse al tamaño de los trenes, y cuyo atractivo se fundamenta en
poder recorrerla a pie. También se ve cuando el
metro de la línea 6 aminora la marcha. ‘¡Guau!
¡Qué maravilla y cuánta belleza!’. ‘¿A
que parece una catedral enterrada bajo el bullicio de la metrópoli? Fíjate que
la construcción corrió a cargo de un paisano tuyo, el valenciano Rafael
Guastavino. Mira ahí. ¿Ves los azulejos y el tragaluz…? Son dos pequeños
detalles que hacen su diseño diferente. Este artista recogió la tradición de
los arquitectos medievales, tabicando la bóveda con ladrillos finos y cemento,
creando un sello inconfundible en su obra’. Giro el cuerpo hacia él y
suelto a carcajadas: ‘¡Coño, lo que sabe
el niño!’. ‘No te creas, eh. Consiste
en captar la pluralidad de los clientes mientras les hago el “check in”, y si
eres esponja aprendes una barbaridad. No pienso
quedarme de recepcionista hasta la jubilación, aspiro a algo más. Todavía no sé
qué, pero mejor, seguro’. ‘Me gustan
mucho los andenes de estación y los bares de hotel. Todo está de paso, nadie
permanece ni echa raíces. Llegas y te vas, sin dar explicaciones ni que te las
pidan’. ‘¿Qué te trajo a Estados
Unidos?’. ‘¿Regresamos…? Se ha hecho
tarde’. Permanecemos sigilosos durante el
largo trayecto. Solamente, cuando estamos llegando al portal, comentamos la
soledad de las calles en el vecindario, porque hay miedo a salir después de una
determinada hora. Entro en casa con una sed espantosa. Apenas saludo a Carlota, que me recibe con generosidad. Lleno un vaso de agua
de la botella que siempre tengo en la nevera, y, según
trago, noto cómo se regeneran las paredes de la garganta, que parecían lija.
‘He
conocido la “Estación fantasma”, −Eric toma notas deprisa en el cuaderno
que imagino lleva mi nombre−, una
verdadera obra de arte que me ha dejado perpleja, y orgullosa al saber que el
constructor era de mi país’. ‘Espectacular,
sin duda. Pero, al margen de eso, ¿qué te sugiere Hall Station? ¿Qué tiene de
particular para atrapar tu atención? No te veo muy en plan turista, la verdad’.
‘Dice mi vecino Ralph que las personas
buscamos entornos concretos que hacen más fácil el entendimiento con uno mismo.
Y pone tres ejemplos muy claros con los que puedo o no estar de acuerdo. En
primer lugar, el ambiente de cualquier templo en penumbras para reflexionar
ordenando los pensamientos. Segundo, hacer un alto en el paseo marítimo de
Brooklyn y, mientras tomamos decisiones, admirar el regalo del horizonte con el Bajo
Manhattan enfrente…’. −Quedo abstraída en la estantería, atravesando las
callejuelas de los lomos de los libros, que
conozco como la palma de mi mano−. ‘¿Y el
tercero?’. ‘Comerse varias porciones
de tarta de queso con mucha crema de frambuesa por encima, aun sabiendo que es nitroglicerina
para el colesterol’. ‘Y tú, ¿con cuál
te quedas, además de la última opción? −E.J. saca del cajón una gamuza y se
limpia la gafa−. Te escucho’.
‘¿Puedo fumar? −aunque no suele
hacerse en terapia, el hombre asiente. La viudez le está haciendo más
permisivo. Doy unas caladas al pitillo y lo apago, suficiente para templar los
nervios−. ¿Sabes qué pasa? Pues que
cuando estoy en un sitio por primera vez no puedo evitar pensar qué
circunstancias habrán traído a otros antes que a mí. Fíjate si soy desastre que
vivo en una de las ciudades más bellas de la Tierra y apenas la conozco. No estoy capacitada para opinar
sobre arte y arquitectura, pero en lo personal, en cuanto a la visita
realizada, sí: el andén poblado de silencio y de voces, las vías del ferrocarril
que se alejan y no alcanzo, el túnel que encapsula a los vagones, el silbato de
llegada que acciona el maquinista, el convoy vacío que pasa de largo, el músico
ambulante que no recauda ni para un “hot-dog”,
y al que ya le da lo mismo desafinar o no, el vendedor de remedios que salvan
del fin del mundo y los cortes de electricidad entre estaciones, me parecen
metáforas para una despedida. Mientras me hablaban del estilo Guastavino
−en el Edificio de la
Corte Suprema , en Washington, o en el
Museo Americano de Historia Natural, en Central Park, también se puede admirar−, rescataba el escondido recuerdo del muelle en el puerto pontevedrés
de Vigo, antes de embarcar rumbo a América, afligida sin el calor de la familia
que va a decirte adiós. Pero, conforme se alejaba el barco de la costa
española, más plana se hacía la brecha del horizonte, convertido en
un simple trazo negro que debía tragarse mi pasado. Entonces fue ahí, dejando
atrás Las Azores, en medio del Atlántico, yendo a muchos nudos por hora, donde
traté de enterrar las imágenes de madre y padre, jurando que saldría adelante.
Durante la larguísima travesía tuve que reprimir el impulso, que sentía a
veces, de lanzarme por la borda harta de tanto sufrir. Ya ves, soy cobarde,
egoísta y me quiero, así que, no lo hice. Y aquí estoy, delante del extraño que
eres tú, a punto de decirte que ya no vendré porque me he quedado sin empleo…’.
Nos devuelven a la realidad de lo que en verdad
somos, médico y paciente, unos toques de
nudillo, contundentes, en la puerta. Sobrepasado el tiempo estipulado de cada
sesión, la siguiente persona aguarda a que me vaya para ser escuchada. Rompo a
llorar avergonzada, y por primera vez creo que Mr. Coleman hace una excepción y
deja a un lado al psicoanalista. ‘Te
espero la próxima semana a la misma hora, y buscamos una solución para que
sigas viniendo’.
Eric cena cosas ligeras desde la última subida de azúcar que le llevó a
urgencias. Prepara la conferencia que al día siguiente dará a estudiantes de la Universidad de
Columbia, ubicada en el Alto Manhattan, en 116th St & Broadway. Piensa en
los alumnos, que seguramente tendrán perfil freudiano,
y se pregunta hasta qué punto tiene capacidad para orientarles en su
formación. Cómo transmitirles la regla fundamental, el principio básico que
deben tener: no implicarse, cuando hay noches que a él le resulta complicado no
hacerlo. Una foto de Michelle, sentada en las escaleras de su casa, preside la mesa
de trabajo. Estaba tan guapa el día de la instantánea que… En el otro extremo
de la ciudad, Carlota rebaña el plato de comida y se sube al sofá, a mi lado. Empieza
la serie que vemos. Antes de salir para el Central Park West Hostel, a su turno
en reception, Ralph ha dejado todo
preparado para que a Bobby no le falte de nada
y esté ladrando hasta su regreso. Y de los Harries, la única noticia que
tenemos es que van camino de St. Louis, en el
estado de Misuri… ‘Carlota, hija, deja de
roncar, coño, que no oigo la tele’.
Seis días después de la segunda quincena de marzo.
En la placa conmemorativa puesta en el vestíbulo del hospital, bien visible para que al atravesar la puerta giratoria se pueda leer desde cualquier ángulo, reza la siguiente inscripción: “Mount Sinaí, fundado en 1852 para dar cobertura sanitaria a la comunidad judía asentada en Manhattan”. Actualmente eso ha cambiado, ahora atienden a pacientes del Upper East Side y de Harlem. Es decir, han pasado de los residentes boyantes de la mitad este de la isla a la población deprimida y, en su mayoría, descendiente de la más pura Nueva Orleans. Por eso no es extraño que coincidan en la consulta del cardiólogo Valentín Fuster un famoso abogado de Wall Street y un trompetista de blues en paro. Ralph me recoge en el descansillo de la escalera a las nueve en punto de la mañana, me agarro de su brazo y montamos en el taxi que nos lleva por Queens Blvd hasta el sanatorio. Así, de pronto, y sin esperarlo, que vayas a revisión al oftalmólogo, y te diga que hay que hacer una capsulotomía posterior con láser, acojona. Pero cuando se explica respiras tranquila, ya que es una limpieza de la lente implantada tras la operación de cataratas, intervención que requiere tan solo unas gotas anestésicas. Dos veces en semana, Eric Coleman, siglo y pico después de la apertura del centro, y casi desde la aparición de los primeros enfermos identificados públicamente con el VIH, lleva un grupo de terapia que empezó a funcionar en 1982, y que, por la amplia demanda que hoy en día tiene la sociedad, se ha visto en la tesitura de abrirlo a drogodependientes, emigrantes obligados a prostituirse y personas sin recursos que necesitan ser escuchadas. En una de las zonas más luminosas del edificio, hay un glass solarium donde se ubica la cafetería Plaza Café, un espacio diáfano con paneles de cristal en el tejado tipo buhardilla, donde estudiantes de medicina, personal médico, pacientes y acompañantes, disfrutan de la luz con su Starbucks coffee en vaso de cartón, como si formaran un collage de personas aisladas cada una en su propio mundo. E.J., concentrado en la pantalla del portátil, ocupa una mesa cercana al self-service. Paso por delante y se levanta para saludarme. ‘Aquí mi vecino, aquí mi psicoanalista’ −digo, mientras ambos no evitan sonreír con el apretón de manos−. ‘¿A qué has venido, Maura? ¿Te encuentras mal?’. ‘Bueno, no exactamente. Me van a chequear la vista. −Sin embargo, no digo que, al quedarme sin el part time en el supermarket que complementaba mi pensión, busco los sitios más baratos−. ¿Y tú?’. Sin responder regresa a la lectura que le retrae del exterior, y nosotros vamos a lo que habíamos venido. Pero antes, porque me corroe la curiosidad, pregunto por Mr. Coleman en el mostrador. Un tipo, aburrido de contestar casi siempre lo mismo, extiende una hoja informativa, que cojo, e indica la línea verde a seguir para llegar a la sala de terapia. ¡Vaya con Eric, toda una caja de sorpresas! Ahora resulta que es un ser solidario y generoso.
Seis días después de la segunda quincena de marzo.
En la placa conmemorativa puesta en el vestíbulo del hospital, bien visible para que al atravesar la puerta giratoria se pueda leer desde cualquier ángulo, reza la siguiente inscripción: “Mount Sinaí, fundado en 1852 para dar cobertura sanitaria a la comunidad judía asentada en Manhattan”. Actualmente eso ha cambiado, ahora atienden a pacientes del Upper East Side y de Harlem. Es decir, han pasado de los residentes boyantes de la mitad este de la isla a la población deprimida y, en su mayoría, descendiente de la más pura Nueva Orleans. Por eso no es extraño que coincidan en la consulta del cardiólogo Valentín Fuster un famoso abogado de Wall Street y un trompetista de blues en paro. Ralph me recoge en el descansillo de la escalera a las nueve en punto de la mañana, me agarro de su brazo y montamos en el taxi que nos lleva por Queens Blvd hasta el sanatorio. Así, de pronto, y sin esperarlo, que vayas a revisión al oftalmólogo, y te diga que hay que hacer una capsulotomía posterior con láser, acojona. Pero cuando se explica respiras tranquila, ya que es una limpieza de la lente implantada tras la operación de cataratas, intervención que requiere tan solo unas gotas anestésicas. Dos veces en semana, Eric Coleman, siglo y pico después de la apertura del centro, y casi desde la aparición de los primeros enfermos identificados públicamente con el VIH, lleva un grupo de terapia que empezó a funcionar en 1982, y que, por la amplia demanda que hoy en día tiene la sociedad, se ha visto en la tesitura de abrirlo a drogodependientes, emigrantes obligados a prostituirse y personas sin recursos que necesitan ser escuchadas. En una de las zonas más luminosas del edificio, hay un glass solarium donde se ubica la cafetería Plaza Café, un espacio diáfano con paneles de cristal en el tejado tipo buhardilla, donde estudiantes de medicina, personal médico, pacientes y acompañantes, disfrutan de la luz con su Starbucks coffee en vaso de cartón, como si formaran un collage de personas aisladas cada una en su propio mundo. E.J., concentrado en la pantalla del portátil, ocupa una mesa cercana al self-service. Paso por delante y se levanta para saludarme. ‘Aquí mi vecino, aquí mi psicoanalista’ −digo, mientras ambos no evitan sonreír con el apretón de manos−. ‘¿A qué has venido, Maura? ¿Te encuentras mal?’. ‘Bueno, no exactamente. Me van a chequear la vista. −Sin embargo, no digo que, al quedarme sin el part time en el supermarket que complementaba mi pensión, busco los sitios más baratos−. ¿Y tú?’. Sin responder regresa a la lectura que le retrae del exterior, y nosotros vamos a lo que habíamos venido. Pero antes, porque me corroe la curiosidad, pregunto por Mr. Coleman en el mostrador. Un tipo, aburrido de contestar casi siempre lo mismo, extiende una hoja informativa, que cojo, e indica la línea verde a seguir para llegar a la sala de terapia. ¡Vaya con Eric, toda una caja de sorpresas! Ahora resulta que es un ser solidario y generoso.
Arriesgándome a tener que soportar por
tiempo indefinido los desplantes de Carlota, hasta que suavice el enfado por
haber alterado el ritmo de su rutina, y consciente de que le exaspera encontrar pelos del chihuahua incrustados
en la alfombra o deslizando en zigzag por el costado del sillón, acepto que
Ralph traiga hecho el almuerzo, a base de
huevos revueltos, beicon, salchichas, patatas y panecillos blancos. La ocasión
merece que desempolve la botella de whisky escocés, y dos copas pequeñas del
juego que aquel verano me tocó en la tómbola. Brindamos y volvemos a
rellenarlas. De un salto perfecto, la gata se coloca a cuatro patas en lo alto
del armario, silente, por si tiene que atacar. ‘¿Sabes cuándo tomé conciencia de que había gente comprometida y
dispuesta a luchar por la igualdad de todas las personas y erradicar la
discriminación, la violencia y el exterminio de sus semejantes? Viendo por
televisión un documentary de la cantautora y activista Joan Baez en la
marcha sobre Washington de 1963 por los derechos civiles junto a Martin Luther
King, desde entonces he seguido su trayectoria. ¿Por entonces tú ya estabas
aquí?’. ‘Sí, y lo recuerdo, pero no
participé en nada, las aglomeraciones no están hechas para mí. Además, −alarmada
por si el alcohol me suelta la lengua, recoloco la postura en la silla y miro a
mi guardiana que, no nos quita ojo− no
creo que esas cosas sirvan de mucho’.
En realidad, no lo pienso. Envidié a los manifestantes porque, mientras me pudría de rencor en la cloaca de mi ego,
ellos tomaban las calles, vivían abanderando la rebelión contra los valores
dominantes, se oían cantos a la libertad… En definitiva, pese a las
dificultades que toda aquella reivindicación suponía
y la posibilidad de acabar con los huesos en la cárcel, tenían motivos más que
suficientes para seguir adelante. ‘No te
creo, pareces dura, aunque conmigo no puedes, Maurita’. ‘Piensa lo que quieras, pero la vida es una
mierda y no vale la pena luchar por nadie. No es rentable, coño’. ‘En mi país dicen que uno no es monedita de
oro para caerle bien a todo el mundo. ¿Qué pasa para que siempre estés
enfadada?’. Miro la hora y él comprende que debe marcharse… Carlota baja de
su atalaya y se enrosca en la cama alrededor de mis piernas, recuperando la
atención que sólo a ella le corresponde. Así, solitarias, respirando a la vez,
sin intrusos…
“Nueva York. Seis días después de la
segunda quincena de marzo. Entre unas cosas y otras llevo meses sin escribir en
estos cuadernos. Pero hoy, quizá empujada por la llegada de la primavera y la
necesidad de seguir explicándome, decido retomar la narración en estas páginas. Ocho campanadas sonaron en una
parroquia de Vigo, en las inmediaciones del centro urbano, estremeciendo las
tripas relajadas del silencio y también las de mi acompañante, la hija alocada
de los guardeses, al acercarse la hora de embarcar rumbo al continente
americano. Eso, y la propia incertidumbre que conllevaba en sí la travesía.
Viajábamos a Estados Unidos para preparar, antes de que llegaran ellos, el
apartamento alquilado por el señorito y su esposa en Canal Street con la 6th
Ave, donde permanecerían por tiempo indefinido, ya que, aconsejados por el
médico de la familia, debían tratarla allí
−nunca supimos de qué− colegas suyos con medios mucho más adelantados. Dos
pueblerinas como nosotras, que a lo más alto
que habíamos subido era de excursión a las montañas, desconfiábamos de la
estabilidad del edificio, delgado como el lomo
de una hoja de papel, donde viviríamos en la planta 26. ‘Pero si eso se cae con sólo mirarlo’, dijeron las hermanas, muertas
de envidia porque nos tocó en suerte ir a nosotras. Durante la noche, el fuerte oleaje sacudió violentamente contra el
malecón del puerto, obligando a que los pescadores no pudieran echarse a la
mar. Sin embargo, nuestro barco zarpó, desoyendo
las advertencias que desaconsejaban hacerlo. Nadie fue a despedirnos, y subimos
a la embarcación sin mirar atrás. Después de varias semanas de penurias, luchando para aguantar el corrompido olor a vómito,
tanto en cubierta como en la zona de camarotes, se nos terminó el pan candeal y
los chorizos de matanza, bien guardados entre
las dos. No nos quedó otra distracción que
concentrarnos en el océano con la esperanza de ser las primeras en decir
aquello de: ‘capitán, tierra a la vista’.
En los muelles de Chelsea nos recogería una persona para acompañarnos al
domicilio y luego a enviar un telegrama a los señores. No me gustaba nada la
frivolidad de algunos miembros de la tripulación, que
pensaban que, por viajar, como lo hacíamos, en tercera clase, tenían derecho a pasearse cuando les viniera en gana por la
barandilla de nuestras faldas. Aquella noche no se veían estrellas en el
universo, tampoco la luna. El cielo estaba completamente cubierto de nubes y
amenazaba tormenta. Estábamos tan asustadas que aumentaban las ganas de hacer
pis. El váter era un auténtico estercolero, un foco de infección al que me
negué a entrar, no así mi compañera. Busqué algún rincón limpio donde hacerlo
en el recipiente que antes transportó una empanada gallega, pero encontré las
manos rudas, ennegrecidas y asquerosas de un calafate con ganas de hembra, que
en esos momentos estaba dando estanqueidad a una junta de madera por la que se
filtraba el agua. La siguiente imagen que solapa es
la del hombre echándose mano a la entrepierna retorcido de dolor. Un oficial,
al que no vi más, me salvó de revivir otra vez la misma pesadilla. Con los
huesos entumecidos, la memoria del equilibrio algo trastornada y los nervios de
haber llegado a la Gran
Manzana , no le dimos gran importancia, en principio, al
telegrama del señorito que nos daba nuestro contacto…”.
He dejado las ventanas de casa
cerradas para que no se escape Carlota y provoque a Bobby. El chihuahua es de
temple tranquilo y cariñoso, pero si le buscas las cosquillas puedes toparte
con una dentadura no muy agresiva, aunque sí con malas pulgas y dispuesta a
marcarte la piel. Una tarde que Ralph y yo nos despistamos hablando con su
vecino, nuestras mascotas se arañaron el territorio con mucho alboroto. Me
vienen estas cosas a la cabeza mientras voy a terapia camino de Brooklyn. ‘¿Qué tal, Maura? −E.J. me da un folleto
con los requisitos que hay que tener para asistir al grupo que lleva en Mount Sinaí, y, aunque los cumplo todos,
el orgullo me impide aceptarlo−. ¿Cómo ha
ido la semana?’. ‘¿Sabes a qué
conclusión llego?’. ‘No, dímelo tú’.
‘¿Has tenido alguna vez la impresión de
estar fuera de contexto?, yo a menudo. Del ambiente en que me muevo, de la
gente, del momento histórico, del jodido pasado, de mí misma, de estas
conversaciones contigo… Quizá sea una pieza deforme que no encaja con nada ni con
nadie, o tal vez haya cometido demasiados errores. No lo sé. Hay un sueño que
se repite últimamente: estoy a punto de despeñarme, padre y madre pasan de
largo y no me oyen, pero en realidad grito hacia adentro, hacia ese bosque que
hay en mí y me persigue y no me deja morir en paz. He arruinado mi vida y ahora
lo veo, he desaprovechado la oportunidad de reconciliarme con el mundo, pero ya
no me quedan fichas para apostar. ¿Te das cuenta, Eric? No tengo construido
ningún proyecto…’. ‘Si crees en ti y
en tus posibilidades todavía puedes hacerlo. Hoy has dado un gran paso, al
menos creo que hay un cerrojo menos’. ‘Hoy
pongo yo el punto final, no tengo ganas de seguir, no me encuentro con fuerzas’.
‘¿Nos vemos aquí la próxima semana?’.
‘Sí, aún tengo plata para pagarme los
vicios’. Ambos sonreímos.
Mira tú por dónde, como he sido buena
chica, creo haberme ganado de mi puesto favorito un hot-dog con bastante mostaza y mucho chili. ¡Hum!, verdaderamente
está rico. Carlota ha roto la bolsa de basura que he olvidado tirar, y también ha alborotado una carpeta llena de papeles. Pero se ha puesto bien contenta cuando aparezco con
un paquete de sus galletas de pollo favoritas. Si es que no hay nada como
ganarse el afecto por el estómago…
Nueve días después de la segunda quincena de marzo
El 11 de septiembre de2001, a las 08:15 am hora local, treinta minutos antes de que el primer
avión se estrellase contra la
Torre Gemela Norte del World Trade Center, un joven de color,
natural de Mississippi, que viajó hasta el Bronx a visitar a su abuela y
terminó ligando con una chica en Queen, en el vecindario del Maspeth, cinco
cuadras más allá de donde vivo, fue brutalmente asesinado por un grupo de
tendencia racista y xenófoba, cuyo modus
operandi era idéntico al realizado en otros
lugares, llegándolo a llamar: exterminio de la raza maligna. ¡Horroroso! Yo
trabajaba en el supermarket a turno
completo, y salía de casa con tiempo suficiente para no correr. Soy miope, pero
distinguí perfectamente las luces parpadeantes de los coches patrulla, y,
conforme acortaba distancia, las de la
ambulancia parada un poco más atrás, a la espera de recibir autorización para
irse, puesto que allí ya no hacían nada. En
medio de ese mosaico terrible y detestable, la joven, sentada en el suelo, con
las medias rotas, subyugada de pánico por si la
relacionaban con el crimen, hacía caso omiso a
las preguntas y advertencias de the police. En la calle colapsábamos el
tránsito los unos a los otros. El resto, los curiosos, por así decirlo, querían
ver para hacer después su particular y siempre exagerada crónica de los hechos.
Intentaba abrirme paso entre la multitud −lo que no va conmigo, fuera −. Pero
no pude cruzar por donde tenía que hacerlo, porque
todas las dotaciones de bomberos −tras el 11-S se les consideró héroes
apodándoles The New York’s Bravest−
disponibles en nuestro condado iban en dirección a dos larguísimas columnas de humo que trepaban hacia el cielo de Manhattan… Entonces, el
griterío, la especulación y el mismo asesinato que minutos antes acaparaba la
atención pasaron a un segundo plano. De repente nos callamos todos, miraba en
torno mío y parecía que habíamos encogido, sólo se escuchaban los pasos de
hombres y mujeres, desencajados y cabizbajos, sonámbulos en el asfalto, deseosos
de encontrar a sus seres queridos. En un principio
hubo mucho desconcierto, nadie sabía realmente qué había pasado, pero enseguida
las pantallas de televisión en los escaparates reproducían la imagen del
derrumbe de la primera torre y el caos originado alrededor. No nos lo creíamos,
más bien pensábamos que era el rodaje de alguna película de Spielberg. Sin
embargo, la constatación de un segundo avión impactando contra la Torre Sur , otro en el
Pentágono, en el condado de Arlington y un cuarto en campo abierto, en
Shanksville, Pensilvania, nos dio idea de la gravedad de la situación a la que nos enfrentábamos la población americana.
Días después de ese sinsentido fuimos con un compañero hasta el lugar del
atentado donde quedó sepultado el cuerpo de su hermano. El hombre, en cada
aniversario, organizaba la misma peregrinación, que
acababa en esa especie de plaza que hay en la confluencia de Broadway con
Columbus Avenue, a la altura de la
Calle 66, sentado en una de las sillas que acompañan a las
mesas metálicas donde el chico, menor que él,
almorzaba un sándwich de mantequilla de cacahuete y jalea, su preferido. Esa
fecha fatídica cambió la vida de muchos neoyorquinos, de los estadounidenses y
puso en guardia al resto del mundo.
Nueve días después de la segunda quincena de marzo
El 11 de septiembre de
“Nueva York. Nueve días después de la
segunda quincena de marzo. El telegrama era preciso: Viaje anulado. Suceso grave. Regresen a España. Persona de contacto
dará pasajes de vuelta. Pero no hizo falta más que uno, el mío se pudo
canjear −tardé en reunir el dinero que les debía, pero cuando lo hice, se lo
giré con intereses−. La hija de los guardeses, hecha
un mar de lágrimas, se marchó incómoda conmigo por dejarla sola. Los señores sintieron
que les había traicionado. Aunque, la verdad, lo que pensaran de mí en esos
momentos carecía de importancia. Me tentaba
probar fortuna en La Gran
Manzana , cambiando el aburrido y monótono paisaje anterior.
Pero, por encima de todo eso, saber y sentirme libre, independiente, sin nadie
a quien rendirle cuentas y dueña de mis actos. El conocido del señorito
intercedió, y me contrataron en un restaurante de comida griega, en el barrio
de Astoria, al suroeste de Queens y a 25
minutos de Times Square. En varias
ocasiones mantuve correspondencia con las primas de mi tía. Por ellas supe que
los recién casados no embarcaron porque esperaban descendencia. Pero las cartas fueron llegando cada vez más distanciadas, hasta que dejaron de hacerlo.
Lavaba platos a destajo, por lo que, al final de la dura jornada, tenía que
ponerme un ungüento especial en las manos por la reacción alérgica al
detergente. Lo mejor de aquella etapa venía cuando el jefe de cocina, un tipo
generoso, repartía con la plantilla el género que quedaba en las cazuelas y
nadie había tocado. Para mí la mousakás de berenjena sigue siendo la cosa más deliciosa de
la Tierra, aunque tan buena como aquella no la he vuelto a probar. Había buen
ambiente entre los compañeros. En mi caso, como
venía del desapego y era opuesta al sentimentalismo, ni siquiera iba con ellos
a beber cerveza checa, exquisita, a Bohemia
Hall and Beer Garden, en 2919 24th Ave, porque aún tenía que recorrer 4,6 millas hasta llegar
a mi casa, y, la verdad, no me apetecía en absoluto. Tampoco
establecer lazos de confianza. Ese local, con terraza al aire libre en el
interior del establecimiento, y mesas alargadas
con bancos compartidos, era un lugar perfecto para encontrar relajo. Una vez
fui sola, y bebí tanto que temieron que cayera redonda al suelo. Pero, con paso
erguido, salí de allí, antes de tropezar y
hacer el mayor de los ridículos. Me gustaba mucho pasear por las calles de
Astoria, porque parecía estar en la misma Grecia. Ahora he perdido el hábito de
hacerlo. Aquellos primeros años fueron duros, pero también tuve suerte, si se
puede llamar así. Encontré una habitación de alquiler en un piso donde
estábamos mezclados una italiana, cuatro atenienses y yo. No me sentía cómoda,
y el hecho de encontrar cada mañana las brochas de afeitar junto a mi cepillo
de dientes aceleró la salida…”.
Eric parece menos triste −¡oiga, que
aquí donde me ven, tengo mi punto psicoanalista, eh!−, y, aunque sea despacio,
va mejorando. Hace poco he leído un reportaje en The New Yorker −revista que tira alguien del vecindario y yo recojo
de la basura−, donde Mr. Coleman habla con un grupo de jóvenes promesas del
periodismo que, si la industria que hoy por hoy controla a los medios no les
ningunea la frescura y el compromiso de denunciar las injusticias en la
sociedad, llegarán alto. Hablaba de la carencia de compañía en la que ahora nos
movemos las personas. ‘He leído la
disertación que haces respecto a la soledad, diferenciando la elegida, de esa
otra destructiva que se sufre aun estando rodeado de gente, y, ¿sabes qué?: incluso en el peor de los casos, es una buena aliada’.
‘Expón tu opinión’. ‘Muy sencillo, tus palabras trajeron a mi
memoria cómo madre se las arreglaba para aislarme, lo que a la larga usé como
arma de defensa. Por toda la
Comarca del Ebro se hacía una romería anual donde ofrecíamos
nuestros productos artesanos. Gallegos, asturianos, leoneses de pequeñas
aldeas, traían los suyos para el intercambio culinario. Pero, además de darle
placer al estómago, que está fenomenal, también buscaban pareja. Casualmente,
en casa, coincidiendo con este tipo de actos, siempre surgía algún problema que
obligaba a uno de nosotros a quedarse. Unas veces era la vaca a punto de parir,
otras que la abuela estaba con fiebre, las menos algún ternero luchando por
sobrevivir. Y, claro, ahí estaba la paya para realizar el trabajo sucio. ¿Sabes
qué decía padre?: “total, si luego se aburre”. Sólo me tenía a mí misma, y en
esas continúo’. Dejo correr el silencio, delicado, igual que el hilo fino
de agua busca la superficie entre rocas. ‘¿Qué
impedía realmente que te rebelaras?’. ‘Pues
se me ocurre que fuera una cuestión de autodefensa. Oye, conste que ni me lo
planteo, remover el pasado no trae nada bueno…’. ‘Muchas veces ahí está la clave de lo que realmente somos y cómo afrontamos los
reveses de la vida’. ‘¿Te he contado
que Ralph es un melancólico y también un estupendísimo guía con quien descubro
estampas que ni siquiera sabía que existían? A menudo vamos a Jackson Heights −que
es como viajar al Caribe sin moverte de la isla−, a la zona comercial, en la 37th Avenue, desde 72nd Street hasta
Junction Boulevard, donde encontramos una gran oferta de locales colombianos
para que mi vecino alimente la nostalgia’. ‘¿Dónde te gustaría nutrir la tuya?’. ‘Yo no tengo esos sentimientos, lo mío es pura resistencia. Pero también
te digo que es un meloso y un embaucador, y que no puedo bajar la guardia, no se crea
que es el nieto que nunca tuve’. E.J. se levanta y va hacia el escritorio,
rebusca en las carpetas que tiene apiladas en un esquinazo, y finalmente extrae
de una de ellas un papel publicitario. ‘¿Te
gustaría venir con el grupo de terapia del Mount Sinaí Hospital, y conmigo a un
congreso en Washington, sobre el psicoanálisis y la superación del paciente?
Una fundación, sin ánimo de lucro, financia el proyecto y los traslados…’.
‘Lo consultaré con Carlota, y te digo. No
obstante, ahora tengo que andar con mucho tino, pues está molesta conmigo porque
quiero alquilar la habitación que tengo vacía, a algún visitante de los que
vienen al World Baseball Classic, en el Madison
Square Garden, y sacarme así algo de plata extra. Y ya
sabes cómo las gasta, no consiente ver a ningún forastero husmeando dentro del
cesto de nuestras costumbres’. ‘Piénsalo
de todos modos, esperaré tu respuesta’. Salgo de sesión con mal sabor de
boca, y la decisión de no ir ya tomada…
‘¿Quién
coño aporrea la puerta a las cuatro de la madrugada? ¿Es que en esta santa casa
no duerme nadie? Quita, Carlota, que voy a ver quién es’. Abro, y Ralph se
abraza a mí. Viene con Bobby, muy cauto, pegado a su pierna. ‘¿Se puede saber qué te pasa? ¿Qué haces aquí…, que no estás
en el hotel?’. ‘Hoy libro, y, además,
hace años que nos dejó Paul Newman, y para mí es algo tristísimo’. ‘Joder, y que a estas alturas tenga yo que
aguantar estas tonterías…’.
Once días después de la segunda quincena de marzo.
‘¿Me vas a decir lo que te pasa o piensas seguir lloriqueando como un
bebé? −giro en redondo y fulmino a la gata con la mirada−: Mira, Carlota, no me calientes tú también, que parece que
os habéis puesto todos de acuerdo para darme la nochecita, coño. −A todo
esto, como si no fuera con él, muy a lo neoyorquino, fingiendo que no se entera, Bobby recula hacia atrás, moviendo el rabo en un
malogrado intento de huida−. ¡Bébete esto
de un trago, anda!’ −Le tiendo un vaso de vino, que
espero haga su efecto inmediato−. ‘Ay,
Maurita, nos la están jugando bien. Han despedido a otro compatriota, el sexto
en lo que va de temporada, y todos latinos, con los permisos en regla. No lo
quiero ni pensar’. Ralph colabora económicamente con la familia, porque su
hermana tiene una enfermedad neurológica cognitiva y los tratamientos son
costosísimos. Además, ingresa una asignación mensual a su hijo, con el que
apenas tiene contacto. El sobrante, que no es para tirar cohetes, una vez
cubiertas las facturas, lo gasta generosamente con las personas que conoce y le
son cercanas. ‘No le des vueltas, hombre.
Lo que tenga que ser, será’. ‘Lo ves,
si es que a tu lado no me acobarda nada. ¡Cuánto te quiero!’. ‘¡Quita, zalamero! −digo, conmovida con
disimulo. Se ha quedado dormido en el sillón, saco una manta que no uso y se la
echo por encima. El chihuahua permanece pegado a sus pies, la gata lo hace en
su cama segura de que ha pasado el peligro, y yo−: ¡Me cago en la leche, ya me han
desvelado…!’.
Antes de 1965 se respiraba un ambiente
raro, anunciando el inminente conflicto bélico
al que nos enfrentaríamos, y que tanto dolor derramaría en territorio
vietnamita y en los propios Estados Unidos. Sabíamos −algunos lo deseaban− que United States Army bombardearía Vietnam
del Norte, creciendo la expectación y el pánico por la posible respuesta contra
nosotros. Al principio no se es consciente de las bajas civiles que caen: mujeres, niños y hombres inocentes, cuyo único pecado no es otro más que vivir, y
hacerlo sin entrar en intereses políticos, partidistas,
ni de ninguna índole. Seguramente, en un momento dado, incluso aquellos
que defendieron y justificaron la contienda, conforme pasaba el tiempo comprendieron
lo absurdo, irracional y horroroso que es matar a un semejante. El miedo, como
decía, condujo a los estadounidenses a sembrar las calles con largas y
organizadas colas a las puertas de las tiendas para hacer acopio de suministros
−más de los que cabrían en las despensas−, por
si al enemigo le daba por desembarcar en estas tierras. En el vecindario del
Maspeth −debió pasar en casi todos− la juventud se alistó en el Ejército. Unos
por amor a la patria, otros por vocación, y
muchos porque el hambre y la miseria deshilacha tanto las tripas, que ahí
podrían saciarlas. Mantuve el hilo conductor que ha guiado mi vida desde el
principio: no complicarme la existencia. Escuchaba todo tipo de comentarios, llegando a la conclusión de que toda contienda sirve
tan sólo para enriquecer a unos cuantos y sembrar el odio y la maldad entre los
seres humanos. Pero con la llegada de cientos de ataúdes, y de soldados
malheridos o al borde de la locura, muchos estadounidenses empezaron a caer en
la cuenta del horror producido y del sinsentido de todo aquello. Así se llegó a
la noticia de que Alice Herz, de 82 años, fue la primera en inmolarse el 16 de
marzo de 1965, en Detroit, Míchigan, en protesta por la escalada de la guerra. La
barbarie devastadora de bombas de napalm hizo que millones de ciudadanos
repudiaran la masacre, adhiriéndose al conjunto de la opinión pública mundial
en contra de esa lucha de superpotencias que nada tenía que ver con ellos. Mi
entorno se declaró de izquierdas y pacifista, aunque no lo habían manifestado
hasta el momento, supongo que empujados por el número
de viudas, huérfanos… Gente que, en definitiva, había perdido a sus seres
queridos, que, en el mejor de los casos, habrán quedado enterrados entre la
vegetación de aquella gran sepultura colectiva e improvisada. Es, en tales
circunstancias, cuando me alegro muchísimo de no haber tenido hijos a los que
ahora llorar su muerte.
Bushwick
Ave está precioso en primavera. Eric
Coleman se siente afortunado de vivir en ese rincón de Brooklyn que para él es
lo más parecido al paraíso. Siempre que las ocupaciones se lo permiten le gusta
caminar por las aceras arboladas y amuralladas por las casas de construcciones
señoriales en ambos lados. Un paisaje sobrio, y
a la vez jovial gracias a las rutas de los School
Bus que pasan por allí. Poco a poco −no le queda otra− va saliendo adelante. Dos veces en semana tiene por
costumbre ir a alguno de los restaurantes del barrio de Park Slope. Su preferido es sin duda Franny's, donde ofrecen, además de
un trato exquisito, una calidad superior en cocina italiana. Evadido en sus
pensamientos termina el paseo en la Grand Army Plaza, embobado enfrente de la Biblioteca Central , donde se pasó tantas
horas al amparo de apasionantes historias que hacía suyas. Pero supongo que
eran otros tiempos. Una vez escuché cómo decía que tener proyectos, sin importar la edad, es la
manera más sensata de superar los obstáculos
que en la vida se van presentando, y que, aún en el peor de los casos, saldrás
fortalecido. Pero, como tengas la mala suerte de tropezar con alguien parecido
a mí, a la mierda la teoría. ‘Fue una
lástima que no vinieras a Washington, tu testimonio habría sido fundamental
para quienes se encierran en sí mismos y no se atreven a hablar del pasado’
−dice Eric−. ‘No soy ejemplo para nadie…
Cambiando de tema, voy a poner tierra de por medio con mi vecino, no me duelen prendas decirlo. Está muy solo, y yo ni sé ni quiero
ejercer de madre-tía-abuela’. ‘¿Qué
crees que significas para él?’. ‘No
me lo planteo, me trae sin cuidado. Hace días cogí el metro equivocado y acabé
en los Muelles de Chelsea con un nudo en el estómago. ¿Quién soy en realidad,
E.J.? −miro la planta de hoja ancha que adorna el rincón más luminoso de la
sala y observo que ha recuperado su viveza al regarla con
regularidad, así también gano unos segundos de silencio y controlo la emoción
en la voz para que no se entrecorte−.
¿Qué esconde mi piel: un monstruo, una
oportunidad perdida entre infinitos millones, una célula que por muchos intentos
de la médula no regenera, una vieja atesorando su yacimiento de inseguridades
sin explorar…? ¿Qué? Siento que se agota el tiempo y necesito respuestas. Llevo
aquí algo más de sesenta años y no tengo raíces. El equipaje no ha cambiado, como si lo acumulado
desde entonces fuera retráctil’. ‘¿Qué
hay en el depósito de incertidumbres que aludes? −interrumpe Mr. Coleman−. ¿Dónde lo situarías?’. ‘Ahora sí que me has matado. En todos los
lugares en que he vivido y en ninguno, aquí y allá, desde la aldea
hasta Queens… Nunca he tenido intención de volver,
porque carezco del sentimiento de
arraigo que te ancla a una parcela determinada. Aunque igual allí, en aquellos
montes, encontraba
las respuestas’. ‘La sesión de hoy ha
sido interesante. Trabaja las incógnitas y anota cuanto te preocupa. Todo es
importante por pequeño que parezca. Nos vemos la semana que viene’. La
terapia me ha agotado tanto mentalmente que, tras
obtener el número de teléfono en una cabina pública, llamo a Ubangi club −para asegurarme que sigue
vigente y la crisis no lo ha arrasado−, uno de los mejores locales de jazz en vivo, ubicado en Harlem.
“Nueva York. Once días después de la
segunda quincena de marzo. La compañera que lavaba platos turnándose conmigo sufría el mismo problema de alergia en la piel y
quería pedir algo tan básico como que se nos permitiera usar guantes. Me abordó
en la calle para hacerlo juntas. Dos mejor que
una, apuntó. El despacho del socio vinculado a los asuntos del personal estaba
pegado al almacén, supongo que para controlar el género que entraba y, por supuesto, el que
salía. La oficina carecía de ventilación, y estaba atestada
de facturas en papel grasiento, pendientes de pago. El hombre −que se daba un
aire al actor de teatro Pernell Roberts, que diera vida a Adam Cartwright en la serie televisiva Bonanza−, nos recibió en mangas de camisa, apestando a alcohol y a tabaco y fingiendo prestar atención a las
reivindicaciones que exponíamos. Nos fuimos enfurecidas, por el argumento machista que dio para rechazar nuestras peticiones, y que prefiero no reproducir.
Saldada la cuenta contraída con los señores, después de enviar un último giro
postal a España, empecé a vivir en el
vecindario del Maspeth, y la sensación de
independencia y de libertad fue un pleno
desahogo. El objetivo siguiente era cambiar de empleo. Así que, un día pregunté
a uno de los proveedores, que siempre se
entretenía charlando en la cocina con quienes estuviéramos, si necesitaba personal. Se me
daban bien las cuentas y, además, era responsable y formal. Me comentó que, en
el supermarket donde he desarrollado
casi toda mi vida laboral, buscaban cajera. Muchas noches, de regreso a casa,
me he preguntado si esa era la finalidad del viaje tan largo que había
emprendido, si el destino guardaría para mí algo más jugoso, reconfortante,
tranquilo, menos gris. No lo sé. Elegimos a
tontas y a locas, sin meditar las probables consecuencias, lo que hace que no
estemos preparados para asumir que, equivocarse o acertar, son sólo conceptos
que cada cual gestiona como buenamente sabe y puede. Las cosas nunca son como
imaginamos, porque lo hacemos bajo el prisma de
la información que manejamos en cada momento. A Carlota no le gusta verme tan
concentrada. Esto de escribir lo lleva bastante
mal. Cierro el cuaderno y lo dejo junto al
lápiz. Me tumbo en el sillón y le hago sitio. ¡Si
supiera acariciarte…!”.
Eric Coleman
se ha citado con una prostituta en un hotel en el Bronx. No lleva encima
identificación alguna por si le roban, solamente un par de billetes de $100 para pagar el servicio, la tarjeta MetroCard del
transporte público y unas gotas de colonia que al poco de ponerla le resultó
empalagosa. Ralph sigue con el alma en vilo por si es el próximo en engordar la
lista del paro. Creemos que Bobby se ha echado novia, porque
anda por las nubes alelado. Y la violencia en Estados Unidos sigue creciendo. Acaba de producirse otro asesinato masivo: un exalumno de una escuela secundaria de Miami entra
con un rifle y deja a su paso una docena de muertos y otros tantos heridos. La
vida, que no da tregua…
Dieciséis días después de la segunda quincena de marzo.
La llegada del hombre ala Luna hizo
temblar los cimientos de nuestro planeta, corriendo
como la pólvora el interrogante de: ¿y si no estamos solos y hay que repartir
el pastel? El 16 de julio de 1969 teníamos los
ojos puestos en las televisiones que emitían en directo desde cabo Kennedy,
Florida, donde el Apolo 11 sería
impulsado al espacio por el cohete Saturno V. La imagen de los astronautas Neil
Armstrong, Edwin Aldrin y Michael Collins, enfundados en sus trajes espaciales, daba la vuelta al mundo, regalando planos cortos de
sus sonrisas destellantes como signos de victoria. En esa época salía con un
novio −muy soso, la verdad− más interesado en
beber cualquier líquido que contuviera un grado de alcohol importante que en
practicar sexo, lo cual me daba igual. Por eso, el día del alunizaje, nosotros
estábamos en el vecindario de Woodlawn, en el Bronx, tomando pintas de cerveza
en la taberna irlandesa Arthur &
Brigitta, descendientes de emigrantes que escaparon a tiempo de La Gran Hambruna. El
local era pequeño pero acogedor, con muchas sombras y poca iluminación,
perfecto para los solitarios. Vigas de madera transversales sostenían el techo, del que pendían jarras de vidrio y cintas de colores
verde, blanco y naranja, en honor a la bandera de su país de origen. Las
paredes estaban cubiertas con fotografías de personajes famosos y anónimos que
pasaron por allí. Acodados a la sólida barra, testigo
de tantas penurias, los presentes aliviábamos la derrota evadidos con la música
country de Kris Kristofferson, entregados al vacío de la lengua pastosa, al
terraplén por el que caeríamos sin problema de no ser porque quedarse tonto
acojona bastante. Ahí estábamos, repatriados en lo individual y ajenos por
voluntad propia al hecho sin precedentes que marcaría, sin duda, un punto y
aparte en nuestras vidas, y en los libros de Historia.
Dieciséis días después de la segunda quincena de marzo.
