Helen Wyner

A Almudena Grandes:
Por su legado, compromiso y honestidad.
Gracias.

1.
El 28 de junio de 2018 el destino cambió para Helen Wyner al incorporarse a la plantilla de una de las más prestigiosas escuelas en Foley, ciudad del condado de Baldwin, estado de Alabama, donde ocuparía la vacante dejada por jubilación del anterior secretario. Distribuir la correspondencia, ayudar a padres y alumnos con el papeleo burocrático en la inscripción de matrícula, atender otros asuntos de dirección y disponer de un despacho en el edificio principal, la hacían sentir importante. Así que, habiendo pasado por numerosos empleos en los que no cuajó, cruzó los dedos, apretó los párpados, se dejó llevar y puso todas las expectativas en éste. Era su primer día y los nervios ralentizaban los preparativos antes de salir. Hizo un esfuerzo por concentrarse y ahuyentar los pensamientos que la enganchaban a las bridas de sus inseguridades. Quería causar buena impresión, por eso, se esmeró limpiando los zapatos, planchando el uniforme y abrillantando la placa donde se leía su nombre. Imaginaba que la jornada sería larga y que lo mejor habría sido hacer un desayuno contundente a base de huevos, tocino crujiente, hamburguesa de salchichas, croquetas de patata y jugo de naranja. No obstante, aunque sí envolvió un sándwich de ternera con hojas de col, que guardó junto con la agenda, sólo pudo beber un café. Eran las 6:03 a.m. y en el horizonte la habitual pareja de halcones visitantes recortaba con su vuelo el inicio del amanecer. Mientras dejaba en el fregadero la taza con agua, puso la radio. En la emisora local daban la noticia del tiroteo masivo ocurrido en las oficinas de la editorial del periódico The Capital, en Maryland, donde murieron cinco personas y otras tantas resultaron heridas de gravedad y trasladándolas al hospital en estado crítico. Comprobó que uno de los grifos seguía goteando y anotó en la pizarra de la cocina un aviso para acordarse de llamar al fontanero. Se le aceleró el corazón con una mezcla de emoción y de respeto. Abrió el garaje con la palanca manual y puso en marcha el motor.
          Conforme se alejaba en su Chevrolet de 1994 vio la sombra del columpio, en el que cada tarde se sentaba a leer, reflejada en el suelo de madera. Rodeada de prados verdes y de Azaleas que ella misma había plantado, se ubica su casa en el cruce de Liviana Ave con Chicago St., un rincón apartado, tranquilo, enmarcado en la sencillez de lo necesario y donde el silencio es quebrantado tan sólo por el generador de algún vecino y el festín que entre basuras se daban los roedores. Descendiente de aparceros, es la quinta de seis hermanos de los cuales sobreviven dos. Criada en el ambiente sureño de respeto a la bandera y aferrada a sus señas de identidad, la inculcaron la costumbre de visitar los cementerios donde estaban enterrados los antepasados caídos en la guerra. También se acostumbró a asistir a las representaciones de las batallas donde tuvieron lugar. De niña lo hacía cogida a la mano de su padre, un hombre fuerte al que la tuberculosis se lo llevó a muy temprano. A diario, asistía al templo baptista donde era reconfortada por el pastor, aún lo sigue haciendo. Una bella construcción de una sola planta en ladrillo rojo, escalinata con barandilla de hierro forjado a ambos lados, farolillo siempre luciendo sobre la puerta abierta a servicio de la comunidad y tejado simulando tiras grises ensambladas unas con otras, configuraban la estructura de una de las piezas más importantes para los lugareños. También es el punto de encuentro donde se desarrolla la actividad social. El coro, formado por miembros de casi todas las edades, además difunde el evangelio a través de la música que comparten con los feligreses y su presidente se ocupa de iniciar la oración cuando ensayan o justo antes de elegir el repertorio. Cumplió dieciocho años y la prepararon una gran fiesta a la que acudieron primos, amigos y compañeros de clase. Al término, antes de agradecer la asistencia a los presentes y los bonitos regalos, cogió la mano de su novio, propusieron un brindis y anunciaron el compromiso. Siete meses después él se enroló en la marina y nunca más se supo de su existencia. Había nacido para casada –o eso creía– al igual que las demás mujeres de la familia, educadas para cocinar y criar niños, limpiar habitaciones llenas de juguetes, zurcir calcetines, reinventarse para estirar la economía y levantarse al alba teniéndolo todo preparado. Pero asumió el contratiempo y poco a poco fue levantando cabeza. No lejos de esa fecha, su hermana Beth, dos años menor, la rebelde, la inconformista, la defensora de los derechos civiles, un alma libre, sin ataduras, independiente y feminista, tan distinta de ella, se casaba por sorpresa en Las Vegas. Tiempo después el idílico romance se tornó en pesadilla, ya que, aquel hombre encantador al principio, con un halo misterioso que inquietaba, movió los cimientos de la joven apartándola del núcleo familiar. Nadie pudo imaginar entonces el sufrimiento y el dolor irreversible que les causaría un escabroso suceso que estaba por llegar y cuya consecuencia les marcaría para siempre…
          Elberta, donde reside, es un lugar tranquilo, de pocos habitantes, un costo de vida bajo en comparación al resto del país, dominado por el Partido Republicano y con la religión como su eje principal. Al igual que en todo el territorio, la gran mayoría de blancos portan el rifle sobre la ventanilla trasera de sus camionetas, hacen acopio de víveres no perecederos y poseen más de un arma. Saben que los escogidos serán pocos y subirán al cielo en cuerpo y alma, los que se queden en la Tierra hasta la segunda venida de Cristo, sufrirán ataques y hambre. La U.S. Ruta 98 que va de Mississippi a Florida, atraviesa el pueblo partiendo su perímetro en dos. Alabama se sitúa dentro del llamado cinturón de la Biblia que comprende la zona central, sur y este de USA. Su gen supremacista es tan poderoso que justifican el odio como única realidad y bloquean con su actitud la enseñanza de la biología evolutiva, los derechos civiles para las personas LGBTI, niegan el calentamiento global, discriminan a todo ateo que quiera acceder a un cargo público, rechazan la educación sexual, la igualdad de la mujer, las políticas inclusivas y la desmembración de la Iglesia respecto al Estado. Anclados en el ambiente que se creó a mediados del siglo XIX, cuando la esclavitud fue fundamental para alzar la economía, muchos alabameños siguen instalados ahí y tratan con desprecio y altanería a los afroamericanos. Sin embargo, ésta es también una región rica en agricultura donde destaca el ambiente rural sureño. Uno de los sitios más atractivos que hace de este lugar un punto de descanso para aquellos que quieran ir a las playas del golfo, es Roadkill Café, un restaurante de estilo buffet, famoso por su pollo frito y el puré de patatas. Pero, Sweet Home Farm, la granja familiar de quesos que se diferencian de los de venta en establecimientos convencionales al no llevar en su elaboración conservantes ni colorantes, es de obligada parada para el turista.
          Apenas había tráfico, así que, las 43,1 millas hasta la ciudad de Foley las hizo casi en solitario. Aunque cumplía los requisitos para el puesto muy por encima de lo exigido los repasó mentalmente. Llegaba con tiempo suficiente y al inicio del curso le faltaban aún unas semanas, no obstante, apretó el acelerador. Aparcó junto a la hilera de los School Bus amarillos, y algún que otro auto que supuso sería del personal. Cogió la mochila y con paso firme se dirigió a la entrada. Paul Cox, el consejero escolar con más antigüedad del centro fue el encargado de darle la bienvenida. Gafas redondas de cristal grueso, sobrepeso, piernas cortas aunque ligeras, corbata ancha a medio anudar, pelo engominado peinado hacia atrás y una cara siempre sonriente componían el perfil de este compañero al que no le importaba atender a la gente aún fuera de horario.
          –¿Helen Wyner? –lee en la ficha que llevaba en la carpeta–. ¿Qué tal? Nos sentimos orgullosos de tenerte con nosotros y espero que tu estancia sea grata.
          –Gracias, y yo de estar aquí –se dan un apretón de manos.
          –Siento que el director no haya podido recibirte personalmente, pero tenemos un problema logístico y andamos de cabeza. Ya sabes. De todas formas está impresionado con tu currículum.
          –No importa, habrá ocasión de conocernos. ¿Por dónde empiezo?
          –Instalándote. Hay mucha tarea atrasada que habrás de actualizar. Sígueme –señaló hacia la derecha adentrándose en una amplia galería con la bandera de los Estados Unidos de América al fondo–. Hemos llegado. Este será tu cuartel general. Cuánto necesites atraviesas esa puerta y lo pides al departamento de administración, sin ellos nada de esto funcionaría.
          –De acuerdo, pero seguro que me las arreglaré.
          –El almuerzo es a las 12:00 p.m. y aquí valoramos mucho la puntualidad.
          –Jamás suelo llegar tarde.
          –Y ahora, si me disculpas, he de asistir a una reunión.
          –Claro, faltaría más. –Un centenar de expedientes polvorientos salvaguardando la privacidad de cada alumno, sus debilidades, aprobados, suspensos y algunas amonestaciones por faltar a clase esperaban ser archivados. Dos semanas después, cuando había enriquecido la mesa de trabajo con varios objetos personales, olía a un ambientador de suave fragancia difícil de definir y mantenía en el alféizar de la ventana dos macetas con Gerberas, comenzó el curso.
          –Madre mía, Helen –dice Betty Scott, la jefa de comedor abriendo la puerta de golpe–, esto ya no parece lo mismo.
          –No creas, aún falta por decorar algo más.
          –¿Qué has traído hoy de comida?
          Nuggets con guisantes y una galleta de chocolate.
          –¿Hace un poco de bagre con alubias de careta?
          –¡Venga!
          Una mañana, entrado ya el otoño, según aparcaba en la plaza que tenía asignada, coches de la policía patrullaban alrededor de la escuela y en el interior del recinto también. Aquello le resultó raro, más aún cuando las sirenas de las ambulancias se acercaban a toda prisa. Vio mucho alboroto en el pabellón de las aulas y entendió que sucedía algo porque estudiantes, maestros y personal de administración increpaban a los agentes dispuestos a emplear la fuerza si no se apartaban.
          –¿Qué pasa? –preguntó al encargado de seguridad–. ¿Por qué estáis aquí?
          –Hay un tipo atrincherado en el gimnasio –aclara uno de los profesores–. Tiene secuestrados a una veintena de chavales y al conductor del autobús donde venían. Además, ha disparado contra uno de mantenimiento, no creo que sobreviva.
          –Dice que como alguien se acerque –añade Betty Scott– matará a los rehenes.
          –¿Y quién es?
          –Un universitario con problemas psiquiátricos. Cursó dos grados de secundaria con nosotros, pero no completó el tercero al ser expulsado por violento. Supongo que está poniendo en práctica su venganza. –El alcalde y el director de la escuela, ante la avalancha de personas que se les venían encima pidieron calma y paciencia hasta esclarecer los acontecimientos.
          –A ver, presten todos atención, por favor –Paul Cox alzó la voz–. Vamos a colaborar para que los inspectores realicen su trabajo.
          –Compatriotas –comenzó así el discurso del sheriff Landon–, nos enfrentamos a un ser despiadado e imprevisible, somos un blanco perfecto ya que desde su posición controla cualquier movimiento que hagamos, por eso creemos que lo mejor es que os llevéis a vuestros hijos cuanto antes. Hagamos una salida escalonada siguiendo nuestras instrucciones y no os pasará nada, mis hombres le distraerán. –Todos, excepto los padres de los chicos retenidos abandonaron la zona de peligro protegiendo a los más pequeños que lloraban asustados por la llegada del FBI.
          Helen Wyner se sentó en el césped con las piernas cruzadas, tenía la boca seca, le temblaba el labio inferior y necesitaba gritar. Alguien repartió agua y los perros guardianes dejaron de ladrar. Pensó en su hermana Beth que a esa hora estaría tendida en el sofá esperando que el día se acabara lo antes posible. Sacó el móvil y la llamó suponiendo que la noticia habría corrido como la pólvora e imaginando la preocupación que tendría por ella.
          –¿Esta mamá contigo? –No respondió–. ¿Ha vuelto de pasear? –Silencio absoluto–. Tómate las pastillas y no te preocupes que todo está bajo control. Anda, apaga la televisión que en cuanto pueda voy. –Al otro lado del teléfono tan sólo se oyó el clic de colgar.


2.
Transcurridas varias horas y pese a que el cordón policial impedía acercarse al centro educativo, se apiñaban en los alrededores los medios de comunicación a la caza de la imagen impactante o de la declaración más sensacionalista. Al igual que cada vez eran más los curiosos que no querían perderse en directo el desenlace del secuestro de los adolescentes, cuya negociación por parte de los agentes al mando no parecía fructificar a tenor de que la situación seguía en stand by, lo que motivó que psicólogos de apoyo se desplazasen al lugar de los hechos para dar servicio a los padres que manifestaban ya el perfil de una crisis nerviosa. Las ambulancias que accedían por la puerta de entrada de mercancías aparcaron en fila. Mientras, del hospital llegaron malas noticias: el responsable de mantenimiento al que dispararon cuando ponía a salvo a un alumno que cruzaba por delante del pabellón deportivo, estaba en coma. La bala, alojada en una zona recóndita del cerebro, no tenía orificio de salida, por consiguiente, la posibilidad de ser extraída resultaba imposible. Así que, optaron por mantenerle con vida enganchado a una máquina hasta localizar a algún pariente que tomase una decisión.
          Creció pegado a las vías del ferrocarril en un bellísimo pueblo de Virginia Occidental que ni siquiera viene en el mapa. Alejados de la cabaña habitada por su padre la madre desapareció al poco de parir, vivía un matrimonio de color con nueve hijos que a la caída del sol, sentados en sillas desiguales y deslomados tras la dura jornada cosechando los campos, entonaban Swing Low, Sweet Chariot, a la vez que elevaban sus plegarias por las almas de todos los hermanos asesinados a consecuencia del odio racista. Él se consideraba un chico travieso que al menor descuido escapaba a través del bosque para esconderse entre los matorrales atraído por los bailes peculiares que aquellos interpretaban al rezar. Una noche, tratando de regresar a casa bajo una lluvia infernal y alarmado por los zorros rojos que frecuentaban la zona, los afroamericanos le dieron refugio hasta que amaneció. La experiencia fue tan impresionante que a partir de entonces repitió en varias ocasiones más. ‘¿Te apetece un trozo de budín de pan, muchacho? –le ofrecían a menudo. Posteriormente guardaba los mendrugos duros y lo elaboraba tal y como le enseñaron con complementos tan básicos como azúcar, manteca, leche…–. Acércate a la mesa y antes del pastel toma un poco de este guiso que mi esposa Minny ha hecho con carne de mapache’. ‘Gracias, señor’. ‘Si te descubren aquí tendrás problemas. Lo sabes, ¿verdad?’. ‘No se preocupe, sabré arreglármelas dijo relamiéndose los labios. Todo está riquísimo’. Coincidiendo con el atentado que se produjo en Carolina del Sur, en la Iglesia Episcopal Metodista Africana Enmanuel, de Charleston, donde murieron nueve personas y varias resultaron heridas a manos de un blanco segregacionista, volvió para visitarlos. La masacre tuvo lugar a quince minutos del Mercado de Esclavos donde en el siglo XIX se vendían negros. Era junio de 2015 e imaginó que encontraría a dos ancianos en la recta final de sus vidas, pero no quedaba rastro de ellos ni de su hogar, sino un montón de escombros sobre los que se sentó regresando con la imaginación hasta el grato escenario de su infancia y al gran esplendor que supuso construir la base de la niñez en campo abierto. De aquellos vecinos aprendió que la libertad de soñar no tiene rejas, sino un horizonte infinito que apuntala los cimientos fundamentales de todo ser humano: su integridad como persona. Convertido en un joven muy apuesto, recorrió el país en una autocaravana vendiendo Biblias y reproduciendo la esencia de los sermones del pastor tantas veces escuchados. De discurso fácil y madera de líder predicaba por los caminos a cambio de unos dólares para combustible y comida que las buenas gentes daban gustosas viendo en los ojos de aquel caballero la luz del mismísimo Jesucristo. Pero esa forma de vida errante empezó a cansarle y decidió que había llegado el momento de echar el ancla en tierra firme.
          Faltaba una semana para el último lunes de mayo, celebración del Memorial Day, festividad federal donde se conmemora a los soldados estadounidenses muertos en combate, aunque se ha hecho extensivo y los ciudadanos visitan las tumbas de sus parientes pasando el día en familia. Isaías Sullivan llegó a Foley con la clara intención de quedarse. Le pareció un sitio idóneo y bastante tranquilo donde empezar una nueva etapa. Además, tenía muchísima curiosidad por comprobar si la Reserva Natural Graham Creek, con sus 500 acres de bosques mixtos donde abundan muchas especies raras y plantas silvestres, era tan espectacular como había oído contar. Buscó un lugar alejado donde acampar y al pasar por delante de la escuela vio a un hombre mayor peleándose con la verja que reparaba. ‘¡Eh, amigo! –gritó, bajando la ventanilla–. ¿Le echo una mano?’. ‘Es tarde y ya no queda nadie dentro –contestó el otro haciendo pantalla con las manos para enfocar la vista–. Vuelva mañana, yo no le puedo atender’. Bajó del auto, cogió las herramientas, se presentó y juntos enderezaron la puerta trasera que también se había caído. Resueltas las averías, echaron el resto de la tarde conversando en un banco de piedra y bebiendo cerveza. ‘Formamos un gran equipo, ¿verdad, abuelo?’. A partir de ese momento cuidó del anciano hasta el día de su muerte y se incorporó a la plantilla de la que pronto sería el jefe.
          En la sala de juntas las agujas del reloj no avanzaban y la espera se hacía tan sofocante que la saliva, difícil de tragar, anegaba los paladares de quienes aguardaban desazonados. ‘Tendría que preparar bocadillos y botellas de agua para los niños –dijo, Zinerva Falzone, cocinera, aunque nadie la hizo caso–, estarán exhaustos cuando acabe la pesadilla’. A últimos de julio de 1943, en plena invasión aliada de Sicilia, coronada como la operación militar más grande de la Segunda Guerra Mundial, su familia apostó por perseguir el sueño americano dejando atrás la isla devastada por la hambruna y la destrucción para emigrar a Estados Unidos donde otros compatriotas también probaron fortuna. Al principio fue muy duro hacerse al clima y a un idioma absolutamente desconocido. Pero salieron adelante gracias al puesto callejero que la abuela puso en marcha despachando Panelle, típica masa de la cocina italiana, hecha con harina de garbanzos que una vez trabajada se deja enfriar, se corta a rectángulos y se fríe con abundante aceite. Veinte años después, en Birmingham, al calor de los fogones, nació ella y creció con lo mejor de cada cultura. Continuaron turnándose en el negocio hasta que comprendieron que aquel plato oriundo de la zona de Palermo perdía toda su originalidad al elaborarlo con mantequilla. Así pues, como la ciudad les quedaba grande buscaron un lugar recogido donde establecerse. Silverhill, en el condado de Baldwin, les brindó la oportunidad. Enseguida se acostumbraron a la vida sureña, no se sentían forasteros si no parte del mundo que habrían de descubrir paso a paso. Aunque a Zinerva, la piccola mimada por todos, le gustaba muchísimo ir al colegio y merodear por los alrededores de la Biblioteca Municipal, pronto empezó a interesarse por la cocina e innovar nuevos platos, además de seguir perpetuando las viejas recetas pasadas de una generación a otra. Sin embargo, la travesía de su vida nunca fue fácil…
          ‘¿Se sabe la identidad del secuestrador –pregunta el responsable de limpieza– y lo que pretende?’. ‘Un universitario con problemas mentales. Estudió aquí pero no ha trascendido más’. Paul Cox, el consejero escolar, permanecía con el rostro pegado al cristal de la ventana del ala norte. ‘Mirad –dijo–, hay francotiradores apostados en los tejados. ¿Los veis? Esto se pone feo. No me gusta nada’. ‘Ya, pero habrá que reducir a ese loco como sea, ¿no crees?–apuntó el profesor de matemáticas–. Ojalá que no duden y tiren a matar’. Aquellas gélidas palabras le apuñalaron el corazón ya que era contrario a cualquier tipo de violencia y por supuesto a la tenencia de armas. ‘Bueno, no seré yo quien exculpe al delincuente, ni justifique la acción desagradable y macabra que está llevando a cabo –expresó–, pero quizá antes de hacer ese tipo de afirmaciones habría que saber los motivos que empujan a una persona a cometer un acto así’. Se le vino a la memoria su esposa, de viaje por Europa, invitada por los nietos tras superar el shock traumático a consecuencia del atropello sufrido cuando iba de compras y cuyo conductor se dio a la fuga. Por suerte, en cuanto a lo físico, no hubo que lamentar males mayores excepto diversas magulladuras. Pero, psicológicamente, la huella dejada persistió durante quince largos meses en los que sintió pánico a salir sola, cruzar una calle, entrar en un comercio y mezclarse con gente, puesto que, la más mínima sospecha de peligro la hacía retroceder y esconderse junto a la cama en posición fetal. Todos contribuyeron en su recuperación, aunque jamás volvió a ser la misma…
          Coretta Sanders, querida y muy respetada por alumnos y alumnas, era profesora de Artes del Lenguaje, licenciatura sacada sorteando cientos de trabas. Nacida en Kentucky de donde emigró cuarenta años atrás y a punto de obtener el derecho al retiro completo, recordaba con cierta nostalgia la primera vez que se puso al frente de un aula luciendo el mejor de sus vestidos. Sentía un calor inexplicable en el cogote, le sudaban las palmas de las manos y los calambres crónicos reaparecieron en las pantorrillas. Tomó aire, alineó los libros a un lado de la mesa, se acercó al encerado y escribió su nombre con letra de trazo redondo mientras escuchaba comentarios entre risas procedentes de los pupitres del fondo, “¡Que tu boca de negra no hable con palabras de blanco! ¡Te colgaremos de un árbol, escoria! ¡Te comes nuestro pan y ocupas nuestra tierra, arderás como la mala hierba!”. Pero aquello quedó en mera anécdota. Poco a poco se los fue ganando y aumentando su prestigio con los famosos métodos que usaba de enseñanza donde la participación de ellos era fundamental, hasta tal punto que algunos seguían en contacto mucho después de abandonar la escuela. Volvió del baño y se quedó pensativa, los compañeros también lo estaban. Suspiró y rompió el silencio cortante del ambiente. ‘Los chicos y chicas encerrados en el gimnasio están preparados para manejar cualquier eventualidad. Son de octavo grado, la mayoría van a mi clase y sé cómo se comportan. Hablaré con la policía por si hay alguna posibilidad de comunicarnos. Entre ellos está Thomas Dawson, es muy espabilado, estoy segura de que si existe una mínima posibilidad de sacarlos de allí sin lamentar más bajas sé que él puede hacerlo. Es de muy buena familia, educado, perspicaz, tolerante y paciente. Sabe muy bien lo que quiere y lo más importante: cómo conseguirlo’. ‘Vamos, pues –decidió Paul Cox–. No perdamos un tiempo crucial’. ‘¿A dónde se supone que vais? –dijo Mitch Austin irrumpiendo en la sala–. No podemos abandonar estas dependencias, son órdenes de los de arriba’. Sin embargo, al conocer los planes y, aunque no le beneficiaba en absoluto ese tipo de publicidad, para la preparación de su candidatura a Gobernador de Alabama, por el Partido Republicano, quiso acompañarlos, pero antes: ‘¿Tenéis algo para el ardor de estómago? –preguntó–. Me abrasa el esófago’. ‘En el botiquín hay antiácidos –contestó Zinerva Falzone, la cocinera–, a veces los consumo. Miraré’. ‘Déjelo, no vaya’. ‘¿Hay noticias?’. ‘Ninguna, pero mantengamos en pie la esperanza, en breve se resolverá, las autoridades están haciendo todo lo posible para que sea cuanto antes. Traeré chalecos antibalas, no podemos atravesar el jardín a cuerpo. Esperadme aquí’.
          Sonó un móvil, era el de Helen Wyner. ‘Hola, mamá. ¿Qué tal con el grupo de senderismo? ¿Has hecho amigos? –intentó que su tono de voz restara importancia al episodio que vivía–. ¿Por dónde habéis estado?’. ‘Déjate de preguntitas y cuéntame qué ocurre. Tu hermana, como de costumbre, no se explica’. ‘Bueno, no seas dura con ella’. ‘En las televisiones sacan imágenes de pabellones derrumbados por la explosión de artefactos’. ‘¡Qué va! Ya sabes que son unos exagerados’. ‘Y muertos, ¿cuántos hay?’. ‘Sólo un herido. No te preocupes, el sheriff Landon y el FBI lo tienen todo bajo control’. ‘¿Beth está tranquila?’. ‘Digamos que está en su mundo’. ‘Es mejor que la mantengas al margen’. ‘Como quieras, pero llámame con lo que sea’. ‘De acuerdo’. ‘Y si no es muy tarde ven a vernos, tengo una cerveza estupenda’. ‘Eres la mejor madre que tengo’. ‘Anda, lianta’. ‘Seductora’. 


3.
A Coretta Sanders le costaba respirar dentro del chaleco antibalas que oprimía su pecho. Acompañada por Paul Cox fueron hasta la zona donde el FBI tenía montado el dispositivo. ‘¿Quién discute con Mitch Austin? –preguntó–. Parece muy enfadado’. ‘Es el anterior director –respondió el otro–. Supongo que habrá venido porque cuando el secuestrador estudió aquí tuvieron problemas y, a lo mejor, puede aportar pistas sobre su perfil, ya que un comportamiento tan agresivo y de tal magnitud suele arrastrar secuelas de un pasado proceloso’. ‘¿Por venganza?’. ‘Quizá, quién sabe’. Famoso en el condado por odiar a los negros, con la bandera Confederada prendida en un lugar no visible del uniforme y ese gesto siempre amenazante, como a punto de romperte los huesos, el sheriff Landon, primer filtro a pasar, les dio el alto. ‘¡Eh! Quietos ahí. Aquí no podéis estar –espetó, desafiante y despreciativo–. ¿Qué coño queréis?’. ‘Proponerles algo’. ‘No estamos para tonterías. ¡Venga, largo!’. ‘Aguarde un momento, por favor –rogó el consejero escolar–. Al menos escúchela’. Con la punta del zapato apagó el cigarrillo y, contrariado, permitió que accedieran al otro lado de la cinta, hasta que al límite de la paciencia llamó la atención del agente que estaba un poco más retirado: ‘Jefe, perdone la interrupción, esta mujer pretende comunicar con el pabellón deportivo. La idea es descabellada, usted verá’. ‘No se apure –dijo, dándole una palmadita en la espalda– y deje que decida yo’. Un hombre de amables modales se dirigió a ellos luciendo la blanca dentadura recién implantada. ‘¿Les apetece café? Empieza a refrescar. Cuénteme eso que parece tan importante’. ‘Conozco a la mayoría de los chicos y las chicas que están dentro –señaló hacia el edificio–, algunos son alumnos míos y he pensado…’. Fue explícita y convincente en los detalles. ‘¿Y cómo está tan segura de que no arriesgan su vida si hacen lo que sugiere?’. ‘Porque Thomas Dawson es demasiado listo para dejarse descubrir y también porque es una posibilidad tan incierta como cualquier otra, pero habrá que apostar por algo, ¿no cree?’. ‘De acuerdo. Ojalá que tenga razón’. ‘No le quepa la menor duda, señor’. ‘Más le vale –estiró el cuello como buscando a alguien y añadió tajante–: Llame a la central y localicen Anthony Cohen’.
          Betty Scott, jefa de comedor en la escuela, hija, hermana y esposa de militares, sabía manejar muy bien las emociones para no exteriorizar los sentimientos. ‘¿Me acompañas a la cocina, querida? –propuso a Zinerva Falzone quien aceptó sin dudarlo–. Preparemos chocolate caliente, hay que entonar los cuerpos’. Aunque la relación entre ambas nunca había sido estrecha, algo que descubrirían más adelante cruzaría sus caminos. ‘En mi pueblo de Silverhill de pequeña viví una experiencia parecida –la siciliana rompió el hielo mientras cuidaba de la leche hasta que cociera–. Un preso escapado de la cárcel, escopeta en mano, sembró el pánico en mi vecindario disparando a cualquiera que bloquease su huida. Recuerdo que estuve días metida debajo de la cama saliendo sólo a lo imprescindible. Personas cercanas a mí todavía no lo han superado y viven atemorizadas –permaneció callada unos minutos, como reflexionando lo siguiente que iba a decir–. No obstante, de esto, me preocupa el cansancio de tantas horas y la mella que haga en las criaturas’. ‘Seguro que ya queda poco. –Rellenaban con cacao pequeños vasos de cartón desechables y cortaban finas láminas de bizcocho que esperaban alcanzases para todos–. Nunca te he preguntado por qué emigraste de Italia’. ‘Nací en Birmingham, tengo nacionalidad americana. Fue mi familia la que emigró veinte años antes y supongo que sus motivos no fueron muy diferentes a los de cualquiera que busca, lejos de su patria, un porvenir mejor para los suyos’. Sin embargo, omitió un pequeñísimo detalle: que lo tuvieron que hacer porque su abuelo desertó tras no soportar la idea de matar a sus semejantes. Permaneció un tiempo escondido en el monte, hasta que tuvo la oportunidad de desembarcar en Estados Unidos llevándose consigo a su mujer e hijo, un niño de tan sólo cinco años que más adelante se casaría con la cajera del banco donde ingresaba parte de la paga obtenida como pinche de cocina. Después nacería ella. ‘Perdona si he sido indiscreta, mi intención no era ofenderte’. ‘¡Qué va!, no seas tonta –aseguró sonriente–. ¿Sabes qué? –prefirió cambiar de conversación–, envidio tu entereza. ¿Cómo consigues tanta serenidad con la que tenemos encima?’. Por suerte para Betty Scott la entrada de otro profesor ofreciéndose a ayudar con las bandejas evitó tener que explicar cosas de esa parcela personal que la habían hecho fuerte. De nuevo en la Sala de Juntas, y apoyada en la pared pensó en las veces que su marido arriesgó la vida para salvar la de los demás. Como ocurrió en Somalia cuando el Ejército estadounidense combatió para derrocar a un grupo islámico radical vinculado a Al Qaeda y su destacamento se dedicó a poner a salvo a la población civil temiéndose un sangriento atentado que al final se hizo realidad, y en el que perecieron algunos compañeros suyos junto al sargento. Pero por muy dura, fría o fuerte que pareciera en opinión de los demás, el temor a recibir la mala noticia de una tortura, encarcelamiento o que volviera metido en una caja de madera, hormigueaba siempre los bordes del corazón, igual que ahora temía por aquellos pobres inocentes. Helen Wyner irrumpió como un ciclón. ‘Han llamado del hospital, el estado de Isaías es irreversible. ¿Alguno de vosotros sabe si tiene parientes?’. Todos callaron.
          El destello de un tiroteo procedente del pabellón deportivo sorprendió a todos presagiando el anticipo del peor de los escenarios. Minutos antes, en el interior, el llanto mezclado con la histeria hacía estragos entre los rehenes. Thomas Dawson metió la mano en el bolsillo del chándal y disimulando silenció su teléfono al darse cuenta enseguida de lo importante que era actuar con inteligencia y un paso por delante de la persona que les tenía retenidos, vista la crueldad capaz de ejercer contra ellos si contradecían o desobedecían sus órdenes. ‘¿Qué haces, tío? Guarda el móvil –balbuceó una chica a punto de desmayarse–. Como te pille se nos va a caer el pelo’. ‘Cállate y distraedle. Tenemos que salir de aquí’. ‘Estás loco, colega’. ‘Intentaré conectar con algún chat’. ‘No lo hagas, por favor’. ‘¡Eh!, vosotros dos. ¿Qué estáis tramando?’. Entristecidos y fracasados regresaron a su sitio. La presión acumulada junto a la incertidumbre de no saber cuánto duraría el encierro, mezclado con la histeria y las bajas temperaturas agitaban las extremidades de los adolescentes que, a pesar de sentarse apretados en los bancos del vestuario, no conseguían entrar en calor, lo cual aumentaba la necesidad de orinar. Así que, cuando se decidieron a solicitar permiso para ir al baño y alguna prenda de más abrigo, se desencadenaron un par de episodios que trastocaron sus planes. Uno de los chicos, propenso a sufrir continuas diarreas, se ensució en los pantalones, hecho que sacó de quicio al raptor hasta el extremo de abofetearle y herirle con insultos que invadieron el sagrado espacio de su dignidad. Los demás, paralizados al principio y empatizando después, expresaron que nadie estaba libre de sufrir un accidente así. Sin embargo, pendientes de esto no se dieron cuenta de que el nieto del reverendo Marshall que preside una Iglesia Baptistas de Foley, un crío tímido, solitario e introvertido, estudiante de octavo grado, que sufría frecuentes hipoglucemias teniendo que ingerir inmediatamente algún alimento rico en azúcar, se había desplomado en el suelo presentando el típico cuadro de sudoración, temblores, debilidad muscular… A pesar de que Thomas en más de una ocasión fue testigo de sus crisis, se azaró no sabiendo muy bien qué hacer hasta que oyó por detrás suyo que tenía que comer. ‘Tranquilo, amigo –le dijo–. Deja que busque en mi mochila, llevo manzanas’. ‘No hagas ningún movimiento y suelta la bolsa’. ‘Bueno, pero deja que abra la cremallera. ¡Ves! Es un bote de Coca-Cola y una fruta, es diabético –le señaló con el dedo–, se lo voy a dar’. ‘Ándate con ojo porque como se muera o hagas cualquier movimiento en falso te vuelo la tapa de los sesos’. Al fondo, con el espanto de la impotencia desgarrada, otra alumna acaparando la atención formó un gran revuelo a su alrededor. ‘Por el amor de Dios, que venga un médico –puso los ojos en blanco, cogió entre las manos el crucifijo que colgaba de su cuello y dirigiéndose al tipo que les cortaba la libertad, dijo–: Eres un monstruo, y te odio. Un malnacido, y te odio. Un criminal, y te odio’. ‘¡Cállate, negra asquerosa! –el aludido arremetió contra ella–. ¡De rodillas! ¡Vamos!’. Cogió una correa, se situó por detrás y, antes de empezar a golpearla, alguien disparó varias veces…
          A unas millas de allí, en el pueblo de Elberta, el silencio era sepulcral. Beth Wyner saltó de la cama. Su reloj biológico indicaba que de un momento a otro el primer resplandor del alba aparecería por el horizonte retirando del bosque el misterioso manto de la noche. Encima de la repisa del lavabo, junto a las cremas hidratantes y otros productos para el cuidado del cabello, tenía el bote de pastillas que tanto la aplanaban. Lo miró, sacó la dosis correspondiente, la tiró por el váter y vació la cisterna, comenzando así el ritual de aquella nefasta fecha que marcaría su existencia para siempre. Vestida de negro, sin más color que el verde grisáceo de sus ojos, arregló las camelias que nunca faltaban en el jarrón de la cocina, colocó los platos del fregadero minimizando el ruido y fue de puntillas a la habitación de su madre para comprobar que aún dormía profundamente. Así que, palpó dentro del cajón y cogió la linterna que necesitaba hasta llegar al cruce del sendero. El autobús rumbo a Luisiana atravesó la carretera a gran velocidad, esa era la señal de que debía apresurarse si quería estar en el cementerio cuando abrieran, algo que acostumbraba a hacer desde que enterró a su niña años atrás. Aquel fatídico día, inicio de su calvario, cayó una de esas tormentas tropicales con vientos huracanados capaces de cambiar hasta el rumbo del río Mississippi. Meses atrás, su hermana Helen y ella que llevaban mucho tiempo sin compartir un rato de ocio, viajaron a la ciudad de Montgomery aprovechando que habían llegado los materiales que precisaba para su trabajo. Era restauradora de muebles, muy buena en su oficio y, aunque nunca le faltaba trabajo, esa vez tenía que esmerarse si cabe mucho más ya que el encargo llegó directamente de la mujer del fiscal del distrito, quien aseguró tener un escritorio de estilo colonial bastante deteriorado. Se conocieron a través de una amiga común que daba muy buenas referencias de ella, por tanto, le confió su preciada herencia. Aceptó el encargo porque esa clase de oportunidades te abren a un mercado más allá del condado de Baldwin donde estaban sus clientes. ‘¿Y dices que es una mujer de postín?’. ‘Bueno, no exactamente. Lo que digo es que se codea con gente importante y eso es muy positivo para mí porque además de cubrir los gastos que hacemos en casa de mamá, ya sabes que mi exesposo vuelve a estar sin empleo y tengo que ayudarle’. ‘No sé cómo aguantas, de verdad. ¿No te das cuenta de que vive a tu costa?’. ‘Oye, no empieces fastidiando, tengamos la fiesta en paz’. ‘Perdona, es que me crispa los nervios. ¿Necesitas dinero?’. ‘No, sólo tu complicidad’. Almorzaron en su restaurante favorito una hamburguesa de doble piso, miraron escaparates, eligieron regalos para la familia y se pasearon por las calles luciendo un extravagante sombrero de moda. Lo pasaron bien, pero de vuelta a Elberta, una horrible pesadilla arruinó cada segundo de felicidad. Su madre, encendiendo un pitillo con otro, esperaba en el porche. ‘Mami, ¿qué pasó? –dijeron ambas–. ¿Te encuentras bien?’. ‘Ha venido la policía y me ha hecho unas preguntas muy raras. Querían hablar con Beth –articuló con trabajo–, han dejado este número, tienes que llamar cuanto antes sin falta’. ‘Bueno, a ver, cuéntanoslo desde el principio’. ‘Ya os lo he dicho. ¡Ay!, tiene que ser muy gordo para que vengan a buscarte. Igual con esos líquidos raros que echas a la madera se ha envenado alguien. ¡Qué dirán los vecinos!’. ‘Joder, mamá, menudos ánimos’. ‘Trae –Helen Wyner le arrebató el papel de las manos a su madre–, yo marco’. ‘Han insistido en que lo haga ella’. Helen, antes de ponerse el teléfono en la oreja, preguntó: ‘¿Todavía no ha traído a la niña…?’. Pero, desde entonces, han pasado ya muchas lunas.



