domingo, 25 de junio de 2023

Detroit, una historia cualquiera

20.

          –¿Tenéis cigarrillos? –pregunto al grupo de chavales que morrean detrás de los árboles.
          –¡Lárgate de aquí, viejo asqueroso! ¡Qué, abuelo! ¿Se te pone dura mirándonos? –dice amenazante uno de los chicos.
          –Pero si sólo quiero un pitillo –exclamo como alma en pena.
          –¡Sí, seguro! ¿A que te doy una hostia, imbécil? –suelta el más bravucón.
          –Dejadle, coño, es un pobre hombre inofensivo –interviene una chica pendiente del móvil.
          –¿Inofensivo? Es un muerto de hambre, un despojo, un malhechor. Un… –Esas palabras de desprecio me hieren profundamente, así que, girando sobre los talones avanzo hacia la incertidumbre de otra ruta diferente.
          El hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company ha vuelto a ser abuelo. La primera mañana de la primavera en curso, arrastrando la resaca de semanas atrás por el fuerte temporal de lluvias torrenciales, frío más propio de otra época del año y viento huracanado cruzando Michigan de norte a sur, viene al mundo con cuatro kilos trescientos gramos una bellísima niña de piel mestiza, pelo castaño ensortijado, ojos verde aceituna, grandes y expresivos, dedos rollizos, cara sonriente de facciones perfectas y el orgullo de llevar con mucha dignidad el mismo nombre de la bisabuela. La habitación del Detroit Medical Center, donde madre e hija se recuperan del esfuerzo librado en el paritorio, está llena de peluches, cajas de bombones, diminutos zapatos hechos a ganchillo y gente allegada que no quiere perderse el fantástico ejercicio de buscar en la criatura parecidos familiares, sobre todo de la rama afroamericana. El flamante padre, profesor de literatura en la escuela superior y entrenador del equipo infantil de béisbol del vecindario, es descendiente de irlandeses afincados en Estados Unidos desde el siglo XIX, cuyos lazos interraciales estrechados entonces, consolidaron una comunidad de inmigrantes blancos y negros donde la aceptación y la inclusión del otro fue fundamental para llegar al mestizaje de ahora.
          –Cariño, estás agotada y aquí somos muchos –dice el pletórico abuelo besando la frente de quien siempre será su pequeña–. Enseguida despejo esto.
          –No molestan, participan de nuestra alegría. ¿Dónde está mamá? –pregunta la joven con la sensibilidad a punto de romper.
          –Vendrá más tarde con tus hermanos –dice el marido buscando la aprobación del suegro cuando en realidad está en observación tras sufrir un desmayo por la larga espera.
          –Ya sabes cómo es tu madre –dice quitando importancia a la ausencia de su esposa–, que al final ha de controlarlo todo.
          Mientras, y convencido de que se trata tan sólo de una bajada de tensión, el hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company, con la vista perdida en el horizonte, recuerda el sacrificio de sus antepasados cuando, sangrándoles la piel desgarrada del látigo empuñado por el amo, se deslomaban en los campos de algodón bajo el marco de la esclavitud. De niño, llegando a esconderse debajo de la cama, escuchó historias terribles de monstruos que sacaban de noche a las niñas y a los niños para llevárselos al mercado de esclavos en donde los vendían por un buen puñado de monedas. Durante años, por si acaso le tocara también a él, durmió con su fiel perra Mitumba a los pies de la cama, llamada así en honor a los montes del Continente Africano que hacen frontera con la República Democrática del Congo, Burundi y Ruanda. Absorto en los pensamientos y con sensación de estar cerrando una etapa con la muerte de su madre y abriendo otra con el nacimiento de la nieta, no se ha dado cuenta de que con mucha diplomacia, una sanitaria ruega que salgan de la habitación porque la bebé va a iniciar la fantástica aventura de mamar…
          –A ver cómo se porta esta preciosidad –dice la enfermera sacándola de la cuna y colocándola en el pecho de la madre.
          –Papá, tú quédate –el hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company se sitúa junto a la cama y asiste al hermoso espectáculo de vida que ocurre delante de él y lamentando no poder compartirlo con sus seres queridos ya ausentes.
          El reverendo Bob W. Perkins junto a las feligresas y los feligreses más comprometidos, han preparado una fiesta de bienvenida a Megan Aniston para celebrar su salida del hospital. Acompañada de los dos nietos acude a la Iglesia para pedir oraciones por toda la gente que ha cuidado de ella, desde el personal de limpieza y mantenimiento, hasta el de cocina, el administrativo, auxiliares, camilleros y demás profesionales titulados que apostaron por sacarla adelante. Ajena a la sorpresa que está a punto de recibir y dispuesta para asistir al estudio semanal de la Biblia, entra en la sala todavía vacía, le resulta extraño. Concentrada para la meditación cierra los ojos y repasa de memoria algunos pasajes evangélicos.
          –¿Qué haces aquí tan sola? –pregunta desde la puerta un chico cuya labor es llevársela a donde la están esperando.
          –Haciendo tiempo hasta que lleguen los compañeros, no tardarán. Quédate, si quieres.
          –A lo mejor no vienen, ahora se reúnen allí –señala con el dedo–, cerca del porche.
          –Bueno, igual ya no –el otro, inquieto, busca la mejor manera de convencerla.
          –¿Hace mucho que vienes? –pregunta Megan.
          –Un poco.
          –No nos habíamos visto, he estado enferma y hoy es mi primer día después de muchos meses.
          –¿De veras?
          –Sí, figúrate, casi no me acuerdo de nada.
          –Comprendo, pero se te ve estupenda –desesperado juega uno de los últimos cartuchos–. En serio, hágame caso, ya no se reúnen aquí.
          –Bueno, está bien. Vamos, pues. –La emoción asalta el corazón de la mujer cuando ve a sus compañeras y compañeros, a las voluntarias y los voluntarios de Pope Francis Center y a su hija agasajándola como nunca antes nadie lo había hecho. Entonces piensa en el equipo de urgenciólogos que pusieron los primeros parches a su debilitada vida, en la doctora Violeta Reyes, directora de la Unidad de Cuidados Intensivos que en lo peor del covid la mantuvo como pudo en una cama asignada quizá para otra persona más joven, en Nathan Trembley, hoy gerente del Detroit Medical Center, y en aquel momento jefe de Medicina Interna quien no escatimó gastos ni esfuerzos con ella, a la hora de derivarla a otras especialidades, en la enfermera Gómez que la traía pastelitos de su casa, y en tantas y tantos por los que se siente eternamente agradecida y en deuda.
          La manzana donde estuvo ubicada la Motors Carson Company ahora es un solar abandonado, un basurero a las afueras de la ciudad en donde apenas queda civilización excepto una camada de ratas campando a sus anchas por encima del suelo cubierto con cristales rotos. Sobre montículos de escombro y maletas rotas que alguna vez transportaron deseos, descansa parte del luminoso con el logo de la empresa fundada por George Ayden Carson, mi abuelo paterno. Si soy sincero, pese a las rozaduras de los talones que me impiden avanzar, el camino ha sido largo hasta llegar aquí, donde concluye un viaje ya sin retorno, una etapa de vida fructífera en un sentido y traicionera en otro. Confieso que si hago balance desde entonces acá destacaría mi arrogancia teniendo los bolsillos vacíos, la superioridad con la que he tratado a quienes han querido ayudarme, la falta de valor no aceptando mi condición de pobre, el orgullo siempre a la defensiva maquillando una posición social que ya no ocupaba, renegando de mis raíces, ejerciendo la supremacía blanca, mostrándome valiente cuando en realidad siempre fui un cobarde sin agallas. En definitiva, la radiografía de un hombre frustrado. Nunca me he parecido, ni en el fondo ni en las formas –en cuanto mamá podía me lo echaba en cara–, a mis hermanos Colorado Sprint y Dakota, dos seres alegres cuyo periodo vital fue muy corto. Aunque en la infancia los acompañé en ciertas travesuras pronto ocupe el sitio asignado para mí: era el primogénito, el elegido, el representante, el invitado en la sede del Partido Republicano, el más listo de la familia, el jefe, el heredero. Pero ahora estoy cansado y viejo, y nada de aquello ha merecido la pena. Sentado en un bloque de ladrillos unidos por el cemento sin deteriorar, aguardo a que se eche la noche. La luna tímida, en cuarto menguante, tiene cara de frío, apenas siento los dedos, tampoco la respiración, la escarcha ha engominado el poco pelo que me queda, cierro los ojos y me dejo llevar por el abrumador silencio…
          –Perdonen –pregunta Christopher con cautela–: ¿han visto a este hombre? –lleva una fotografía mía sacada de internet.
