domingo, 17 de septiembre de 2023

Cerca de las Smoky Mountains

1.

A Benjamín Carreras
por la conversación,
por su ayuda y generosidad,
por cuanto aprendo de él,
por la amistad que nos une
y por los momentos que aún nos quedan:
Gracias.

Un científico menorquín afincado en Estados Unidos y al que admiro profundamente dice que Tennessee es un Estado que pasa desapercibido en la vida nacional e internacional. Sin embargo, la espectacular naturaleza con recodos abruptos para senderismo, los lagos y cascadas idóneas para practicar rafting y kayak, las leyendas contadas por los más longevos respecto a los indios Cherokee –aún hay una reserva junto al Smoky Mountain Park–, el paisaje montañoso perfilando el horizonte y dotándolo de una belleza sin igual, ser uno de los lugares donde se pagan menos impuestos, perder la noción del tiempo preservando la privacidad de lo cotidiano, el bajo costo de la vivienda, ser la patria de la Country Music y la venta directa del agricultor al consumidor en el mercado de verduras y otros artículos, son algunos motivos muy sugerentes para atraer a muchos estadounidenses que, disfrutando ya del retiro, deciden migrar aquí para disfrutar de la vida en el marco de un entorno sosegado. Esta zona es hermética, conservadora, rustica y, pese a no estar dentro del callejón de los tornados, ahora, tras la variación en los patrones climáticos, han aumentado mucho más, no sólo procedentes del Golfo de México, sino que a consecuencia del fenómeno del Niño, también lo hacen por el Pacífico. Para quienes hayan visitado otros lugares del mundo, en Tennessee encontrarán justo lo opuesto a New York, Tokio, Delhi, Madrid o El Cairo donde la masificación y el caos circulatorio anulan el lenguaje de los pájaros, la espectacularidad de la luna llena y el tan preciado silencio en los vecindarios.
          Pocas veces la prensa, salvo la de ámbito local, se hace eco de cosas ocurridas en esta extensión de terreno norteamericano, pero cuando algo resalta sobremanera ocupa en portada grandes titulares, máxime con la repercusión que hoy tienen las redes sociales para difundir cada noticia, sea verdadera o falsa, a la velocidad del relámpago. Un claro ejemplo ha sido cuando después del tiroteo en la escuela Covenant, de Nashville, perpetrado por una mujer de 28 años, donde murieron dos niñas, un niño, la maestra suplente, el conserje y la directora, salió en todos los Medios, y no precisamente por dichos asesinatos, sino porque muchísimas personas, paralizadas por el miedo a ser ella la siguiente víctima o alguien de los suyos se manifestaron pidiendo la restricción de armas en los colegios, teniendo en cuenta que tras la pandemia se han incrementado los asesinatos a manos de adolescentes con traje de justicieros. Alumnas y alumnos, madres y padres, familiares, amigas y amigos, vecinas y vecinos, en definitiva, gente de bien, encabezaron la protesta frente a la Asamblea del Estado. Junto a ellos iban los legisladores demócratas de raza negra Justin Jones, Justin J. Pearson –aunque luego los readmitieron en un principio fueron expulsados de la Cámara de Representantes– y su compañera de piel blanca Gloria Johnson, quienes no dudaron en sumarse a la reivindicación ciudadana. Pero de poco ha servido el esfuerzo al ser esta una sociedad que ha normalizado los tiroteos, sobre todo teniendo en cuenta que para este territorio, mayoritariamente conservador, las pistolas y la Biblia son elementos sagrados, además de la imposibilidad de luchar contra el lobby de la industria armamentista respaldada por la National Rifle Association of America y bajo el paraguas de la Segunda Enmienda. Así pues, por mucha movilización activista que haya y vigilias nocturnas en apoyo a los damnificados, tal reivindicación no va más allá de ser una batalla perdida.
