domingo, 4 de diciembre de 2016

Campo minado

En plena adolescencia, y adelantada a su tiempo, Delia Navares había desarrollado toda la perspicacia que cualquier persona espabilada concentra a través de la experiencia que aportan los años. Ojos saltones, estatura normal, labios carnosos, piel mulata, pechos mayúsculos −de los de talla especial− y andares de quien transmite estar a punto de comerse el mundo, estructuran la personalidad de alguien que jamás perderá la buena costumbre de hacerse preguntas. Cada tarde, de aquel gris 1940, mientras que el hambre se agarraba a las faldas de la ciudad en semirruinas, muchas mujeres, entre las que se encontraba su madre, con el miedo a los bombardeos metido aún en el cuerpo, aprovechaban la pequeña cortina de sol que aparecía por encima de los patios, y se sentaban en sus sillas bajas de enea, a echar piezas a las sábanas o zurcir los calcetines de los suyos. Ese era el momento idóneo, inmersas en sus quehaceres y sobrehilando el borde de los pensamientos para que las penurias no se les escaparan, para dejar a los hijos un rato de desahogo.
          A Delia le gustaba descubrir nuevos paisajes, por eso no tenía reparo en descender por aquella cuesta empinadísima que atravesaba el misterioso campo hostil al que los mayores les decían que era mejor no acercarse, porque podían encontrar algún muerto… La parte más llana del mismo desembocaba en una zona adinerada cuyo barrio, apenas afectado durante la Guerra Civil, atraía la atención por su clase y elegancia. Lucía Silgo Tarraso, una muchacha aproximadamente de su edad, hija de un gerifalte afín al régimen, vivía en una gran mansión. Al otro lado de la verja que enrocaba su distinguida residencia, la postal variaba poco de un día para otro: El columpio al fondo, el perro mordiendo una pelota de goma, el ama de cría meciendo al bebé, una muñeca con la frente vendada y tumbada en el suelo, junto a un botiquín de primeros auxilios, de juguete, el aro del hula hoop apoyado sobre el banco de madera y una onza de chocolate que a la chica rica se le deshacía en la mano, y a la pobre se le llenaba la boca de agua… Los domingos por la mañana, Eloísa, la niñera, en lugar de llevarla a misa, la bajaba con ella al Rastro, donde Rodrigo, su novio, vendía cántaros.
          La hermana mayor de Delia tenía buenas manos para la confección, así que, por su decimocuarto cumpleaños, le hizo un vestido estampado que se ponía con mucho orgullo solo en festivo, y que visto al lado del de raso azul, de Lucía, parecía agostado. Uno de aquellos domingos, sin saber muy bien qué fue lo que desencadenó la pelea, sentadas en un escalón de adoquines, chupando un palulú, empezaron a discutir situándose cada una en el bando que llevaban en su portaequipaje… ¡Tan juntas y tan diferentes! ¡Tan cómplices y tan sentenciadas a no serlo! “Los tuyos mataron a mi tío a las afueras del pueblo”. “Pues anda que vosotros con todo lo que hicisteis…”. Entre lágrimas y dolor de estómago, repetían las mismas palabras acaloradas que escuchaban en sus casas a la hora de la cena… Delia echó a correr, y Lucía se refugió en el regazo de Eloísa. Por encima del griterío, un vendedor de lotería apostado en una de las esquinas de la Plaza del Campillo del Mundo Nuevo cantaba ajeno a todo: ‘Luce mi Tarara/su cola de seda/sobre las retamas/y la hierbabuena…’. Las amigas siguieron queriéndose con ese tira y afloja durante más de dos años, sin vigilancia, buscando colores convergentes entre el negro y el blanco, y un espacio neutral entre los de arriba y los de abajo, sabiendo que una era la rebelión, lo contestatario, el poso de la información oída en Radio Pirenaica que le quedaba dentro y los mimbres que construían con sólidos principios una vida sencilla. La otra, sumisa, callada, creyente, y dueña de un paladar tiquismiquis que no ha sufrido los pinchazos del hambre.
          El 10 de marzo de 1943 el destino giró bruscamente. Setenta y dos horas antes, al enterarse que seguía soltera y estaba preñada, los señores pusieron a Eloísa de patitas en la calle. Las voces e insultos que salían de la cocina alarmaron a los criados, quienes, temiéndose que llegaran a las manos, a punto estuvieron de separar a las dos mujeres. Cuando la niñera salió despavorida por el patio trasero, Lucía corrió tras ella para abrazarla, pero no la alcanzó. Entonces se quedó quieta, de pie delante de la verja, hasta que cayó la tarde y el relente de la mala suerte cayó sobre su piel de porcelana... A la tercera semana, Delia no aguantó más y le preguntó a Rodrigo. Éste, sin dar explicaciones, dijo que él no sabía nada. Once meses después de aquello, en el ecuador del crudo invierno, corría el rumor en el barrio de que la casa grande estaba vacía. La chica pobre, que necesitaba comprobarlo con sus propios ojos, se arriesgó a atravesar el campo, a pesar de la gran nevada caída la noche anterior. Según se iba acercando, apretaba los labios con la esperanza de encontrarse con Lucía, pero, al ver el jardín tan abandonado, un silencio como de toque de queda paralizó sus entrañas…
          Transcurrido algo más de medio siglo, leyendo la prensa en el centro de salud donde acudió acompañada por Fidel, ex marido de su nieta, al que recogió de la indigencia al poco de separarse, tropezó con la siguiente nota en la sección de obituarios: “Lucía Silgo Tarraso, la que fuera hija de uno de los empresarios adscritos al franquismo, murió en extrañas circunstancias en su casa de reposo, en Cudillero, Asturias. Tras las pesquisas policiales, y acabada la autopsia, sus restos mortales se trasladarán a Madrid, donde la capilla ardiente se instalará en el Tanatorio de Torrelodones, y sus cenizas se depositarán en un nicho, en la más estricta intimidad, por deseo expreso de la familia”. Una vez fuera de la consulta del médico, Delia Navares tenía planes para los días siguientes. Fidel, cómplice leal de la abuela e intrigado con la historia que acababa de compartir con él, lo preparó todo para llevarla al municipio de la sierra…
          El hombre que recibía en la puerta a las personas que iban a darle su último adiós a la fallecida lo hacía con un cordial saludo y sincero agradecimiento. Era el vivo retrato de Lucía, concretamente el mediano de los hermanos. Delia no quería ni mirarle por si la reconocía, pero el hombre le estrechó la mano. También lo hicieron dos ancianas muy afligidas y una joven que se presentó así: “Me llamo Pilar”. “Nosotros somos Delia Navares y mi nieto Fidel”. “Encantada −la besó−. Mi tía me habló mucho de usted. Si quiere nos sentamos y conversamos un rato…”. Lo hicieron al fondo de la amplia sala, en dos grandes sillones orejeros, ausentes de todos, como dos viejas conocidas en torno a una taza de té.
          En el taxi de regreso, recordaba las palabras de Pilar: “Tras la marcha de la niñera, la tía Lucía enfermó del pecho. Su padre, que achacaba la causa de todos sus males al contacto con usted, esa muchacha descarada, de ideales marxistas-leninistas y desleal a la patria, que le había metido a su niña pájaros en la cabeza, le prohibió terminantemente salir de casa, y relacionarse con nadie que estuviera fuera de su entorno. Poco después, un escándalo monumental −nunca se aclaró la cosa, pero todo apuntaba a la violación de una menor por el mayor de los Silgo Tarraso− hizo que huyeran de allí, a hurtadillas, cuan cobardes, comiéndose los mocos de la impotencia ocultos por los caminos. Ni siquiera eso humanizó a mi abuelo. Tampoco ver el deterioro prematuro de su hija, un ser convertido en fantasma de sí mismo. Me consta que trató de dar con su paradero. Yo misma puse su nombre varias veces en los buscadores de Internet, pero nada. Quería encontrarla, porque sabía que no era justo que ustedes dos pagaran por el odio y las diferencias de una generación que no era la suya. Cuando mi abuelo murió, y los hijos se repartieron la herencia, la tía Lucía se dio abiertamente al juego y a la bebida. No paraba de decir: “Cago en la pena mora, me han arruinao la vida…”.
          Fidel entró en el salón con un recipiente lleno de cerezas. Conectó el DVD. La anciana, que seguía siendo una mujer envidiablemente fuerte, había decidido pasar página al fragmento de la biografía donde aparecía Lucía Silgo Tarraso −víctima de los perjuicios de clases−. El nieto, que conocía muy bien aquella mirada, le sonrió. Ella le invitó, ofreciéndole un pico de la manta, a sentarse a su lado. En la pantalla de 56 pulgadas que vestía una de las paredes de la sala, las primeras imágenes de la película Casablanca les sumergió en el mundo de las intrigas y de las cosas posibles. El chico puso su brazo por los hombros de la abuela, y ella recostó la cabeza sobre él, porque así, dándose apoyo mutuo, eran capaces de superar todas las adversidades. En el resto de la finca el silencio impactaba, si no fuera porque cada noche lo rompían los inquilinos del ático metiendo la llave en la cerradura. “¡A que vienen borrachos y duermen otra vez en la escalera! −dijo Fidel”. “Pues que se jodan” –contestó Delia, contagiándole sus carcajadas…

domingo, 6 de noviembre de 2016

El acebuche gaditano


Durante cincuenta años, doce meses, nueve días y algunos minutos y segundos imposibles de contabilizar, Alicia Dávila, que en la actualidad ronda los noventa años, vivió en una mansión que poco a poco se fue quedando vacía. Pelo corto, con calvicie prominente, impoluto, del color de la nieve cuando se está deshaciendo, y peinado con raya al lado. Con manos inestables se ajustaba las horquillas recogiendo muy bien todo el cabello. Su delgadez alarmante recordaba a los prisioneros en los campos de concentración nazi. Natural de Grazalema −enclavado en la Ruta de los Pueblos Blancos, y amurallado por el Peñón Grande−, al noreste de la provincia de Cádiz, creció adicta al queso payoyo, a las cagarrias y al río Guadalete, donde los domingos de verano toda la familia iba a calmar en sus aguas el calor sofocante. Con diecisiete años, y para liberar a sus padres de una boca más que alimentar, se casó con Tomás Aceija −al que no quería, pero aprendió a hacerlo−, yéndose a trabajar a la finca El acebuche gaditano, propiedad de unos condes procedentes del sur de Francia, ubicada a las afueras de la pedanía de Benamahoma, en la falda oeste de la Sierra del Pinar, a unos 500 metros sobre el nivel del mar.
          Ella se encargaba de la cocina y de llevar el rumbo general de la casa, bajo la supervisión de la señora. Él de la mecánica, del huerto, de los arreglos en general…, y de los jardines. Juntos, con la explosión de su juventud, borraron la austeridad de aquellas paredes privadas de sonrisas, prendiendo la lumbre en cada rincón donde la sequía de la vida fue desconchando los suelos. Con la llegada del duro invierno se intensificaba la faena, porque los dueños organizaban fiestas a las que asistían invitados de muy diferentes lugares y cuyas costumbres había que satisfacer. Así que, medio deslomados y exhaustos, habiendo dejado casi enjaretada la comida de mañana, a punto el riego para el amanecer, la cubertería lustrada, la cristalería sin una sola mota de polvo y el uniforme estirado sobre la tapa del baúl, donde ella guardaba el camisón de boda y la canastilla para la criatura que nunca llegó, iniciaban la puesta de sol como ellos la entendían: ocultándose por los pies de su cama.
          Sin las prisas que aprietan en las ciudades, allí el tiempo transcurría como cortinas de humo que distorsionaban la realidad. Ajenos a cuanto armaba el esqueleto de la actualidad: atentados, crisis, guerras, destrucción masiva de empleo, tramas financieras, caída del sistema, o nuevo estallido de otra burbuja inmobiliaria −tal vez manejada desde lo virtual−, para Tomás y Alicia el mundo empezaba y acababa en el otro. Pegados a la lumbre de leña por retrasar algo más los sabañones, con miradas que hablan y palabras que silencian, en el centro de la cocina, en la robusta mesa de madera maciza, disfrutaban de su particular desayuno pantagruélico. Junto a eso, el olor a la pastilla de jabón que desprendía la ropa recién planchada, la textura de los huevos que las gallinas acababan de poner, el relinchar del caballo que avisaba para empezar la faena, los primeros rayos de luz proyectados contra la valla que limitaba el terreno de la hacienda, y los soplos de viento fuerte silbando por el hueco de la chimenea −gemidos de ladrillos que inventan un nuevo vocabulario−, hacían de preámbulo a una jornada que sería igual a la anterior y a la siguiente. Porque, mientras que los pequeños no crecieran, y los adultos siguieran vivos, nada iba a cambiar…
          La condesa fue la primera en sufrir problemas de salud. El médico que la visitaba a diario, después de la siesta, dijo que tuviera cuidado de no hacerse heridas, porque, aunque la puso un tratamiento, su sangre era muy líquida. El día de su cumpleaños, tras merendar, y con los nietos asilvestrados por la emoción de soplar las velas, también ellos, cuando se disponía a cortar la tarta, tuvo la mala suerte de que la hoja del cuchillo fue a parar contra su mano izquierda, entre el índice y el pulgar. A pesar del vendaje de urgencia hecho por uno de los yernos, y de llevarla rápidamente al hospital en Arcos de la Frontera, nada se pudo hacer por cortar la hemorragia. Tras su muerte las cosas ya no fueron iguales. El marido entró en una profunda depresión, y los hijos pusieron en marcha un proceso de cambio que, poco a poco, solo beneficiaría a sus bolsillos…
          Tomás llevaba encamado más de una semana, a causa de un fortísimo resfriado. Alicia no daba abasto. Entre atenderle a él, y ocuparse de los quehaceres de ambos, apenas le quedaba tiempo para tomarse un respiro. Aprendió a poner en marcha y conducir el tractor, limpiar los aparejos finalizada la tarea en el campo, acatar las órdenes del amo −en realidad, manías−, las de los jóvenes herederos, ansiosos por poseer más, y sostener las riendas de la gran mansión que ahora recaían solo en ella. De noche tampoco descansaba, porque la tos continua, la dificultad respiratoria y las fiebres altas, les mantenían en vela dentro de la amargura de una habitación sin perspectivas. Se quedó viuda cinco horas antes de concluir noviembre. Dijo adiós a los cielos estrellados, a la sensualidad en primavera, a las nubes que escribían el guion para guarecerse en el cobertizo, a los crepúsculos en el dormitorio, a la risa nerviosa de recién enamorados, al cutis sonrojado cuando al aire libre pasaba por detrás de ella, haciéndose el encontradizo, para hundir la vista en el océano de sus muslos, náufragos eternos pidiendo ayuda… Pero por encima de todo con él moría cuanto habían sido. A las cuatro cuarenta, como cualquier madrugada, con el uniforme complementado correctamente, calentaba el puchero de la leche, pelaba algunas patatas para freír, cortaba picatostes de pan cateto y troceaba un conejo para el guiso que nadie comería…
          Las obras que transformarían todo aquello en un hotel para clientes de alto standing, finalizaron a mitad de primavera. A la inauguración asistió lo más vip de los empresarios andaluces, famosos de los que no se pierden ningún sarao y una amplia representación de la clase política de entonces. De los antiguos solo quedaba Alicia. Los hijos del conde, tras prometer a su padre en el lecho de muerte que no echarían a la mujer de allí, arreglaron para ella la caseta de muros anchos donde antes se guardaba la cosecha y la matanza. Le asignaron también una renta vitalicia y la opción de contratar a alguien de confianza –lo que  en un principio rechazó, hasta que no hubo más remedio− para que la cuidase. Todo a cambio de una sola condición: que por nada del mundo cruzase el bulevar cuajado de sombras apretadas que conducía a la residencia principal. Pero cada vez que coincidía con su aniversario de boda las personas hospedadas en El acebuche gaditano encontraban un buffet casero y especial para su deleite. Fundamentado con sopa de Grazalema −elaborada con los mejores productos de la tierra−, tabla de chacinas ibéricas, carnes ahumadas y amarguillos para alegrar el paladar de los comensales. Alicia continuó haciéndolo mientras pudo. Entraba en la cocina, se hacía con los mandos, distribuía el trabajo y por último daba su toque personal. Era una manera, como tantas otras, de sentirse viva y útil.
          A la caída de la tarde, las personas cualificadas que ahora se ocupaban de ella, la sentaban a tomar el aire en una butaca frente al camino que conducía a sus aposentos de antes. Alicia mantenía los ojos cerrados, y, aunque apenas se tenía en pie y cualquier acción le suponía un enorme esfuerzo, podía imaginarse a sí misma con el uniforme desgastado, el juego de llaves colgando de una cadena en la cintura, poniendo un chorro de anís en el agua fresca del botijo y dirigiendo la orquesta de sartenes y cazos que durante tanto tiempo había manejado. Las cosas habían cambiado, y mucho… Ya no había hortalizas sembradas, árboles frutales, amapolas de color naranja. Tampoco quedaban gallinas, ni existían las cuadras con los caballos que montaban los condes. Quitaron la fuente decorativa traída expresamente desde Francia. Y faltaba el carruaje que tantas veces les llevó a las ferias de los pueblos vecinos. En lugar de todo aquello, hicieron una piscina que imitaba a las del Caribe, pusieron plantas tropicales y una pista de baile, acristalada, donde los borrachos que no estaban dotados para llevar el ritmo, alfombraban con traspiés la punta brillante de sus caros zapatos.
          Por primera vez en muchísimos años, sonrió. Y pensó en Tomás, en la suerte que tuvo de haber creado un hogar a su lado y haber crecido juntos: como amantes y como personas. En las cosas buenas que la vida les había regalado, y en algunos finales que, por llevarle alguna vez la contraria a lo doloroso, eran lenitivos. Pidió la caja donde guardaba las horquillas, se sujetó con maestría los cuatro pelos que le quedaban, cogió el tazón de leche manchada con sucedáneo de café, mojó en él un rosco de aceite y vino −gentileza de una paisana de Chiclana−, y se propuso disfrutar del arte de respirar, cuantas lunas llenas le quedaran.

domingo, 2 de octubre de 2016

Tánger

Cuando a la noche le brota un sarpullido de luces artificiales a lo largo del Paseo Marítimo, casi vacío de turistas, hacinados dentro de los hoteles, y el mar, en su descenso y ascenso, gime de cansancio al final del día, César, alquilado por tres meses en un apartamento en la decimoquinta planta de una torre en primera línea de playa, después de haber cenado ligero a base de verduras cocidas al dente y un tomate picado con una lata de caballa en aceite de oliva virgen, baja a tomar un mojito de vodka con limón y toque de menta a The beach of the water, un restaurante de costa a 125 kilómetros aproximadamente de Algeciras. En su tiempo −según cuentan los longevos del lugar− debió ser una casa de pescadores con lonja, donde vivieron cuatro familias poblando la posada de niños que pronto dejaron de serlo para dar mano de obra al negocio. Al fondo, accediendo por el porche, se sale al merendero, donde el aroma a buganvilla identifica el lugar. Desde ahí, si el cielo amanece limpio de bandadas de halcones abejeros rompiendo el horizonte, se aprecian perfectamente las caderas de la bahía penetrando en la arena con sensualidad. Así que, con todo más o menos en calma, César Picarzo se trasladó con la memoria a su pasado en Tánger…
          Enmarcado por el Mediterráneo a la derecha, el Atlántico a la izquierda y de frente Andalucía, en la Avenida de Mohammed Tazi, cerca del barrio Marshan, se encuentra el Café Hafa colgado en un acantilado donde los Rolling Stones, Paul Bowles y Pasolini, entre otros −la leyenda dice que también lo hicieron The Beatles y Bob Marley−, saborearon su inconfundible té marroquí con hierbabuena. Desde ahí, aquella calurosa tarde de julio, mientras aguardaba la llegada de su ex mujer para comunicarle que no tenía intención de concederle el divorcio, César recordó cómo había empezado su aventura en aquella ciudad llena de encanto donde encontró, además de un cruce de culturas, en armonía, y conviviendo entre sí, el anonimato que tanto necesitó cuando Granada se le hizo hostil y desagradable, al ganar un juicio contra una empresa textil y a favor de los trabajadores…
          La primera vez que escuchó salam alaykum entraba en la Medina, por el Gran Zoco −Place du 9 avril−, con los ojos como platos. Recién desembarcado, llevaba una maleta de tamaño mediano, donde cabe solo lo importante, y, escrito en ambas lenguas, la dirección de un familiar de la mujer que limpiaba en casa de sus padres, y que, amablemente, le había ofrecido quedarse con ellos, en el barrio Barud, situado enfrente del puerto. Pero antes quiso conocer mejor el suelo que pisaría en adelante. La calle Semmerine es un hermoso mapa desplegado donde las campesinas, sentadas junto al género, venden las hortalizas que ellas mismas cultivan. Le enamoraron sus pasajes estrechos, laberínticos, alfombrados en color tierra rojiza. Sus puertas arabescas, ensambladas en las fachadas encaladas y azules en algunos sitios, con murales artesanos y exclusivos en las paredes, convergiendo lo viejo con la diversidad de lo nuevo. Pronto se dio cuenta de que el tangerino es, por naturaleza, afable y hospitalario, supersticioso y nada o apenas racista. Se quedó durante horas apoyado en un muro, eclipsado por la puesta de sol más maravillosa que jamás hubiera contemplado. Cuando vio abajo lo que parecía el cementerio, le llamó la atención que las tumbas fueran tan estrechas. Le explicaron que eran así porque se entierra de costado y mirando a La Meca.
          Aïsha −significa viva− era una preciosidad de veinte años, diez menos que él. Con los ojos castaño claro, esbelta, con una clara urgencia marcada en su rostro por salir del ambiente machista y oprimido donde se había criado. Atraída por el huésped de su madre, y en contra de las tradiciones femeninas de sumisión arraigadas en una cultura que en ese sentido se le hacía muy cuesta arriba, coqueteaba con él. Insinuándose tal y como había aprendido en las películas occidentales… De ahí a casarse no pasaría mucho tiempo. Para César todo era nuevo. Diseñaba y vendía pulseras de cuero, collares, bolsos de piel bien curtida y babuchas con toque hippie. Aunque el asunto de la boda le superaba, sabía que, de no hacerlo, jamás habrían estado juntos. La ceremonia duró tres días, como es tradicional en la zona: El primero dedicado al inicio de una etapa para la mujer, el segundo practicando a la novia el ritual de protección −tatuajes de henna− y el tercero con los invitados en una gran jaima, en plena calle, disfrutando de la ceremonia y sus manjares. La felicidad, la pasión, la lujuria, o como quiera que se llame aquello que les pasa a los enamorados, duró quince años porque los diez siguientes fueron de desencuentros e infidelidades. Acostumbrar su lengua a la piel de Aïsha no le costó nada, pero a la gastronomía de allí sí, a pesar de haber frecuentado en Granada el restaurante El Sultán, junto a la Catedral, donde consumía a menudo cuscús de ternera, pastela o tajine de pollo y cilantro, aunque no con aquel toque tan personal que le daban a cominos o ras el hanout −mezcla de condimentos−.
          César Picarzo y Aïsha Bakkali residieron en Boukhalef, un barrio humilde en los alrededores del Aéroport Tánger-Ibn Batauta, en una casa pequeña, con pocas pertenencias y grandes ilusiones. Hasta que una tarde al volver de la tetería Al Ándalus, próxima a la Librería de las Columnas, en Avenue Pasteur, la encontró con su cuñado jadeando en la cama. A partir de entonces, una avalancha de dolorosas deslealtades e improperios tuvieron lugar en el lecho compartido. Ella, alejándose con la misma intensidad que cuando hizo lo contrario, creció y maduró por su cuenta −gracias a la reforma en 2004 del código de la familia de Marruecos, Mudawana¸ que otorga a la mujer cierta igualdad respecto al hombre… Y que, aunque todavía queda un largo camino, sin duda es todo un progreso para Marruecos−. Él, enganchado como las grapas quirúrgicas que sellan la carne desgarrada y no quieren caer, fue incapaz de sacársela de la cabeza, por lo que decidió regresar a Granada, con barba de un lustro, el pelo largo, la espalda encorvada, el brillo que antes tuvo en los ojos desaparecido y la manía casi enfermiza de andar por La Alhambra cantando con un hilo de voz: ‘Lo nuestro duró/lo que duran dos peces de hielo/en un güisqui on the rocks…’.
          La espera en el Café Hafa se hizo larga. Ocho días llevaba ya en Tánger disfrutando de lo que conocía tan bien: La Kasbah, la Plaza Faró, con sus espectaculares vistas sobre el Estrecho de Gibraltar −valiéndole el apelativo de el muro de los perezosos’−, los Cabos Espartel y Malabata, Dar el Makhzen −palacio del sultán o del gobernador−, actualmente sede de los museos de Artes Marroquíes y el de Antigüedades… Hospedado en el Hotel Continental, por el que habían pasado personalidades como Pío Baroja o Winston Churchill, apuraba aquel, su último viaje al Magreb, seguro de las decisiones que tomaría en adelante. Aïsha estaba más guapa que nunca. Envuelta en una túnica roja que resaltaba todavía más su piel aceitunada, desprendía elegancia por el zócalo de la terraza mirador. Iba acompañada de otra persona mayor que ella, a la que César no conocía, y a quien presentó como su abogada. De un portafolios de piel, hecho probablemente por los curtidores de Marrakech, sacó la documentación que recogía el acuerdo para poner fin a aquella relación. Fingió que leía el texto, sostuvo las hojas un buen rato, haciéndose de rogar y, tras quedarse pensativo, las dejó de nuevo sobre la mesa. Sorbió dos veces seguidas el té de jazmín y, antes de abandonar la reunión, a medio levantarse de la silla, dijo que no firmaba…
          Una selección de baladas de Bruce Springsteen sonaba con fuerza por los altavoces de The beach of the water. Consumido ya el quinto mojito, César tenía la boca pastosa. Aun así, a pesar de remar en solitario en la trainera de su propia travesía, todavía era capaz de reconocer que le costaba muchísimo aceptar la ruptura con Aïsha, que no volvería a tener las mismas emociones y curiosidades de entonces, que ni restos de caricias le quedaban ya en su piel moribunda, y que, por mucho que mirara hacia la costa de África, siempre le separaría de ella la manera de entender las cosas, que a fin de cuentas se asemeja a un continente lleno de dudas. Aunque la borrachera ralentizaba sus movimientos, se giró para observar a una mujer de avanzada edad que tomaba asiento tres mesas más allá, y a la que uno de los camareros servía una infusión cuyo aroma a menta impregnaba todo el merendero. Envuelta en un chador de color discreto, con una leve inclinación de cabeza, dijo: salam alaykum… César, punzado el corazón de nostalgia y a punto de echarse a llorar, respondió: alaykum salam. A esa misma hora, envuelta en el mestizaje de la vida nocturna y divertida en Tánger, y con la intención de seguir bailando hasta el amanecer, Aïsha giraba alrededor de sí misma, al ritmo de la música y de las luces que proyectaban su sombra, como una musa que duda entre quedarse en el mar o bucear hacia el océano.

domingo, 4 de septiembre de 2016

Shan y León Torres

Dos años después del accidente que costara la vida a sus padres, octogenarios, cuando regresando de un viaje a Portugal el autobús se fue por un terraplén dando varias vueltas de campana, León Torres entraba por primera vez en la casa donde crecieron sus antepasados. Al cabo de nueve días con veintitrés horas encerrado en el dormitorio principal, revisando papeles amarillentos que encontró en una caja de puros dentro del armario, cayó en la cuenta de que no conocía del todo a su familia, que había páginas escritas de aquella dinastía que, de no haberlas descubierto ahora, nunca habrían salido a la luz. Lo dejó todo sobre la cama revuelta, cerró los ojos por un instante, apoyó las manos en los muslos, se puso en pie, y atravesó la pequeña sala que comunicaba con la cocina, donde se sirvió un vaso de agua. Mientras bebía, recreándose en cada sorbo, como si fuera un placer que tardaría mucho en volver a disfrutar, tomó la decisión de viajar a la República Popular China, concretamente a la ciudad de Zhuzhou, en la provincia de Hunan, para tratar de dar con el paradero del autor de la carta que, con el matasellos lleno de caracteres chinos, dirigida a su madre y fechada en 1955, no paraba de dar vueltas en su memoria: ‘Querida Matilde. Os extraño mucho, y me duele conocer el estado tan delicado en el que, según cuentas, se encuentra padre. Transmíteles mi cariño, y diles que en cuanto me sea posible volveré a España, pero que deben comprender que tanto mi situación política como personal no es la adecuada para hacerlo en estos momentos. Siempre tuyo, tu hermano Fermín Lobo’.
          A León le costó encajar aquellas piezas en su sitio. Desconocía la existencia de ese pariente, que su abuelo estuvo procesado por robar una canasta de manzanas −cosa que no era verdad− y a punto de aplicarle la pena de muerte, que sus raíces eran más republicanas de lo que siempre sospechó… Que al enviudar su abuela se lió con el tabernero del pueblo de al lado, dándole muy mala vida, y que ahora entendía las palabras de su madre siempre que le preguntaba cómo estaba y ella respondía: ‘¡Ah, si yo te contara!’. Pero nunca lo hizo, al menos delante de él… Días después, con toda la información estructurada en su cabeza, anotó en una hoja pequeña de cuadrícula varias cosas a hacer: Anular la cita con el dentista para la limpieza de boca −total pensaba comer solo arroz−, asegurarse de que el pasaporte estaba vigente y sacar el visado, hacerse un seguro médico con cobertura para un tiempo determinado, iniciar en su centro de salud lo necesario para las vacunaciones de Hepatitis A y B, cólera y paludismo −recomendaciones dadas por los conocidos de un amigo que volvían de allí−, comprarse un diccionario de inglés actualizado y dejar a la vista su testamento, por si las moscas…
          Casi diecinueve horas −tiempo más que suficiente para pensar− separaban a León del Aeropuerto Internacional de Changsha Huanghua, y unos cincuenta minutos más para llegar a su destino final, en Zhuzhou… Fermín huyó del país en 1954, acusado, junto a otras personas, de conspirar contra el régimen. Eran agricultores, de Madarcos, un municipio de la Sierra Norte, a 94 kilómetros de Madrid. Vivieron en una casa no muy grande, para ser de pueblo, hasta que, a los pocos meses de fallecer primero el abuelo, y después la abuela, su madre se trasladó a la ciudad a emprender una nueva vida, la que él conocía y tenía como única… Pero, ahora, al aparecer la llave que abría presuntamente aquel pasado, necesitaba atar todos los cabos sueltos…
          Dentro del taxi que le llevaba al hotel, León Torres sintió ahogo. Aunque procedía de Madrid, donde la contaminación también era elevada, jamás había visto semejante capa espesa de esmog como la que tenía delante. El atasco en las calles era monumental y la conducción caótica, sin parar de tocar el claxon continuamente. Agarrado con ambas manos al borde del asiento, cerró los ojos, pareciéndole que así llegaría antes. Tras instalarse, bajó a recepción, donde, haciéndose entender en un inglés muy básico sobre el verdadero motivo de su visita y mostrando el remite de la carta de Fermín, le proporcionaron un guía de confianza que a veces trabajaba para sus clientes y que le ayudaría a realizar su periplo emocional. A la mañana siguiente, con lo imprescindible en la mochila, el barbijo colocado y la mejor de sus sonrisas, Kun −que significa universo− y él, emprendieron camino hacia la capital de Guangzhou, en la provincia vecina de Guangdong, donde se hallaba el consulado español más cercano. Reconocida la amabilidad con la que le recibieron, es justo decir también que no sacó nada en claro. No le dieron norte a las preguntas tan elementales que hizo: Si oficialmente su tío seguía residiendo en la misma dirección que aportaba Fermín, si estaba vivo y si había posibilidad de facilitar una cita entre ellos. Pero salió de allí igual que entró, con todo por empezar…
          Así que, retornando a Zhuzhou, con Kun pegado a su costado, inquieto porque le daban mal fario los sitios oficiales, fueron a la comunidad Qingxia −ubicada en un suburbio de la ciudad− donde el paisaje que se ve, fundamentalmente, son fábricas fundidoras con sus miles de chimeneas febriles, plantas químicas, de preparación de carbón y de energía… No fue demasiado complicado dar con la casa que buscaban. Les recibió Shan −que significa coral−, una anciana de pasos cortos pero con gracia, algunas costumbres muy occidentales y ese tono de voz, cóncavo, que solo tiene quien ha amado mucho. Le saludó en castellano, preguntando primero por el viaje, el motivo que le trajo hasta allí, dónde se hospedaba, cómo había dado con ella y, quizá esto fuera lo que más descolocó a León, por Matilde, su madre. Sin embargo, antes de responder, quiso saber de Fermín, quien murió hacía cinco años, abducido −según su mujer− por el dragón de la contaminación −así definía el aire que le fue afectando durante los años que trabajó en el mundo de la siderurgia−.
          Kun observaba a cierta distancia de ellos. León, entendiendo que iban a entrar en terreno familiar delicado, le indicó que se marchara tranquilo, y que a la mañana siguiente se verían en el hotel. Shan preparó sopa de langosta muy especiada, arroz glutinoso relleno de judías y envuelto en hojas de bambú y pato laqueado cortado en finas rodajas. Todo elaborado siguiendo el protocolo de la cultura milenaria que tanto caracteriza a China. ‘Fermín fue buen esposo −aseguró, mientras le ponía la comida con servidumbre, molesta para alguien como él que defendía la igualdad en su amplia expresión−. No tuvimos una vida fácil. Que me escapara a vivir con un occidental provocó el rechazo de los míos, sintiéndonos abatidos y al borde de la pobreza en múltiples ocasiones, sin posibilidad de acudir a nadie. Antes de morir tu abuela, cuando hermana Matilde escribió para decir que estaba muy enferma, quiso ir a visitarlas, pero salir de China le habría complicado mucho las cosas, y entrar en su país más aún −dijo, eligiendo delicadamente cada palabra−’. ‘Yo no sabía... Nunca imaginé que tuviera un tío −manifestó, mirándola a los ojos−. De hecho, tampoco me constaba que existiera la casa de pueblo donde nacieron. Gracias a eso, y a todos los documentos que mi madre guardaba allí, he llegado hasta aquí’. Permanecieron breves minutos en silencio. Shan amontonaba lo utilizado en la comida en una especie de barreño desgastado, y secaba sus manos con la esquina de su delantal. Y hablaba mucho, sin respiro, concentrando en las frases los avatares de toda su experiencia. Desapareció, y al poco vino con una bolsa de plástico atada con un cordón que en su tiempo debió de ser blanco. Se la entregó a León porque Fermín pensaba habérsela enviado a Matilde. ‘¿Cómo murió? −preguntó, emocionado−’. ‘Se le apagó la luz en un golpe de tos. −soltó…’.
          Cuando regresó a España visitó a su madre en la residencia donde llevaba meses desde que el Alzheimer se agudizó. No conocía ni reaccionaba a ningún estímulo, pero él, convencido de que ella se sujetaba aún de un hilo a la realidad, llevó consigo el paquete que le dio Shan con fotografías, con cartas para Matilde que nunca se enviaron, con los visados y permisos de residencia que fue apilando a lo largo de los años, y un pasador para el pelo, hecho a mano, con una nota manuscrita que decía: ‘Siempre tuyo, tu hermano’. La mujer, con la mirada distraída y sentada en una butaca frente al ventanal con vistas al jardín, se dejó coger las manos por el hijo que empezó a contarle cosas del viaje, de Kun, de su amabilidad y dedicación para hacerle la estancia más agradable, y de su cuñada, esa anciana encantadora que le trató con infinito cariño… Omitió que Fermín rozó casi la indigencia y murió de “fibrosis pulmonar con patrón restrictivo severo”. Igual también algo de nostalgia al echar de menos el calor de los suyos…
          Un años después, a punto de cerrar la casa del pueblo para ponerla a la venta, mientras recogía los pocos objetos personales que quedaban, León cayó en la cuenta de algo que hasta entonces había pasado por alto: El respeto por conservar las cosas que apuntalan la historia de cada uno. Shan, las vivencias con el tío Fermín. Éste, sujetando con un prendedor artesano la tristeza de no haber visto nunca más a sus parientes, y a la vez la fuerza que sacaba de ellos para seguir adelante y quizá poderlo hacer algún día. Y de Matilde, su madre, la inteligencia de guardar la carpeta donde se hallaba el mejor regalo que podía recibir León: las verdaderas memorias de su familia. Salió afuera y ajustó la puerta. Y quitó el cartel de la inmobiliaria, llamando después por teléfono para comunicar que, de momento, no tenía intención de deshacerse de aquel hogar. Ya que, tal vez, en un futuro no muy lejano, podría ser el suyo, e invitar a los amigos a sopa de aleta de tiburón.

domingo, 3 de julio de 2016

Nunca dijo 'te quiero'

Olaya del Páramo salió temprano a la calle con el pretexto de comprar el Hola para su madre. Como cada domingo, venía a comer con ellos. Con la revista, poniendo a parir a las famosas que vendían exclusivas como castañeras en cualquier esquina, dejaba en paz a la familia. Se evitaba así la misma cantinela de siempre: ‘Que si los chicos de hoy en día son unos maleducados. Que si les consentimos todo. Que si hay que joderse porque parece que les ha hecho la boca un fraile. Que si tu marido es un blando que no tiene lo que hay que tener. Que si estás muy estropeada y con más arrugas alrededor de los labios…’. El vagón de metro al que subió estaba semivacío. Tan solo tres o cuatro jóvenes soñolientos, y con muecas de abstinencia sobre los hombros, se apearon antes de hacerlo ella en Sol. Una de las cosas que más satisfacción le daba era caminar por las calles del centro cuando todavía había poca gente. Pararse en cada pasadizo para acariciar con la mirada la silueta de las casas. Pero ese día cambió de planes, y aunque después se arrepentiría cuando no le abrochase la falda negra que tanto le gustaba, entró en ‘Rodilla’ y se puso de sándwiches hasta las cejas.
          En el otro extremo de la ciudad, Olvido Arroyo hacía equilibrio con ambas manos para que no se le cayera la bandeja de pasteles que había comprado. A su edad tenía buen porte y se mantenía todavía erguida, sin pelos en la lengua, fiel a sus principios, bastante cascarrabias con todo cuanto le sacaba de quicio. No le apetecía absolutamente nada aguantar al soso del yerno y a los pijos de los nietos y tragar la paella de su hija que, por mucho que la pobrecilla se esmerara, no conseguía darle el punto al arroz. Antes de coger el autobús que la alejaría muchísimo de su barrio, se metió en un bar a comerse unos churritos grasientos y azucarados que tan ricos le sabían, más ahora que se los tenían prohibidos por culpa del colesterol y la hipertensión, pero estaba harta de las mariconadas de la tostada integral, la mermelada dietética engañada con “Sorbitol” y la asquerosidad del soluble de cebada, malta y centeno… Desde que sufrió, días atrás, un desmayo que la mantuvo en el suelo más de tres horas, hasta comprender que no vendría nadie a levantarla si no lo hacía ella, sentía necesidad de disfrutar al máximo de los placeres de la vida. No se lo había contado a Olaya. Tampoco que tenía vértigos y la visión borrosa. ‘Se lo tienes que decir a tu familia, Olvido. No puedes ser tan testaruda. Un día de estos te das un golpe y no lo cuentas. Deberíamos hacerte algunas pruebas para localizar el foco que ha provocado el mareo. ¿Quieres que hable con tu hija?’, −dijo su médico de salud mientras extendía algunas recetas. Negó con la cabeza, recogió de la mesa la tarjeta sanitaria y el volante para una analítica y salió de la consulta dando un portazo a la puerta…
          La noche que el padre de Olaya se acostó y nunca más despertó, Olvido se prometió a sí misma criar a la niña con rectitud y sin tonterías, con el solo propósito de hacer de ella una persona fuerte y libre, independiente y madura… Pero lo que sí consiguió fue levantar entre ambas una distancia, que con el tiempo se iría agrandando. ¿Podría recriminárselo su hija llegado el caso? Puede…, aunque nadie dudaría de que la quería más que a nada en el mundo. Más que a su propia vida. Por eso no tenía intención de comentarle que ahora los síntomas de una posible enfermedad parecían abrir un agujero de incertidumbre en su tejado. Algo empezaba a transformarse dentro de ella porque, de repente, tenía unas ganas inmensas de abrazarla, de pedirle perdón por tanta palabra fuera de tono, por los desprecios y desplantes en vacaciones, navidades, cumpleaños… Quería llorar y no sabía hacerlo, sentir y se le había olvidado, tocar y no tenía tacto, decirle que estaba orgullosa de la mujer en que se había convertido y, por encima de todo, lo hermosa que era. Pero, su perfil irascible le bloqueaba los sentimientos…
          Cago en la hostia. Ya se me ha pegado el arroz. Verás cuando lo pruebe la abuela. Ay que joderse… Bueno, de perdidos al río. Ahora sí que se explayará a gusto poniéndome en ridículo. Como si la oyera: que si no estoy en lo que tengo que estar, que si no pueden salirme las cosas ricas comprando marca blanca, que si con tanta hamburguesa y pasta cocida hemos perdido el paladar…’. −Hablaba con su hijo mediano, quien, atontado con las entradas masivas de WhatsApp a su móvil y la música estridente que salía por los cascos, no le hacía ni caso−. ‘Mírale, está agilipollao…’. Le dio la espalda y, para aliviar sus penas, sacó una botella de vino blanco que reservaba para asar cordero y tomó un par de tragos colmaditos. En la mesa, a falta de que llegara el mayor de los nietos, que por lo visto salía con una chica y tenía cada dos por tres calenturas −como si ella fuera idiota−, Olvido aceptó de mala gana el plato que le tendían. Y no por desprecio, sino porque las porras le habían quitado el apetito y notaba el estómago revuelto. No obstante, comió más de la mitad de la ración. Y lo hizo sin rechistar, pensando en sus cosas, ausente, organizando su cabeza: tenía que meter en una carpeta los papeles importantes, actualizar las cartillas del banco, limpiar el armarito de las medicinas, comprarse un camisón, tirar a la basura las galletas caducadas, lavar las cortinas para dejárselas limpias, por si acaso… Y tres o cuatro pequeñeces más que no venían a cuento.
          Mamá, espera, que me pongo los zapatos y te acompaño hasta el autobús. Empieza a oscurecer, y sabes que los domingos la parada está muy solitaria’. La mujer asintió sin rechistar. Ajena a los cambios de comportamiento que poco a poco se producían en su madre, Olaya no se percató del ligero temblor que no cesaba en el ojo derecho de Olvido, quien, para no tropezar y caerse, se agarró al brazo de su hija. Caminaron en silencio, sin mirarse, sin palabras que interrumpieran el momento de emoción que inundaba el corazón de ambas. De una ventana que daba a la calle estrecha que desembocaba después en el bulevar, la inconfundible voz de The Beatles, con su Let it be, inmortalizó para siempre el primero y último paseo que, por diversas circunstancias, realizarían sin enfados. Se despidieron. Una se fue pensando: ¡Qué aburrimiento, ahora a raspar la puta sartén…!, y la otra que tenía que acostumbrarse a decir te quiero
          En la sala de espera de urgencias, sentada junto a su marido en una silla incómoda de plástico duro que invita al abandono, aguardaba desde hacía cinco horas la aproximación de un diagnóstico que, a falta de otras pruebas contundentes, dijera la causa de la pérdida de conocimiento que sufría su madre, y de la que no se habría enterado de no ser porque recibió una llamada del hospital peguntando por un familiar de Olvido Arroyo, a la que el SAMUR había trasladado hasta allí. Mientras esperaba, Olaya recordaba su adolescencia y juventud como etapas poco felices: La convivencia complicada, las diferencias que tenían, las broncas a veces sin motivo, las ganas de ser independiente como fuera para hacer lo contrario de lo que había visto… En definitiva, necesidad de poner distancia con aquella mujer que le chupaba casi toda la energía, y que, habiéndole dado la vida, despertaba también su nunca curado complejo de inferioridad.
          Al día siguiente continuaba en observación. Hubo un pase a las doce de la mañana. El médico que habló con ella insinuó que algo raro presionaba su ojo derecho y que, aún a falta de algunos resultados de las pruebas realizadas, posiblemente tuvieran que intervenir para quitarlo. Así que, en breve la subirían a planta. A cualquiera le alarmaría conjugar tumor con quirófano. Informar de ello a una señora que cuatro años atrás cumplió ya los ochenta era pisar sobre terreno delicado. Pero Olvido estaba hecha de otra pasta y aguantó estoica las palabras del cirujano sin hacer preguntas ni mirar a su hija, a la que delataban los nervios. La noche anterior a la operación Olaya se quedó con ella, pero el agotamiento la venció, y no escuchó cómo la mujer lloraba en silencio por su hija: por lo que había tenido que sufrir, por lo frágil que parecía, y por todas las veces que no le había dicho lo que verdaderamente sentía… Alargó la mano que tenía libre de vías e hizo amago de tocarla, pero antes de rozarse la retiró… La intervención fue un éxito…
          Una semana después, antes de que trajeran la comida del hospital, le sirvió a su madre una buena ración del puré que había hecho para ella con toda clase de verduras, una punta de jamón ibérico, un cuarto de gallina de corral y medio kilo de morcillo gallego. Contuvo la respiración y apretó los puños, pero, en lugar de sacarle pegas al guiso, Olvido, con total delicadeza, dijo: ‘¡Qué rico te ha salido, hija!’. Olaya no daba crédito ni confiaba en la sinceridad de aquellas palabras, que suponía envenenadas o disfrazadas por el momento delicado que vivía… A partir de entonces, y por miedo a caerse, no volvió a comer en casa de su hija, lo que resultó ser de gran alivio para todos…

Nota: Nos volvemos a encontrar el 28 agosto. Feliz relajo. 

domingo, 19 de junio de 2016

Solsticio atemporal

Probablemente, adormecida, escuchara el timbre de la puerta, pero eso es algo que nunca podré asegurar a ciencia cierta. De haberlo oído, imagino que la brisa del destino hubiera soplado diferente −a mejor o peor, quien sabe...−, y puede también que así la losa pesada en la que a veces se convierten los días fuera más llevadera. Pero permanecí en la cama, atravesada en posición horizontal, con el sujetador desabrochado, los zapatos fuera de los talones y una reseca que me reventaba las sienes. Me llamo Ágata, tengo cuarenta y nueve años, estoy divorciada, padezco de estreñimiento y mi vida es tan vulgar que en momentos puntuales roza la gilipollez. Con la única reforma de acondicionar la azotea como espacio de relajo y ocio, vivo en La Latina, en el ático que mi padre heredó de los suyos y donde solo pago los gastos que genero. Por tanto, no ando mal de liquidez. Me gusta el whisky y viajar a Estados Unidos en invierno, el color rojo, la playa cuando no hay gente, los días de lluvia después de las siete de la tarde, las tostadas de pan blanco con un chorrito de aceite de oliva, los sudokus, todo cuanto se considera pecado, la soledad para que fluya el mundo interior y ver a los niños jugar en los parques. Al margen de esto, como digo, no destaco en nada, ni formo parte de listados de gente importante.
          Mis amigas, las muy cabronas, dicen que trabajo de: ‘Siguiente, por favor’. En realidad, me tiro ocho horas al otro lado del mostrador, en el centro de salud de un barrio marginal de la ciudad, donde paso la mayor parte del tiempo diciendo esa frase para dar citas médicas y volantes para pruebas de laboratorio, indicar a los desorientados el número de sala a la que tienen que ir e informar a los inmigrantes acerca de los requisitos que hacen falta para obtener la tarjeta sanitaria. Cuando el público me da un respiro, contesto el teléfono, imprimo pegatinas adhesivas, clasifico recetas mensuales que recogen los enfermos con tratamiento crónico, aviso al servicio técnico para que vuelvan a arreglar el grifo del lavabo de personal, que se sigue saliendo, y derivo a las enfermeras aquello que considero que puede estar dentro de su campo, porque cada vez tenemos menos facultativos y más vacantes. También cuando puedo, no voy a engañar a nadie, me escabullo a fumar a la calle.
          A veces pierdo los nervios y reconozco que contesto fuera de tono. La gente no tiene culpa, lo sé. Pero desde que los recortes, contundentes y despiadados, han desembarcado en este sector, se trabaja, en general, con bastante incomodidad. Por eso imagino que damos una imagen de fríos que, hasta donde puedo responder, es errónea. No es cierto que a este lado de la ventanilla lo ajeno nos sea indiferente, que no reconozcamos las injusticias, las negligencias, los intereses económicos que mueven a los guiñoles del gremio, el dolor de los más vulnerables y el ostracismo a donde van las cosas comunes que para todos son necesaria… Lo que ocurre, y deseo que se me entienda bien, es que no te puedes llevar a casa las malas noticias de un diagnóstico, los efectos secundarios de lo experimental, el trago cuando notifican que mejor llevarlo a terminales, o la angustia de conocer que ha caducado el permiso de residencia y, por ende, la financiación para la insulina. Y no se puede hacer por la sencilla razón de que nosotros, los ‘Siguiente, por favor’, tenemos también nuestros problemas. Pero a veces hay situaciones tan excepcionales que se salen de la regla. Entonces, te implicas…
          Estéfano −nombre de origen griego que le gustó a su madre al leerlo en el cartel de un cine de provincias−, es un viudo de setenta y cinco años que, desde hace veinte, cuida de su único hijo, en estado vegetativo, tras someterse a un cambio de sexo que se complicó contrayendo un virus de quirófano en plena operación. Esto lo supo por un informe extraoficial conseguido con mala praxis por el abogado que le sacó un ojo de la cara, y que finalmente nunca pudieron aportar como prueba determinante. Para hacer frente a todo: Letrado, tratamiento que no cubre la Seguridad Social, compra de cama articulada, pañales además de los prescritos, grúa para moverlo, enfermera particular que le atendiera en su ausencia, antes de coger la jubilación anticipada…, hipotecó el piso, grande y lujoso, en la zona Este de Ríos Rosas, hacia el Paseo de la Castellana, donde en su mejor época incluso tuvo chica de servicio. Desde pequeño, mejor aún, desde que tiene memoria, el dinero se le ha escurrido por los dedos. Nunca supo administrarlo para que alcanzara, y ahora, a pesar de las circunstancias delicadas y evidentes, no sabía cómo cambiar dicho defecto. Así que, entre putas caras, cuidadoras de día y de noche, rondas indefinidas que pagaba en los garitos del casco viejo, ropa que compraba y a los pocos meses tiraba todavía con la etiqueta puesta, coches de lujo, madrugadas en el Casino, y demás vicios al alcance de pocos bolsillos, vino el primer aviso de desahucio por embargo, cuyo susto siquiera bajó el ritmo del despilfarro. