Daniel Belaochaga Olano
nació prematura y accidentalmente en
Santiago de Chile, cuando su madre, activista,
rompió aguas en la tribuna de oradores mientras apoyaba públicamente a Michelle
Bachelet, que, siendo ministra de Salud, lideraba un enfrentamiento contra diversos grupos
conservadores y el pleno de la Iglesia Católica, tras la aprobación por dicho
ministerio de la píldora del día después. Dani, adolescente vasco de catorce
años residente en Madrid, esperaba a primera hora, junto a la verja del instituto, la
llegada de Olaia Segura, su pareja, mayor que él, e hija de padres separados.
Tenían planeado fugarse aquella mañana y ése era
su punto de encuentro. Sobre uno de los pies sujetaba en balancín una mochila
en tonos verdes desgastados en la que había guardado, antes de salir de casa,
un par de mudas nuevas, dos bocadillos de chorizo preparados desde la noche
anterior, un chándal, una chaqueta de abrigo muy bien doblada, y la vieja
brújula, la que trajera su padre de la última expedición que hizo, antes de
partirse las dos piernas descendiendo por la montaña.
Aunque
aparentaba serenidad, la impaciencia, los nervios que le comían por dentro y
las ganas de orinar, zozobraban la espera como puntas de alfiler que se clavan
en la tela de la incertidumbre. Faltaban diez minutos para la hora acordada
cuando el móvil vibró dentro del bolsillo de la
cazadora. Contestó sin mirar que era un número desconocido. Alejándose un poco
de donde estaba, giró a la derecha hasta el callejón donde los compañeros se
escondían para fumar, y porque ahí había mejor cobertura… Cuando Olaia se
detuvo con la vespino en la esquina,
acalorada porque llegaba tarde, buscó con la mirada al chico, pero encontró
solamente la mochila, muy bien apoyada en la
verja, y el envoltorio de una de las chocolatinas preferidas de Dani. Así
constaba en el informe policial, tal y como ella declaró.
Las
horas siguientes al suceso fueron de mucha angustia, hasta
que la Policía
activó el protocolo y desplegó el dispositivo de búsqueda del menor. En el
lugar de los hechos no se hallaron pruebas: marcas de neumáticos, signos de
violencia –restos de sangre o de ropa–,…; ninguna pista
que pudiera llevarles hasta el paradero del chaval… Nada de nada. Todo
permanecía sin cambios, igual, en su sitio…, excepto un silencio intenso que
poco a poco fue haciéndose como uno más del barrio. Olaia tuvo que repetir
hasta el cansancio los planes que habían hecho, contestando siempre lo mismo a las mismas preguntas: ¿Dónde teníais pensado vivir? Al sur de Euskadi, cerca de la Rioja. ¿Con qué dinero? Con la herencia que me dejó mi abuela. ¿Quién más lo sabía? Nadie, lo
prometo. ¿Has notado algo raro en
Daniel estos últimos días? No, nada.
¿Dónde estabas justo antes de ir a
encontrarte con él? Preparándoles la
leche a mis hermanos pequeños. ¿Quién
puede corroborar tu coartada? Ellos…
Mientras que en comisaría la joven Olaia asimilaba la magnitud del problema que
estallaba delante de sus narices, fuera, en los corrillos baladíes de la calle,
ya la estaban juzgando y sentenciando por la
mera razón de llevar una vida, a juicio de los demás, rara… En la misma sala,
separados tan solo por una mampara, estaba los familiares de Daniel, que, al
pasar por delante de ella, la ignoraron; salvo la prima, porque eran amigas. Pero
la joven, comprendiendo los momentos tan delicados que vivían, no le dio mayor
importancia.
Siguieron
días de gran incertidumbre, que alteraron la
vida cotidiana de los vecinos y conocidos; de
todos aquellos que, horas antes de la desaparición –ya circulaba la palabra
“secuestro”–, por un motivo u otro, hubieran tenido contacto con Daniel.
Desplegaron el dispositivo de búsqueda en diferentes puntos: uno de los grupos
se posicionó en los establecimientos por los que el chico pasaba a diario, otro
se introdujo en el Instituto –dentro y fuera–, un tercero controló las entradas
y salidas de la ciudad por las carreteras de circunvalación y las autovías… Se
montó un cordón humano de investigación, promovido por varios de los colectivos
en los que colaboraba la madre: activistas, ciudadanos, políticos, sindicales…,
apoyos internacionales de los que también echó
mano, así como amigos personales de ella y los montañeros que aún tenían trato
con el padre; al margen de las autoridades, claro está. Miraron en hospitales,
casas de socorro e incluso hasta en el depósito de cadáveres. Pero todo fue
infructuoso: a Daniel se lo había tragado un
jodido agujero de la tierra que se cruzó en su camino. Los demás, arrastrando
la impotencia, no podían hacer nada, salvo aliviarse con el calor de los suyos.
