domingo, 20 de diciembre de 2020

No puedo respirar

8.

Son las 5 a.m. cuando los faros del taxi que viene a recogerme iluminan la fachada de la casa quedándose fijos en las macetas con violetas que adornan la ventana de la cocina, trasplantadas por Alaia y que yo mantengo vivas tras su muerte. Antes de cerrar la puerta compruebo que todo esté en orden: los grifos bien ajustados, las persianas bajas y la alarma del garaje conectada. Afuera, el frío me golpea en el rostro mientras que el chófer guarda en el maletero la bolsa con el escaso equipaje que llevo. Dentro del auto, Georgia Hardin apoya la cabeza en el respaldo de cuero que parece recién tapizado. ‘Good morning, darling’. ‘Hola, Markel’. ‘¿Lista?’. ‘¿Lo estás tú?’. La miro, y asiento un par de veces buscando quizá refugio en la comisura de su media sonrisa que intuyo forzada. Del inminente viaje que vamos a emprender a Nueva Orleans me preocupan fundamentalmente dos aspectos: mi parte emocional que gestionaré lo mejor que sepa y pueda, y la rivalidad cada vez más acentuada entre dos compañeros del equipo. ‘¿Sabes si Jeff Blocker preparó los gráficos comparativos con otras “zonas muertas”, además de la del Golfo de México adónde vamos?’. ‘Pues no lo sé –responde ella–, pero conociéndole lo habrá hecho con todo lujo de detalles’. ‘¿Hay algo de tu medicación que deba saber en caso de emergencia?’. ‘Nada que no pueda manejar yo misma. Oye, relájate, por favor. Y cuida de este –refiriéndose a mi corazón–. ¿Glenn nos espera allí?’. ‘Sí, vuela desde Aconcagua’. ‘¡Qué tío, cómo se lo monta!’. ‘Cambiando de tema. ¿Tu hija qué tal se ha tomado tener que irse con su padre?’. ‘Bueno, es pequeña para entenderlo y no sé qué pensará, aunque creo que está enfadadísima conmigo’. ‘¿Entonces no saben que vienes con nosotros?’. ‘Pues no. Evitar problemas, complicaciones y compromisos significa dar las menos explicaciones posibles’. ‘Esa lección la tengo aprendida’. ‘Mira cómo están nuestros chicos –dice, entrando en la terminal–, cada uno por su lado’. ‘Ya, últimamente no tienen comunicación’. ‘¿Y qué ha pasado con la selección de estudiantes?’. ‘Pues que el intermediario que recaudaba fondos para la expedición se ha echado atrás y ahora viajamos con un presupuesto ajustadísimo’. ‘Es decir que vamos jodidos de plata’. ‘No lo podría haber resumido mejor’.
          Hace meses que Nelson Baez y William Harrison no se soportan, y eso, quieras que no, afecta al conjunto del equipo. El año anterior The Climate Reality Proyect promocionó unos cursos en Houston para promover una cultura sostenible que neutralice los mensajes materialistas lanzados a la sociedad desde distintos ángulos. Así como la proyección del documental “Una verdad incómoda”, cuyo guionista es el exvicepresidente Al Gore, fundador, como se sabe, de la organización en la que trabajamos. La competición estaba servida, y las solicitudes para participar llegaban sin cesar de todas las oficinas repartidas en los diferentes estados. En la nuestra teníamos claro que ambos daban el perfil y estaban perfectamente cualificados. Sin embargo, desaprovecharon la oportunidad y jugaron sucio obligando a los jefes a eliminarlos de la lista de candidatos. Desde entonces cualquier iniciativa se ha convertido en una campaña de desprestigio del uno hacia el otro. Una vez, al poco tiempo de haber ocurrido esto, les pedí que me acompañaran a dar una charla muy sencilla a niños entre 6 y 7 años que versaban en torno al conocimiento de la naturaleza y su cuidado. Quedé como un idiota delante de los asistentes, puesto que mis colegas ofrecieron una sangrienta batalla campal entre ellos.
          Siempre intuí que al dominicano Nelson Baez le tentaba la posibilidad de unirse al grupo ecologista Friends of the Earth. Más aún desde que se puso en marcha la máquina del activismo, en 2014, cuando se dio a conocer la noticia de la construcción del oleoducto de combustibles fósiles: Atlantic Coast Pipeline, cuyas tuberías atravesarían desde Virginia Occidental hasta Carolina del Norte, alcanzando también territorio de Carolina del Sur, lo cual ocasionando tal contaminación de dimensiones y consecuencias incalculables, por no hablar del daño al Sendero de los Apalaches, la cima de las montañas, tierras de cultico, bosques y toda la fauna animal que transita libremente por allí. Pero, por suerte, tras largos años de lucha constante han conseguido frenar la obra, así que, las aspiraciones de nuestro compañero para incorporarse a sus filas son cada vez más atractivas, teniendo en cuenta también que nunca ha estado integrado del todo en las cosas que hacemos, es como si un muro invisible le separase de nosotros. En el avión que nos lleva rumbo a Luisiana se sienta conmigo, mientras que Georgia y William van tres filas detrás. ‘¿Piensas dejarnos?’. ‘No sé de qué me hablas, Markel –contesta–. ¿Acaso estás invitándome a hacerlo?’. ‘Por supuesto que no, y lo sabes. Perdería a una excelente persona y a un gran profesional’. ‘Lástima que los demás no opinen igual’. ‘Todavía recuerdo el día que os encontré en Mayo Civic Center y tu seguridad para convencerme de que asistiera con vosotros a la conferencia de Lois Gibbs, a partir de ese momento cambió mi vida, y eso, en parte, te lo debo a ti. ¿Dime qué puedo hacer para que te quedes?’. ‘Nada’. Gira la cabeza hacia la ventanilla y se recoge en el monasterio de su silencio.
          De familia humilde, nació en el corazón de un suburbio en Santo Domingo, cerca del barrio Mandinga. Al igual que sus amigos se crio en la calle buscando una manera de escapar de aquel escenario deslucido y sin futuro del que no quería formar parte. Sobre todo, viendo a su padre, de oficio plomero, volver deslomado cada noche de la dura jornada y después recorrer a pie algo más de cinco millas. Y, a su madre, ama de casa, haciendo malabarismos para darles de comer un apetitoso plato de La Bandera, que, en ocasiones, servía tan sólo con arroz blanco y habichuelas, a falta de la carne guisada, ingrediente estrella que no siempre podía comprar. Alcanzando la mayoría de edad, consiguió dinero y emigró a USA. Primero, a través de unos conocidos fue a Lenoir City, en el estado de Tennessee, pero no encajaba bien en el sitio, así que, cuando supo que en algunas estaciones del ferrocarril de Minnesota necesitaban gente, vio el cielo abierto para lanzarse y probar fortuna. No obstante, al final, terminó de camarero en Rochester. En esa época en Century High School, me dejaron un aula que nadie usaba para dar clases nocturnas de español a personas con dificultades económicas. Aunque él manejaba bien el idioma se convirtió en alumno mío para ampliar el vocabulario y entender mejor a los clientes latinos que frecuentaban el restaurante. Una compañera nuestra de la organización comía allí, entablaron amistad y, Nelson Baez pasó de servir cervezas a solitarios maleducados, a recorrer Estados Unidos hablando de problemas medioambientales.
          William Harrison nace en Minneapolis, la Ciudad de los Lagos. Desde pequeño tuvo todo tipo de oportunidades para seguir los pasos profesionales de sus padres, pediatras en Children`s Minnesota y, por tanto, miembros de la American Academy of Pediatrics –después se trasladaron a Rochester Northwest Clinic para tener una vida mucho más tranquila–. Sin embargo, esa no era la vocación del niño. Así que, en una de aquellas cenas donde se chupaban los dedos con el hotdish que mamá Evelyn, abuela materna, preparaba con tanto mimo, anunció que se iba a Ecuador a trabajar en una fábrica exportadora de madera. Alguien de su familia era pariente lejano de la directora de mi escuela, de manera que, como favor personal hacia ella, acepté darle clases intensivas de español para que se defendiera en Sudamérica. El único hueco libre que encontré en mi agenda fue los domingo por la mañana, aceptó y eso me costó más de un enfado con Alaia. Muy pronto me di cuenta de que le costaba muchísimo desnudar sus pensamientos, quizá por miedo a la vulnerabilidad, no lo sé, aunque lo que sí puedo asegurar es que posee una inteligencia superior a la de muchos de nosotros. Durante su estancia en Portoviejo se acercó al Movimiento de Izquierda Revolucionaria compartiendo tertulias con exdirigentes marxistas-leninistas de Chile, Venezuela o Perú, tentándole para formar parte de sus filas. Sin embargo, al conocer que la ONG Global Witness luchaba para proteger la explotación de los recursos naturales y denunciar, a su vez, los asesinatos de las personas defensoras de la tierra, optó por unirse a ellos. Una noche, en un debate televisivo entre “negacionistas” del cambio, del Heartland Institute, y, “ambientalistas” próximos a la escultora Rachel Binah, quien protagonizara en 1998 la protesta contra la explotación petrolera en alta mar frente a la costa norte de California, comprendió que debía cerrar la etapa de cortador de tablones y volver al punto de inicio. Es decir, a Rochester, donde contactó de nuevo conmigo uniéndose al equipo de estrechos colaboradores.
          Al bajar del avión en el Aeropuerto Internacional Louis Armstrong, tan diferente de aquel otro con las pistas llenas de aeronaves del ejército y hospitales de campaña, cuando el huracán Katrina, me sobrecoge la espesura de una niebla que se adentra por todos los poros de mi piel tanteando los acelerados latidos del corazón. Como si me hubiera perdido en el tiempo, busco entre las caras de los pasajeros las de aquellos militares que se abrían paso evacuando a los heridos, náufragos de una catástrofe anunciada. Cierro los ojos y no consigo que desaparezcan las imágenes de la gente pidiendo auxilio, ni la de Iker y Sira diciéndome adiós desde el taxi que nunca más les traería de regreso, como tampoco se me va de la memoria del gusto aquí todavía más acentuado el sabor del último beso de Alaia. I can't breath. I can't breath. I can't breath, susurro. Georgia Hardin se apoya en mi hombro. ‘¿Estás bien, Markel?’. ‘Sí, tan sólo algo aturdido’. ‘Será por la presión’. ‘Será’. Los dos sabemos que no. ‘Mirad quien está allí –señala Nelson hacia la izquierda–: Glenn Clemmons'. ‘Ah, sí. ¿No te dije que nos acompaña?’. ‘Pues no, como siempre soy el último en enterarme de las decisiones’. Perdona, la culpa es mía –digo, apesadumbrado–, ando despistado y se me pasan las cosas. Creí haberlo hablado con todos. Su opinión, como experto, va a ser fundamental para orientar nuestra tarea, por eso le pedí que viniera’. No termino la frase cuando el cálido abrazo de mi amigo científico reconforta la amargura que siento. ‘¿Qué tal, compañeros? Cuánto tiempo sin vernos. ¿Cómo os va?’. ‘Bien, ¿y a ti? –responden educados–. ¿Has tenido buen vuelo?’. ‘El viaje desde Aconcagua hasta el Aeropuerto Internacional Ezeiza ha sido complicado. De ahí, a Houston, estupendo. Pero la escala de tres horas y cuarto se ha convertido en casi siete, luego sesenta minutos más y aquí. Total, que estoy molido’.
          A pocas cuadras de Bourbon Street, adonde William Harrison quiere ir a escuchar jazz en directo tomando una copa, nos hospedamos en The Andrew Jackson Hotel, ubicado en una preciosa casa de dos plantas, de estilo sureño, que ofrece calidad y confort para alguien que, como yo, apuesta por permanecer alejado del ruido. Nos asignan las habitaciones, y dejamos a Georgia la de mayor encanto para que disfrute de las vistas a la calle Royal por donde transitan los carruajes tirados por caballos que pasean a los turistas durante todo el día. ‘¿Entonces no te animas a venir conmigo? – me dice–. Te iría bien despejarte’. ‘No. Además, Jeff Blocker va a hacer una videollamada para concretar detalles. Diviértete y no bebas mucho’. Creo que es la primera vez que me ha guiñado un ojo. El agotamiento cayó a plomo sobre mí. Tendido en la cama, y sin haberlo planeado, Nueva Orleans me ofreció sus brazos…