          –Sí, yo sí, pero la información no la doy gratis –saca unos dólares que el otro le arrebata.
          –Por el puente MacArthur, ya sabe, el que cruza el río Detroit.
          –¡Pero cómo va a ir por ahí! –dice otro homeless– Que no, amigo, vaya hacia Franklin Park, acabo de cruzarme con él.
          –Imposible, está en el distrito financiero…
          –Querido, es inútil, llevamos así semanas y no damos con él –dice el marido de Christopher–, es como si se le hubiese tragado la tierra.
          –No pienso rendirme, vete a casa si quieres –dice con notable tristeza.
          –Vayamos de nuevo a los hospitales.
          –Espera, tengo una corazonada. Sube.
          Arranca el auto y va hacia la dirección que recuerda haberle oído comentar a Ayden. La circulación a esa hora es intensa, sobre todo en las avenidas y bulevares más céntricos, por eso, para evitarlo, bordea un amplio perímetro hasta que se ve obligado a aminorar la marcha. Oficiales del sheriff del condado de Wayne y del Departamento de Policía acordonan el acceso a esa zona y desvían el tráfico al carril contrario. Christopher se mete por callejones estrechos presumiblemente peligrosos, tomados por delincuentes y drogadictos dispuestos a llevarse a cualquiera por delante.
          –Chris –advierte su pareja–, nos van a rajar. La verdad, no sé qué pretendes.
          –Enseguida llegamos –dice tranquilizador.
          –Oye, allí hay mucho jaleo, está la televisión.
          –Salgamos de dudas. –Bajan del coche y preguntan a uno de los periodistas a punto de salir en antena.
          –¿Qué ha pasado?
          –Han encontrado a un mendigo tendido sobre aquellas ruinas –señala al horizonte.
          –¿Quién es? –preguntan
          –Nadie, va indocumentado.
          La presión en la boca del estómago de Christopher levanta sus nervios, de repente ha dejado de ver y de oír a su alrededor las voces que le piden calma y alejamiento. Agentes del FBI custodian el cuerpo a la espera de que el juez levante el cadáver semi tapado con una manta.
          –Oiga, aquí no puede estar.
          –Es que… –balbucea.
          –Váyase, por favor.
          –No, yo…
          –¿Le conoce? ¿Puede identificarle?
          –Sí…
          –Señor –llaman a la persona al mando poniéndole al corriente.
          –Está bien, díganos.
          –Es Ayden Carson, director de la Motors Carson Company, una de las mejores industrias automotriz que ha tenido la ciudad de Detroit. –Las lágrimas ahogan la garganta de Christopher mientras nota la mano de su marido apretando la suya. Cae la lluvia, fina y persistente, hundiendo en el barro el cuerpo del amigo. Un avión, en posición de descenso, cruza el cielo adornándolo con pequeños destellos de luces rojas e intermitentes, para, segundos después desaparecer en la oscuridad.
          –Hasta que se lo lleven quédense ahí –dice uno de los agentes
          –Claro.
          –¿Llama usted a los familiares?
          –No tiene a nadie, yo me hago cargo.
          A los pocos días, el hijo de Joanne, Christopher y Megan Aniston llevan hasta el mirador desde donde se contempla el skyline de Canadá, las cenizas de Ayden Carson, ese hombre que gastó buena parte de su energía en demostrarle al mundo que era un tipo borde y huraño…

domingo, 11 de junio de 2023

Detroit, una historia cualquiera

19.

