domingo, 30 de noviembre de 2014

El final nunca está en nuestras manos


A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto,
y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.
Oscar Wilde.

A Damián le faltaba menos de un año para acabar la carrera de arquitectura con unas notas excelentes. Poco antes de que entrara en la universidad, su padre falleció de repente. Se indispuso, entró al váter de una cafetería y le dio un infarto. Todo en poco más de treinta minutos. Su madre, exageradamente posesiva, acaparó toda la atención del chico con distintas artimañas: chantaje emocional, crisis depresiva, miedos infundados… En cuanto se olía que el chico tenía planes, encontraba la manera de fastidiárselos… La situación era muy desagradable para el joven. Por un lado quería mucho a su madre y le dolía dejarla sola, pero por otro la necesidad de relacionarse con gente de su edad, irse de juerga, tener experiencias amorosas y polarizar la energía que le dejaban los estudios en divertirse, despertaban en él un cierto rechazo hacia ella, aunque nada que durara más allá de un instante…
            El último curso de su vida académica prometía ser definitivo, ya que un prestigioso despacho de arquitectos en Madrid quería ficharle. En esa época la sociedad estaba muy sensibilizada por el estallido del envenenamiento con aceite adulterado de colza. Continuamente pasaban por la facultad activistas convocando protestas en la calle de solidaridad para los afectados y de denuncia contra los culpables. Los tablones de anuncios presentaban un lleno completo, con información variada de distintas actividades. Entre ellas destacaba una que llamó la atención del joven: licenciados de la Escuela de Hostelería gallega juntan a profesores y otros profesionales y recorren España dando a conocer los productos y las recetas típicas de la tierra. Arrancó la nota y se la guardó. Le apetecía la idea de probar berenjenas rellenas de pimientos de Oimbra, queso de Cebreiro, de San Simón Da Costa…, jamón de A Cañiza, un vino de Valdeorras y, por supuesto, para rematar, una queimada. Manjares que conocía a través del cine o de las novelas y que ahora tendría oportunidad de opinar desde la cultura del paladar.
            Ese día apenas comió en casa. Damián estaba nervioso. Para evitar que la madre le interrogara, dijo que regresaría tarde, porque iba a estudiar con otros compañeros. La degustación tuvo lugar en el Campus, en una zona retirada donde habilitaron una carpa para el evento. Una de las personas que formaban parte de la comitiva se fijó en el joven, quien, haciendo gala de su timidez, observaba todo desde una esquina. La mujer colocó un poco de cada en una bandeja y fue a su encuentro. ¿Te apetece probar algo de esto? –Dijo mientras le ofrecía–. Sí. Gracias –respondió–. Soy Juana. El chico, impactado por la elegancia de la mujer, tardó en reaccionar. Damián, me llamo Damián. Estudiante de arquitectura. En realidad ya estoy en el proyecto de fin de carrera. Y luego siguieron hablando de urbanismo, restauración de edificios de valor histórico; punto exacto de pochar la cebolla, ajo y puerro, como base a un guiso con coles de Betanzos…
            Establecieron comunicación frecuente a través del teléfono y, en cuanto tenía libre, Juana venía a pasar unos días con él. Se alojaba en la calle de la Cruz, en una pensión baratísima donde desfogaban su pasión como dos adolescentes. Una de las veces, pensó que era hora de presentarla en casa. La madre iba a preparar la comida, no esperaba visita y menos aún que aquella mujer, diez años mayor que su hijo, pudiera convertirse en su futura nuera. Se saludaron con respeto, guardaron las distancias y a partir de ese momento, hasta su traslado a Galicia, la vida de Damián fue un verdadero infierno. Una hembra enamorada y una madre con mucha personalidad tiraban de él, cada una hacia su terreno. Juana intentaba ser comprensiva, pero los desencuentros surgidos entre ellos hacían la situación insostenible. Tanto que decidieron darse un tiempo…