4. 
¡Por el amor de Dios! – exclamó Zinerva Falzone echándose las manos a la cabeza–. ¿Han sido disparos?’. Todos en la Sala de Juntas corrieron a las ventanas. ‘Eso parece, creo que vienen del pabellón deportivo –contestó Betty Scott con los músculos contraídos–: Salgamos a ver’. ‘Será mejor que no –irrumpió el director–, entorpeceremos la labor de la policía. Seguro que carece de importancia, permanezcan aquí hasta que puedan regresar a sus casas. –Y, dirigiéndose a Helen Wyner, añadió–: Hemos averiguado la dirección de Isaías Sullivan, pero nadie contesta al teléfono que aparece en el expediente laboral, necesito que se ocupe de este asunto con urgencia porque el hospital tiene que localizar a algún pariente o conocido’. ‘¿Me está pidiendo que vaya?’. ‘Exacto, lo haría yo mismo, pero como comprenderá en tales circunstancias –trató de sonar solemne– no puedo abandonar el barco. Esta tarjeta es del médico que le atiende, si encuentra a algún familiar, désela’. Aunque tenía el pensamiento junto a su hermana Beth, dada la fecha tan señalada en la que estaban, y lamentaba mucho no encontrarse en Elberta para haberla persuadido de ir al cementerio y sí acompañarla al mercado de productores donde adquirían riquísimas verduras de la cosecha del joven matrimonio de la comunidad Amish, asintió con la cabeza y subió a su automóvil. Por la radio local sonaban entrañables canciones country, con esa mezcla peculiar, marca de Alabama, entre el blues, la música folclórica de los Apalaches y el jazz, alternándolo con la información puntual de cuanto sucedía en el centro educativo.
          Por la carretera 12 que atraviesa la ciudad de Foley avanzó a ciegas hasta encontrar la flecha que indicaba girar a la derecha en River Rd N. Lo primero que vio nada más bajar del coche fue un poste de luz a punto de ser derribado por el vuelo de cualquier pájaro, media docena de buzones con la tapa desencajada, maquinaria agrícola y el ladrido de un perro vagabundo avisando quizá de algún peligro inminente. A lo lejos, custodiado por una hilera de árboles delineando el horizonte, se extendía la alfombra relajante de un bellísimo prado verde. Más allá, el quieto paisaje parecía pertenecer a épocas donde nómadas en su peregrinaje dejaron huella. Sorteando la basura esparcida por el suelo llegó hasta la casa. Al otro lado de la doble puerta cubierta de polvo el silencio era absoluto. La rodeó y comprobó que por la parte trasera podía acceder. Puso la mano en el tirador, pero la voz de un campesino frenó sus actos. ‘Ahí no encontrará a nadie’. ‘¿Sabe si vendrán más tarde?’. ‘El joven lleva días ausente. Es extraño porque a la caída del sol solemos beber cerveza y comentar la jornada. Me hace mucha compañía. Así que, como no regrese será difícil que la atiendan’. ‘¿Vive solo?’. ‘Sí. Cuando murió el anciano –refiriéndose a la persona que le acogió e introdujo en el mantenimiento de la escuela– volvió a instalarse en su house trailer, es aquella de allí –señaló con el índice al tiempo que acortaban distancia–. Es un buen tipo. Pretendió a mi hija hasta que ella eligió a otro marido, me hubiese gustado tenerle de yerno. ¿Es usted pariente?’. ‘No’. ‘¿Acaso su esposa? El rubio –así le llamó– es muy reservado en cuanto a su vida privada’. ‘Tampoco’. ‘¿Entonces policía?’. ‘Somos compañeros de trabajo y necesito dar con algún pariente’. ‘No tiene. Soy lo más parecido a un abuelo para él’. ‘Verá –temió herir su sensibilidad–, imagino que estará al corriente del atentado que ha habido a poca distancia de aquí’. ‘Pues no, la verdad. El campo acapara toda mi energía y dedicación, pero por su cara y la angustia con la que trata de decirme no sé qué debe de ser algo muy serio’. ‘Lo es. ¿Pasamos dentro?’. ‘Prefiero que no’. Cauta, eligiendo las palabras que articulaba con dificultad para explicar la delicada situación de Isaías, quiso dejar patente que tal vez recaería sobre él la decisión de mantenerle con vida enganchado a una máquina, hasta encontrar receptores compatibles con sus órganos. Escuchaba cabizbajo, mirando de vez en cuando a Helen Wyner, con una mano en el bolsillo de sus tejanos y la otra sosteniendo la azada. Sin embargo, no pudo contener el llanto y regresó a recoger los frutos maduros que desbordaban las matas. En el interior del reducido espacio de la autocaravana, sólo un par de monos sucios, camisetas de propaganda que le regalaban los proveedores de los cáterin escolares, una caja de herramientas y un ejemplar de la Constitución de los Estados Unidos, conformaban el hogar de aquel simpático hombre que siempre tenía la sonrisa disponible para cada profesor.
          El agente Anthony Cohen había conducido 115 millas desde Montgomery para disfrutar de unos días de descanso en el Parque Estatal Lake Lurleen, en el condado de Tuscoloosa, haciendo aquello que más le gustaba: pescar pargo rojo, acampar en plena naturaleza y asarlo sobre brasas calientes vigilado por el universo. Acababa de comprar una camioneta de segunda mano en la que cargó la tienda de campaña prestada por su suegro, víveres enlatados, una nevera donde llevaba pequeños peces pinfish que le servirían de sabroso anzuelo y su flamante caña híbrida recién adquirida. El FBI le debía unos días de las vacaciones que suspendió para asistir a un congreso en Washington sobre Seguridad Nacional en el Ciberespacio. Era un gran experto en el campo de la informática y muy valorado por la agencia de investigación, motivo por el cual siempre estaba tan solicitado. Así que, cuando recibió la llamada de su superior para regresar porque había surgido un grave problema, obedeció, pero lo hizo malhumorado. Tenía por delante cuatro horas y veintidós minutos para revelarse contra el mundo y encontrar la mejor manera de decirle adiós al trabajo que le robaba tanta calidad de vida aunque por otro lado le apasionaba tanto. Según le ponían en antecedentes bastó un primer vistazo para realizar cambios de estrategia e intervenir lo antes posible, ya que no se habían preocupado de conocer la verdadera situación de los chicos ni cuántos heridos habría dentro. ‘Lamento muchísimo haberle estropeado la jornada –se excusó el jefe del operativo–, pero sólo usted puede llevar a cabo la misión que se le va a encomendar, siempre que su opinión sea afirmativa, aunque a muchos de nosotros la descabellada idea de esta mujer nos parezca una débil opción’. ‘Bueno, opinaré cuando la sepa’. Le presentaron a Coretta Sanders y empezó a explicarle. ‘Puede funcionar. Por intentarlo no perdemos nada –miró fijamente a quienes le persuadían de lo contrario– ¿Alguno de los presentes propone otro plan?’. ‘Pues no. ¿Qué quiere que hagamos’. ‘De momento dejarme a solas con ella y llevar este ordenador a los policías apostados en el tejado, así se mantendrán en comunicación conmigo’. ‘Perdone, han llamado de la central de Huntsville dándole luz verde’. ‘Gracias –sabía perfectamente que serían así–. Empezaremos por despejar éste área –se giró hacia el grupo que obstaculizaba su campo de visión–. Venga conmigo, por favor –dijo a la maestra–. Voy a enviarle una foto, descárguela sin abrir, necesito que le pase ese mismo archivo al chico ya que en cuanto lo pinche tendremos acceso a su teléfono y por consiguiente al interior del recinto’.
          El ambiente dentro del gimnasio era caótico. La chica de color que a punto estuvo de ser azotada por el secuestrador, cuando pedía un médico para el compañero diabético yacía en el suelo sobre un charco de sangre, abatida a tiros. Los alumnos, hacinados debajo de la canasta de baloncesto quedaron atrapados en el inestable bucle de la histeria. ‘¿Y tú, de dónde coño has salido? –dijo el captor al chaval que apareció con una Glock 26–. ¿Acaso pretendías matarme, mocoso?’. ‘No señor. –Y señalando hacia el cadáver de la niña, continuó–, como diría mi padre: exterminemos a la raza de esclavos o acabarán con nosotros. ¡Dios bendiga a América!’. ‘Dame eso, imbécil –se abalanzó y le quitó el revolver–. ¡Vamos, ponte con ellos y no se te ocurra hacer ninguna tontería que bastante lo has complicado ya! –dijo, empujándole contra los demás–. Y no vayas de chulito, ¡eh!’. El grupo de chavales amedrentados le reconocieron por la fama de conflictivo que se había forjado. En realidad, apenas sabían de su pasado salvo que estaba recién venido de Jamestown, un pequeño pueblo entre colinas al norte del estado de Tennessee que fue próspero hasta que se agotó la industria minera y cerraron las tres fábricas textiles que sustentaban a la mayoría de la población. Thomas Dawson notó una leve vibración dentro de la chaqueta del chándal. Disimuló balanceando el cuerpo de una pierna a la otra, y retrocedió hasta situarse detrás de los más altos. Asegurándose de que no le observaban siguió las instrucciones indicadas por Coretta Sanders…
          ‘La negra va a joder tu imagen, nuestra reputación, las aspiraciones que tenemos de colocar a uno de los nuestros en el senado y todos los proyectos para derrotar y arrinconar al candidato demócrata –susurra en el oído de Mitch Austin el sheriff Landon–. Será mejor que la ates en corto o de lo contrario rodarán nuestras cabezas’. El director de la escuela, cuyos intereses iban por otro lado, asentía.Habrá que darle un escarmiento para que aprenda, ¿no crees?’. ‘Nunca debimos dejar que ocupasen nuestro terreno. La semana pasada iba a lavarle el cabello a mi esposa una afroamericana recién contratada en la peluquería’. ‘¿Y que hizo?’. ‘Abofetearla’. Rieron tan fuerte que los que estaban cerca se giraron. ‘Consultemos con los miembros a ver qué se les ocurre’. ‘De acuerdo’. Se separaron para no levantar sospechas. Semanas después del episodio del secuestro convertido ya en el ideario de lo cotidiano como un vago recuerdo, en mitad del jardín de la casa de la maestra, ardían dos cruces no demasiado altas. Ese fue el inicio de varios incidentes que sufrirían y que no denunciaron por miedo. Aunque el Ku Klux Klan, como tal organización no estaba presente de manera habitual, se sabía que había células activas dispuestas a actuar contra mexicanos, judíos, diferentes… Coretta Sander abrazó a su esposo con principio de Alzheimer, se asomaron por la ventana del dormitorio y sin descorrer las cortinas, contaron seis o siete capuchas blancas. Desde ese mismo momento comprendieron que estaban señalados…


5.
El exmarido de Beth Wyner cumplía condena en la Prisión Federal de Montgomery a la espera del traslado al corredor de la muerte, donde permanecería hasta la ejecución. Los días transcurrían monótonos para él. Pasaba el tiempo dibujando paisajes que después regalaba a reclusos y carceleros. Escribía sus memorias y enviaba cartas de arrepentimiento dirigidas a políticos y distintas personalidades, así como a familiares y conocidos. Cuando se abría la puerta de la celda dando paso a una nueva jornada y los guardias realizaban el recuento matinal, cruzaba los dedos para que las desapariciones de presidiarios en el misterio de la noche fueran pocas o ninguna. Considerado altamente peligroso no compartía patio con otros presos comunes excepto con los acusados de filicidio. ‘Apuesto cinco pavos a que al gordo le dan una paliza –afirmó el jefe de la banda–. ¿Acaso quieres hacerlo tú, gallinita? –sujetó de la mandíbula a un reo del que siempre se mofaban por ser gay–. ¡Uy!, se me olvidaba que a ti te gusta otro tipo de contacto carnal’. ‘¡Vete al cuerno, estúpido! –respondió el reo interpelado–. ¡Dejadme en paz!’. ‘¡Eh!, vosotros, los del fondo, a ver si os laváis un poco que hoy hay visita –soltaron irónicos quienes estaban sentados en los escalones fumando marihuana–. Cualquiera diría que no lo esperáis como agua de mayo’. ‘No lo dirás por este que apesta a colonia barata, ¿verdad? –golpeó el pecho de un condenado a cadena perpetua–, el cabrito tiene un vis a vis con su novia’. Algunos condenados aprovechaban esos ratos de sol para fortalecer las piernas caminando y rellenar la mochila de los pulmones con aire limpio. Otros, los más veteranos, les hacían la pelota a los tipos que lo conseguían todo. Uno de esos, a cambio de cigarrillos y del manojo de dólares que cada mes recibía de sus padres, le entregó el esperado paquete. ‘¿Qué llevas ahí?’. ‘Papel y lápices de colores, alcaide –informó el exmarido de Beth Wyner–, ya sabe que me gusta pintar’. ‘¡Enséñamelo!’. Con el corazón en un puño y manos temblorosas a consecuencia del consumo de drogas, retiró el envoltorio dejando al descubierto el material. Después, en la soledad del calabazo, alumbrado por la tímida lámpara de mesa obtenida por buen comportamiento, rodeado de fotografías del día de su boda y la vieja Biblia de hojas ajadas, ordenó por fechas la correspondencia devuelta que siempre le entregaban en sobre abierto, maldiciendo para sus adentros a los funcionarios de prisiones que vulneraban su derecho a la intimidad. En ese momento recitó unos versículos del final del Apocalipsis que vienen a decir más o menos: “Aquellos que laven sus vestiduras dispondrán del árbol de la vida y entrarán por las puertas en la ciudad”. Entonces, el recuerdo del olor de la piel de su exesposa le excitó tanto que apagó la bombilla…
          Helen Wyner regresó a la escuela tras visitar la autocaravana de Isaías Sullivan. ‘¿Y dices que no tiene parientes –preguntó un decepcionado Mitch Austin– ni hallaste pistas de su pasado?’. ‘Nada’. ‘¿Se relaciona sólo con el vecino?’. ‘Eso parece’. ‘¿Le diste la tarjeta del médico?’. ‘’. ‘¿Crees que irá al hospital?’. ‘¡Quién sabe!’. ‘Gracias. Vuelve con los compañeros o vete a casa, lo que prefieras’. Aunque ella habría hecho lo segundo, el corazón le dictó lo primero. El malestar del director no se fundamentaba en el hecho de que aquel pobre hombre no tuviese quien llorase por su alma, sino en la desagradable postura que habría de adoptar la escuela, y en consecuencia él, como máximo representante, poniéndose en contacto con la Corte de Justicia del condado de Baldwin para que ellos a su vez lo hicieran con United Network for Organ Sharing, organización que sin fines de lucro gestiona los trámites de donante a receptor. ‘¿Te ocurre algo? Parece que hayas visto a un fantasma –pregunta el sheriff Landon a Mitch–. Estás pálido, muchacho’. ‘Peor, aquí nada funciona si no me encargo personalmente’. ‘¡Cuenta de una vez!’. ‘Pues que el padre de uno de los chicos secuestrados es un pez gordo internacional y amenaza con denunciarnos por incompetentes en el caso de que esto no se resuelva de inmediato. ¿Tú puedes hacer algo?’. ‘Imposible, estoy atado de pies y manos, el FBI tiene el mando. Si por mí fuera el secuestrador ya estaría muerto, me llevase por delante a quien me llevase’. ‘La culpa de tanta demora la tiene esa maestra y sus ideas conciliadoras’. ‘Bueno, que no se te olvide su cara’. ‘A ver cuándo podemos convocar a los miembros’. ‘Eso. ¿El granero de tu suegro estaría disponible?’. ‘De sobra sabes que sí, nada le gusta más que rememorar el pasado del Klan’. ‘Entonces correré la voz para preparar una reunión’. ‘Perfecto, pero hemos de esperar a que se resuelva esto’. ‘¡Sheriff Landon! –alguien del corrillo próximo al FBI le llamó–. Venga, por favor’. Anthony Cohen sostenía una taza de café en la mano. ‘Señor’. ‘Si es tan amable, retire a sus hombres de allí, por favor –dijo con la mejor de sus sonrisas–, están demasiado visibles para interceptarlos desde dentro. No quiero que nadie resulte herido’. ‘Jefe, si hacemos eso, el asesino de uno de los trabajadores de aquí tendrá vía libre para escapar’. ‘Limítese a cumplir lo que le digo sin opinar’. ‘Como mande –acató la orden mordisqueando el puro que mantenía apagado entre sus labios–. Ojalá y no se equivoque’. Coretta Sander escuchaba atenta sin apartar la vista del móvil, el chico acababa de activarlo.
          Thomas Dawson tenía muchos motivos para salir de allí lo antes posible: una familia estupenda que le inculcó valores fundamentales de respeto y educación exquisita, el deseo de convertirse en piloto de aviones, su colección de tebeos, el reloj heredado del abuelo, la fiesta de los viernes comiendo hamburguesas, asistir al campo de fútbol para ver un partido de los Alabama Crimson Tide donde jugaba sus héroes y los besos que a escondidas le daba la novia de su primo. Así pues, por todas esas razones y alguna más, no podía permitirse el lujo de cometer fallos y seguir al pie de la letra las instrucciones recibidas del exterior. Tal y como le indicaron camufló el teléfono detrás de unas toallas, después avanzó hasta llamar la atención del secuestrador y situarlo en el ángulo correcto de cara a la cámara del móvil. ‘Estamos cansados y hambrientos –de repente dijo una chica arrodillada junto al cadáver de la afroestadounidense asesinada–. Queremos ir con nuestros padres’. ‘¡Cállate y vuelve a tu sitio, hija de mala hierba! ¿Acaso quieres acabar igual que ella?’. ‘Nosotros no hemos hecho nada malo, señor –añadió otro muchacho–. Mi padre es un hombre importante y puede conseguir lo que sea’. ‘¡Ah, sí! Entonces, ¿qué te parece si le devuelve la vida a mi mamá y a la mascota que de pena murió con ella? ¿Sería capaz de conseguir que me admitieran en mi antiguo empleo? ¿Y por qué no también restaurar la inocencia de mi hermanita violada aquí mismo? ¿Y si te dijera que teniéndote a ti soy más poderoso que él?’. Los demás alumnos estaban tan nerviosos que no se percataron de los obscenos movimientos que realizaba alrededor de la chica. ‘Le habla el FBI –eso le descolocó–. Suelte a los rehenes y entréguese –buscaba desesperado la procedencia de la voz que se oía demasiado cerca–. Nada le pasara si deja que salgan –recorrió el gimnasio varias veces como perro sabueso husmeando, pero no halló nada sospechoso–, lo prometemos –de pronto, agarró fuertemente del brazo a uno de los más pequeños y, sirviéndole de escudo abrió la puerta–. ¡Alto! –gritaron desde el puesto de mando–, no disparen’. ‘¡Eh!, los de fuera, largaos a vuestras putas casas, todos menos el antiguo director, quiero que venga con una botella de whisky. Tenemos mucho que celebrar. Intentad entrar y los niños nunca más dormirán en sus camas’. Retrocedió con el crío casi a rastras. Thomas Dawson buscó con la punta de los dedos el apoyo de su mejor amiga y temió que el sudor le delatara…
          Después de acompañar a Coretta Sander y dejarla conversando con el agente del FBI Anthony Cohen, Paul Cox, consejero escolar, antes de volver a la Sala de Juntas donde aguardaban los compañeros, respondió a la videollamada de sus nietos de viaje por Europa. ‘Hola, abuelo. ¿Estás bien? –preguntó con tono de preocupación–. Nos hemos enterado por las noticias’. ‘Evitad que la abuela lo vea, cariño’. ‘Tranquilo, estamos muy entretenidos conociendo lugares maravillosos. Además, ya la conoces, con hacer senderismo, visitar museos, edificios emblemáticos y disfrutar de la gastronomía de cada país nos faltan horas al día. ¿De dónde sacará tantísima energía? –ambos rieron–. Así que, no te preocupes, lo pasamos en grande’. ‘¿Dónde estáis ahora?’. ‘En Bruselas, mañana partimos para Alemania, pero quizá alarguemos algo más las vacaciones ya que hay un tour que organiza la agencia por Islandia y creo que se queda con ganas de ir. Sabemos de su interés por los glaciares. Mira, esto está siendo para ella la mejor de las terapias y nosotros encantados de complacerla, más aún si eso contribuye a verla feliz’. ‘¿Os he dicho cuánto os quiero?’. ‘Alguna vez, pero muy pocas –guiñó el ojo–. Anda, cuídate mucho, por favor. Y no te preocupes’. Los meses posteriores al atropello que casi le cuesta la vida a su esposa, fueron para la familia un verdadero calvario viendo cómo se consumía anímicamente la mujer llena de vitalidad e inquietudes que ante cualquier adversidad solía comerse el mundo. Aquella mañana fue al pueblo de Kimberly, condado de Jefferson, a visitar a la segunda de sus hijas recién divorciada. Era un día soleado y los vecinos aprovechaban el buen tiempo para cortar el césped y arreglar desperfectos ocasionados por la última tormenta. La casa, retirada de la carretera, tenía acceso por un camino de zona privada donde era imposible entrar con coche. Apenas había recorrido diez pies cuando un automóvil a gran velocidad salió de entre los árboles llevándosela por delante. Al conductor, que se dio a la fuga, lo detuvieron unas millas más allá presentando alto grado de alcoholemia en sangre. Pareció increíble que sólo se rompiera un brazo. Emergencias acudió rápidamente al lugar de los hechos comprobando que la persona atropellada presentaba sólo rotura de brazo. Sin embargo, a partir de entonces, una vez por semana tenía sesión con su psicoterapeuta.
          Tras meditarlo mucho, el vecino de Isaías Sullivan revisó el motor de su camioneta, llenó el depósito del agua, comprobó la grasa de las bujías, se vistió con la ropa que cada domingo llevaba a la iglesia, arrancó y puso rumbo a South Baldwin Regional Medical Center, sin saber muy bien por qué lo hacía. En muy pocas ocasiones frecuentó esa zona. Por eso, adentrarse en el camino cuyo paisaje sombreado gracias a las ramas de los árboles abrazadas en altura, fue como empezar a formar parte de un horizonte natural cargado de incertidumbre. Las últimas luces de la tarde caían a lo lejos y el parking, reservado para las visitas estaba semi vacío, de modo que encontró estacionamiento sin dificultad. En el pabellón principal visualizó la bandera de los Estados Unidos y a cuatro o cinco personas bajo el luminoso de Emergency que dejó a su izquierda. Con paso lento, igual que discurría todo en cinco millas a la redonda, llegó al zaguán de entrada donde el mundo parecía regirse con códigos diferentes. En la segunda planta, cerca del control de enfermería, podía escucharse con nitidez los peculiares ruidos de los respiradores artificiales. El grueso cristal que separaba a su amigo de la vida mostraba un cuerpo atrapado entre cables, tubos y sondas, que antaño estuvo lleno de vitalidad. ‘Duele verlos así y no poder hacer nada, ¿verdad? –dijo una mujer de luto–. ¿Es su hijo?’. ‘No’. ‘Acabo de perder a mi marido después de haber estado cinco años en coma, pero ya se quería ir y yo estoy tranquila. Durante ese largo periodo hemos hablado mucho, me gustaba mantenerle al corriente de las cosas que ocurrían: la evolución de los nietos, el apegó a la patria que transmitimos a cada uno de nuestros descendientes, el percance de tuvo mi sobrina con un caballo, la ceremonia de los Oscars, mis problemas de reuma, los achaques del viejo Jack, nuestro perro… Ya sabe, asuntos cotidianos de los que formó parte hasta que sufrió el ictus’. ‘Lo lamento’. ‘Ande, anímese y entre. Háblele, después se sentirá mejor’. Avanzó por el pasillo despidiéndose de unos y otros con el último equipaje del esposo dentro de una bolsa de plástico. El paso de las horas ralentizaba la decisión que legalmente no le correspondía. ‘Hola. Soy el doctor Eric Weiss –estrechó con fuerza su mano–. Atiendo al señor Sullivan’. ‘Encantado’. ‘Si le parece, vayamos a mi despacho, hablaremos más cómodos’. ‘En realidad…’. ‘Sígame. Por aquí, por favor’. Escuchó atento las palabras desgranadas por el médico que usaba un lenguaje ininteligibles para un granjero como él, sonrió y se fue por donde había venido. A partir de ese instante el hospital activó el protocolo correspondiente.
          Zinerva Falzone mantenía la mente ocupada recordando los secretos mejor guardados de las viejas recetas sicilianas. ‘Esto se demora mucho, ¿no crees? –dijo Betty Scott sacándola de sus pensamientos–. Me preocupan los niños’. ‘A mí también –afirmó la otra–, pero confiemos en los expertos, ellos sabrán cómo gestionarlo’. ‘¿Os habéis enterado? –interrumpió uno de administración que había ido al baño–. Parece ser que el antiguo director está implicado…'.


6. 
Cuando el agente del FBI Anthony Cohen vio a Helen Wyner conversar con otros profesores supo que aquella cara le era conocida. Debió de ser durante los meses que vine a la ciudad de Foley, a sustituir a un colega, pensó. Pero la situación de los niños dentro del gimnasio y cómo liberarlos acaparaba toda su atención. ‘Señor –dijo un policía–, este es el antiguo director de la escuela, creo que quería interrogarle’. ‘Sí, muchas gracias. Puede retirarse –y dirigiéndose a la persona en cuestión que, nervioso, se frotaba las manos, añadió–: enseguida estoy con usted’. ‘Oiga, ¿por qué demonios me han sacado de mi casa y traído hasta aquí si nada tengo que ver con ese individuo?’. El inspector ninguneó el comentario haciendo uso de esa táctica tan efectiva de espaciar los minutos para que así el otro reste importancia, se confíe y baje la guardia. Sin embargo, la experiencia de tantos casos le hacía pensar que aquel hombre intuía los motivos verdaderos que empujaron al secuestrador a cometer tal sinrazón. ‘Señora Sanders, escriba al muchacho y dígale que apague el celular y que lo quite de donde lo puso, la situación ha dado un giro copernicano y no queremos que se exponga’. ‘¿Y si le descubre mientras lo hace? Me parece peligroso’. ‘El chaval ha demostrado ser muy espabilado y estoy convencido de que sabrá tomar precauciones. ¡Hágalo!, es importante’. ‘Como ordene’. ‘Gracias por colaborar, ha sido usted de gran ayuda para nosotros, puede volver con los demás, ya les informaremos’. ‘Para eso estamos –asintió, alejándose despacio–. Por lo que más quieran, sálvenlos’.
          Betty Scott, jefa de comedor, tenía los ojos tan hinchados de llorar que casi no podía mantenerlos abiertos. Pocos sabían que detrás de esa robusta mujer, con modales militares, esquiva y poco habladora, se escondía un ser humano cargado de sensibilidad y empatía hacia los demás. Concentrada, rascando con la punta de la uña una mota de cacao que afeaba el blanco impoluto de su delantal, no se percató de que las dos compañeras sentadas junto a ella rompieron el silencio. ‘¿Te encuentras bien, querida? –preguntó Helen Wyner viéndola muy ausente–. ¿Quieres agua?’. ‘No, gracias –respondió, sonriendo–. Esto es inaguantable, los niños llevan horas retenidos y no veo que se esté haciendo gran cosa por concluir su calvario cuanto antes. ¿Qué pasa en realidad, Coretta?’. ‘No sé mucho más que vosotras. El secuestrador ha exigido la presencia del anterior director del centro, supongo que tendrán alguna cuenta pendiente. ¿Vosotras le conocisteis?’. ‘–contestaron ambas–. Era raro el día que no presentaban quejas contra él’. ‘¿Recuerdas la vez que Isaías Sullivan impidió al padre de uno de los muchachos que le reventase los sesos con un hacha? –dijo Betty–. ¡Qué miedo pasamos!’. ‘Claro, y aquel otro episodio que nos tocó intervenir para que el marido de una profesora no le pegase un tiro dentro del aula’. ‘He repasado los archivos y mis notas personales –intervino Paul Cox–, ya sabéis que me gusta llevar un diario de ruta, y el joven que retiene a los niños puso una demanda contra él por acoso’. ‘Entonces, cabe la posibilidad de que lo esté haciendo por venganza –reflexionó Helen–, y mira tú por dónde una veintena de almas inocentes sufren las consecuencias’. ‘La oficina del sheriff lo conocía –suelta la jefa de comedor– aunque jamás mostró el más mínimo interés por desenmascararlo’. ‘Vuelvo enseguida –dice Coretta Sanders de repente–, esto es demasiado evidente como para que no lo sepa el agente del FBI’. ‘Iremos contigo –aseguraron–. ¡A ver quién se atreve a meterse con nosotras!’.
          La pantalla del portátil del agente Anthony Cohen parecía la de una máquina tragaperras cuyos rodillos sincronizan la coincidencia entre carretes. El antiguo director del centro aguardaba una explicación que se hacía esperar respecto a su presencia en el lugar de los hechos. Por eso, visiblemente inquieto, se mordía el labio inferior mientras miraba  el reloj y contaba los minutos que faltaban para que empezase el partido de fútbol americano donde jugaban los Alabama Crimson Tide, su equipo favorito. ‘¿Por qué el muchacho encerrado en el gimnasio con los rehenes ha pedido hablar con usted?’. ‘Eso habrá de `preguntárselo a él, ¿no cree?’. ¿Cuál ha sido su relación?’. ‘Ninguna en particular y la misma que mantuve con cualquier otro alumno durante el tiempo en el que fui el máximo responsable de este centro educativo’. ‘¿Está seguro?’. ‘Eh, un momento, ¿se me acusa de algo? Porque si es así no diré nada salvo en presencia de mi abogado’. ‘No se precipite, tan sólo estamos conversando’. ‘¿Sabe lo que pienso?’. ‘No’. ‘Pues que a falta de sospechosos se agarran a mí como a un clavo ardiendo, en lugar de averiguar a ver por qué a ese descerebrado se le ha ocurrido la brillante idea de soltar mi nombre’. De pronto la computadora se detuvo. En la base de datos policial figuraba información comprometedora sobre el secuestrador ya que fue detenido por el homicidio en el estado de Mississippi de una joven hallada en el bosque por unos cazadores furtivos. Y, aunque ninguna de las pruebas encontradas vinculaba su participación en el asesinato, la sospecha de que participó en la autoría nunca desapareció. ‘Señor –dijo un oficial–, ha llegado la Unidad de Rescate del FBI. Si da su permiso entrarán en acción. ¡Ah!, por cierto, aquí tiene lo que pidió a la central. Y, créame, no tiene desperdicio alguno’. ‘Supongo que no –respondió Anthony Cohen cogiendo la ficha policial que le entregaban–. Buen trabajo’. ‘Gracias’. ‘Enseguida iré al puesto de mando a coordinar la operación’. No le dio tiempo de leer el historial delictivo de la persona que seguía aguardándole cuando el mismo oficial de antes volvió a interrumpirle. ‘Perdone –señaló a las mujeres–, quieren contarle algo’. ‘Joder, esto es el colmo, una vergüenza, ¿me hará esperar para atenderlas a ellas? –manifestó el hombre realmente enfadado–. Exijo ver a un superior. Soy un ciudadano ejemplar y no tienen derecho a retenerme contra mi voluntad’. ‘Cállese y no se mueva o juro que le meto en el calabozo para los restos. ¿Qué se les ofrece? –preguntó el agente Cohen a las tres y, guardando unos segundo de silencio, continuó–: Disculpe –dirigiéndose a Helen Wyner–, ¿nos conocemos?’. ‘–respondió con los párpados humedecidos–, investigó el asesinato de mi sobrina, en el pueblo de Elberta, donde residía’. ‘Cierto, lo recuerdo, y me impresionó bastante ver cómo luchaba hasta conseguir que juzgasen al culpable y lo metiesen entre rejas. El testimonio de la exesposa fue desgarrador dadas las delicadas circunstancias que rodeaban el acto. Era su hermana, ¿verdad?’. ‘’. ‘¿Cómo está?’. ‘Dejando que la existencia pase cuanto antes y ansiando no despertar a la mañana siguiente’. Omitió que a menudo había que ingresarla en el psiquiátrico, los peligrosos cambios bipolares y todo cuanto conlleva las constantes jornadas en el cementerio y el riesgo siempre presente de autolesionarse. ‘En fin, si tenemos ocasión después conversamos. Pero, díganme eso tan urgente para lo que han venido’. Coretta Sanders y Betty Scott narraron algunas de las peleas protagonizadas por el secuestrador y el exdirector del centro, las desavenencias de este último durante su mandato con todo aquel que se cruzase en su camino y el odio racial que a ambos les condujo más de una vez a saltar el muro del respeto hacia el semejante. Por tanto, nada de lo escuchado sorprendió al agente ya que estaban delante de un espejo de dos caras, corroborando la teoría de que se enfrentaban a un ser dominado por el odio hacia el pederasta que presuntamente abusó de su hermana pequeña con violencia. ‘Mire, nuestra única intención –expresaron casi rogando– es que liberen a los niños y acabar con esta angustia y desesperación para ellos y sus padres’. ‘Se lo agradezco mucho. Prometo no dilatarlo más. Si me disculpan he de volver al trabajo –dijo con cortesía–. Señoras, ha sido un auténtico placer quedo gustoso a su servicio’. Acataron la sugerencia de regresar a la Sala de Juntas y esperar acontecimientos. ‘Perdón –irrumpió un miembro de la Unidad Especial de Rescate–, el mediador está listo, procedemos a actuar en cuanto usted lo ordene e intervenir si el asunto se complica’. ‘Vamos allá…’.
          Siguiendo las pautas marcadas por Christopher Voss, exnegociador de rehenes del FBI, la persona encargada en la actualidad de realizar dicha misión tenía muy claras las bases donde se asienta todo trato y cómo dar a entender sin levantar sospechas de la trampa tendida, que cede ante la petición del malhechor para que éste afloje la lengua y proporcione información. Es imprescindible para obtener beneficios ralentizar la conversación ya que es ahí, en las pausas, donde están las claves de la estrategia a decidir. Un componente más de esos cimientos es transmitir credulidad y empatía, así el otro percibe confianza. En definitiva, desplegados los medios técnicos y humanos sólo quedaba pasar a la acción. ‘¡A sus órdenes, mi comandante! –se cuadró Anthony Cohen ante el máximo responsable de la unidad de élite–.  Hemos detectado, gracias a una maniobra informática, que hay heridos de bala cuyos cuerpos tendidos en el suelo permanecen quietos. El sospechoso está armado y amenaza con matar a los niños si no seguimos sus instrucciones. Y ninguno de los aquí presentes queremos que eso ocurra, ¿verdad?’. ‘¿Qué pide?’. ‘Cerrar cuentas pendientes con aquel tipo custodiado por mis compañeros. Según nuestros investigadores, y corroborado por algunas maestras, el tipo pudo violar a una menor dentro del pabellón deportivo, que resultó ser hermana del secuestrador y ahora él ha encontrado la manera de apretarle las tuercas y que pague por ello’. ‘Nuestro hombre está preparado para comenzar el diálogo’. ‘Perfecto. Saquen a los niños sin que haya más heridos’. ‘Esa es nuestra máxima, agente Cohen, pero si vemos que corren peligro no dudaremos en abatirle a tiros. Cuando quieran –dijo al grupo de técnicos–, pueden proceder…’.
          Una marea del personal sanitario enfundados en pijamas de quirófano recorría la galería interior que conduce a los despachos del South Baldwin Regional Medical Center para consultar el cuadro de turnos y así planificar los días libres lejos del olor a sonda de alimentación y bilis. Otros, cuyo uniforme diferenciaba el rango de ocupación en la empresa, empujaban carros pesados con toallas limpias, diversos complementos de higiene, retirando después las sábanas impregnadas con el sufrimiento de una enfermedad en su mayoría irreversible. Osiel Amsalem, un ser educado y amable, de origen judío, recibía a los posibles ingresados y los derivaba al área correspondiente donde les atendería un urgenciólogo. Una vez terminada su jornada laboral iba a los boxes a interesarse por la evolución o bien en planta si habían sido ingresados, algo que hacía de corazón ya que fuera de aquellas paredes la vida para él era una rutina vacía de emociones. Compraba flores, bombones y los repartía entre aquellos que no recibían la visita de nadie. Se preocupaba de orientar a familiares en cuestiones administrativas y espirituales: desde rellenar un formulario hasta superar el primer impacto del duelo. En momentos de crisis, a falta de mano de obra, dormía en el hospital para ayudar allí donde hiciese falta. La habitación de Isaías Sullivan permanecía semi a oscuras. Acababan de cambiarle la sonda y seguían a la espera, a falta de parientes, de que el estado de Alabama resolviese legalmente la donación de sus órganos ya que él jamás manifestó dicho deseo en caso de fallecimiento. El doctor Eric Weiss avanzaba a grandes zancadas concentrado en los informes clínicos donde previamente había pautado diversos tratamientos a aplicar. Con las gafas de medialuna en la punta de la nariz, el estetoscopio alrededor del cuello y la brújula que siempre llevaba consigo para no perder el rumbo, llegó a la zona de cuidados intensivos a comprobar la frecuencia cardiaca del hombre tiroteado en la escuela y decidir si merecía la pena mantenerle por más tiempo enganchado al respirador. Una sombra en movimiento le hizo frenar en seco. Osiel Amsalem estaba dentro. ‘Aquí no puedes estar, compañero –dijo el médico–. Esto es zona restringida’. ‘¿Alguna novedad?’. ‘Aún no, pero tengo la esperanza de que su vecino lo piense mejor y vuelva. Tengo un presentimiento, vi algo en sus ojos que… En fin, márchate antes de que te vean y nos abronque a los dos’.
          ‘¿No hay mucho revuelo ahí afuera? –preguntó Paul Cox, el consejero escolar–. Creo que el sheriff Landon se lleva detenido a alguien’. ‘Está muy oscuro para distinguirlo –respondió Helen Wyner–, pero sí que parece. Fijaos allí, a la derecha, uno de los coches patrullas ha encendido los faros’. ‘¿Y aquello que se mueve al fondo? –preguntó Zinerva Falzone, la cocinera–. ¿Es gente corriendo?’. ‘No lo sé –responde Betty Scott, jefa de comedor–, quizá sean los gatos que vienen cada noche buscando comida’. ‘No –intervino Coretta Sanders, la maestra, arremolinándose todos alrededor suyo–, parecen los niños que andan desorientados’. ‘Creo que sí son –aseguró la ayudante de administración–. Salgamos a ver…’. Una lluvia muy fina empezó a caer tomando intensidad. La tierra mojada crujía bajo las suelas de los zapatos y el ruido bronco de un avión, cuyos motores parecían a punto de romperse, atravesó el horizonte por detrás de las montañas. A mitad de camino se tropezaron con una mujer que iba en pijama y gabardina echada por los hombros. ‘Helen, por favor, tienes que hacer algo –dijo, estirándose del pelo empapado–, mi niña está ahí –señaló a la nada– y tiene miedo’. ‘Beth, querida –abrazó a su hermana–, ven conmigo, te llevaré a casa. Vas a coger una pulmonía…’.


 7.

A Almudena Grandes:
Por su legado, compromiso y honestidad.
Gracias.

La Unidad Especial de Rescate de Rehenes del FBI inspeccionó con sus lentes de visión nocturna el perímetro exterior del pabellón deportivo encontrando que una de las ventanas traseras había quedado abierta, lo que facilitaría el acceso por ahí. Divididos en pelotones, unos rodearon la entrada principal, otros la salida de emergencias ubicada en el lateral izquierdo del edificio, dos más a pie de alcantarilla y el más numeroso camuflado entre arbustos y tejados adyacentes, cubriendo todos los ángulos. A cierta distancia, el cordón policial seguía impidiendo el paso a familiares sumidos en la desesperación por el inquietante espera. Dentro del recinto, en el área más próxima a la zona de conflicto, estaba la carpa que los sanitarios levantaron desde el principio y que también acoge a los psicólogos necesarios para atender a las víctimas. ‘Agente Cohen –dijo el oficial de máxima graduación–. ¿Cuántas personas aproximadamente habrá retenidas? ¿Tiene constancia del estado en el que se encuentran’. ‘Veinte alumnos y su carcelero, de los cuales, al menos dos, pueden estar heridos o muertos’. ‘¿En qué se fundamenta?’. ‘Hubo disparos y a continuación gritos, después el miedo les paralizó y se hizo un silencio aterrador incluso lo sentimos nosotros que estamos fuera’. ‘¿Y el conductor del autobús?’. ‘No me consta’. ‘Pues en la información que manejo figura también’. ‘Es la primera noticia, no lo sabía. Mire, ésta fotografía está tomada desde el interior del gimnasio –mostró en su celular–, cuente, y verá que no aparece ningún adulto’. ‘Capitán –llamó por la frecuencia del circuito cerrado–, ¿han observado movimiento humano en otros sitios, además del lugar donde los chavales están hacinados?’. ‘No, señor. Nadie’. ‘¿Podrían volverlo a comprobar?’. ‘Claro –tres minutos después la misma voz grave, confirmó–: no se aprecia nada’. ‘En fin, no demoremos más esta angustia. Cuando ordene, comenzamos la negociación con él’. ‘No, póngase usted al frente. Ahora soy un simple observador y apoyo logístico’.
          El mediador era un tipo habilidoso. Entrenado en la cantera de la policía de Nueva York, con esas persecuciones tan de película por las calles del Bronx, haciendo la vista gorda a encapuchados que sin escrúpulos disparaban a quemarropa a inocentes por el simple hecho de ser negros, se había convertido en un ser desmotivado al que cada día le costaba más esfuerzos desempeñar ese tipo trabajo. Durante un periodo de tiempo aguantó en el coche patrulla porque las facturas de la clínica de rehabilitación, donde uno de sus hijos ingresaba para desintoxicarse, se llevaba casi todos los ingresos. Sin embargo, harto de una rutina que le abrumaba, cuando le propusieron el puesto de negociador no dudó en aceptarlo enseguida. Era muy crítico con la National Rifle Association, manifestando en más de una ocasión que el uso descontrolado de armas creaba anticuerpos en el cerebro contra la empatía del tejido humano. Eso le costó, a veces, alguna que otra sanción por parte de sus superiores, que él insistía en que había que empujar a la sociedad hacia otros registros para solucionar los problemas. Tirando de hemeroteca, resolvió muchos casos con la herramienta que mejor manejaba: su poder de convicción. No obstante, los esfuerzos para convencer al secuestrador y, por consiguiente, liberar a los pequeños, esta vez fracasaron. ‘Qué opina: ¿insistimos un poco más –preguntan al jefe del operativo– o pasamos a la siguiente fase?’. ‘No tiene intención de entregarse –intervino el negociador–, ni siquiera concediéndole aquello que pide creo que estaría dispuesto a salir voluntariamente’, ‘Comprendo –contestó el oficial–. Señores, crucen los dedos, procuren que no haya derramamiento de sangre y que Dios bendiga a América y su Ejército’. Dio media vuelta, se cuadró ante la bandera que ondeaba en lo alto de un poste y se dirigió hacia donde estaba la persona encargada de coordinar la operación.
          Tras cerciorarse de que no necesitarían la presencia del antiguo director de la escuela, un ayudante del sheriff lo trasladó a la oficina central del FBI, en Birmingham, para ser interrogado después. El agente Anthony Cohen nunca entraba en acción, pero esta vez quiso asegurarse y ver con sus propios ojos que Thomas Dawson, el muchacho que le ayudó camuflando el celular, se encontraba bien. Además, egoístamente, deseaba terminar y regresar cuanto antes al Parque Estatal Lake Lurleen, en el condado de Tuscoloosa, y reanudar la pesca del pargo rojo que había suspendido. Así que, puesto el uniforme de combate, el casco protector y una pistola de empuñadura ligera, se situó por detrás de los compañeros para no entorpecer la misión que llevarían a cabo. Con sumo cuidado retiraron las hojas de las ventanas sin romper los cristales dejándolas tumbadas sobre el pavimento. Las botas con suelas especiales para amortiguar la pisada se deslizaban con delicadeza por el suelo desconocido, mientras que las gafas especiales para ver en la oscuridad abrían delante de ellos el vacío desolador de una galería desierta, por la que, tan sólo cuarenta y ocho horas antes, fluía la vida de estudiantes y educadores físicos. Avanzaron escalonados, cubriéndose unos a otros, realizando el reconocimiento para asegurarse de que nadie correría el más mínimo peligro. Con sigilo, se repartían por las distintas habitaciones con el fin de neutralizar a cualquiera que estuviese escondido. Al fondo, un gemido, un destello en la boca del lobo, una incertidumbre y una muy probable trampa hizo que todos, protegiéndose con el escudo antidisturbios, se parasen en seco. Los cinco hombres que iban en avanzadilla visualizaron a una persona amordazada y atada alrededor de una columna. Era el conductor del autobús donde venían los niños. ‘¡Cuánto han tardado en venir –exclamó–, me duelen ya todos los músculos!’. ‘Tranquilo, amigo, enseguida le sacamos. ¿Puede ponerse en pie?’. ‘Creo que sí’. Una vez a salvo sufrió un ataque de ansiedad. Los rehenes, debajo de la canasta de baloncesto, se revolvieron asustados al mismo tiempo que un miembro de la Unidad Especial de Rescate sorprendió al secuestrador por la espalda quien no tuvo opción de oponer resistencia. ‘¡Eh!, cuidadito con hacerme un sólo rasguño que os meto un puro de cojones’. ‘Tiene derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que diga puede y será usada en su contra ante un tribunal de justicia –repetía el agente que le esposaba–. Tiene derecho a hablar con un abogado. Si no puede pagarlo, le será asignado uno de oficio’. ‘Bueno, pues muy bien. Y también tengo derecho a una hamburguesa con mucha mostaza. Pero de esta no salgo solo, en el vestuario hay un muerto que se ha cargado él con una Glock 26 –señaló al alumno que disparó contra la niña de color–. Así que, lleváoslo también’. ‘Por cierto, ¿dónde está el antiguo director, es que se ha ensuciado los pantalones?’. ‘¿Quién de vosotros es Thomas Dawson? –preguntó Anthony Cohen. El chico levantó la mano–. Cuéntanos qué ha pasado, hijo…’.
          En el South Baldwin Regional Medical Center no daban abasto para recibir a los heridos de un accidente de tráfico ocurrido a pocas millas de allí, ocasionado por un camión cisterna que al volcar prendió e hizo el efecto dominó sobre una caravana de automóviles, incendiándose también, y dejando a decenas de personas tendidas en la cuneta. El helicóptero medicalizado trasladaba a los más graves a diversas unidades de quemados repartidas por el Estado de Alabama, mientras que los coches fúnebres partían con los fallecidos hacia Morgues improvisadas donde la gente iba con la esperanza de que los suyos no estuviesen allí. De modo que crecían las complicaciones en el hospital viendo alterada su rutina por la avalancha de familiares que llegaban en tropel. Así que, mal día eligió el vecino de Isaías Sullivan para saldar sus remordimientos. Bloqueada la entrada principal y creyendo el guardia de seguridad que el pobre hombre aprovechaba la coyuntura para colarse, saltándose el protocolo, le derivó a urgencias y que se las apañasen ellos con él. En el mostrador, un administrativo escaso de paciencia dijo: ‘Si no le duele nada, aire. Aquí no puede quedarse’. ‘Joven, sólo quiero hablar con el doctor Eric Weiss –suplicó impotente–, nada más que eso. Hace una semana le vi y seguro que esperaba mi visita. Llámele, por favor’. ‘Apártese y no moleste más’. Osiel Amsalem no daba crédito al trato dado por su compañero. Dejó a un lado los informes pendientes de archivar y recordó aliviado la conversación con el médico quien no perdía la esperanza respecto a que el conocido del paciente en coma por disparo en la cabeza reconsiderara la posibilidad de la donación de órganos. Y, así fue, el anciano había vuelto. ‘¿Qué ocurre, abuelo? –preguntó usando todo el tacto del mundo–, Cuéntemelo despacito para poder ayudarle’. ‘Como ya le he dicho al caballero…’. Se desahogó, y cuando no pudo más, rompió a llorar. ‘Mire, ¿ve aquellas sillas? –el otro asintió–. Espéreme ahí. Ahora mismo salgo’.
          Helen Wyner arropó a su hermana Beth y se quedó junto a la cama hasta que la respiración se hizo profunda. La madre, que sollozaba sin consuelo, preparó café y puso en un plato dos porciones de pastel de nueces. ‘No te sientas culpable, mamá’. ‘Cómo quieres que no lo haga, me daría de golpes. Debería dejar de tomar los somníferos, pero es que si no descanso… ¿Qué vamos a hacer, hija?’. ‘Cuidar de ella y confiar en que siempre lleguemos a tiempo. Mañana hablaré con el psiquiatra por si cree conveniente aumentarle la dosis de fármacos y paliar así sus ausencias’. ‘¿Se sabe la fecha de la ejecución del cabrón ese?’. ‘Aún no’. ‘Quizá asista’. ‘¿Eso te reconfortará?’. ‘Puede que no, pero ver cómo se retuerce de dolor, sí’. ‘No te reconozco, eso no es lo que tú nos enseñaste. Yo tampoco perdono y te juro que maldigo la mala hora que entró en nuestras vidas, pero eso no traerá de vuelta a mi sobrina, ni mitigará el dolor que siento, ni recompondrá la salud mental de mi hermana. El único consuelo que me queda es que la justicia ha colocado a cada cual en su sitio’. Se sirvió una segunda taza y encendió un cigarrillo. ‘No te quito la razón, aunque si fueras madre lo entenderías’. ‘Ya estamos a vueltas con los tópicos. Soy persona y con eso me basta. Estoy de acuerdo en que el vínculo umbilical es muy potente, pero los sentimientos de complicidad no conocen frontera’. ‘Perdona, he sido injusta contigo’. ‘No te preocupes. Oye, ¿recuerdas al agente del FBI que investigó el asesinato de la niña?’. ‘Sí, claro, cómo olvidarlo’. ‘Pues está en la escuela y se acordaba de nuestro caso. Estoy segura de que, si alguien puede liberar a los pequeños, ese es él’. ‘¿Qué hacéis despiertas tan temprano? –Beth las sorprendió comportándose como si nada–. ¿Cuándo has venido?’. ‘¿Te preparo un baño caliente y relajante, cariño?’. Las dos hijas rompieron a reír. Aunque no era temporada, desubicadas quizá por el cambio climático, una manada de aves migratorias sobrevolaba por encima de sus cabezas. Helen Wyner miró hacia el cielo y al bajar la vista vio que el columpio del porche se había descolgado de uno de los lados. Salió al frío de la mañana y lo colocó en su sitio, pero la tristeza invadió la comisura de sus labios, recordando lo feliz que era la hija de Beth, cuando sentada sobre aquel sillón de madera suspendido entre cuerdas, soñaba que tocaba las estrellas con la punta de los pies.