La llegada del hombre a
“Nueva York. Dieciséis días después de
la segunda quincena de marzo. Lejos del glamur de Manhattan, muy bien paseado
por las estrellas del cine, el Maspeth se me antojaba lo más parecido a una
pequeña capital de provincias, con lo más imprescindible como para no tener que
desplazarse a otros distritos. Sin embargo, me sentía forastera incluso en la casa
donde vivo −me duele no haber sido capaz de hacer hogar, ni siquiera con la
llegada de Carlota que ya conté aquí−. Oímos la palabra refugiado y rápidamente lo
asociamos a tres conceptos: conflicto bélico, huir de la miseria o estar en busca y captura por las ideas políticas. Desde
que salí de la aldea he dado muchas vueltas a esto. De alguna manera, y
salvando todo tipo de distancias, también vine a este país pidiendo asilo,
aunque mis motivos no estuvieran tipificados. −Hago un alto en la escritura y llamo
a Ralph por teléfono. Bobby no ha dejado de
ladrar en las últimas dos horas. Estoy preocupada. Nada, no contesta−. Los
primeros meses en el supermarket
fueron complicados. Elaboré listas mentales a
dos columnas: en una el precio, en la otra el
artículo. Así, relacionando nombre y objeto, aprendí
las primeras palabras en inglés. En general di con buenas compañeras, pero, como ya he apuntado en otras ocasiones, ni tomo ni
doy confianza. Todo era nuevo, grande, diferente, ordenado… Yo venía de un
espacio gris y oprimido, con un precario sentido del respeto −y no me refiero
sólo a lo personal−, en el que las normas que
rigen la convivencia cívica brillaban por su ausencia. Pondré un ejemplo: me
costó asimilar que, para transitar por las
aceras entre tanta gente, había que respetar la
circulación de doble sentido y no invadir el carril contrario. Una vez, en el
barrio de Corona, cruzando Martense Ave con 53-98 108th St, por poco me
atropella un carro −todo un Cadillac
de 1950, descapotable−. Aún no controlaba los indicadores
del semáforo y resultaba un lío Don’t Walk. ¿Cruzo
o me paro? Opté por lo segundo y forcé un frenazo en seco. No fue la única vez
que salvé la vida por los pelos… Ahora, con la edad, y adoptadas muchas
costumbres neoyorquinas, sentiría desamparo en otro lugar, porque tengo la piel
hecha a estas calles, a los edificios de ladrillo rojo con escaleras de
incendio rompiendo la monotonía de las fachadas, a la capa de asfalto
desconchada por los bordes de tanto uso, a la oquedad de los portales dejando a
la intemperie la pasión de los amantes, a los contrastes de Tribeca y el SoHo,
a las luces de neón que pestañean en la noche y al gusto de cruzarme con Woody
Allen por Prospect Park cuando regresa a Brooklyn, por
donde pasean sus raíces judías. La gata
me adivina el pensamiento y se aparta a un lado del pasillo. Alarmada −ella
también lo está−, cojo de abrigo lo primero que encuentro y pulso el botón de
bajada. Salgo del ascensor y Bobby reconoce mis pasos. Ladra, ya enloquecido,
pero ninguna palabra es capaz de consolarlo. Entonces, la posibilidad de perder
lo único bueno que he tenido pone en marcha
toda la maquinaria de búsqueda…”.
‘¿Qué tal la semana, Maura? ¿Algo destacable?’. ‘He recibido carta de España. No sé cómo habrán localizado la dirección −callo unos segundos y cambio de postura−. La nieta mayor de mi hermano pequeño, que como no encuentra trabajo de lo suyo −no sé lo que es ni me importa−, al enterarse de la existencia de una tía en América, ha pensado que quizá aquí tendría más suerte. No te jode, no se han preocupado de saber en todo este tiempo si estoy viva o muerta, y ahora quieren aprovecharse. ¡Ni hablar! ¡Esa mocosa no sabe con quién se la juega!’. ‘¿Has respondido?’. ‘¡Qué dices, ni pienso! Es más, como aparezca la pongo de patitas en la calle y, ¡a buscarse la vida!, como hemos hecho los demás. No cuenta nada de su abuelo. Tampoco tengo gran interés, pero coño, ya que escribes, expláyate algo más, ¿no?’. ‘¿Qué te gustaría saber?’ −encuentro a Eric entusiasmado, como con otras ganas−. ‘Nada en particular. ¿Cómo crees que me recordarán?, no digo ella, sino mis hermanos. La verdad es que a estas alturas eso carece de sentido. Conservo en la memoria un episodio de cuando tendría siete u ocho años. Merodeaban por la aldea una camada de lobos. Cada amanecer traía un paisaje dantesco: animales muertos, destrozos y mucho miedo. El silencio de la noche en campo abierto intensificaba los aullidos, y el pánico a que entraran dentro me impedía descansar. Una vez, con la última cucharada del estofado de alubias blancas que tocaba en la cena, busqué algo de cariño en aquella mesa y un poco de complicidad para protegerme. Era imposible dejar una luz en el dormitorio de los niños para espantar a los fantasmas, así que metí la cabeza debajo de la almohada y crucé los dedos. No fue suficiente, veía y oía cosas muy raras. Llegué a oscuras hasta la habitación de los chicos, trepé a lo alto de la cama y me hice hueco entre los dos cuerpos, ya inertes y roncando. Pero madre, casi en volandas, me devolvió a la austeridad de mi dormitorio, al arrepentimiento de haber vulnerado el espacio de ellos, a la inferioridad de mi clase, de mi género, a la nulidad como ser humano libre e independiente. Sin embargo, he comprendido que su propósito era hacer de mí el espejo de sus frustraciones’. −Respiro hondo para amainar el dolor intenso que casi me ahoga−. ‘Lo que somos, nuestro presente, está conectado por un hilo invisible al pasado. Las primeras imágenes que tenemos de la infancia dan muchas pistas para trabajar según qué aspectos de la personalidad. Maura, el proceso que estás haciendo de psicoanálisis, no sólo en terapia, es un ejercicio de aprendizaje de ti misma. Tal vez tengamos que trabajar eso. Llegados a este punto, ¿qué ves ahora? A tu entender, ¿cuáles son las diferencias que resaltarías?’. ‘Pues, además de envejecer a pasos agigantados, tengo la sensación de haber aflojado algunos corchetes en la faja’. ‘Fenomenal. Lo dejamos ahí. Sigue en el cuaderno’.
‘¿Qué tal la semana, Maura? ¿Algo destacable?’. ‘He recibido carta de España. No sé cómo habrán localizado la dirección −callo unos segundos y cambio de postura−. La nieta mayor de mi hermano pequeño, que como no encuentra trabajo de lo suyo −no sé lo que es ni me importa−, al enterarse de la existencia de una tía en América, ha pensado que quizá aquí tendría más suerte. No te jode, no se han preocupado de saber en todo este tiempo si estoy viva o muerta, y ahora quieren aprovecharse. ¡Ni hablar! ¡Esa mocosa no sabe con quién se la juega!’. ‘¿Has respondido?’. ‘¡Qué dices, ni pienso! Es más, como aparezca la pongo de patitas en la calle y, ¡a buscarse la vida!, como hemos hecho los demás. No cuenta nada de su abuelo. Tampoco tengo gran interés, pero coño, ya que escribes, expláyate algo más, ¿no?’. ‘¿Qué te gustaría saber?’ −encuentro a Eric entusiasmado, como con otras ganas−. ‘Nada en particular. ¿Cómo crees que me recordarán?, no digo ella, sino mis hermanos. La verdad es que a estas alturas eso carece de sentido. Conservo en la memoria un episodio de cuando tendría siete u ocho años. Merodeaban por la aldea una camada de lobos. Cada amanecer traía un paisaje dantesco: animales muertos, destrozos y mucho miedo. El silencio de la noche en campo abierto intensificaba los aullidos, y el pánico a que entraran dentro me impedía descansar. Una vez, con la última cucharada del estofado de alubias blancas que tocaba en la cena, busqué algo de cariño en aquella mesa y un poco de complicidad para protegerme. Era imposible dejar una luz en el dormitorio de los niños para espantar a los fantasmas, así que metí la cabeza debajo de la almohada y crucé los dedos. No fue suficiente, veía y oía cosas muy raras. Llegué a oscuras hasta la habitación de los chicos, trepé a lo alto de la cama y me hice hueco entre los dos cuerpos, ya inertes y roncando. Pero madre, casi en volandas, me devolvió a la austeridad de mi dormitorio, al arrepentimiento de haber vulnerado el espacio de ellos, a la inferioridad de mi clase, de mi género, a la nulidad como ser humano libre e independiente. Sin embargo, he comprendido que su propósito era hacer de mí el espejo de sus frustraciones’. −Respiro hondo para amainar el dolor intenso que casi me ahoga−. ‘Lo que somos, nuestro presente, está conectado por un hilo invisible al pasado. Las primeras imágenes que tenemos de la infancia dan muchas pistas para trabajar según qué aspectos de la personalidad. Maura, el proceso que estás haciendo de psicoanálisis, no sólo en terapia, es un ejercicio de aprendizaje de ti misma. Tal vez tengamos que trabajar eso. Llegados a este punto, ¿qué ves ahora? A tu entender, ¿cuáles son las diferencias que resaltarías?’. ‘Pues, además de envejecer a pasos agigantados, tengo la sensación de haber aflojado algunos corchetes en la faja’. ‘Fenomenal. Lo dejamos ahí. Sigue en el cuaderno’.
Ralph trae la cara magullada y lo que
en principio parece el zigzag de una ceja partida. Aunque cierre los ojos, reconozco el perfil de su figura como si surgiera
por delante de dos faros que deslumbran a lo lejos: los andares vencidos
arrastrando los pies, la lentitud de las caderas cuando avanza y la comisura
izquierda de los labios arqueada por la forma del cigarrillo. Es él, me lo dice
el corazón más que la vista. ‘Otro susto
como éste y no te hablo, cabronazo’ −suelto, abrazada a él−. ‘Ay, Maurita. Eran unos “guajes” que no
levantaban un palmo −suspende la mano en el aire a la altura de la cintura
y señala−, y mira qué tunda de palos
me han dado porque no les habían cambiado las toallas. Y claro, hemos pagado los
platos rotos los recepcionistas’. ‘¿Vienes
del hospital? ¡Haberme llamado!’. ‘Sí.
Bueno, no quería preocuparte. La cosa se ha complicado un poco y han
explorado a fondo un dolor que tengo en la espalda. Nada importante,
antinflamatorios y confiar en que mitigue lo antes posible. ¿De verdad temías
por mí?’ −dice con lágrimas−. ‘No te
hagas ilusiones, era por la molestia de tener que llamar
a la policía para que arrestaran a tu perro’ −se coge del costado
amortiguando la risa−. Bobby, educado en la generosidad y exento de rencor,
salta de alegría al vernos aparecer. Hombre y mascota se funden en un abrazo. Contemplo la escena mientras limpio varios charcos
de orines con una bayeta, y, sin hacer ruido,
para que no se distraigan, les dejo disfrutando de su intimidad. La gata está
en mitad del salón jugando con su pelota de goma, en el mismo sitio donde se había
quedado. ‘Ven conmigo, Carlota’ −doy
pequeños toques en el sofá para que suba−. Obediente, con la cabeza sobre mi muslo, se enrosca tan pegada que noto sus
palpitaciones, y me siento afortunada por tenerla.
E.J. ha cocinado una excelente carne
de vacuno, con compota de manzana como
acompañamiento, y tiene previsto ver una reposición de Adivina quién viene esta noche, con Spencer Tracy y Katharine Hepburn, entre
otros. Pero la inesperada visita de alguien
alterará sus planes…
Segundo día de la segunda quincena de abril.
Una semana después de celebrarse la fiesta de Halloween en 1989 cae el Muro de Berlín, todo un baluarte del siglo XX. Este hecho significó el comienzo de la abolición fronteriza entre ciudadanos de una misma capital, y también la decadencia de un imperio que agonizó con la dimisión forzada de Erich Honecker, hasta entonces jefe del Estado de la extinta República Democrática de Alemania. Familias enteras rebosantes de alegría, separadas durante más de veinte años, convirtieron Checkpoint Charlie −zona de control estadounidense con la soviética, popularizada en muchas películas de espías− en una parcela de júbilo para el reencuentro. La ciudad se llenó de turistas dispuestos a no perderse el acontecimiento histórico. Enseguida surgieron tenderetes donde ofrecían souvenirs de hormigón grisáceo y cilindros deformes y oxidados que bien podrían ser la antigua carcasa de alguna bala. Dicho período fue sin duda un avance para la humanidad, pero al mismo tiempo aparecían los primeros brotes de un cierto retroceso en el horizonte mundial, ya que, justo un lustro después de correr la esperanza por las calles de Europa, el gobierno de Bill Clinton ordenó levantar una valla de seguridad contra la inmigración ilegal entre Estados Unidos y México, que hoy sigue dejando un reguero… Recuerdo la curiosidad en el vecindario por visitar un mural formado por tres secciones del llamado Telón de acero, en el jardín de la Sede General de las Naciones Unidas, un regalo del país germano a la city de los rascacielos. Esa vez la idea de ver aquel pedazo de muralla me atraía. No entiendo de arte, menos de graffitis, pero sí del sufrimiento de las personas, por lo que intuyo que, dentro de esa orfebrería hecha de cemento, ha de haber mucho desconsuelo. Camino de Brooklyn, en metro, a terapia, decido contarle a Eric esta reflexión. Al final del vagón, un homeless sin rumbo fijo, que se pasa el día de un convoy a otro, se desploma en el suelo. Nadie mira, nadie se inmuta, nadie le atiende…
Segundo día de la segunda quincena de abril.