            Fueron seis meses de sufrimiento para los dos. Él abandonó los estudios y logró colocarse de recepcionista en un hotel. Ella continuó cocinando pero sin recorrer el país. Cada pocas semanas, a Damián le tocaba turno de noche y cuando llegaba a casa lo que menos le apetecía era discutir, pero su madre era experta en sacarle de sus casillas. Una mañana regresó bastante irritado. Habían tenido un problema con un cliente y la camarera de planta, y no estaba para tonterías. Sin embargo, ella empezó con la misma retahíla de siempre. Entonces estalló y dijo todo cuanto tenía guardado… Con la maleta en la mano, cuando fue a besar a su madre en la mejilla, ésta le dijo: si te vas con ella, por aquí no vuelvas
            Damián y Juana trabajaron duro unos pocos años. Ella dando clases de cocina donde la contrataban; él en Vimianzo, en una empresa dedicada al sector de los suelos pulidos de hormigón. Para tomarse unas vacaciones, en una ocasión contrataron en una agencia un viaje a los Estados Unidos, pero dos madrugadas antes de la partida, el ruido del teléfono truncó sus sueños. La madre de Damián se había roto una cadera y la estaban operando. Juana acompañó a su marido. Cuando la mujer despertó de la anestesia y los vio a los dos montó en cólera. El diagnóstico médico abría muchas dudas respecto a su recuperación, ya que un notable deterioro de los huesos entorpecería la rehabilitación a la que tendría que someterse. Otra muy distinta era la mala leche, para eso no había arreglo. Algunas semanas después, Damián intentaba que su madre entrara en razón y se fuera con ellos a Galicia, en vista del alta inminente y el problema que ello acarrearía. Pero ni por esas, así que, con arreglo al deseo de la mujer, junto al médico y los servicios sociales, encontraron un lugar de reposo que costaba una pasta al mes aunque por tiempo limitado…
            La huelga de controladores aéreos, coincidiendo con la de Renfe, obligaron a Damián a realizar el viaje de A Coruña a Madrid en autobús. Un trayecto pesado de casi ocho horas que parecían no terminar nunca. Cuando a las 14:20 pisó suelo en la Estación Sur, en Méndez Álvaro, no cabía un solo alfiler en el recinto. Traía poco equipaje, lo imprescindible para tres o cuatro días. Llamó a Juana, al despacho y a un cliente que, aunque les dejaba mucha pasta, era un auténtico gilipollas. Indicó al taxista la dirección, en San Lorenzo de El Escorial, de la casa de reposo donde llevaba su madre ingresada siete largos meses. Leyó otra vez en el dispositivo móvil el correo electrónico que la directora del centro le había remitido sugiriendo la posibilidad de concertar una entrevista a la mayor brevedad posible, para tratar asuntos burocráticos.
            La madre había sufrido un empeoramiento y llevaba encamada varias semanas. La retirada de determinadas subvenciones les obligaron a prescindir de personal cualificado y el que quedaba no tenía suficiente preparación para llevar un caso como el suyo. A Damián se le cayó el mundo a los pies, no por el hecho de hacerse cargo de su madre, ya que tanto Juana como él lo tenían asumido llegado el momento, sino por la reacción de ésta.
            Damián pasó a la habitación y besó en la frente a su madre. Acababan de cambiarle el pañal y los vendajes de los tobillos. Desde la ventana se veía a lo lejos el Monte de Abantos y una hilera de nubes que colgaban de las montañas como guirnaldas. Sentado en el borde de la cama, mirándola, la puso al corriente de la situación. Ella permanecía en silencio, abstraída por el paisaje que tanto había amansado su carácter. Buscó la mano del hijo y la apretó contra su pecho, y, por primera vez mirándole con ternura y sensibilidad, le dijo: vete tranquilo con Juana, todo irá bien… Cayeron algunas lágrimas sobre la almohada, cerró los ojos y dio el último ronquido…

domingo, 16 de noviembre de 2014

Desirée


Cuando menos lo esperamos, la vida nos coloca delante un desafío
que pone a prueba nuestro coraje y nuestra voluntad de cambio.
  Paulo Coelho.
A Jose