8.
Osiel Amsalem acompañó al vecino de Isaías Sullivan hasta el despacho del doctor Eric Weiss, que doblaba turno tras el goteo de heridos llegados del accidente con el camión cisterna. Una vez fuera del ascensor, y a lo largo de un pasillo demasiado estrecho, el anciano caminaba muy despacio, adecuando la planta del pie al desnivel del pavimento de aquel semisótano de muros solitarios y un desagradable olor a éter, hasta desembocar en el espacio ruinoso donde anteriormente se ubicó el aparcamiento y cuya obra de remodelación está aún pendiente por falta de presupuesto. ‘Cuidado con el escalón –dijo el sanitario señalando un pedazo de cemento partido en dos–, a veces tengo la sensación de que la estructura se nos va a venir encima, menos mal que estamos aquí de manera provisional mientras terminan de construir el nuevo edificio, aunque ya sabe lo lenta que es la burocracia, abuelo’. Así que, con los cinco sentidos puestos para no tropezar y romperse una pierna, el anciano pensaba que aquel sórdido lugar era el menos indicado para pautar tratamientos que atañen a la salud de las personas. Continuaron, hasta que, a la vuelta de un recodo, pegado al almacén de urgencias, también temporal, donde apósitos, antivirales e hilo de sutura conviven en cajas de cartón precintado, llegaron a una puerta cortafuegos y del otro lado a un cuartucho sin ventilación donde los recibió el médico rodeado de libros apilados en cualquier sitio, un ejemplar de la Constitución de los Estados Unidos y fotografías suyas colgadas de la pared navegando por el Pacífico. ‘Perdón por el desorden. Tome asiento, por favor. Me agrada mucho que haya considerado lo que le dije, pero al no tener el paciente un familiar directo que se ocupe de este asunto, hemos tenido que activar el protocolo. Por tanto, ahora será el juez quien decida si mantenerle con vida hasta que aguante el corazón o bien acelerar los trámites de donación de órganos. Hay gente, en lista de espera, compatible con él. Sin embargo, ya veremos, porque al haber un delito de sangre de por medio todo se complica mucho más’. ‘Lo entiendo, doctor. No obstante, he venido para decirle que me haré cargo de los gastos que esté generando su estancia aquí y, por supuesto, los del entierro. Ese muchacho ha sido muy importante para mí y espero que decidan pronto porque no merece seguir vegetando’. ‘Comprendo sus sentimientos y si por mí fuera daría continuidad a su vida salvando la de otros, pero es el tribunal, en este caso, quien tiene la última palabra’. Osiel Amsalem se mantuvo al margen de la conversación, sintiendo mucho respeto por aquel hombre que acababa de darles una de las lecciones más grandes de solidaridad que, para los tiempos que corren, había visto.
          La normalidad regresó a la escuela con las primeras luces de la mañana y la llegada de alumnos y alumnas, atemorizados por si otro loco, escopeta en mano, irrumpía en mitad de la clase disparando a bocajarro. Betty Scott, jefa de comedor, y Zinerva Falzone, cocinera, habrían querido preparar de postre tarta de calabaza, como la que se servía especialmente la semana antes del Día de Acción de Gracias, pero la dirección no lo estimó oportuno y tuvieron que ajustarse a lo establecido en el menú. Los últimos en entrar a comer fueron los de octavo grado. Es decir, los más alborotadores por su brote de adolescencia. Sin embargo, todos pasaron a un segundo plano desde que Thomas Dawson ayudase el FBI, desde el interior del gimnasio, convirtiéndose en el chico más admirado y famoso en varias millas a la redonda. Le llovían bastantes ofertas de las televisiones locales para dar su testimonio, así como novias y novios, llegados de otros puntos del país, apostados en la valla, esperando su salida y dispuestos a lo que sea necesario con tal de aparecer en público con el héroe de moda. No obstante, sus proyectos de futuro cambiaron con el secuestro. Ya no le interesaba recorrer el largo camino de estudio exhaustivo para sacar las mejores notas de su promoción, ni conseguir un empleo en el gobierno federal, tampoco realizar la carrera en Inteligencia Científica y Tecnología, en la National Inteligence Universit, de Maryland, concluyendo finalmente con el ingreso en la CIA. Lo que está claro es que algo alteró sus cimientos durante las horas que estuvo retenido, confesando más tarde que, de repente conoció el lado salvaje de la humanidad convertida en despreciable depredadora, también la discriminación, la humillación gratuita y esa brecha racista que, como la lengua de lava que se ensancha y destruye todo lo que encuentra a su paso, va a la caza del diferente para devorarlo. Por eso, lo de servir a la patria desde estamentos oficiales dejó de tener sentido entre sus planes. A diario, uno de los maestros o personal administrativo le acompañaban hasta el coche de sus padres, ya que la prensa le acechaba como buitres. ‘¿Qué sentiste al ver cómo uno de tus compañeros mataba a otro? ¿En qué zona estabais, exactamente? ¿Quién era la chica negra asesinada? ¿Le provocó? ¿Por qué no hay más detenidos? ¿Tu testimonio ha salvado al estudiante y condenado al secuestrador?’. ‘Venga, dejadle en paz –gritaba Paul Cox, el consejero escolar, desde la ventana de su despacho a los periodistas apostados fuera del recinto–. Le estáis agobiando, coño’. Podría manifestar con pelos y señales el terror de no ver más a los suyos, la incertidumbre de que ahí concluyese su vida, el sudor frío de cuando escondió el móvil con la cámara activada, las ganas contenidas para no orinarse encima, la ansiedad por escapar sin mirar atrás, la tentación de abalanzarse contra aquel individuo despiadado, obsceno y sarcástico que por el corto espacio de cuarenta y ocho horas les hizo la existencia insoportable. Sin embargo, salía del recinto escolar con la mirada baja caminando deprisa hasta la camioneta de su madre y la esperanza de que aquel seguimiento, con tintes sensacionalistas, acabase lo más pronto posible para continuar siendo un chico completamente anónimo.
          Los calabozos anexos a la oficina del sheriff del condado eran un tanto siniestros. Estaban sucios, con desconchones en las paredes que servían de refugio a cualquier insecto, apenas luz eléctrica, sin agua potable y los retretes atascados, lo cual hacía casi insoportable permanecer allí por un periodo de tiempo mayor a cinco minutos. Anthony Cohen, a petición de su jefe inmediato, pospuso por unos días más la pesca del pargo rojo en el Parque Estatal Lake Lurleen, para asegurarse de que el interrogatorio al anterior director de la escuela, sospechoso de más de un delito e implicación indirecta en este caso, cumpliría con todas las garantías de transparencia e imparcialidad. Con él se quedaron algunos de los mejores hombres del departamento, incluido el negociador, quien mantuvo siempre la teoría de que había un cabo suelto más allá de la acusación por la presunta violación del funcionario a la hermana del secuestrador. Uno de los ayudantes, con cara de pocos amigos, mascando chicle, la mano apoyada en la culata del revolver y las axilas sudorosas, llevó al detenido casi a empujones hasta la sala de interrogatorios donde había sobre la mesa varios vasos desechables, botellas de bebida gaseosa, la carpeta que al parecer contenía un delgadísimo expediente y bastantes denuncias que nadie registró y que por tanto no servirían en caso de llegar a juicio. ‘¿Dónde se encontraba la noche del 24 de noviembre, a las 09:00 pm –preguntó el inspector ajustándose el nudo de la corbata en el espejo– de hace dos años?’. ‘¿Cómo quiere que lo recuerde? –su enfado iba en aumento–. ¿Acaso alguien sabe con precisión lo que hizo en una fecha determinada y a una hora concreta?’. ‘¿Conoce a esta niña? –le mostró una instantánea–. ¿Reconoce que era una estudiante ejemplar?’. ‘No me quedo con las caras, soy muy mal fisonomista’. ‘¿No es cierto que iba a su clase?’. ‘Oiga, quiero hablar con mi abogado’. ‘¿Y tampoco tiene relación con el chico que nos ha tenido en vilo?’. ‘Me acojo a la Quinta Enmienda’. ‘¿Cómo es posible que la única condición que puso para soltar a los rehenes fuera verle a usted?’. ‘Me acojo a la Quinta Enmienda’. ‘Muy bien, nos lo llevamos a la central’. Ambos sospechosos fueron traslados a la central de Birmingham en coches separados donde serían puestos a disposición judicial.
          Cuando Zinerva Falzone terminó su jornada laboral, preocupada por la ausencia de Coretta Sanders decidió ir a interesarse. Vivía a las afueras del pueblo de Elberta, en una preciosa casa a la que se llegaba a través de un camino de acceso privado, pegado al bosque, donde las ardillas y el silencio eran escenario habitual y los vecinos se contaban con los dedos de una mano. En la corta distancia que va desde la ciudad de Foley, por la route 98, hasta ese lugar, no tuvo tiempo de ensayar las palabras que diría tras su repentina llegada. El jardín, del que tanto presumió su amiga, rico en rosales y otras plantas, ahora sólo eran montículos de tierra moribunda, irregulares, como si alguien hubiese excavado buscando petróleo. Por el parabrisas visualizó a un hombre mayor, de complexión fuerte, mirando por la ventana a un punto inconcreto del infinito, destacando su barba blanca en el mosaico de la tez oscura, perdido en el bucle del pasado que se va borrando. ‘Pasa, por favor. ¡Qué grata sorpresa!’. ‘Perdona que me presente sin avisar’. ‘Anda, anda. No seas tonta, pero si me encanta que lo hayas hecho’. ‘En realidad ha sido un impulso’. ‘Querida, deja de justificarte y arrima una silla a la mesa. Ten, prueba estos pastelitos rellenos de melocotón que acabo de freír. Verás qué buenos están’. ‘No quiero molestar’. ‘No seas boba, así tendré la opinión de una experta’. El primero se deshizo en el paladar al entrar en contacto con la saliva, el segundo estalló dentro de la boca dejando la grata sensación de querer más y el tercero fue crucial para identificar uno a uno los ingredientes. ‘Realmente, deliciosos’. ‘¿En serio?’. ‘Nunca mentiría’. ‘Más te vale’. ‘Tienes que darme la receta’. ‘De acuerdo, pero no le cuentes a nadie mi toque especial’. ‘Descuida, te guardaré el secreto’. Ambas rieron con ganas. A pesar de ir muy abrigadas el frío era intenso, aunque no lo suficiente como para no compartir un rato de conversación en el porche y una taza de cacao caliente. ‘¿Qué ha pasado? ¿Por qué está todo levantado?’. ‘Ya ves. Además del destrozo material, no hay día que no nos intimiden quemando una cruz ahí mismo’. ‘¿Lo sabe el sheriff?’. ‘¡Estás loca! Jamás movería un solo dedo por nosotros. Somos negros, no nos quieren’. ‘Pero, digo yo que la ley estará para algo, ¿no?’. ‘¡Qué ley, Zinerva! ¿Crees que a alguien como yo, ocupando un puesto de trabajo que consideran suyo, con un marido enfermo de Alzheimer, afroamericanos los dos, le iban a hacer más caso que a un miembro de la comunidad blanca?’. La italiana no supo qué contestar. ‘¿Y tu esposo es consciente de la situación?’. ‘Habrás visto cómo está. No, no lo es y, aunque se pone muy nervioso cuando aparecen los encapuchados se agarra de mi cuello igual que haría un bebé’. ‘En la escuela nadie ha sabido decirme por qué has faltado estos días’. ‘Figúrate, estando así no le puedo dejar solo. Uno de mis hijos es misionero en Mongolia, y el otro se enamoró de una argentina y manchó a Santa Rosa, donde han formado su propia familia. No quiero complicarles la vida. He pedido un mes de suspensión de empleo y sueldo, Después, me falta poco para la jubilación, así que, ya veremos…’. ‘Yo podría ayudarte, no tengo a nadie a mi cargo’. ‘Gracias, me las arreglaré sola’. ‘Como quieras, pero si cambias de opinión la propuesta sigue en pie’. ‘Cora, Cora –se oyó gritar desde arriba–, que vienen a por mí. Cora, Cora’. ‘Ya me voy, atiéndele’. ‘Sí, será mejor que suba porque cuando tiene un brote es capaz de cualquier cosa. Espera, llévate unos cuantos buñuelos’. La caída del sol desdibujaba el horizonte cuando volvió a ponerse en carretera. A gran velocidad una caravana de moteros con sus relucientes Harley-Davidson, y en sentido contrario al suyo, levantaron una espesa polvareda que poco a poco fue difuminándose hasta desaparecer entre las misteriosas nieblas que asoman por las ramas de los árboles. Observó que las persianas de aluminio, tipo acordeón, estaban colocándose en señal de aviso contra huracanes, así que, aceleró antes de que el ojo de la tormenta la sorprendiera en mitad de la noche.
          Aquella mañana resultó caótica en la escuela: la impresora se había atascado, el pedido de papel higiénico no llegó, Coretta Sanders estaba muy desmejorada, Paul Cox eufórico por el inminente regreso de su mujer y nietos de viaje por Europa, Betty Scott y Zinerva Falzone atareadas con los menús y el resto del personal cada uno a sus cosas. ‘Helen, un caballero pregunta por ti –dijo, una compañera de administración–. ¿Le hago pasar?’. ‘¿Quién es?’. Ten su tarjeta’. ‘No le conozco –pero por el reverso leyó la simple nota que venía escrita con caligrafía clara y mensaje directo. Se quedó pensativa, respiró hondo y añadió–: Aguarda cinco minutos y hazle pasar…’.


9.
¿Qué tal? –dijo el abogado del excuñado de Helen Wyner mientras estrechaban sus manos–. Gracias por recibirme’. ‘Dígame cuál es el motivo de su visita, me incomoda muchísimo perder el tiempo’. ‘Como sabe, mi cliente ha estado enviándole cartas que han sido devueltas’. ‘¡Por supuesto! No me interesan en absoluto. ¿Cómo se atreve?’. ‘¿Y no tiene curiosidad por saber lo que cuenta en ellas?’. ‘Ninguna, se lo aseguro’. ‘Entonces, no me queda más remedio que hacerle un resumen’. ‘Oiga, estoy muy ocupada, le ruego que se marche’. ‘Yo también lo estoy, señora, pero no me iré de aquí hasta que escuche lo que vengo a decirle’. ‘Tiene diez minutos, ni uno más’. ‘Sobran siete. Pensamos que, durante el proceso, la presunción de inocencia no se contempló y tampoco la propuesta de enajenación mental que alegamos en fase judicial. Tuvimos la sensación de que la condena estaba decidida antes del inicio. Ahora las cosas han cambiado, un tribunal de apelación ha admitido nuestro recurso y es posible que, si todo se hace dentro del marco de la ley, salga del corredor de la muerte. Por eso quiere hablar con usted para que conozca su versión de los hechos y la verdad de lo que ocurrió’. ‘¡Qué desfachatez! Deje que le diga una cosa: la única realidad visible es que ese individuo asesinó a su hijita simplemente por no asumir el divorcio ya consumado y abocar a la madre de la criatura hacia el delirio y la destrucción’. ‘A ver, eso está por demostrar. Las pruebas fueron muy confusas, la sangre encontrada bajo las uñas de la pequeña no pertenecía a mi defendido, se puso en duda la declaración de los testigos presentados por la defensa, ningunearon los informes psicológicos aportados y ni siquiera los investigadores hicieron algo por localizar al presunto sospechoso del que dimos toda clase de detalles. Casi puedo asegurar que al coincidir con la elección del nuevo gobernador había prisa por terminar cuanto antes y colgarse alguna medalla. En fin, para determinar si los hechos son verdad hay que demostrarlo’. ‘Caballero, el tiempo se ha agotado. Tengo una reunión y le ruego que me disculpe. Comprendo que esté obligado a creer la versión del cliente, entra dentro del sueldo, pero créame, ese tipo es un monstruo depredador con piel de cordero’. ‘Tremenda rotundidad en sus palabras. De todas formas, piénselo, y si acepta la propuesta, llámeme y prepararé la visita’. ‘Adiós’. Paul Cox, el consejero escolar, irrumpió en el despacho con un montón de carpetas bajo el brazo. ‘¿Ocurre algo, querida? Traigo el nuevo modelo de impreso para solicitar la matrícula del próximo año, hay que hacer una selección dependiendo del perfil de cada solicitante, ya sabes cuan exigentes se han vuelto ahora los de arriba’. –Helen, abrazada a su cuello, comenzó a llorar compulsivamente–. Tranquila. Cuéntame qué ha pasado’.
          En la misma Sala de Juntas donde se vivieron momentos muy angustiosos cuando secuestraron a los alumnos, además de tratar temas relacionados con el funcionamiento de la escuela, era el de lugar de encuentro para socializar conversando de cosas banales o transcendentales, de coyunturas de crisis o de euforia, de complejos y superaciones, de miedos y de audacias. En definitiva, un espacio perfecto para escribir juntos determinadas páginas personales en el diario de ruta compartida. Presidida por una mesa ovalada de madera rústica, con nudos en relieve como tallados a mano y bajo una capa de barniz que ocultaba los grandes secretos de cuántos pasaban por allí, creaba el ambiente idóneo de acogida que Paul Cox y Helen Wyner aprovecharon muy bien. ‘¿Quién era ese hombre?’. ‘El abogado de mi excuñado’. ‘¿Y qué quería para haberte alterado así?’. ‘Que vaya a verle a la cárcel’. ‘¿No te apetece?’. ‘No es eso’. ‘¿Entonces? Perdona, sino quieres contarlo, no lo hagas, pero si necesitas desahogarte, aquí me tienes’. ‘Gracias. Es una historia muy dolorosa que nunca debió suceder’. ‘¿Lo tomas sin leche ni azúcar, verdad? –preguntó desde el mueble auxiliar, de puertas abatibles, con cafetera siempre encendida y vasos desechables–, A veces confundo los gustos de cada uno’. ‘Nada’. ‘Con la edad he aprendido que compartir problemas en voz alta con alguien ajeno a tu círculo cercano –prosiguió él–, es una terapia bastante recomendable porque te permite hacerlo al desnudo, sin pudor, hundido o enfadado’. ‘Yo también lo creo’. ‘Te escucho’. Mucho antes de trabajar con vosotros, mi hermana Beth, que siempre fue muy liberar, muy feminista, muy transgresora y que no creía en el matrimonio, se casó, para sorpresa de todos, en Las Vegas, sin decir nada a nadie. Su matrimonio nunca fue un camino de rosas. Se quedó rápidamente embarazada, aunque por las cuentas quizá ya lo estaba. Era restauradora de muebles antiguos, le llovían los encargos, y gracias a eso podía sacar adelante a los suyos: una niña preciosa y un esposo ludópata, drogadicto, borracho, delincuente…’. ‘Y la supongo incapaz de reconocer a la verdadera persona que dormía a su lado’. ‘Exacto. Incluso, si mi madre o yo hacíamos algún comentario en su contra, reaccionaba como gata en celo, defendiendo lo indefendible y justificando lo injustificable, hasta que la cruel realidad cayó sobre sus hombros de por vida’. Buscó pañuelos de papel dentro del bolso y se sonó la nariz.  ‘Tranquila. ¿Otro café?’. ‘No, mejor un poco de agua’. ‘Claro’. ‘Un día, tenía encargados materiales especiales para reparar el escritorio de estilo colonial de la mujer del fiscal del distrito, la acompañé a Montgomery, y lo pasamos agradable, comprando regalos, paseando y almorzando en nuestra cervecería favorita. Pero, de regreso a Elberta, mamá nos esperaba en el porche, nerviosa y llorando. Habían llamado del colegio, la niña llevaba días sin ir a clase, estaba con el padre en su turno de custodia, así que, como no le localizaban, además de avisarnos a nosotras también llamaron a la policía. Llevé a Beth a la oficina del sheriff y cursamos la denuncia por desaparición. Veinticuatro horas después, un agente del FBI, que ha resultado ser el mismo que ha venido por el secuestro, nos recibió. Detuvieron a mi excuñado con el permiso de conducir caducado, cuando trataba de pasar la frontera de Canadá. Comprobaron que había orden de busca y captura contra él. Tras un interrogatorio interminable y desafiante por su parte, confesó que la muerte de su hija fue accidental, aunque las pruebas dijeron lo contrario’. ‘Qué cabronazo’. ‘Tardaron más de dos semanas en localizar el cuerpo de la pequeña, anduvo al despiste, contradiciéndose, con el único propósito de no hallarlo y quedar libre’. ‘¿Lo encontraron?’. ‘Sí, acotaron el perímetro de búsqueda y apareció semienterrada entre unos matorrales y en avanzado estado de descomposición’. ‘Horrible’. ‘Figúrate, desde entonces mi hermana visita el cementerio casi a diario, y cuando no lo hace es porque está ingresada en el psiquiátrico. Sufre bruscos cambios bipolares y si su organismo no responde a la medicación, se vuelve agresiva con el consiguiente riesgo de autolesionarse. Como ves, bastante triste’. ‘La violencia ejercida contra los niños y las niñas de familias desestructuradas, apenas sale a la luz, por eso hay tan poca estadística’. ‘Nunca reconoció el asesinato –concluyó Helen–, a pesar de haberle jurado a Beth que se arrepentiría de dejarle’. ‘¿Qué piensas hacer?’. ‘Lo que hasta ahora: ignorarle’. Sonó el timbre del recreo y los pasillos se llenaron de gente menuda con ganas de correr al aire libre. Paul y Helen entendieron que la conversación había llegado a su fin antes de que la sala se llenase de profesores en sus veinte minutos de relajo.
          Anthony Cohen, hasta nueva orden, suspendió los interrogatorios en la central del FBI en Birmingham, coincidiendo con la teoría mantenida por el negociador de que faltaba un eslabón que completase la historia tan confusa respecto a la presunta violación de la hermana del secuestrador por parte del antiguo director de la escuela. Y, aunque lo investigaban al detalle, igual que las coartadas aportadas, volvían una y otra vez a la casilla de salida: las piezas no encajaban. Razón de más para volver no sólo a la ciudad de Foley, sino también al pueblo de Elberta, con la esperanza de hallar la clave que desenmascare a ambos. A punto de alcanzar el último tramo de la route 98, respondió a la llamada de una de sus fuentes. ‘¡Qué pasa, pelirrojo! ¿Tienes algo para mí?’. ‘Primero veamos qué me das a cambio’. ‘Cuidadito conmigo que te meto en chirona y no sales en años’. ‘Pues tú veras, pero creo que puede interesarte la información que poseo’. ‘¿Cuál?’. ‘Ven y lo sabrás’. ‘¿Dónde estás?’. ‘Te llamo desde el teléfono público de la gasolinera Chevron, en el 4095 de Jack Spring Rd, de Atmore’. ‘¿En el condado de Escambia?’. ‘’. ‘No te muevas hasta que llegue, estoy a unas cuarenta millas’. Pisó el acelerador, no quería que se le escapara, como ocurría tantas veces, así que, llegó antes de lo previsto. Al otro lado de los surtidores, cruzando la carretera, le visualizó sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, sobre un montículo de tierra y maleza. ‘Dame un cigarrillo –pidió el informante–, que no se diga que has perdido la generosidad propia de la agencia de investigación a la que representas’. ‘Al grano, tengo prisa y no estoy para escuchar tus gilipolleces’. ‘No te impacientes, colega –cogió un pitillo de la cajetilla y con mucha picardía se guardó el paquete–. He oído por ahí que investigas un turbio asunto’. ‘¿Eso dicen?’. ‘Y que andas perdido’. ‘¿Tú crees?’. ‘A ver, este es el trato: quiero que mi expediente policial quede limpio’. ‘No me hagas reír’. ‘Muy bien. Entonces, te enterarás por la prensa’. ‘Seamos razonables, todo dependerá del valor que contengan tus palabras. A priori no puedo prometer nada desconociendo el contenido’. ‘¿Te suena el nombre de Daunte Gray?’. ‘No’. ‘Es un joven de color que está preso en el Centro Correccional Fountain por un delito no cometido. El sheriff Landon, al que conoces bien, y no precisamente por su defensa de los negros, organizó una redada nocturna por los bares de la zona sin calcular que a esa hora sólo los frecuentaba la comunidad blanca. Tras sus clases nocturnas de piano el muchacho regresaba a casa atravesando el descampado que siempre le asustaba tanto. Dos patrullas de policía le cortaron el paso, lo demás, cuando cumplas nuestro trato, lo sabrás…’.
          En el Estado de Alabama el otoño es uno de los espectáculos más impresionantes de la naturaleza, expuesta en una colcha de colores tejida con hojas de arce que se extiende desde las montañas del norte hasta alcanzar el sur de la región. La amenaza de la jornada anterior pronosticando la llegada de un huracán se hizo patente a medianoche, cuando al tomar tierra alcanzó la categoría 1, cogiendo por sorpresa a muchos, ya que esos fenómenos atmosféricos no eran habituales en esa época del año. Al día siguiente Betty Scott, jefa de comedor, bajaba por el sendero que parte de la Iglesia Baptista, donde cada domingo se reconciliaba con Dios a través del reverendo y sus plegarias. Descendía tranquilamente, disfrutando del paseo, hasta que el camino se dividió en dos ramales:  Uno hacia el pueblo, el otro a las afueras. Cogió el segundo, y al avanzar media milla, el cielo se tornó amenazante, como si de repente la oscuridad sobrevolase desafiante por encima de su cabeza. Apretó el paso, y los primeros relámpagos vertebraron el firmamento. En la casa todo estaba tranquilo, se cambió de ropa, pellizcó un pico de la tableta de chocolate y comenzó a ordenar el garaje para cuantificar los destrozos del tornado. No eran muchos, pero apiló bastantes cosas inservibles como una estantería arrancada de la pared. Entonces, al colocar varios botes con hembrillas, tuercas, clavos, escarpias y alcayatas vio que faltaba una de las escopetas de su marido y la caja con las municiones. ‘¿Adónde vas? –preguntó al hijo mayor que aún vivía con ellos–. No me gusta que salgas con este viento, hay árboles arrancados de raíz y los que permanecen en pie tienen las ramas a punto de caer’. ‘De caza con los amigos. Me llevo el arma de papá’. ‘¿Le has pedido permiso?’. ‘No hace falta’. Salió dando un portazo que retumbó también en el piso de arriba. ‘¿Qué ha sido eso, Betty? –gritó el esposo–, mira que sabes cuánto me molestan los golpes, y tú no dejas de trastear. Haz el favor de quedarte quieta’. ‘Ha sido tu hijo, se llevó la escopeta’. ‘Déjale, así se hará un hombre’. No obstante, intuía que el chico frecuentaba malas compañías y que en el vecindario estaba en boca de más de uno. Una mañana, comprando en el mercado de verduras, oyó a algunas personas comentar que le vieron apalear, junto a otros hombres, a una mujer negra y en presencia de su niñito de cinco años, cuando se disponían a coger el autobús de regreso a Montgomery. Sabía que asistía a las reuniones que los miembros supremacistas convocaban en el granero del suegro de Mitch Austin, actual director de la escuela donde ella trabajaba. Y que, como por diversión, intimidaban a las jovencitas de color por el simple hecho de marcar el territorio que no debían traspasar. Ella consentía, hacía la vista gorda, le justificaba y, hasta secundaba su discurso racista. Pero lo que realmente le preocupaba era que la poca experiencia del muchacho le llevase a la muerte. ‘¡Sube de inmediato! –ordenó la voz masculina desde la segunda planta–. ¿Es que no me oyes?’. ‘Ya voy, impaciente’. ¿Dónde te metes, estúpida? –recibió una bofetada–. Cuando yo te diga que vengas, vuelas’. Desaparecieron las nubes dando paso a una puesta de sol en el horizonte. El tren de los granjeros silbó a lo lejos, a la vez que él la forzó…


10.
Después de escuchar atentamente a su informante no lo dudó y se presentó en Fountain Correctional Facility, de Atmore, a las 11:00 a.m. donde tendría un encuentro con Daunte Gray, el joven de color detenido por la presunta violación a la hermana del tipo que secuestró a los niños en el gimnasio de la escuela. El tintineo de llaves al abrir y cerrar puertas era cada vez más cercano, así como los pasos de dos o tres personas multiplicados por veinte en el resonar del eco. ‘Me llamo Anthony Cohen –dijo al funcionario de prisiones que traía al reo– y soy agente especial del FBI’. ‘Muy bien, y yo la mano derecha del presidente de los Estados Unidos, ¡no te digo! Firma la comunicación y cuando hayas terminado lo que quieras hacer con él pulsas aquel botón rojo –señaló al interruptor ensamblado en la pared– y vengo en tu auxilio’. Se mordió la lengua para no llamarle imbécil. ¡Como si fuese la primera vez que visita a un recluso! El carcelero, con ese sobrepeso que ralentiza cada movimiento, le encadenó por uno de los pies a la argolla incrustada en el suelo. ‘Quítele las esposas, no son necesarias’. ‘Ni hablar, las normas no lo permiten. Además, que si luego hay problemas quien se lleva la bronca soy yo’. Terminó el ritual y salió de la habitación maldiciendo entre dientes. El chico, al enderezar la postura en el respaldo de la silla exteriorizó un mueca de dolor. ‘¿Te han lastimado, hijo?’. ‘No, señor’. ‘A mí puedes contármelo’. ‘Todo está bien, señor’. ‘Bueno. ¿Sabes por qué estoy aquí?’. ‘Ni idea, señor’. ‘Cuéntame exactamente qué hiciste la noche del 24 de noviembre, a las 09:00 p.m. de hace dos años?’. ‘Salí de clase de piano e iba a casa. Mis padres habían hecho una tarta de cumpleaños con todo el cariño del mundo y aguardaban mi llegada ilusionados’. ‘¿Cuántos cumplías?’. ‘Dieciocho’. ‘Continúa, por favor’. ‘Según atravesaba el descampado, llamado boca del lobo para niñitos de color con quien divertirnos, varias patrullas de policía me cortaron el paso’. ‘Continua, por favor’. ‘Oiga, amigo, conoce perfectamente cómo funciona esto contra los afroamericanos, así que no me tire de la lengua’. ‘¿Alguien comprobó tu coartada?’. ‘¡Bromea! ¿Pero usted de dónde ha salido?’. ‘¿Violaste a la chica?’. ‘No, señor. Mire, se ha equivocado de sospechoso, quienes le hicieron a la pequeña esa atrocidad tan horrorosa andan ahí afuera, bebiendo cerveza y eligiendo a sus próximas victimas’. ‘¿Por qué dices “quiénes” y no “quién”? ¿En qué basas dicha afirmación?’. ‘Hermano, aquí dentro se sabe todo de primerísima mano y sin filtros’. ‘¿Intentó tu abogado presentar un recurso de apelación?’. ‘Nosotros no tenemos dinero, era de oficio’. ‘Oye, deja que te ayude a salir de aquí destapando la verdad, pero para eso necesito de tu colaboración’. ‘¡Está loco! ¿Pretende que me rajen por chivato? No, muchas gracias’. ‘Una de mis fuentes asegura que fueron dos hombres, puede que tres, los que abusaron de la menor. ¿Es cierto?’. ‘Pregúnteles a ellos’. ‘No sé si eres consciente de que te han caído tantos años de cárcel que cuando salgas irás derecho al cementerio. Si lo quieres así, y resulta que descubro la verdad y que tú eras conocedor de la misma, te acusaré de obstrucción a la justicia. Piénsalo’. Se levantó, y casi tocando el interfono, oyó: ‘Espere…’.
          ‘¡Haberme avisado antes! –exclamó Zinerva Falzone a Coretta Sanders mientras la abrazaba–. ¿Has hablado con el médico?’. ‘Todavía están atendiéndole, hay que esperar el resultado del TAC, llegó muy grave.’. El South Baldwin Regional Medical Center seguía con sus obras de remodelación, por eso la sala de espera estaba ubicada en una carpa anexa al pabellón de urgencias donde los familiares aguardaban ser informados sobre el estado de salud de sus seres queridos. ‘¡Helen! –gritaron las dos–. ¿Qué haces aquí?¡Helen!’. Se puso de puntillas para localizar a sus compañeras. ‘Mi hermana tuvo una crisis y se ha tomado un bote entero de pastillas, van a hacerle un lavado de estómago. Confío en vuestra discreción, no me gustaría que transcendiera¿Y vosotras?’. ‘Es por mi esposo, le dejé un momento solo para comprar mermelada a los granjeros de la comunidad amish, que elaboran ellos mismos –explicó la profesora– y cuando volví todo estaba revuelto y él tirado en el suelo con numerosos golpes’. ‘¿Sospechas de alguien? –aunque intuían la respuesta, preguntaron–. ¿Y nadie vio nada?’. ‘¡Somos negros! ¿Quién se atrevería a defendernos?’. ‘¿Has puesto la denuncia?’. ‘No’. ‘¿Y cuándo piensas hacerlo?’. ‘Ya veremos’. ‘Oye, querida –irrumpió la italiana–, es que si siempre callamos no avanzaremos ni acabaremos con la segregación racial y la comunidad supremacista, absolutamente conservadora, se saldrá con la suya’. ‘Se realista y mira a tu alrededor, la vida no es fácil con este color de piel –extendió la mano–. Jamás perdonarán que ocupe un puesto de trabajo que consideran propio, ni que haya colaborado para la liberación de los alumnos, menos aun cuando dicha participación ha sido detonante respecto a la detención de dos patriotas de bien. Pero lo más penoso de todo es que mi marido haya tenido que pagar las consecuencias. Sin embargo, lo volvería a hacer’. Sabían perfectamente que detrás del cruel ataque a aquel pobre hombre indefenso, con un grado de Alzheimer bastante considerable, había miembros del klan. Justo detrás de ellas, una mujer con abrigo largo, bufanda por debajo de la nariz, gafas oscuras de concha ancha y gorro de lluvia, escuchaba la conversación con el corazón en un puño y dos lágrimas bajando en cascada por las mejillas. Era Betty Scott que al enterarse de lo ocurrido también quiso mostrarle su apoyo, en cambio, avergonzada y con el presentimiento de que su hijo podría haber participado en la paliza, dio medio vuelta sin ser reconocida. ‘Familiares de Beth Wyner –sonó ronca la voz del sanitario–. Por favor, diríjanse al mostrador de entrada, allí les informarán’. Helen abrazó a sus compañeras y desapareció por la puerta de hojas abatibles.
          El caso de Isaías Sullivan, desde el ámbito judicial fue muy sencillo de resolver, aunque todo dependió del criterio del juez que tocara. No obstante, sin parientes y, tras haber recibido los informes preliminares de la buena conservación de riñones, hígado, páncreas y corazón, falló a favor e iniciaron el protocolo para llevar a cabo la donación. En otro área del hospital, lejos de urgencias, en el lado opuesto donde el ritmo se acompasaba según la gravedad de cada paciente, la habitación que hasta entonces había ocupado Isaías Sullivan estaba vacía. El colchón libre de sábanas mantenía aún la forma de su esqueleto mullido en la derrota, mientras que la mancha amarillenta de fluidos ya sin vida bordeaba los pespuntes del almohadón. Media hora antes de que el doctor Eric Weiss diese el visto bueno para llevarlo a quirófano, varios helicópteros aterrizaron en la azotea listos para el traslado de los órganos del donante a cuatro puntos distintos del país, donde sus receptores, rebosantes de alegría y de agradecimiento, veían por fin una pequeña luz al final del tormentoso túnel. Osiel Amsalem terminaba de rellenar la documentación pertinente con el vecino del muchacho para que, una vez realizada la múltiple extracción pudieran enterrarlo dignamente. ‘Abuelo, váyase a descansar que yo le aviso cuando acaben –dijo con mucha empatía–. Esto va para largo’. ‘No, mi sitio está aquí, no se preocupe’. ‘Bueno, pero voy a traerle algo caliente’. ‘Muy amable’. A esas horas en la cafetería de personal apenas quedaban dos o tres enfermeros que doblaban turno y la plantilla de limpieza reponiendo energías con una buena hamburguesa, patatas fritas y Coca-Cola. El camarero, lánguido por ser su último día de servicio, le preparó una buena jarra de cacao hasta el borde, panecillos con porciones de mantequilla y un pequeño recipiente con leche por si quería rebajar el espesor del chocolate, alimentos que el anciano recibió con eterna gratitud. El silencio y los recuerdos le sumergieron en el letargo. Diez horas después tocaban su hombro sobresaltándose. ‘Caballero, despierte, por favor’. ‘Lo siento doctor, me he quedado traspuesto’. ‘No se preocupe. Hemos acabado según lo esperado y sin complicaciones. Ya puede llevárselo. Ahora muchas personas cuya existencia pendía de un hilo, abren una nueva etapa’. Con ojos vidriosos y media sonrisa, desapareció por delante de su propia sombra. Tomó asiento en la parte trasera del coche fúnebre y, custodiando el ataúd de Isaías Sullivan, emprendieron el último viaje juntos hasta el cementerio de la ciudad de Foley, donde seguramente el reverendo Marshall ya les esperaría...
          Después de recorrer Europa con los nietos la esposa de Paul Cox regresó con un aspecto mucho más que saludable, lo cual indicaba que había superado el trauma psicológico sufrido por el atropello de un vehículo que se montó en la acera cuando espera el cambio de semáforo. Por fin sonreía, participaba en los puntos de vista sobre cuestiones domésticas y se implicaba a la hora de tomar decisiones familiares que reporten beneficio para todos. Atrás quedaron los meses de encierro, el pánico a cruzar una calle, la pastilla para conciliar el sueño, las ventanas cerradas a cal y canto, el teléfono silenciado para no estremecerla, la presión de la vejiga desbordada de incontinencia si surgían ruidos extraños y las noticias de la NBC News permanentemente apagadas. Cerrado ese ciclo volvió la mujer culta, comprometida, sensible, responsable y divertida que siempre fue. Amantes del arte en general, y de la ópera en particular, recuperaron la costumbre de asistir a los estrenos así como repetir espectáculo si la primera vez les supo a poco. A menudo, con velada romántica y noche de hotel, se daban una cita de enamorados pese a llevar juntos más de tres décadas. Mobile es una ciudad del estado de Alabama, ubicada en la costa del Golfo de México, a 144 millas de Nueva Orleans. Consiguieron entradas para la representación de Nabucco, de Giuseppe Verdi, en uno de los teatros más hermosos que conocían. Después, se dejaron tentar por el acostumbrado festín de mariscos sureños formando parte de su itinerario. ‘¿Qué te apetece? –preguntó ella mientras mojaba los labios con un Happy Hour Chardonnay, un vino de California–. Creo que cogeré de primero Camarones con sémola’. ‘Pues para mí Garras de cangrejo salteadas –respondió él– y Gallineta nórdica sin la salsa’. ‘Muy buena elección, querido. Yo me inclino por el Pargo rojo ennegrecido, así compenso un plato con otro’. ‘El postre elígelo tú’. ‘¿Helado de láminas de nuez bañado con daiquiri?’. ‘Excelente, cómo me conoces, cariño –alzó su copa y propuso–: Brindemos para que sigamos compartiendo lo bueno y lo regular de la vida. ¡Por ti!’. ‘¡Por nosotros! Y ahora, cuéntame cómo va el asunto del secuestro de los niños, no lo supe hasta que en el aeropuerto de Lisboa vi los periódicos, los nietos me lo ocultaron’. ‘Se lo pedí yo porque no quise preocuparte, era tu momento y tenías que disfrutarlo’. ‘Imaginé que sería cosa tuya’. ‘Ha merecido la pena, estoy muy contento’. ‘No te vayas a creer ¡eh!, no ha sido fácil, a punto estuve de tirar la toalla, pero luego, los veía tan emocionados haciendo de guías turísticos conmigo que, respiraba hondo, pensaba en ellos, en ti, en nuestros hijos y seguía adelante. Espero estar a la altura y no defraudaros cuando me necesitéis’. Se miraron a los ojos e inclinándose en la mesa, frente a frente, juntaron sus labios.
          Un grupo numeroso de Testigos de Jehová esparcidos por el condado de Baldwin, visitaron la región para evangelizar sobre el Reino de Dios y dar a conocer sus publicaciones con venta posterior. En la distancia corta, llamando de puerta en puerta, repiten las mismas frases de guion aprendido: “Estamos en la verdad”. “Si viene el Armagedón”. “Este inicuo sistema de cosas va a ser destruido…”. En resumidas cuentas, que el fin del mundo estaba a la vuelta de la esquina y sólo ellos se habían enterado. ‘¿Qué ocurre ahí? –preguntó Mitch Austin, el actual director de la escuela–. ¿Son manifestantes?’. ‘No sé –respondió el sheriff Landon–. Vayamos y saldremos de dudas’. Cuando dispersaron a los convocados incautaron octavillas propagandísticas en contra de las transfusiones de sangre y varios ejemplares de la revista Atalaya. ‘¿Qué hago con esto? –sostiene en alto un puñado de papeles– ¿Lo guardo en el maletero?’. ‘Ni hablar, es el coche patrulla. Al cubo de la basura sin miramientos’. ‘¿Sabes algo de nuestros amigos congresistas?’. ‘Aún no –dice el policía–, pero iban a mover ficha y así limpiar nuestros nombres alejándolos del feo asunto del secuestro’. ‘Eso no es lo que más me preocupa, pueden relacionarme con las agresiones contra el matrimonio de negros, ella es una profesora con mucho respaldo de alumnos y de compañeros. No es ningún secreto la animadversión que provocan en mí los afroamericanos’. ‘Pues ándate con cuidado no sea que un día me obliguen a detenerte’. ‘De pasar eso, caerías conmigo…’.
          ‘Lamento comunicarle que su hermana está desconectada totalmente con la realidad –Helen Wyner no daba crédito a sus oídos–. Desde la ingesta de pastillas hasta que la encontraron transcurrió demasiado tiempo como para ocasionarle daños irreversibles’. ‘Pero Beth, que sepamos –articuló con la boca pastosa–, en ningún momento perdió el conocimiento. ¿Entonces, cómo es posible, según usted, que estuviese unos minutos sin llegarle oxígeno al cerebro?’. ‘Bueno, tenga en cuenta que tomó más de un bote entero de tranquilizantes, suficiente para introducirla dentro de un bucle sin escapatoria. A veces, al ralentizarse los latidos del corazón, a consecuencia de tanta sustancia química, puede ser una de las causas, pero habría que hacer un estudio más exhaustivo y, la verdad, no lo aconsejo’. ‘¿No hay ninguna otra alternativa que restaure su estado de salud?’. ‘Me temo que no’. ‘¿Nada?’. ‘¡Qué quiere que le diga! Aquí no hacemos milagros y lo de esta paciente tiene más de eso que de medicina. Supongo que existirán asociaciones que orienten y proporcionen apoyo, lo ignoro. En cualquiera de los casos, clínicamente, sólo queda ajustar la medicación, en cuanto lo hagamos recibirá el alta’. Abandonó la zona de observación con la vista nublada. En el pasillo los guardias de seguridad discutían con varias personas que, víctimas de peleas callejeras, esperaban ser atendidas entre un gran alboroto. De repente el reloj se detuvo y las ardillas abandonaron el nido. Alcanzó la calle caminando sin rumbo, sin memoria, sin esperanza, lamiéndose las heridas, hasta que, una ráfaga de viento azotó las hojas de los árboles devolviéndola al mundo real…