Una semana después de celebrarse la fiesta de Halloween en 1989 cae el Muro de Berlín, todo un baluarte del siglo XX. Este hecho significó el comienzo de la abolición fronteriza entre ciudadanos de una misma capital, y también la decadencia de un imperio que agonizó con la dimisión forzada de Erich Honecker, hasta entonces jefe del Estado de la extinta República Democrática de Alemania. Familias enteras rebosantes de alegría, separadas durante más de veinte años, convirtieron Checkpoint Charlie −zona de control estadounidense con la soviética, popularizada en muchas películas de espías− en una parcela de júbilo para el reencuentro. La ciudad se llenó de turistas dispuestos a no perderse el acontecimiento histórico. Enseguida surgieron tenderetes donde ofrecían souvenirs de hormigón grisáceo y cilindros deformes y oxidados que bien podrían ser la antigua carcasa de alguna bala. Dicho período fue sin duda un avance para la humanidad, pero al mismo tiempo aparecían los primeros brotes de un cierto retroceso en el horizonte mundial, ya que, justo un lustro después de correr la esperanza por las calles de Europa, el gobierno de Bill Clinton ordenó levantar una valla de seguridad contra la inmigración ilegal entre Estados Unidos y México, que hoy sigue dejando un reguero… Recuerdo la curiosidad en el vecindario por visitar un mural formado por tres secciones del llamado Telón de acero, en el jardín de la Sede General de las Naciones Unidas, un regalo del país germano a la city de los rascacielos. Esa vez la idea de ver aquel pedazo de muralla me atraía. No entiendo de arte, menos de graffitis, pero sí del sufrimiento de las personas, por lo que intuyo que, dentro de esa orfebrería hecha de cemento, ha de haber mucho desconsuelo. Camino de Brooklyn, en metro, a terapia, decido contarle a Eric esta reflexión. Al final del vagón, un homeless sin rumbo fijo, que se pasa el día de un convoy a otro, se desploma en el suelo. Nadie mira, nadie se inmuta, nadie le atiende…
E.J. siempre tuvo la ilusión de
aprender a bailar foxtrot. Cuando su esposa le animaba a hacerlo realidad, él
buscaba la excusa perfecta y convincente que a ella le hacía reír a carcajadas:
‘Dónde quieres que vaya con esta barriga y
la estatura que tengo ¿eh?’. Pero al quedarse solo se apuntó a la Swing Dance Bronx, una vez por semana,
en horario nocturno. Su pareja de baile es una pelirroja teñida, entrada en
años, extrovertida y con un aire extravagante que la hace diferente al resto de
alumnos. Están a gusto, sin profundizar en lo personal, hasta que cada uno se
va por su lado. Igual, más adelante… El entrecot de carne de vacuno, la compota
de manzana que lo complementa y una cerveza bien fría contra la sequedad de
garganta, rellenan la base de la bandeja que se lleva al sofá donde ve la
televisión. Aparecen, blanco sobre negro, los primeros títulos de crédito del film Adivina quién viene esta noche, a
la vez que retumba el timbre de la puerta en la desnudez del recibidor.
Contrariado, antes de desechar los cerrojos, comprueba que, recién salido del
váter, lleva abrochada la bragueta. Un guardia penitenciario, con una cicatriz
que parte su mejilla en dos, de la cárcel de mujeres Unidad Mountain View, en Gatesville, Texas, donde cumple condena la
hermana pequeña de Michelle, le trae un comunicado de la reclusa donde expresa
el deseo de verle antes de ser ejecutada con una inyección letal en menos de
una semana. Le entrega también una nota manuscrita en la que cuenta la
frustración que siente tras perder la apelación en la Corte Suprema de Justicia
de los Estados Unidos de América presentada por The Proyect Innocence −organización independiente sin fines de
lucro, cuyos abogados utilizan las pruebas de ADN para demostrar la inocencia
de quienes han sido injustamente condenados−. Mr. Coleman no puede negarse, y
estructura ya en su cabeza los detalles para el inminente viaje…
Ralph ha ido con Bobby a hacer footing a Central Park, y le he
prometido que a la vuelta iríamos a comprar el aspirador que necesita. Sin
embargo, el accidente del chihuahua ha puesto del revés todos nuestros planes.
‘Fíjate que vamos a menudo por ese mismo
sendero y nunca ha pasado nada, pero cuando me he dado cuenta tenía la
bicicleta encima. Podía haber sido muy lamentable’ −le acaricia debajo del
hocico−. ‘¿Cómo van las cosas en el
hotel?’. ‘Raras, Maurita, raras. Crece
el rumor de que tejen una maniobra para declararse insolventes y así echarnos
con una mano delante y otra detrás. No sé qué voy a hacer, la verdad. Si te enteras
de algo, lo que sea, me lo dirás ¿verdad?’. ‘Claro’. Carlota llama mi atención para que accione el mecanismo de
defensa, no sea que se tome la libertad de... ‘Bueno, es hora de irse, vosotras tendréis que descansar ya’. ‘Eso es. Hasta mañana’. Sin dar pie a
alargar más la charla, coge al perro en brazos con mucho cuidado de no lastimar
la pata vendada. Echo la cadena antirrobo y susurro que todos tenemos problemas…
y nos los tragamos, coño.
“Nueva York. Segundo día de la primera
quincena de abril. Se me antoja que si existe en el mundo un lugar donde los
contrastes saltan a la vista es aquí, en el país donde resido. Y no me refiero
sólo a las diferencias obvias: color de la piel de claro a oscuro o distritos
de altos alquileres pegados a otros arruinados en su deterioro, por citar dos
ejemplos, sino a las cosas terribles e inverosímiles a las que al final te
habitúas. Tomé por costumbre escuchar cada día un programa matinal mientras el
café y los huevos revueltos terminaban de hacerse. Una mañana emitieron la
entrevista realizada a la periodista Jennifer Toth, quien, cuando realizaba
prácticas en Los Ángeles Times,
encontró el material necesario para escribir quizá lo que en principio iba a
ser sólo un reportaje y se convirtió en el libro Mole people, donde narra con absoluto desgarro su experiencia al
ver que, en las líneas abandonadas del subterráneo, un grupo considerable de
personas vivían en condiciones infrahumanas. Gente sin control, sin número de
la seguridad social, sin normas, sin localizadores de ubicación, sin perfil en
las redes. En definitiva, topos
identificados como amenaza contra las instituciones. Aunque no puedo precisar
exactamente el año, estoy segura de que eso ocurrió en los noventa,
coincidiendo con la llegada al supermarket
del encargado que tantas putadas nos hizo, y quien se alió con el contable de
entonces −después resultó ser un estafador−. Afirmaban que los no nacidos en la
ciudad de los rascacielos éramos intrusos que otras superpotencias habían
destinado ahí para comerse el pan de sus hijos. Se burlaban de mí llamándome redneck, no sé si por la vestimenta o
porque llevaba escrito en la cara mi procedencia pueblerina. Lo cierto es que
se ganaron el desprecio de la mayoría. En una ocasión, cerca del tercer lunes
de febrero, cuando se celebra el Día del Presidente, que yo tenía mucha gente
en línea de caja y decía mecánicamente who’s
next para aligerar la cola, uno de estos dos personajes se acercó por
detrás y me dijo al oído que, por mucho que me empeñara en disimularlo, era residuo
de alcantarilla, como los indeseables que pueblan los suburbios bajo la
metrópoli. Tuve que hacer grandes esfuerzos para no graparle los testículos al
pantalón. Después, en casa, me puse a llorar como una perra…”.
‘Acomódate,
paya’. ‘Hola’. −Estrechamos las
manos−. ‘¿Qué tal la semana?’. ‘Igual que todas, nada destacable. Bueno, sí,
los celos de Carlota con Bobby. El chihuahua ha sufrido un accidente y estamos
volcados en él. Si vieras los arañazos que tengo. En cuanto nota que huelo a
perro la jodía se desquicia. Claro que, si yo fuera otra, acariciaría su panza
y asunto resuelto, pero no quiero que se ablande, después se sufre mucho. No sé
si lo que voy a decir tiene algún significado especial u otra lectura de las
contradicciones que me fluyen por dentro, pero según venía he pensado en las
murallas discriminatorias que desembocan en venganza, humillación o codicia,
levantadas por los seres humanos para marcar la diferencia entre privilegiados
y desdichados, adinerados y empobrecidos, por el solo hecho de haber nacido al
otro lado de una verja. Si mi infancia hubiera tenido un desarrollo normal,
identificaría la luz plomiza que aparece a la caída de la tarde con la
costumbre de los niños de la aldea a esa hora: asaltar la caja de hojalata
donde las madres guardaban los dulces caseros. Sin embargo, los recuerdos
personales de entonces están enturbiados por la huella de la correa de padre
estampada en algún lugar mullido de mi trasero. Había siempre una excusa, un
motivo para el castigo, una brusca apropiación de la paz y la ternura que
debería de haber tenido una niña de esa edad, con todas las dificultades de la
época, que eran muchas −tomo aliento, Eric permanece callado hasta que
reanudo el monólogo−. Es tristísimo
confesar las veces que me han dado ganas de prenderle fuego a la casa cuando
estaban todos, huir monte a través y sepultar así mi tortura bajo las cenizas.
Mas no era como ellos, ni quería acarrear con esa culpa el resto de mis días.
¿Cómo tenían valor para dormir a pierna suelta tratándome de esa forma? ¿Cómo
superar el rencor que durante años ha malgastado mi existencia? ¿Y si retirando
las capas necrosadas del corazón, para que sea más accesible, se garantiza que
no me van a hacer daño? De ese modo: ¿conduciría el final de mis días a un
estado más confortable?’ −la congoja impide que continúe−. ‘¿En tu opinión qué cambiarías?’. ‘No voy a seguir con esto, me tengo que ir.
No puedo…’. ‘Como prefieras. Déjate
llevar por tu instinto, Maura, eres demasiado dura contigo. No pasa nada por permitir
que le quieran a uno. Bueno, lo dejamos ahí. Todos merecemos otra oportunidad,
tú también. Piénsalo’.
Salgo a la Avenue
y el frío de la noche primaveral, que aún no se ha despojado del todo del
invierno, se cuela por los poros, apretando la prisa para llegar cuanto antes
al metro. Respiro fuerte y al expulsar el aire suelto por la boca partículas de
vaho. Me acuerdo de madre, de los gitanillos de la ladera del río, de las pocas
amigas que tuve, de las madrugadas, de la retirada de la luna acostada sobre
las llanuras y de las habladurías que incitan al sufrimiento en un sitio tan
pequeño. Veo las caras cansadas de quienes regresan de la larga jornada, de los
ancianos vencidos por el sueño, de las mujeres que no pueden disimular que
están en periodo de lactancia, de los estudiantes que piden a gritos su tiempo,
su espacio, un lugar para llevar a cabo el proyecto que les motiva a levantarse
cada mañana. Cierro los ojos, y, con la tranquilidad de saber que cada uno va a
lo suyo, acogida al anonimato de esta city
que respeto, alcanzo la serenidad dentro de mí. En el centro del andén se
agrupan viajeros con destino a Harlem. Me abro paso entre ellos, y cuento las
cuadras que me quedan para buscar consuelo en Carlota, que me recibirá con los
bigotes manchados de leche…
Cuarto día de la primera quincena de abril.
Puntual, a la hora prevista de llegada, toma tierra, en el Waco Regional Airport, el avión procedente de Nueva York donde viaja Eric Coleman, que desciende por las escaleras con un empedrado de sudor en la frente por el pavor que tiene a volar. Allí, en algún lugar recóndito del parking, aguarda un automóvil para llevarle cuarenta y dos millas más allá, a la prisión de mujeres Unidad Mountain View, ubicada a las afueras de la ciudad de Gatesville, en el Estado de Texas. Susan, su cuñada, violada en repetidas ocasiones, ha sido acusada del asesinato de su expareja, que apareció degollado en mitad de un descampado después de que mantuvieran una fuerte discusión. Y, aunque las pruebas periciales nunca fueron concluyentes, como no arrojaron otra posible vía de investigación, celebraron un juicio cargado de irregularidades, propiciando el veredicto irreversible de pena capital. Grupos de activistas se manifestaban a diario, bloqueando la puerta de entrada a la fortaleza, con pancartas y mensajes de viva voz pidiendo la abolición de la condena. Aprovechan cuando los medios están en directo para concienciar al resto de la sociedad y se unan a su lucha, ya que las estadísticas nos dicen que, una vez consumada la ejecución, un buen número de personas resultaron ser inocentes…
Décimo día de la primera quincena de abril.
John Lennon has been murder. John Lennon has been murder. John Lennon has been murder. ¡Han asesinado a John Lennon! ¡Han asesinado a John Lennon! ¡Han asesinado a John Lennon…!, voceaba desde su bicicleta el repartidor de periódicos mientras los lanzaba de uno a otro lado a las casas con jardín por las calles del condado de Queens. Lo recuerdo perfectamente. Era el 8 de diciembre de 1980 cuando Mark David Chapman puso fin a la vida del exbeatles y dio una segunda oportunidad al cómico Johnny Carson y a la actriz Elisabeth Taylor, ya que, según declaró en una entrevista concedida desde la cárcel de Attica en el estado de Nueva York, estaban los siguientes en la lista. Pero era mucho más fácil acceder al edificio Dakota, donde residía el creador de Imagine, que a las mansiones residenciales de los otros, por eso le situó en el centro de la diana. Siempre ha corrido el rumor de que el músico, defensor inagotable de la paz, tenía tan a flor de piel el activismo porque nació en medio de un bombardeo nazi en plena Segunda Guerra Mundial. Toda una leyenda que ojalá no olviden las nuevas generaciones. En la misma década ocurrieron otras cosas: las tropas iraquíes entraron en territorio iraní, España experimentó un cambio de gobierno con mayoría absoluta en la bancada de la izquierda, el electricista Lech Walesa −nacido en Polonia−, cofundó Solidaridad −primer sindicato libre en el Bloque de Este− y el escritor uruguayo Juan Carlos Onetti ganó el Premio Cervantes, por citar algunos acontecimientos de los muchos relevantes que hubo. En el Maspeth la consternación se contagiaba. Cientos y cientos de personas de distintos puntos del país caminaban en peregrinación hacia Manhattan, a la esquina noroeste de la calle 72 y Central Park West, donde, a pie de portal, esparcirían un altar con flores y mensajes solidarios para Yoko Ono y su hijo Sean Ono Lennon. Me quedé casi sola en el vecindario. De repente todo me pertenecía: el ámbar de los semáforos, las tejas de picos mordidos por las inclemencias del tiempo, las ventanas que no ajustaban y dejaban al descubierto las miserias íntimas, las pantallas gigantes donde los anunciantes exponían su zoco virtual para el consumo y el rugir de los bronquios del metro respirando al unísono conmigo. Lamentaba la desgracia ocurrida. Pero sin vecinos los bulevares quedaron desocupados de presencias molestas o no deseadas, dejando el horizonte limpio de caracteres indescifrables. Daba la impresión de que hasta los mendigos hubieran migrado de los callejones −conste que no me fastidian− a alguna flophouse alejada, dejando libre el pavimento para mi disfrute. Todo para mí: el sol, las avenidas, el aire y, también, en el mismo paquete incluido, los cartones grasientos que antes fueron, y lo serán mañana, la cama acolchada donde mullen proyectos que ya no cumplirán hombres y mujeres exhaustos con perfil harapiento…
Cuarto día de la primera quincena de abril.
Puntual, a la hora prevista de llegada, toma tierra, en el Waco Regional Airport, el avión procedente de Nueva York donde viaja Eric Coleman, que desciende por las escaleras con un empedrado de sudor en la frente por el pavor que tiene a volar. Allí, en algún lugar recóndito del parking, aguarda un automóvil para llevarle cuarenta y dos millas más allá, a la prisión de mujeres Unidad Mountain View, ubicada a las afueras de la ciudad de Gatesville, en el Estado de Texas. Susan, su cuñada, violada en repetidas ocasiones, ha sido acusada del asesinato de su expareja, que apareció degollado en mitad de un descampado después de que mantuvieran una fuerte discusión. Y, aunque las pruebas periciales nunca fueron concluyentes, como no arrojaron otra posible vía de investigación, celebraron un juicio cargado de irregularidades, propiciando el veredicto irreversible de pena capital. Grupos de activistas se manifestaban a diario, bloqueando la puerta de entrada a la fortaleza, con pancartas y mensajes de viva voz pidiendo la abolición de la condena. Aprovechan cuando los medios están en directo para concienciar al resto de la sociedad y se unan a su lucha, ya que las estadísticas nos dicen que, una vez consumada la ejecución, un buen número de personas resultaron ser inocentes…
E.J. realiza casi todo el trayecto
repasando la documentación obtenida sobre el caso, así como diferentes informes
de organizaciones internacionales muy sólidas que detallan minuciosamente el
hábitat de la sala de ejecuciones y también testimonios de algunos reos
narrando cómo pasan las últimas horas previas a la muerte. Hay quien dice que
si gozan de ciertos privilegios es para que el verdugo sacuda así el polvo del
remordimiento. También dejan testamento: qué hacer con el cuerpo, con las pocas
pertenencias atesoradas, cuál será el menú a elegir para la última comida, si
quieren o no la presencia de un sacerdote dispuesto a quedarse al otro lado de
la celda hasta que llegue la hora… A menos de quince minutos del destino le
pide al chófer que pare en la calzada, porque
respira con dificultad. Agacha la cabeza, se inclina un poco y vomita apenado.
