Sebastián Abarca es un hombre de
provincias acostumbrado a mantener la boca cerrada. Tiene ochenta y cuatro
años, de los cuales ha pasado más de cincuenta buscando la fosa común donde
podrían estar enterrados sus padres y su abuelo. Nacieron en Belchite,
provincia de Zaragoza, y a finales de agosto de 1937, una noche clara de luna
llena, vio como los sacaban a empujones del catre, desapareciendo sin más.
Huérfano, atemorizado y con sus pertenencias envueltas en la toquilla de su abuela,
le trasladaron a Madrid en un tren cargado de personas que, como él, iban solas
y asustadas. Según se alejaba, consciente de la nueva e incierta situación que
le esperaba, lloró en silencio, dejando entre aquellos adoquines las raíces de
una infancia que no recuperará jamás.
En la estación de Mediodía
(Atocha), una mujer entrada en años, con cara de pocos amigos y andares
desganados, le recogió para llevarlo a casa de un familiar que no conocía.
“¿Sebastián Abarca? El mismo… Ven conmigo. ¡Vamos, aligera, que no tengo todo
el día para ti! Llegaron al número ochenta y tres de Don Ramón de la Cruz, en
pleno barrio de Salamanca, y tras hacer el trayecto con la mujer adusta
comprendió que, para sobrevivir en esa jungla de víboras, tenía que pasar
desapercibido. Una vez dentro, lo recibió la prima de su abuelo; una señora
alta, elegante, de andares refinados, delgada, con clase, vestida de negro,
moño bajo, sin joyas ni maquillaje. En pocas palabras resumió sus tareas a
realizar de aquí en adelante: mantener limpia y ordenada la habitación que
compartía con otros hombres, hacer las camas, lavar su ropa y levantarse antes
de la amanecida para bajar a la frutería de la calle Montesa, Frutas Tomás, donde lo emplearon como
chico de los recados.
Cuando falleció la dueña de la
casa quedaron todos en la calle. Sebastián alquiló otra habitación dos portales
más abajo a una clienta de la frutería que le tenía aprecio. Por entonces,
trabajaba de chofer para una pequeña empresa familiar, dedicada al transporte
urbano de viajeros. Uno de los compañeros, fichado por temas políticos, le
invitó a asistir a una reunión clandestina del PCE. Así las cosas, entre uno y
otros despertaron en él las ansias de saber, de buscar, de encontrar, de
preguntar y de obtener respuesta. Poco a poco, recorrió España hasta dar en
Medina de las Torres, Extremadura, con la fosa común donde podrían estar
enterrados sus padres y su abuelo. Aún, a día de hoy, viejo y cansado, sigue
atrapado en las telarañas de la burocracia, sin poder llevarlos a su pueblo.
Pasó el tiempo y se trasladó a
una pensión en la plaza del Celenque, a escasos metros de La Puerta del Sol.
Ahora lleva una vida tranquila: juega a dominó con los parroquianos del centro
de mayores; da cortos paseos por Arenal y observar la vida, sentado a la sombra desde los soportales de la plaza
Mayor. Pero cuando recobra fuerza moral y física vuelve a la carga: Ministerio
del Interior, papeleo, narrar por enésima vez la misma historia… Y vuelta a
empezar. Empezar, continuar, resistir. Negarse a que tengan a los suyos
indefinidamente vueltos de espalda en el paredón del olvido.
Sebastián Abarca es un hombre de
provincias acostumbrado a mantener la boca cerrada pero cuando a alguien se le
ocurre hablar lindezas del franquismo, o de los cuarenta años de represión que
padecimos, se lo llevan los demonios. Por eso hoy, no cualquier domingo de
noviembre, sino éste en concreto, se ha levantado antes de las seis de la
mañana, ha calentado agua en el hornillo eléctrico que tiene y ha sacado de su
vieja maleta, guardada bajo la cama, las pocas fotografías que conserva de
Belchite: los abuelo, sus padres, el hermano mayor, que antes de nacer él no
superó la tuberculosis, los rincones de su pueblo, su único amigo que montó en
otro tren rumbo a Barcelona y la de Imperial,
su perro guardián desde cachorro. Tantos y tantos recuerdos se agolpan en su
memoria, pidiendo paso en un día como éste, tan especial.
Recién abiertas las puertas de
los colegios electorales, portando los sobres al Congreso y al Senado en una
mano y el bastón de apoyo en la otra, hizo cola para ejercer su derecho al
voto, eligiendo libremente a los representantes de su opción política. Lo hacía
por él, y también por todos aquellos hombres y mujeres, cuyas vidas fueron
arrebatadas en el transcurso de la devastadora Guerra Civil Española. Temblaba
la emoción entre sus labios cuando la voz de la presidenta de mesa, activando
el protocolo a seguir, dijo: “Sebastián Abarca Martínez: ¡VOTA!”.
Una vez fuera, y a pesar de que
una minoría de reaccionarios siguieran gritando vivas a Franco, la fiesta de la
democracia que habla a través de las urnas, había conseguido en esta ocasión
desmitificar la oscura fecha del 20-N. Democracia, dicho sea de paso, capaz de
cauterizar el desencanto que tenemos muchos, convirtiéndolo en esperanza a
pesar de todo.