11.
Anthony Cohen era consciente de que, si Daunte Gray regresaba al interior de Fountain Correctional Facility después de haber tenido comunicación con él, un número determinado de reclusos se tomaría la justicia por su cuenta haciéndoselas pasar canutas. Por eso, y tras consultar con sus superiores un traslado seguro para el muchacho, volvió a la habitación donde se entrevistaron. ‘Te vienes conmigo a la central del FBI, en Birmingham, allí continuaremos con el interrogatorio’. ‘¿Qué más quiere de mí? He dicho todo cuanto sé’. ‘No me hagas reír. Callas más de lo que cuentas’. ‘Puede, pero mientras que mantenga el pico cerrado conservaré la vida’. ‘Si me ayudas a establecer la conexión entre dos presuntos sospechosos, y el secuestrador de los niños en la escuela, con respecto a la violación de su hermana ocurrida en ese mismo lugar, y por la que a ti te declararon culpable, haré lo posible para que el juez sea generoso contigo’. ‘¿Así de fácil? ¿Sin más? Yo canto y usted se coloca los galones, se gana el respeto de sus compatriotas y, pasado un tiempo, cuando nadie recuerde mi nombre, apareceré en alguna cuneta del condado con un tiro en la sien. No, muchas gracias. Aquí estoy la mar de bien, tengo todo lo que necesito: techo y comida. ¿Qué más puede pedir un negrito como yo?’. ‘¿Pero tú te estás escuchando?¿No te das cuenta de que tuviste la mala suerte de aparecer por el lugar equivocado? Fuiste cabeza de turco mientras que unos tipos sin escrúpulos disfrutan de la libertad que te arrebataron’. ‘Oiga, amigo, deje que cumpla la condena en paz, no quiero problemas’. ‘¿Cuánto crees que durarás ahí dentro sabiendo que has estado conmigo? ¡Eh! ¿Cuánto? Yo te lo diré: hasta la próxima ducha’. ‘¡Guardia! ¡Guardia!’. ‘Nunca pensé que fueses tan cobarde como para cargar con las culpas de otros, encerrar tus propios sueños y tirar la llave a la taza del váter. Quienes me hablaron de tus cualidades para la música, de la cantidad de proyectos de futuro que ibas manifestando, de la fortaleza personal que ejercías saliendo airoso de cada tropiezo, se equivocaron sobrestimándote puesto que ahora optas por la vía fácil, aunque dicha comodidad manche tu dignidad de por vida’. El chico se descompuso, besó la cruz de madera rudimentaria escondida en una de las manos y asintió. La corazonada de su inocencia cada vez cobraba mayor espacio, así como la hipótesis de la presunta complicidad entre el secuestrador, el sheriff Landon y el anterior director de la escuela, quienes aquel fatídico día arruinaron la existencia de dos seres humanos: la menor, a quien los daños causados al abusar de ella la privarían de la maternidad biológica y el prisionero acusado del delito no cometido.
          Siempre que del frío invierno brotaba un día soleado el pastor Marshall, viudo recientemente, leía la Biblia bajo la sombra de un árbol, con un vaso de limonada y el cuaderno donde anotaba pensamientos sueltos que le servirían después para predicar la Palabra cada domingo. Al poco de fallecer su esposa se instaló en un cobertizo alejado del centro de la ciudad de Foley, a menos de media milla de la Iglesia que presidía y atendido en lo doméstico por la nuera mayor. Betty Scott pasó por delante de él con su andar inconfundible de pies planos, balanceando el cuerpo de un lado a otro y esa apariencia abstracta, como nimbar taciturno, que la corona. ‘¡Alabado sea Jesucristo! –exclamó sorprendido por la inesperada visita–. ¡Qué tonto! Me he quedado traspuesto, la edad no perdona. ¿Cuánto bueno te trae por aquí?’. ‘¡Aleluya, reverendo! Salí a dar un paseo –aunque en realidad era tan sólo una excusa para evadirse del ambiente hostil que amurallaba su hogar, lo que no reconocería hasta mucho más tarde– y le traje pollo frito –destapó los recipientes– y un trozo de pudin de plátano, así ya tiene la cena’. ‘Gracias, lo guardaré dentro. Enseguida salgo –giró sobre sí y preguntó–: ¿Prefieres entrar?’. ‘Uy, no. Ni hablar. Aquí todavía se está agradable. No quiero molestar’. ‘¡Qué bobada! En esta casa todos sois bien recibidos’. El hombre desapareció arrastrando la contrariedad de haberle interrumpido el sueño. Pocos minutos después regresó trayendo una tetera y dos tazas. ‘Deje que lo sirva’. ‘Acerca esa silla –así lo hizo–. Parece que va a cambiar el tiempo, las aves migratorias se están marchando’. A lo lejos, en el horizonte, ramales de varices rojizas dibujaban el cielo que, con lentitud, empezaba a oscurecerse ofreciendo un cálido escenario para la conversación, aunque fuese, como era el caso, superficial. ‘La semana pasada no viniste a la Iglesia, se te echó de menos en el coro’. ‘No me encontraba bien, padezco de vértigos y cuando me da la crisis mis hombres no quieren dejarme sola’. Obvió narrar la verdadera situación vivida, la sumisión a la que estaba sometida, la humillación ejercida por su esposo forzándola y la vista gorda de ambos viendo cómo el hijo se convertía en un asesino cruel y sin escrúpulos. ‘Mañana celebramos el bautismo por inmersión de los adolescentes Lewis, quiero que asistas. La hermana Samantha cuenta contigo de solista’. ‘Lo intentaré, pero no le prometo nada, depende de la hora que salga de trabajar’. ‘Seguro que haces un esfuerzo, me he comprometido en tu nombre y no me gustaría quedar en mal lugar y que tú lo hicieras con Dios’. Asintió. La llegada de los nietos aceleró el último sorbo de la infusión reanudando el camino hacia su infierno, a las manos manchadas con sangre inocente, a la vergüenza y desprecio que sentía por sí misma y al acatamiento de unas normas que la anulaban como persona y contra las que, resignada, no luchaba.
          ‘Helen, ¿y si lo de tu hermana ha sido una negligencia médica?’. ‘No sé, mamá. ¿Por qué lo dices?’. ‘Cuando se la llevaron iba bajo los efectos de los sedantes que mezcló con alcohol, pero ni mucho menos perdió el conocimiento’. ‘El urgenciólogo que habló conmigo dijo que a veces el oxígeno no llega al cerebro precisamente porque las sustancias químicas ralentizan los latidos del corazón’. ‘Perdona, pero no me lo trago. Fueron pocas pastillas, encontré muchas tiradas en el suelo, yo misma las recogí y te lo dije’. ‘Pero no somos médicos, no entendemos. Ay, por el amor de Dios, ¿eres consciente de la acusación tan grave que haces sin pruebas?’. ‘El instinto me avisó de que algo fue mal’. ‘Bueno, no nos precipitemos emitiendo juicios rápidos sin argumentos. De momento elijamos la mejor clínica para que se recupere lo antes posible’. ‘Esto es muy difícil para mí, no sé si lo voy a soportar’. ‘Ya lo sé. Para mí también es duro, pero no estamos preparadas y Beth necesita ayuda especializada, es la única alternativa para que se recupere y poderla traer con nosotras una vez estabilizada. Debemos ser fuertes y pensar que la parte más complicada ha de realizarla ella’. ‘Está bien. Veamos pues cuál nos convence’. Aunque Helen Wyner pareció pasar por alto el comentario de su madre la preocupación ya estaba servida. ¿Y si tenía razón y en la ambulancia la clasificaron como triaje? ¿Por qué no permitieron que entrase a verla un instante? ¿Son los enfermos psiquiátricos pacientes que quedan también fuera de la cobertura universal de salud al no poderse costear un seguro privado? Demasiadas incógnitas, tremenda inquietud y múltiples descargas de miedo circulando descontroladas por el sistema nervioso. Cuatro semanas después se cogió un permiso de dos días libres en la escuela. Tenía que conducir durante más de seis horas hasta Hazel Green, en la parte norte del estado de Alabama, casi fronterizo con Tennessee, donde por una carretera secundaria se accedía a la institución donde Beth estaba ingresada. El jardín, inhabitable en esa fecha del año, abrazaba con varios senderos una mansión colonial del siglo XVIII. La encontraron en una galería amplia y luminosa, muy acogedora, con butacas de mimbre y plantas trepadoras colocadas en rincones que de haberlas resultarían feos. Junto a otros compañeros que no hablaban entre sí, observaba por el amplio ventanal el vaivén de las ramas de los árboles, marcando con el pie el ritmo de una pieza conocida de jazz. Desvió la vista, miró primero a una y después a otra, sonrió dejando entrever la blancura de sus dientes y regresó al paisaje que ocupaba toda su atención. ‘Perdonen, son sus familiares, ¿verdad? –preguntó una mujer de melena rubia, ojos azules y uniforme sanitario–. Si no tienen inconveniente me acompañan al despacho y les cuento’. ‘¿Ha empeorado? –preguntó Helen Wyner– No nos ha reconocido’. ‘No, tranquilas, sólo quiero hacerles algunas preguntas e informarles, nada más. Soy la doctora García. Por aquí, por favor…’.
          ‘Estoy aquí, Coretta –por encima de algunas cabezas levantó la mano Zinerva Falzone llamando su atención–. ¿Has podido ver a tu marido?’. ‘No, está en la Unidad Cuidados Intensivos. Pero hablé con el médico’. ‘¿Y qué?’. ‘Su situación es crítica y la brutal paliza ha sido la gota que ha colmado el vaso’. ‘Ya imagino. ¿Tiene muchos daños físicos?’. ‘Costillas rotas, probablemente pierda el ojo izquierdo y magulladuras por todo el cuerpo’. ‘Qué animales’. ‘Pero lo más preocupante es que las escasas facultades que le quedaban para reconocer lo cotidiano de la vida, incluida a mí misma, han quedado tan mermadas que apenas albergamos un mínimo resquicio de esperanza’. ‘No te vengas abajo, es fundamental ir poco a poco’. ‘Eso, que está muy bien aplicarlo a determinadas cosas, no sirve cuando la patología de Alzheimer es dominante y el tiempo se acorta’. ‘Entonces habrás de encararlo como un reto diario, diferente y alcanzable. No te rindas’. ‘Es lo que hago desde que se lo detectaron. No obstante, las circunstancias tampoco acompañan y el riesgo de que volvamos a sufrir otro atentado existe’. ‘Lo comprendo, aun así, prefiero ser optimista y no lo contrario’. Supongo que Helen seguirá dentro, ¿verdad?’. ‘La vi pasar, iba muy deprisa y no quise entretenerla’. Entonces no sabes nada de su hermana’. ‘¡Qué va! ¿Tú qué vas a hacer?’. ‘Con él no puedo estar. Dicen los médicos que me vaya y si hay algún cambio llamarán’. ‘¿Quieres venirte conmigo? Tengo habitación de invitados’. ‘No te enfades, pero prefiero darme una ducha y recogerlo todo, no sabes cuánto destrozo hay’. ‘De acuerdo’. ‘Pediré un taxi’. ‘Ni hablar, te llevo yo’. ‘Gracias’. El trayecto lo hicieron en silencio, concentradas en los faros que venían de frente dispuestos a sacarlas del carril. De la radio del coche saltaban noticias respecto al último conflicto en Oriente Medio. La diplomacia estadounidense trabajaba a contrarreloj en la vía del diálogo, evitando entrar en guerra. Zinerva Falzone, pendiente de su compañera, atrapada en la tristeza, entendió que debía cambiar de emisora. Pulsó al azar el botón de búsqueda automática, deteniéndose en una que preparaba las voces de locutor para la madrugada. Las calles de la ciudad estaban desiertas. Coretta Sanders tenía los labios cortados y era incapaz de controlar el temblor de las manos según se acercaban a su casa. A la entrada, los restos de la hoguera donde ardió el destrozo y la venganza cubrían los escalones de piedra. Con la punta del zapato apartó algunos escombros, retiró una silla mutilada y desenterró de las cenizas su retrato de boda, con el presagio de un cuchillo clavado entre los novios. ‘¿Te encuentras bien? –corrió la italiana a sujetarla–. ¿Estás mareada?’. ‘Tranquila, sólo ha sido la impresión’. ¿Quieres que me quede?’. ‘No, bastante has hecho trayéndome’. ‘¡Qué cabrones! No es justo amiga, tienes que denunciarlo’. ‘Ahora mismo lo único importante es mi esposo y encontrar la manera más suave de poner a mis hijos al corriente de los hechos’. ‘Pues hazlo cuanto antes, sobre todo porque al misionero le resultará complicado viajar rápidamente desde Mongolia, el otro lo tiene fácil, Argentina está, como aquel que dice, a la vuelta de la esquina’. ‘Tienes razón’. Zinerva Falzone respetó el deseo de su amiga y se fue. ‘Si llaman del hospital avísame y vengo a recogerte’. ‘Vale’. ‘Prométemelo’. ‘Qué sí, no temas’. ‘Descansa, querida’. La mujer afroamericana en agradecimiento por la empatía y el cariño de la italiana perfiló tímida la sonrisa, apretó su mano y apagó el farol del porche cerrando la puerta tras de sí. La otra, dentro del coche, dio varias vueltas por el vecindario comprobando que nadie merodeaba los alrededores.
          Durante una semana seguida nevó sin descanso en el condado de Baldwin, formándose pequeños tornados que al tocar tierra quedaron como meros remolinos de viento. El frío intenso, agresivo, descascarillaba la carcasa de los huesos de aquellos que se atrevían a salir, mientras que, por el aire volaba todo tipo de cosas. En la ciudad de Foley, el lago de los caimanes era una pista de patinaje cuyas especies se refugiaron entre la maleza, al igual que ocurrió en la Reserva natural Graham Creek, hogar para cientos de plantas silvestres y aves que, de haberse producido un tornado, habrían quedado borradas del mapa. A su vez, complicando aún más la situación, el pueblo de Elberta estaba incomunicado, sus gentes, acostumbradas a esos contratiempos, tenían previsión de víveres y prendas de abrigo. El vecino de Isaías Sullivan trató de abrir una senda para llegar hasta el cementerio y comprobar en qué estado se encontraba la tumba de su amigo, pero los esfuerzos del anciano fueron en vano por el espesor de la nieve. Así que, el horizonte blanco, la chimenea a pleno rendimiento y las marcas en sus dedos del tabaco de picadura que liaba trajeron el recuerdo de épocas más generosas cuando, finalizando la jornada, compartía conversación con el muchacho, y éste, entre risas y latas de cerveza que ambos vaciaban a gran velocidad, narraba sus anécdotas y aventuras por el mundo. Sin teléfono para comunicarse en caso de encontrarse mal, ni electricidad en la zona, el motor del viejo generador aguantaba tras múltiples reparaciones alimentando el refrigerador. Se sirvió una taza de caldo hirviendo, entornó los párpados, se adormeció y dejó todos los músculos en relajo. A 177 millas de allí, en la Prisión Federal de Montgomery, el excuñado de Helen Wyner era consciente de que, si surgiera la más mínima duda, por efímera que fuera, y el tribunal de apelación echase atrás la admisión del recurso, su tiempo se acabaría…


12. 
¿Cómo estás?’. ‘Excelente. ¿Acaso no lo notas? –provocó irónico el preso frotándose la barriga–. Aquí te tratan a cuerpo de rey, no me puedo quejar. Este hotel es de los caros, muchacho’. ‘Te has levantado gracioso, ¡eh!’. ‘Oye, di lo que tengas que decir y no me hagas perder el tiempo. Estoy ocupado’. ‘Muy bien –el abogado del excuñado de Helen Wyner tomó asiento y sacó algunos papeles del portafolios–. No traigo buenas noticias, así que, será mejor que te lo tomes con calma y no lo pagues conmigo’. ‘¡Pum! –puso la mano con los dedos en forma de pistola–. Acojona, ¡eh!’. El rostro del letrado reflejaba disgusto y desagrado. ‘Esta es una orden donde se te prohíbe tener cualquier tipo de contacto con la víctima o sus familiares –la giró para que pudiese leerla–. Es decir, olvídate de seguir enviándoles cartas’. ‘Pero si lo único que pido es explicarles mi versión de los hechos y que entiendan que soy una víctima más: de las drogas que actuaron por mí, del sistema que me dejó fuera de órbita y de ese otro yo que, endemoniado, se me cuela por dentro’. ‘Tú verás, pero mi deber es advertirte. Está en juego el recurso de apelación y, un paso en falso y lo desestiman. Además, cruza los dedos para que el nuevo tribunal no refuerce el veredicto del anterior y haya sido en valde la lucha de los últimos meses’. ‘Aquí hay un tipo que consigue a través de un contacto informes psiquiátricos acreditando que, a consecuencia de las sustancias químicas que actúan en nuestro cerebro dominándolo, sufrimos implantación de personalidad y no somos dueños de nuestros actos. Quizá no estaría mal intentarlo por esa vía’. ‘No estás en condiciones de salirte del marco de la ley y como comprenderás tal disparate no pienso apoyarlo. A ver si te queda una cosa clara, se trata de demostrar que con tus facultades mermadas por el consumo de cocaína y, aun siendo autor del parricidio, suplicamos el cambio de pena de muerte por otra condena. Así que, te aconsejo que no lo hagas’. Por primera vez en toda su carrera estaba a punto de vulnerar el código deontológico y desobedecer la obligación de hacer una buena defensa. No creía en su cliente, y sentía verdadera repugnancia al escuchar los motivos que le indujeron a asesinar a su hija, a la que, según él, salvó de las garras de una madre loca e irresponsable. Pero necesitaba dinero y la publicidad que, de ganarlo daría el caso, sería impagable para su carrera. ‘De acuerdo. Pero tú no dejes de intentar que Helen Wyner venga a entrevistarse conmigo. Por cierto, ¿sigue mi exmujer encerrada en el manicomio…?’.
          El secuestro en la escuela de Foley que, había soliviantado a todo el condado de Baldwin, poco a poco fue cayendo en el olvido y sus habitantes volvían la rutina diaria. En el interior de sus muros la vida de los estudiantes retomaba cierta normalidad aunque, inevitablemente, las horas de angustia dentro del gimnasio había dejado rastro y poso en la memoria colectiva y personal de cada alumno y alumna. Las chapas rojas en las mejillas de Betty Scott no eran a consecuencia de algún tipo de acaloramiento circunstancial y sí de la vergüenza que sentía sabiendo que su propio hijo participó en las recientes agresiones racistas, lo que de llegar a descubrirse la dejaría en muy mal lugar ante sus compañeros. Una mañana preparando las mesas para los turnos de comida sintió una punzada en el pecho. ‘Tengo ganas de que cojan a los cabrones que dieron la paliza al marido de Coretta –dijo Zinerva Falzone mientras que, con manos ágiles, espesaba el puré de patata–. ¿Tú no?’. ‘¿Dónde pongo esta fuente? –eludió el comentario y la pregunta–. ¿La vas a utilizar?’. ‘Está sufriendo mucho –insistía la italiana–, además de lo incomprensible de tanta maldad’. ‘Faltan manteles –volvió a cambiar de tema–, enviaron la mitad de los que se llevaron a lavandería. Siempre hacen lo mismo, no se enteran’. ‘Tenías que haber visto su casa –continuó hablando mientras colocaba los brik de zumo individual en un lado del mostrador–, ha quedado como si un convoy de cosechadoras hubiera pasado por encima de los muebles’. ‘¿Enciendo las placas del buffet para que se vaya calentando la carne en salsa?’. ‘Vale’. ‘¿Las bandejas con la guarnición de verdura las tienes listas?’. ‘Oye, ¿te encuentras bien?’. ‘Perfectamente’. ‘Estás pálida’. ‘Pasé mala noche’. ‘¿Padeces insomnio?’. ‘A veces’. ‘¿Has escuchado lo que he dicho?’. ‘Claro’. ‘¿Y qué piensas?’. ‘Pues que la oficina del sheriff Landon se ocupará de ello. Salgo un momento, ahora vuelvo’. Echó a correr por la parte trasera del edificio y, asegurándose de que no la veía nadie, vomitó. ‘¿Qué le pasa a Betty? –dijo un trabajador de la limpieza entrando en la zona reservada para el almuerzo del personal–. Iba desencajada’. ‘Qué le duelen las entrañas –respondió Zinerva Falzone– y ya no puede disimular’. Un presentimiento inquietante la puso en alerta, pero prefirió esperar resultados y no sacar conclusiones. El comedor se llenó de niños y niñas hambrientos, alborotados, y cuando todos estuvieron servidos reservó dos raciones generosas para llevarle a Coretta Sanders que pasaba el día con su esposo en el hospital, recuperado de las lesiones físicas y dañado en las habilidades cognitivas. No obstante, probaban un nuevo fármaco del que esperaban resultados positivos. ‘Hola, querida –saludó cargada de bolsas irrumpiendo en la habitación–. No he podido venir antes. ¿Cómo está?’. ‘Igual, más o menos. Pocos cambios o ninguno’. ‘Te traigo la cena y algo ligero para ahora, yo me quedo un rato’. ‘Luego lo tomo’. ‘No, de eso nada, ni hablar. ¡Cómetelo en seguida!’. La mujer, desganada, abrió una de las tapas tragando saliva. ‘Mañana he de volver a clase y me da miedo dejarle solo’. ‘¿Cuándo viene tu hijo de Mongolia?’. ‘Dentro de una semana’. ‘Pues habrá que organizarse, con Paul y Helen puedes contar, se han ofrecido a ello’. Desbordada de agradecimiento y sensibilidad, a la afroamericana se le estremeció la piel y humedecieron los ojos.
          Lejos de allí, en la central del FBI, en Birmingham, el interrogatorio seguía su curso. ‘Agua, café, bocadillos… ¿Qué te apetece? –dijo Anthony Cohen a un inquieto Daunte Gray removiéndose en la silla–. Habla sin miedo y empieza desde el principio’. ‘¿Un panecillo con crema de cacahuete y Coca-Cola podría ser?’. ‘Claro –descolgó el teléfono interno y lo pidió–. Dime lo que sabes, aquí nadie te escucha excepto yo’. ‘¿Y qué pasará con mi familia?’. ‘Por eso no te preocupes’. ‘Es que si hablo correrán peligro’. Nosotros nos encargamos de que no les pase nada’. ‘Uy, eso todavía me inquieta mucho más. Ustedes no saben lo que es vivir con el miedo crujiendo en las tripas, con la incertidumbre de despertar entre las llamas del granero porque alguien te ha colocado ahí después de drogarte. Tengo unos padres maravillosos que han criado a sus hijos en el respeto a los demás, esforzándose para que lo más básico nunca nos faltara, y, como comprenderá, no pienso dinamitar lo que tanto les costó’. ‘Por qué te detuvieron lo sé, pero uno de mis confidentes te escuchó decir a unos colegas que aquella noche dos hombres blancos alardearon de haber violado a una adolescente mientras ella se orinaba de miedo, y que dichos individuos resultaron ser su propio hermano y el antiguo director de la escuela. ¿Qué tienes que decir al respecto?’. ‘No lo recuerdo’. ‘Hay una grabación que lo corrobora’. ‘Eso es mentira, quiero escucharla’. ‘Imposible, está bajo secreto de sumario’. ‘¿Quién ha dado esa orden?’. ‘Yo’. El joven, con la vista clavada en el techo, masticaba y bebía con absoluto placer. ‘¿Qué me ofrece a cambio?’. ‘Si eres inocente intercederé por ti para tu puesta en libertad’. ‘No es suficiente’. ‘No tientes a la suerte que todavía podemos acusarte de obstrucción a la justicia’. El agente abandonó la habitación y se dirigió al piso superior donde estaba el despacho de su jefe. ‘Oye, ¿no te han enseñado a llamar a la puerta antes de entrar?’. ‘Perdona, pero es importante’. ‘Todo lo es –expresó apesadumbrado su superior–. A ver, ¿qué quieres ahora?’ ‘¿Los detenidos que hemos traído han pasado ya a disposición judicial?’. ‘¿Te refieres al secuestrador y al antiguo director de la escuela?’. ‘No, a Mickey Mouse y al pato Donald, no te jode’. ‘Continúan abajo, en calabozos’. ‘Déjame provocar un careo entre ellos’. ‘Sin la presencia de sus abogados no lo puedo autorizar’. ‘¡Venga ya! No me salgas con esas, ambos sabemos que ese trámite nos lo saltamos siempre’. ‘Esta vez son órdenes de arriba, tráeme algo sólido y lo haremos, de momento sólo prometo ralentizar su marcha’. ‘Entonces necesitaré un permiso especial para investigar al sheriff Landon’. ‘¿Te has vuelto loco o qué? ¿Piensas incriminarlo?’. ‘Es una pieza clave en todo este asunto. No digo que participase personalmente en la agresión a la menor, eso está por ver y demostrar, pero sí le culpo de haber arrestado a un inocente por el simple hecho de ser negro conociendo el nombre y los apellidos de los culpables’. ‘Tienes setenta y dos horas, ni una más y, ándate con pies de plomo porque si te equivocas caigo contigo y eso jamás te lo perdonaría’. ‘Confía en mí’. ‘¡Por cierto! –añadió, ladeando la sonrisa–, tendrás que posponer un poco más tus vacaciones en el Parque Estatal Lake Lurleen para la pesca del pargo rojo, cuando acabes con esto vuelves a Foley a investigar una agresión racista’. ‘Vete a la mierda. Y ocúpate personalmente de que en mi ausencia al chico no le falte de nada, ni le toquen un solo pelo’. ‘¿Adónde vas?’. ‘De caza’. Salió de allí con la seguridad de que si colocaba sobre el escenario las piezas implicadas resolvería el caso…
          La doctora García era puertorriqueña aunque de ascendencia inglesa, de ahí su melena rubia y ojos azules.  De alta estatura, elegante, simpática, extrovertida y dispuesta siempre a la conciliación y el diálogo trató con suma delicadeza a Helen Wyner y su madre. ‘Hemos observado en la paciente la presencia de un bloqueo interno que la impide avanzar en la terapia lo cual nos impide también a nosotros ahondar en el fondo del problema y facilitarle las herramientas concretas que podrían ayudarla’. ‘¿Tienen su expediente psiquiátrico? Cuando en el hospital el personal médico le dio el alta nos  dijeron que se lo harían llegar a ustedes, supongo que ahí venga todo detallado’. ‘Sí, claro que lo tenemos. Verán, hay un episodio significativo: algunas madrugadas se empeña en ir al cementerio. Si pudieran darme alguna pista para entenderlo’. ‘Bueno, perdió a su hija de corta edad de manera muy trágica’. ‘¿Accidente, enfermedad, de repente…?’. ‘La asesinó su exesposo narraban con un nudo en la garganta–. Desde el principio le advertimos de que había elegido al marido equivocado, conflictivo, infiel, maltratador, capaz de humillarla delante de quien fuera con tal de satisfacer sus deseos, pero estaba enamorada y no se dejaba aconsejar, hasta que un buen día se encontraron en la calle, arruinados, con lo puesto y decidió separarse, no aguantaba más. Mi madre –la mujer sollozaba desde el principio de la conversación– las acogió a ellas y entonces comenzó el horroroso calvario que culminó con la muerte de la pequeña’. ‘Señora –dijo la doctora García–, ¿quiere un poco de agua? –negó con la cabeza–. Continúe, por favor’. ‘Beth restauraba muebles antiguos, era muy buena haciéndolo. Recibió un encargo importante y fuimos a recoger los materiales que necesitaba a Montgomery. Al regreso, mamá nos esperaba en el jardín. Mi sobrina pasaba con el padre su turno de vacaciones. Cuando el tipo trató de cruzar la frontera de Canadá con el permiso de conducir caducado comprobaron que había orden de busca y captura contra él por diversos delitos, aunque lo peor fue que hallaron restos biológicos en el maletero del coche, por eso la policía se personó en casa. Dos semanas después apareció el cuerpo de la niña semienterrado entre matorrales’. ‘¡Por el amor de Dios!’. ‘Figúrese el resto, vive desnortada’. ‘¿Cuántos intentos de suicidio ha tenido?’. ‘Más de los que sabemos’. ‘Pues con esta información reuniré al equipo que colabora conmigo, especialmente psicoanalistas, y tomaremos decisiones sobre cómo orientarla. ¿Qué ha pasado con él?’. ‘Aunque las pruebas eran confusas le condenaron por asesinato, está en el Corredor de la Muerte, ahora han aceptado un recurso de apelación en el que solicitan cadena perpetua. Lucharemos para que no ocurra’. ‘Bueno, pues con el testimonio que aportan y una vez decidida la terapia a seguir las mantendré informadas’. Gracias’. Tras visitar a Beth abandonaron Hazel Green cuando amanecía por el este con uno de esos paisajes rojizos sobre cielos nublados, imágenes cayendo en cascada por los campos nevados y los bosques lluviosos. El dolor siempre desgarrado en sus corazones al dejarla a merced del criterio de terceras personas aumentaba la impotencia y la zozobra que no las dejaba en paz.
          Mitch Austin, actual director de la escuela, lucía coche nuevo y reloj de lujo. Centrado en la candidatura política se desvinculaba de aquellas obligaciones por las que aún se le pagaba dejando al descubierto fisuras humanas y administrativas que requerían de su total atención. ‘¿Te has enterado de que el jodido agente del FBI –preguntó un preocupado sheriff Landon mientras almorzaban en una discreta cervecería de la ruta 98, casi a pie de la bahía Perdido Bay que desemboca en el río del mismo nombre dirección a Florida– vuelve para remover la mierda?’. ‘No lo sabía –respondió el otro con preocupación– ¿Por el secuestro?’. ‘Además de eso, quiere meter las narices en el asunto del marido de Coretta Sanders’. ‘¿Quién te lo ha dicho?’. ‘Tenemos un topo en la agencia’. ‘Habrá que convocar a los miembros –comentó pensativo el candidato a gobernador del condado– y proteger al grupo que participó en la paliza’. ‘¿Lo hacemos en el granero de tu suegro?’. ‘No, iremos a Mississippi, esta vez será a nivel nacional’. La sirena lejana de algún porta carguero cruzando el océano levantó el vuelo en un nido de aves que pernoctaban hasta la próxima partida. El intenso olor a azufre despedido por las bocas de los comensales descomponiendo los alimentos, enrareció el ambiente ya de por si tóxico entre ambos amigos, planeando sobre sus cabezas la sombra de una traición…


