domingo, 22 de abril de 2018

Nueva York: once días después de la segunda quincena de marzo

¿Me vas a decir lo que te pasa o piensas seguir lloriqueando como un bebé? −giro en redondo y fulmino a la gata con la mirada−: Mira, Carlota, no me calientes tú también, que parece que os habéis puesto todos de acuerdo para darme la nochecita, coño. −A todo esto, como si no fuera con él, muy a lo neoyorquino, fingiendo que no se entera, Bobby recula hacia atrás, moviendo el rabo en un malogrado intento de huida−. ¡Bébete esto de un trago, anda!’ −Le tiendo un vaso de vino, que espero haga su efecto inmediato−. ‘Ay, Maurita, nos la están jugando bien. Han despedido a otro compatriota, el sexto en lo que va de temporada, y todos latinos, con los permisos en regla. No lo quiero ni pensar’. Ralph colabora económicamente con la familia, porque su hermana tiene una enfermedad neurológica cognitiva y los tratamientos son costosísimos. Además, ingresa una asignación mensual a su hijo, con el que apenas tiene contacto. El sobrante, que no es para tirar cohetes, una vez cubiertas las facturas, lo gasta generosamente con las personas que conoce y le son cercanas. ‘No le des vueltas, hombre. Lo que tenga que ser, será’. ‘Lo ves, si es que a tu lado no me acobarda nada. ¡Cuánto te quiero!’. ‘¡Quita, zalamero! −digo, conmovida con disimulo. Se ha quedado dormido en el sillón, saco una manta que no uso y se la echo por encima. El chihuahua permanece pegado a sus pies, la gata lo hace en su cama segura de que ha pasado el peligro, y yo−: ¡Me cago en la leche, ya me han desvelado…!’.
          Antes de 1965 se respiraba un ambiente raro, anunciando el inminente conflicto bélico al que nos enfrentaríamos, y que tanto dolor derramaría en territorio vietnamita y en los propios Estados Unidos. Sabíamos −algunos lo deseaban− que United States Army bombardearía Vietnam del Norte, creciendo la expectación y el pánico por la posible respuesta contra nosotros. Al principio no se es consciente de las bajas civiles que caen: mujeres, niños y hombres inocentes, cuyo único pecado no es otro más que vivir, y hacerlo sin entrar en intereses políticos, partidistas, ni de ninguna índole. Seguramente, en un momento dado, incluso aquellos que defendieron y justificaron la contienda, conforme pasaba el tiempo comprendieron lo absurdo, irracional y horroroso que es matar a un semejante. El miedo, como decía, condujo a los estadounidenses a sembrar las calles con largas y organizadas colas a las puertas de las tiendas para hacer acopio de suministros −más de los que cabrían en las despensas−, por si al enemigo le daba por desembarcar en estas tierras. En el vecindario del Maspeth −debió pasar en casi todos− la juventud se alistó en el Ejército. Unos por amor a la patria, otros por vocación, y muchos porque el hambre y la miseria deshilacha tanto las tripas, que ahí podrían saciarlas. Mantuve el hilo conductor que ha guiado mi vida desde el principio: no complicarme la existencia. Escuchaba todo tipo de comentarios, llegando a la conclusión de que toda contienda sirve tan sólo para enriquecer a unos cuantos y sembrar el odio y la maldad entre los seres humanos. Pero con la llegada de cientos de ataúdes, y de soldados malheridos o al borde de la locura, muchos estadounidenses empezaron a caer en la cuenta del horror producido y del sinsentido de todo aquello. Así se llegó a la noticia de que Alice Herz, de 82 años, fue la primera en inmolarse el 16 de marzo de 1965, en Detroit, Míchigan, en protesta por la escalada de la guerra. La barbarie devastadora de bombas de napalm hizo que millones de ciudadanos repudiaran la masacre, adhiriéndose al conjunto de la opinión pública mundial en contra de esa lucha de superpotencias que nada tenía que ver con ellos. Mi entorno se declaró de izquierdas y pacifista, aunque no lo habían manifestado hasta el momento, supongo que empujados por el número de viudas, huérfanos… Gente que, en definitiva, había perdido a sus seres queridos, que, en el mejor de los casos, habrán quedado enterrados entre la vegetación de aquella gran sepultura colectiva e improvisada. Es, en tales circunstancias, cuando me alegro muchísimo de no haber tenido hijos a los que ahora llorar su muerte.