Sin más conocimientos jurídicos, salvo los que le otorga el sentido común, está
convencido de la inocencia de la chica, a la que conoce por fotografías
familiares. El sonido de las rejas al cerrarse tras de sí activa un escalofrío
sobrecogedor por la columna vertebral, así como el tintineo de las llaves que
cuelgan del cinturón del guardia que le precede parece que anuncia la pronta
llegada de la parca. Su condición de psicoterapeuta le permite, como excepción,
estar en el mismo cuarto con la joven. Cuando de golpe abren la pesada puerta
se azara, mira al suelo y encuentra unos pies, más bien pequeños, arrastrando
la cadena que acorta la zancada. Entonces, ante él, aparece una mujer de estructura
exánime, pálida, con delgadez enfermiza, licuada herida en la dignidad, el pelo
casi rapado −seguro que para despoblar a los piojos− y el semblante bonachón y
sonriente de Michelle clonado en los gestos de su hermana…
Carlota vive rodeada de ruidos que ya
ni le molestan: mis gritos regañándola, el temblor del edificio cuando el metro
elevado atraviesa Queens, las bocinas del atasco permanente, el spanglish que cruza de lado a lado
nuestra calle o las chapas de refrescos con las que Bobby juega en el pasillo
del apartamento. En cambio, se acojona con la algarabía que levantan las
muestras de afecto. Por eso, cuando intuye que Ralph va a venir, se sube al
sillón con cierta dificultad, para colocarse entre nosotros. ‘Acabo de preparar coffee, ¿te apetece una
taza?’. ‘Sí, muchas gracias. Pero
rebájalo con agua, que lo haces muy fuerte’, −no digo nada, pero me hace
gracia−. ‘¿Cómo se te ha dado hoy?’.
‘Igual, Maurita, no encuentro trabajo, y
lo peor es que no sé cómo voy a pagar el próximo alquiler, con lo que saco como
“paseador de perros” no me alcanza’. ‘Siento
no poder ayudarte. ¿Regresarás a Kansas City?’. −Reconozco que realizo la
pregunta con una punzada en las entrañas−. ‘Haré
lo imposible para que eso no ocurra. Anoche estuve tomando copas con los
compañeros del hotel. Ya sólo falta por despedir a uno de ellos, los demás
estamos todos en la calle. Nos dijo que los últimos clientes se han visto
afectados en el servicio de habitaciones, vamos que han tenido que comprarse
hasta el papel higiénico’. ‘Pronto la
agencia donde lo contrataron se querellará con la cadena, quizá ya lo han hecho’.
‘A saber. ¡Qué pena, vamos a la deriva y
nadie pone remedio! Ayer hablé por teléfono con la madre de mi hijo, el chico
tiene problemas de autoestima. Ella dice que la culpa es mía por haber crecido
sin la figura de un padre, quiere llevarlo al psicólogo, y que como mi vida es
chévere he de mandar más plata, al menos la mitad de lo que cuesta. Figúrate la
papeleta. A ver cómo explico mi situación para no dar la falsa imagen de que me
desentiendo’. ‘No lo sé. Las mujeres
en esto solemos salir peor paradas, no digo que sea tu caso, pero vosotros lo
tenéis más fácil… Aunque desde luego soy la menos indicada para decir algo al
respecto’. ‘¿Tú también lo piensas?’.
‘Hace tiempo que dejé de pensar y de
opinar sobre aquello que no me atañe a mí en particular’. Ralph se ha ido
cabizbajo, y supongo que en parte decepcionado al no encontrar en mí mayor
complicidad o un compromiso de amistad mucho más sólido. Pero…
“Nueva York. Cuarto día de la primera
quincena de abril. 1972, año del llamado caso Watergate, ha quedado en las páginas de historia de los Estados
Unidos de América marcado por el mayor escándalo de espionaje y corrupción
gubernamental antes nunca visto, cuando cinco hombres muy cercanos a la
Administración del Partido Republicano irrumpieron en las oficinas del Comité
Nacional del Partido Demócrata. Al principio sólo fue una pequeña noticia que
pasó inadvertida, puesto que muy pocos lectores se fijaron en ella. Sin
embargo, cuando los desconocidos periodistas Carl Bernstein y Bob Woodward, del
The Washington Post, perseveraron en
su investigación, se encontraron con la información proporcionada por Garganta Profunda −Mark Felt, el
entonces número dos del FBI− sacando a la luz todo el entramado y ocupando
portada también en muchos periódicos internacionales, donde destacaron, a su
vez, el trabajo de ambos jóvenes que cumplieron la regla principal del
reporterismo: buscar la verdad. Todo ello condujo en 1974 a la dimisión de
Richard Nixon, el único presidente electo que ha renunciado a su cargo. No se
hablaba de otra cosa. En el vecindario del Maspeth bromeaban incluso con la
posibilidad de que cualquiera era susceptible de escuchas ilegales, aunque
también en esta década preocupaba mucho el incremento de la tasa de
criminalidad, afectando a toda la city,
especialmente a Harlem y al South Bronx, en los que doblar una esquina era un
peligroso ejercicio. Yo, a quien los disgustos despiertan el apetito, me di a
los Burritos de harina rellenos de
carne asada y frijoles refritos, que compraba en el carrito de comida ambulante
que la polaca más famosa del barrio de Greenpoint tenía a la altura del 161
Driggs Avenue con Humboldt St. También sufría arrebatos de nostalgia, por eso
iba a menudo a la Pequeña Polonia, y
no sólo por lo que ya he contado respecto a la granja Eagle Street Rooftop Farm, ubicada en una azotea, sino porque los
rasgos de sus calles, tiendas y viandantes me acercaban más a Europa, y por
consiguiente a España. Pero el calentón no duraba mucho. En cuanto al escenario
político, desde mi condición de aldeana inmigrante, no entendía muy bien lo que
pasó, y callaba en público, no fuera a haber por ahí perdido algún carcaj con
lanzas destinadas a terminar conmigo. No obstante, claro que tenía criterio
para comprender las cosas: simpatizar con lo contrario a lo que haría padre me
ponía en el buen camino…”.
E.J. lleva una camisa hawaiana que no
le he visto antes, en estampado chillón sobre amarillo intenso, tan ridícula
como la gafa de concha grande que se pone ahora −las redondas de siempre le
daban un aire más intelectual y quedaban mejor−. ‘Van a echar a Ralph del piso, está agobiado, hace dos meses que no paga
y... Su expareja quiere más dinero, total que se le junta todo’. ‘¿Preocupada?’. ‘No, sólo me apena. La semana pasada me preguntaste qué cambiaría de
ahora en adelante, y no supe dar respuesta. Hoy la tengo: la suspicacia que me
impide abrir el corazón, el enfado perenne por no haber disfrutado más de esta
ciudad de acogida y la postura fácil de no plantarle cara a las dificultades.
Eso sería lo sensato, pero la realidad es bien distinta porque, en cuanto meto
las manos entre las sábanas que me cubren, encuentro fajos de hierbas secas,
costrones de tierra que no me quito de encima y ese río que circula a mi lado,
en paralelo, por si olvido que en cualquier momento puedo tropezar y ahogarme.
¿Cómo separo lo que verdaderamente siento de la frialdad que me amortaja? He
vivido en el pasado mientras dejaba correr la vida, ¡la mía! He vivido el
rencor de otros mientras dejaba correr la vida. ¡La mía! He sido tirana y
desagradable con quienes han intentado acercarse y profundizar. ¿Te haces idea
de lo que es llegar a la vejez y estar vacía? No quiero que se vaya Ralph, pero
tampoco haré por impedirlo…’. ‘Imagino
cómo te sientes. Sin embargo me alegra que plantees cambios. Cuando las
personas proyectamos cosas nuevas, giros en el comportamiento, sin duda
significa ir a mejor’. ‘¿Cómo lo
hago, Eric?’. ‘Ya lo estás haciendo.
Nos vemos la próxima semana’. Abandono Brooklyn con sensación de lejanía,
como si no fuera yo la que camina metida en la carcasa de estas ropas pasadas
de moda y me separara un siglo de la primera consulta con Mr. Coleman. Levanto
la vista y observo que el sol empieza a ocultarse, que el metro pronto se
llenará de cansancio y que en las aceras de Manhattan los nuevos homeless, rondando la edad de la
infancia, insignificantes bajo los rascacielos, pedirán unos centavos con la
cara sucia de mocos mezclados con lágrimas…
Circula el rumor de que algunos
congresistas han acondicionado, dentro de sus oficinas en el Capitolio, un
pequeño espacio donde dormir, ya que afirman que no pueden permitirse el lujo
de mantener dos casas abiertas: la familiar en otro estado o ciudad y la
laboral en Washington D.C. Hay quien dice que eso no les convierte en ocupantes
ilegales, otra parte de la ciudadanía opina que sí, y algunos conocemos a alguien
que duerme en las salas de urgencias de los hospitales, en las estaciones de
metro o escondidos en stores open 24
hours, y que al menor descuido eso puede llevarlos a la cárcel. Pero son
sólo eso: gente normal, sin importancia…
Décimo día de la primera quincena de abril.
John Lennon has been murder. John Lennon has been murder. John Lennon has been murder. ¡Han asesinado a John Lennon! ¡Han asesinado a John Lennon! ¡Han asesinado a John Lennon…!, voceaba desde su bicicleta el repartidor de periódicos mientras los lanzaba de uno a otro lado a las casas con jardín por las calles del condado de Queens. Lo recuerdo perfectamente. Era el 8 de diciembre de 1980 cuando Mark David Chapman puso fin a la vida del exbeatles y dio una segunda oportunidad al cómico Johnny Carson y a la actriz Elisabeth Taylor, ya que, según declaró en una entrevista concedida desde la cárcel de Attica en el estado de Nueva York, estaban los siguientes en la lista. Pero era mucho más fácil acceder al edificio Dakota, donde residía el creador de Imagine, que a las mansiones residenciales de los otros, por eso le situó en el centro de la diana. Siempre ha corrido el rumor de que el músico, defensor inagotable de la paz, tenía tan a flor de piel el activismo porque nació en medio de un bombardeo nazi en plena Segunda Guerra Mundial. Toda una leyenda que ojalá no olviden las nuevas generaciones. En la misma década ocurrieron otras cosas: las tropas iraquíes entraron en territorio iraní, España experimentó un cambio de gobierno con mayoría absoluta en la bancada de la izquierda, el electricista Lech Walesa −nacido en Polonia−, cofundó Solidaridad −primer sindicato libre en el Bloque de Este− y el escritor uruguayo Juan Carlos Onetti ganó el Premio Cervantes, por citar algunos acontecimientos de los muchos relevantes que hubo. En el Maspeth la consternación se contagiaba. Cientos y cientos de personas de distintos puntos del país caminaban en peregrinación hacia Manhattan, a la esquina noroeste de la calle 72 y Central Park West, donde, a pie de portal, esparcirían un altar con flores y mensajes solidarios para Yoko Ono y su hijo Sean Ono Lennon. Me quedé casi sola en el vecindario. De repente todo me pertenecía: el ámbar de los semáforos, las tejas de picos mordidos por las inclemencias del tiempo, las ventanas que no ajustaban y dejaban al descubierto las miserias íntimas, las pantallas gigantes donde los anunciantes exponían su zoco virtual para el consumo y el rugir de los bronquios del metro respirando al unísono conmigo. Lamentaba la desgracia ocurrida. Pero sin vecinos los bulevares quedaron desocupados de presencias molestas o no deseadas, dejando el horizonte limpio de caracteres indescifrables. Daba la impresión de que hasta los mendigos hubieran migrado de los callejones −conste que no me fastidian− a alguna flophouse alejada, dejando libre el pavimento para mi disfrute. Todo para mí: el sol, las avenidas, el aire y, también, en el mismo paquete incluido, los cartones grasientos que antes fueron, y lo serán mañana, la cama acolchada donde mullen proyectos que ya no cumplirán hombres y mujeres exhaustos con perfil harapiento…
Susan toma asiento apoyando las manos
sobre los reposabrazos de la silla y con un gesto de dolor en su rostro como si
tuviera varios huesos rotos. Les separa una mesa fronteriza testigo de
incalculables conversaciones entre abogado y cliente, y, sobre la misma, dos
vasos de plástico y una jarra con agua de apariencia no potable. E.J. −nunca se
había visto en otra igual− saca la libreta y el lapicero que siempre lleva
consigo, cruza las piernas y adopta la postura de psicoanalista que tan bien se
le da poner, pero pronto entiende que no va a necesitar ninguna de esas
herramientas. A su espalda hay una ventana enrejada que da al patio donde las
reclusas pasean, juegan a baloncesto o simplemente no hacen nada. Se levanta
para mirar a las presas desenvolviéndose al aire libre, pero, antes de hacerlo,
observa que su cuñada tiene los tobillos atrapados con grilletes sujetos al
suelo. Mr. Coleman rompe el hielo: ‘he
leído con bastante atención el informe donde supuestamente se fundamenta tu
condena, y desde luego hay sobrados indicios que demuestran irregularidades
llevadas a cabo durante la instrucción y posterior encarcelamiento. Por ello,
teniendo en cuenta que solo han manejado hipótesis que te situaban en la escena
del crimen, yo creo que un buen letrado podría tirar de ese hilo y sacarte de
aquí. Por el dinero no te apures, los gastos corren de mi cuenta’.
−Chasquea los nudillos y dice−: ‘No has
recorrido más de mil ochocientas millas para eso…’.
“Nueva York. Décimo día de la primera
quincena de abril. El veterinario dice que Carlota tiene degeneración de la
retina y que se va a quedar ciega a pasos agigantados. Por eso pierde, a
menudo, el sentido de la orientación, entrando en zafarrancho de combate: ella
desordena los papeles, yo los recoloco, y, mientras, revivo viejas historias
olvidadas en el tiempo. El 5 de septiembre de 1987, en Estados Unidos, abrían
todos los informativos con la esperanzadora noticia de que Ben Carson −lástima
que haya cambiado el bisturí por la política−, principal cirujano de un
numeroso equipo de profesionales, tras una intervención de veintidós horas,
consiguió separar a los gemelos siameses, de siete meses, Patrick y Benjamin
Binder, unidos por la parte superior de la cabeza… La hija de una compañera del
supermarket, que estudiaba en la
Facultad de Medicina de la Universidad de Michigan, nos contó que esa
malformación congénita se llamaba craneópagos.