domingo, 6 de diciembre de 2020

No puedo respirar

 7.

Queremos que dirijas una expedición muy importante –los jefes me citaron en Cooke Park evitando así la intromisión de chismosos–. Tienes libertad para elegir a tu equipo y también al pequeño grupo de estudiantes que os acompañarán. Esto último no es negociable ya que el intermediario que recauda fondos para nosotros lo pone como condición’. ‘¿Dónde es?’. ‘Esa es la cuestión, que somos conscientes del esfuerzo que te vamos a pedir’. ‘Soy todo oídos –me pongo nervioso–. No me gustan los misterios ni las sorpresas, así que: al grano’. ‘Viajaréis a Luisiana’. ‘La respuesta es no’. ‘Markel, por favor. Deja que nos expliquemos y después decides, ¿de acuerdo?’. ‘Vale’. ‘Hemos elaborado un estudio donde se cuantifica el aumento de la “zona muerta” del Golfo de México que, como bien sabes, se sitúa en la desembocadura del río Misisipi, entre las costas de…’. ‘Conozco perfectamente la ubicación’. ‘Descubrimos que la escorrentía que campa libremente arrastrando al mar fertilizantes generosos en nitrógeno y fósforo, así como también aguas residuales, han trazado en esa área específica del continente una franja contaminada que cada vez se hace más amplia. Este fenómeno cíclico sucede en primavera y conlleva un aumento importante de algas, las cuales, al descomponerse por el calor, disminuyen el nivel de hipoxia, lo que implica la asfixia para los animales que andan por allí’. ‘Vuestra propuesta es muy tentadora, os lo digo sinceramente, pero no puedo aceptarlo, es doloroso para mí’. ‘Nos hacemos cargo. No obstante, medítalo. Nombra a un codirector de tu confianza que te ayude y así no recaerá toda la responsabilidad en ti’. ‘Lo voy a pensar. Ya os daré una respuesta’. ‘Sólo tienes cuarenta y ocho horas, hay que partir de inmediato’.
          Aquella noche medité la propuesta y decidí contactar con Glenn Clemmons, científico canadiense al que conocí en 2016, en la sección de mascotas de un supermercado eligiendo comida ecológica para perros. Me fijé en el pin que llevaba sujeto en la solapa The Reality Climate Proyect. ‘Yo trabajo ahí –dije, señalando la chapa–. Nunca habíamos coincidido’. Se presentó y dijo que sus participaciones en la organización eran puntuales. Así comenzamos una estrecha amistad que nos ha conducido también a emprender varias iniciativas juntos. Nació en la isla de Baffil y, a los veintidós años, tras ganar en un concurso de la tele un viaje a la Antártida, cuyo paisaje le impresionó, decidió dedicarse a la investigación para la conservación de la Tierra, registrando en gráficos el continuo desprendimiento de las planchas de hielo. Lleva meses perdido en Aconcagua, la mayor de la cordillera de los Andes, al oeste de la República Argentina, con un grupo de alpinistas, antropólogos y expertos en la interacción humana, para valorar el estado de las cumbres y la accesibilidad de las rutas, causando el menor daño posible a la naturaleza. Así que, haciendo un cálculo de tiempo, intento comunicar con él cuando comprendo que estará en el campamento descansando de la agotadora jornada. ‘Markel, ¿eres tú? No escucho bien’. ‘Glenn, ¿me oyes?’. ‘Aguarda un momento que salgo de la tienda, a ver si hay mejor cobertura’. ‘Hola’. ‘Ahora, sí. ¿Cómo estás, amigo?’. ‘Echándote de menos. ¿Cuándo vuelves?’. ‘Uf, no tengo ninguna gana. Esto es espectacular. Te habría encantado venir. Y por allí, ¿cómo van las cosas?’. ‘Pues, más o menos, sin novedades. En permanente campaña electoral, ya sabes. Oye, quiero proponerte algo’. ‘Dime’. Termino de narrar la propuesta de los jefes y espero a que responda. En realidad, a que se quiten las molestas interferencias. ‘¿Has entendido lo que he dicho?’. ‘Sí, todo’. ‘¿Y?’. ‘Pues que… Si tú vas, yo voy’.
          En la última reunión anual de antiguos alumnos del Jefferson Elementary School, en Winona, a la que asistió Georgia Hardin, coincidió en la misma mesa con un viejo compañero al que no veía desde la graduación. ‘¡No me lo puedo creer! ¿Robin?’. ‘¿Y tú eres…? –aunque trató de hacerse el escurridizo lo cierto es que aquella chica tenía algo especial que le atraía muchísimo–. ¿Qué tal, querida? ¡Cuánto tiempo!’. ‘Bastante, sí. ¿Cómo te va?’. ‘Estupendamente’. ‘¿Al final conseguiste tu sueño de ser arquitecto?’. ‘Me costó, pero sí. Tengo el despacho cerca de aquí, no me he mudado de ciudad. ¿Y tú?’. ‘Mi familia se trasladó a Rochester, y allí encontré otra escuela tan buena como ésta. Ahora trabajo en una fábrica de suministros industriales, pero quiero dejarlo y dedicarme a la cultura medioambiental’. ‘¿A la qué?’. ‘Es el estudio de la relación de los seres humanos con el ecosistema haciendo un uso racional de las cosas naturales que nos rodean’. ‘Muy idílico y bonito, pero la realidad es diferente’. ‘¿Tú crees? Desde tu profesión, por ejemplo, se pueden realizar cambios muy importantes’. ‘¡Ah, sí! ¿Cómo cuáles?’. ‘Sustituir el tejado de pizarra por uno fabricado con gomas de neumáticos, colocar paneles solares para general electricidad, aislar las paredes con un material que incluye en su elaboración un cincuenta por ciento de soja, instalar un sistema de cisternas subterráneo que recoja el agua de lluvia…’. ‘Coño, me dejas impresionado. Aunque, de hacerlo, dispararía el presupuesto para nuestros clientes abocando al sector a una pérdida inevitable de empleos’. La conversación terminó enmarcada en Sugar Loaf, un acantilado impresionante que se encuentra por encima del cruce de la ruta 61 con la autopista estatal 43. Ahora las cosas habían cambiado para ellos, estaban divorciados y sólo les unía la hija de seis años que tenían en común.
          ¿Vendrás a la reunión de esta noche? –pregunta Georgia Hardin, quien nos cautiva siempre que cuenta algo personal–. Nelson, Glenn y yo no nos queremos perder la cara de Deanna Leone cuando vea el alto porcentaje que hay de jóvenes conservadores opinando que el gobierno federal, está haciendo poco o nada por frenar los problemas medioambientales, lo cual puede desembocar en un más que probable vuelco electoral’. ‘¿Eso piensas?’. ‘Sí, no me cabe ninguna duda’. Pues yo no estoy tan seguro –contesto–. Ya sabes que ella niega el calentamiento global fundamentándose en el capítulo 8 del Génesis, donde dice que, tras acabar el diluvio, Dios promete que habrá inviernos y veranos tranquilos, noches y días normales, y que nada volverá a alterar a la naturaleza’. ‘¡Qué bobada!, es la actividad del hombre sobre la Tierra la que provoca, con su mala actuación, la aparición de fenómenos atmosféricos adversos. Nosotros no buscamos el enfrentamiento, apostamos por el diálogo como herramienta para mejorar las cosas, entendiendo que, cuidando el entorno, por minúsculo que ´éste sea, preservamos el ecosistema ayudando a la repoblación de todas las especies y por supuesto aquellas que están en peligro de extinción. Reciclar no se ciñe sólo a cumplir con la campaña publicitaria de turno hecha por las administraciones con fines electoralistas, es de sentido común asimilar que la mayoría de las cosas son reutilizables. Es decir: un compromiso personal contraído con aquello que sea susceptible de ser fuente de energía, de lo contrario, a las generaciones venideras les va a quedar la perspectiva de un futuro ignoto’. ‘Estoy de acuerdo, pero para llevarlo a cabo necesitamos un amplio despliegue y, sobre todo, muchísima mano izquierda y toneladas de paciencia’. ‘A veces me pregunto si lo que hacemos sirve para algo’. ‘¿No te lo parece?’. ‘Según’. ‘A mí me pasa igual. ¿Le has dicho ya a la niña que se va una temporada con su papá?’. ‘No, todavía no’. ‘¿A qué esperar?’. ‘A tener fuerzas’. Y vaya si las tuvo. Esa misma noche realizó una de las llamadas más difíciles de su vida. ‘Hola, Robin. Necesito que vengas a por Elizabeth, me han detectado un tumor maligno y voy a entrar en el ensayo clínico de una quimioterapia experimental’. Imaginó, al otro lado del teléfono, palidecer la cara de su exmarido, temblarle las piernas y venírsele encima una avalancha de incertidumbre.
          Cariño –dice Georgia Hardin–, mami tiene que hacer un trabajo muy importante y voy a estar fuera algunos meses, por eso papá ha venido para llevarte con él, ya verás qué bien lo vais a pasar juntos’. ‘Oye, gatito, no te pongas triste, yo también quiero que estés conmigo. Además, con la llegada de tu hermanito –esperaba el primer hijo de su segunda esposa–, necesitamos de tu ayuda’. La niña, de apenas seis años, coge del brazo a su muñeca favorita y se mete en la cama. ‘Robin, ten paciencia, está desconcertada y lo manifiesta acentuando su carácter introvertido’. ‘Sabré estar a la altura, no te preocupes. ¿Cuándo empiezas el tratamiento?’. ‘A finales de semana me repiten la analítica y, si todo va bien, inmediatamente’. ‘¿Te acompaño? No me parece buena idea que vayas sola’. ‘Ya, pero lo prefiero’. ‘Testaruda’. Sentada en la parte trasera del auto, con el cinturón de seguridad presionándole la pena del pecho, las rodillas algo flexionadas, los auriculares encajados y una película de dibujos animados, la criatura se abstrae de eso tan raro e incomprensible que le pasa a su mamá. Ella, rota de dolor, arrima los labios a la mejilla de la pequeña y, abrazándola, pronuncia las tres palabras mágicas entre ellas: ‘I love you’.
          Georgia Hardin es una mujer de gran temperamento que nunca ha dejado de demostrar su fortaleza, tanto en el ámbito privado como en el profesional. Cuarta hija de un destacado miembro de la “National Rifle Association”, creció marcando distancias con los defensores de la Segunda Enmienda, protagonizando, a menudo, desagradables discusiones con su progenitor, quien propuso que la expulsaran de la iglesia pentecostal cuando se negó a ser rebautizada. Así que, fue un gran alivio para todos anunciar su matrimonio con un chico de buena posición, aunque la felicidad duró poco. Ahora la miro y me duele verla tan deteriorada. ‘¿Te sientes con ánimos para venir con nosotros? –digo, recostado en el mueble archivador–. Si lo prefieres, puedes incorporarte más adelante’. ‘Ni hablar, tengo efectos secundarios muy leves y no pienso compadecerme arrugada en un sillón, sólo tengo cáncer, no estoy inútil’. ‘Por mi perfecto. ¿Dónde os habéis metido, tíos? –pregunto a Jeff Blocker y William Harrison–.  Hace más de una hora que os esperamos. Voy a hacer unas fotocopias, enseguida vuelvo’. La puerta queda semi abierta y escucho sus murmullos en tono bajo: ‘¿Creéis que Markel ha aceptado este proyecto para ponerse a prueba?’. ‘Es un tipo bastante duro y han pasado muchos años desde que su mujer falleció –interviene Jeff–. Las cosas se suavizan’. ‘Tú le conoces mejor que nosotros, Georgia. Dinos qué opinas’. ‘Supongo que no será fácil volver a Nueva Orleans, pero al final el dolor de las tripas toma asiento’. ‘Sin embargo, una muerte así, tan trágica, deja secuelas’. ‘Bueno, lo importante es que se le nota entusiasmado’. ‘Ya, pero a veces tiene la mirada tan sumergida en el vacío –corta William– que parece hacer inmersiones en las anegadas calles de sus recuerdos’. Regreso y callan…

domingo, 22 de noviembre de 2020

No puedo respirar

6.

