domingo, 20 de noviembre de 2011

20 de noviembre de 2011


Sebastián Abarca es un hombre de provincias acostumbrado a mantener la boca cerrada. Tiene ochenta y cuatro años, de los cuales ha pasado más de cincuenta buscando la fosa común donde podrían estar enterrados sus padres y su abuelo. Nacieron en Belchite, provincia de Zaragoza, y a finales de agosto de 1937, una noche clara de luna llena, vio como los sacaban a empujones del catre, desapareciendo sin más. Huérfano, atemorizado y con sus pertenencias envueltas en la toquilla de su abuela, le trasladaron a Madrid en un tren cargado de personas que, como él, iban solas y asustadas. Según se alejaba, consciente de la nueva e incierta situación que le esperaba, lloró en silencio, dejando entre aquellos adoquines las raíces de una infancia que no recuperará jamás.

En la estación de Mediodía (Atocha), una mujer entrada en años, con cara de pocos amigos y andares desganados, le recogió para llevarlo a casa de un familiar que no conocía. “¿Sebastián Abarca? El mismo… Ven conmigo. ¡Vamos, aligera, que no tengo todo el día para ti! Llegaron al número ochenta y tres de Don Ramón de la Cruz, en pleno barrio de Salamanca, y tras hacer el trayecto con la mujer adusta comprendió que, para sobrevivir en esa jungla de víboras, tenía que pasar desapercibido. Una vez dentro, lo recibió la prima de su abuelo; una señora alta, elegante, de andares refinados, delgada, con clase, vestida de negro, moño bajo, sin joyas ni maquillaje. En pocas palabras resumió sus tareas a realizar de aquí en adelante: mantener limpia y ordenada la habitación que compartía con otros hombres, hacer las camas, lavar su ropa y levantarse antes de la amanecida para bajar a la frutería de la calle Montesa, Frutas Tomás, donde lo emplearon como chico de los recados.

Cuando falleció la dueña de la casa quedaron todos en la calle. Sebastián alquiló otra habitación dos portales más abajo a una clienta de la frutería que le tenía aprecio. Por entonces, trabajaba de chofer para una pequeña empresa familiar, dedicada al transporte urbano de viajeros. Uno de los compañeros, fichado por temas políticos, le invitó a asistir a una reunión clandestina del PCE. Así las cosas, entre uno y otros despertaron en él las ansias de saber, de buscar, de encontrar, de preguntar y de obtener respuesta. Poco a poco, recorrió España hasta dar en Medina de las Torres, Extremadura, con la fosa común donde podrían estar enterrados sus padres y su abuelo. Aún, a día de hoy, viejo y cansado, sigue atrapado en las telarañas de la burocracia, sin poder llevarlos a su pueblo.

Pasó el tiempo y se trasladó a una pensión en la plaza del Celenque, a escasos metros de La Puerta del Sol. Ahora lleva una vida tranquila: juega a dominó con los parroquianos del centro de mayores; da cortos paseos por Arenal y observar la vida, sentado  a la sombra desde los soportales de la plaza Mayor. Pero cuando recobra fuerza moral y física vuelve a la carga: Ministerio del Interior, papeleo, narrar por enésima vez la misma historia… Y vuelta a empezar. Empezar, continuar, resistir. Negarse a que tengan a los suyos indefinidamente vueltos de espalda en el paredón del olvido.

Sebastián Abarca es un hombre de provincias acostumbrado a mantener la boca cerrada pero cuando a alguien se le ocurre hablar lindezas del franquismo, o de los cuarenta años de represión que padecimos, se lo llevan los demonios. Por eso hoy, no cualquier domingo de noviembre, sino éste en concreto, se ha levantado antes de las seis de la mañana, ha calentado agua en el hornillo eléctrico que tiene y ha sacado de su vieja maleta, guardada bajo la cama, las pocas fotografías que conserva de Belchite: los abuelo, sus padres, el hermano mayor, que antes de nacer él no superó la tuberculosis, los rincones de su pueblo, su único amigo que montó en otro tren rumbo a Barcelona y la de Imperial, su perro guardián desde cachorro. Tantos y tantos recuerdos se agolpan en su memoria, pidiendo paso en un día como éste, tan especial.

Recién abiertas las puertas de los colegios electorales, portando los sobres al Congreso y al Senado en una mano y el bastón de apoyo en la otra, hizo cola para ejercer su derecho al voto, eligiendo libremente a los representantes de su opción política. Lo hacía por él, y también por todos aquellos hombres y mujeres, cuyas vidas fueron arrebatadas en el transcurso de la devastadora Guerra Civil Española. Temblaba la emoción entre sus labios cuando la voz de la presidenta de mesa, activando el protocolo a seguir, dijo: “Sebastián Abarca Martínez: ¡VOTA!”.

Una vez fuera, y a pesar de que una minoría de reaccionarios siguieran gritando vivas a Franco, la fiesta de la democracia que habla a través de las urnas, había conseguido en esta ocasión desmitificar la oscura fecha del 20-N. Democracia, dicho sea de paso, capaz de cauterizar el desencanto que tenemos muchos, convirtiéndolo en esperanza a pesar de todo.