          Bushwick Ave está precioso en primavera. Eric Coleman se siente afortunado de vivir en ese rincón de Brooklyn que para él es lo más parecido al paraíso. Siempre que las ocupaciones se lo permiten le gusta caminar por las aceras arboladas y amuralladas por las casas de construcciones señoriales en ambos lados. Un paisaje sobrio, y a la vez jovial gracias a las rutas de los School Bus que pasan por allí. Poco a poco −no le queda otra− va saliendo adelante. Dos veces en semana tiene por costumbre ir a alguno de los restaurantes del barrio de Park Slope. Su preferido es sin duda Franny's, donde ofrecen, además de un trato exquisito, una calidad superior en cocina italiana. Evadido en sus pensamientos termina el paseo en la Grand Army Plaza, embobado enfrente de la Biblioteca Central, donde se pasó tantas horas al amparo de apasionantes historias que hacía suyas. Pero supongo que eran otros tiempos. Una vez escuché cómo decía que tener proyectos, sin importar la edad, es la manera más sensata de superar los obstáculos que en la vida se van presentando, y que, aún en el peor de los casos, saldrás fortalecido. Pero, como tengas la mala suerte de tropezar con alguien parecido a mí, a la mierda la teoría. ‘Fue una lástima que no vinieras a Washington, tu testimonio habría sido fundamental para quienes se encierran en sí mismos y no se atreven a hablar del pasado’ −dice Eric−. ‘No soy ejemplo para nadie… Cambiando de tema, voy a poner tierra de por medio con mi vecino, no me duelen prendas decirlo. Está muy solo, y yo ni sé ni quiero ejercer de madre-tía-abuela’. ‘¿Qué crees que significas para él?’. ‘No me lo planteo, me trae sin cuidado. Hace días cogí el metro equivocado y acabé en los Muelles de Chelsea con un nudo en el estómago. ¿Quién soy en realidad, E.J.? −miro la planta de hoja ancha que adorna el rincón más luminoso de la sala y observo que ha recuperado su viveza al regarla con regularidad, así también gano unos segundos de silencio y controlo la emoción en la voz para que no se entrecorte−. ¿Qué esconde mi piel: un monstruo, una oportunidad perdida entre infinitos millones, una célula que por muchos intentos de la médula no regenera, una vieja atesorando su yacimiento de inseguridades sin explorar…? ¿Qué? Siento que se agota el tiempo y necesito respuestas. Llevo aquí algo más de sesenta años y no tengo raíces. El equipaje no ha cambiado, como si lo acumulado desde entonces fuera retráctil’. ‘¿Qué hay en el depósito de incertidumbres que aludes? −interrumpe Mr. Coleman−. ¿Dónde lo situarías?’. ‘Ahora sí que me has matado. En todos los lugares en que he vivido y en ninguno, aquí y allá, desde la aldea hasta Queens… Nunca he tenido intención de volver, porque carezco del sentimiento de arraigo que te ancla a una parcela determinada. Aunque igual allí, en aquellos montes, encontraba las respuestas’. ‘La sesión de hoy ha sido interesante. Trabaja las incógnitas y anota cuanto te preocupa. Todo es importante por pequeño que parezca. Nos vemos la semana que viene’. La terapia me ha agotado tanto mentalmente que, tras obtener el número de teléfono en una cabina pública, llamo a Ubangi club −para asegurarme que sigue vigente y la crisis no lo ha arrasado−, uno de los mejores locales de jazz en vivo, ubicado en Harlem.
