domingo, 24 de febrero de 2019

Beirut, Puerta de Atocha

12.

¿Qué tal sigue Adrián? A ver si saco un hueco y voy a verle’. ‘Bastante mejor. Pero ya sabes lo quejica que es, que en cuanto tiene algo se pone pesadísimo. Deseando que empiece con la rutina habitual, en casa se consume, y mi paciencia está llegando al límite’. ‘Oye, que se venga a la oficina. Allí siempre hay faena’. ‘Mira, no es mala idea. Se lo diré’, −ambas se echan a reír−. ‘¿Qué te ha parecido la reunión?’, −pregunta Binta−. ‘Como todas: mucho tiempo perdido y pocas soluciones sobre la mesa’, −responde Jasmin−. ‘Estoy de acuerdo’. Regresaban de un encuentro entre colegas de organizaciones no gubernamentales y una representación de los ministerios de Fomento e Interior llegados a Barcelona, para tratar el tema del bloqueo que determinados países europeos ejercen en el Mediterráneo central, impidiendo las labores humanitarias de salvamento. ‘Menos mal que nuestro barco pudo zarpar, porque los demás están varados en los muelles a la espera de recibir el “despacho de buques” para salir lo antes posible’. ‘Ya. Dicen que no garantizan la seguridad óptima en el traslado de migrantes en largo recorrido. Pues que yo sepa nunca hemos tenido problemas en ese sentido. El director de Proactiva Open Arms pide que se lleve el caso hasta el Tribunal Internacional del Derecho del Mar de Hamburgo’. ‘No lo conocía. ¿Cuáles son sus competencias?’. ‘Pues, mira: desde trazar la frontera marítima en la bahía de Bengala entre Bangladés y Myanmar, hasta obligar a Guinea a indemnizar a los tripulantes del barco SAIGA, retenido por suministrar combustible a embarcaciones pesqueras frente a sus costas. En fin, que estos son solo dos pequeños apuntes. ¿He satisfecho tu curiosidad?’. ‘Por supuesto. ¿Cuántos son?’. ‘21 magistrados’. ‘¡Vaya tela la que tienen encima!’. ‘A ver si deliberan y podemos reanudar pronto nuestra actividad’. ‘Ojalá sea así. Pero lo cierto es que, mientras tanto, cientos de personas mueren ahogadas sin que sus vidas importen mucho’. ‘Bueno, cuando estás en plena misión eso cambia, y lo que verdaderamente cuenta es rescatar a cuantos más, mejor’. ‘Será que ahora la empatía no concilia con el sentido común’. ‘Será’. ‘¿Hacia dónde vas?’. ‘A la tetería del amigo de tu padre’. ‘Te acompaño’. ‘Claro. Así te conoce, que ya tiene ganas’.
          Capitán, ¿a qué esperamos?’, −dice uno de los pilotos−. ‘Da la orden y vamos a buscarlos’, −añade otro−. ‘Que se nos mueren, coño’, −apunta un tercero−. ‘No me toquéis los huevos. De sobra sabéis que sin autorización no puedo hacer nada. ¿Cuántos barcos aparecen en el radar además del nuestro?’, −pregunta a su segundo−. ‘De momento, ninguno’. ‘Intenta hablar con la oficina, a ver si hay acuerdo y podemos actuar’. ‘Ahora mismo, jefe. ¿No sería mejor que ellos volvieran abajo?’, −refiriéndose a los dos hombres−. ‘Que hagan lo que quieran. No me preocupa’. Ahmad Abu-Abbad e Ismael, incapaces de reaccionar, se echaban las manos a la cabeza, confundidos por la pasividad de la tripulación, que parecía un convidado de piedra ante el horror que sucedía unas millas más allá. ‘¿Es que no van a hacer algo? ¿Dónde queda ese espíritu solidario del que tanto alardean?’, −dice el beirutí todo crispado−. ‘Traslade esa pregunta a los políticos, que nos tienen atados de pies y manos. Si actuamos por nuestra cuenta, ya nos podemos ir olvidando de volver a navegar el resto de nuestros días, y eso ninguno lo queremos, ¿verdad? Por tanto, cada cual a lo suyo, atentos a lo que pasa en el agua y listos por si acaso. A ver, uno de vosotros que se dedique en exclusiva a localizar a alguien de Catalunya para que nos informe de la situación y de las consecuencias que puede acarrear a la organización si nos saltamos las reglas y vamos a por los náufragos. Lo siento, caballeros −se gira hacia los turistas−. He de retrasar su llegada’. A uno de los botes se le soltaron varios cabos, dejándolo en suspensión, golpeando contra la eslora y con peligro de perderlo. Cuando lo estaban asegurando de nuevo, avistaron compañía a lo lejos. ‘¿Es un buque mercante?’