Cuando los servicios de emergencias acuden a la llamada desesperada de Christopher, quien me ha encontrado por casualidad, y acceden hasta el puente de Chestnut Street, con las dificultades que conlleva ese punto concreto, apesto a vómito y orín, he perdido dos incisivos inferiores y tengo los pulmones como una olla exprés preparada para estallar impregnándolo todo de mucosidad amarillenta y pegajosa. Estoy algo desorientado y apenas camino por la hinchazón de tobillos. Además, a consecuencia de la fiebre, digo auténticas barbaridades y amenazo a todo bicho viviente con un rifle invisible haciéndoles culpables de mis desgracias. Entre dos personas y un tercero sosteniendo en alto la botella de suero, me sacan de ahí en  camilla mientras blasfemo y predico la llegada del fin del mundo. Tengo el cuerpo molido y tirito de frío debajo de la manta térmica. Los homeless que en ese momento se encuentran ahí, para no comprometerse mantienen vivas las hogueras donde se calientan y agachan la cara, enrojecida por el alcohol, como si alrededor suyo no pasase nada.
          –Póngase la mascarilla, por favor –le dan una.
          –Quitadme las manos de encima, coño –grito muy enfadado.
          –Por el bien de todos es mejor que colabore –dice la doctora recién salida de la facultad.
          –¿O si no, qué? ¿Me van a esposar? –la joven desprecinta la jeringuilla y coge una pequeña botella con líquido transparente.
          –Nosotros no obligamos a nadie, pero si nos llaman activamos el protocolo y atendemos correctamente. Usted decide.
          –Déjate hacer, Ayden –sugiere Christopher junto a la ambulancia–, han de inyectarte un antiinflamatorio.
          –Díganos dónde le duele.
          –En el alma por las putadas de la vida, los desprecios públicos de mi madre, la mala suerte cebándose conmigo y el fracaso con las mujeres –muestro agresividad.
          –¿Antes de encontrarle su amigo se ha desvanecido?
          –No.
          –¿Con qué se ha hecho esa herida? –se refieren a una boca abierta muy fea en la pierna.
          –¡Eh!, un momento. Vaya pregunta tonta que le hacen al muchacho, ¿no? –dice alguien que lleva pasamontañas–. ¿Creen que dormir a la intemperie es como hacerlo en un colchón mullido después de una ducha caliente y beberse un vaso de leche con galletas?
          –Tenemos insectos y roedores deseosos de sangre –contesta otro de los mendigos separado del grupo, pero el equipo médico le ningunea.
          –¿Cuánto hace que lo ha notado? –la doctora insiste mientras aprieta distintas zonas alrededor de la herida.
          –Es la primera vez –mentira, tengo pinchazos desde varios días atrás.
          –Debería de haber ido al médico.
          –Mírame encanto, ¿acaso habrían atendido a un tipo como yo llevando estas pintas? –río a carcajadas, también el resto de los vagabundos.
          –Bueno, hay instituciones que lo proporcionan, por ejemplo Pope Francis Center.
          –Claro, y el sol sale siempre cada mañana por el este, no te jode.
          Hora y media después, sin aparente gravedad, con el ritmo cardiaco estabilizado, el edema de los tobillos desaparecido y la respiración normalizada determinan que el cuadro clínico que presento no es para llevarme al hospital. Christopher, preocupadísimo y contrario a tal decisión, insiste en que me vaya con él a su casa hasta recuperar del todo la salud. Medito la propuesta y barajo la posibilidad de aceptarla, pero rechazo la invitación al no seducirme la idea de convivir con dos homosexuales –obviamente no lo digo–, soportar las mariconadas con pluma exagerada, aguantar las risitas nerviosas mientras mueven el culo pelando zanahorias para el pastel, mezclar mis calzoncillos de macho con los suyos diminutos y provocadores, arriesgarme a un presunto contagio de SIDA o tirar mi reputación abajo, si es que aún alguien me reconoce, siendo señalado como un miembro más del gremio. En definitiva, toda una artillería pesada y cargada de prejuicios, absurdas vanidades e intransigencias de esta sociedad nuestra compartimentada en guetos.