13. 
Cuando el hijo pequeño de Coretta Sanders regresó de Mongolia lo hizo bastante cambiado. Apenas quedaba rastro de aquel joven que optó por dedicar su vida al servicio de los demás y prácticamente nada de la simpatía que siempre manifestó su rostro risueño, transformado ahora en amargura y desconfianza. Cada mañana, con la resaca del día anterior colgada de las ojeras acudía al hospital donde su padre se recuperaba lentamente de las secuelas que aún le quedaba tras la paliza recibida. A primera hora, antes de que los médicos pasasen visita, le cambiaba de postura para evitar la formación de escaras, recortaba su barba, aplicaba crema hidratante sobre la piel y, con un toque de colonia detrás de las orejas y las uñas impolutas, comenzaba el ritual de darle, con el desayuno, la medicación. Un día, mientras guardaba las cosas de aseo, Helen Wyner irrumpió en la habitación sin llamar a la puerta. ‘Lo siento –dijo, cortada–, pensé que estaría solo’. ‘No se preocupe’. ‘Perdón, no me he presentado –extendió la mano para estrechársela–. Trabajo en la misma escuela que su…’. ‘Mucho gusto –la cortó tajante–. Ya sé por mi madre lo maravillosos que son ustedes con ella y todo cuánto les ayudan. Ayer volví de Mongolia y todavía tengo jet lag. Cada vez me cuesta más asimilar las diferencias horarias’. ‘No le ponga toda la mantequilla en el panecillo –señaló a la bandeja–, a él no le gusta’. ‘Oh, vaya, no lo sabía’. ‘Un viaje muy largo, ¿verdad?’. ‘Sí, demasiado. Catorce horas y varias escalas derrumban a cualquiera’. ‘En fin, me marcho’. ‘¿Alguna otra sugerencia que deba saber con respecto a cómo cuidar de un enfermo?’. El desafortunado comentario molestó tanto a la mujer que no volvió por el hospital mientras que él estuvo allí, aunque eso no es lo que merecía su madre. Semanas después, junto al alta hospitalaria vino también el pronóstico de una convivencia rota.
          ‘Nunca habías bebido, ¿por qué ahora? –preguntó Coretta Sanders encontrando a su hijo tirado en el suelo del jardín–. Vamos, levántate. Entremos dentro’. ‘¡Déjame en paz! ¡Qué más te da!’. ‘Soy tu madre y me importas’. ‘Necesito una copa’. ‘Yo diría que más bien una ducha. Apestas a sudor. ¡Vamos!, ya estás tardando, y luego te tomas el café que estoy preparando, cargado a ver si te espabilas’. Dando traspiés y maldiciendo los obstáculos que se interponían en su camino llegó hasta el cuarto de baño, abrió el grifo y metió la cabeza debajo del agua fría. Despojado de las ropas impregnadas en whisky y lamparones de mostaza, con una camiseta limpia y pantalón tejano, pasó un papel secante por el espejo empañado de vaho. Pálido, y con algunos kilos de menos peinó hacia atrás el pelo ensortijado que ya caneaba. ‘Hola –dijo muy tímido–. ¿Saco las tazas?’. ‘No, siéntate, eres mi invitado’. ‘¡Guau! ¡Has hecho Mandazi! Hace siglos que no comía nuestros deliciosos bollitos con leche de coco, tan africanos’. ‘Bueno, la ocasión lo merece, ¿no crees?’. ‘Pero yo no, mamá’. ‘Cariño, ¿qué te han hecho?’. ‘No busques culpables, no los hay. El desencanto se ha instalado dentro de mí y nada me llena ni satisfacen’. ‘Has dejado las misiones, ¿verdad?’. ‘Sí, me sentía incómodo’. ‘No te creo’. ‘Las cosas no funcionan como aquí mamá, que uno va a la Iglesia los domingos, repartiendo paz y amor, con su Biblia bajo el brazo y las canciones aprendidas’. ‘Te he parido y sé que no piensas lo que dices. Sincérate, hijo mío, por favor’. ‘Muy bien, si eso es lo que deseas, allá tú. Atravesábamos el desierto conduciendo una caravana humana que acababa de cruzar la frontera Chica, íbamos camino de nuestro campamento para ubicarlos después en distintas regiones. Uno de los guías dijo que se acercaba una tormenta de arena y que lo más prudente sería parar y protegernos. Yo iba al mando de la expedición y decidí continuar en contra de la opinión del resto. De repente nos vimos cegados y envueltos entre cortinas de polvo, fenómenos que las bandas aprovechan para asaltar a los indefensos. Una de ellas, la más peligrosa, nos hizo frente, violaron a las mujeres y estuvieron a punto de matarnos. Me acobardé y hui –tomó aliento y vio la cara de su madre desencajada–. Cada noche sueño con amasijos de cuerpos moribundos que me piden ayuda mientras trepó una colina para alejarme lo más posible’. Se derrumbó. ‘Nosotros os educamos para ser hombres fuertes, capaces de superar las adversidades de la vida, sin rendiros, mirando siempre adelante. Te comprometiste con Jesucristo y tus hermanos y hermanas Baptista’. ‘Soy laico y no creo haberles traicionado’. ‘No he dicho eso’. ‘Pues fíjate adónde te ha llevado la empatía y generosidad, casi acaban con vosotros’. ‘Nunca actuaré en contra de mis principios y denunciaré todo aquello que considere injusto’. Desde el piso de arriba, donde el marido vegetaba en una butaca frente a la ventana, dejó escapar algunas lágrimas y carraspeó emitiendo un sonido ronco. ‘Subiré a ver qué quiere’. Coretta Sanders se apoyó con ambas manos en el respaldo de la silla, cerró los puños e invocó sus plegarias en silencio…
          La celebración del segundo juicio al excuñado de Helen Wyner transcurrió sin grandes cambios con respecto al primero, a pesar de las negociaciones in extremis de su abogado para solicitar cadena perpetua respecto a la pena de muerte. Revisadas minuciosamente todas las pruebas incriminatorias: declaración de los testigos, informe del laboratorio confirmando que los restos biológicos encontrados en la furgoneta coincidían con el ADN de la niña, autopsia detallada en la que se explicaba que la causa de la muerte fue por estrangulamiento, con claros signos de violencia, así como exámenes psiquiátricos del acusado aportados por  la fiscalía desestimando el argumento de que, en el momento de cometer el asesinato, se encontraba bajo los efectos de las drogas. También tuvieron muy en cuenta la salud mental de Beth Wyner, en cuyo historial, presentado por la acusación particular figura que, desde la pérdida de su hija encaja perfectamente en el perfil de víctima colateral. Dicho esto, y a la espera de que el juez marque una fecha, el preso seguirá en la Prisión Federal de Montgomery. ‘Si continuas en huelga de hambre vas a empeorar las cosas –dijo el letrado visitándole a petición del reo–. Sabes que pueden obligarte a comer, tienen mecanismo para hacerlo. Un cadáver antes de la ejecución no interesa’. ‘Consigue que venga mi excuñada y entonces comeré’. ‘Olvídalo’. ‘¿Has averiguado quien te contrató para que llevaras mi caso?’. ‘No. Los anticipos que he ido necesitando a cuenta de la facturación final los han hecho a través de una agencia. Hoy ha llegado el cheque por el total acordado’. ‘¿Y no hay forma de saber quién está detrás?’. Negó con la cabeza. El abrir y cerrar celdas por control remoto, con ese crujido metálico que encoge el corazón del que se queda en la jaula privado de libertad, fue el aviso de que la visita había terminado. ‘¿Hay algo que necesites antes de marcharme?’. ‘Nada’. Al poco de producirse aquel encuentro le trasladaron a la enfermería donde, en contra de su voluntad, le alimentaron por sonda nasogástrica. Una vez recuperado fue trasladado al corredor de la muerte donde esperaría la fecha de la ejecución que, para sorpresa suya se demoró menos de lo deseado. Así que, con los verdugos en sus puestos, el público asistente acomodado, el festín de la gran cena traída del mejor restaurante del condado, los invitados al espectáculo en sus butacas y la toma de dos vías en ambos brazos –reservando una por si la otra fallaba como marca el protocolo–, por donde los tres compuestos químicos de la inyección letal entrarían a su organismo, todo hacía pensar que su estancia en el mundo estaba finiquitada…
          Tal y como imaginaba Anthony Cohen, la noche del 24 de noviembre, cuando en los alrededores de la escuela, sobre las 09:00 p.m. violaron a la menor, los actores encargados de velar por el orden público cometieron varios errores muy significativos: Primero, no contrastar la versión de Daunte Gray quien declaró que tras salir de clase de piano, se encaminaba directo a su casa donde le esperaban con una tarta y adornos para celebrar sus dieciocho años. Segundo, ningunear el examen forense realizado a la víctima en el que se precisa con detalle y claridad el hallazgo de esperma en la vagina no coincidente con la genética del único detenido. Y tercero, cargarle las culpas a un inocente de piel negra con tal de no sentar en el banquillo a miembros o simpatizantes del Klan. A la caída de la tarde, después de llevar casi dos noches sin dormir y conducir las 260 millas que separan Birmingham de Foley, llegó con la determinación de descubrir la verdad y poner en libertad al muchacho. Acostumbrado a la rapidez de la vida en las grandes ciudades, le crispaba los nervios la lentitud de la gente que vive arraigada al ámbito rural, así como el lado conservador, ligado al espíritu sureño, contrario a sus ideales demócratas. Pero no estaba allí para poner en tela de juicio el sentir de las personas y sí su obligación de realizar un trabajo acorde con la justicia y la verdad. ‘Saque el expediente del chico y facilíteme la declaración que hizo –pidió al funcionario– y no la mierda de resumen que nos dieron’. ‘Es que yo, sin que lo sepa mi jefe no puedo hacerlo –respondió irónico–, compréndalo’. ‘Pues va a ser que sí porque se lo pide el FBI –dejó pasar unos segundos para que el otro lo asimilara y continuó–. Vamos, ¿a qué espera? ¡Ya!’. Acostumbrado a hacer lo que le daba la gana, sin nadie que nadie le tocase las narices en la oficina, maldijo para sus adentros a aquel tipo engreído, amigo de los negros, de los perdedores y traidor de la patria. Molesto y brusco, fue al mueble archivador, tiró hacia afuera del cajón corredera y, con dedos atrofiados, separó las carpetas colocadas alfabéticamente hasta llegar a la correspondiente. ‘Aquí tiene. Cuando acabe déjelo encima de la mesa’. ‘Puede marcharse, lo cerraré todo’. ‘Pero no puedo abandonar mi puesto’. ‘No lo hace, me quedo yo al mando’. Las negligencias cometidas en la investigación eran evidentes. Se pasó por alto la coartada de Daunte Gray, corroborada por el profesor, alumnos y alumnas que coincidieron con él en la misma clase. Obviaron que, la adolescente, defendiéndose de la agresión hasta donde pudieron sus fuerzas tenía restos de piel blanca bajo las uñas y diminutos tallos de paja adheridos a sus ropas, lo cual determinó que fue forzada en un granero y abandonada después en las inmediaciones del centro escolar. Y tercero, se ocultaron las imágenes grabadas por las cámaras de una gasolinera, en las que se identificaban perfectamente cómo tres individuos metían a la chica en la parte trasera de una camioneta luciendo la bandera confederada. ‘Localice al sheriff Landon –ordenó apoyado en el quicio de la puerta– y dígame dónde puedo reproducir esta cinta’. ‘Está con su familia y no se le puede molestar’. ‘Hágalo, no me obligue a repetírselo’. ‘Ahí está el aparato de video’. ‘¡Ah!, y busque también al actual director de la escuela, quiero hablar con ambos’. Media hora más tarde llegaron dispuestos a desafiar al agente. ‘¿Cómo se atreve a ponerme en evidencia delante de mi equipo? –soltó enfadadísimo Mitch Austin–. ¿Acaso no sabe que estamos en plena campaña?’. ‘¿Es que juega a beisbol?’. ‘No diga tonterías, será el próximo gobernador del condado de Baldwin’. ¿Cómo? –preguntó el policía– Aquí soy el máximo representante de la ley’. ‘Ya no lo es, ha sido relegado de su cargo. –Anthony Cohen bordeó el escritorio y, usando un tono muy institucional, dijo–: Queda detenido por actuar como observador en la violación a la menor de los Perry y por contacto estrecho con el Klan’. ‘Agente, se está equivocando’. ‘Me parece que no, sheriff –cogió el mando de la tele y la puso en marcha–. Haga el favor de mirar la película. –Avergonzado y preocupado por no haber destruido el documento visual donde se le ve reír a carcajadas mientras apalean al marido de Coretta Sanders, apartó la vista del televisor–. Tienen derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que digan podrá ser usada en su contra ante un tribunal. Tienen derecho a un abogado y que esté presente durante el interrogatorio, si no pueden pagarlo se le asignará uno de oficio…’. ‘Quiero hacer una llamada’. ‘Sabe que el reglamento no lo permite hasta que no se le tome declaración, tendrá ocasión de hacerla en Birmingham. Por cierto, allí le esperan también sus cómplices, el hermano de la adolescente y el antiguo director de la escuela ‘Oiga –intervino el político–, puede decirme qué pinto yo en este asunto’. ‘Concretamente en esto, nada. Pero está acusado de obstrucción a la justicia, orquestar agresiones contra respetables afroamericanos, envalentonar a radicales que van sembrando el pánico y obstaculizar el desarrollo laboral de una de las maestras. ¿Le parecen pocos motivos para dormir también un ratito en los calabozos?’. ‘¿Se ha vuelto loco? –dijeron los dos perdiendo la compostura–. Exigimos hablar con un superior, no pensamos movernos mientras no lo hagamos’. ‘¡Oh!, por supuesto que sí. De momento, y hasta que vengan mis compañeros, a callar’.
          Mientras ocurría ese episodio, a pocas cuadras de allí, alguien se preparaba mentalmente para enfrentarse a una de las situaciones más difíciles de toda su vida. ‘Mañana ejecutan al excuñado de Helen Wyner –dijo Paul Cox a Zinerva Falzone–. ¡Qué mal trago, chica!’. ‘¿Sabes si va con alguien?’. ‘Creo que no, emocionalmente la madre no lo soportaría y la hermana, figúrate cómo está’. ‘¿Y si la acompañamos?’. ‘No sé, igual no quiere. Además, es desagradable’. ‘Hombre, pero siendo compañera sería un detalle por nuestra parte que no fuese sola, ¿no crees?’. ‘Mira, ahí viene. Mejor se lo consultamos y que decida’. ¿Hay té? –preguntó–, tengo el estómago fatal. ¿Pasa algo?’. ‘Dentro de esa caja de hojalata hay infusiones –respondió la cocinera–. Nada, querida. Es sólo que, no queremos que vayas sola al centro penitenciario y nos gustaría ir contigo’. Tras llenar una taza hasta arriba de agua hirviendo, agregar un azucarillo y depositar el sobre para la infusión, miró al vacío y manifestó su infinito agradecimiento. En el pueblo de Elberta, los solitarios senderos que separan el terreno de cada casa, soportaban los estragos de la lluvia ininterrumpida desde cuatro días atrás. En el silencio de la noche, las gotas de agua golpeando contra los plásticos que cubrían mesas y sillas en los porches impedían conciliar el sueño. La luna estaba en su fase menguante y la línea del horizonte apenas se dibujaba. Zinerva, Helen y Paul se dirigían hacia Holman Correctional Facility, en  Atmore, penal al que fue trasladado el parricida desde la Prisión Federal de Montgomery, donde sería ejecutado. La Carretera Estatal de Alabama 21, era una recta fantasma que les conduciría al final de la vida de un hombre, de una biografía, de una terrible circunstancia…


14.
El viaje de regreso desde Holman Correctional Facility, en Atmore, prisión de alta seguridad donde Helen Wyner asistió a la ejecución en directo de su excuñado, lo realizó en la parte trasera de la camioneta de Zinerva Falzone. Recostada en el desgastado respaldo de cuero marrón, con los ojos cerrados, las manos cruzadas por debajo del pecho, el estómago revuelto y el pensamiento al lado de su hermana comprendió que, tras el final de ese espectáculo no quedarían en paz sus corazones ya que nada reconfortaría el dolor que sienten desde que aquel monstruo, asesino despiadado, les arruinó la vida. ‘¿Estás bien, querida? ¿Quieres que vayamos más despacio? –preguntó Paul Cox ocupando el asiento del copiloto–. ¿Te mareas?’. ‘No os preocupéis, dadme tan sólo unos minutos’. ‘Cuantos necesites’. ‘¿Falta mucho?’. Entre sueños apenas escuchó que treinta millas más allá llegarían a su destino. Los otros conversaban casi en susurros. ‘¿Qué tal tu esposa?’. ‘Espectacular, las vacaciones con los nietos han sido una curación para ella’. ‘Cuánto me alegro. Hace unos días nos encontramos en el mercado de verduras –siguió diciendo la italiana–, y la vi tan alegre como siempre, intercambiamos recetas para enriquecer el jarabe de arce para crepes y tortitas, después, en el aparcamiento, prometió quedar conmigo en breve’. ‘Seguro que lo hará, suele cumplir siempre su palabra –confirmó él–. Recuperar antiguas costumbres es un reto más del esfuerzo que realiza para salir del agujero’. ‘Pues se está empleando a fondo’. ‘Mejor así, porque la mente humana es traicionera –soltó pensativo– y saber manejarla una carrera de fondo’. ‘Lo más importante es haber pasado página –trató de sonar optimista– y sacar el mayor partido a las cosas sencillas que tantos placeres aportan’. ‘En ello estamos’. ‘Oye, ¿notas extraña a Betty Scott?’. ‘No, tal vez más triste y muy desmejorada –se giró a mirarla–, pero soy un despistado y no me fijo’. ‘Circulan rumores por ahí de que…’. ‘¿Cuáles?’. ‘Pues que su hijo podría estar implicado en la paliza que recibió el marido de Coretta Sanders. Por lo visto frecuenta malas compañías’. ‘¿En serio? No jodas. No lo había escuchado’. ‘De vez en cuando he hecho algún tipo de comentario en la cocina de la escuela y con alguna excusa tonta lo rehúye’. ‘Supongo que estarán investigándolo’. ‘Eso espero y deseo’. ‘La humanidad se destruye a sí misma sin necesidad de que lo haga un depredador mayor’. Esa frase les condujo al silencio. A través de la radio una selección de canciones, de décadas anteriores, transportó a cada uno a su propia historia.
          Horas después dejaron a Helen en el pueblo de Elberta continuando ellos hasta la ciudad de Foley. Al subir los escalones que separaban el jardín del rellano del porche, una alfombra de hojas secas crujió bajo sus pies a la vez que apartaba hacia un lado el insecto aplastado por cascotes caídos del tejado. Las persianas entreabiertas, en señal de intimidad, no de abandono, dejaban colarse entre las láminas la discreta luz de un cielo cubierto de nubes y a punto de estallar. A escasa distancia de allí su madre preparaba el equipo de excursionista para incorporarse, al día siguiente, al grupo con el que hacía salidas semanales. Sonó el teléfono y, aunque estuvo tentada de no contestar, viendo el número sí lo hizo. ‘¿Cómo fue todo, hija?’. ‘Ha sido muy desagradable, mamá. No le deseo a nadie que viva una experiencia así’. ‘Ya lo sé, cariño, piensa que la pesadilla ha terminado y ahora no queda más remedio que continuar adelante’. ‘Tienes razón, pero necesito tiempo para asimilar el malestar que esto me ha provocado’. ‘Lo comprendo, sin embargo, no podemos dejar nuestras vidas al margen, y tampoco la de Beth. ¡Por cierto! Ayer hablé con la doctora García y dice que aprecian leves progresos de comunicación en las sesiones de terapia’. ‘Pues no sabes cómo me alegra recibir tan buena noticia’. ‘Al menos va al taller de actividades, creo que construyó una cajita de madera igual a las nuestras para la bisutería’. ‘Uy, pues ese es un gran paso’. ‘Bueno, intenta descansar’. ‘De acuerdo’. ‘Voy a acostarme pronto que mañana vienen a buscarme a primera hora’. ‘¿Adónde vais?’. ‘A la Reserva Natural de Graham Creek, las largas pistas de senderismo aguardan nuestra conquista, y la nueva zona de picnic, también. Así que, la diversión está asegurada’. ‘Que tengas buena caminata y ten cuidado’. ‘Lo tendré, además estoy emocionada porque planeamos un viaje al Parque Nacional de los Glaciares’. ‘Montana es espectacular, pero te aviso de que hace bastante frío’. ‘Por eso compré ropa térmica. Y de paso que estaremos cerca de la frontera con Canadá, visitaremos algo del país’. ‘Seguro que lo pasarás en grande’. ‘Duerme, cariño’. ‘Sí, estoy agotada’. Abrió el grifo del agua caliente y cuando estuvo a la temperatura deseada llenó la bañera, buscó en el armario el frasco de sales minerales y volcó una porción generosa. Una vez dentro, dejó que el bálsamo del relajo actuara por todo su cuerpo. En la zona de la cocina, con pijama de franela, zapatillas de paño, el pelo todavía mojado y una chaqueta de lana gorda por los hombros, se sentó en el taburete de la barra, mientras que de la sala de estar llegaba el murmullo de gente hablando en la televisión. Por instinto, o quizá fuese el aroma del chocolate a la taza que tenía entre manos, sacó de un cajón la carpeta donde guardaba toda la información publicada en prensa local respecto al asesinato de su sobrina: detención del autor de los hechos, crónica del primer juicio y después del de apelación, declaración de las anteriores parejas del asesino calificándole de violento, maltratador, borracho, extremista…, y un diario de ruta escrito por ella misma donde plasmaba la cronología del horroroso parricidio. De repente, levantó la vista y la fijó en la estantería, en la fotografía enmarcada que tiene de la pequeña que tantas alegrías trajo a la familia. Fue entonces, en ese preciso instante, cuando comprendió que aquella historia desgarradora, como lo son tantas otras, debía de salir a la luz.
          La situación del marido de Coretta Sanders empeoró de tal forma que, mientras aguantó su corazón volvió al hospital. Semanas antes del fatal desenlace el hijo regresó a Mongolia donde su pareja y el bebé de ambos, recién nacido, le esperaban. ‘¿Cuándo pensabas contar que tenemos otro nieto y nueva nuera?’. ‘Lo estoy haciendo ahora’. ‘¿Por qué lo has ocultado? ¿No confías en nosotros?’. ‘Por supuesto que sí, mamá. Pero cuanto menos se sepa, mejor. Pertenece a la etnia Kazajo, una de las constituyentes de Kazajistán, y está muy mal visto que se haya liado con un afroamericano. Hasta que llegue se han escondido en un refugio por los montes Altái. Después, ya veremos’. ‘Cariño, aquí podéis vivir, lo sabes, ¿verdad?’. ‘Sí, y lo agradezco, aunque no entra dentro de nuestros planes trasladarnos a Estados Unidos’. ‘Espero no enfadarte con lo que voy a decir’. ‘A ver, suéltalo’. ‘¿Te parecen pocos motivos dejar de beber por ellos?’. ‘El concepto de familia que tú tienes no es el mío, me muevo en un escenario sin ataduras ni compromisos, somos dos personas libres, con espacio propio y tan sólo un hijo en común. Nada más’. ‘¿Y el amor?’. ‘Eso se queda para las románticas como tú’. ‘¿Qué podría reconciliarte con la vida?’. ‘Hoy por hoy, nada. Cuando vienes del infierno lo único que importa es la supervivencia’. ‘Me pregunto si realmente eres tú quien habla así’. Conscientes del gran abismo que les separa dejaron que el silencio, junto a ellos, atravesara el vacío horizonte. ‘Mañana me voy, ¿te arreglarás bien con papá?’. ‘Bueno, no te preocupes, siempre se encuentran soluciones’.
          Por la carretera comarcal las luces intermitentes del coche patrulla que iba a toda velocidad solapaban los rojizos del cielo entrada la noche. Al volante, un ayudante del sheriff perseguido por media docena de autos particulares pasó de largo a toda velocidad por delante de ellos. ‘¡Joder, qué prisas! –exclamó el muchacho–. A ver si pescan de una vez a los matones que todavía estamos esperando’. ‘El agente del FBI que coordinó la liberación de alumnos y alumnas secuestrados en la escuela creo que se va a encargar de ello. Le conozco personalmente y me reúne muchísima confianza’. ‘No te fíes de un tipo que se contonea dentro de un uniforme’. ‘Este no lo lleva’. ‘Debajo de la piel, sí’. ‘Qué puñetero eres’. Coretta Sanders rescató del recetario de cocina de sus antepasados los platos preferidos que tanto gustaban a sus hijos de pequeños, por eso, y a modo de despedida, preparó la entrañable cena a base de pan de maíz, tiras de cerdo fritas, frijoles, macarrones con queso y coles, todo presentado en recipientes individuales para combinar a gusto de cada uno. ‘Estoy emocionado, mami –¡cuánto hacía que no la llamaba así–, ¿pero sabes qué falta para ser un auténtico manjar “Soul Food”, o lo que aquí conocen como “comida con alma de esclavo”, tan arraigada a los trabajadores en campos de algodón?’. ‘No, dímelo tú’. ‘Un vaso de té’. Al amanecer, llegó puntual el taxi que le llevaría hasta el Aeropuerto Internacional de Birmingham-Shuttlesworth. Colocó la mochila y una bolsa con bocadillos para el viaje y, antes de sentarse, retuvo en la mirada el paisaje de la casa, la estampa invernal de los alrededores tan solitarios como ellos, el confort de la leña recién cortada, el paraguas con olor a leche materna que aún percibía de su madre al rozarla y tantos recuerdos de infancia que acudieron a despedirle. Ella, conteniendo el manantial que luego desbordaría sin censura, le abrazó con mucha sensibilidad y, mientras que una mano se perdía entre sus cabellos, con la otra introdujo un puñado de dólares en el bolsillo de la chaqueta. ‘Cuídate mucho, hijo mío. Y llama o escribe’. ‘¡Ay!, que me asfixias. Lo intentaré, pero allí no siempre se puede establecer comunicación’. Se apartaron con la misma sensación de vacío que se le queda al montañero cuando no hace pie y la cuerda de escalada se suelta del mosquetón. Ya en el vehículo, el conductor aceleró con el fin de no llegar tarde al siguiente servicio. Los árboles que aíslan el vecindario de la carretera comarcal le engulleron convirtiéndolo apenas en un punto indefinido, casi inexistente, sin embargo, pese a la intensidad de la lluvia que caía, Coretta Sanders permaneció inmóvil hasta que, un tremendo golpe procedente del piso de arriba desencadenó su pronta viudez.
          Las cámaras de seguridad de la gasolinera captaron el número de matrícula de la camioneta donde tres individuos metieron por la fuerza a la chica que después violaron, y de cuyo delito fue acusado Daunte Gray. Pues bien, gracias a esa grabación el FBI descubrió que el propietario del vehículo estaba fichado y que era uno de los miembros que atemorizaban a los negros del condado, por tanto, distribuyó sus datos entre la policía para que le localizasen. En la sala de interrogatorios donde prestaban declaración les mostraron varias fotografías hasta detenerse en la que querían. ‘¿Reconocen quién es esta persona? –preguntó Anthony Cohen y ambos negaron con la cabeza–. Pues creo que sí, un sobrino suyo, señor Austin’. ‘¡Eh!, un momento, por ahí no, que le veo venir. Mi esposa tiene mucha familia y es imposible conocerlos a todos’. ‘Comprendo –continuó el agente caminando por detrás de ellos, estrategia para ponerlos más nerviosos–. Aunque da la casualidad de que conspira con otros, todavía sin identificar, en el granero de su suegro, ¿no le suena de nada?’. ‘Eso tendrá que probarlo, ¿no le parece? Y no, jamás le he visto’. ‘Y con respecto a usted sheriff Landon, durante tanto tiempo ha hecho la vista gorda a numerosas atrocidades inhumanas que… En fin, si colabora, le ayudaremos’. ‘Me acojo a la Quinta Enmienda’. ‘No diga chorradas’. ‘Oiga, lo de él ha quedado claro, pero sigo sin ver mi relación con este caso’. ‘Se lo aclaré en Foley, pero no me importa repetirlo: obstrucción a la justicia, incitación a la violencia, recaudar fondos para la financiación de radicales que siembran el pánico y hacerle la vida imposible a Coretta Sanders, una maestra ejemplar, en todos los sentidos, que tanto nos ayudó a resolver el secuestro de alumnos y alumnas’. ‘Eso es una barbaridad. Mientras dirigí la escuela siempre la traté con respeto y educación’. ‘No digo lo contrario, sin embargo, ahora no fue así. Caballeros, centrémonos en el sospechoso y, por el bien de ustedes, les ruego que hagan memoria. ¿Con qué periodicidad los simpatizantes del Klan convocan asambleas?’. ‘No diré nada sin la presencia de mi abogado’. Repetían ambos. ‘¿Alguna vez han sido invitados a dichos eventos?’. ‘No diré nada sin la presencia de mi abogado’. ‘Sheriff Landon, ¿ha detenido en alguna ocasión al hombre que aparece en la foto?’. ‘No diré nada sin la presencia de mi abogado’. ‘Lo plantearé de otra forma para que se me entienda: ¿En cuántas palizas, asesinatos clandestinos, abusos de mujeres, maltrato de ancianos…, la lista sería interminable, ha usado su posición para circular en lado contrario a la ley?’. ‘No diré nada sin la presencia de mi abogado’. ‘Señor Austin: ¿por qué le jode tanto que una mujer negra, más inteligente que muchos de nosotros, haya destrozado su imagen pública como defensor de la patria,  respecto a su candidatura a gobernador?’. ‘No diré nada sin la presencia de mi abogado’. ‘Pues cuando vuelva les tengo reservada una sorpresa, verán qué bien lo vamos a pasar’. Anthony Cohen les dejó así, intrigados y con la intención de destaparlo todo cuando se enfrentaran al antiguo director de la escuela y al secuestrador. Salió de la sala y solicitó una orden para registrar sus domicilios. Se dirigió a la planta de abajo donde Daunte Gray aguardaba no sabía muy bien qué. ‘Ven conmigo’. ‘¿Adónde me lleva?’. ‘A respirar…’.
          ‘¿Abuelo, se acuerda de mí? –preguntó emocionado Osiel Amsalem–. Quizá sin uniforme le resulte más difícil’. ‘¡Claro que sí! –exclamó el vecino de Isaías Sullivan–. Jamás olvido a quien me trata bien, y usted lo hizo en el hospital’. ‘Ya veo que al muchacho no le faltan flores –dijo, señalando el ramo que estaba a punto de colocar sobre el césped–, tuvo mucha suerte de tenerle’. ‘¿Y usted a quién se las trae?’. ‘A mi mamá, murió de cáncer el año pasado, me siento terriblemente huérfano, despojado de calor y solo’. ‘Con el tiempo encontrará la forma de revertir la aflicción y pensar en los mejores momentos vividos con ella, eso no hace que el dolor de la pérdida sea menor, pero ayuda a no sufrir gratuitamente’. ‘Sí, supongo que sí. ¿Usted bien?’. ‘No tengo motivos para quejarme, hago lo que quiero, gobierno mi vida y tengo todo cuánto necesito’. ‘En cualquiera de los casos, ya sabe dónde encontrarme’. ‘Gracias, muy amable’. Pero el destino no volvió a cruzar sus caminos, al menos, vivos... El anciano regresó a su rutina casi de ermitaño. Trabajando la tierra, subido en el tractor, tomó una decisión: había llegado el momento de echar un vistazo dentro de la autocaravana de su apreciado amigo. El campo empezaba a coger cuerpo y del huerto, para su uso personal, brotaban hortalizas, así como también, de los árboles frutales. Sediento, se inclinó hacia uno de los lados, tomó la cantimplora con agua, alzó la vista y siguió al avión que volaba de este a oeste. Entonces comprendió lo afortunado que era por poder disfrutar de ese instante único, irrepetible, hermoso. La moto del cartero tampoco se detuvo esta vez ante su buzón, ni siquiera para dejar una carta del más allá…


15.
Habían pasado ocho días desde que Helen Wyner puso sobre la acogedora barra de granito que tanta vida aportaba a la cocina, el contenido de la carpeta donde recopiló todo cuánto se publicó respecto al asesinato de su sobrina: recortes de prensa, seguimiento del sospechoso, detención del parricida, entrevistas a testigos cuya aportación fue valiosísima a la hora de dictar sentencia, crónica de la ejecución, valoraciones psiquiátricas del estado mental de su hermana Beth y un manojo de tarjetas de visita con el membrete de diversos Medios de comunicación en el ámbito local y el nombre de los enviados especiales ansiosos por convertir dicha historia en un bombazo sensacionalista. Entonces, la dolorosa pérdida solapó cualquier toma de decisión en ese sentido, pero ahora sabía que, con sensibilidad y respeto, había llegado el momento de dar a conocer la verdadera historia de todo cuánto rodeó el asesinato de su sobrina. Mientras decidía cómo plantearlo y a quién, rebañó con la yema del dedo dos gotas del chocolate a la taza que aún quedaba en el borde. El calor de la chimenea complementando al pijama de franela y la chaqueta de lana gorda echada por los hombros, ayudaban a combatir las gélidas temperaturas tras el aviso del Centro Nacional de Huracanes, de Estados Unidos, avisando de la llegada de uno muy potente por la costa sureste del país, aunque con posibilidad de perder fuerza al tocar tierra. No obstante, siguiendo el protocolo metió dentro del garaje la mecedora del porche, herramientas para cortar leña y las macetas de flores tan sensibles de volar por los aires. Aseguró los cierres de las persianas de aluminio y dobles puertas de la casa, comprobó las reservas que tenía de agua potable, botiquín, comida enlatada, repuestos de baterías para linternas, carga completa de la computadora y el móvil, combustible para el generador donde conectaría los refrigeradores y la vieja lámpara de queroseno recuerdo de aquellas acampadas que de niña hacía con su padre. A pesar de que a lo lejos la lengua del viento escupía su baba amenazante, las horas corrían demasiado despacio. Aprovechando que aún conectaba a internet buscó en la web los nombres de los periodistas. Una de las caras le sonó muchísimo, Rachel W. Rampell, a la que recordó como intrépida y astuta reportera, podría ser la indicada. Marcó el número de contacto, preguntó por ella y, de repente, la pantalla del celular se quedó en negro…
          El entierro del marido de Coretta Sanders se celebró en la más estricta intimidad. Zinerva Falzone fue la encargada de organizar el post-sepelio y de que no faltasen bandejas con comida y bebidas para los allegados, quienes con delicado cariño rememoraban episodios entrañables vividos con él. A la entrada, encima de la repisa con los bordes tallados de un mueble estrecho, el libro de condolencias, flanqueado a ambos lados por jarrones con claveles, se llenaba poco a poco de mensajes escritos con afectuosa caligrafía. A ratos, el silencio impregnaba de desánimo la sala temiendo que, de un momento a otro, aparecieran en el exterior cruces ardiendo y encapuchados blancos dispuestos a reventar el duelo agresiva y violentamente. El llanto discreto, casi en susurro, de la recién enviudada se colaba de soslayo entre las divertidas anécdotas que la mayoría desconocían del difunto. Un matrimonio afroamericano, amigos íntimos de la familia, abrazaron a Coretta rotos de dolor, impotencia y rabia por la tragedia sucedida. Como es por costumbres en estos eventos, trajeron unos presentes: bizcocho de calabaza y nuggets de pollo caseros. ‘¿Has visto a Betty Scott? –pregunta Paul Cox a la italiana que, con manos hábiles prepara sándwiches de crema de cacahuete–. ¿Y algún maestro?’. ‘¡Qué va! Aún no ha venido ninguno por aquí’. ‘¿Puedo ayudar, querida? –interrumpió la mujer– ¿Dónde están los cubiertos desechables?’. ‘Ahí –señaló a su izquierda–, debajo de los manteles’. ‘¿Los dejo junto a los platos?’. ‘Sí –agradeció Zinerva–. Y comprueba que no falten vasos de plástico, los que hay en la mesa están usados’. ‘Ahora mismo los retiro’. ‘Dentro de esa bolsa encontrarás limpios’. Mientras tanto, en el otro extremo del mundo, el hijo de Coretta Sanders se pudría en la cárcel tras gastarse en whisky y hachís los dólares de regalo que encontró en el bolsillo de la cazadora. Al poco de llegar a la capital de Mongolia, y a punto de partir hacia los montes Altái donde su pareja y el bebé de ambos seguirían escondidos en el refugio, se dejó liar por una banda de narcotraficantes para cruzar la frontera de Kazajistán con mercancía y así ganar un buen puñado de monedas que le resolverían el futuro. Sin embargo, alguien del equipo les traicionó ya que apenas avanzadas unas millas los tendieron una emboscada. Ahora, desde los mugrientos muros de la celda infrahumana donde fue arrojado cuan despojo de matadero, sin contactos, dinero para sobornar a los guardianes, ni esperanza de salir de allí con vida, cerró los ojos y pensó en las barbaries cometidas a consecuencia de su mala cabeza, en los disgustos dados a su madre, en todo lo que se perdería sin ver crecer a su pequeña, en las personas a las que, por diversas razones, habría defraudador, en el sufrimiento de sus antepasados en la era de la esclavitud y en lo arrepentido que estaba de no haber aprovechado las oportunidades que dejó escapar. Pero tal lucidez duraba sólo hasta que el monstruo salvaje del mono se apoderaba de todo el cuerpo con fuertes sacudidas...
          ‘¿Te suena haber visto a este tipo por los alrededores de la ruta que  hiciste la noche que violaron a la chica? –pregunta Anthony Cohen a Daunte Gray enseñándole la foto del individuo que conduce la camioneta captada por las cámaras de la gasolinera–. ¿Sabrías decirme si vive en Foley o frecuenta la ciudad? ¿Has coincidido con él en alguna ocasión?’. ‘Imposible responder a nada. Mi campo de acción es muy simple: de casa a clases de piano y los domingos a la Iglesia Baptista –soltó el muchacho mientras saboreaba unas costillas a la brasa con salsa barbacoa–. El tiempo libre lo dedico a estudiar y ayudar en las tareas domésticas. Lo siento, además soy muy mal fisonomista’. ‘Perdona un momento, no te muevas de aquí’. El agente salió del restaurante donde una mujer demacrada, usando peluca y con la que años atrás mantuvo una relación, le entregó un sobre confidencial. ‘No vuelvas a comprometerme, es muy arriesgado y me juego el puesto, el médico forense que atiende estos casos es muy celoso con sus documentos y no le gusta que anden por ahí’. ‘Venga, no te pongas así. Te compensaré, lo prometo’. ‘Jamás cumpliste una sola de tus promesas’. ‘¿Estás bien?’. ‘Cuídate’. Según se alejaba la vio caminar con la inestabilidad que acompaña a la fase terminal de cáncer. La información proporcionada era valiosísima ya que el informe ampliado de la exploración realizada a la chica violada detallaba que los restos del semen encontrado en su vagina correspondían al hermano de la víctima, que resultó ser el secuestrador de alumnos y alumnas en la escuela, al antiguo director de esta, al conductor de la camioneta en busca y captura y a uno de los colaboradores de la campaña de Mitch Austin a Gobernador del condado de Baldwin. El sheriff Landon, en el papel de cómplice que mira hacia otro lado por puro interés, arrestó a Durante Gray acusándole del delito que nunca cometió y así tapar a los otros. ‘Muchacho, termínate eso que volvemos a la central’. ‘¿Cuándo me dejarán en libertad? No he hecho nada’. ‘Lo sé, hijo. Muy pronto. ¿Confías en mí?’. ‘No me queda otra’.
          ‘Perdone –Anthony Cohen se paró en seco y atendió al policía que le hablaba–. ¿Llevamos al detenido a los calabozos?’. ‘¿De dónde viene –preguntó– y quién es? Yo no soy titular aquí en Birmingham’. ‘Pero los compañeros que patrullan en el cruce de University Blvd con la 18 th St S, pidieron refuerzos por radio para intervenir en una pelea que se producía en plena calle, a punta de navaja. Uno de ellos reconoció a esta perla gracias a la fotografía difundida y le retuvo hasta recibir órdenes’. ‘¡Vaya, vaya, vaya! –exclamó el agente especial desplazado de la central del FBI–. Así que eres el dueño de esta Chevy de 1950 –le mostró la instantánea algo borrosa–, ¿verdad?’. ‘Pies sí. Oiga, no tienen ningún derecho a tratarme como si fuera un delincuente’. ‘Cierra el pico –le zarandeó el funcionario que rellenaba el parte de ingreso– y contesta sólo cuando se te pregunte’. ‘Ya les dije que me robaban la cartera –señaló a los policías que se burlaban de él– y me defendí. Eso pasó, únicamente’. ‘¿Entonces qué hacemos? –volvieron a preguntar–. ¿Se encarga usted o le dejamos libre?’. ‘Llévenlo a la sala de interrogatorios –indicó–. Y, después, ya veremos. ¡Ah!, y, quítenle las esposas, por el amor de Dios’. Daunte Gray presenció toda la escena y temió ser acusado de un delito aún mayor desviando su sentencia a cadena perpetua. Por esa razón, muerto de miedo, intervino: ‘Señor, es la primera vez que veo a este hombre’. ‘Tranquilo. Subamos al despacho y esperas, he de hablar con mi superior –así lo hicieron–. Si necesitas cualquier cosa se lo pides a la persona de aquella mesa –indicó según atravesaban la galería–, es el coordinador de la Unidad de Relaciones Comunitarias. Es muy hábil empatizando con la gente’. ‘Vale. ¿Y podrá conseguir que vuelva con mis padres hoy mismo…?’. Una planta por encima la cúpula de la Agencia que opera en el estado de Alabama estudiaba su caso minuciosamente, determinando si dejarle en libertad o devolverle a prisión. Sin embargo, prefirieron no pronunciarse hasta escuchar a Anthony, quien, con refresco de cola en una mano y varios papeles en la otra irrumpió en la reunión dispuesto a terminar lo antes posible con la agonía del chico.
          Muy seguro de lo que hacía, Anthony Cohen puso sobre la mesa las pruebas que incriminaban a uno de los colaboradores de Mitch Austin en la campaña a Gobernador del condado de Baldwin, al secuestrador de alumnos y alumnas de la escuela y al conductor de la camionera como autores de la múltiple violación y, por consiguiente, de la inocencia de Daunte Gray. ‘¿Cómo estás tan seguro de su no participación? A lo mejor es un lobo con piel de un cordero’. ‘¿Os lo parece alguien que desde un principio no ha cambiado ni en una sola coma?’. Pidió conectar el circuito cerrado de televisión, los detenidos aguardaban en silencio bajo la atenta mirada del oficial que los interrogaba con preguntas clave, obligándoles, a veces, a desdecirse por la falta de concordancia. Pero, un desliz del sheriff Landon, al que tenían en otro apartado, puso patas arriba los argumentos de los otros. ‘Compañero –dijo al oficial que pasaba junto a él–, deja que llame a mi hermano, es reverendo en una Iglesia Baptista’. ‘No estoy autorizado’. ‘Oye, que yo también velo por la ley y el orden al igual que vosotros. Además, en cuanto supe que esos –señaló hacia la otra habitación– abusaron de la menor puse a todos mis hombres tras su pista’. Ya no había ninguna duda, tal afirmación los descubrió. ‘Caballeros –soltó pletórico el agente especial del FBI–, los tenemos –y esbozando una sonrisa de oreja a oreja, sin opción al titubeo, continuó–: Cabo, concierte una cita en el juzgado, ¡ya! Vamos a soltarle’. ‘No tan deprisa, dejemos que la autoridad lo decida’. Horas después, un poco antes de que la jueza de guardia traída expresamente desde Montgomery escuchase a todos, el abogado de oficio de Daunte Gray estaba con él. ‘Señoría, con arreglo a lo presentado pido la inmediata puesta en libertad de mi cliente, así como una indemnización económica por daños a la integridad de un ciudadano, el escarnio público sufrido también por su familia y el tiempo perdido de trabajo y estudios. Como recordará –el joven letrado se sentía imparable–, en el caso de Reynolds contra el estado de Texas, en 1985, con matices muy similares al que nos ocupa, el Jurado obligó al departamento de Justicia a emitir un comunicado en el que los Estados Unidos de América le pedían perdón públicamente al reo que se tiró veinte años en prisión hasta que se esclarecieron los hechos. Lo tiene muy fácil: encierre a los verdaderos delincuentes’. ‘Bueno, a su debido tiempo, sabe tan bien como yo que he de seguir el reglamento’. Por fin comenzaba a dibujarse un horizonte esperanzador para Daunte Gray.
          Betty Scott tenía familia en Irlanda, así que, cuando en la ciudad de Foley corrió el rumor de que andaban sobre la pista de quienes dieron la paliza mortal al marido de Coretta Sanders, compró un pasaje de avión a su hijo que, para no levantar sospechas, saliese del Aeropuerto Regional de Dothan, y le pidió que no volviese mientras las aguas no estuviesen calmadas. En plena noche cerrada, un Jeep del ejército, conducido por el chofer que habitualmente recogía a su padre, le dejó en la terminal…