. ‘No sé’, −comentan−. ‘Parece un crucero lleno de pijos. Lo digo por las luces en cadeneta’, −sueltan desde el fondo−. ‘Seguro que van borrachos perdidos y haciendo el ridículo con los bailes de salón’. −se carcajean−. ‘Lo que yo os diga: apariencias a bajo coste’. ‘Bueno, vale ya de gilipolleces’. El estremecedor silencio emergente de la profundidad del mar, cercado por los duendes que no te dejan la conciencia tranquila, borró las huellas del siniestro como si nunca hubiera existido y las personas perecidas en él tampoco. Tras varias horas intentándolo, al fin consiguieron hablar con Jasmin. Como se temían, los rescates humanitarios seguían en punto muerto. Se miraron, arrancaron la maquinaria y comprendieron que, por el tiempo transcurrido, probablemente no quedaría nadie con vida. Sin embargo, saltándose las reglas del juego, llegaron hasta el lugar del siniestro y confirmaron la tragedia. ‘Capitán, vámonos, que por esos ya no podemos hacer nada’. Había que estimularse y recomponer fuerzas, respirar hondo, recopilar datos y denunciar después. Los primeros rayos del sol de esa nueva jornada descubrieron en el horizonte lo que sin duda sería la costa libanesa y una carga inesperada de emociones aguardando a sus visitantes…
          La mirada expresiva de Abul Khan apenas tenía brillo, y de su rostro desapareció esa mirada cándida que dedicaba a los que tenían el detalle de hacer un alto en su local, para saborear el delicioso té que con esmero preparaba él mismo. De los altavoces salía el nítido sonido de flautas transportando a otra época lejana. Las dos mujeres, sentadas en la terraza, redactaban el informe de la asamblea para presentar en la junta de dirección. el dueño las interrumpió. ‘Hola, Binta’. ‘¿Qué tal, amigo?’. ‘¿No está la bebida a vuestro gusto?’, −refiriéndose a las infusiones−. ‘Sí, sí. Uy, estamos aquí, mano a mano, peleándonos con un tema de trabajo, y se nos ha ido el santo al cielo’. ‘Vaya. Ahora digo que os traigan otra y arreglado’. ‘Mira, te presento a Jasmin’. ‘Eres la hija de Ahmad Abu-Abbad, ¿verdad?’. ‘Correcto’. ‘Tu padre habla mucho de ti. No te alarmes, sólo cuenta lo bueno’, −se sonríe−. ‘Encantada’. ‘Lo mismo digo’. ‘¿Cómo va lo de tu sobrino?’. ‘Igual. Sin noticias’. ‘Pero vinieron de Médicos Sin Fronteras a hablar contigo, ¿no?’. ‘Claro. Y dijeron que volverían en cuanto supieran algo’. ‘Conozco el problema, ella me lo ha contado. Le propongo lo siguiente: mi esposo está convaleciente y aburrido, así que le vamos a encargar que se ocupe del asunto de su familiar’. ‘Magnífica idea, y de paso tú te liberas’, −asiente−. ‘Necesitaremos una descripción del chico. Hay que pasarla a los centros de acogida, hospitales, albergues…’. ‘Aguarden un momento. Buscaré una foto de hace dos años, es la única que tengo. Nació mucho después de partir yo, pero, por lo que sé, es igualito que mi hermana, que de todos nosotros ha sido la más guapa’. ‘También nos orientaría bastante reconstruir, con la madre y demás miembros, los últimos días del muchacho: a quién vio, dónde estuvo…’. El bangladesí reprodujo la conversación telefónica, sus temores, las sospechas y esa maldita intuición que deseaba le fallara. ‘Intentaremos que uno de los nuestros llegue hasta allí, −dijeron−. Verá cómo al final todo se arregla’.