          –¿Estás seguro? Piénsalo bien, puedes quedarte el tiempo que quieras –dice apenado.
          –Sí, absolutamente –respondo sin dar los verdaderos motivos homófobos para no herirle–. A estas alturas de la vida no consiento ser una carga para nadie.
          –Y no lo eres ni lo serás al menos para mí –se le humedecen los ojos.
          –¿Has pensado en tu pareja?
          –No le importara, estoy convencido.
          –Quizá no esté de acuerdo ni le apetezca tener a un intruso sentado en vuestro sofá.
          –¡Qué va! Es una excelente persona, sabe cómo nos conocimos aquella noche donde estuvieron a punto de rajarte y cuánto valoré tu paciencia escuchando mis problemas.
          –Hombre, me salvaste de una buena paliza, de no ser por ti tal vez no lo cuento.
          –Ayden, acaban de atenderte por sufrir una crisis de hipotermia y deberías estar en un sitio seco, bajo techo, con ropa limpia y algo caliente en el estómago, esto es insalubre, si continúas aquí no durarás mucho. De verdad, ven conmigo.
          –Aborrezco el matiz caritativo de las personas –soy borde para que me deje en paz, por su propio bien.
          –¿Crees que lo hago por compasión? –quedo en silencio–. Bueno, si cambias de opinión la oferta sigue en pie. Imagino que esto –saca unos dólares de la cartera– te ayudará para ir tirando. Estoy de tarde en el restaurante, pero después vuelvo y traigo unas alitas de pollo, ¿quieres? –niego con la cabeza, aprieto su hombro en señal de agradecimiento y comienzo a caminar iniciando así la cuenta atrás de lo que está por venir…
          Nathan Trembley, a punto de dejar el cargo de jefe de Medicina Interna, ha recogido el guante para dirigir el Detroit Medical Center y afrontar el reto de mejorar las condiciones laborales de todos los trabajadores del hospital así como también la estancia de los pacientes y sus acompañantes. A lo largo de estas últimas semanas ha comprobado las infraestructuras en las distintas áreas, mantenido conversaciones con los responsables de planta para tener en cuenta sus opiniones, de igual modo con el consejo de administración, patrocinadores, farmacéuticas, técnicos de laboratorio y, por supuesto, ha escuchado aquellas necesidades de los compañeros que, con anterioridad, trasladaron a la junta directiva saliente sin obtener respuesta alguna. Poco a poco, o mejor dicho, noche a noche, ha elaborado el programa de propuestas para la toma de posesión del cargo. A su modo de ver es fundamental poner en práctica los avances de la ciencia, ser los primeros en el ranking de investigación y descubrimiento de enfermedades infecciosas atajándolas con tratamientos experimentales probados y seguros, hacer  una cantera sólida cubriendo todas las especialidades, acudir a simpósium mundiales donde grandes profesionales de la medicina ponen en común sus proyectos, destacar la importancia de invertir en nuevas tecnologías y más aún en capital humano. En definitiva, poner a disposición de todas y de todos, su capacidad de gestión, el respeto al oficio y comunicar un mensaje de unidad emergente, para que aquellos que depositan sus vidas en manos de ellos, gocen de total tranquilidad. La decisión no ha sido fácil, fundamentalmente por lo que conlleva de sacrificio en las relaciones personales y de generosidad respecto de su familia conscientes de que en lo sucesivo apenas le verán. Le asaltan dichos pensamientos mientras repasa el discurso en la sala de médicos, adonde irrumpen dos de sus colegas más cercanos.
          –No sabes cuánto me alegro de que hayas tomado en consideración la idea de ser nuestro capitán –dice Violeta Reyes, directora de la Unidad de Cuidados Intensivos.