          Lenoir City es una ciudad pequeña, tranquila, con esa peculiaridad característica de lentitud en las personas que no están agobiadas por las prisas de las grandes urbes. Sus gentes, con perfil rural de cowboy y complexión gorda, fruto de la alimentación grasienta que predomina no sólo aquí, componen una sociedad individualizada cuyo centro social se desarrolla en la iglesia. En la década de 1940, provenientes de las granjas agrícolas de la zona, muchas familias comienzan a trabajar en la construcción de la presa de Fort Loudoun, poniendo así su granito de arena en la expansión demográfica del condado. Opal Nelson es una mujer de sólidos principios demócratas. Nace veinte años después, en 1960 y, al ser la mayor de once hermanos –sólo sobrevivieron cuatro, los demás murieron al poco de nacer–, todos varones, fue educada para ocuparse de las tareas domésticas. Sin embargo, aficionada a la lectura desde muy joven y tras haber leído una biografía de Anne Dallas Dudley, líder nacional y estatal en la lucha por el sufragio femenino, comprendió que no podía permitir que le negasen las mismas oportunidades de igualdad y crecimiento personal disfrutadas por los hombres, justo es decir también, que la influencia de su abuela Tillie jugó un papel importantísimo para ella. Así que, cuando terminaba de hacer los recados y las tareas de clase, se pasaba las horas muertas en la ferretería regentada por uno de los matrimonios más célebres de toda la comarca: los Mathinson, pareja de casi setenta años, sin herederos. Alcanzada la mayoría de edad, tuvo la grandísima suerte de que la contrataran para ayudarles en la tienda. Transcurridos pocos meses, y en vista de lo bien que se desenvolvía al otro lado del mostrador, sin problema alguno con los nombres y utilidades de las distintas herramientas, se quedó al frente del negocio y, aunque en la actualidad lo ha adquirido la franquicia The Bricolaje House Construction CO, sigue ahí de encargada. Aprendió a tratar a la clientela con suma amabilidad, adelantándose a sus necesidades, aconsejándoles mejoras en aquellas cosas a reparar, consiguiendo en el mercado de segunda mano maquinaria difícil de encontrar y siempre a la última de nuevos materiales inofensivos para el medioambiente como el barniz compuesto con materias primas de origen vegetal, gubias con mango ecológico, tacos de lija reciclada o toda clase de tornillería autorroscante, por citar algunos ejemplos. Y fue así cómo, sin planificar demasiado el futuro, encontró la fuente de ingresos con la que financiar la vida.
          –Hola, Opal. ¿Te quedan llaves grifa de 36 pulgadas? –pide el fontanero del vecindario.
          –Claro, precisamente me acaban de llegar estas. Mira, tienen un revestimiento especial en el remache metálico de modo que si necesitas golpear con ella no se lastimará.
          –Ya, pero son más caras que las estándar –dice, dudando en si llevarla o no, aunque al final la hará caso.
          –Bueno, un poco, pero aunque hagas un mayor desembolso a la larga es más rentable. Fíjate cómo se adapta a la mano y a la ondulación de los dedos, es muy ligera de peso. Y cómoda, no lo olvides.
          –Joder, ya me estás liando –al fondo, dos mujeres en discreto silencio miran algunas cosas y Opal se acerca adonde están.
          –¿Notas lo robusto del acero? –interrogo al fontanero que le tengo ya casi comiendo de mi mano.
          –Nada.
          –Bueno, ve mientras atendo a aquellas personas, lo piensas.
          –Vale.
          –¿Puedo ayudarlas? ¿Buscan algo concreto?
          –Licuadoras.
          –Esas de ahí son nuevas y muy fáciles de manejar, cualquier duda me preguntan –dice sonriente. Entra otro comprador y se dirige a él.
          –Tengo tu motosierra de segunda mano por 190 dólares –le dice al dueño de la mayor explotación agrícola de la comarca que además es amigo.
          –Me gusta mucho esta.
          –No me extraña, es de 12 pulgadas y ronda los 560 dólares. Va por batería de 56V. El motor es sin escobillas y su diseño ligero la hace mucho más fácil de manejar. Lleva incorporado un engrasador de cadena automático y tanque de aceite.