16. 
El susto de la noche anterior, cuando el Centro Nacional de Huracanes, de Estados Unidos, avisó de la posible llegada de uno de categoría cinco o superior, por la costa sureste del país, quedó reducido al paso de un tornado cegando el ambiente con remolinos de paja y arena. Un poste de luz con estructura obsoleta cayó en el camino del bosque dejando a oscuras a parte del vecindario. Helen Wyner salió al porche a evaluar desperfectos, todo parecía intacto salvo el mástil de la bandera partido en dos. Lo colocó como pudo y se prometió sustituirlo por otro, en la mayor brevedad posible. Reestablecida la cobertura del celular reanudó la llamada que dejó a medias. ‘Reports Alabama Times. Al habla Rachell W. Rampell. ¿Qué puedo hacer por ti?’. ‘Hola, me llamo –dijo su nombre completo–. Quizá se acuerde de mí’. ‘Pues no, sinceramente’. ‘Puede que recuerde el caso del parricida del pueblo de Elberta, tuvo mucha repercusión. El juicio se celebró en el Palacio de Justicia de Montgomery y duró varios días. Hubo un amplio despliegue de periodistas, usted iba entre ellos’. ‘Es la tía de la niña, ¿verdad? –preguntó tras consultar sus notas–. Ahora sé quién es’. ‘Era mi sobrina, exacto’. ‘¿Y qué quiere?’. ‘Que escriba la verdadera historia’. ‘¿Y quién me asegura que sea la que  va a contarme?’. ‘Tendrá que descubrirlo usando su olfato de reportera’. ‘Refrésqueme la memoria: ¿Usted no es la misma persona que nos ponía toda clase de trabas e impedimentos cuando lo único que hacíamos era cumplir con nuestro trabajo e informar?’. ‘Sí, lo reconozco. Pero, compréndalo, mi hermana atravesaba el peor momento de su vida y yo no podía consentir que sufriera aún más’. ‘Lo que no entiendo es por qué ha aguardado hasta la ejecución del parricida para dar este paso y no lo ha hecho con él todavía vivo’. ‘Para que no se entendiera como venganza’. ‘¿Y qué es según su criterio?’. ‘Justicia’. ‘Pensaba que eso se ejercía en los tribunales’. ‘El Derecho y su aplicación no devolverá la vida a la pequeña. Dígame sin rodeos si le interesa o no. Hagamos lo siguiente: cítese conmigo, le cuento la idea que tengo, comentamos lo que quiera y después decide si realiza el reportaje. ¿Le parece?’. Para un humilde periódico, ubicado en el pequeño pueblo de Ariton, condado de Dale, que sobrevivía gracias a las colaboraciones de los socios, el reto era tan tentador que aceptó la cita sin contar antes con su jefe. ‘De acuerdo. Mañana a las 6:00 p.m. Cuando llegue al pueblo de Kimberly deje la autopista y coja el desvío hacia Jefferson St, encontrará un paraje arbolado, siga recto hasta llegar a una explanada con casas y, a continuación, verá “The taco mexican cantina”, restaurante mexicano donde suelo cenar casi todos los días, podemos hacerlo juntas’. ‘Encantada. Seré puntual’.
          Desde que el hijo de Coretta Sanders regresó a Mongolia era como si se le hubiese tragado la tierra. El teléfono móvil siquiera daba tono de llamada y tampoco realizó el Check in en el hotel donde alquiló una habitación hasta decidir si iba o no a los montes Altái, a buscar a la joven que seguiría escondida con el bebé de ambos. Asesorada por Paul Cox, el consejero escolar, escribió a la embajada de los Estados Unidos, en la capital Ulán Bator, exponiendo el caso y su inmensa preocupación como madre por el paradero del muchacho. Mientras recibía noticias se volcó en los alumnos y alumnas a los que daba clase. Ahora que disponía de tiempo organizaba para ellos actividades fuera de la escuela, pero siempre desde el punto de vista de la docencia. Por suerte eran unos adolescentes a los que había motivado muchísimo en todo lo relacionado con la cultura. ‘Zinerva –preguntó a la cocinera–, ¿nos preparas unos sándwiches?’. ‘Claro. ¿Adónde vais esta vez?’. ‘A la Reserva Natural Graham Creek’. ‘Lo que daría por acompañaros’. ‘Cualquier sábado lo organizamos y pasamos allí el día con Helen y Betty, ¿te parece?’. ‘¡Uy!, un plan estupendo’. ‘La semana próxima quieren pasar una jornada en la granja y aprender lo básico en agricultura y ganadería para mantenerse con recursos propios’. ‘En Italia, la familia de mi abuela hacía conservas con los productos recolectados en los huertos, se quedaban una parte para su uso personal y el resto lo vendían reinvirtiendo las ganancias en semillas’. ‘Qué interesante –no supo disimular la prisa–. A lo mejor te llevo alguna vez a clase para que se lo cuentes’. ‘¿Te pongo en las bolsas botellas de agua?’. ‘¡Genial!’. ‘¿Cuántos sois?’. ‘Diez’. ‘¿Y contigo once?’. ‘Sí, pero no hace falta que añadas nada, cogí fruta de casa’. ‘Anda, anda. No digas tonterías, uno más no se va a notar’. Cada estudiante guardó en la mochila el picnic enriquecido con una manzana, zumo de melocotón y lácteo. Caminaron dos millas aproximadamente hasta llegar a la zona habilitada para el almuerzo con bancos corridos y mesas largas. Eligieron la más amplia y esparcieron sobre ella, además del refrigerio escolar, lo que cada uno llevaba para poner en común. ‘Mrs. Sanders –una de las chicas rompió el hielo–: Si tuviera delante a quien le dio la paliza a su esposo ¿qué le diría?’. ‘No lo sé’. ‘Mi padre dice que si algo así nos ocurriese a uno de nosotros –intervino otra chica–, ajusta cuentas con su rifle’. ‘Así no se arregla nada’. ‘Perdonen –interrumpió un excursionista–, ¿pueden prestarme un mechero? He traído de todo menos lo fundamental para encender la pipa’. Se lo dio Thomas Dawson, el alumno que ayudó al FBI cuando el secuestro en el gimnasio. ‘No sé cómo ha llegado esto a mi bolsillo. Puede quedárselo’. ‘A lo mejor es cosa de magia –dijo Coretta alzando las manos al cielo– y no para los cigarrillos que fumas a escondidas en el recreo, ¿verdad?’ Todos sonrieron mientras el hombre se alejaba. ‘¿Queréis galletas con rayadura de limón? –ofreció alguien del grupo–. Las hago yo’. Aceptaron reconociendo que estaban muy sabrosas. ‘Pues yo creo que nadie tiene derecho a agredir a otra persona por el hecho de tener la piel negra –sentenció otro estudiante–. Mis antepasados sufrieron mucho en las plantaciones de algodón’. ‘Por eso es muy importante formarnos con unos principios fundamentales –dijo la maestra– y respetar a nuestros semejantes’. ‘Cada domingo, mi familia y yo rezamos por usted’. ‘Venga, recoged las cosas y tirad los desperdicios’. ‘A propósito, una de mis hermanas –dijo el más pequeño de todos– que dice ser activista del Medio Ambiente nos da la matraca con “cero desperdicios” y eliminar los plásticos y otros derivados contaminantes’. ‘¡Tiene mucha razón! ¿Habéis estado alguna vez en el Vertedero Magnoiia del condado de Baldwin? –negaron todos con la cabeza–. Lo tenemos a escasos quince minutos. Profundizad en el tema, juntaos de dos en dos y haced un trabajo al respecto, la próxima semana vamos y exponéis allí el ejercicio. ¿Os parece? –asintieron–. Y ahora, en marcha, nos esperan unos árboles milenarios y quiero que debatáis el nexo que nos une a la madera, a la corteza que la cubre y a las raíces que se adentran en la tierra’.
          Lo primero que hizo Daunte Gray al quedar en libertad fue contemplar el horizonte con admiración y recargar los pulmones de oxígeno limpio. Por delante tenía todo un proceso de reconstrucción respecto a la imagen que había quedado sobre su persona en el condado de Baldwin, tras acusarle falsamente de violar a una menor, sin que nadie del gobierno local se molestase en contrastar la coartada que siempre repitió. Atravesó el patio interior del edificio del FBI y la distancia hasta la zona de aparcamiento, donde la familia esperaba impaciente. Miró atrás y, comprobando que ningún policía le daba el alto, corrió hacia ellos, hincó las rodillas en el suelo y, entre sollozos, con ataque de hipo, les pidió perdón. ‘Cariño, levántate –dijo la madre mientras le secaba las lágrimas–, no hay nada que perdonar’. ‘He manchado nuestro apellido y os he puesto en evidencia’. ‘Tú no has tenido culpa, hijo –continuo–. Eres una víctima más’. ‘Me iré lejos para que no seáis señalados’. ‘Quieres dejar de soltar tonterías–el tono de la mujer era ya de dolor–. Que piensen lo que quieran, te hemos educado en valores y sabemos que eres incapaz de hacerle daño a nadie. Así que, la cabeza bien alta y adelante, mi amor’. ‘Ven aquí, campeón –notó los brazos fuertes de su padre rodeándole–. Vayamos a casa. Estoy orgulloso de ti porque te has portado como una persona íntegra, madura, leal… Desde ahora eres mi ejemplo a seguir, muchacho’. ‘Papá, no digas eso, por favor’. ‘¡Cuánto te pareces a tu madre!’. Algo retirado, con el susto metido en el cuerpo por si de un momento a otro aparecieran por cualquier esquina los carros de combate, el hermano pequeño permaneció quieto y con los ojos detrás del pelo ensortijado que le caí por la frente, más largo de lo común, hasta que una mano se posó en su hombro. ‘¿Piensas quedarte petrificado como una momia? –preguntó–. ¿Acaso no te alegras de verme, enano?’. ‘¿Dime cómo es la cárcel? –arrancó al fin–. ¿Te has hecho amigo de algún matón?’. ‘Horrible. De ninguno’. ‘Y las torturas, ¿es verdad lo que cuentan?’. ‘Yo no he visto nada’. ‘¿Traes marcas o tatuajes? Un amigo mío dice que las celdas están llenas de porquería y los colchones de piojos’. ‘Bueno –suplicó–, ya está bien de tanto interrogatorio’. ‘Es que quiero saber’. ‘¡Anda, tira! –le cogió su madre de la oreja–. ¡Menudo peliculero estás hecho!’. ‘Y si después me preguntan en el colegio, ¿qué digo?’. ‘Nada, me oyes –dijeron bastante enfadados–. Nada. Además, mira tú por dónde, durante todo un mes estás castigado a cortar leña, lavar los platos y ayudar al reverendo en la iglesia’. ‘¡Jo!, no es justo’. Desde ese momento Daunte Gray se encerró en sí mismo para ahorrarles el sufrimiento de conocer las veces que fue humillado, el episodio de la enfermería cuando se recuperaba de un presunto envenenamiento y tres convictos abusaron de él, la vista gorda de los carceleros viendo el pincho que le clavaron en el glúteo, cuya hemorragia tardó en cortarse, y tantas noches en vela, temiendo por su vida…
          Anthony Cohen observaba la escena desde el coche. Por primera vez en mucho tiempo sintió que su trabajo, empeño y esfuerzo mereció la pena viendo la emoción que desprendían aquellas sencillas personas a las que, la mala praxis de un sistema con muchos fallos, les habían arrebatado meses de vida cotidiana. Antes de poner el motor en marcha guardó en la guantera el historial clínico del chico donde detallaban el buen estado de salud tras el examen exhaustivo realizado al ingresar en prisión, nada que ver con las secuelas físicas y psicológicas con las que posteriormente salió. Hacía años, prometiéndose a sí mismo sacarlo algún día a la luz, que el agente recopilaba información respecto al trato negligente dado a los reclusos afroamericanos en algunos penales del país, lo cual no podía quedar impune ante la sociedad. Puso rumbo a su apartamento. Los sobres con facturas, propaganda comercial, invitaciones a eventos a los que nunca asistía, la revista mensual de pesca a la que estaba inscrito y alguna tarjeta postal de sus primos de Canadá colapsaban la parte baja de la puerta, apartó todo a un lado, soltó en un rincón la mochila y buscó un vaso limpio para servirse un whisky. El botón rojo del contestador automático parpadeaba, borró los mensajes que consideró sin importancia y preparó ropa cómoda para después de la ducha. Sin nada de comida en el refrigerador y como al día siguiente salía para la ciudad de Foley, enviado por el FBI, a resolver el caso del marido de Coretta Sanders, muerto por una paliza, se conformó con mordisquear media docena de cupcake, con chispas de chocolate, a punto de caducar. Una vez relajado descargó los documentos recibidos por e-mail respecto al caso del marido de Coretta Sanders. Y, aunque el asunto parecía estar muy claro, faltaba lo más difícil: detener a los culpables y probar la autoría de los hechos. ‘Ha contactado con el Departamento de Justicia de los Estados Unidos de América. Si conoce la extensión correspondiente al motivo de su llamada, márquela. De lo contrario, permanezca a la espera –dijo la locución–, en breves momentos le atenderemos’. Así lo hizo. La melodía de un tema de Simon & Garfunkel deleitaba los oídos. ‘Área de criminalidad. ¿Qué se le ofrece?’. ‘Hola. Soy Anthony Cohen, agente especial del FBI. Necesito documentación sobre agresiones raciales ocurridas en el estado de Alabama’. ‘Escanee su identificación, por favor’. ‘Claro, disculpe’. ‘Perfecto. Dígame la fecha’. ‘¿Sería posible de los últimos veinte años?’. ‘¡Uf!, eso me llevará buena parte de la jornada’. ‘Otra cosa, me interesan aquellos con implicación directa o indirecta del Klan, supongo que eso le resultará más fácil’. ‘Déjeme su correo electrónico y en cuanto lo tenga se lo envío’. ‘Gracias’. Le sobresaltaron las voces de una pelea callejera contra los cubos de la basura. Giró el cuello dolorido a consecuencia de la mala postura por haberse quedado dormido en el sofá. Amanecía preludiando un sol infinito e intenso. Amontonó las cartas en una silla, recogió la mochila y conectó en su celular la geolocalización obligada por la agencia federal de investigación para saber en todo momento, por seguridad, dónde se encontraba.
          Bueno mamá, no llores más, mujer, que no te vas para siempre. Además, el viaje al Parque Nacional de los Glaciares lo haces por placer, y nada menos que con tu grupo de senderismo, los conoces a todos, así que lo vas a pasar de maravilla, ya lo verás’. ‘Lo sé, hija. Pero precisamente ahora que te vas a meter en un buen lío con esa periodista, voy yo y te dejo sola’. ‘Estate tranquila, de verdad. En principio vamos a cenar y cambiar impresiones, todavía no hay nada definitivo’. ‘¿No puedes posponer la cita?’. ‘Se lo debo a Beth y a la niña’. ‘Ya. Lo que me preocupa es cómo se lo va a tomar la otra familia, cuando vean en la prensa el nombre de su hijo’. ‘Sabían perfectamente que era un maltratador, sus antecedentes así lo han demostrado. Ahora conocerán al asesino’. ‘En cualquiera de los casos, ándate con ojo y de noche no vayas sola por ahí’. ‘¿A qué hora salís?’. ‘A las 4 a.m.’. ‘Iré a despedirte’. ‘Pero si apenas faltan tres horas’. ‘Entonces, ¿me invitas a desayunar?’. ‘¿Huevos fritos, tocino crujiente, panecillos con queso derretido y un café típico del sur?’. ‘¡Cualquiera resiste esa tentación…!’.


17 
El restaurante The taco mexican cantina era un lugar acogedor estuvieses o no de paso. Vestidos con pantalón tejano, camisa de leñador y delantal negro de amplios bolsillos dos personas en barra y tres más, repartidas por el salón, atendían al público que, en el primer tramo de la noche, bebían cerveza como quien pone la boca bajo el grifo del agua. Dentro del local, cuyo ambiente recreaba lo mejor de México DC, una fotografía a tamaño natural del poeta Octavio Paz presidía la pared izquierda y, frente a ella, otra de la gran pirámide de Cholula, así como numerosos recuerdos de clientes que fueron dejando en las estanterías tras su visita al mercado de La Merced, la Catedral Metropolitana o la plaza Garibaldi, cerca del Palacio de las Bellas Artes. Al abrirse las puertas abatibles un fuerte olor a picante bañando las sabrosas fajitas y otros platos típicos de este maravilloso país se apoderaba del olfato preparando el estómago para recibir respetuosamente los alimentos. Detrás de los barman, en espejos enmarcados, escrito con letra de molde,  podían leerse las especialidades de la comida casera: chilaquiles en sus tres variedades de tortillas cortadas con mucho chile, torta ahogada tan representativa de Jalisco, tequila de varias clases, así como postres de leche cuajada y budín, de pan de víspera, relleno de coco rallado y pasitas de uva. Al fondo, Rachell W. Rampell, del Reports Alabama Times, saboreaba una cerveza de las grandes mientras metía la nariz en los periódicos de la competencia. Helen Wyner visualizó su larga y rubia melena entre las bocanadas de humo de los cigarrillos. Sorteó a media docena de personas que gritaban viendo por televisión un rodeo. ‘Hola. Menudo alboroto, ¡eh! Siempre consideré que para manejar el arte de la charrería había que poseer gran habilidad y destreza’. ‘¡Vaya, me deja impresionada!’. ‘No es para tanto’. ‘Siéntese, por favor. Me gusta la gente que es puntual. ¿Qué le apetece tomar?’. ‘Una igual a la suya’. Sonrió e indicó al camarero que trajera otra doble. ‘¿Ha tenido problemas para encontrar esto?’. ‘Bueno, hubo un momento en que el navegador se volvió loco y tuve que parar, pero una amabilísima pareja de ancianos me indicó el camino correcto’. ‘¿Fue a la entrada de Ariton?’. ‘’. ‘Genial, son mis abuelos. Les encanta hacer de anfitriones para llamar después a la familia y contarnos que, de no ser por ellos, unos forasteros seguirían dando vueltas perdiéndose en el bosque. Es su manera de sentirse útiles aunque también de llamar nuestra atención. Ya sabe, la vorágine del día a día nos impide hacer un alto en las cosas cotidianas, sencillas, importantes’. ‘Estoy de acuerdo. Por regla general vamos demasiado deprisa y deberíamos parar antes de que se nos escapen momentos y situaciones entrañables que ya no volverán’.
          La conversación transcurrió distendida: hablaron de políticas emergentes, de autores literarios, fútbol americano, del poder de la prensa, la religión, la terrible situación del racismo, de la admiración que ambas sentían por los Rolling Stones, de la brecha tan enorme que hay entre ricos y pobres y, por supuesto, de la lacra de los asesinatos machistas y, en consecuencia, por venganza a ellas, el horror de acabar con la vida de los hijos. ‘¿Y tu hermana qué opina de hacer pública la historia de su niña?’. ‘Digamos que se mantiene al margen’. No quiso desvelar aún el estado emocional en el que se encontraba Beth y tampoco su ingreso en una institución psiquiátrica. ‘Pero supongo que cuenta con su aprobación, ¿verdad? Después no quiero problemas’. ‘No se preocupe. ¿Entonces, acepta mi proposición?’. ‘Sí, pero no tan deprisa. Vayamos por partes’. ‘Soy toda oídos’. ‘Quiero absoluta sinceridad y transparencia, así como el compromiso de que la exclusiva me la da sólo a mí. Piense que, cuando comencemos a publicar los otros buitres de la comunicación se abalanzarán sobre ustedes buscando el lado morboso, sensacionalista, convirtiéndoles en una máquina de hacer dinero’. ‘La elegí precisamente para evitar eso’. ‘¿Es consciente de las críticas que recibirá tachándola de aprovechada y oportunista?’. ‘No me importa en absoluto’. ‘A usted puede que no, pero este tema es muy sensible y si no se enfoca bien puede volverse en su contra’. ‘¿No se da cuenta? Este testimonio es fundamental que sirva para que otras mujeres identifiquen el perfil del agresor, ese es uno de mis mayores objetivos, además de poner de relieve la parte de culpa que todos tenemos como sociedad haciendo la vista gorda’. ‘Comprendo su mensaje: aquello que no te toca de cerca es invisible’. ‘Exacto’. ‘Y bien, ¿por dónde empezamos?’. ‘¿Qué tal si pedimos la cuenta?’. Se citaron al día siguiente, esta vez en el pueblo de Elberta, en el jardín de la casa de la madre de Helen Wyner.
          Anthony Cohen tomó la firme decisión de apartarse de la primera línea y pedir el traslado a la base del Cuerpo de Marines, en Quantico, Virginia, donde se ubica la academia de entrenamiento para nuevos agentes especiales del FBI. Su experiencia de tantos años le hacía sentirse preparado como instructor, así que, en cuanto resolviese el último caso encomendado se lo comunicaría a sus superiores. A primera hora de la mañana llegó a la ciudad de Foley para comenzar con los interrogatorios al vecindario, ya que el informe policial pasado a la Central Federal de Investigación apenas contenía cuatro apuntes delictivos de los presuntos sospechosos, intuyendo que uno de ellos, quizá el más conocido, huyó o le dejaron escapar. Así que, su misión consistía en la reconstrucción de los hechos. Bastaron cuatro preguntas estratégicas soltadas en la gasolinera donde paró a repostar, para descubrir que se trataba del hijo de la jefa de comedor. En la escuela le recibió Paul Cox, secretario escolar y director en funciones. ‘Siéntese, por favor. Me acuerdo muy bien de usted, dirigió el operativo para liberar a los alumnos y alumnas secuestrados. ¿Qué se le ofrece?’. ‘¿Dónde puedo encontrar a Betty Scott?’. ‘Supongo que en su casa. Lleva días sin aparecer por aquí, dice que se encuentra mal’. ‘¿Y a su hijo?’. ‘Ni idea, es muy reservada, apenas conocemos su entorno’. ‘Vale. Gracias. De todas formas, si por casualidad recuerda algo que pueda ayudarnos respecto a ella o su familia, hágamelo saber’. Apuntó el número en un pósit y lo pegó en un sitio visible. Después del almuerzo visitó al nuevo sheriff del condado de Baldwin, un tipo justo, con fama de duro, quien al tomar posesión del cargo puso la oficina patas arriba destapando todas las irregularidades de la administración anterior. ‘Así que le envían a usted porque nos ven incapaces de resolver nuestros asuntos –dijo malhumorado–, ¿no?’. ‘Soy un mandado,  no se enfade conmigo –contestó Anthony–. Colaboremos y para ambos será más fácil acabar cuanto antes. No tengo intención de pisar su terreno, ni hacer nada a sus espaldas, pero entienda que la violencia racista desatada en esta zona, han puesto sobre aviso a los servicios de inteligencia’. ‘¿Qué quiere saber? No tengo todo el día’. En los archivos buscaron altercados ocurridos la noche en la que dieron la paliza al marido de Coretta Sanders, alguna vinculación con miembros del Klan, denuncias, robos, accidentes de tráfico, desapariciones, secuestros o cualquier tema que arrojase luz a la investigación. Sin embargo, en el libro de registro, aquella fecha estaba en blanco…
          Uno de los puestos más solicitados por los reclusos en el Centro Correccional de Elmore, era en la lavandería ya que los vigilantes apenas asomaban por allí y los pocos que sí lo hacían se dejaban sobornar. Normalmente, en los contenedores de la ropa limpia camuflaban aquellos artículos de contrabando introducidos desde el exterior que luego vendían al resto. El exsheriff Landon pronto se hizo el amo desplazando así a presidiarios veteranos que antes lo manejaban. Tabaco, mini botellas de alcohol, anfetaminas, condones o crema de cacahuete en cuyo interior iban camufladas bolas de hachís envueltas en plástico, eran los productos estrella más demandados y, por consiguiente, los mejor pagados. Una vez puesto en marcha dicho negocio necesitaba expandirlo y tener cubiertas las espaldas, ya que si hay un lugar en el mundo donde los ajustes de cuentas son sangrientos, ese es sin duda la cárcel, así que, hizo todo lo posible para que trasladasen de módulo a los que arrestaron con él. ‘Hay personas muy influyentes que me deben algunos favores –dijo Mitch Austin doblando sábanas y agradecido de haberle sacado de la limpieza de retretes donde siempre acuchillaban a alguien– y pienso cobrármelos ahora. Hablaré con mi abogado para que haga unas llamadas’. ‘Yo también guardo algunos ases en la manga –soltó Landon secándose el sudor con un pañuelo–, he tapado demasiadas cosas a nuestros compatriotas, esos que viven en grandes mansiones a cuerpo de rey, estoy seguro de que harán gestiones para sacarme de aquí o de lo contrario tiraré de la manta’. ‘¿De qué habláis? –preguntó el conductor de la camioneta–, por la expresión de vuestras caras perece interesante’. ‘Nada, del nuevo Lanzador fichado por el equipo de beisbol de Montgomery’. ‘No seas estúpido muchacho –aclaró el antiguo director de la escuela–, no te das cuenta de que planean largarse sin nosotros’. ‘Pero si estamos de mierda hasta el cuello –aclaró el secuestrador de alumnos y alumnas, que también era hermano de la adolescente violada–, no os hagáis ilusiones, de aquí no salimos tan fácilmente’.
          ‘Señora Sanders, soy Anthony Cohen –dijo por teléfono. Tengo que hacerle unas preguntas’. ‘Claro, dígame’. ‘¿Le gustan los trenes?’. ‘Bueno. Sí. No sé… Supongo, es un transporte rápido y seguro’. ‘¿Qué le parece si en un par de horas quedamos en el Museo del Ferrocarril?’. ‘Bien –respondió desconcertada–. ¿Ocurre algo, agente?’. ‘Nada que deba preocuparla, sólo vamos a charlar. Investigo la paliza que le dieron a su esposo, mis jefes quieren cerrar el caso cuanto antes, pero para eso he de encontrar a los culpables y necesito que me ayude’. ‘No lo vi, no estaba en casa’. ‘Ya, sin embargo, seguramente tenga alguna hipótesis o sospecha, dado que la considero una mujer muy inteligente’. ‘Muchísimas gracias. No obstante, no se deje llevar por las habladurías y los juicios paralelos’. ‘No lo hago, me fundamento en indicios y de esos tengo unos cuantos’. ‘De acuerdo, pues. Nos vemos en un rato’. Un escalofrío recorrió la parte alta de los hombros con reflejo en la nuca, aunque también la búsqueda incansable de la verdad arribando al puerto proporcionaba dentro de sus entrañas el inicio de la deseada paz. ‘Gracias por venir’. ‘No hay de qué, la autoridad siempre manda’. ‘¿Paseamos?’. ‘¿Sabía que el primer convoy con pasajeros fue en el trazado abierto en 1830 entre Baltimore y Ohio?’. ‘Pues no, la teacher es usted –ambos sonrieron–. A mí me gustan las maquetas, hay que tener mucha paciencia y destreza a la hora de montarlas’. Recorrieron el perímetro como dos turistas más, contextualizando la maquinaria en la Historia de los Estados Unidos de América, fijándose en los pequeños detalles, imaginando el cansancio de los largos trayectos aguantando los vestidos de época. Sobre una tarima, apartada del resto de elementos, expuesto como una reliquia de época, descansaba un viejo vagón de madera sin asientos, ni ventanas, un ataúd de grandes dimensiones con ruedas en cuyo interior, si se está atento, podría escucharse el llanto y los lamentos, las súplicas y las plegarias, el miedo y la derrota… ‘Mire –dijo ella sujetándole por el brazo y señalando al frente–, esa es la diferencia entre un blanco y un negro: mientras que ustedes viajaban cómodamente disfrutando del paisaje y de la compañía, a nosotros nos hacinaban ahí, pegados unos con otros, sin comida ni agua, con calor o con frío, conviviendo con aquellos que no soportaron tanta penuria y murieron aplastados por la desigualdad, por la diferencia, por el racismo, por la supremacía de quienes se creen superiores’. ‘Aunque no sirva de mucho le pido perdón en nombre del pueblo americano, como han hecho públicamente muchas mujeres y hombres que nunca aprobaron tal discriminación y lucharon contra ello, activistas dispersos por toda la sociedad que en ocasiones también se juegan el tipo haciéndose oír’. ‘Sí, conozco a muchas personas que están en el movimiento Black Lives Mather, y lo agradezco, pero hemos sufrido tanto que…’. ‘Venga, quiero enseñarle algo muy hermoso –subieron un montículo de tierra levantado a propósito– . ¿Qué le parece?’. ‘Espectacular. Nunca había visto una panorámica de la ciudad tan bonita como esta’. ‘Lo descubrí cuando estuve por aquí investigando un caso de violación’. ‘Lo recuerdo, la adolescente iba a las clases del antiguo director de la escuela’. ‘Exacto’. ‘¿Y bien? ¿Para qué me ha llamado?’. ‘Cuénteme lo que sepa de Betty Scott’. ‘Es buena profesional, nunca ha tenido problemas en el comedor’. ‘¿Cuándo la vio por última vez?’. ‘Uno o dos días después del episodio del secuestro, imagino que sería en mi descanso para el almuerzo, pero no estoy segura’. ‘¿Ha notado algo raro en su comportamiento?’. ‘¿Por ejemplo?’. ‘Cambios de humor, actitud introvertida, semblante ausente… Ya me entiende’. ‘No agente, y no sé a dónde quiere ir a parar. Sea sincero, se lo ruego’. ‘De acuerdo. Creemos que encubre a uno de los que agredieron a su esposo y lo peor de todo es que le ha ayudado a escapar’. ‘No puede ser, somos compañeras y no me haría algo así’. ‘No se fíe. ¿Conoce a su hijo?’. ‘Nunca habla de su vida privada. Zinerva Falzone, la cocinera, tiene más contacto, nosotros a veces almorzamos allí o no, depende’. ‘¿Sabe qué está faltando al trabajo? Según tengo entendido lleva una semana sin aparecer’. ‘Sí, claro, pero no sé los motivos. Cada cual tenemos nuestras propias preocupaciones’. ‘Todavía estaré unos días, si hay algo que crea importante, dígamelo’. Asintió con la cabeza y se quedó pensativa… ‘¿Entonces, puede que el hijo de Betty sea uno de los encapuchados que prendieron las cruces en nuestro jardín?’. ‘Presuntamente, es muy probable’. ‘¡Santo cielo!’.
          Entrada la noche, revisado de nuevo el expediente, halló una pista que involucraba directamente a la jefa de comedor. Así que, a la mañana siguiente, cuando el sol caldease sus huesos, iría a interrogarla…


18.
Desde que Daunte Gray quedó en libertad no volvió a ser aquel joven alegre y soñador que quería dedicarse a la música, casarse con su novia de la escuela, comprar una casa de tres plantas, cerca de las montañas, donde viviría toda la familia con muchos niños alrededor, un porche lleno de mecedoras para contemplar los espectaculares atardeceres del sur de los Estados Unidos y la tranquilidad de haber cumplido los objetivos marcados. Sin embargo, agravada por los juicios paralelos de la opinión pública y el reproche que percibía cada vez que se cruzaba con alguien, la amargura le comía espacio por dentro, ya que, a pesar de haber retirado los cargos contra él, hecha pública su inocencia tanto por parte de la policía como declaraciones del abogado defensor a la prensa, nadie le veía sin el cartel de violador colgado en la frente. Retomar las clases de piano se convirtieron en un auténtico calvario de ida y vuelta por el camino donde lo detuvieron, además de comprobar que los compañeros no querían tocar juntos, sintiéndose, en definitiva, un apestado. Pero no le quedaban fuerzas para luchar contra esos muros, de manera que decidió abandonar. ‘Muchacho, ¿lo has pensado detenidamente? –preguntó el profesor de solfeo–. Es una pena que lo dejes ahora que habías avanzado tanto en los últimos meses. Pensábamos promocionarte como candidato a una beca para financiar tus estudios en Curtis Institute of Music, de Fhiladelphia’. ‘¿Y cree que me cogerían dadas las circunstancias actuales?’. ‘Haríamos todo lo posible’. ‘El chico tiene razón –intervino la maestra de Armonía–, quizá cuando pase algo más de tiempo’. ‘No te marches así, hombre –dijo el otro apenado–. Demuéstrale al mundo que no podrán contigo’. ‘Cuídense. He aprendido mucho de ustedes’. Tendió la mano para darles un apretón, pero ellos se fundieron en un cálido abrazo. ‘Mucha suerte, querido’. Recogió sus cosas y salió del recinto dejando atrás el sacrificio de tantos años de estudio, la renuncia de una infancia y adolescencia corriendo por los prados en pro de la preparación académica, y la posibilidad de haber triunfado junto a sus compañeros a pesar de diferenciarle la piel negra. Dándose por vencido, bajó la cabeza consciente de que se acercaba a un precipicio sin retorno y, poniendo el pie en el último peldaño de la escalera, sitió una punzada en el corazón.
          Se descolgó la tarde por las afueras del vecindario, sus padres y hermano leían la Biblia en voz alta, alternándose. Colgó el abrigo en la percha de la entrada y apoyó la cartera en la pared. ‘¡Qué pronto llegas, cariño! ¿Te han traído en coche?’. ‘No, vine caminando’. ‘Ve a lavarte las manos, la cena estará lista en pocos minutos’. ‘Tengo que hablar con vosotros –dijo compungido–, he dejado…’. ‘Nosotros también tenemos una noticia que daros –interrumpió la madre–. Cuéntaselo, querido’. ‘No seas impaciente, mujer. Ahora, cuando estemos todos’. El chico fue al cuarto de baño, abrió el grifo del lavabo y se echó agua fría por la nuca. La escena distendida que transcurría en la cocina era tan dispar con su estado de ánimo, convertido en bacteria que muta multiplicando el miedo hasta el infinito. Ocupó su sitio, entrelazó las manos y, antes de comunicar la determinación tomada quiso escuchar eso tan importante que al parecer provocaba tantas risas en los suyos. ‘Me han ofrecido un empleo en Nuevo México –informó el hombre–. Vuestra madre y yo pensamos que es una gran oportunidad para alejarnos de aquí y construir nuestro hogar donde nadie nos conozca’. ‘¡Pero cómo voy a dejar la escuela a mitad de curso –dijo el hijo pequeño– y a mis compañeros!’. ‘No te preocupes, cielo. Papá ha buscado otro colegio para ti y enseguida harás amigos’. Daunte Gray, incapaz de expresarse, estaba atrapado en un agujero sin salida. Aquello le sonó lejano, incomprensible, ajeno a sus circunstancias… Apenado, imaginó la imagen de un futuro donde él ya no estaría. ‘He dejado las clases de piano, no me interesa la música, no tiene porvenir. Buscaré trabajo para ayudar con los gastos’. Ninguno esperaba ese anuncio que cayó por sorpresa barriendo de golpe todo atisbo de alegría, tan sólo la alarma del horno con el pastel de carne en su punto fue capaz de traerlos a la realidad. ‘No digas tonterías, ser concertista fue siempre tu deseo –dijo ella alarmada por el deterioro del joven–. Además, lo haces muy bien’. Permaneció callado. Con disimulo ellos se miraron y comprendieron que a su hijo se le habían enquistado las secuelas psicológicas. Por eso, una vez instalados era urgente buscar la ayuda de un especialista. ‘Veremos más adelante. Tu madre tiene razón, debes alcanzar tus metas’. ‘Silver City, donde viviremos, posee una buena universidad, la Western New Mexico University y quizá podáis asistir a ella’. ‘¿Y también van ahí estudiantes negros? –preguntó el pequeño–. Los niños cuentan en el recreo que oyen decir a los mayores que siempre nos tratarán como esclavos’. ‘La raza blanca no es superior a la nuestra –zanjó ella–, ¿me oís bien? Por encima de todo somos personas’. Se pasaron la fuente de puré de patata, el bol con guisantes secos, la jarra de té dulce y la cesta de panecillos de maíz, sirviéndose cada uno a su gusto. Después, en la soledad del dormitorio, el hombre y la mujer, sollozaron abrazados, mientras que un estampado de nubes ocultaba el resplandor de la Luna.
          Zinerva Falzone sospechaba que en breve habría de dar un giro a su vida. Las cosas en la escuela empezaban a ponerse feas tras lo ocurrido en los últimos meses con el secuestro de alumnos y alumnas, la violación a una adolescente, la entrada en prisión del director presuntamente implicado en las agresiones cometidas contra ciudadanos afroamericanos y un importante desinterés colectivo tanto del equipo de administración en funciones, como de los estudiantes, lo cual determinó que algunos padres cambiaran a sus hijos e hijas de centro educativo. Eso creó mucha incertidumbre en el personal que se veía entrando de lleno en la espiral de la desigualdad salarial, o aún peor: en el umbral de la pobreza. Un día salió a depositar la piel de las patatas y cáscaras de nueces en el cubo de basura que hay detrás del pabellón docente y aprovechó para encender un cigarrillo. ‘¿Desde cuándo fumas? –preguntó Coretta Sanders al abrir la puerta–. Nunca te vi’. ‘¿Y tú qué haces fuera?’. ‘Tengo un descanso y prefiero respirar aire puro a estar encerrada’. Descendientes ambas de emigrantes que lucharon por encontrar su espacio en un país donde nada resulta fácil, excepto para la clase alta de la sociedad, nunca olvidaron sus raíces ni los principios fundamentales que guían a todo ser humano, y se hicieron amigas desde la admiración y el respeto mutuo. ‘Quizá ponga un puesto callejero y venda Panelle como hicieron mis antepasados cuando vinieron de Italia –manifestó pensativa entre bocanadas de humo–. Al fin y al cabo es un negocio como otro cualquiera’. ‘¿Lo estás diciendo en serio? –bromeó la otra–. Oye, si necesitas un pinche de cocina me ofrezco encantada’. ‘Lo tendré en cuenta, te irá bien, puedo llegar a ser una jefa muy transigente –rieron algo escandalosas–. ¿Crees que nos echarán?’. ‘No sé –contestó Coretta–, date cuenta de que al haber cerrado algunas aulas porque no hay niños ni niñas suficientes, no tiene sentido mantener a toda la plantilla’. ‘Mi sueldo es bajo, pero con él pago las facturas y cubro las necesidades básicas. No sé si estoy preparada para empezar de nuevo lejos de aquí –extendió la vista alrededor del recinto–, estos fogones son mi zona de confort, hemos crecido juntos he inventado platos especiales y divertidos para los comensales, no sabría posar el pie sin escurrirse en otro suelo que no sea este’. ‘Todo se arreglará, ya lo verás’. ‘La gente está super inquieta, lo noto en el comedor, hablan en voz baja y, a escondidas, consultan las ofertas de empleo en el periódico’. ‘Cuando tienes responsabilidades a tu cargo es normal, nosotras necesitamos poco para mantenernos a flote’. ‘Pero también contamos con una edad complicada a la hora de contratarnos. Nadie inserta en la maquinaria una pieza a punto de caducar’. ‘Joder, italiana, menudos ánimos. ¿Acaso la experiencia no es uno de los mejores patrimonios que podemos dejarles a las generaciones venideras?’. ‘Mira que a veces te pones estupenda, ¡eh! ¿Almorzarás en el primer turno? –preguntó Zinerva–. ¿Te espero?’. ‘Sí, las dos últimas horas las tengo libres, después visitaremos la galería de arte, quiero que aprecien el valor de las cerámicas y de la bisutería hecha a mano’. ‘Pues a mí me enamoran los objetos de madera, que quieres que te diga, rústica que ha salido una’. ‘Tengo una cajita que el abuelo de mi madre talló durante el tiempo que estuvieron en la plantación de algodón, guardaban en ella los pocos centavos que ahorraban. Es una de mis joyas más preciadas’. ‘¿Conoces la obra de Edward Hopper? Me gustan sus retratos urbanos’. ‘Su estilo se denomina “Realismo Americano”. Es descriptivo y juega mucho con la iluminación, es un gran experto mostrando la verdadera esencia de los bares de noche en Nueva York’. ‘Bueno, entonces que, ¿te apetece probar el guiso de capunata que traigo de casa?’. ‘¿Has puesto abundante apio?’. ‘Cada ingrediente guarda su justo equilibrio, querida. Pero sí, lleva mucho en tu honor’. ‘Genial, luego voy’. ‘Que tengas una mañana tranquila’. ‘Lo mismo digo’. A diferencia de otras conversaciones a menudo mantenidas con profundidad, filosofando sobre los avatares de la vida, regresó cada una a lo suyo con un nudo en la boca del estómago. Las semanas siguientes transcurrieron con normalidad, hasta que recibieron una circular convocándoles en la Sala de Juntas, entonces, las hipótesis más descabelladas se dispararon…
          ‘¿Betty Scott?’. ‘’. ‘Agente Cohen. FBI –dijo mostrando su placa–. Traemos una orden de registro’. ‘¡Eh!, un momento, no pueden irrumpir así en una propiedad privada –exclamó a la vez que ocho personas uniformadas se desplegaron en el interior con su sofisticado equipo para hallar huellas y restos de tejido orgánico–. Oiga, cuidado con eso, es un recuerdo muy preciado. ¡Cómo se atreven a ponerlo todo manga por hombro!’. ‘Apártese, señora, por favor’. ‘Quítenme las manos de encima, he de salir a recoger la correspondencia –forcejeó con el agente que la retenía por la cintura–, espero una carta muy importante’. ‘No se preocupe, ya la cogerá’. Visiblemente incómoda, y temiendo que encontrasen alguna postal desde Irlanda delatando el paradero de su hijo, se le cayó de las manos la figura de porcelana arrebatada al policía. ‘Vosotros dos, y alguien de la científica, subid al piso de arriba –ordenó a los compañeros enviados desde la central de Birmingham–. Quiero que lo miréis todo, milímetro a milímetro’. ‘A la orden, jefe’. ‘No saben que mi marido es oficial del ejército, ¿verdad? –soltó amenazante–. Cuando regrese van a tener un problema, ya lo verán’. ‘Será difícil porque ahora mismo está arrestado en el cuartel’. El mundo se derrumbaba a sus pies y no veía escapatoria. ‘Señor, la puerta del cobertizo tiene puesto un candado, necesitamos la llave’. ‘Ya lo ha oído –Anthony procuró sonar suave–, ¿dónde la tiene?’. ‘Se perdió’. ‘Romped la cadena –mandó, sin apartar la mirada de la mujer observando su reacción– y todos los obstáculos que se interpongan en el camino’. Por la ventana que da al patio trasero vio huir a las ardillas, el viento soplaba suave agitando las ramas de los árboles contra el tejado. Cerró los ojos y recordó la noche en la que vino su hijo con las manos ensangrentadas en busca de la escopeta, porque decía ser uno de los elegidos a hacer justicia. Una voz grave de hombre la trajo de vuelta a la realidad. ‘Anthony –le llamó uno de sus agentes–, ven a ver esto’. ‘No la perdáis de vista –indicó al ayudante del sheriff apostado en el quicio de la puerta–. ¿Qué habéis encontrado?’. ‘Míralo tú mismo, quizá no sea relevante o sí, a saber’. ‘¿Son estatutos?’. ‘Más bien un conjunto de normas a seguir contra todo aquel que no comulgue con la supremacía blanca y dé cobijo al diferente proporcionándole herramientas sencillas para prosperar’. ‘¿Dónde estaba?’. ‘En la habitación del chico, detrás de la cama se movía una tabla, la hemos levantado y, además de esto, tenía también una pistola y munición de sobra como para tumbar a un rinoceronte’. ‘¿Algo más?’. ‘Sí, va a resultar casi imposible detenerle’. ‘¿Ha huido?’. ‘Creemos que anda por Irlanda, en el cajón del escritorio hay cartas cuyo matasellos es actual’. ‘Buen trabajo, compañeros. Si lo tenéis todo, nos volvemos a Birmingham’. ‘Prácticamente, sólo faltan un par de estanterías y el armario del dormitorio principal. Calculo que en una hora habremos terminado’. ‘De acuerdo, haré unas llamadas’. ‘Jefe –irrumpió otra de las personas que los acompañaban–, esta bolsa de deporte está llena de pornografía infantil’. ‘¡Vaya! ¡Vaya!’. ‘La mujer está histérica y dice que eso no es suyo –continuó–, que lo habremos traído nosotros para fastidiarlos’. ‘Acabad, por favor’. Betty Scott, fuera de sí, les increpaba. ‘¿Es que no se piensan ir?’. ‘Señora –intervino Anthony Cohen–, tendrá que acompañarnos, necesitamos hacerle algunas preguntas’. ‘Pues hágalas, adelante, ¿a qué espera?’. ‘Ha de ser en la central del FBI’. Los últimos en abandonar la casa fueron ellos dos, el coche patrulla esperaba tres cuadras más allá. Ella sintió la mirada del vecindario que la lapidaba con humillación y desprecio. Reconoció la camioneta de Paul Cox estacionada en un saliente de la carretera. Todo estaba perdido, no merecía la pena seguir remando contra corriente en el océano de la soledad. Las chispas de los neumáticos al tocar con el asfalto prendieron la mecha de un destino que se le antojaba irrevocable. ‘¿Se encuentra bien?’. No contestó.
          Aunque Helen Wyner y Rachell W. Rampell, del Reports Alabama Times, se citaban con frecuencia en el restaurante The taco mexican cantina, un escenario perfecto para charlar distendidamente, la segunda vez que se vieron lo hicieron en el pueblo de Elberta. ‘Bonito jardín –afirmó la periodista–. ¿Puedo tomar fotos?’. ‘Claro. Aquí empezó todo –señaló el recinto–. Beth y yo volvíamos de pasar el día en Montgomery, era una gran restauradora de muebles antiguos y fuimos a recoger unos materiales que tenía encargados. Mamá nos esperaba en el porche y, con palabras atropelladas, como pudo, nos dijo que la policía anduvo preguntando allí por nosotras, por la niña, por el padre’. ‘Continua, por favor’. ‘No sabes lo doloroso que es asistir al desmoronamiento de toda la familia. Ninguna hemos vuelto a ser las mismas de entonces, mucho menos mi hermana que lo ha perdido todo’. ‘Vayamos al principio’. ‘¿Te apetece una cerveza?’. ‘Mucho’. ‘A mí también, eso me ayudará a empezar por el principio…’.