La puerta de la habitación de Desi estaba cerrada. A través de ella se oían constantes notificaciones de chat que llegaban a su ordenador. A Basilio, su padre, le extrañó que no tuviera música, pero no le dio mayor importancia, pensando que a lo mejor había tenido un pronto de responsabilidad y estaría estudiando. Entró en su dormitorio a quitarse las botas, la ropa de faena y darse una ducha antes de ponerse a preparar la cena. Trabajaba en el Metro, en mantenimiento y, a veces, si tocaba meterse en los túneles, regresaba con fuerte olor a humedad. Precisamente ese día había sido uno de ellos. Hubo una incidencia entre estaciones y permaneció dentro del paso subterráneo durante horas. Así que no quedaba más remedio que exfoliar el hollín de la piel dentro del agua. La casa era pequeña, de poco recorrido; apenas cincuenta metros cuadrados en cuatro piezas, contando con que la cocina y el comedor son una sola. Repartió las acelgas en los platos y sacó de la sartén la última rodaja de pescadilla. Hizo amago de abrir una segunda lata de cerveza, pero lo pensó mejor y sirvió dos vasos de leche sobre la mesa. Desi, a cenar, ve a lavarte las manos. Transcurridos los diez minutos de rigor que siempre le daba, y porque no se enfriara la verdura, llamó con los nudillos y dijo: venga coño, que tengo hambre, sal de una vez. Aguardó unos pocos segundos más y, con un movimiento seco de picaporte, abrió, sospechando que no la hallaría. Sobre la cama encontró los blíster del antidepresivo que tomaba y una nota que ponía: Lo siento mucho, papá
            Un domingo en Madrid, donde ni siquiera el corsé de las nubes suavizaba la sensación de frío, Basilio y Almudena se conocieron haciendo cola en un establecimiento de comida rápida al finalizar una manifestación de apoyo al pueblo saharaui. Tres meses más tarde se fueron a vivir juntos y, cinco años después, la perseverancia de él por ser padres condujo sus pasos hasta Barcelona, a una clínica de reproducción asistida donde consiguieron que naciera su preciosa hija: una pelirroja de cabellos ensortijados y piel salpimentada de pecas. Desirée fue una niña buscada en el marco de una familia con presunto perfil desnortado. Armado de paciencia, cualidad que no le escaseaba a Basilio, vivió los primeros años de la pequeña lleno de emociones, pero el brote de la adolescencia trajo consigo una plaga de problemas difíciles de extinguir.
            Episodios de pánico injustificable, tendencia depresiva y amenorrea, obligaron a acudir al médico. Desi no soportaba la idea de tener que hacerlo acompañada solo de su madre, así que, lustrando sus mejores armas de seducción, convenció al padre para que fuera con ellas. En la sala de espera, Basilio y Almudena aguardaban junto a su hija. La chica había perdido peso y palidecido bastante últimamente. Estaba rara. A la doctora de cabecera le bastó la exploración y unas pocas preguntas para hacerse una idea aproximada del mal que destrozaba la mente y el cuerpo de Desi. Pidió analítica sanguínea rutinaria y electrocardiograma, concertando consulta para diez días después.
            Basilio cambió el turno con un compañero, pero a Almudena le fue imposible dejar sola la mercería estando su jefa enferma. Padre e hija ocuparon sendas sillas frente a la doctora, quien permaneció concentrada sobre el teclado hasta terminar de escribir. Después, dirigiéndose a Desi con amabilidad, dijo: ¿Cómo te encuentras? Bien –respondió la chica–. ¿Qué tal duermes? Quedó un momento pensativa, buscando entre las posibles respuestas la menos desnuda. A veces me cuesta y tardo, pero bienHemos encontrado que tienes una bajada importante de potasio, pérdida en el esmalte dental, lesiones