          –Se me sale del presupuesto –asegura entristecido el granjero–, no me está yendo muy bien últimamente.
          –Bueno, verás como al final todo se arreglará.
          –Esperemos. Detrás, en el almacén te dejado tu caja semanal de fruta y verdura.
          –Gracias –paga el aparato y se marcha.
          –Vente y tomamos una cerveza cualquier día de estos.
          –Lo haré.
          –Entonces, qué –vuelvo con el fontanero–, ¿te pongo la llave grifa? Espera, ha venido también hilo para soldar de acero al carbono, sin revestimiento de cobre, es más respetuoso con el medio ambiente.
          –No pierdes ocasión ¡eh, ferretera!
          –Tendrás queja –se afana en buscar siempre el equilibrio entre cliente y empresa: satisfaciendo a uno y reportando ganancias a los otros–, te trato con un mimo exquisito.
          –Ya, y también aprovechas cualquier descuido para envolverme.
          –¿Y bien?
          –Anda, ponme una bobina, aunque con una condición.
          –Suelta.
          –Que me apunto también a esa cerveza.
          –¡Hecho! Llévate dos y te rebajo unos centavos. ¿Qué me dices?
          –Regálame una rosca entera de cuquilla aislante y aceptaré el trato.
          –No puedo, eso es mucho, pero, aguarda un momento, la persona que vino antes que tú se llevó una medida exacta y dejó estos trozos sobrantes, tómalos –así lo hace, él se va contento y ella anota un logro más en la hoja de ventas.
          –¿Les gusta pues la licuadora?
          –Sí, nos llevamos una cada una.
          –Perfecto, entonces ponemos tres.
          Si hay algo que le gusta hacer por encima de todo, es echarse a la carretera con el depósito de la camioneta lleno, provisiones para pasar la noche bajo las estrellas, tomar la incorporación a la US-441 S Parkway, conducir unas 72,9 millas hacia el Este, disfrutar del paisaje haciendo un alto cada poco tiempo y llegar a las Smoky Mountains recordando las viejas leyendas que, cuando no levantaba un palmo del suelo, sentada en la mesa grande de la cocina, delante del tazón de leche con cereales, de la boca cayendo un hilo de babas por la emoción, los ojos abiertos como platos y un pinzamiento de suspense corriendo por la espalda, escuchaba a la abuela Tillie contar las leyendas respecto a la tribu de los Cherokee que a su vez oía también la anciana de pequeña. Es posible que lo almacenado en la memoria haya modificado el escenario real de aquellos momentos de infancia adornando quizá los datos para hacerlo más narrativo, pero el timbre misterioso de su voz, las siluetas onduladas de las velas proyectadas en la pared, el brillo en la mirada ausente aunque relajada, el dolor manifestado en cada palabra suya, la descripción exacta del galope de los caballos en lo alto de las colinas levantando el polvo del camino y la perfecta imitación que hacía de los tambores de guerra, aportaba a todo un aire legítimo, verdadero, un mosaico preciso del motor que había movido la existencia de esa mujer sin estudios, sin recursos, sin cultura, pero con un objetivo muy claro: darle visibilidad a una de las mayores injusticias sociales cometidas por los colonos blancos.
          –¿Abuela conociste a los indios? –le formulaba esta pregunta casi a diario ante la irritación de la madre y la expectación de los hermanos.
          –Pues claro, ¡qué te crees, mocosa! He cabalgado con ellos por los desfiladeros, aprendí que se puede vivir sólo con lo necesario y a cazar para comer –decía cómplice con la chica.
          –¡Anda, pero si va a resultar una estupenda anfitriona de safaris, y nosotros aquí, sin saberlo! –comentaba el padre notándosele la poca empatía con la suegra.
          –Por favor, esposo, no eches más leña al fuego, ya la conoces, está perdiendo la cabeza y cuando se le calienta la lengua no hay quien la pare –mediaba la mujer mientras hacía señas a la cría para que callara, pero ni por esas.