La súplica desesperada de George Floyd tendido en el suelo con la rodilla del policía presionando su garganta y la frase I can’t breathe dando la vuelta al mundo, ha reactivado el volcán del racismo siempre en ebullición, dado que, desde entonces, conocemos más casos con un final igual de terrible. En la pequeña oficina The Climate Reality Proyect, de Rochester, la actividad es frenética. Trabajamos sin descanso en los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible aprobado en septiembre de 2015, en Naciones Unidas, y cuya culminación será haber alcanzado la Agenda 2030 sin que algún fleco quede suelto. ‘Markel, ¿tienes por ahí el dossier del programa ecológico con lo esencial para desarrollar el circuito alimentario de proximidad? –pregunta un compañero–. Hay que repasarlo, creo que no hemos contado con un detalle importantísimo’. ‘¿Cuál?’. ‘Pues que quienes viven por debajo del umbral de la pobreza y lo han perdido todo, no disponen de acres propios o arrendados para montar un huerto, así de rotundo. Por tanto, ya me diréis cómo coño lo hacemos, porque si no hay terreno de nada sirve aprender a preparar tu propio abono y mucho menos hablar de cultivo, de basura reconvertida en nutriente o de jardines verticales que ayuden a eliminar parte del CO2 que producimos’. ‘Tienes razón. Sin embargo, ahora hay muchos pueblos vacíos donde se podría hacer, además de fomentar la economía local al priorizar la proximidad y la temporalidad. Se me ocurre algo…’. –Giré la cabeza y ahí estaba él, sentado en la mesa contigua a la mía.
          Jeff Blocker es un crack de la documentación. ‘Jota –es como le llamamos–, señala en este mapa las coordenadas del área donde sería posible llevar a cabo esto que acabamos de decir’. ‘Primero diferenciemos distintos aspectos –se ajusta la gafa empujando sobre el puente con el dedo corazón–: no es lo mismo hablar de escenarios despoblados a consecuencia del aumento incontrolado de desempleo, y en cuya consecuencia se han visto obligados a migrar a otros lugares para sacar a los suyos adelante, que de minúsculos territorios donde unos pocos vecinos conviven distanciados, apenas sin recursos’. ‘A ver, dispara’. ‘Si hay un sitio emergente peleando por superar la decadencia tras la crisis automovilística que mordió la prosperidad de aquellos que dependían de ella, esa es, sin duda alguna, la ciudad de Detroit, donde concretamente, en el distrito North End, en el mismo centro, funciona la asociación sin ánimo de lucro: The Michigan Forming Iniciative, dedicada a recuperar espacios vacíos en entornos verdes y limpios, abriendo granjas donde antes había naves industriales’. ‘Pero la idea que tengo no es exactamente un estilo de vida agrihood –interrumpo–, sería parecido, pero más que expandir comunidades rurales lo ideal es que el individuo, conectado con la tierra, sienta dentro de sí el fruto labrado con esfuerzo y perseverancia’. ‘Entonces, me lo pones muy fácil, el Municipio de Elvira, con menos de cuarenta habitantes se ajusta mejor’. ‘¿Y dónde demonios está?’ ‘En el condado de Buffalo, en Dakota del Sur. Pero, ahora que pienso, en esa misma zona, Gann Valley, encajaría mucho mejor al contar sólo con catorce habitantes’. ‘¿Tienes algo que hacer?’. ‘La colada y arreglarme la barba’. ‘Bueno, prometo lavar tu ropa y, en cuanto a afeitarte, a mí me parece que así estás muy bien. Venga, en marcha…’.
          Mientras vamos en mi coche Jeff Blocker habla de los desencuentros que tiene con Nelson y William cuando le piden alguna información que necesitan de la herramienta digital Reality Drop, que recopila noticias sobre cambio climático y donde los usuarios comentan todo lo publicado en los medios de comunicación, así como lo dicho o escrito por los negacionistas. Nunca he mediado entre compañeros que no se llevan bien, por eso, y para no escuchar las mismas quejas durante las 368 millas que tenemos por delante, enciendo la radio. ‘Al final han imputado al exagente Brett Hankison por la muerte de Breonna Taylor, la joven de 26 años tiroteada a sangre fría en Louisville’. ‘Es la metrópoli más grande de Kentucky’. ‘ Sí, pero no los otros dos compañeros que iban con él –dice, concentrado en la información que están dando–. Menos mal que el FBI investiga si fueron violados los derechos civiles de la mujer. No sé, pero es como si quisieran aniquilar a la población afroamericana’. Tienes toda la razón. La asesinaron dos meses antes que a George Floyd –contesto–.Fíjate que era técnica en emergencias sanitarias, una chica que nunca se había visto envuelta en jaleos. Y mira por dónde, aquella noche durmiendo en el apartamento con su novio, les confundieron con los integrantes de una red de venta de drogas. Y claro, a partir de este punto las versiones se cruzan. Total que la única realidad es que ella perdió la vida’. ‘Oye, estamos llegando, ve más despacio’.
          Me apeo del auto y tengo la sensación de pisar el suelo de un paisaje que presumo recio donde el silencio ha mutado desde las raíces hasta sus habitantes. ‘No fastidies, Jeff. Aquí va a ser complicado poner en marcha el proyecto –el comentario suena molesto, lo reconozco–, la mayoría sólo se balancea en las mecedoras de los porches. ¡Míralos, coño! Dime tú cómo lo hacemos’. ‘Fíjate bien en ellos y verás luz en su mirada’. ‘No sé, lo que veo es el perfil de la América Profunda bajo la sombra del Partido Republicano. Compatriotas que lucharon en la Segunda Guerra Mundial anteponiendo el amor a la patria en detrimento de sus allegados. En definitiva, que no creo que estén dispuestos a escucharnos y menos aún a cuidar del clima’. En la casa más alejada un cacareo de gallinas da la bienvenida a los forasteros si el viento no sopla ensortijando los matorrales. La dueña, entrada en los setenta años, vestida de granjera, situada detrás de la barandilla de madera con los bordes desgastados, encarama un rifle a la vez que avisa: ‘Un paso más y os vuelo la tapa de los sesos, muchachos’. ‘Cálmese, y deje que nos presentemos’. Así lo hacemos. Lo siguiente fue explicarnos, aunque nos cortó casi antes de empezar. ‘Veréis hijos, nosotros no necesitamos que vengáis en plan salvadores del mundo a darnos lecciones de cómo tenemos que vivir, lo que hemos de comer o la forma de cultivarlo. Cada huerto es la identidad de su agricultor, lo que le gusta y lo que no. El agua, la electricidad, el petróleo y demás elementos están ahí para hacernos la vida más fácil, son sagrados y variar su procedencia es un pecado mortal que Dios castigará enviándonos plagas. Así que, habéis hecho el viaje para nada’. ‘Sí, supongo que no ha sido buena idea’. ‘Largo pues o tendréis que lamentarlo’. Rumbo a Rochester, Jeff conduce concentrado en la carretera de interminable recta, como casi todas las que conectan los Estados Unidos. ‘No te apures –digo–. Esto también nos ha servido de experiencia. ¿Tú crees en la peste divina?’. ‘No digas tonterías, Markel’. ‘Ese pensamiento lo tienen muchos lugareños y, por tanto, será nuestro mayor objetivo: ser capaces de que vean las cosas desde escenarios realistas. No sería mala idea hacer una visita a esa asociación que dices de Detroit, me parece muy interesante eso de reconvertir espacios vacíos en entornos verdes y limpios’. ‘Pues, cuando quieras…’.
          Paramos en el único motel de carretera que encontramos sin las luces de neón apagadas. Un hombre obeso, menos pendiente de nosotros que del habano que tenía entre los labios, nos lanzó sobre el mostrador las llaves de las habitaciones 27 y 29. ‘Si quieren toallas limpias por la mañana son $10 más. No hay buffet, tampoco teléfono, ni wifi y no quiero jaleos, ni prostitutas, ni borrachos. El baño está al final del pasillo y los accesorios de jabón, loción o ducha caliente lleva un complemento a parte. ¿Alguna pregunta?’. ‘–contesto–: ¿Dónde se puede comer alguna cosa?’. ‘A veinte millas de aquí está la ciudad de Hartford, puede que encuentren algo abierto’. Pegado al Casino, en Caribou Coffee, pudimos tomar unos sándwiches que nos parecieron de buena calidad. ‘¿Me apetece una copa –dice Jeff–, ¿probamos suerte en la ruleta?’. ‘Prefiero irme a dormir’. ‘Venga, hombre, no seas soso’. Accedí. Nos acodamos en la barra. No había muchas personas excepto los típicos solitarios, mudos, ausentes, perplejos, vacíos… Mi compañero movía las fichas de una mano a otra, nervioso. Vi de reojo cómo se reproducían las gotas de sudor en su frente. Incapaz de contralar la zozobra derrama los cócteles Vieux Carre recién puestos. ‘Joder, casi me empapas –digo contrariado–. Oye, es mejor que nos vayamos’. ‘Ni hablar’. El barman hizo una seña y rápidamente salieron a limpiarlo. Estoico, aguanto el tipo mientras asisto a la casi ruina de mi amigo. ‘¿Por qué no paras ya?’. ‘Porque tengo un pálpito y creo que es mi noche de suerte’. Pero no lo fue. En el aparcamiento se nos acercan dos chicas. Me siento un poco mareado, sin duda el alcohol empieza a hacer su efecto. Jeff se mete con una de ellas en el coche y yo estoy violento. ‘¿Dónde quieres que lo hagamos, encanto? –escucho a la vez que me agarra por la bragueta– No serás uno de esos tipos que usan juguetitos raros. Mira que soy muy tradicional en mi trabajo’. El ambiente desapacible de la noche cerrada nos lleva a una especie de cobertizo junto a la gasolinera. Me tiendo sobre unos fardos de mantas y la dejo manejar. La imagen de Alaia reflejada en la ventana parece decirme que todo está bien. Giro la cara para no ver la de la prostituta y, al cerrar los ojos, no puedo evitar sentir un inmenso desprecio hacia mí mismo. A la mañana siguiente Jeff dice que se va a quedar unos días en Hartford así que regreso solo a Minnesota.

domingo, 8 de noviembre de 2020

No puedo respirar

5.