          Acabada la segunda lavadora con ropa delicada de color, Kesia la tendía en la galería cuando escuchó una voz identificándose como funcionario de la Sede de Extranjería en Barcelona. Alarmada, puesto que su situación todavía era irregular, cogió el cesto con las cuatro prendas arrugadas y, aguantando la respiración para que el niño no llorara, cerró la puerta muy despacio, agudizando el oído. ‘Mire usted. Yo no salgo de mi casa más que para ir al médico o comprar comida en las tiendas del barrio. La vecindad cambia a menudo, y de los antiguos soy la única que queda, los demás están muertos’. ‘Me parece muy bien lo que dice, señora. Pero yo le pregunto si en la finca viven inmigrantes’. ‘Pues eso le digo, que estoy mal de la vista y no me fijo. Además, que luego se declara una guerra y me fusilan en la tapia del cementerio. ¡Quite, quite!’. El tipo dio media vuelta, seguro de que la vieja no ayudaría. Probó en otros pisos, también sin éxito. Binta subía siempre andando hasta la quinta planta. Sabía que, al dar la vuelta al penúltimo descansillo, oiría abrirse la mirilla de enfrente. Sin embargo, esa vez se equivocó, porque fueron dos vueltas y media de cerradura. ‘Ven, niña −dijo la anciana−. Pasa, no te quedes ahí, que nos vigilan’. −aunque al principio dudó, aquella viejita le inspiraba tanta ternura que lo hizo−. ‘Dígame, ¿qué necesita?’. Pero el favor se lo iba a hacer la abuela, contándole con todo lujo de detalles la visita que acababa de despachar. A la senegalesa se le dispararon las alarmas, y no precisamente temiendo por ella. Agradecida por la lealtad y discreción, prometió que más tarde le llevaría un tazón de arroz con leche.
          Kesia, agachada en cuclillas, repetía unas plegarias en su lengua materna. ‘No te pongas así, cariño. Nadie te va a sacar de aquí, pero tenemos que ser prudentes hasta que tengas en regla el permiso de trabajo, que será en el momento en que regrese Ismael’. La africana, abstraída, invocaba a los dioses agitando una especie de amuleto cerca del pecho. Y, justo cuando le iba a decir algo a la otra, tocaron por segunda vez el timbre de la puerta…

domingo, 10 de febrero de 2019

Beirut, Puerta de Atocha

11.

Me da igual que sea peligroso o no, Jasmin. Tu hermano está desaparecido y mi obligación es buscarlo’. ‘Papá, si lo único que digo es que dejes pasar unos días hasta disponer de más información, ahora todo está confuso. ¿Mencionó su mujer la posibilidad de un secuestro cuando llamó?’. ‘Sí. Y habrá que tirar de ahí si queremos descubrir la verdad, ¿no crees?’. ‘Por supuesto, lo deseo tanto como tú. Mira, estoy pensando en que nuestra ONG tiene contactos en el Líbano. Deja que haga un par de llamadas y así sabremos a qué atenernos. Convéncele tú, por favor, Ismael’. ‘Uy, no soy el indicado, me guio por impulsos’. ‘¡Pues vaya, menudo aliado!’ −los tres rieron−. ‘Confía en mí, no habrá problemas’. ‘Al menos aguarda hasta que den el alta a Adrián y te acompaño’. ‘No puedo, y lo sabes’. ‘Amigo, ella tiene razón. El mundo está revuelto y determinados territorios son un polvorín en estos momentos. No decidas en caliente y calcula los pasos a dar’. ‘¿Queda claro que iré, con o sin vuestra aprobación?’. ‘Está bien −dice resignada−. Eres muy testarudo’. ‘Sabía que entrarías en razón. Estoy orgulloso de ti. Gracias, cariño’. El nieto terminó los deberes y fue con el abuelo al quiosco de prensa a por cromos. ‘Sé sincera: ¿Qué opinas al respecto?’. ‘Es complicado emitir un juicio objetivo. Mi hermano, de joven, tuvo acercamientos a grupos próximos al yihadismo. En casa no había espacio para la violencia ni el terrorismo, pero él discutía con mucha pasión defendiendo la causa, y lo único que conseguía era enfrentarse a la familia. Luego contrajo matrimonio y se distanció de nosotros aún más’. ‘¿Sospechas que haya vuelto a las andadas?’. ‘Es posible, no lo sé. Casi no le conozco. Allí a las mujeres se nos mantiene al margen’. ‘Quizá lo reclutaron de nuevo’. ‘La pregunta es: ¿alguna vez estuvo desvinculado? Me apena mucho que mi padre, además del disgusto, descubra cosas que le hagan sufrir todavía más. Ojalá sea…’, −quedó la frase interrumpida al sonar el timbre de la puerta−. ‘¡Qué!, ¿conspirando contra mí?’. ‘No te creas tan importante, chaval’, −risas−. ‘Oye, listillo, y tú: ¿cuándo piensas enrolarte con éstos en el barco?’. ‘Falta poco, en cuanto empiece ya no hay quien me pare’. Siguieron la conversación distendida, oyéndose el alboroto desde el descansillo de la escalera. Una hora más tarde, Ahmad Abu-Abbad e Ismael apuraban las últimas horas del día paseando tranquilos por el barrio del Raval. Un par de prostitutas, con los pechos caídos, cada uña de un color y las huellas de la crisis escapando a través del atuendo, salieron a su encuentro. Ambos hombres rechazaron el ofrecimiento y pasaron de largo.