          “Nueva York. Once días después de la segunda quincena de marzo. La compañera que lavaba platos turnándose conmigo sufría el mismo problema de alergia en la piel y quería pedir algo tan básico como que se nos permitiera usar guantes. Me abordó en la calle para hacerlo juntas. Dos mejor que una, apuntó. El despacho del socio vinculado a los asuntos del personal estaba pegado al almacén, supongo que para controlar el género que entraba y, por supuesto, el que salía. La oficina carecía de ventilación, y estaba atestada de facturas en papel grasiento, pendientes de pago. El hombre −que se daba un aire al actor de teatro Pernell Roberts, que diera vida a Adam Cartwright en la serie televisiva Bonanza−, nos recibió en mangas de camisa, apestando a alcohol y a tabaco y fingiendo prestar atención a las reivindicaciones que exponíamos. Nos fuimos enfurecidas, por el argumento machista que dio para rechazar nuestras peticiones, y que prefiero no reproducir. Saldada la cuenta contraída con los señores, después de enviar un último giro postal a España, empecé a vivir en el vecindario del Maspeth, y la sensación de independencia y de libertad fue un pleno desahogo. El objetivo siguiente era cambiar de empleo. Así que, un día pregunté a uno de los proveedores, que siempre se entretenía charlando en la cocina con quienes estuviéramos, si necesitaba personal. Se me daban bien las cuentas y, además, era responsable y formal. Me comentó que, en el supermarket donde he desarrollado casi toda mi vida laboral, buscaban cajera. Muchas noches, de regreso a casa, me he preguntado si esa era la finalidad del viaje tan largo que había emprendido, si el destino guardaría para mí algo más jugoso, reconfortante, tranquilo, menos gris. No lo sé. Elegimos a tontas y a locas, sin meditar las probables consecuencias, lo que hace que no estemos preparados para asumir que, equivocarse o acertar, son sólo conceptos que cada cual gestiona como buenamente sabe y puede. Las cosas nunca son como imaginamos, porque lo hacemos bajo el prisma de la información que manejamos en cada momento. A Carlota no le gusta verme tan concentrada. Esto de escribir lo lleva bastante mal. Cierro el cuaderno y lo dejo junto al lápiz. Me tumbo en el sillón y le hago sitio. ¡Si supiera acariciarte…!”.
          Eric Coleman se ha citado con una prostituta en un hotel en el Bronx. No lleva encima identificación alguna por si le roban, solamente un par de billetes de $100 para pagar el servicio, la tarjeta MetroCard del transporte público y unas gotas de colonia que al poco de ponerla le resultó empalagosa. Ralph sigue con el alma en vilo por si es el próximo en engordar la lista del paro. Creemos que Bobby se ha echado novia, porque anda por las nubes alelado. Y la violencia en Estados Unidos sigue creciendo. Acaba de producirse otro asesinato masivo: un exalumno de una escuela secundaria de Miami entra con un rifle y deja a su paso una docena de muertos y otros tantos heridos. La vida, que no da tregua…

domingo, 8 de abril de 2018

Nueva York. Nueve días después de la segunda quincena de marzo

El 11 de septiembre de 2001, a las 08:15 am hora local, treinta minutos antes de que el primer avión se estrellase contra la Torre Gemela Norte del World Trade Center, un joven de color, natural de Mississippi, que viajó hasta el Bronx a visitar a su abuela y terminó ligando con una chica en Queen, en el vecindario del Maspeth, cinco cuadras más allá de donde vivo, fue brutalmente asesinado por un grupo de tendencia racista y xenófoba, cuyo modus operandi era idéntico al realizado en otros lugares, llegándolo a llamar: exterminio de la raza maligna. ¡Horroroso! Yo trabajaba en el supermarket a turno completo, y salía de casa con tiempo suficiente para no correr. Soy miope, pero distinguí perfectamente las luces parpadeantes de los coches patrulla, y, conforme acortaba distancia, las de la ambulancia parada un poco más atrás, a la espera de recibir autorización para irse, puesto que allí ya no hacían nada. En medio de ese mosaico terrible y detestable, la joven, sentada en el suelo, con las medias rotas, subyugada de pánico por si la relacionaban con el crimen, hacía caso omiso a las preguntas y advertencias de the police. En la calle colapsábamos el tránsito los unos a los otros. El resto, los curiosos, por así decirlo, querían ver para hacer después su particular y siempre exagerada crónica de los hechos. Intentaba abrirme paso entre la multitud −lo que no va conmigo, fuera −. Pero no pude cruzar por donde tenía que hacerlo, porque todas las dotaciones de bomberos −tras el 11-S se les consideró héroes apodándoles The New York’s Bravest− disponibles en nuestro condado iban en dirección a dos larguísimas columnas de humo que trepaban hacia el cielo de Manhattan… Entonces, el griterío, la especulación y el mismo asesinato que minutos antes acaparaba la atención pasaron a un segundo plano. De repente nos callamos todos, miraba en torno mío y parecía que habíamos encogido, sólo se escuchaban los pasos de hombres y mujeres, desencajados y cabizbajos, sonámbulos en el asfalto, deseosos de encontrar a sus seres queridos. En un principio hubo mucho desconcierto, nadie sabía realmente qué había pasado, pero enseguida las pantallas de televisión en los escaparates reproducían la imagen del derrumbe de la primera torre y el caos originado alrededor. No nos lo creíamos, más bien pensábamos que era el rodaje de alguna película de Spielberg. Sin embargo, la constatación de un segundo avión impactando contra la Torre Sur, otro en el Pentágono, en el condado de Arlington y un cuarto en campo abierto, en Shanksville, Pensilvania, nos dio idea de la gravedad de la situación a la que nos enfrentábamos la población americana. Días después de ese sinsentido fuimos con un compañero hasta el lugar del atentado donde quedó sepultado el cuerpo de su hermano. El hombre, en cada aniversario, organizaba la misma peregrinación, que acababa en esa especie de plaza que hay en la confluencia de Broadway con Columbus Avenue, a la altura de la Calle 66, sentado en una de las sillas que acompañan a las mesas metálicas donde el chico, menor que él, almorzaba un sándwich de mantequilla de cacahuete y jalea, su preferido. Esa fecha fatídica cambió la vida de muchos neoyorquinos, de los estadounidenses y puso en guardia al resto del mundo.