La palabra asusta cuando llevas más de un gin-tonic
navegando por el cuerpo, pero después meditas lo que es en sí, y… Me viene a la
memoria −sin hacer comparaciones− la imagen de un forastero que se paseaba por
aldeas y ferias exhibiendo a una oveja nacida con doble hocico, y cuya
explotación le reportaba sabrosos beneficios. Una vez, entrada la fría luz de
la mañana, todavía bajo los efectos de una niebla de textura espesa, la pobre,
cansada de ser el hazmerreír del espectáculo, amaneció sumida en la profundidad
de un sueño del que ya nunca despertó. Hoy lo pienso y soy consciente de lo
cruel que pude llegar a ser, imaginando, divertida, a mis hermanos a cuatro
patas, amaestrados por padre y madre con trajes de domadores, metidos dentro de
la misma jaula, y a mí guardando en la cesta los huevos de la gallina de oro
ganados a costa de ellos. Luego, de vuelta al mundo real, mondando patatas en
la cocina, preguntaba por qué había personas que explotaban las desgracias de
otros. ‘¡Mira la jodía mocosa ésta,
habrase visto la descarada, anda y ve a darle de comer a los animales o te meto
una somanta palos que verás…!’, −decía aquella voz ronca, de fumador
empedernido, que tanto me acobardaba”.
‘¿Qué
tal la semana, Maura?’. ‘¡Puf!,
aburridísima’. ‘¿Y eso?’. ‘Te advierto que tengo pocas ganas de hablar,
E.J. ¿Tú crees que, cuando hacemos balance de lo que ha sido el conjunto de
nuestra vida, significa que el tiempo de descuento ha empezado a correr?’.
‘Lo hemos comentado otras veces: es poner
en su sitio determinadas cosas que, para bien o para mal, han marcado nuestra
existencia’. ‘Ya, pero es un
sufrimiento que revuelve las tripas hasta vomitar’. ‘Bueno, tómalo mejor como un ejercicio saludable. Juzga por ti, que la
primera vez que te sentaste en ese sillón estabas perdida, y mira cuánto has
prosperado’. ‘Hace años, en un
pub-jazz en el corazón de Harlem, había una anciana que, a cambio de un trago
de ron, te leía el porvenir arrinconados en un pequeño altar hecho con
eslóganes escritos en caligrafía infantil y montado en la zona de lavabos.
Todavía recuerdo algunos de ellos: “El dinero es siempre de otros”, “El
infierno te persigue, no te engañes, todo se acaba”, o “La utopía es eso de lo
que hablan los poetas”. Un domingo por la tarde, harta de beber sola, cogí una
botella de licor barato y fui hasta su improvisada oficina. Sentía curiosidad
por saber cuánto de cierto había en las predicciones que hacía, y si manejaba
suficientes datos como para hablar del pasado de cada uno. No sólo me asombró
la precisión con que daba cada detalle, sino su clarividencia explicando un
sepulcro de barro y hierba mojada sobre suelo escurridizo que yo asocié con el
bosque. Definió también a alguien como un ogro de nariz ancha y entrecejo
fruncido que trataba de arrancarme las entrañas, sólo podía ser padre... Desde
entonces he atravesado situaciones muy complicadas. Algunas fueron un presagio
suyo, pero la mayoría las he buscado o provocado yo misma’. ‘¿De qué manera…?’. −Dejo fluir un
silencio tan estrecho como un pasillo que hay que atravesar de costado−. ‘Carlota está perdiendo vista. Se pasa los
días deambulando ensimismada de un rincón a otro de la casa o presintiendo el
olor que llega a lo lejos de los tejados que conoce perfectamente. Me tiene
bien preocupada, porque ha dejado de rivalizar con Bobby, y de cazar regresando
a las tantas de la madrugada con el desahogo del amor acoplado al esqueleto. Sólo
maúlla y maúlla, hasta que vuelvo y husmea la suela de mis zapatos que traen
gotas de orines’. ‘¿Y si se queda
ciega qué harás?’. ‘¿No me irás a
decir que tengo que sacrificarla para que no sufra? De verdad que no os
entiendo. Pues no pienso arrebatársela, esa gata ha dado la vida por mí, es
generosa, buena compañera, mejor que muchos de nosotros’, −digo tajante y
decidida a concluir la sesión, pero Mr. Coleman se me adelanta−. ‘Bueno, lo dejamos ahí. Es interesante este
cierre de sentimientos: por un lado, colocas aquello que te importa por encima
de todo, y, por otro, te echas la culpa de ser la causante de determinadas
complicaciones acontecidas. Encuentra el nexo entre ambas vías, estoy
convencido de que lo hay, y quizá te aporte nuevas claves en el viaje interior.
A lo mejor necesito retrasar uno o dos días la cita de la próxima semana, tengo
pendiente un asunto personal que debo atender. Te llamaré más adelante para
confirmarlo’.
En los escalones de entrada a nuestro
edificio, encuentro el final de una mudanza, un hasta siempre que habrá barrido
las calorías quedadas en el hogar que fue y que las circunstancias y la mala
suerte han desmontado. Ralph, con la congoja corriendo por sus venas por si es
el siguiente en abandonar el inmueble, me sujeta del brazo no sea que tropiece
al sortear una caja. ‘¿De quién es todo
esto?, −pregunto señalando una cuna de recién nacido−. ‘De los McGregor, les acaban de desahuciar.
Ahí dormía la nieta’. ‘¡Cabrón de
casero!’. ‘¿De dónde vienes?’. ‘Del cine’. ‘¿Qué has visto?’. ‘Una
comedia, no recuerdo el título…’.
Tercera semana de un sofocante mes de julio.
Conmueve ver a la persona sin escapatoria, amarrada a una camilla en forma de cruz por varias correas que van desde las pantorrillas hasta un poco más abajo del pecho, y un montón de cables conectados entre sí por ventosas-electrodos que certifican el paro cardíaco cuando se produce. En algunos casos la expresión de la mirada transmite el sosiego que proporciona saber que pronto acabará el sufrimiento, pero la mayoría dejan entrever la incertidumbre y el miedo al posible dolor físico de la inyección letal. La cámara de ejecuciones está provista de varias ventanas: una da a la sala donde testigos seleccionados por el reo y periodistas acreditados para cubrir la noticia presencian el acto, otra para que los familiares de la víctima lo hagan también, y una tercera por donde el personal de prisiones comprueba que todo funciona correctamente. En el estado de Texas la hora señalada para hacerlo son las 6:00pm. Una jornada antes llega Mr. Coleman para estar con Susan. ‘De niña era puro nervio y me alteraba muchísimo si las cosas no sucedían al momento. La víspera de Santa Claus Michelle y yo hacíamos un pastel de cerezas que después nadie probaba, pero eso nos mantenía entretenidas’. ‘¿Cuánto falta?’. ‘Relájate. No lo pienses’. ‘Morir es lo de menos, esperar me consume. ¿Sabes qué preocupación me mantuvo en vela la primera noche que dormí entre rejas?’. ‘Dime’. ‘No estar segura de haber cerrado los grifos de casa? ¡Qué paradoja!, ¿verdad? Te arrancan la libertad y… Pero, fíjate que cuando tienes claro que no hay escapatoria, ni posibilidades de salir de prisión, la imaginación es un arma de doble filo a la que hay que manejar con absoluta destreza. Entonces surgen preguntas que en condiciones normales ni plantearías. Por ejemplo: ¿Crees que al sistema le importa en realidad cuántos inocentes vamos a pasar por la mesa de desguace? −nombre coloquial que le dan a la camilla−. ¿Es justo que buena parte de la sociedad respalde la aplicación de la pena capital precisamente para aquellos que le han robado la vida a sus víctimas? ¿Dónde quedan los principios democráticos de reinserción? Soy inocente, pero eso ya no importa. Tampoco usaré el discurso de apelación moral en cuanto a aquello de que “el fin justifica los medios”. Es decir, aunque mi expareja me violó en repetidas ocasiones y maltrató física y psicológicamente, eso no me da derecho a matarlo. No sé si explico con claridad lo que quiero decir’. ‘Perfectamente’. −Esa generosidad de razonamiento a Eric le recordó a su mujer−. ‘Pensarás que soy una egoísta, perdona por haberte hecho venir, pero necesito que me hagas un último favor’. ‘Tú dirás’. ‘Tengo cuatro pertenencias que no valen mucho: Un viejo coche, algunos muebles antiguos, una buena colección de vinilos y poco más que podrían dar algunos dólares. He hecho testamento y eres mi heredero. Quiero que lo vendas todo y se lo entregues a “Witness to Innocence”, la organización que viaja por todo Estados Unidos con exconvictos condenados a la pena de muerte por crímenes que no cometieron y finalmente puestos en libertad. Se reúnen en granjas dos veces al año, van acompañados por sus familiares y amigos, disfrutan de la meditación, comparten experiencias y ayudan a los más vulnerables a salir del atolladero. A la caída de la tarde, en torno a una barbacoa, liberan también el miedo a lo que les deparará el futuro. No sé si admiten donativos, pero yo quiero colaborar de alguna manera’. ‘Lo haré, te lo prometo’, −confirma E.J.−. ‘Otra cosa. Quiero que viajes a Richmond, Virginia, compres un regalo y lo lleves a la dirección que pone aquí −enseña un trozo de papel garabateado−. La nieta de una compañera del corredor va a tener una hija y hace su “baby shower”, dáselo en mi nombre’. Absortos en la conversación no escuchan las fuertes pisadas que provienen de la galería, sólo se dan cuenta y sobresaltan al irrumpir varios Corrections Officer para llevarse a Susan y así poner en marcha el protocolo. La cara desencajada del psicoanalista, la palidez en la expresión de los hombres y de las mujeres de la prensa que observan estupefactos, las luces que con efecto dominó se apagan una por una y un silencio tan cortante como cuchillos lanzados al aire, aseguran que todo ha terminado.
Tercera semana de un sofocante mes de julio.
Conmueve ver a la persona sin escapatoria, amarrada a una camilla en forma de cruz por varias correas que van desde las pantorrillas hasta un poco más abajo del pecho, y un montón de cables conectados entre sí por ventosas-electrodos que certifican el paro cardíaco cuando se produce. En algunos casos la expresión de la mirada transmite el sosiego que proporciona saber que pronto acabará el sufrimiento, pero la mayoría dejan entrever la incertidumbre y el miedo al posible dolor físico de la inyección letal. La cámara de ejecuciones está provista de varias ventanas: una da a la sala donde testigos seleccionados por el reo y periodistas acreditados para cubrir la noticia presencian el acto, otra para que los familiares de la víctima lo hagan también, y una tercera por donde el personal de prisiones comprueba que todo funciona correctamente. En el estado de Texas la hora señalada para hacerlo son las 6:00pm. Una jornada antes llega Mr. Coleman para estar con Susan. ‘De niña era puro nervio y me alteraba muchísimo si las cosas no sucedían al momento. La víspera de Santa Claus Michelle y yo hacíamos un pastel de cerezas que después nadie probaba, pero eso nos mantenía entretenidas’. ‘¿Cuánto falta?’. ‘Relájate. No lo pienses’. ‘Morir es lo de menos, esperar me consume. ¿Sabes qué preocupación me mantuvo en vela la primera noche que dormí entre rejas?’. ‘Dime’. ‘No estar segura de haber cerrado los grifos de casa? ¡Qué paradoja!, ¿verdad? Te arrancan la libertad y… Pero, fíjate que cuando tienes claro que no hay escapatoria, ni posibilidades de salir de prisión, la imaginación es un arma de doble filo a la que hay que manejar con absoluta destreza. Entonces surgen preguntas que en condiciones normales ni plantearías. Por ejemplo: ¿Crees que al sistema le importa en realidad cuántos inocentes vamos a pasar por la mesa de desguace? −nombre coloquial que le dan a la camilla−. ¿Es justo que buena parte de la sociedad respalde la aplicación de la pena capital precisamente para aquellos que le han robado la vida a sus víctimas? ¿Dónde quedan los principios democráticos de reinserción? Soy inocente, pero eso ya no importa. Tampoco usaré el discurso de apelación moral en cuanto a aquello de que “el fin justifica los medios”. Es decir, aunque mi expareja me violó en repetidas ocasiones y maltrató física y psicológicamente, eso no me da derecho a matarlo. No sé si explico con claridad lo que quiero decir’. ‘Perfectamente’. −Esa generosidad de razonamiento a Eric le recordó a su mujer−. ‘Pensarás que soy una egoísta, perdona por haberte hecho venir, pero necesito que me hagas un último favor’. ‘Tú dirás’. ‘Tengo cuatro pertenencias que no valen mucho: Un viejo coche, algunos muebles antiguos, una buena colección de vinilos y poco más que podrían dar algunos dólares. He hecho testamento y eres mi heredero. Quiero que lo vendas todo y se lo entregues a “Witness to Innocence”, la organización que viaja por todo Estados Unidos con exconvictos condenados a la pena de muerte por crímenes que no cometieron y finalmente puestos en libertad. Se reúnen en granjas dos veces al año, van acompañados por sus familiares y amigos, disfrutan de la meditación, comparten experiencias y ayudan a los más vulnerables a salir del atolladero. A la caída de la tarde, en torno a una barbacoa, liberan también el miedo a lo que les deparará el futuro. No sé si admiten donativos, pero yo quiero colaborar de alguna manera’. ‘Lo haré, te lo prometo’, −confirma E.J.−. ‘Otra cosa. Quiero que viajes a Richmond, Virginia, compres un regalo y lo lleves a la dirección que pone aquí −enseña un trozo de papel garabateado−. La nieta de una compañera del corredor va a tener una hija y hace su “baby shower”, dáselo en mi nombre’. Absortos en la conversación no escuchan las fuertes pisadas que provienen de la galería, sólo se dan cuenta y sobresaltan al irrumpir varios Corrections Officer para llevarse a Susan y así poner en marcha el protocolo. La cara desencajada del psicoanalista, la palidez en la expresión de los hombres y de las mujeres de la prensa que observan estupefactos, las luces que con efecto dominó se apagan una por una y un silencio tan cortante como cuchillos lanzados al aire, aseguran que todo ha terminado.