          –¿Y dónde están ahora? –saltaba uno de los primos que pasaba largas temporadas con ellos.
          –Hartos de whisky y enloquecidos con la danza de la lluvia para limpiar la tierra de espíritus malignos –volvía a interrumpir yerno irónico y acalorado.
          –No digas sandeces –reprendía la anciana–, los niños deben conocer la verdad de la humanidad, la generosidad, las miserias, el acierto, la equivocación, el avanzar y el retroceder y el respeto por igual hacia hombres y mujer libres y comprometidos.
          –Muy bien –el hombre aplaudía–. Perfecto, pues para eso te tenemos a ti, ¿no?, fiel defensora de las clases inferiores a la nuestra –la abuela le miraba con lástima
          –No deberías tomártelo a broma –concluía.
          –¿Y según usted cómo debo tomarlo? ¿Con retortijones de tripa? ¿Acojonado? ¿Sumiso? ¿Orando por sus alamas? ¡Venga ya, vieja! –soltaba burlón.
          –¿Te cuento qué paso? –la niña asentía emocionada–. Verás, hace siglos los echamos de su territorio.
          –¿Quiénes? –crecía su curiosidad.
       –El hombre blanco. Arrancamos sus cultivos, destrozamos sus cabañas, nos adueñamos de su terreno, les quitamos todo y se vieron obligados a realizar un desplazamiento hacia lo desconocido –una de sus estrategias consistía en permanecer algunos segundos callada para que cuajase el mensaje en los inocentes corazones de aquellos que escuchaban con absoluta atención–. La mayoría murió durante el proceso migratorio conocido como El Sendero de las Lágrimas y a cuyo destino final sólo llegaron los más resistentes. El genocidio cometido contra los nativos americanos duró aproximadamente dos décadas llenas de hambruna, asesinatos, violaciones y un sufrimiento atroz. Ya lejos de su origen, al oeste del río Misisipi, en el llamado Territorio Indio, se asentaron.
         –¡Madre, cállate de una vez, por favor. ¿No ves que les asustas con tus cosas y después sueñan? –suplicaba la madre de Opal fuera de sí. Entonces, triste y empequeñecida, con la figura arrugada, las manos cruzadas sobre el regazo, rechinando los dientes, entornando los párpados y meneando la cabeza de atrás adelante, embargada de cansancio, la abuela Tillie se encerraba para llorar en su dormitorio.
          Recuerda cada conversación suya como un salvoconducto para seguir al lado de los vulnerables, aquellos que han sido menos afortunados en la distribución de oportunidades en la vida. Una mañana, poco antes de dejarlos para siempre, aunque todavía no estaba muy malita, la llevó a la reserva porque dijo tener que hacer alguna cosa. Durante todo el camino no despegó los labios a pesar de insistir con toda clase de preguntas que se le ocurrieron. Una vez localizado el llano donde se supone había estado anteriormente, se arrodilló con mucha dificultad, buscó con la punta de los dedos dos varillas de madera, las frotó con paciencia e hizo fuego sobre una pirámide de hierbas secas que ella misma amontonó. Entonces, en una lengua desconocida, entonó un canto mirando al infinito. Desde ese preciso momento sigo investigando en fotografías de mis antepasados y en la de los contemporáneos actuales rasgos de la tribu de los Cherokee, por si acaso encuentro parecidos.
          A veintidós millas de Lenoir City, en Oak Ridge, vive Donna Hanks. Convaleciente de la operación de prótesis de rodilla a la que se ha sometido, apenas sale de casa. Con fama de gruñona, arisca y conservadora, ha dejado crecer un perfil que en el fondo no se corresponde con ella. En el informativo de televisión salta la noticia de que el gobernador de Tennessee anuncia nombramientos para el Consejo Asesor de Energía Nuclear, creado recientemente, cuyo propósito fundamental es liderar así la independencia energética de Estados Unidos. Mientras, en la paz de su hogar, Donna se sirve una copa de vino a la vez que contempla la caída del sol por la ventana del porche.