Ese no era el caso de Olaia, porque desde muy
pequeña se las tuvo que arreglar para sobrevivir. Su padre les abandonó cuando
su hermano gemelo y ella tenían cinco años. La carrera que disputó a partir de
entonces estuvo llena de obstáculos... La madre rehízo su vida con un hombre que, lejos de darles cariño, a la mínima los
pegaba. De esta relación nació un niño precioso pero enclenque... Vinieron
otros hombres... Y más hermanos, y más problemas, y más palizas, y más drogas,
y más deudas... Un hogar inestable para una muchacha que tenía las ideas
bastante claras: ser feliz. Debido a este pasado turbulento, las lenguas
sueltas de quienes desconocen la verdad la
culpaban de haber embaucado al chico a una aventura cuyas consecuencias finales
se les escapaban a todos...
Quince
años después, en los archivos policiales, en la carpeta donde se guardaban los
datos de la investigación, figuraba aún el siguiente membrete: “Pendiente de
resolver”, –como tantos que hay–. Nadie fue
detenido porque todo cuanto se encontró resultaron ser “pruebas
circunstanciales”, que tumbarían cualquier
acusación si se llevaran a juicio. Hasta el momento no se había encontrado
rastro del cuerpo, vivo o muerto. Tampoco objetos personales: documentación,
indumentaria, teléfono móvil…, al que cada vez que llamaban permanecía “apagado
o fuera de cobertura”. Jamás interceptaron una llamada hecha desde él que
aportara pistas que condujeran a su posible paradero. Ni movimientos en falso de
Olaia, principal sospechosa. Nada, absolutamente, nada de nada…
Las
personas que no habían olvidado a Dani, perseverantes en su empeño por dar con
él, estudiaban, una y mil veces –por si hubieran pasado por alto algún
detalle–, los acontecimientos de aquella fecha que cambió tanto el destino de
todos. Sus padres se separaron –ya se oían campanas antes de la desaparición–,
su prima se enamoró de un piloto y se largó a vivir a Los Ángeles, el abuelo no
pudo con tanta pena y falleció una madrugada acodado en la barra de un bar y sus hermanos siguieron dándole forma a los mimbres
de sus vidas profesionales y personales. Y Olaia, la eterna señalada, estudió para detective privado, por
si tenía así más posibilidades de encontrar a aquel muchacho alegre que tanto le
gustaba,
el único que, con tan poca edad, le había dado
un motivo para seguir: el amor… Pero una cosa era incuestionable: todos, a su manera, mantenían intocable la esperanza
de que al fin, algún día, aquel chico, convertido en adulto, apareciera.
En
casa de Daniel, en la mesa camilla del comedor, sobre la que tantas veces
nacieron grandes ideas sociales con el propósito de mejorar las condiciones de
los más vulnerables, su madre imprimía las copias de la nueva carta que pensaba
enviar a los Gobiernos –también internacionales–, ministerio del Interior,
Comisarías, centros sanitarios –públicos y privados–, Embajadas, Asociaciones
no Gubernamentales, etcétera… En ella aportaba
flecos que, a su entender, habían quedado sueltos en la investigación, o, como decía uno de sus amigos: clavos ardiendo donde
agarrarse. Cinco manzanas más allá, Olaia hacía algo similar… Sirviéndose de la
tecnología, estaba en permanente comunicación
con colegas de la profesión repartidos por el mundo. Usaba diferentes perfiles
para meterse en las redes sociales, cualquier cosa solvente con la que activar
los dispositivos de búsqueda…
En
definitiva, lo quisieran o no reconocer, tanto una como otra, habían dedicado
los años, el tiempo y su esfuerzo para encontrar a Daniel Belaochaga,
desaparecido el día que decidió ser libre… Unos especulaban con que utilizó a
Olaia como la coartada perfecta para fugarse, otros mantenían la teoría de que
había alguien más que lo sabía y al querer impedirlo la situación se le fue de
las manos, algunos apostaban por la posibilidad de que fue un secuestro
equivocado y que destruyeron el cuerpo sin más… Pero lo único que hay de verdad
es que el vacío dejado por Dani es
insustituible. Igual que lo es el que sienten tantas
y tantas familias desesperadas que, en este
mismo instante, rotas de dolor, y perdidas en el túnel de las hipótesis, entran por
las puertas de las dependencias policiales, con una foto ajada en la mano, de
la que, de tanto tocarla y besarla, solamente
permanecen intactos un vestido estampado y el
tiovivo al que iban tantas noches de verano.