19. 
Los primeros meses de estancia en Nuevo México para los Gray fueron de gran alivio ya que por fin iban a construir los cimientos del hogar preservando el anonimato. Ubicados en la ciudad de Lovington, condado de Lea, con una tasa de criminalidad bastante baja, pronto se integraron en la comunidad afroamericana yendo a la Iglesia Baptista los domingos, participando en las visitas periódicas organizadas a Chaparral Park donde se aficionaron a la pesca y cuyas vistas espectaculares reconcilian con la vida incluso al corazón más hundido, aunque quizá lo que más fortaleció sus expectativas fue la oportunidad de apostar por un futuro donde echar raíces, para que sus descendientes y las generaciones venideras crecieran en paz, aunque jamás imaginaron que estarían allí sólo de paso. Supuso para ellos un balón de oxígeno haber dejado atrás Foley, marcando distancia con aquellos compatriotas que, enarbolando la bandera confederada sentenciaron a su hijo a cadena perpetua, aun habiéndose demostrado su inocencia en el caso de la violación a una menor. Por eso, lejos de aquel ambiente mantenían la esperanza de que con el tiempo el chico remontase hacia un estado anímico mucho más saludable, pero Daunte no superó el trauma y tampoco quiso volver a oír nada referente a sus cualidades para la música. Se volvió huraño, reservado y fundamentalmente un ser sin alma ni materia. Empezó a trabajar con su padre en un yacimiento petrolífero donde el fuerte olor a gasolina impregnaba el aire, sobre todo cuando había que mover tuberías hasta los camiones. Tenía las manos llagadas, la espalda encorvada con fuertes dolores y una profunda sensación a vacío que le cogía el cuerpo entero. ‘Cariño, ¿es que no esperas a papá? –preguntó la madre–, se está afeitando’. ‘No, hoy me adelanto yo –respondió esquivo–, quedé con otros compañeros que van a enseñarme a diferenciar distintas rocas y minerales’. ‘Así me gusta, que te relaciones. ¡Aguarda un momento, jovencito! ¿Acaso no olvidas algo? –se quedó pensativo–. Anda, llévate el almuerzo y bébete la leche que no es bueno salir en ayunas’. ‘Es verdad –dijo, echando un trago largo y besándola en la mejilla–. ¡Qué cabeza la mía!’. Dio un portazo, un traspié, ella retiró la cortina de la ventana y vio cómo se alejaba indeciso calle abajo. ‘¿Acabaste ya, querido?’. ‘Sí –miró el sabroso desayuno puesto en la mesa y lamentó sentirse falto de apetito–. Guárdame un pedazo de pastel para la noche’. ‘¿Conoces a los amigos del niño? ¿Se portan bien con él?’. ‘Es la primera noticia que tengo, nunca le veo con nadie. Además, estamos en espacios diferentes, pero no me consta, es muy solitario’. ‘¡Qué raro! Bueno, de todas formas no le pierdas de vista’.
          Ambos, aunque preocupados, arrancaron la jornada cada uno en lo suyo. Ella cosía prendas de bebé y cuando no tenía encargos hacía conservas de mermelada de tamarindo que vendía muy bien. Aquella mañana, por unas cosas u otras, estropeó los ingredientes de preparación confundiendo el azúcar con la sal. Tampoco atinó a enhebrar la aguja de la máquina. El pequeño, que ya no lo era tanto, sentado frente a su madre, se recuperaba, echándole más cuento que realidad, de un esguince de tobillo. El esposo era peón de boca de pozo con jornadas intensas e interminables, cuya labor consistía en la limpieza general de las excavaciones para que los especialistas cualificados en manejar el costosísimo equipo no perdiesen tiempo con cosas insignificantes para ellos. ‘Hola. Me manda el jefe, ¿qué tengo que hacer?’. ‘Raspa la pintura adherida a las piezas de rotación y engrásalas. Date prisa’. Se ajustó el casco y los guantes para trepar por la estructura de hierro y manejó con habilidad las herramientas adecuadas. Enseguida llegaron dos personas más de refuerzo, hora y media después todo estaba listo. Así, un día con otro. Una tarde, a última hora, a punto de cambiarse de ropa, recogida la bolsa de la comida intacta y dispuesto a emprender el trayecto de media milla hasta el ferrocarril que lo llevaría de vuelta a casa, el encargado abrió la puerta y dijo: ‘¡Eh!, amigo, te esperan en la oficina’. ‘¿Para qué?’. ‘Y a mí qué me cuentas’. Temió que lo despidieran. ‘Señor Gray, soy el vigilante. Acompáñeme, por favor’. ‘Yo no he hecho nada, se lo juro, por favor, necesito este trabajo, llevamos pocos meses en Lovington y nos gusta, además mi hijo también trabaja aquí’. ‘Tranquilo, hombre, que nadie va a ponerle en la calle’. ‘¿Entonces qué pasa?’. ‘Venga con nosotros –dijo una mujer aun con el uniforme puesto–. Me llamo Madeleine J. Spencer, soy la ingeniera y en estos momentos la máxima responsable presente’. ‘Me están asustando’. ‘¡Vamos!’. Un jeep de la empresa con el logotipo en los costados los trasladó a una zona alejada, donde incalculables de torres de perforación perfilaban la línea del infinito, con sus brocas penetrando en el suelo continuamente. A la izquierda, accediendo por un terreno plagado de montículos de tierra, se hallaba el primer pozo que abrió la compañía y que, pese a seguir allí, estaba en desuso. ‘¿Ha habido algún accidente? –preguntó angustiado–. Mire que a mí la sangre me marea y no sé si voy a ser capaz de limpiarla, eh’. ‘Pare –indicaron al chófer–, iremos a pie’. Eso hicieron. Un grupo de unas diez personas rodeaban algo imposible de determinar a esa distancia. ‘Señor Gray –se dirigió a él un joven despeinado–, soy el abogado de la empresa y quiero trasladarle el sentir de todos nosotros por lo ocurrido’. ‘No entiendo’. Sacó un pañuelo del bolsillo trasero del mono y se secó la frente. ‘Le presento al jefe de emergencias’. ‘Oiga, me estoy alarmando mucho’. Tapado con una sábana térmica el cuerpo sin vida de Daunte Gray yacía tumbado en el suelo, con los brazos extendidos en paralelo al torso, las venas de las manos relajadas, una marca de soga en el cuello y en la comisura de la boca la sonrisa congelada. Vencido por la pena y al borde del delirio, sollozando arrodillado ante el hijo. Pasados unos minutos intervino el sheriff. ‘Comprendo que la situación es delicadísima para usted’. Por desgracia lo es’. ‘Mi obligación es informarle de que no hay implicadas terceras personas’. ‘¿Dónde lo han encontrado?’. ‘He sido yo, colgado de aquellos hierros –dijo un operario detrás de él–. Antes de irnos siempre lo superviso todo’. ‘Siento ahondar en la llaga pero: ¿reconoce que es su hijo?’. ‘Si’. ‘No obstante, tendrá que ir a reconocerlo al depósito de cadáveres. Es el procedimiento y no nos lo podemos saltar. Van a abrir una investigación, pónganoslo fácil’. Asintió. Entre dos hombres subieron al chico a la camilla, ajustaron las correas, lo introdujeron dentro de la ambulancia y conectaron la sirena para circular más deprisa. La esposa terminó de lavarse el pelo y cortar unas verduras, Nina Simone cantaba Feeling Good y ella hacía una segunda voz mientras llevaba el ritmo con los pies. Él apareció antes de tiempo, se apoyó en el marco de la puerta, la miró a los ojos, se fundieron en un abrazo y no hizo falta añadir más…
          ‘Mi hermana Beth peleó desde el principio para que su exmarido no obtuviera la custodia compartida –dijo Helen Wyner–, argumentando que él era alcohólico y que andaba metido en asuntos turbulentos. Por suerte el tribunal lo tuvo en cuenta y falló a su favor, estableciendo, según marca la ley, un régimen de visitas y vacaciones a lo que no se pudo negar’. ‘¿Con qué argumentos vino la policía por primera vez? ¿Qué sospechas manejaban? ¿Cómo es que ustedes no denunciaron la desaparición de la niña? –preguntó Rachell W. Rampell, del Reports Alabama Times–. Entienda que debemos aclararlo ya que el cuerpo de su sobrina lo hallaron dos semanas después’. ‘Cada vez que la tocaba con él era un suplicio para la niña, supimos que en ocasiones la encerraba en un cuarto hasta que, por agotamiento, dejaba de llorar’. ‘Continúe, por favor’. ‘Fueron los vecinos quienes pusieron a la policía sobre la pista extrañados de que la pequeña desapareciera de repente y observasen movimientos raros y fuertes golpes dentro de la casa’. ‘Por algo así nadie determina que se haya cometido un asesinato, ¿no cree?’. ‘Sin duda, pero al interrogarlos dijeron que la criatura gritaba constantemente que se quería ir con su mamá, sin embargo, de pronto, todo quedó en silencio y él fuera de control’. ‘Explíqueme lo siguiente: si al tipo lo detuvieron tratando de cruzar la frontera con Canadá por llevar el permiso de conducir caducado, ¿cómo asociaron ese hecho con la desaparición de la niña?’. ‘Cuando metieron el nombre en la base de datos saltaron varios delitos pendientes de sentencia y la prohibición de abandonar el país. Además, había restos biológicos en el maletero que enviaron al laboratorio para analizar’. ‘Sigo sin comprender qué les condujo a la niña y desde luego aquí’. La memoria de Helen Wyner recreó la escena de aquella fatídica jornada con su madre esperándolas en el jardín, atropellada en palabras, nerviosa e intuyendo que la desgracia planeaba por encima de sus cabezas. ‘No ha contestado a mi pregunta. Mire, nosotros somos un periódico local, con pocos medios y escasos recursos, pero creemos en el periodismo que se implica en las historias, que escarba, investiga, empatiza y publica lo más lejos posible del sensacionalismo. La vez que me vio junto a otros compañeros yo buscaba la parte humana del doloroso suceso, pero para conseguir eso hemos de ser muy escrupulosos con la información y comprender que un reportaje se fundamente a base de muchas cosas, sobre todo de que el resultado final sea capaz de despertar el interés del lector’. Helen tragó saliva, encendió un cigarrillo e indicó que conectase la grabadora. ‘Desde la muerte de la niña nadie volvió a usar aquel columpio –señaló hacia un árbol–, las inclemencias del tiempo han podrido la madera y los roedores mordisqueado las cuerdas’. ‘¿Vivían aquí?’. ‘Cuando se separaron, mamá las acogió’. ‘¿Y qué pasó aquel día’. ‘Beth y yo, cuando volvimos de Montgomery, fuimos a la oficina del entonces sheriff Landon, ya que ellos vinieron a buscarnos. Nos ofrecieron asiento, café y pastas. En otra habitación, quien después se identificó como inspector jefe discutía con alguien por teléfono. Nosotras estábamos desconcertadas –respiró profundamente, entornó los ojos y dijo: Oye, ¿te importa que lo dejemos para otro día, no me encuentro bien y está refrescando’. ‘Claro, sin problema. Veamos, el próximo jueves lo tengo libre’. ‘Hasta entonces, pues. ¿Cenamos en The taco mexican cantina?’. Perfecto’. ‘Fuera de este entorno estoy más cómoda’.
          Un abanico de gajos anaranjados con la pálida luz del atardecer caía sobre el solitario pueblo de Elberta, mientras el humo de las chimeneas particulares formaba columnas trepadoras y el aire se impregnaba del olor a panecillos recién horneados. En el canal de noticias CNN daban cuenta de diversos altercados en Texas, entre defensores de la derogación del aborto, armados con rifles de asalto y activistas, en su mayoría mujeres, que se manifestaban en contra del acelerado retroceso de ciertos derechos y libertades. Lejos de allí, cerca del límite con Tennessee, dentro de los fríos muros del psiquiátrico, en Hazel Breen, donde la autonomía de las personas dejó de pertenecerles, la doctora García, muy a su pesar, aumentó la dosis pautada de tranquilizantes a Beth Wyner después de sufrir un importante y agresivo empeoramiento. Aquellos pequeños ratos de consciencia en los que incluso realizó trabajos de restauración en el taller de manualidades, de repente se esfumaron como la espuma que arrastra el agua. Ahora es un ser inerte sin perspectiva, una memoria quieta, un corazón sin latido, un pasado sin presente... ‘¿Y dices que la situación es crítica? –preguntó el jefe del departamento–. ¿Has informado a los familiares?’. ‘Aún no’. ‘Pues deberías hacerlo, y es una orden’. ‘Deja que lo intente otra vez, la paciente merece una segunda oportunidad, hemos de ayudarla a sacar fuera todo su sufrimiento, perder a un hijo es horrible y a ella le ha pasado’. ‘Tienes dos semanas, pero consúltame antes de tomar ninguna decisión’. ‘Descuida’. ‘¿Has hecho la ronda de visitas?’. ‘Todavía no’. ‘Pues voy contigo’. Los más afectados no interactuaban con los demás, apenas una ligera reacción en las pupilas bastaba para comprobar que seguían vivos, algunos tenían en las paredes fotografías de gente que ya les eran ajenos, dibujos de los nietos por el Día de Acción de Gracias donde ponía que los echaban de menos y postales de cumpleaños sin invitados. ‘¿Cómo te sientes hoy, querida? –la doctora García a Beth quien, inmóvil en la cama ni parpadeó–. Me gustaría aflojar las correas un poco y ver cómo reacciona –dijo al colega que ladeaba la cabeza de un lado a otro–, sería una manera de ganarme su confianza’. ‘Ni hablar. ¿Acaso has olvidado que tenemos  a una enfermera con el labio partido por su culpa?’. ‘No, por supuesto que no, pero estos métodos destruyen la escasa dignidad que les queda. Manejamos un material muy sensible, son seres humanos y no prisioneros de guerra a ejecutar en videojuegos virtuales’. ‘Aclaremos una cosa: a partir de ahora todo lo que pase bajo tu responsabilidad’. ‘Lo asumo’. Cada mañana un psicoanalista en prácticas trabajaba con ella la parte emocional, a pesar de que la residente no mostraba ningún cambio. ‘Está metida en un bucle del que no quiere salir –expresó él–, por mucho que nos empeñemos en lo contrario’. ‘¿Eso opinas, y ya está? –preguntó ella–. A lo mejor es que no nos esforzamos lo suficiente’. ‘No te ofendas, doctora, estás malgastando tus energías y los recursos que podría aprovechar otra persona, a esta mujer no le interesa la vida’. Frustrada, regresó a su despacho donde comenzó a redactar el informe que nunca habría querido hacer.
          Paul Cox, consejero escolar, y actual director en funciones, vivía una segunda juventud junto a su esposa tras superar ésta las secuelas del accidente de automóvil que casi se la lleva por delante. Sin embargo, la felicidad duraba hasta entrar en la escuela y lloverle los problemas, los desencuentros entre compañeros, las amenazas de padres vestidos de justicieros al más puro lejano oeste, las irregularidades administrativas, las llamadas a deshoras de electores que, a cambio de hacer campaña a su favor, prometían cosas que jamás cumplirían y, lo más grave casi de todo era que a diario chicos y chicas sacaban sus armas en clase. ‘Tienes que firmar estos papeles –avisaron en administración–, los están esperando’. ‘Aguardad un instante, por favor –respondió–. Acabo de llegar’. ‘Como quieras, pero vas tú y te las entiendes con el repartidor’. ‘Además –continuó–, primero he de saber qué es’. En las pocas semanas al frente del centro descubrió que Mitch Austin, anterior gerente, se llenó los bolsillos con fondos destinados para la educación de alumnos y alumnas, así como a través de donaciones, mercadillos solidarios y una ONG fantasma. Se lo contó a Zinerva Falzone y Coretta Sanders, ninguna pareció sorprendida en absoluto. ‘Si estás dispuesto a destaparlo –dijeron ambas–, nosotras estamos contigo’. ‘Primero se lo diré al Gobernador’. ‘No lo hagas –le aconsejaron–, apunta más alto’. Descolgó el teléfono, marcó una extensión interna y dijo: ‘Consígueme una cita con la congresista Evans’. ‘Estás loco de remate, tío’.


20.
Taraji Evans, del Partido Demócrata, congresista por el condado de Baldwin, en el estado de Alabama, era de origen afroamericano. Octava de nueve hermanos, todos varones, descendientes de campesinos en las plantaciones de algodón, estaba acostumbrada a luchar duro contra la corriente de una sociedad cada vez más hostil. Con veinte años, y a raíz de participar en una huelga de estudiantes en el campus, tras el asesinato de un compañero por llevar dibujado el símbolo de la paz en la camiseta, se le despertó el activismo y siguió los pasos de algunos defensores de los derechos civiles, hombres y mujeres que, impulsados por el legado del reverendo Martin Luther King, y la educadora Septima Clark, recorrían el país transmitiendo el mensaje de que, con esfuerzo, la igualdad en el mundo se podría conseguir. En una cena benéfica a la que asistió cumpliendo el protocolo, conoció a diversas personalidades de las más altas esferas: banqueros, abogados, empresarios, magnates, intermediarios, especuladores…, gente con mucho poder que nada tenían en común con el ciudadano de a pie. Por esa razón fue allí donde oyendo tanto discurso vacío de contenido, en la cuna de aquel ambiente relleno de superficialidad y tan distinto al suyo, determinó que, para mejorar la calidad de vida de las personas más vulnerables, era fundamental dedicarse a la política y cumplir el principal de los compromisos: trabajar para el conjunto total de los ciudadanos y las ciudadanas. Reunió a un grupo de expertos y expertas bastante cualificados para preparar la candidatura, obtener apoyos suficientes y culminar en el Capitolio llevando un equipaje cargado de reivindicaciones. Así fue como, en febrero de 2009, recién nombrado Presidente Barack Obama, con una temperatura en Washington muy por debajo de cero y la emoción agarrada a la boca del estómago, caminó por Pennsylvania Avenue hasta una de las entradas. Durante los años siguientes, pagando un altísimo coste emocional que se llevó por delante la única relación conocida hasta ahora, no ha habido ni un solo día que no lo haya dedicado a su empleo público, atendiendo a los compatriotas y dejando en un muy buen lugar a cuantos confiaron en sus propuestas, convirtiéndola en alguien importante y muy querida, esa voz de muchos y muchas que, por miedo, amenazas o timidez nunca se han atrevían a abrir la boca.
          El despacho donde la congresista Evans atendía votantes estaba ubicado dentro de las oficinas de la sede del condado de Baldwin, en la ciudad de Bay Minette. El brillo de su piel negra perfectamente hidratada, de aspecto saludable, mirada limpia, actitud cercana e infinita amabilidad, precedían a un ser humano de gran calidad y muy interesante. Paul Cox llegó puntual a la cita, tocó en la puerta con los nudillos y esperó respuesta del otro lado. ‘Entre, por favor, no se quede ahí –dijo ella–. Perdone el desorden, están pintado y fíjese cómo lo han dejado todo’. ‘No se preocupe, lo entiendo. Gracias por recibirme’. ‘Es mi deber. ¿Le importa que almuerce? –sacó un sándwich de pollo en pan Graham, rico en fibra, con hojas de lechuga y mahonesa cayendo en cascada por los bordes–. Después tengo una reunión con cooperativas para el suministro del agua y no tendré tiempo’. ‘Claro. Adelante. Faltaría más’. ‘¿Quiere?’. ‘No, ya comí’. ‘Cuénteme’. El consejero escolar y actual director en funciones narró detalladamente irregularidades administrativas descubiertas nada más ponerse al mando de la escuela, chantaje emocional con llamadas a deshoras de otros electores, desvío de dinero del anterior gerente a sus cuentas personales y, lo más preocupante: el aumento de alumnos y alumnas que acudían a clase llevando armas. ‘¿Tiene pruebas?’. ‘Por supuesto –puso sobre la mesa una carpeta–, de lo contrario no habría venido’. ‘Referente a la primera cuestión que plantea, con estos documentos –levantó un puñado de hojas– será fácil emprender las diligencias oportunas. ¿Ha oído hablar de John Lewis?’. ‘Pues no, la verdad’. ‘Durante más de treinta años fue el representante del estado de Georgia. En 2016, tras la horrible masacre en una discoteca de Orlando con 49 muertos y 53 heridos, lideró una protesta con congresistas y senadores demócratas reclamando la regularización de la venta y uso de armas. Pero la segunda enmienda ampara el derecho que tiene todo ciudadano estadounidense a la autodefensa. Además, la ley federal especifica que con 18 años se puede adquirir una escopeta o rifle’. ‘Nuestros alumnos y alumnas son menores’. ‘En el mercado negro, un chico o chica por debajo de esa edad compra lo que le venga en gana o se lo proporciona la propia familia’. ‘Me habían dicho que usted era muy sensible respecto a determinados temas y que abanderaba iniciativas para conseguir una sociedad más segura donde nadie se sienta amenazado, pero imagino que interesa muy poco la violencia juvenil’. ‘No se confunda, señor Cox, para mí cuanto ocurre en el distrito es importante y si he dado la imagen de acomodada no se corresponde con mi forma de ser’. ‘Perdone, no he querido ofenderla’. ‘Y no lo ha hecho’. ‘Entonces, ¿hará algo?’. ‘De momento estudiar el caso y encontrar vías de solución, no se puede tomar decisiones a la ligera en asuntos tan serios, hay que contrastar los documentos que ha traído con las empresas distribuidoras, por lo que veo hay varias piezas que entran en juego: material deportivo, alimentación, transporte… Pero no se preocupe que no nos vamos a quedar quietos. En cuanto a lo otro que plantea ya nos gustaría que saliese adelante la ley presentada para restringir la asistencia a las aulas con armas blancas o de fuego, aunque mucho me temo que no verá la luz ya que hay mayoría conservadora en todos los ámbitos, a parte del papel fundamental que desempeña el lobby armamentista’. Sin embargo, ninguno de los dos podía sospechar que varios días después un individuo de veinte años se levantaría una mañana con el firme propósito de pasar a las páginas de historia más sangrientas de los Estados Unidos, como autor del tiroteo masivo en una escuela de primaria. Taraji Evans terminó de almorzar, despidió al hombre y cambió de registro para enfrentarse a la comunidad agrícola. Antes de ir a la sala contigua donde ya esperaban, anotó dos nombres en un pósit que dio a su equipo: Mitch Austin y exsheriff Landon.
          ‘¿Han llegado los resultados del laboratorio? –preguntó Anthony Cohen–. Metedles prisa, sin nada contundente no puedo retener mucho más a la mujer’. Betty Scott rebuscaba dentro de su bolso un pañuelo para sonarse la nariz. ‘¿Puedo irme? –dijo al agente del FBI cuando éste regresó–. Seguro que ha habido una confusión con mi esposo y habrá regresado a casa’. Lo cual no sería posible al estar prisionero por haber agredido a un superior hiriéndole gravemente. ‘Dígame dónde está su hijo y podrá marcharse’. ‘No lo sé, de verdad que no lo sé. Ya sabe cómo es la juventud hoy en día, no cuentan nada a los padres y van por libre’. ‘¿Le suena Irlanda? Hemos encontrado montones de cartas y postales’. ‘Claro, mi bisabuela era irlandesa y parte de la familia vive allí, a veces nos escribimos’. ‘Mucha casualidad, ¿no cree? Resulta que ninguna lleva remite ni firma’. Ella titubeó y perdió un poco los nervios. ‘¿Puedo ir al lavabo?’. Pero Anthony no la escuchó. ‘Pide una orden urgente para intervenir su teléfono e interceptar la correspondencia –dijo a uno de los policías que se puso con ello–. Vamos a soltarla. Sin embargo, antes de ponerla en la calle necesito que vosotras –se dirigió a dos de las compañeras–, la sigáis de cerca. Estad preparadas y esperad por los alrededores. Eso sí, no vayáis de uniforme –todos rieron–, tengo un presentimiento’. ‘A la orden, jefe’. Cuarenta y cinco minutos después volvió a la habitación. ‘Disculpe la espera, ya se puede ir –malhumorada lo hizo sin mediar palabra–, un coche la llevará hasta Foley’. La vio alejarse y sintió pena por ella porque llevaba todo el peso de la culpa sobre los hombros. Con un guante cogió el vaso donde había bebido agua, lo metió en una bolsa y lo mandó también al laboratorio para cotejar el ADN con los objetos sacados de la casa. Anthony Cohen ya tenía concedido el traslado a la academia de entrenamiento a agentes especiales del FBI, en la base del Cuerpo de Marines, en Quantico, Virginia, así que, ansiaba dejar encaminado lo más pronto posible este caso y cambiar a un modo de vida sin tantos sobresaltos. ‘Aquí los tienes –irrumpieron dos personas en el despacho–, acaban de llegar y no te va a gustar’. Las huellas de la pistola y la pornografía infantil eran suyas. Betty Scott lo había limpiado todo para borrar las de su hijo ignorando que alguna quedó. ‘¿Por qué lo dices?’. ‘En Alabama tenemos pena de muerte e Irlanda no lo va a extraditar precisamente por ese motivo’. ‘En realidad no está acusado de asesinato –dijo otro policía–. El marido de la maestra murió a consecuencia de la paliza recibida por más de una persona’. ‘Bueno, habrá que probar su grado de implicación –intervino Cohen–, puede que fuera el cerebro y quien eligiese a las víctimas, además del sucio asunto del material pornográfico. En fin, confiemos en que su madre nos lleve hasta él, creo que no tardará, la he estudiado de cerca y se ve acorralada’. ‘Señor –llamó alguien desde fuera–, el dispositivo de seguimiento está en marcha, las avispas van tras el paquete’. ‘¡Chico, tienes una forma de hablar que no me entero!’. ‘Coño, Anthony, pues que las agentes vigilan a la mujer’. ‘Lo tuyo es de nota, colega’. Le dio una palmadita en la espalda y cerró la puerta tras de sí. En la computadora abrió la carpeta donde tenía el expediente del marido de Coretta Sanders y volvió a repasarlo porque quizá se les escapara algún detalle, alguna conexión con el sospechoso huido.
          Minutos después de las 12 p.m. tras el almuerzo ligero en la escuela, Helen Wyner puso rumbo a su destino dejando atrás el pueblo de Elberta, ahora si cabe mucho más vacío desde que su madre se fue a Montana con el grupo de senderismo a visitar el Parque Nacional de los Glaciares. La Ruta Estatal 31 que atraviesa Alabama y sigue hacia el estado de Tennessee estaba colapsada a consecuencia de una caravana de camiones trailer en dirección norte. Hasta la ciudad de Kimberly no se movió del carril de la izquierda y, a pesar de los nervios internos removiéndola los jugos del estómago, durante las 283 millas disfrutó del azul intenso con un discreto estampado de diminutas nubes esparcidas por el cielo. Iba a tener el último encuentro profesional con la periodista antes de la publicación del reportaje. Antes de coger el desvío a Jefferson St aminoró la marcha y desde la ventanilla de la vieja camioneta saludó a los abuelos de Rachell W. Rampell quienes apostados en el mismo lugar de siempre, indicaban a los forasteros del peligro de adentrarse en el bosque por equivocación. Aunque The taco mexican cantina gozaba de una clientela fiel que acudía a diario, no interactuaban entre sí. Cada cual conservaba su espacio, el toque personal a los platos favoritos, la manía de usar el mismo vaso, la mesa reservada o el taburete en barra, así como la máquina de discos conectada, ya que, entrada la noche, cada comensal seleccionaba su canción favorita y los demás muy respetuosos escuchaban atentamente. ‘¿Estás preparada? –preguntó Rachell mientras colocaba la grabadora cerca de Helen–. ¿Quieres otro tequila?’. ‘De momento no me apetece beber más. Empecemos’. ‘Muy bien. ¿Recuerdas dónde lo dejamos?’. ‘Refréscame la memoria’. ‘Volvíais con Beth de Montgomery de recoger materiales para restaurar muebles y tu madre os dijo que la policía estuvo buscándola allí, así que la acompañaste a la oficina del sheriff’. ‘Mi sobrina era una niña alegre y, por consiguiente, eso mismo nos trajo a nosotras: la dicha de ver crecer a un ser inocente. En las noches de verano se tumbaba conmigo a mirar las estrellas en el jardín. ¿Esa cuál es? ¿Y aquella otra? ¿Cómo han llegado hasta ahí? ¿Por dónde subieron?, preguntaba a carcajadas para que yo dudara y acabase haciéndola cosquillas. Pero también, a su manera, cambiaba de registro y manifestaba la tristeza de pertenecer a una familia desestructurada, el miedo que se apoderaba de ella cada vez que venía el padre y lo agresiva que regresaba después. No lo supimos ver y pasó lo que pasó –tomo aliento, se miró las palmas de las manos y continuó–. He traído el dibujo del que te hablé, es muy significativo. Fíjate bien, esto de aquí –señaló una esquina del papel– es un monstruo que la va persiguiendo y está calvo, como lo estaba su papá’. ‘Helen, sabes que mi periódico y yo no queremos entrar en detalles escabrosos ni sensacionalistas, pero necesitamos adentrarnos en las entrañas de lo que ocurrió’. ‘A pesar de la distancia entre vecinos su testimonio versó en que los gritos de la niña se oían en un amplio perímetro a la redonda, ya que para largarse de fiesta con sus amigos moteros la encerraba en un cuarto oscuro – en el juicio él lo corroboró–, aquella vez cesó el llanto haciéndola tomar un zumo cargado de tranquilizante. De madrugada, poco antes de aclarar el día, regresó bastante borracho, aunque no lo suficiente como para intuir que algo iba mal. Abrió el candado y la puerta, se acercó hasta el camastro donde la acostó y se aseguró de que respiraba. Con mucha frialdad la sacó envuelta en una manta y la tendió en la parte trasera del coche creyendo que había muerto. Arrancó con violencia y desapareció’. ‘¿Quieres descansar un poco?’. ‘No, prefiero terminar’. ‘De acuerdo. ¿Qué certificaron en la autopsia?’. ‘Hipotermia’. ‘¿Y tú te lo crees?’. ‘Lo que yo piense no es relevante’. ‘¿Falleció tras abandonarla detrás de unos matorrales?’. ‘Exacto, simplemente con haberla llevado al hospital ahora estaría viva’. ‘¿Y la sustancia qué era?’. ‘Una mezcla indeterminada de varias drogas’. ‘¿Qué ponía en las cartas que os mandaba desde la cárcel?’. ‘Nunca las leí’. ‘¿Por qué?’. ‘Oye, ¿acaso me culpas de no haber sido más comprensiva?’. ‘Jamás cuestionaría tal cosa’. ‘Mi hermana Beth espera la muerte recluida en una clínica psiquiátrica y ya no nos reconoce, ¿es ese un motivo suficiente? Durante el juicio un contacto suyo muy estrecho, declaró que el acusado se jactaba de no haber auxiliado a la pequeña por vengarse de su exmujer. Ella sufría una de sus crisis y no estuvo presente, a pesar de que el abogado defensor uso todo tipo de trucos, la mayoría bastante sucios, para llamarla al estrado’. ‘Tremendo. ¿Cómo cuáles?’. ‘Pues que tenía desatendida a la niña, que era una fulana arruinada viviendo de prestado en casa de nuestra madre, que se inventaba los problemas psiquiátricos para dar pena. Cosas así’. ‘Pero no fue, ¿verdad?’. ‘El magistrado pidió asesoramiento médico y su historial clínico, desestimó la asistencia reforzada con el caso de –buscó el dato en sus notas– Diana F. Gary contra el estado de Pennsylvania, cuya presencia en Sala no tuvo lugar al estar convaleciente de un trasplante de hígado’. ‘¿Qué pretendes conseguir con el reportaje?’. ‘No lo sé. Tal vez que este testimonio ayude a otras personas a salvar la vida de sus hijas e hijos antes de que sea tarde. Los niños y niñas expresan mucho, pero los adultos seguimos sin enterarnos’.
          Rachel W. Rampell, del Reports Alabama Times, trabajó durante toda la noche, tenía la historia estructurada en la cabeza, las palabras de Helen frescas en la memoria y mucha rabia por dentro. Veinticinco folios fueron el resultado final. Le dolían las cervicales, necesitaba una ducha urgente y dormir un rato. Cuando la impresora escupió la última hoja, las sujetó con un clip, bajó las persianas, cerró los ojos y se dejó llevar…