          Abul Khan iba de mesa en mesa sustituyendo los ceniceros rebosantes de colillas por otros vacíos y sacudiendo el polvo de las sillas con un trapo blanco, para que cuando el local empezase a llenarse de clientes estuviera listo. Del coche recién estacionado en la puerta se apearon unos hombres. El bangladesí estaba tranquilo porque, en caso de que fueran policías, tenía las licencias en regla. ‘Hola, −se dieron la mano−. Somos de Médicos Sin Fronteras. Tenemos una amiga común, y nos ha dicho que necesita ayuda referente a su sobrino. Bien, pues a eso venimos, a hacer lo que podamos’, −muestran la acreditación−. ‘Por favor, pasen por aquí, estaremos más cómodos. Traeré té’. ‘¿Cuánto hace que supo del chico?’. ‘Sólo he recibido esta carta’. ‘Bueno, no se apure. Ya sabe lo complicado que es en tales circunstancias contactar con la familia. −Se miran entre ellos y dicen−: Por el tiempo transcurrido, ¿no creéis que puede haber llegado ya a la bahía de Cádiz y estar en el “Centro de Acogida Temporal de Inmigrantes”?’. ‘Es posible, sí’. ‘Entonces, mañana mismo bajo’, −contesta el tabernero−. ‘A ver, sin precipitarse. Allí permanecen un máximo de 72 horas, pero siempre dejan rastro del destino a seguir, o comentan los planes con alguien que puede proporcionarnos pistas de otras alternativas’. ‘¿Cómo cuáles?’. ‘Ahora lo importante es averiguar si se encuentra en España’. ‘Una pregunta: en caso de no dar con él, ¿cuál sería el siguiente paso?’. ‘Buscarle en la morgue. Hay cuerpos que no reclama nadie y siguen allí hasta que las autoridades deciden. Deje que nos ocupemos nosotros, estamos acostumbrados’. Se despidieron con la promesa de volver en cuanto tuvieran noticias. En la tetería no cabía ni un alfiler. Al frente del negocio dejó al encargado, poniendo como excusa un fortísimo dolor de cabeza. Calculando cinco horas más en Bangladés, aguardaba el amanecer con deseo e incertidumbre. Descolgó el teléfono y empezó a marcar un número que parecía no acabar nunca. Segundos después, al igual que sucedía otras muchas veces, una locución con eco sonando a metálico repetía que probara pasados unos minutos, por saturación en la línea del sur de Asia. Y fue al cuarto intento cuando hablaron al otro lado. ‘Salma, hermana. ¿Me escuchas?’. ‘Hello. ¿Quién es?’. ‘Abul Khan’. Una voz desconocida, fría y malhumorada zanjó así la llamada: ‘Ella no se encuentra. Está en el hospital’. ‘¿Cómo? ¿Qué le pasa? No cuelgue, por favor. Dígame dónde para llamarla’. Pero se cortó y no pudo terminar de explicarse. Tampoco podía volver, porque, siendo exiliado político, en cuanto pusiera un pie allí le detendrían. Sin embargo, siempre encontraría la forma para descubrir el paradero de su familiar.