          “Nueva York. Nueve días después de la segunda quincena de marzo. El telegrama era preciso: Viaje anulado. Suceso grave. Regresen a España. Persona de contacto dará pasajes de vuelta. Pero no hizo falta más que uno, el mío se pudo canjear −tardé en reunir el dinero que les debía, pero cuando lo hice, se lo giré con intereses−. La hija de los guardeses, hecha un mar de lágrimas, se marchó incómoda conmigo por dejarla sola. Los señores sintieron que les había traicionado. Aunque, la verdad, lo que pensaran de mí en esos momentos carecía de importancia. Me tentaba probar fortuna en La Gran Manzana, cambiando el aburrido y monótono paisaje anterior. Pero, por encima de todo eso, saber y sentirme libre, independiente, sin nadie a quien rendirle cuentas y dueña de mis actos. El conocido del señorito intercedió, y me contrataron en un restaurante de comida griega, en el barrio de Astoria, al suroeste de Queens y a 25 minutos de Times Square. En varias ocasiones mantuve correspondencia con las primas de mi tía. Por ellas supe que los recién casados no embarcaron porque esperaban descendencia. Pero las cartas fueron llegando cada vez más distanciadas, hasta que dejaron de hacerlo. Lavaba platos a destajo, por lo que, al final de la dura jornada, tenía que ponerme un ungüento especial en las manos por la reacción alérgica al detergente. Lo mejor de aquella etapa venía cuando el jefe de cocina, un tipo generoso, repartía con la plantilla el género que quedaba en las cazuelas y nadie había tocado. Para mí la mousakás de berenjena sigue siendo la cosa más deliciosa de la Tierra, aunque tan buena como aquella no la he vuelto a probar. Había buen ambiente entre los compañeros. En mi caso, como venía del desapego y era opuesta al sentimentalismo, ni siquiera iba con ellos a beber cerveza checa, exquisita, a Bohemia Hall and Beer Garden, en 2919 24th Ave, porque aún tenía que recorrer 4,6 millas hasta llegar a mi casa, y, la verdad, no me apetecía en absoluto. Tampoco establecer lazos de confianza. Ese local, con terraza al aire libre en el interior del establecimiento, y mesas alargadas con bancos compartidos, era un lugar perfecto para encontrar relajo. Una vez fui sola, y bebí tanto que temieron que cayera redonda al suelo. Pero, con paso erguido, salí de allí, antes de tropezar y hacer el mayor de los ridículos. Me gustaba mucho pasear por las calles de Astoria, porque parecía estar en la misma Grecia. Ahora he perdido el hábito de hacerlo. Aquellos primeros años fueron duros, pero también tuve suerte, si se puede llamar así. Encontré una habitación de alquiler en un piso donde estábamos mezclados una italiana, cuatro atenienses y yo. No me sentía cómoda, y el hecho de encontrar cada mañana las brochas de afeitar junto a mi cepillo de dientes aceleró la salida…”.