Dieciocho meses después de que el huracán Katrina se llevara por delante la vida de Alaia, Iker y Sira, la burocracia me obligó a viajar a España porque la familia reclamaba la herencia a la que ellos tenían derecho, ya que nosotros nunca pedimos la inscripción consular para hacer efectivo aquí el matrimonio. Mamá consultó a un amigo abogado por si yo tenía algún derecho legal al respecto, a pesar de que lo único que me interesaba era terminar pronto y regresar cuanto antes. Así que, llegué a Bilbao con un manojo de llaves en el bolsillo, los deberes hechos, la moral por los suelos y el miedo a lo desconocido agarrado al runrún de las tripas. Cuando deseché el último cerrojo de la vivienda ubicada encima de la taberna, olía a vacío. Antes de rebuscar en los cajones buscando el presunto testamento que no aparecía, abrí una botella de txacolí con sabor a nostalgia. Me sentía un intruso vulnerando la intimidad de quienes, en realidad, apenas conocía. Empecé por la cocina, quizá porque al ser la pieza principal en el hogar de los norteamericanos, pensé que, entre latas de conserva caducadas encontraría la pieza del puzle exigida con agresividad. No fue así. Recorrí los dormitorios con la misma delicadeza de quien trasplanta una orquídea para no romper sus raíces. Sin embargo, en el rellano de la escalera donde también había huellas inconfundibles de ratones, me llamó la atención un mueble corto y estrecho que desentonaba con el resto. Necesité un cuchillo de hoja robusta para apalancar la puerta haciendo saltar por los aires el pequeño pestillo oxidado. Dentro, una libreta con nombres escritos en euskera y diversos documentos que me propuse ordenar conservaban el polvo del olvido incrustado en las tapas. Una característica muy americana es la individualidad del ciudadano motivándonos desde una edad temprana para ser independientes y responsables de las propias decisiones, pero quizá el mayor defecto que tenemos como sociedad sea creer que más allá de los Estados Unidos no hay ningún otro país, excepto Canadá al norte y México al sur. Por eso, mientras deslizaba la vista por los papeles descubrí por primera vez las palabras: izquierda abertzale, Euskal Herria, lehendakari, velódromo de Anoeta, Batasuna, herriko taberna…
          Desde que uno de mis primos convirtiera la casa de la abuela en una atractiva posada rural, atrayendo hasta la aldea de Herboso a un tipo de gente que desmarcándose de las masas y lo convencional optaban por el agroturismo para pasar sus vacaciones, en toda la comarca no se hablaba de otra cosa más que de las rutas que él mismo organizaba, haciendo que los clientes disfrutasen a pleno pulmón de la belleza del Valle de Carranza. ‘Dime una cosa –pregunto, mientras me instalo en la mejor habitación del pajar–: ¿Cómo te dio por montar esto?’. ‘Me dejó la novia cuando íbamos a casarnos y no soporté la posibilidad de encontrarme con ella cogida del brazo de otro. Así que, puse el monte entremedias’. ‘Vaya, lo siento. Pero conste que me alegro mucho del éxito que cuentan que tienes’. ‘No te creas todas las habladurías’. ‘Este entorno empareja bastante con los principios de la actividad profesional que ahora desarrollo’. ‘¿A qué te dedicas?’. Preguntaba desganado y por puro compromiso. ‘Soy activista contra el cambio climático. Vamos por ahí concienciando a la gente porque, o nos ponemos las pilas, o esto se va a la mierda’. ‘¡Vaya, vaya! Ahora resulta que el yanqui es más vizcaíno de lo que pensábamos’. ‘No te rías de mí. Oye, imagino que en invierno apenas tendrás clientes y será duro estar solo’. ‘Pocos, pero te acostumbras a la soledad. Además, da tiempo para preparar la temporada siguiente. Mira, dejemos las cosas claras: si te manda tu padre porque quiere parte de lo suyo, sepas que todos los meses ingreso el alquiler en la cuenta que abrieron los hermanos’. ‘El motivo que me trae es muy diferente y no viene al caso. Aclárame, por favor, de qué va esto –le enseño los documentos–. Es que no entiendo nada. Mi mujer jamás habló del tema, salvo algún vago comentario cuando sufríais atentados y, la verdad, después de leer estos textos tengo mucha curiosidad’. ‘¿Te apetece una alubiada?’. ‘No sé lo que es’. ‘Alubia roja con sacramentos. Quiero decir con costillas de cerdo, morcilla, chorizo y tocino. ¿O prefieres una salsa de puerro que por esta región conocemos como purrusalda?’. ‘Lo primero suena mejor’. Los troncos de madera crujían en la chimenea marcando el compás de nuestra conversación. Jamás había comido tanto ni tan rico junto a otro comensal que cuidase con absoluto mimo hasta el último detalle gastronómico. Acostumbrado a beber vino o cerveza, al final de la cuarta copa de pacharán manifesté un ligero mareo que no impidió prestar atención a lo que oía. ‘¿Más licor?’. ‘No, ni pensarlo. ¿Crees que mi suegro perteneció a la banda terrorista?’. ‘Hombre, puede que no fuera un miembro activo, pero desde luego simpatizante parece que sí. Veo que no conoces nada de nuestra historia, han sido tantos años de drama que lo de ahora, a partir de mayo de 2018 cuando a través de un comunicado anunciaron que se disolvían, es una liberación’. ‘¿Por qué no habláis de ello con naturalidad?’. ‘Pues, por aburrimiento y tedio’. Hacía horas que el fuego se había apagado y la madrugada nos sorprendió con una resaca de caballo, con el frío metido en los huesos y una sensación de paz infinita, dije: ‘¿Me puedes acercar a Bilbao?’. ‘¿En el remolque del camión como la otra vez? –reímos–. Por supuesto que sí’. ‘Gracias por la velada y por todo’. ‘Vuelve cuando quieras’. ‘Lo haré’. ‘¿Dónde has quedado con el abogado?’. ‘En su despacho’. ‘Te acompaño’.
          Aguardábamos pacientes en la sala de espera del bufete situado en la calle Máximo Aguirre esquina a Rodríguez Arias Kalea. El primo Andoni chascó la lengua nada más ver a la persona que venía a nuestro encuentro y que después se presentó como el representante legal y portavoz de la familia de mis suegros. ‘¿Qué pasa? –pregunté, antes de que el otro lo escuchara– ¿Por qué te pones a la defensiva?’. ‘Es que no tiene buena fama. Dicen que en 1990 estuvo involucrado en el mercado negro obteniendo licencias para la proliferación de máquinas tragaperras extendidas por la comarca. Al parecer había una flota superior a la permitida, lo cual perjudicó a mis hermanos. Si quieres, después te lo explico –pero no quería. En realidad, me importaba un bledo–. Ahora, seamos amables y ten cuidado, es muy hábil manipulando a la gente’. No había mucho que dialogar, excepto hacerle entrega de los dos juegos de llaves que tenía de la casa y firmar un documento donde me comprometía a no reclamar jamás nada. Tan sólo, y sin que lo supieran, cogí un equipo fotográfico de Alaia. Cuando nos separamos de él, dije: ‘Si no tienes inconveniente, voy a quedarme algunos días más’. ‘¿Y por qué lo iba a tener? Encantado de que lo hagas. ¿Te gustaría conocer algo de la zona?’. ‘Me encantaría’. ‘Entonces, iremos a un sitio espectacular que limita con Cantabria. Una de las rutas que organizo para mis clientes es a la Ventana Relux, las vistas desde allí son impresionantes. Tú y yo tendremos, más o menos, la misma talla, necesitarás ropa de montaña’.