Regresó contento a la pensión que era su hogar. La patrona, entrada en carnes, viuda, formal y exigente a la hora de admitir huéspedes, lo esperaba en la mesa camilla junto al balcón que da a la calle Arenas. Sobre la misma, tenía preparadas dos copas pequeñas y una botella de vino dulce. De fondo, sonaba Schubert. Sebastián llegó con paso cansino, se acercó a su lado, desenvolvió los pastelillos que acababa de comprar en La Mallorquina, la cogió del brazo ayudándola a ponerse en pie, y con la solemnidad que la ocasión requería, realizaron un brindis con la emoción reflejada en los ojos, esa que se adquiere tras haber pasado mucho, tras haber vivido mucho. Era, ni más ni menos, el brindis de dos viejos amigos, cuyo corazón republicano, sigue latiendo.

domingo, 13 de noviembre de 2011

En memoria


A la memoria de José Antonio L. A

El día que a mi hermano Ginés lo desahuciaron los médicos del Hospital Universitario de Alicante, lucía uno de esos soles intensos, penetrantes, característicos de esta tierra agraciada por la luz y el calor. Ese día, como digo, a punto estaba de bajar a la Playa del Postiguet con uno de mis nietos, cuando su padre, el mayor de mis tres hijos, que había pasado la noche en el hospital acompañando a mi hermano, llamó para darnos la triste noticia. Entonces, dejé al pequeño lloriqueando con su madre y, prometiéndole que haríamos la excursión a mi vuelta, partí en el taxi que mi nuera, leyéndome el pensamiento, había solicitado.

La sala de espera, como todas las salas de espera de los hospitales, era un espacio abierto donde a sus anchas circulaba libremente la vida y la muerte. Permanecí allí durante horas, con la mirada perdida en un horizonte que no auguraba nada bueno, y la certeza absoluta de que las cosas no volverían a ser lo mismo. Así pasé mucho tiempo, recomponiendo cada una de las piezas que, dentro de mí, habían quedado rotas.

Recién despuntado el alba, y con el cuerpo debilitado por la espera, intentaba llegar hasta la máquina de café cuando vinieron a decirme que Ginés había fallecido. Fuera de la habitación 309, según iban llegando, un grupo reducido de familiares componían el duelo. Hice un aparte con mis hijos y les pedí que se ocuparan de los trámites para el sepelio, porque yo me marchaba. No hizo falta dar explicaciones, tampoco las pidieron. Todos sabían que mi deber en esos momentos consistía en localizar a los hijos de mi hermano, abandonados por él cuando no levantaban un palmo del suelo. Nunca se lo perdoné, sin embargo, ninguno de nosotros movió un solo dedo para mantener con ellos, al menos, un mínimo contacto que a su vez generara cariño.

Atravesé Alicante de extremo a extremo, sin rumbo fijo, sin destino o, quizá, sabiendo perfectamente dónde conduciría la deriva de mis pasos. Lo sensato habría sido llegar a casa, ponerme en el balcón con vistas al Castillo de Santa Bárbara y, desde allí, teléfono en mano, averiguar el paradero de mis sobrinos; pero cogí la Gran Vía hasta el final del puente rojo, llegué al barrio de Alipark y, seguidamente, giré a la izquierda por instinto y, con un nudo que llevaba presionándome la garganta algunas calles atrás, me detuve delante de la casa de mis padres, en el barrio que nos vio crecer: Benalúa. Era una sencilla vivienda de dos plantas, cerrada a cal y canto desde que Ginés cayera en un pozo sin fondo, jugándose la vida a la ruleta de las drogas duras y otras locuras más. Aunque no parecía descuidada, lo estaba. Detrás de la puerta de calle, según se abre a la izquierda, pegado a un saliente de pared desconchada, palpé el interruptor de luz, cuyo embellecedor seguía roto a la mitad, como recordaba. Una tenue bombilla alumbró el tramo de escaleras, el mismo que llenamos con travesuras en nuestra infancia.

No fue fácil encontrarme a solas en aquellas habitaciones llenas de recuerdos, pero tenía que hacerlo: era la única que quedaba viva y sólo yo podía bajar persianas, cerrar puertas, apagar luces, sellar etapas... A tientas entré en el cuarto de Ginés, y sentada en el borde de la cama, prendí la lamparita del aplique y abrí el cajón de su mesilla de noche. Hallé pocas pertenencias: un reloj sin cuerda, un mechero sin lumbre, un llavero desalquilado y una vieja cartera con la foto de mis hijos, otra mía y la de una antigua novia. También, al fondo, medio caído por el hueco entre el cajón y la puerta, encontré un sobre cerrado a mi nombre. Metí los dedos con determinación hasta extraer un papel doblado en cuatro. La escritura nunca había sido su fuerte, no obstante, de su caligrafía de colegial, pude descifrar que dejaba todo a sus hijos.

En la cocina, que estaba muy desordenada, había una caja de cartón grande con botes de conserva caducados que tiré a la basura y la utilicé para guardar en ella las cosas de Ginés. En conjunto: un coche de carreras en miniatura, una guía rápida de iniciación a la mecánica, algunos discos de los Beatles, la documentación de su moto, el casco y poco más. Cuando acabé de meter en bolsas la ropa que me pareció en mejor uso, localicé a los chicos poniéndoles al corriente. Una hora y media más tarde, escaleras arriba, dos hombres corpulentos, guapos, morenos, el vivo retrato de su padre, como quien dice. Se abrazaron a mí y, por primera vez, sintieron que no estaban huérfanos. Juntos, con sensación agridulce y cargados de bultos, cerramos la casa de mis padres, quedando atrás, a buen recaudo, aquellos momentos felices que pasé de niña.

La vida, que a veces se me antoja caprichosa, me daba una segunda oportunidad: organizar una excursión a la playa con mi nieto y la nieta de mi hermano. ¿Qué mejor manera de dar cobijo a nuestra nueva vicisitud?

Agradecimientos:
A Yolanda M., que me ha facilitado datos concretos de la ciudad de Alicante.
A Esperanza que me lee antes que nadie.
A Miguel Ángel, por su paciencia y ayuda.