          Eric parece menos triste −¡oiga, que aquí donde me ven, tengo mi punto psicoanalista, eh!−, y, aunque sea despacio, va mejorando. Hace poco he leído un reportaje en The New Yorker −revista que tira alguien del vecindario y yo recojo de la basura−, donde Mr. Coleman habla con un grupo de jóvenes promesas del periodismo que, si la industria que hoy por hoy controla a los medios no les ningunea la frescura y el compromiso de denunciar las injusticias en la sociedad, llegarán alto. Hablaba de la carencia de compañía en la que ahora nos movemos las personas. ‘He leído la disertación que haces respecto a la soledad, diferenciando la elegida, de esa otra destructiva que se sufre aun estando rodeado de gente, y, ¿sabes qué?: incluso en el peor de los casos, es una buena aliada’. ‘Expón tu opinión’. ‘Muy sencillo, tus palabras trajeron a mi memoria cómo madre se las arreglaba para aislarme, lo que a la larga usé como arma de defensa. Por toda la Comarca del Ebro se hacía una romería anual donde ofrecíamos nuestros productos artesanos. Gallegos, asturianos, leoneses de pequeñas aldeas, traían los suyos para el intercambio culinario. Pero, además de darle placer al estómago, que está fenomenal, también buscaban pareja. Casualmente, en casa, coincidiendo con este tipo de actos, siempre surgía algún problema que obligaba a uno de nosotros a quedarse. Unas veces era la vaca a punto de parir, otras que la abuela estaba con fiebre, las menos algún ternero luchando por sobrevivir. Y, claro, ahí estaba la paya para realizar el trabajo sucio. ¿Sabes qué decía padre?: “total, si luego se aburre”. Sólo me tenía a mí misma, y en esas continúo’. Dejo correr el silencio, delicado, igual que el hilo fino de agua busca la superficie entre rocas. ‘¿Qué impedía realmente que te rebelaras?’. ‘Pues se me ocurre que fuera una cuestión de autodefensa. Oye, conste que ni me lo planteo, remover el pasado no trae nada bueno…’. ‘Muchas veces ahí está la clave de lo que realmente somos y cómo afrontamos los reveses de la vida’. ‘¿Te he contado que Ralph es un melancólico y también un estupendísimo guía con quien descubro estampas que ni siquiera sabía que existían? A menudo vamos a Jackson Heights −que es como viajar al Caribe sin moverte de la isla−, a la zona comercial, en la 37th Avenue, desde 72nd Street hasta Junction Boulevard, donde encontramos una gran oferta de locales colombianos para que mi vecino alimente la nostalgia’. ‘¿Dónde te gustaría nutrir la tuya?’. ‘Yo no tengo esos sentimientos, lo mío es pura resistencia. Pero también te digo que es un meloso y un embaucador, y que no puedo bajar la guardia, no se crea que es el nieto que nunca tuve’. E.J. se levanta y va hacia el escritorio, rebusca en las carpetas que tiene apiladas en un esquinazo, y finalmente extrae de una de ellas un papel publicitario. ‘¿Te gustaría venir con el grupo de terapia del Mount Sinaí Hospital, y conmigo a un congreso en Washington, sobre el psicoanálisis y la superación del paciente? Una fundación, sin ánimo de lucro, financia el proyecto y los traslados…’. ‘Lo consultaré con Carlota, y te digo. No obstante, ahora tengo que andar con mucho tino, pues está molesta conmigo porque quiero alquilar la habitación que tengo vacía, a algún visitante de los que vienen al World Baseball Classic, en el Madison Square Garden, y sacarme así algo de plata extra. Y ya sabes cómo las gasta, no consiente ver a ningún forastero husmeando dentro del cesto de nuestras costumbres’. ‘Piénsalo de todos modos, esperaré tu respuesta’. Salgo de sesión con mal sabor de boca, y la decisión de no ir ya tomada…
          ¿Quién coño aporrea la puerta a las cuatro de la madrugada? ¿Es que en esta santa casa no duerme nadie? Quita, Carlota, que voy a ver quién es’. Abro, y Ralph se abraza a mí. Viene con Bobby, muy cauto, pegado a su pierna. ‘¿Se puede saber qué te pasa? ¿Qué haces aquí…, que no estás en el hotel?’. ‘Hoy libro, y, además, hace años que nos dejó Paul Newman, y para mí es algo tristísimo’. ‘Joder, y que a estas alturas tenga yo que aguantar estas tonterías…’.