en la garganta y abrasiones en el dorso de las manos. La doctora se refería a alteraciones electrolíticas –fundamentalmente hipopotasemia– y alteración de la función renal –insuficiencia renal que se traduce en un aumento de la creatinina en sangre–, tanto lo uno como lo otro se objetivan en analítica sanguínea rutinaria. También manejaba la información que ofrecía el ECG –electro– descubriendo un descenso del segmento ST. Dirigiéndose al hombre preguntó: ¿Han notado trastornos de alimentación en su hija? Basilio, bloqueado, no supo qué decir… Creemos que sufre bulimia, quizá está en la fase inicial, pero aconsejo contactar con psicoterapeutas especializados en este tipo de problemas. No había escapatoria, reflejaba el rostro de Desi. ¡Qué estúpida! La habían descubierto. Mientras que el de su padre se ahogaba en arcadas de culpabilidad.
            Desde entonces Basilio estuvo más pendiente de la chica. Los episodios nocturnos de voracidad atacando la nevera eran muy frecuentes, acompañados de bajada de autoestima y provocación de vómito –de ahí las marcas en las manos–. El hombre establecía turnos de vigilancia en la cocina, pero su agotamiento físico no siempre le dejaba hacerlo. Desi laceraba constantemente su organismo con la ingesta de diuréticos, laxantes e inhibidores del apetito. Remedios que pensaba infalibles contra la gordura inexistente, unas curvas que distorsionaba su cerebro. En varias ocasiones la cosa se complicó y hubo que hospitalizarla para meterle el alimento a la fuerza.
            Las peleas entre madre e hija aumentaron tras el diagnóstico. Almudena no entendía que la chica fuera incapaz de controlar sus impulsos. Acusaba a Basilio de haberla mimado en exceso, consentido y contribuido al desarrollo de una personalidad bipolar. Incapaz de tratarla evitó desencuentros que agravaran aún más la situación, aceptando la propuesta de sus jefes de poner en marcha otra mercería en Canencia, en la vertiente sur de la sierra de Guadarrama. Al principio venía los viernes y regresaba los domingos, pero con el tiempo lo espació. Seguramente su desapego no era más que miedo escénico a enfrentarse con esa realidad.
            Lo siento mucho, papá… Habían pasado ocho años desde que encontrara esa nota. La pena agujereaba a Basilio envejeciéndole aceleradamente. Y, aunque ahora las cosas entre Almudena y él eran muy diferentes y vivían separados, iban juntos cada tarde al centro donde ingresaron a su hija cuando las autolesiones fueron llamativas y aparecieron otras patologías de corte psiquiátrico. Desirée apenas se mantenía en pie y recibía alimentación enteral, es decir, por sonda. La fragilidad de su salud con la intranquilidad de que en algún momento pudiera rompérsele la vida, tenía a sus padres fuera de sí. Las visitas sucedían dentro del doloroso patrón de ver cómo la hija se les iba sin que pudieran hacer nada…
            La soledad viajaba con ellos en el autobús de regreso. Como una rueda de molino imposible de mover, cada uno soportaba la carga del propio aislamiento. Todos eran culpables de la situación y ninguno en concreto. Un cúmulo de circunstancias o de coincidencias les llevaron ahí: lo irregular de una personalidad vulnerable, las figuras esqueléticas de las modelos de moda, o la idea equivocada de que para gustar y ser atractiva, había que lucir hueso y pellejo en lugar de carne… Esto es lo que rondaba en las cabezas de Basilio y Almudena, y también la pesadumbre de haber hecho algo mal; causas desconocidas para ellos, las que empujaron a Desirée a arruinar una existencia, la suya, prometedora.

(Mi agradecimiento a la doctora Marta Fuentes por la orientación en los términos médicos).