          Equipados para atravesar el monte, caminamos por el lateral de una angosta carretera dejando atrás el pueblo de Herboso y adentrándonos en los espacios verdes tan arraigados a la tierra firme que enrola al vizcaíno de pura cepa. ‘¿Esto está deshabitado?’. ‘No. ¿No ves la leña amontonada a un lado? Se preparan para el invierno, aquí hace mucho más frío que en la capital y quizá no puedan salir en un tiempo, han de tener provisiones’. Sentía una presión bastante fuerte en los pies, y debí de manifestarlo en el rostro porque entre El Callejo y Ambasaguas hicimos un alto para reponer fuerzas. ‘No sé cómo puedes andar tan deprisa con eso –dije, señalando el calzado–, a mí me está matando’. Sacó una hogaza de delicioso pan blanco, medio queso, chorizos que me supieron a gloria y una bota de vino –nunca había bebido en algo así–. ‘Anda, háblame de tu trabajo’. ‘¿Qué quieres saber?’. ‘¿Cómo te hiciste activista?’. ‘El Katrina no se llevó por delante sólo a mi compañera, también nuestros sueños, aquellos que alimentamos con complicidad y deseo de crecer y llegar juntos a la cumbre de la vejez, cosas sencillas que estructuraban el perfil de lo que éramos como pareja. Todo a mi alrededor se transformó en un gran solar del que nunca más fluiría la vida. Descuidé tanto el aspecto físico que de repente me convertí en una persona desaliñada y con manchas de alcohol salpicadas por la camisa. Una mañana, camino del Mayo Civic Center, encontré por casualidad a dos de mis antiguos alumnos’. ‘¿Es un sitio importante?’. ‘Digamos que es un complejo donde se celebran convenciones, eventos deportivos…, todos los acontecimientos multitudinarios que imagines. Pues bien, asistían a la conferencia que la neoyorquina Lois Gibbs, fundadora del Centro de Salud, Medio Ambiente y Justicia, daba en una de las salas principales. Me animaron a ir con ellos y, hasta hoy’. ‘Esa mujer debe tener mucho poder para convencerte’. ‘Su trayectoria es peculiar. Comenzó cuando descubrió que la escuela a la que asistía su hijo de 5 años, en Las Cataratas del Niágara, en Nueva York, fue construida sobre un vertedero de desechos tóxicos, al igual que todo el vecindario. Asustada por los síntomas de enfermedad que manifestaban ya algunos niños, luchó muchísimo con los gobiernos local, estatal y federal, hasta que, gracias a la recogida masiva de firmas, consiguieron evacuar a las familias afectadas’. ‘Ya, pero hay que tener las ideas muy claras para dedicar tiempo y esfuerzo en una causa que a mí me parece perdida’. ‘Bueno, lo fundamental es no mirar para otro lado y reconocer que hay problemas medioambientales, pero también que existen soluciones, a veces tan simples como estar dispuestos a cambiar nuestros hábitos y costumbres.’. ‘Hombre, pasar de lo cómodo a lo austero no es apetecible’. ‘Bueno, pero no se trata de prescindir de la tecnología que nos permite aprovechar mejor los recursos naturales. Nosotros somos Homo Sapiens’. ‘Aprendemos muy bien la teoría, otra cosa es llevarlo a la práctica. Mi negocio funciona sin lujos, tú lo estás comprobando. Sin embargo, a veces, hago cosas que no me gustan para atraer a otra clase de clientes que dejan mucho más dinero’. ‘Es urgente reflexionar. Vivimos eclipsados por la sociedad de consumo, por este usar y tirar a precio de ganga. Compramos artículos baratos sin pensar que su bajo coste se debe a que están hechos por personas explotadas y hacinadas en talleres clandestinos’. ‘Mira, en eso estamos de acuerdo, tenemos más de lo que necesitamos’. ‘Bravo, acabas de dar un primer paso’. ‘¿Cuál?’. ‘Admitir una evidencia’. ‘¿Me ayudas a montar la tienda de campaña?’. ‘Claro’.
          La ubicación privilegiada que tiene el estado de Minnesota, además de la abundancia de lagos, es propicia para avistar el fenómeno de la aurora boreal, comúnmente conocido como “las luces del norte”, que tanto disfruté en la infancia cuando papá organizaba excursiones para nosotros dos. No obstante, pocas veces había contemplado las estrellas brillar con tanta intensidad como aquella noche al raso, junto al fuego que prendió mi primo mientras contaba anécdotas y aventuras de nuestros antepasados y, recordábamos canciones de cuna en euskera. A la mañana siguiente me dolían todos los huesos, pero la experiencia mereció la pena. Levantamos el campamento y reanudamos la marcha. He de reconocer que el paisaje era espectacular, el oxígeno que respirábamos sanador y la compañía inmejorable. Atravesamos los verdes pastizales que dominan la sierra de Ubal, y lo hicimos bajo la vigilante mirada de los buitres preparados quizá para la caza de alguna presa. Y, así, llegamos a la Ventana Relux, con un sol espléndido que facilitó visualizar el mar a lo lejos. Estaba tan ensimismado que quería asomarme por el arco para ver lo que había al otro lado. ‘Cuidado, Markel, ahí sólo encontrarás el abismo –advierte él– y, la verdad, no me apetece recoger tus pedacitos’. ‘Lo siento, es que estoy fascinado y me he dejado llevar’. De vuelta a Herboso nos hicimos algunas fotos entrañables: sobre el carro que tiró del ganado, en la terraza desde la que veía llegar a mi padre del campo y la última, ya en la ciudad, en un hermoso atardecer en el Puente de San Antón, con la Ría de Bilbao como invitada de lujo. Antes de desaparecer por la puerta de embarque y tras buscar refugio en la calidez de su abrazo, dijo: ‘Jamás olvides de dónde vienes’. ‘No lo haré. ¿Vendrás a visitarme a Rochester?’. ‘Ya veremos. La próxima vez que vuelvas prometo tener el jardín vertical en la fachada de la casa’. Años después, antes de declararse la pandemia que diezma a la humanidad, regresé a Euskadi acompañado de Georgia Hardin y William Harrison, que acababa de enviudar. Pero, el primo Andoni, ya no estaba…