          La escandalosa subida del alquiler que el casero iba a aplicar a los inquilinos de la finca empujó a las dos compañeras de piso a buscar otro más económico y no lejos de allí. ‘Si te parece, ponemos aquí el caballete, al lado del ventanal. Así aprovecharás mejor la luz natural’, −le dice a Kesia, que no paraba de frotar unas manchas que afeaban el sillón−. ‘Muchas gracias. No te preocupes, lo puedo dejar en la habitación’. ‘Tonterías. Y en este cajón del mueble metes el material de pintura. Así lo tienes todo a mano’. ‘Bueno, nunca podré agradecerte lo que haces por mí’. ‘Bobadas’. ‘Toma’. Según desenrolla la cartulina aparece esquinada una frase en francés: “Senegal en el corazón”. Y un dibujo incluyendo la costa desierta de la que partía alguien, alcanzando a nado la otra orilla por la que desaparecía detrás de un montículo de arena. ‘Me encanta −supuso que era ella−. Lo pondré en el dormitorio. Eres una artista. Millones de gracias’. ‘No las merece’. Durante el fin de semana estuvieron colocando las pocas pertenencias acumuladas y sacando brillo a los azulejos del baño y de la cocina. Solamente cuando el niño demandaba su atención aflojaban el ritmo. A última hora del domingo, recién duchadas y a punto de preparar algo de cena, sonó el telefonillo. ‘¿Esperamos visita?’. ‘No, que yo sepa’, −contestó la africana−. Treinta minutos después Binta e Ismael corrían por la playa soltando adrenalina. ‘Organizan otra misión, ¿verdad?’, −pregunta él−. ‘Sí, falta menos de un mes’. ‘¿No vas con ellos?’. ‘Qué va, entorpecería sus labores. Los recuerdos paralizarían todos mis sentidos, y, en lugar de serles útil, tendrían que atenderme a mí’. ‘¿Crees que yo encajaría en alguna?’. ‘¿Por qué no? Reúnes requisitos más que suficientes para hacerlo’. ‘No sé. Me preocupa mi posible reacción, el no poder controlar los impulsos después de lo que viví’. ‘Comprendo, pues precisamente para gestionar dicho sentimiento hay voluntarios que, ya en tierra firme, practican entre ellos, a veces sin el apoyo profesional de psicólogos, “técnicas de Ventilación Emocional”. ¿Lo conoces?’. ‘¿Qué es?’. ‘Consiste en expresar las emociones que oprimen, lo que uno ha visto y le ha marcado. Es una manera de canalizar hacia el exterior ese malestar que nos cierra el estómago en un puño’. ‘Cuando me decida seguro que lo necesitaré’. Oscureció de repente. Ni siquiera distinguían sus propias sombras, y empezaba a subir la marea. Dieron la vuelta y, como siempre que estaban juntos, les pareció que el mundo se detenía, que contenía la respiración para no contaminar sus reflexiones. El contador de una nueva experiencia para él había iniciado la cuenta atrás. Ella lo intuía, y por eso le tranquilizó: ‘Todo irá bien’.
          Gracias por acompañar a mi padre’. ‘A ti, porque con tus argumentos has contribuido a despejar mis dudas, haciendo que la decisión a tomar sea pan comido’. A la mañana siguiente, Ahmad Abu-Abbad e Ismael Ruiz partieron a bordo del Sin Muros. El capitán, tras darles la bienvenida, aclaró: ‘Nosotros no somos sus niñeras, han de cuidarse ustedes. Y, si las cosas se ponen jodidas, acatarán mis órdenes para evitar consecuencias mayores. ¿Estamos?’. ‘Sí, vamos, nos ha quedado cristalino’, −responde el madrileño con ironía−. ‘Mi compromiso es que lleguen sanos y salvos hasta la línea fronteriza de Oriente Próximo, punto de encuentro con la Media Luna Roja, que se encargará de llevarlos a Beirut. Pero si tengo que variar el rumbo por cualquier incidencia lo haré, aunque eso retrase su viaje’. ‘La organización nos ha explicado cómo funciona esto, lo entendemos y aceptamos las condiciones. Esté tranquilo que no causaremos ningún embolado’.
          Durísimas jornadas de trabajo inagotable traían a los hombres de cabeza desde la salida del sol hasta su puesta, en un sin parar revisando el material, reforzando los turnos de vigilancia y manteniendo asépticas las zonas comunes. Los turistas, llamados así por la tripulación, no abandonaban el camarote salvo para lo estrictamente necesario. Callados, reflexivos y cautos en las expresiones, medían las palabras para no alarmar al otro con conjeturas desmoralizadoras. Pero el sosiego dio un giro radical cuando un chirrido como de descarrilamiento los sacó del estado de levitación en el que se hallaban. El barco se había parado en seco. Subieron a cubierta. ‘¿Qué ocurre? ¿Por qué nos detenemos?’. Nadie contestó. Se acercaron al borde enfocando la vista en la dirección donde miraban los demás. Y fue entonces que, delante de sus narices, tenían las mismas imágenes que a menudo sacaban en los telediarios: desde un puñado de pateras a la deriva, entre cadáveres que no sobrevivieron a la travesía, unos náufragos pedían abatidos auxilio en semi silencio. Por las venas de los presentes corrió la vergüenza de formar parte de una sociedad que consiente deshumanizada, con discursos huecos, el genocidio de los contemporáneos convertidos en invisibles. ‘Jefe, ¿a qué coño espera? Vayamos rápido, puede salvarse alguno’, −dice el vigía, con un pie en la lancha…