          –Joder, cubana, ya me has subido de rango –le sigue el juego Nathan Trembley–, aunque en casa no tengo a mis chicas tan contentas –refiriéndose a la esposa e hijas–, dicen que ahora me perderé la graduación de la pequeña, el Día de Acción de Gracias, los sermones del pesado de mi cuñado, la celebración del 4 de julio y un sinfín de eventos más.
          –No las hagas caso, en el fondo están encantadas con perderte de vista –ríen los tres
          –¿Hay buena respuesta por parte de la gente? –pregunta Darren O’Connor, adjunto de cardiología.
          –Sí, pero ha de dimitir primero el actual director.
          –Pues está tardando en despegar el trasero de la silla –dice ella.
          –Todavía no sé bien en las condiciones que deja el centro, según me han contado la gestión financiera no ha sido su fuerte y corren rumores de que nos encontramos endeudados hasta las orejas.
          –No te agobies, Nathan –dice Darren–, sabrás salir del agujero. –Cada uno de ellos vuelve a sus quehaceres.
          Un grupo de enfermeras y enfermeros irrumpen en la sala, es la hora del lunch y lo hacen por turnos, comentando cómo les ha ido la jornada y algunos también los planes que tienen para el sábado. Sin embargo, el relajo dura poco, el hospital ha recibido aviso de la llegada de varios heridos en estado muy grave, al estrellarse un avión particular a pocos metros del despegue. En el muelle de entrada a urgencias todo está preparado para recibirlos…
          El aumento diario de personas acudiendo a recoger su bolsa de comida está dejando a la iglesia del reverendo Bob W. Perkins apenas sin alimentos, dándose la circunstancia de que las feligresas y feligreses que antes lo donaban ahora son también quienes lo necesitan. Muchos, aun teniendo dos o más trabajos, atraviesan dificultades económicas de gran calibre debido a la subida de impuestos, el precio desorbitado de carburantes, el deterioro de la salud –afectando bastante a la mental–, la elevada inflación, la diferencia de clases y el encarecimiento de las materias primas. Nadie se pone en la cola del hambre por capricho, ni por vivir una aventura irrepetible acampa con la familia en algún parque de la ciudad haga frío o calor, tampoco rebusca entre las basuras de los restaurantes restos comestibles, pero es posible que algunos opinen lo contrario y tachen a los homeless de vagos, borrachos, drogadictos y prostitutas, incapaces de acatar las reglas de conducta impuestas en la sociedad.
          Una comitiva oficial penetra con mucho ruido por las calles de Detroit en busca de apoyos. La maquinaria electoral está en marcha y los simpatizantes del Partido Republicano ensalzan la figura del candidato DeSantis, como el mejor rival frente al demócrata Biden, ninguneado por su edad. Pero los verdaderos problemas de la gente de a pie se circunscriben en cómo llegar a fin de mes, tener una vivienda digna, qué posibilidades de crecimiento personal hay respecto a mejorar la calidad de vida, cuál será el futuro de nuestras hijas e hijos si rozan la pobreza infantil, ayudas complementarias para tantas ancianas y ancianos que no pueden costearse la estancia en residencia. En definitiva, aquellas cosas tan importantes para la gente y que los políticos olvidan con facilidad.
          –¿A dónde irán tan deprisa? –pregunta un mendigo.
          –A jodernos un poco más –suelto con los ojos encendidos.
          –Por lo menos son cinco o seis coches escoltados por agentes de la oficina del sheriff –interviene una chica que se acerca a nosotros empujando un carrito de la compra.
          –¡Qué va!, yo he contado nueve –responde el otro.
          –¡Sí, hombre! ¡Nueve! ¡Y una mierda! –concluye ella.
          –Sólo eran tres, os lo aseguro, y han girado hacia el distrito financiero. –Estoy cansado del paisaje hostil transitado a lo largo de mis días, me duelen los amaneceres que apenas tienen ya sentido, acuesto el cuerpo sobre el colchón de cartones húmedos y en los párpados, al cerrarlos, la oscuridad va tomando forma. Abro los ojos, respiro hondo y un murciélago en lo alto de una rama no deja de observarme…