domingo, 25 de octubre de 2020

No puedo respirar

4.

En el décimo aniversario de la muerte de Alaia, y en vista de que no levantaba cabeza, mis padres se empeñaron en pasar la Nochevieja en Nueva York, imaginando que el ambiente festivo de Times Square cuando cae la bola animaría mi alma en pena. ¡Qué tontería!, pensé, ya que lo único que me apetecía era seguir arrastrándome bajo el paraguas de una melancolía convertida ya en sustancia tóxica. Pero cedí a sus deseos para no frustrarlos. Caminaba distraído por la calle 46 hasta salir a la Quinta Avenida y llegar a la librería Barbes & Noble, donde pensaba adquirir el libro: “Esto lo cambia todo”, de la periodista y activista, Naomi Klein, en el que describe, con absoluta brillantez, que el capitalismo va contra los testimonios que argumentan la acelerada transformación de la climatología y sus consecuencias. Deanna Leone se situó por detrás de mí, aguardando turno para pagar. La miré y, en un intento de resultar simpático, dije: ‘¿Los va a leer todos? –el comentario sonó absurdo y fuera de lugar–. Disculpe la indiscreción –me sonrojé al notar su enojo–. No pretendía molestarla’. ‘Pues mire, así lo compensamos –relajó el entrecejo–: todos los míos frente al suyo’. ‘Es para mí –sonreí, encajando la ironía–. Bueno, también buscaba biografías de actrices y actores de Hollywood, para regalar, pero no doy con la sección’. Señaló justo a mi derecha y ahí estaban. Salimos a la acera, atestada de gente, con un montón de paquetes en las manos. ‘Veo que ha tenido suerte’. ‘Sí. Llevo una de Steve McQueen y otra de Bette Davis. Gracias por la ayuda, de no haber sido usted nunca las habría encontrado’. ‘¿Le apetece tomar algo?’. ‘Claro’. ‘Vamos al Café Manhattan, hacen los mejores huevos revueltos de toda la city’. Nos abrimos paso entre la multitud que iba a la carrera para llegar los primeros a la parada de taxis. Acostumbrado al ritmo pausado de Rochester aquella locura me agobiaba. Accedimos al local por una puerta que destapó un espectáculo interior muy agradable, con apetitosas vitrinas conviviendo dentro de ellas los mejores ingredientes para elaborar tu propia ensalada o aquellos postres prohibidos a los que era imposible resistirse, por mucho que la conciencia aconsejara lo contrario. En la segunda planta, sentados en una de las mesas pegadas a la barandilla, la vista del recinto era acogedora y el trato a los clientes exquisito. ‘¿A qué te dedicas?’. ‘Trabajo para The Climate Reality Proyect’. ‘Entonces, ¿eres de los que van pregonando que el Ártico desaparecerá?’. ‘Bueno, es una evidencia. Está pasando. Al ser los veranos más cálidos gran parte de la banquisa se derretirá, y la última en hacerlo será una región al noroeste de Groenlandia. Tanto es así, que, mientras perdure un poco de hielo las morsas y los narvales migrarán allí’. ‘Eso es muy discutible. Sólo el Creador puede cambiar el rumbo de las cosas’. ‘Te equivocas. Los causantes somos nosotros con nuestra irresponsable actuación, por eso es fundamental poner en práctica las soluciones que tenemos al alcance. Necesitamos unanimidad mundial y el serio compromiso de la clase política para el cumplimiento de las leyes que protejan los recursos naturales, siempre en desventaja ante los económicos’. ‘El pueblo americano no cree dicho discurso’. ‘¿Eso piensas? Pues, fíjate: California está a la vanguardia desarrollando energías renovables al ver como los grandes incendios destruyen su territorio o Miami que aprecia ya la subida del nivel del mar se replantea algunos cambios. En ambas costas hay colectivos movilizándose, personas que empiezan a desarraigarse del concepto de posesión y de consumo tan entroncado en nuestra sociedad’. ‘Uy, pues yo qué quieres que te diga, no me parecen alarmantes las emisiones de CO2 de la industria, hay que escuchar a los verdaderos entendidos y no a los gurús propagandistas’. ‘Entonces, sabrás que la comunidad científica opina que es urgente eliminar progresivamente la expulsión de esos contaminantes’. ‘Oye, me tengo que ir. Ha sido muy interesante este encuentro, me gustaría repetirlo. Quién sabe, quizá en el futuro hagamos cosas juntos’. ‘¿Por qué no?’. Y así fue como esta mujer, que se cree a pies juntillas los milagros descritos en la Biblia, entró a formar parte de nuestras vidas…