21.
La familia de Daunte Gray se llevaron el cuerpo del muchacho al estado de Mississippi, a enterrarlo junto a los abuelos en el cementerio afroamericano Odd Fellows, ubicado en la ciudad de Starkville, donde descansan también antepasados caídos en la Guerra de Secesión, en Vietnam y muchos otros a consecuencia de los latigazos que recibieron en las plantaciones de algodón durante la esclavitud. Detrás del féretro llevado a hombros por el maestro que le daba clases de piano y que se desplazó hasta allí con algunos de sus alumnos y alumnas, iban los padres y hermano con paso tembloroso, cogidos del brazo, rotos de dolor y acompañados por un centenar de allegados entonando cantos espirituales. Caminando de un lado a otro esperaba el reverendo recién venido de Iowa, ya que el pequeño pueblo donde ejercía se había quedado sin gente. Preparó un hermoso sermón, quería causar buena impresión y, a pesar de no haberle conocido hizo una radiografía del muchacho próxima a la realidad, destacando sus valores como persona íntegra, comprometida con los suyos y educada en principios fundamentales que todo ser humano ha de tener. Un conjunto de sencillas palabras interrumpidas a menudo por los aleluyas de los presentes. ‘¿Qué planes tenéis? –preguntó el primo que abrió su casa para el postsepelio–. Podéis quedaros con nosotros el tiempo que necesitéis, nos arreglaremos’. ‘Todavía no hemos decidido nada –respondió la madre de Daunte con un nudo en la garganta emocionada por la hospitalidad–, llevábamos tan poco en Nuevo México que…’. ‘Como veis somos una comunidad humilde –cortó la cuñada– dispuesta a acoger a los nuestros’. ‘Nos protegemos unos a otros –intervino una mujer a la que le quedaba grande el sombrero elegido para la ocasión– y los niños y niñas crecen en libertad aprendiendo a no tenerle miedo al blanco’. Prolongada la reunión hasta bien entrada la noche, cuando sólo quedaban los más íntimos, el padre confesó que sería incapaz de volver a trabajar en el mismo lugar donde encontraron a su hijo colgado de una torre de perforación. Las semanas posteriores fueron decisivas, debían levantar los cimientos del hogar por los tres miembros que quedaban sin olvidarse del que ya no volvería. Se quedaron allí y meses después, en la mitad del garaje cedido por un vecino, fundaron la Asociación Daunte Gray para la Defensa del Afroamericano, iniciativa que ampliarían a más Estados y cuyo proyecto se convirtió en el motor de sus vidas.
          ‘El pájaro ha salido del nido –dijo el policía arqueando la ceja–. ¿Intervenimos?’. ‘¿Ya estamos con los mensajitos en clave? –protestó Anthony Cohen–, ¿es que no puedes hablar claro, coño?’. ‘¡Ay!, de verdad, cómo eres –mostró enfado–. Desde luego que tú como espía te lucirías, colega. Pues que Betty Scott ha retirado del banco una importante cantidad de pasta’. ‘Dile al grupo de seguimiento que no la pierdan de vista y si hay novedades, dímelo. Voy a seguir visualizando imágenes, a ver si sacamos algo en claro’. ‘Descuida’. ‘Por cierto, ¿cómo han sabido lo del dinero?’. ‘Nos lo ha soplado una de nuestras fuentes. Ya sabes que hay que tener amigos hasta en el infierno’. Frente a la casa de Coretta Sanders, por circunstancias que no vienen a cuento, había instaladas cámaras de seguridad y se grabó la paliza que recibió su esposo y a los autores. Con el equipaje listo para incorporarse en dos semanas a la academia de entrenamiento de nuevos agentes en la Base del Cuerpo de Marines, en Quantico, Virginia, nada le gustaría más que dar por cerrado ese caso antes de dejar el puesto que ocupaba actualmente y no para colgarse una medalla, sino porque su manera de entender el FBI, al servicio del ciudadano, se fundamentaba, entre otros matices, en proteger al diferente. Llevaba vistas varias cintas sin éxito y pensó salir a tomar un café para despejarse. Se quitó la gafa, cogió la placa, la pistola, algunos dólares que siempre tenía sueltos en el cajón y, cuando iba a pausar la reproducción de vídeo, ¡bingo! ¡Ya os tengo, cabrones!, soltó para sus adentros, pero se quedó bloqueado al congelar la pantalla. ‘Jefe, la mujer ha salido del banco –gritaron y él abrió la puerta saliendo como un huracán–y va en taxi rumbo a Birmingham’. ‘Que la sigan y si por casualidad va hacia el aeropuerto que la detengan con la excusa de que ha de volver aquí a contestar más preguntas’. ‘Ahora mismo lo comunico’. ‘Venid al despacho, quiero que veáis algo y llamad a la central necesitamos a un superior –echó la película un poco atrás y la puso en marcha–. Atentos’. Además de los planos de los agresores, a cara descubierta, y de cómo el anciano envuelto en pánico trató de defenderse dando puñetazos al vacío, había también otras secuencias con fecha posterior de cuando quemaron las cruces en el jardín de la maestra, ahí aparece un coche aparcado en el que Betty Scott y su marido esperan al hijo hasta que éste se mete dentro. ‘Podemos acusarla de complicidad –aseguró eufórica una agente–. ¿A qué esperamos?’. ‘No tan deprisa, compañera. No lo son al no participar en la acción, tampoco por encubrir ya que como padres están excusados, lo único que no podrán negar es que eran conocedores del acto racista y vandálico. Poneos con la cinta a ver si damos con el nombre de los delincuentes’. ‘¿Delincuentes? –saltó otro agente indignado–, más bien asesinos’. Muy lejos de allí, en el corazón de Irlanda, un chico problemático, de lenguaje agresivo, instintos de matón y huido de los Estados Unidos con la ayuda de sus progenitores, participó en una violación grupal ocurrida en un escenario lejos del núcleo urbano.
          El juicio celebrado en el Palacio de Justicia de Montgomery, contra el antiguo director de la escuela, el conductor de la camioneta donde la introdujeron y el experto en campañas electorales, acusados de violar a una adolescente, se llevó a cabo mucho más pronto de lo previsto y concluyó con una condena para cada uno de ellos tan larga que se pasarán en el Centro Correccional de Elmore el resto de sus vidas. Respecto al secuestrador de alumnos y alumnas, al tener un delito de sangre, permanecerá ahí hasta que sea ejecutado. El exsheriff Landon, como representante de la ley cuyo ejemplo por mantener el orden fue nefasto, viéndose involucrado en la mayoría de las reyertas, haciendo la vista gorda o participando en ellas directamente, y aún a la espera de la resolución de otras causas pendientes, va a pasar, de momento, veinte años a la sombra. De vuelta a la cárcel siguieron trabajando en la lavandería, y aprovechándose de los reclusos a los que le vendían a precio de oro las gangas que conseguían. Para Mitch Austin, finalizada la investigación de los delitos fiscales que se le imputaban, sucedidos durante el periodo de tiempo que estuvo de gerente en la escuela, así como otros de tinte racista y xenófobo, le cayeron tantos años que no verá crecer a sus nietos. ‘¿Puedo hablar con el director de la escuela?’. ‘Está reunido –dijo la operadora desde la centralita con voz de aburrimiento–. Dígame su nombre, motivo de la llamada y teléfono de contacto’. ‘Quizá le interesaría saber que soy de la oficina de Taraji Evans’. ‘Hubiese empezado por ahí. No se retire, por favor’. Paul Cox dejó lo que estaba haciendo y atendió la llamada. Previo saludo de cortesía sucedió lo siguiente: ‘Un segundo que compruebo la agenda –dijo todo nervioso– y confirmo si puedo ir’. ‘Claro. Ella estará fuera por un tiempo indefinido, de no ser posible hoy habrá que posponerlo’. ‘No será necesario, salgo ahora mismo. Gracias por avisar’. ‘Entonces, se lo comunicaré de inmediato’. Rumbo a Bay Minette donde se encontrarían dejó que el olor a pinos que abraza esa parte del condado inundara el interior del coche. La incertidumbre de no saber el porqué de la cita le inquietaba, pero se esforzó para estar pendiente de la carretera, aunque conocía muy bien la zona ya que no lejos de allí navegaba en canoa los fines de semana con su esposa por el Delta del río Tensaw. Taraji Evans discutía acalorada con uno de los ayudantes, pero en cuanto le vio cambió de registro. ‘¿Qué tal, congresista?’. ‘Perdón por sacarle de su hábitat. No obstante, serán unos minutos’. ‘No tiene importancia y vengo sin prisa’. ‘Lo primero de todo le devuelvo la carpeta con los papeles que trajo en su anterior visita –se la dio a Paul–. Como sabrá, el juicio contra Mitch Austin, anterior director, ya se resolvió. Contrastamos la documentación y, efectivamente, está imputado de desfalco en material deportivo que nunca compró, fraude en los menús escolares, aportaciones económicas para mejorar las instalaciones que jamás se hicieron, y podría seguir. De no haber sido por usted este tipo siquiera habría entrado en prisión y continuaría desviando dinero a sus cuentas a costa del contribuyente’. ‘Pues no sabe cuánto me alegro –afirmó emocionado–. La verdad es que estábamos extrañados de lo rápido que ha ido’. ‘Bueno, digamos que cuando nos ponemos a trabajar en serio las cosas salen adelante –soltó ella irónica–. Deje que le haga una pregunta, Paul’. ‘Las que quiera’. ‘¿Quién es el hombre que pasará al corredor de la muerte?’. ‘Un joven muy conflictivo que participó en la violación de su propia hermana y nos tuvo en jaque hace poco secuestrando en el gimnasio a algunos alumnos y alumnas. Disparó a nuestro jefe de mantenimiento, Isaías Sullivan, que murió en el hospital’. ‘Tremendo’. ‘Supongo que lo otro que le plantee…’. ‘Es muy complicado –cortó ella–. Intentamos que se modifique la Segunda Enmienda, pero sin apoyos es casi imposible. Fíjese, un senador por Texas dice que los demócratas tratan de desarmar a los estadounidenses intentando prohibir el fusil AR-15 utilizado en la mayoría de los tiroteos en las escuelas, a la vez que otras voces republicanas sostienen la idea de que los maestros deben llevar armas y cerrar las puertas traseras para que los estudiantes entren y salgan por la principal apostando ahí a policías armados. Como ve, no es fácil. Pero seguimos peleando, se lo debemos a la memoria de John Lewis que tanto luchó por regular su uso’. ‘Sí, ya me contó en nuestro anterior encuentro. Nosotros en clase vamos a estar muy alertas, aunque confieso que es difícil controlarlo’. ‘Cada mañana me desayuno consultando las estadísticas que van en aumento de niños y niñas asesinados, tiroteos masivos entre menores de edad, violencia juvenil desatada y puedo asegurarle que la cifra da pánico’. ‘En parte me siento culpable como educador’. Tal vez en un futuro no muy lejano despertemos en un mundo más tolerante y pacífico, quién sabe –concluyó con los ojos húmedos–. Señor Cox, ha sido un placer, quedo a su entera disposición, cuente conmigo para lo que sea’. ‘Lo tendré en cuenta. Y ahora, si me disculpa, no le robo más tiempo, me voy muy satisfecho, atreverme a esto ha servido al menos para acelerar la justicia’. ‘Bueno, no es así exactamente, digamos que en su calidad de compatriota hemos facilitado el trabajo a la fiscalía’. ‘Cuídese, congresista’. Se dieron un apretón de manos y reanudaron sus caminos. Esa sería la última vez que hablarían…
          Para el vecindario del pequeño pueblo donde están las instalaciones del periódico local Reports Alabama Times, que de repente se llenase de curiosos llegados de otras comarcas y equipos de televisión esparcidos por el espacio público, fue un acontecimiento que tardaría mucho en desvanecerse. Algunas cuadras más allá se encontraba el edificio de construcción simple donde a contrarreloj los redactores escribían sus artículos. Dentro de él, acodada en su mesa, Rachell W. Rampell hacía malabares con un bolígrafo entre los dedos. A la izquierda una pila de contratos millonarios para trabajar en los medios de comunicación más importantes del país, servían de sombra a una orquídea que se resistía a marchitar. ‘Enhorabuena, querida, vaya olfato que has tenido –se le acercó por detrás el compañero encargado de la sección de deportes y espectáculos–. Afuera tienes cuan buitres a la caza de su presa a los de la ABC, FOX, NBC, CNN… En fin, los reyes de la prensa listos para arrancarte las primeras declaraciones y conquistarte’. ‘Espero que cuando estés en tu nuevo y lujoso despacho con vistas a Manhattan no te olvides de nosotros –intervino el jefe–. Todavía te recuerdo de becaria y la seguridad que demostraste tener en ti misma. Siempre supe que llegarías lejos’. ‘Me estáis agobiando, coño –contestó ella–. Dejad que lo asimile, aún formo parte de esta empresa y ya estáis dando por hecho que me voy. ¿Acaso deseáis perderme de vista?’. El reportaje había sido todo un éxito, enseguida se agotó la edición y tuvieron que hacer más tiradas. Los teléfonos no paraban de sonar, lo hizo el gobernador, el alcalde, personas anónimas cuyo testimonio merecía ser conocido por la opinión pública, y alguna que otra de mal gusto en plan de burla. Pero ella se concentró y apenas levantó la vista del teclado. Preparaba una crónica sobre la soledad de los ancianos en Estados Unidos, incrementada por la distancia que hay entre casas y sus consecuencias. Quería sacarlo a doble página y, para captar la realidad lo mejor posible, recorrería territorios casi despoblados de Alabama. ‘Es Helen –gritó alguien con el auricular en alto–. ¿Qué hago, te la paso?’. Asintió. ‘¿Cómo estás? –preguntó haciendo gala de la sensibilidad–. ¿Has visto la repercusión que ha tenido tu historia? Acabas de darle visibilidad a un tema tabú’. ‘El mérito es tuyo por cómo lo has abordado –respondió ella–. Estoy muy agradecida, no me equivoqué contigo. Ojalá que Beth fuera testigo del lugar en el que ha quedado su niña’. ‘¿Cómo está?’. ‘La doctora García ha tirado la toalla, la mente de mi hermana es irrecuperable, la mantienen sedada para que no se lastime’. ‘Lo siento muchísimo. Pásate un día de estos por The taco mexican cantina y charlamos tranquilamente’. ‘De acuerdo. Corre el rumor de que quizá fiches por The Washington Post’. ‘Habladurías, no hagas caso’. Rachell W. Rampell pertenecía a esa especie de periodista, no se sabe muy bien si en peligro de extinción, que prefiere ser redactora en la localidad donde consolidó los mimbres del oficio que tanto ama y llegar a lo humano de las historias sin importarle el sueldo precario que recibe, incluso sin fondos a veces para cubrir los desplazamientos, antes que dar el salto al vacío una vez pasada la fiebre de la popularidad. Suspiró, se recogió el pelo con un lápiz atravesado, buscó la mirada del director y… ‘¿Adónde vas?’. No contestó, aunque hizo que la siguieran. Al abrir la puerta los focos la deslumbraron y el batallón de micrófonos casi le cortaron la respiración. Se acercó hasta el borde de los escalones y dijo: ‘Compañeras, compañeros, gracias por estar ahí. Quiero deciros que me siento muy alagada. ¿Hay algo más gratificante que nos reconozcan el trabajo realizado? Al igual que yo, sabéis lo difícil de esta apasionante profesión, las piedras que encontramos en el camino, la censura que hemos de esquivar, los borradores que van directos a la papelera, el insomnio cuando las cosas no salen, la preocupación de haber dado una mala imagen. En definitiva, este ejercicio tan hermoso de contar lo que acontece en la vida y hacerlo con dignidad, humildad, sencillez y empatía. Fuera de estos muros –señaló la fachada– no tendría el mismo sentido para mí seguir ejerciendo y hacerlo con la misma libertad que hasta ahora. Por eso, aunque es muy tentador todo lo que me ha llegado, he decidido quedarme con los míos, porque si no lo hiciera perdería la esencia de lo que siempre quise ser: cronista de las cosas sencillas’.
          El taxi se detuvo en el aeropuerto. Betty Scott se bajó con un bolso de mano. En el hall, dos agentes fueron a su encuentro. Ella trató de despistarlos equivocándose de puerta a propósito, pero ellos la abordaron. ‘¡Cómo se atreven! Soy una ciudadana que no ha cometido ningún delito’. ‘No se sofoque, señora. Nosotros cumplimos órdenes y si el FBI nos dice que tiene que acompañarnos, porque así lo manda Anthony Cohen, al que ya conoce, la metemos a la fuerza en el coche patrulla si fuera necesario. ¿Le ha quedado claro?’. El contacto enviado por su hijo para recoger el dinero, la vio darse la vuelta custodiada por una mujer y un hombre con pinta de policías.


22.
La plantilla del Reports Alabama Times celebraron el éxito del reportaje sobre la violencia vicaria en una cantina de la ciudad de Kimberly, adonde iban a tomar copas finalizada la jornada. Antes de eso, Rachell W. Rampell pasó por casa de sus abuelos, querían felicitarla y saber de primera mano cuánto de verdad había en aquella tremenda historia, y cuánto de la magnífica escritora que llevaba dentro. Por eso pensó ir con Helen Wyner para que la conocieran. ‘Cariño –dijo la mujer– ¡estamos muy orgullosos de ti! Escribes con el corazón y llegarás muy lejos. ¡Ya te veo ganadora del Premio Pulitzer en periodismo!’. ‘¡Quieres dejar que entren de una vez! –gritó él desde el porche–. Siempre tienes que ser la primera, coño’. ‘No le hagáis caso, queridas, es un viejo cascarrabias que llama la atención en cuanto me descuido, pero está loquito por mis huesos’. ‘¡Ay, abuela!, no hay quien pueda con vosotros, ¡eh!’. Una jarra de limonada, cuatro vasos alrededor y un plato con pastas de mantequilla y nuez esperaban sobre la pequeña mesa de madera rústica. El hombre, sentado en la mecedora, sostenía en las piernas un álbum de fotos abierto por la mitad. ‘Mira –dijo a la invitada especial–, esta es de cuando se cayó del caballo. Y esta otra peleándose con sus primos en el lago empeñada en pilotar la barca –pasaba las hojas de cartón plastificado con absoluta devoción, como si viajar por los recuerdos trajeran el bienestar de una época mejor–. Aquí fue en la Feria del Ganado y Rodeo de Fort Worth, en Texas. Íbamos todos los años, lo pasábamos en grande. ¿Recuerdas la rabieta que cogiste porque querías montar un pura sangre y al no dejarte juraste no dirigirnos la palabra nunca más?’. ‘¡Joder, abuelo!, esas cosas no se cuentan ni se enseñan’. ‘¡Pero si estás la mar de graciosa!’. ‘¡Qué bobo eres! –intervino la esposa–. ¡Como le sigáis la corriente estamos perdidas, es un peliculero. ¿Os sirvo? –señalando al refresco–. Mi esposo estuvo toda la tarde de ayer eligiendo los limones, creí no tenerlo listo para ahora –rieron–. Está recién hecha’. ‘No lo llene, por favor. Así es suficiente, muchas gracias’. ‘No las merece, hija’. Helen Wyner hablaba de su sobrina con ternura narrando la emoción que sintieron la primera vez que Beth la trajo del hospital, y cómo, día a día, asistiendo al maravilloso espectáculo de verla crecer, llenó sus vidas de indescriptible ilusión. Su memoria recuperaba episodios sueltos como aquella herida que se hizo en la rodilla y que agotada de tanto llanto aseguraba, con media lengua, que por ahí saldrían gusanos. Los tres la miraron conmovidos, mantuvo unos segundos de silencio y… ‘Una mañana –continuó–, leyendo juntas su cuento favorito de la ardilla que emigró a las montañas porque huía de la camada de lobos que invadieron el pueblo, de repente dijo que mamá y papá no se acariciaban. Aparté un poco del pelo que cubría su frente e idiota de mí no le di importancia’. ‘No te tortures, pequeña –intervino el hombre–, las personas no siempre percibimos las alarmas que manifiestan los otros’. Rachell W. Rampell dio por concluida la visita con la promesa de regresar pronto. ‘Esperad un momento –dijo la abuela–, tengo algo para vosotras’. Y volvió con dos tarros de mermelada de arándanos que ella misma envasaba. Ya en carretera, cada una por separado, dirigiéndose a sus respectivos destinos, guardaron en el corazón la velada con los ancianos, dos seres humanos convencidos de que la gente puede alcanzar espacios de felicidad con cosas sencillas.
          ‘¿Cree que por ser del FBI puede arrestar a la gente sin ton ni son? –dijo Betty Scott entrando cuan huracán en la sala de interrogatorios–. Sepa que voy a denunciarle’. ‘Señora, no está detenida –dijo Anthony Cohen acomodándose en la silla frente a ella– y espero que su comportamiento no me obligue a hacerlo. ¿Entendido? Tome asiento, voy a mostrarle una película muy interesante’. Desbloqueó el iPad y cliqueó sobre el archivo con un golpecito de dedo. ‘Me acojo a la Quinta Enmienda’. ‘No diga tonterías. Insisto, no la vamos a meter en el calabozo a no ser que nos dé motivos para hacerlo’. ‘Pues ya puede apagar ese cacharro –señaló amenazante al dispositivo– porque sin la presencia de un abogado no pienso ver absolutamente nada’. ‘¡Cállese de una vez, cojones! –exclamó de muy mal humor– y no me haga perder tiempo’. La imagen de su esposo y ella, a cámara lenta, esperando dentro del automóvil la llegada de su hijo quitándose la túnica blanca del Klan y diciendo “mirad que bien arden las cruces, lástima que no lo hagan también ellos”, la violentó todavía mucho más puesto que delataba su presencia el día del atentado en los alrededores de la casa de Coretta Sanders. ‘¿De qué se me acusa? Sabe perfectamente que no hemos participado en ninguna acción’. ‘Está muy bien informada, ¡eh! ¿Pero qué me dice de la parte moral? ¿Y su conciencia? ¿Puede dormir por las noches? ¿Qué siente teniendo delante a la compañera que acaba de enterrar al marido que no pudo superar la paliza salvaje que le propinaron?’. ‘No sé de qué me habla’. ‘Claro que sí’. ‘Quiero un vaso de agua’. ‘Cuando terminemos podrá beber’. ‘Es usted un dictador’. ‘¿Su chaval sigue en Irlanda?’. ‘No, nunca ha ido. Está con unos amigos recorriendo Alabama’. ‘¿Para qué fue al aeropuerto?’. ‘A despedir a un familiar’. ‘¿Pensaba entregarle la importante cantidad de dinero retirada de su cuenta o quizá realizar usted un largo viaje?’. ‘A ver la orden judicial, no me  pueden investigar sin la autorización del juez’. ‘Aquí la tiene –sacó una hoja de la carpeta–. Entonces, ¿qué va a hacer con la plata?’. ‘Eso a usted no le importa’. ‘Tiene razón, pero al tribunal sí, y es mejor que antes nos lo cuente a nosotros’. ‘Una obra de caridad’. ‘¡Hostia! ¡Pues sí que se ha levantado generosa! Volviendo a lo de antes, ¿reconoce que son ustedes los que están contemplando el destrozo que sufrió el jardín de los Sanders?’. ‘No diré nada sin la presencia de un abogado’. ‘¿Era su chico el cabecilla del grupo?’. ‘No contestaré’. ‘Señora Scott, cuando se cruza con Coretta ¿no se le revuelven las tripas y necesita pedirla perdón en nombre de los suyos?’. Anthony Cohen había encontrado la clave para provocarla, los ojos de la mujer, echando fuego, lo corroboraban. Desvió la vista hacia el espejo espía, donde estaban los agentes del otro lado, y asintió con la cabeza, esa era la señal para que grabaran la conversación y poderla usar, quizá, como prueba, dado el caso. ‘Oiga, ¿pero usted con quien está? –soltó ella–. Esa gente es negra y no merece ocupar nuestras tierras ni tener los mismos privilegios y oportunidades que nosotros, comerse los cultivos y la carne de nuestras reses y dormir a pierna suelta con la tranquilidad de haber construido un futuro para sus descendientes a nuestra costa. Necesitan este tipo de escarmientos para bajarles los humos de la igualdad, son esclavos, inferiores, animales de carga, piezas de establo a destruir cuando ya no sirven. ¡Dios bendiga a América!’. Salió afuera descompuesto, como también lo estaban los compañeros que lo habían escuchado. ‘Llamemos a la oficina del fiscal del distrito –dijo una policía de color–. Tiene que haber alguna manera de vincular a esta mujer con los actos vandálicos y el racismo que la motiva. No debería quedar impune’. ‘No podemos –respondió el superior de la central que entraba en ese momento–. Esto no pasa de ser una opinión en el contexto de un interrogatorio policial. Nada más. Decidle alguien que se marche, no podemos retenerla porque sí. Ven conmigo, Anthony’. Entraron a uno de los despachos que estaba vacío. ‘Mira, no es justo y esta es la parte que más me apetece dejar atrás de nuestro trabajo’. ‘¿Estás decidido a entrenar a la nueva hornada de agentes?’. ‘Pues claro, muchacho. La Base del Cuerpo de Marines de Quantico me espera con los brazos abiertos, pero antes de ir a Virginia pienso disfrutar mis vacaciones interrumpidas y acudir a la cita pendiente en el Parque Estatal Lake Lurleen para pescar pargo rojo’. ‘¿Dónde queda?’. ‘En el condado de Tuscoloosa, así que no se te ocurra llamarme. ¿De acuerdo?’. ‘Te echaré de menos’. ‘No te creo’. ‘Sabes que sí’. ‘Cuídate, amigo’. Antes de desaparecer de allí para siempre, abrazó a los compañeros y compañeras, echó un último vistazo a las dependencias e inició una nueva etapa que desembocaría en una temprana jubilación.
          Antes que regresar a su casa en el coche patrulla, Betty Scott prefirió viajar desde Birmingham hasta Foley en autobús, trayecto que haría dormida para no cruzar la mirada con ningún viajero y bajarse en la parada anterior a su domicilio. Era de noche y ya no quedaba nadie por el vecindario, aceleró el paso y, enseguida llegó a su terreno. Una vez dentro, respiró hondo, dejó los zapatos sobre la alfombra y descalza recorrió las habitaciones comprobando que las persianas estuviesen bajadas y las cortinas corridas. Subió a la planta de arriba, movió unas cajas del armario y sacó de su escondite un celular con tarjeta de prepago imposible de rastrear. Marcó el número que tenía memorizado y, tras el quinto tono, la voz de su hijo contestó al otro lado del continente. ‘¿Seguiste mis instrucciones?’. ‘No pude, cariño. La policía me siguió hasta el aeropuerto y fue imposible darle el dinero a tu amigo’. ‘¿Sabes? Eres una vieja inútil y estúpida que para una cosa facilísima que te pido eres incapaz de hacerla’. ‘No ha sido mía la culpa, ya te lo he dicho’. ‘Ya te lo he dicho, ya te lo he dicho –imitó el lloriqueo en las palabras de la madre–. ¡Que se ponga papá! ¡Vamos!’. ‘Tampoco puede ser’. ‘¿Por qué?’. ‘Esta arrestado en el cuartel’. ‘¿Y sabes los motivos?’. ‘No me los han dicho’. ‘¿Lo has preguntado?’. ‘No, estoy muy aturdida con todo lo que ha pasado’. ‘Pues estamos apañados, otro que tal baila. ¡Vaya par de torpes que me han tocado’. ‘No hables así, eres lo más importante que tenemos. Todo lo hemos hecho por ti, incluso aquello que no aprobábamos’. ‘¡Cállate! Y no vuelvas a llamar hasta que no te lo diga. ¿Entendido?’. ‘Sí. ¿Por qué no vuelves? Las pruebas que tienen contra ti son tan flojas que no podrían extraditarte en el caso de que lo intentasen’. ‘Definitivamente, eres tonta de remate’. Cortó la comunicación y asumió que nunca más vería la plata que por herencia le correspondería ya que hacérsela llegar era destapar su paradero. Tal y como él ordenó, ella rompió el móvil y destruyó la tarje SIM en la chimenea. Buscó la botella de Brandy que guardaban para las grandes ocasiones, tomó un buen trago, cenó algo ligero y se metió en la cama porque al día siguiente tendría una jornada intensa de trabajo, acababa el curso escolar y daban un almuerzo especial a los alumnos y alumnas con sus maestros y maestras. Mientras dormía exenta de remordimientos y convencida de haber hecho siempre lo correcto, en la celda donde estaba su esposo en condiciones bastante insalubres, el preso que compartía espacio con él, tendido en el otro camastro, arañaba con la uña del dedo meñique la esquina de la pared.
          Una semana después de que la madre de Helen Wyner se fuera a Montana para recorrer con el grupo de senderismo con el que salía habitualmente, el Parque Nacional de los Glaciares, desapareció sin más del Many Glacier Hotel donde se hospedaban siendo vista por última vez a la hora del desayuno. El día anterior, según contaron quienes la acompañaban, estuvo hablando con un hombre en el Park Café. El responsable de la excursión no lo denunció tras comprobar que ella misma había pagado la cuenta de la estancia hasta ese momento, deduciendo, por tanto, que la ausencia fue voluntaria. Quizá volvió a Alabama o puede que hiciera por su cuenta la ruta hasta la frontera con Canadá. Esto tampoco supuso para Helen ninguna alarma ya que la cobertura allí era tan mala que no hablaban hacía tiempo. Sin embargo, todo saltó por los aires cuando días antes de la fecha de llegada apareció del brazo de un tipo astuto con percha de dandi. ‘Hola, mamá. ¿No volvías el fin de semana?’. ‘Hola, cariño. ¡Yo también me alegro de verte –rio nerviosa–. Sí, bueno, pero nos hemos adelantado’. ‘¿Ha pasado algo?’. ‘En realidad algo maravilloso’. ‘Pues tú dirás –dijo, vislumbrando el despertar de una tormenta–. ¿No nos presentas?’. Unos minutos de silencio que para la mujer fueron angustiosos, los rompió el timbre del teléfono. Era la doctora García avisando del empeoramiento de Beth y citándolas en el despacho a la mayor brevedad posible para decidir si la sedaban completamente liberándola así del sufrimiento. Se citaron al día siguiente. ‘Hija –empezó así la explicación–, te presento a mi marido, nos hemos casado en Las Vegas. Ha sido un flechazo a primera vista y me gustaría que te alegrases por mí porque soy realmente feliz’. ‘Uf, no me lo esperaba. Perdóneme –se dirigió al tipo que contemplaba la escena algo distante–, no es nada personal, pero comprenderá que me ha cogido por sorpresa y, la verdad, no sé qué decir’. ‘Pues que te alegras –interrumpió la mujer–. Oye, vimos por televisión el éxito del reportaje. Estoy orgullosa de ti y tu hermana si pudiera también lo estaría’. Aún sin reaccionar, dejó a los recién casados que se instalasen, ya habría oportunidad de hablar las dos a solas.
          Desde el pueblo de Elberta donde Helen Wyner despertaba inquieta tras el notición de su madre, a la que trataría de no juzgar y sí comprender, hasta la ciudad de Bay Minette, sede del condado de Baldwin, pasando por Foley con Coretta Sanders empezando sus oraciones, Zinerva Falzone redactando el menú despedida de curso para aprobarlo en la Sala de Juntas, Betty Scott recogiéndose el pelo en un moño bajo y Paul Cox saliendo hacia la escuela pese a ser todavía las 5:00 a.m., el turbio azul del cielo presagiaba alguna catástrofe al despedir extraños capos de niebla que flotaban en el aire tan sólo unos segundos, evaporándose inmediatamente después. A mucha distancia de allí, en Ecorse, Michigan, un joven de veintidós años se levantó de la cama con una idea estructurada en la cabeza. Cogió su rifle de asalto, pistola automática, municiones, pasamontañas, chaleco multibolsillos, tienda de campaña, alimentos en conserva para varios días, café, galletas, cerillas… Lo cargó todo en la parte trasera de la camioneta e inició una ruta de más de 800 millas hasta la capital de Alabama. Montgomery se vestía de fiesta para recibir el evento del Partido Demócrata que tendría lugar en un rancho de las afueras. Taraji Evans, aclamada mayoritariamente por mujeres progresistas, intervendría con un discurso esperanzador, lleno de guiños hacia el diferente. Fiel a sus principios rechazó también el coche oficial por el suyo propio para ir junto a sus colaboradores más cercanos. Lo tenían todo cronometrado al milímetro, nada quedaba a la improvisación, excepto…


23 
Por una de esas casualidades que a veces ocurren una sola vez en la vida, Rachell W. Rampell estaba en Montgomery de visita privada. No obstante, coincidiendo con la celebración del Congreso Anual del Partido Demócrata de los Estados del Sur, en un rancho de las afueras, el Reports Alabama Times, su periódico, la envió a cubrir la noticia a pesar de haber manifestado que necesitaba esos días de descanso para poner sus ideas en claro. Sin embargo, aceptó pensando que sería algo muy rápido, unas cuantas fotos y el artículo de opinión que enviaría por correo electrónico, y en el que destacaría, con frases bien construidas, la lista de personalidades y sus típicas alabanzas hipócritas que hacen girar la rueda de la envidia. Pero lo que nunca podría haber imaginado es que asistiría en directo al sangriento atentado que tuvo lugar allí. Hora y media antes del inicio recogió la acreditación y tomó posición en un punto estratégico desde donde el campo de visión era amplísimo. Tenía un sexto sentido para elegirlos. La gente llegó poco a poco, primero las autoridades con sus guardaespaldas descendiendo de las limusinas, a continuación los invitados y por último, hombres y mujeres encargados de abrir y cerrar el acto. ‘Parece que ya están todos –dijo el reportero The New Yorker–. ¡Empieza la fiesta, colegas!’. ‘¡Qué va! –dijo otra persona–, siguen entrando automóviles. ¿No los ves?’. ‘Mirad allí –señaló un reportero gráfico–, parece que hay alguien escondido. ¿Veis eso brillante?’. ‘Anda, no seas paranoico –dijeron al fondo–, es el viento que mueve los arbustos’. Cuando el último automóvil de la fila aparcó a cincuenta pies de ellos y la congresista Taraji Evans, por el condado de Baldwin, se bajó de él con su equipo, una ráfaga de balas enmudeció las risas. Quien pudo corrió a refugiarse detrás de los salpicaderos, bajo las ruedas, abrazados a los árboles o simplemente tirados en el suelo. Tres camareras, dos cocineros y un chófer perdieron la vida, como también cinco periodistas y un cámara de televisión. Rachell W. Rampell palpó cada zona de su cuerpo para comprobar si estaba entera y, salvo una pequeña herida en el codo tras golpearse al caer, conservaba cada extremidad. Se incorporó y recuperado el equilibrio, un cuadro dantesco colisionó contra su mirada. No tuvo más remedio que buscar un teléfono público y dictar la crónica porque después del tiroteo activaron el protocolo de los inhibidores wifi. ‘Jefe, tengo a muchos compañeros que aguardan para hacer lo mismo que yo, así que, no me jodas y toma nota de cuánto digo, salimos a doble página. E. J. Smith, de 22 años, tenía la piel pecosa, era pelirrojo, de estatura más bien baja y andar muy ligero. Podríamos decir que su perfil es igual al de cualquier joven que tiene la vida por hacer, sin embargo, dentro de su cabeza dio asilo a un huésped supremacista de instintos asesinos. Dos días antes había abandonado la ciudad de Ecorse, a tres horas y veinte minutos de Michigan con la firme idea de sembrar el pánico. Cargó en la camioneta el fusil de asalto, la pistola automática, municiones, víveres y la indumentaria propia de camuflaje para no ser reconocido de inmediato. A falta de una milla para llegar al destino se metió por un sendero no transitado, dejó el vehículo escondido entre matorrales y continuó a pie. Sobre un plano del recinto había estudiado con minuciosidad donde ocultarse para reaparecer una vez que su objetivo estuviese a tiro. No hemos podido reaccionar, ha ocurrido todo muy rápido, el terrorista se ha puesto en mitad de la esplanada y ha iniciado una ráfaga de disparos hasta que ha sido abatido por el FBI. La congresista Taraji Evans, de tan sólo 45 años, ha muerto en la ambulancia camino del hospital, sus colaboradores en el momento. Fuentes oficiales nos han dicho que han encontrado en las redes sociales un video subido por el asesino donde detallaba lo que iba a hacer y cómo. Hacía meses que planeaba matarla por el sólo hecho de apoyar en la Cámara Baja la iniciativa para regular la venta de armas y su lucha constante por la defensa de los derechos civiles de los afroamericanos, legado que les dejó John Lewis. El terrorista, miembro de la National Rifle Association of America, había manifestado en más de una ocasión su odio a los negros. Ahora mismo en el rancho estamos a la espera de la llegada en breve del vicepresidente de los Estados Unidos, que lo hará a bordo de un helicóptero del ejército. También van a desplazarse hasta aquí familiares de las víctimas cuyos cadáveres aún no han sido retirados. La situación vivida casi a diario de asesinatos en nuestro país debería llevarnos a la reflexión de que como sociedad estamos fallando en el sentido de que cualquier individuo, esté o no en su sano juicio, puede caminar en libertad con una recortable por la calle y hacerlo sin que pase nada. ¿Lo has anotado todo? –preguntó–. Si me entero de algo más, vuelvo a llamar’. Cortó la comunicación y se acercó cuanto pudo a la escena del crimen aunque era imposible poner en palabras la impotencia, el llanto, la pena, la rabia y el desconsuelo que transmitía la cara de los presentes.
          Era el final del curso y los maestros y maestras despedían a los alumnos y alumnas almorzando todos juntos. Zinerva Falzone, como cada año, elaboró un menú especial con platos típicos de la región y un guiño a Italia, ésta vez con su postre favorito: crema carsolina, fácil de elaborar. Así que, ahí estaba, moviéndose como pez en el agua entre ollas industriales y especies aromáticas cuando llegó Betty Scott y comenzó a trastear preparando cubiertos y vasos. ‘Qué bueno que viniste –la italiana, ajena a los acontecimientos que rodeaban a su compañera continuó en tono bastante amable–, hay mucha faena y sola no doy abasto’. ‘Sí, enseguida monto las mesas y te ayudo con los platos compartimentados. ¿Dónde están los demás’. ‘Da la casualidad de que, para no variar, las dos únicas personas que quedaban conmigo en el departamento se han puesto enfermas’. ‘¿Qué tienen hoy?’. ‘Una gastroenteritis y la otra diarrea’. ‘¿Y de comida? –preguntó–. ¿Cuántos serán en total?’. No lo sé, pero hay suficiente. He tirado el presupuesto por la ventana: guisantes, pure de patata, hamburguesa, pollo frito y…’. ‘Ya veo el azúcar glas, la yema de huevo y resto de ingredientes, se van a chupar los dedos con el dulce de tu país’. ‘¿Adónde irás en verano?’. ‘Aún no lo sé, ya veremos’. ‘Pues yo a lo mejor voy a Sicilia, me apetece recorrer la tierra de mis antepasados –aunque comprendió que la otra no estaba nada conversadora siguió contando–, pero también tengo otro viaje pendiente con…’. Interrumpió alguien de administración. ‘Scott –voceó con la puerta entreabierta–, te llaman de dirección’. La galería luminosa que conduce a los despachos en el pabellón principal estaba semi desierta con apenas la mitad de la plantilla en activo, puesto que, desde lo del secuestro, el resto fueron yéndose a otros centros supuestamente más seguros y los estudiantes también. Avanzó con el sosiego sujeto con alfileres y la ira a punto de estallar, presagiaba lo peor. ‘Con permiso’. ‘Entra’. ‘Tú dirás’. ‘¿Te ha llegado la carta de despido?’. ‘No’. ‘Pues con sumo gusto te doy una copia. La empresa prescinde de tus servicios y yo me alegro de ser el encargado de comunicártelo’. ‘¿Tú? Vete a la mierda’. ‘Cómo prefieras, trasladaré tus palabras al dueño’. ‘Escúchame una cosa consejero escolar –se la notaba fuera de sí–: aunque el cargo en funciones se te haya subido a la cabeza, no eres más que un monigote limpiando las babas del amo, así que, diles a los herederos del señor Penn que me despidan ellos personalmente’. ‘Perdón –interrumpió Helen Wyner–, ¿vienes un momento, por favor?’. ‘Sí, claro. –respondió él, y dirigiéndose a la otra dijo con autoridad–: Recoge tus cosas y vete sin acabar la jornada, no quiero a gente de tu calaña alrededor’. Unos minutos después, en la Sala de Juntas y habiéndose quitado un peso de encima, escuchó atento. ‘Conocías a la congresista Taraji Evans, ¿verdad?’. ‘Sí, precisamente hemos estado juntos hace muy poco. ¿Por qué?’. ‘¿No has visto el informativo?’. ‘Salí muy temprano y ya ves el panorama que hay. Esto se hunde y tengo que aguantar el tipo mientras que no haya un comunicado oficial y nos larguemos todos. Pero, dime, ¿qué pasa?’. ‘Ha sufrido un atentado mortal’. El labio inferior comenzó a temblarle y no se desplomó de puro milagro, invadido por una tristeza inmensa se puso en pie, salió afuera y llorando de impotencia corrió por el recinto.
          Una mañana de sol espléndido y brisa agradable a primeros de verano, Beth Wyner no despertó. Días antes la doctora García convocó a los familiares y, aunque su labor consistía en salvar vidas, también lo era que se mantuvieran bajo el marco de la dignidad, algo que esta enferma en concreto perdió hacía mucho tiempo. ‘¿Pero practicar la eutanasia está prohibido en este Estado –expresó la madre un tanto escandalizada– y a usted pueden encarcelarla’. ‘Bueno, digamos que hay un camino menos ortodoxo que me dejaría al margen’. A las cinco p.m. los últimos conocidos abandonaron la habitación quedando tan sólo alrededor de la cama Helen, su madre y el marido de ésta. ‘El proceso va a ser largo –informó uno de los médicos adjuntos–, les aconsejo que tomen algo en la cafetería mientras que nosotros lo preparamos todo. Si hubiese alguna novedad o contraorden les avisaremos’. Sin embargo, excepto líquido, fueron incapaces de comer nada. ‘¿Creéis que le dolerá? –preguntó la mujer con lágrimas en los ojos–. Para mí es muy difícil dejar ir a mi niña’. ‘No, entrará en un sueño muy profundo –respondió la hija–, el resto lo hará la química que le van a suministrar, pero en cualquiera de los casos no sufrirá’. ‘Fíjate en su cara, querida, transmite paz –dijo él con mucha ternura–. ¿Qué os apetece?’. ‘Me gusta este hombre, mami, y me alegro por ti, lo mereces. Siento haber sido fría o borde cuando nos presentaste, me cogió con el paso cambiado, espero que no me guarde rencor’. ‘Qué va, tranquila. Es una bellísima persona y lo único que quiere es que yo esté bien, además valora mucho lo que hiciste del reportaje, siempre me está diciendo lo valiente que eres’. ‘A ver, chicas: un café bien cargado y una infusión. Traigo también un trozo de bizcocho’. Ambas respondieron que tenían el estómago encogido. ‘Señora Wyner –prestó atención aunque acababa de cambiar de apellido–, ya pueden subir’. El silencio, apenas vulnerado por algo parecido a un gemido, aunque no identificable como tal, alargaba aún más el ancho pasillo donde a los residentes en peores condiciones psíquicas se les escapaba el vínculo con la vida. La doctora García estaba dentro tomándole el pulso a la paciente y anotando números mezclados con letras en el historial. ‘Tranquilas. Primero vamos a controlar la presión arterial y demás valores para asegurarnos de que todo está bien. Luego nos iremos respetando su intimidad. ¿Quién va a administrarle los barbitúricos?’. ‘Yo –dijo con un hilo de voz–, soy su madre y asumo toda la responsabilidad’. ‘De acuerdo, es muy sencillo, sólo tiene que abrir el goteo e irá cayendo por el catéter poco a poco’. Las últimas luces del atardecer se disipaban a lo lejos recortando las cimas de las montañas, Beth Wyner respiraba con normalidad sumergida en el letargo que presagiaba el final de la pesadilla. ‘¿Queréis quedaros solas? –dijo el hombre–. De verdad que lo entiendo, al fin y al cabo soy un desconocido’. ‘No te vayas, por favor –dijo Helen, y señalando hacia su hermana, continuó–, le hubiese encantado conocerte’. Ocho horas después todo había terminado. Ellas se quedaron traspuestas en el sillón, él permaneció sentado en la cama sujetando la mano de la joven. El sepelio fue en la más estricta intimidad, asistió Rachell W. Rampell y media docena de amigos.
          Dos semanas después de dar por terminado el periodo escolar y confirmarse el cierre definitivo de la escuela al no tener ninguna solicitud de matrícula para el próximo curso, Coretta Sanders, Zinerva Falzone y Helen Wyner hicieron un viaje en autocaravana por todo Mississippi, cuya experiencia fue excelente. En Jackson visitaron la modesta casa donde nació Medgar Evers, activista por los derechos civiles que fue asesinado en 1963 por un miembro del Consejo de Ciudadanos Blancos, grupo opositor a la integración de los negros en la sociedad. Disfrutaron del paisaje a ritmo de blues metiendo los pies en el golfo de México, y fueron testigos de espectaculares atardeceres cerca de la naturaleza, pero por encima de cualquier construcción, acontecimiento histórico, museo, paisaje o dato geográfico, su mejor patrimonio era la complicidad que tenían entre ellas. Apurando hasta el último segundo hicieron noche en la ciudad de Starkville, compraron cervezas y sándwiches como festín de despedida y repostando combustible en la gasolinera vieron anunciado un concierto gospel en las inmediaciones de un garaje. ‘¿Por dónde queda esa dirección? –señalando el cartel preguntó la italiana a la persona que atendía en mostrador–. ¿Puede ir quien quiera?’. ‘¡Ah!, bueno. Lo de la ONG esa, ¿verdad? Pues no tiene pérdida, sigan recto y en cuanto vean una concentración de vagos y delincuentes, con sus bailes extravagantes, sus ropas de colores, el pelo ensortijado, la piel color carbón y muchos niños y niñas sin respetar el orden, ahí es’. Tras darles el ticket haciendo caso omiso a la contestación de ellas por el comentario racista que acaba de hacer, regresó a la trastienda. ‘Chicas, ¿os apetece que vayamos? –propuso Helen–. No estaría mal, ¡eh!’. De extremo a extremo de dos postes de luz, una pancarta grande tenía escrita la siguiente frase de Martin Luther King: “La injusticia en cualquier lugar es una amenaza en todos lados”. ‘¿Señora Sanders?’. ‘¡Agente, Cohen! ¡Qué grata sorpresa! Llámeme Coretta, por favor’. ‘De acuerdo, y usted a mí Anthony, que ahora estamos en un escenario distendido’. ‘¿Qué le ha pasado? –preguntó ella al verle con un parche en el ojo–. ¿No me diga que se ha pegado con algún gangster y ha perdido?’. ‘Todavía no he llegado a eso –soltó una carcajada–. Ha sido un accidente de trabajo, pero tiene su lado positivo: me han dado la jubilación anticipada porque dicen que así siempre se me escaparía medio delincuente. Mala leche, ¿verdad?’. Las tres mujeres sonrieron. ‘Quería agradecerle cuánto hizo para esclarecer el asesinato de mi esposo, la convivencia en Alabama se está poniendo difícil para alguien como yo’. ‘Es muy lamentable llegar a tal situación, sin embargo, hay que seguir luchando. Ya sabe que la paga que nos queda del gobierno no da para mucho, así que, ahora soy detective privado, tenga mi tarjeta por si me necesita. Voy a hablar con aquellas personas que también conozco, luego las veo’. El murmullo de tanta gente reunida se apagó de repente según fue saliendo un coro de hombres y mujeres vestidos con túnicas amarillas y entonando la canción Jesus is with me hasta que la familia de Daunte Gray subió al escenario improvisado y agradeció la asistencia. ‘A nuestro hijo lo mató la discriminación racial –el padre y la madre se alternaban el discurso–, la mentira, la falsa acusación sin pruebas y el azar que a veces se coloca entre dos astros equivocados –eran interrumpidos por los aleluyas clamados por el público asistente–. Queremos que no nos persigan por aquello que no hemos hecho basándose tan sólo en el color de nuestra piel y que si vuelve a pasar algo parecido seamos una asociación solvente para contratar abogados, forenses, psicólogos, investigadores y lo que haga falta, por eso pedimos vuestra ayuda. Todas las manos son pocas, todos los recursos escasos, toda la lucha imprescindible. Y, al grito de Black Lives Matter concluyó el encuentro alcanzando de sobra las expectativas propuestas.
          De vuelta al condado de Baldwin dejaron la autocaravana donde la habían rentado cogiendo cada una su vehículo. Zinerva Falzone fue directamente a una agencia de viajes, eligió un paquete europeo y sacó un pasaje de ida con la vuelta abierta. Coretta Sanders reanudó las gestiones iniciadas con la Embajada de Estados Unidos, en Ulán Bator, intentando sacar, por vía diplomática, a su hijo de la cárcel y traerlo de Mongolia. Helen Wyner abrió la puerta de su casa, conectó el equipo de música y eligió uno de los discos de Nina Simone que tanto le gustaba. Dejó para más tarde los mensajes del contestador, habló con su madre y, marcó un número de teléfono. ‘Rachell W. Rampell del Reports Alabama Times’. ‘Hola’. ‘¡Qué sorpresa! ¿Ya has vuelto?’. ‘Sí. ¿Hace un tequila?’. ‘Pues claro, sabes que a eso no me puedo resistir’. ‘¿A las seis p.m. en The taco mexican cantina’. ‘¡Venga!’.

 












No hay comentarios:

Publicar un comentario