Carlota, casi ciega, se orienta a
través del sonido de mi voz. Sin reflejos, y con el instinto de supervivencia
adormecido, se ve incapaz de pelear con Bobby para conservar el territorio que,
poco a poco, ha consolidado a mi lado. De un tiempo a esta parte Ralph nunca
llega antes de la hora de dormir. Cruzamos cuatro palabras correctas, aunque
debo decir que insustanciales, duda si contarme algo o no, y se lleva al
chihuahua que mordisquea mi falda pidiendo amparo con rebeldía. Espero para cerrar
hasta que baje el tramo de escaleras, pero a mitad de camino la sombra del
hombre que acecha en el descansillo le obliga a apretar el paso. Dejo a la gata
sobre su cama como quien acuesta al bebé recién amamantado, y disfruto de ese
momento de soledad, tan mío, cuando el vecindario, aparentemente, parece estar
quieto. Sin embargo, es en la madrugada cuando me despierta una fuerte
algarabía: cosas que se rompen al caer al suelo, insultos obscenos en tono alto
y carreras de quien se esconde detrás de un portazo. Y, alejado, como si
viniera de más allá del río Hudson, el llanto de un perro que emerge por las
alcantarillas como el vapor que a menudo se libera por ahí…
Eric presenta un cuadro completo de
congestión: fiebre, malestar generalizado, estornudos, ojos lagrimosos, bufanda
de lana enrollada a la garganta y la voz −como dice un cubano al que conozco
bien− haciendo surf en ola de whisky por la barra del cabaré. ‘Haber pospuesto la sesión si no te
encontrabas bien’. ‘Es un simple
catarro, nada que paralice mi actividad’. ‘En el metro ha pasado algo curioso: un chico vestido a lo “Hare
Krishna” ha entrado proclamando la reencarnación de las almas. Está bien como
metáfora o chute para quienes se lo creen, pero a la gente que maneja problemas
reales, que ni haciendo equilibrios llega a fin de mes, hombres y mujeres que
son la rueda de molino para que esto funcione, mensajes celestiales de este
tipo suenan a chino. Aunque tampoco pienses que he prestado mucha atención. Me
preguntaba si seré capaz alguna vez de perdonar a padre y a madre todo lo que
me hicieron sufrir. Te digo de verdad E.J., trato de encontrar una explicación
y…’. ‘Si los tuvieras ahora delante
¿qué les dirías?’. ‘Quizá
preguntarles si tenían la conciencia tranquila. Pero, fíjate que el paso de los
años, las cosas sucedidas, el desgaste que produce no hacer las paces consigo
mismo, simplificar las preocupaciones y no caer en la demagogia de la
posverdad, a estas alturas del partido creo que les perdonaría’. ‘Vengo observando el trabajo de restauración
personal que haces y, si analizamos tu afirmación anterior, el resultado es muy
visible, porque de ella se desprenden bastantes tramos de superación que ya has
abrochado. Debes sentirte orgullosa, y, a pesar de que el camino no ha sido
fácil, y de congratularme contigo, tal vez queda una de las etapas más
difíciles: reconciliarte con la vida’. ‘¡Qué
bien hablas, Eric! Yo lo que quiero es dejar de remar en contra. Te prometo que
estoy cansada y que necesito normalizar la memoria e intentar hacerlo después
con los sentimientos. Igual no lo consigo’. ‘Hace tiempo que has empezado. Todo tu mal humor, esos recelos, el
empeño por no parecerte a los tuyos, el inconfesable cariño que les tienes a
Carlota, Ralph y a Bobby, no son más que un escudo, un muro tras el que
escondes los chorros de humildad y de buenos sentimientos. Para la próxima
sesión…’, −no dejo que termine la frase−: ‘¡Quién sabe dónde estaremos!’.
“Nueva York. Tercera semana de un
sofocante mes de julio. En la era Trump, el 21 de enero de 2017, las calles de
la city se llenaron de una marea
multicolor que, a vista de pájaro, hermanaba con la convocada en Washington
D.C. y conocida como la Marcha por las
mujeres −la más multitudinaria desde la guerra de Vietnam− en defensa del
derecho a la salud pública, a la igualdad de las personas sea cual sea su
opción sexual, a la solidaridad con los inmigrantes, al pacifismo, a las
políticas sociales, a la enseñanza libre para todos… Y en contra de que el pez
grande se siga comiendo al chico, de la persecución a los refugiados, de la
violencia de género, de la invasión a otros países, de los políticos que ningunean
los efectos del cambio climático, de la explotación infantil en beneficio de
unos cuantos, de las entrevistas de trabajo a ellas fundamentadas en preguntas
que vulneran el espacio privado y de retroalimentar el odio entre los seres
humanos para que el enfrentamiento vaya in
crescendo. Hasta ese momento no había comprendido que la lucha del
movimiento feminista, demostrando mucha mano izquierda y un inteligentísimo
encaje de bolillos, arrancaba en la propia casa de uno reclamando idénticas
oportunidades para hembras y varones. Hoy siento que en aquella aldea inhóspita
donde nací, y de la que tanto hablo, también hubo, sin duda, quien se esforzó
para que los suyos tuvieran un futuro mejor al otro lado de las montañas.
Quizá, sin pretenderlo, esa ha sido la maquinaria que he puesto en marcha a lo
largo de la vida: abrirme hueco permeando por las esquinas de una sociedad que
siempre he creído al margen de mí. Al principio, cuando frecuentaba la little Spain de la Calle 14, un
trompetista de color al que Miles Davis le enseñó a tocar los primeros compases
afirmaba que la revolución de las women
estaba por llegar, y que temblaran aquellos que habían puesto en tela de juicio
su capacidad de gestión. Entonces, bailando unos pasos de claqué, se giraba
hacía mí diciendo: ‘Baby, muchas de tu
pueblo te seguirán…”.
La noche ha sido plomiza, pongo el
oído y escucho la fuerte respiración de Carlota, a la que le ha costado mucho
conciliar el sueño por los picores que tiene en la barriga. Me desvela el ruido
de sirenas, sin embargo cierro los ojos y me alivia comprobar que pasan de
largo…
Semana veintiocho, mes de julio.
Encabezada por los líderes estudiantiles, el 10 de mayo de 1968, “la noche de las barricadas”, una multitud indefinida de jóvenes, obreros y militantes políticos, cansados del autoritarismo, las costumbres impuestas y el acatamiento porque sí, se manifestó invadiendo el Barrio Latino de París, en la mayor protesta revolucionaria hasta entonces. Fue tal la repercusión internacional que en Polonia comenzó a producirse la caída de los soviets. Unos años antes, a 10.000 kilómetros, en la Universidad de Berkeley, −California−, al otro lado de la Bahía de San Francisco, se había iniciado el movimiento sureño de defensa de los derechos civiles. Nadie podía imaginar que la vida corriera tan deprisa. Grupos de izquierda agitaban la sociedad uniéndose a la lucha conocida como El cinturón del hambre, ya que en esos años acontecía una de las mayores sequías en todo el Sahel africano. Aquellos activistas protagonizaron un cambio social y generacional que sustenta los pilares de libertad que hoy disfrutamos, pero la memoria decae con el vértigo del presente y se empaña en la distancia.
Semana veintiocho, mes de julio.
Encabezada por los líderes estudiantiles, el 10 de mayo de 1968, “la noche de las barricadas”, una multitud indefinida de jóvenes, obreros y militantes políticos, cansados del autoritarismo, las costumbres impuestas y el acatamiento porque sí, se manifestó invadiendo el Barrio Latino de París, en la mayor protesta revolucionaria hasta entonces. Fue tal la repercusión internacional que en Polonia comenzó a producirse la caída de los soviets. Unos años antes, a 10.000 kilómetros, en la Universidad de Berkeley, −California−, al otro lado de la Bahía de San Francisco, se había iniciado el movimiento sureño de defensa de los derechos civiles. Nadie podía imaginar que la vida corriera tan deprisa. Grupos de izquierda agitaban la sociedad uniéndose a la lucha conocida como El cinturón del hambre, ya que en esos años acontecía una de las mayores sequías en todo el Sahel africano. Aquellos activistas protagonizaron un cambio social y generacional que sustenta los pilares de libertad que hoy disfrutamos, pero la memoria decae con el vértigo del presente y se empaña en la distancia.
Un año después…
“Nueva York. Semana veintiocho, mes de
julio. De un tiempo a esta parte, para alguien como yo, que parece que llevo
aquí desde antes de Matusalén, el vecindario del Maspeth está irreconocible.
Aquellos negocios familiares, que las corrientes migratorias de finales del
siglo XIX y principios del XX levantaron con sumo esfuerzo −la mayoría llegados
desde el viejo continente−, han dado paso al abandono, pues las hijas e hijos
no siguieron llevando esos pequeños establecimientos tradicionales de sus
padres, que tanto alegraron nuestra condición de migrantes. La subida de los
alquileres también frustró el que las nuevas parejas se quedaran a vivir en el
vecindario, dibujando así un escenario de apartamentos vacíos y locales con
escaparates rotos, que acogen a los homeless
que deseen dormir a cubierto. De los antiguos
inquilinos sólo quedo yo en el edificio. El casero está como loco mordiéndose
las uñas para que me vaya o la palme, lo que, dicho sea de paso, como el muy
cabronazo ha cortado la calefacción y el suministro de luz del ascensor, va a
ocurrir más pronto que tarde… El perímetro de las cosas conocidas se estrecha,
van quedando atrás, tanto que el supermarket
ahora es una tienda de trajes colombianos por regiones, con venta al público y
talleres ubicados donde antes estaba el almacén y el área donde tomábamos el
almuerzo y fumábamos un cigarrillo. Por suerte, aún se mantiene en pie el
zoco que abre los domingos con pasta fresca y una amplia variedad de género
ecológico. La incógnita es saber hasta cuándo aguantarán estos minoristas, porque
es difícil competir con las grandes cadenas de alimentación.
Tras la ejecución de Susan, una vez
vendidas sus pertenencias, entregado el dinero a Witness to Innocence y haber viajado a Richmond, Virginia, presentándose
en la Baby shower con un oso de
peluche gigante, Eric cerró la consulta y se lanzó a recorrer el país a bordo
de una autocaravana, con la compañera de baile de la Swing Dance Bronx −debe ser una manera como otra cualquiera de
hacer terapia ¿no?−. ‘Ven por aquí,
Maura. Salgamos al jardín. He hecho limonada’ −dijo, precediéndome−. ‘Gracias, no tenías que haberte molestado’.
Atravesamos una amplia galería, luminosa, sin adornos típicos de algún souvenir, con la austeridad que
transmite aquél que ha encontrado su camino y aligera su equipaje. Esa parte
trasera de la casa agradaba la vista de todo visitante por un collage hecho con flores muy bien
cuidadas. Nos sentamos en el porche de imitación al viejo oeste −salvo que no
había montañas en el horizonte, ni polvareda de caballos a lo lejos−, con sus
mecedoras y una mesa de láminas de madera perfectamente cortadas. Sirvió el
refresco, le sudaban y temblaban las manos. El lugar no era el más apropiado
para hablar de mis cosas. He de reconocer que me sentí confusa e incómoda. ‘Voy a cerrar la consulta. No sé por cuanto
tiempo, pero no te preocupes, te ofrezco lo mismo que a los demás pacientes.
Hay un colega, un psicoanalista muy recomendable, que está dispuesto a asumir
todos mis casos. Sin embargo, opino que tú puedes seguir sola. Estás preparada
para afrontar cualquier eventualidad que se te presente. Has hecho un periplo
interior tan impresionante, saltando toda clase de obstáculos, que sólo por eso
ha merecido la pena que yo ejerciera esta profesión. Además, he de agradecerte
la lección que día a día me has enseñado: lo importante es dar un paso
adelante, le pese a quien le pese, crecer, a pesar del dolor, y reinventarse.
Maravilloso principio de vida ¿verdad?’. Así fue nuestra última
conversación. Se despidió con emoción en los ojos y un timidísimo apretón de
manos. Ahora que lo pienso, y con todo lo que llevo encima, no echo de menos
las sesiones sino a Mr. Coleman. Tuve una jornada, como suele decirse,
Harlem a tope: Un concierto góspel en casa del reverendo Adam S. Jr., en el
cruce de la 96th Street y Park Avenue, en la parte norte donde se ubican las
viviendas sociales. Un brunch a base
de pollo frito, gofres, huevos… Y un placentero paseo por la avenida Malcom X,
recreándome en cada rincón como si lo descubriera de pronto. Con tanta alegría,
y cierta paz en el corazón, volvía con ganas de juguetear con la gata,
haciéndola de rabiar con sus juguetes. Pero, estirado sobre el felpudo y triste
hasta el tuétano, aguardaba Bobby con un papel entre los dientes. ‘Cuídalo’ −ponía escuetamente−. A Ralph
le pudo la depresión tras perder su empleo. Le faltó valor para gestionar de
otra forma los problemas económicos que acarreaba, creer un poco más en sus
posibilidades, plantar cara y sincerarse ante su hijo y la madre de éste. Así
que cortó por lo sano, enrolándose en la Marina. Semanas después, unos tipos
raros, con perfil gangster, vinieron
preguntando por él, puerta por puerta. Al parecer se metió en un negocio turbio
y escapó llevándose una suma importante de dinero. Estaba en busca y captura…
Ha pasado tiempo desde entonces. Ahora creo que nunca encajó en el vecindario y
que, al igual que yo, arrastraba la incomodidad del pasado.
Nevó tanto, durante una semana y pico,
que del registro de la memoria se me borró el color del pavimento, hasta que
todo volvió a su sitio, cuando asomó por el Alto Manhattan un presumido abanico
de rayos de sol. Me tiré de la cama para aprovechar el aire fresco y ventilar
la casa, recoger cuatro trastos que siempre andan estorbando y bajar a comprar
algunas cosas que se habían acabado. No obstante, noté que algo no iba bien, a
la vez que un silencio alarmante golpeaba de lleno contra el granito de las
paredes, provocando la inmensidad de un vacío cayendo sobre mis hombros.
Temiendo lo peor, fui a comprobar si Carlota seguía durmiendo, pero había
desaparecido. Entonces, un amasijo heterogéneo de nervios se apoderó de mí.
Abatida y preocupada por su ceguera, por el peligro de sufrir un accidente, me
tiré a las calles de Queens buscándola por aquí y por allá, en lugares
recónditos. También en Kissena Blvd,
donde la encontraron, entre la camada recién nacida, aquellos amigos tokiotas
del restaurante. Ahora que revivo la última noche juntas entiendo su despedida:
los celos, si cabe más acentuados, la sensibilidad de su barbilla encima de mi
brazo, y un no estarse quieta, como queriéndose llevar entre sus pelos escamas
de mi piel. Maullaba en susurros, a veces altiva y otras moribunda, marcando
los límites de su autoridad que impedían a Bobby subirse con nosotras al sillón.
Nos dijo adiós con generosidad, quitándose de en medio para que yo no sufriera
su final. Supongo que, inconscientemente, dejé entreabierta una de las
ventanas, y por ahí se mezcló con el hollín de los tejados…
Hace mucho tiempo que ya no pienso en
la aldea, ni en madre y padre. Tampoco en el dolor del bosque, en los
desprecios de mis hermanos, en la estancia en Burgos, en las verbenas donde
nadie quería bailar conmigo, la más fea… He saldado cuentas con el pasado, y
todo lo que soy se lo debo a los Estados Unidos, a esta ciudad y a estas gentes
que nunca preguntaron de dónde venía. Entrado el amanecer, le pongo al
chihuahua la correa y deambulamos sin rumbo fijo, como una tarea diaria,
buscando lo que ya no tendremos. Y así, juntos y solitarios, viejos y fuera de
contexto, esperamos en los muelles de Chelsea la llegada de algún trasatlántico
que traiga a Carlota y a Ralph encaramados en la proa.
Nueva York…”.
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