          Hija de un terrateniente de Texas y una criada de origen judío, procedente de Polonia, Deanna Leone fue abandonada a los pocos días de nacer por su madre biológica en el barrio neoyorquino de East Harlem. Envuelta en una pequeña manta, hambrienta y casi en estado de hipotermia, la encontró una afroamericana que iba camino del trabajo. Dentro del pañal llevaba un papel explicando las verdaderas razones que la obligaban a renunciar a la maternidad y también la identidad de la criatura. A la mañana siguiente, faenando en la casa donde servía desde hacía más de tres décadas, consultó con la señora si debía acudir a los servicios sociales, la otra, según escuchaba, pensó y dijo: ‘Yo me ocupo del bebé, Helen. No se apure’. A menudo quiso preguntar por el paradero de la niña pero nunca se atrevió. Los señores movieron los hilos para que un predicador cristiano evangélico, de Carolina del Norte, y su esposa, tras fallidos intentos para concebir, la adoptaran y criaran dentro del ambiente ultraconservador que marcaría, inexorablemente, su actitud ante la vida, aunque, como se verá más adelante, el tiempo suavizará determinadas posturas radicales que defendía con vehemencia.
          El 3 de marzo de 1991, Rodney King, de Sacramento, y raza negra, en libertad condicional por robo, y temiendo ser devuelto de nuevo a prisión, se negó a detener el carro que conducía por la autopista, a gran velocidad, hasta que en el distrito de Lake View Terrace, frenó y, al bajarse, recibió una brutal paliza por cuatro miembros del Departamento de Policía de Los Ángeles. Una semana después se extendieron las protestas por varios estados del país. Algunos reverendos afines al ala más carca del clero pidieron a sus feligreses que no apoyasen las manifestaciones. Deanna no pensaba hacerlo. Sin embargo, se vio envuelta en mitad de la calle cuando iba a la iglesia con su grupo de oración. Fue ahí donde presenciaron el linchamiento a mujeres, hombres, niños… En definitiva: personas convertidas en trofeos de odio. Entonces, una anciana muy parecida a aquella otra que la salvara de una muerte segura estaba a punto de ser aplastada. Sin dudarlo, tiró de ella para apartarla de la muchedumbre que corría descontrolada. Se acercó a su oído y, entre sofocos, dijo: ‘Ahora, estamos en paz’.
          De vuelta al hotel, aprovechando que mis padres no estaban, coloqué en su habitación los regalos junto a la chimenea. Abajo, en la zona del bar, pedí un whisky mientras observaba con envidia, a las parejas que iban y venían hacia los ascensores. Y, así, mirándolos, recordé que uno de los mejores años para mí fue 1995, porque, tras pasar varios meses recorriendo Alaska –trabajaba ya para National Geographic– con una expedición de científicos estudiosos de la atmosfera, cuyo objetivo era denunciar el empeoramiento que sufría la orografía de esa rica zona de la tierra y la consiguiente afectación del efecto invernadero en sus costas y ríos que atraviesan dicho estado, Alaia fijó su residencia conmigo en Rochester. Al principio, los continuos viajes dificultaban la fluidez de nuestra relación, resultando complicado consolidar planes de futuro. Pero, poco a poco, nos adaptamos al presente, aprovechando al máximo el tiempo que pasábamos juntos. Sin embargo, en Estados Unidos ocurrió el mayor ataque terrorista anterior al 11-S. El 19 de abril, a las 9:02 a.m., en Oklahoma City, estalló un camión lleno de explosivos de fabricación casera contra el Edificio Federal Alfred P. Murrah donde murieron 168 personas y resultaron heridas más de 680. Era miércoles y nos pedimos el día libre para comprar algunos muebles, cosas muy sencillas de segunda mano que ella quería para la casa –mi concepto de la decoración se basaba en los trastos viejos que mamá desechaba–. Desayunamos sin prisa, escuchando el piar de los pájaros, el vaivén de las hojas de los árboles arañando el cristal de las ventanas, amándonos con cada mirada, respirando la grandeza del otro y admirando la capacidad de entrega, algo parecido a rozar el universo con la yema de los dedos. No obstante, la felicidad duró hasta que comenzó a vibrar su teléfono móvil alterando de arriba abajo nuestra jornada. ‘Enciende el televisor, amor –dijo, metida en el traje de reportera que tanto me asustaba–. Está bien, señor. Enseguida voy’. ‘¿Qué pasa?’. ‘Ha estallado una bomba. Me tengo que marchar, salimos en una aeronave militar. Siento mucho romper los proyectos para hoy, pero esto funciona así’. Aunque lo sabía, costaba aceptarlo, fundamentalmente por el peligro que a veces corría. ‘Están diciendo que un tal Timothy McVeigh y Terry Nichols, con otros dos cómplices que todavía no han sido identificados –grite para que me escuchara–, son los presuntos autores’. ‘El primer nombre me suena muchísimo… Deja que haga memoria –era una enciclopedia andante–. ¡Ah sí!, es un veterano de la Guerra del Golfo’. ‘¿Y el segundo? –pregunté–. Espera, que… Bueno, lo único que dicen es que se conocieron en el ejército’. El coche enviado por la revista aguardaba fuera para llevarla a la base. Coloqué en el maletero las bolsas con el equipo fotográfico y su mochila en la que siempre llevaba algo de comida, agua y varias baterías de repuesto. ‘Ni se te ocurra empezar la tarta de manzana hasta que yo no vuelva’. Me besó en los labios y sólo pude decir: ‘Llámame…’. Ha dejado un legado gráfico tan extenso que en los momentos polares me ayuda a recordar.

domingo, 11 de octubre de 2020

No puedo respirar

3.

Bajamos al hall del hotel Harrington, donde aguarda el resto de los compañeros que hemos viajado hasta la capital de los Estados Unidos con la organización The Climate Reality Proyect, para participar en la protesta que a nivel mundial se lleva a cabo en contra de los negacionistas del calentamiento global. Sin embargo, la marea humana que va hacia el Capitolio manifestándose por el asesinato de George Floyd, se cruza en nuestro camino uniéndonos al movimiento Black Lives Matter. ‘Markel, mira aquella columna que se dirigen hacia el Monumento a Lincoln –Nelson Baez, eufórico, señala con el dedo–. Ojalá que la nación entera lo esté viendo’. ‘Seguro que sí –afirmo–. Son muchos afroestadounidense asesinados hasta el momento como para acallar los gritos de repulsa’. ‘Cuánta razón tienes –continua–. Si Martín Luther King levantase la cabeza y viese cómo están sus hermanos, y lo poco que se ha avanzado en empatía y tolerancia desde aquel sueño que tuvo, no sé qué pensaría’. ‘Anoche –digo–, navegando por la red encontré en Mapping Police Violence’. ‘¿En qué?’. ‘Seguro que has oído hablar de ello: es el proyecto que investiga las malas conductas de algunos policías. Pues bien, descubrí que un afroamericano tiene más probabilidades de morir violentamente a manos de las fuerzas de seguridad, que el mayor de los delincuentes por el mero hecho de haber nacido bajo el paraguas de una piel blanca. Hay muchísimos problemas raciales, suceden a escasos centímetros de nosotros, pero como son molestos los apartamos de un puntapié en el trasero. Podríamos preparar un congreso para tratarlo, ¿qué te parece?’. ‘Oye, ¿tú tienes vida más allá de las estadísticas y de los informes sesudos? Porque…’. ‘La tuve’. ‘Perdona –se disculpa arrepentido–, no quería ofenderte’. ‘No te preocupes, no lo has hecho’. Fijaos –interrumpe otro compañero muy nervioso–, hay familias enteras con niños pequeños, abuelos y adolescentes que viven en primera persona el hecho histórico que mañana recogerán en los libros de historia’. ‘Bienvenido al mundo real, querido’. ‘Aguardad un instante, ¿qué es esa avalancha que se mueve por allí? –pregunto–. ¿Una contramanifestación?’. ‘No, es el ejército –afirman por detrás de nosotros–. Vayamos alertas’. Según termino la frase, y sin posibilidad de reacción, cargan violentamente contra todos. ‘Markel, salgamos de aquí’. ‘Esperad que haga unas fotos –tiran de mí– para colgarlas en nuestra página’. ‘¡Deprisa, chicos!, que no lo contamos’. Escapamos por los pelos muertos de miedo. De vuelta al hotel, reconfortándonos con una copa de tequila, alguien me pregunta por Georgia Hardin. ‘No sé por qué no habrá venido, pero estoy de acuerdo con vosotros, está muy rara’. Dije, ocultando los verdaderos motivos que yo sí conocía. A la mañana siguiente, apoyados por ambientalistas y una amplia representación de la Confederación de Nacionalidades Indígenas de la Amazonía Ecuatoriana, entonando sus cantos relajantes y pacifistas, marchamos tranquilamente por las calles de Washington colapsando las principales arterias de la ciudad, aunque esta vez no nos vino a disolver el Séptimo de Caballería con su artillería de gases lacrimógenos. Nelson y yo caminamos por detrás de la pancarta cuyo eslogan es: “Estamos a Tiempo De Frenarlo Todo”.
          Un poco antes de irme a Washington, preparando la maleta, encontré en el fondo de un cajón, que apenas abría, la tarjeta de cumpleaños que hice cuando alcancé la mayoría de edad. Pero, lo que mejor recuerdo de aquel día es cuando sonó el teléfono. Era el tío Iñigo para decir que la abuela se moría. Escuché a mis padres discutir en el dormitorio, blasfemar en euskera e inglés, entre portazos que presagiaban la inminente partida. Once horas después los dos volábamos rumbo a España. La premura para adquirir los pasajes obligó a optar por lo único disponible con dos escalas de tres y nueve horas: la primera en el Aeropuerto Internacional Libertad de Newark, en Nueva Jersey, y la segunda en Lisboa. Total, más de una jornada para cruzar de un continente a otro. Llegamos con la bruma del jet lag adherida a la suela de los zapatos. La casa se caía a pedazos, encontramos las tejas amontonadas junto a la leñera vacía, donde una camada de ardillas campaba a sus anchas. Alrededor de los cimientos estaba crecida la hierba, abrupta y aleatoria, como señal de que todo se desmoronaba, igual que la vida de aquella anciana a la que conocía tan sólo por referencias. Otra de mis tías, a pie de cama, maldecía contra los dioses y, al entrar papá, y besar la frente de su madre, le dedicó una agria mirada de absoluto desprecio. ‘¿Ha visto el médico a “ama”?’. ‘¿A ti qué te parece? Igual había que haber esperado a que volviera el señorito de su amada América y así llevarse él los honores’. ‘Déjate de tonterías y dime qué ha dicho’. ‘¿Tú qué crees? Pues que se va, pero que tiene el corazón fuerte. Así que, hasta que aguante, aquí me tiene, presa, como lo he estado toda la vida, viendo a los demás volar, mientras que a mí me amargaba con su mala leche, haciéndome sentir la más desgraciada de todos vosotros. Sin embargo, de no ser por mí…’.
          La discusión entre hermanos subió tanto de tono que preferí visitar Bilbao encaramado en el remolque de uno de mis primos. ‘¿Cómo te llamas? –pregunté tímidamente–, yo soy Markel’. ‘Andoni, y sé quién eres, mutil’. ‘¿Mu, qué?’. ‘Muchacho, chico, chaval. ¿No practicas nuestra lengua, verdad?’. ‘Poco. ¿A qué te dedicas?’. ‘Soy agricultor’. Y parco en palabras, pensé. Seguimos todo el trayecto en silencio de manera que me dediqué a memorizar las advertencias hechas por mi padre para que pareciera un buen vasco. Como, por ejemplo, que era fundamental no comer con los ojos para probar diversos pintxos de las muchas tabernas y guardar los palillos porque con arreglo a los que tengas, pagas. Pero, la voz áspera del pésimo conductor me trajo de vuelta. ‘¡Eh! tú. Hemos llegado al botxo. ¡Bájate!’. ‘¿Adónde?’. ‘Pues coño, al agujero, ¿no ves que estamos rodeados de montañas? ¡Cómo se nota que eres extranjero! A ver si aprendes un poquito’. No supe qué contestar, por eso, di un salto, le agradecí el porte, me sacudí el polvo de la ropa y, ahí estaba yo, a escasos pasos del Casco Viejo dispuesto a saborear las famosas gildas bilbaínas y, a empaparme de su cultura para que nadie de la familia volviera a tratarme de bobo.
          Acostumbrado a Rochester donde la ciudad es más espaciosa, aquellas calles peatonales, estrechas y de paredes agobiantes, provocaban en mí la agonía de quien se siente prisionero. ‘Perdone –abordé a un viandante–, ¿podría indicarme dónde hacen el mejor txangurro a la donostiarra? Vengo desde muy lejos y tengo entendido que la carne de centollo es exquisita’. La hospitalidad de aquella persona colocó mi destino en la misma entrada de la “Taberna el Puente”. Iker y Sira, que posteriormente se convertirían en mis suegros, regentaban aquél típico local en la confluencia de las calles Ronda con María Muñoz. ‘¿Y cómo se vive en los Estados Unidos? –dijo la mujer a la vez que cortaba un trozo bastante generoso de tortilla cuajada al punto que regué con chacolí– Anda que no está eso lejos. ¿Has venido de vacaciones?’. ‘No, exactamente. Mi abuela se muere, somos del Valle de Carranza’. ‘Alaia –llamaron a alguien por el hueco de la escalera–, ¿quieres bajar de una vez, por favor? La culpa es tuya que la consientes demasiado’. ‘Eso, tú como siempre, escurriendo el bulto’. Ellos también se echaron a reír al ver que yo lo hacía. Entonces, empujando la puerta abatible con la cadera, apareció la chica más guapa del mundo. ‘Hija, mira, este joven y atractivo caballero viene de Minnesota’. ‘Vaya, un verdadero yanqui del Medio Oeste, ¿eh?’. ‘¿Por qué no te encargas tú de que no le falte de nada?’. ‘¡Ay, mamá! Eres tremenda y la mayor lianta que conozco’. ‘Venga, enséñale nuestras cosas’.
          ¿Conoces las Siete Calles?’. ‘No’. ‘¿Y el muelle Marzana o el mercado de la Ribera?’. ‘Tampoco’. ‘Imagino que ni idea de El Arenal por donde pasea todo bilbaíno de pura cepa. Y supongo que, el lavadero de mujeres te suene a chino, claro.’. ‘Alaia, para mí esto es nuevo –le dije en nuestra segunda cita–, pero quiero verlo todo’. ‘Entonces, empezaremos por el Ascensor de Begoña, que lo construyeron en 1949 y, ¿a qué no sabes por qué?’. ‘Obvio que no’. ‘Para unir el centro con el barrio de Santutxu. Además, quiero que vayamos a “los arcos de la Plaza Nueva. Dicen que allí, en los bares escondidos entre sus columnas, se han dado los besos más apasionados de la ciudad’. ‘Pues no se hable más, ¿hacia dónde tiro?’. Nos citábamos cada tarde. Me había enamorado como un perdido y ella también. La abuela murió mes y medio después, lo cual significaba que, en cuanto tuvieran arreglados los asuntos legales nosotros volveríamos a Estados Unidos, y yo no quería. Una noche, mientras abríamos las camas, le planteé a papá la posibilidad de quedarme un tiempo para conocer Euskadi, pero su respuesta fue tajante: ‘¿Qué quieres, que tu madre me la líe?’. Él se pasaba muchas horas en el monte, pensativo, con la bota de vino colgada del hombro y un palo con el que ayudarse por los terrenos empinados. De regreso vio que dos de sus hermanas montaban en cólera conmigo, porque se rumoreaba que yo salía con la hija de un tabernero bien situado y que, a la caída del sol, se nos veía meternos mano en el Estanque del Parque de doña Casilda, al que todos llaman “el de los patos”. ‘¿Es eso cierto, Markel? –me pregunta–. Aquí las cosas funcionan de otra manera’. ‘Te lo puedo explicar’. Así lo hice, y aquella historia de amor le recordó tanto a la suya que, tras pensárselo unos minutos, propuso el siguiente trato: volver con él, acabar el curso y luego, si seguía sintiendo lo mismo, vendría a España a pasar el verano…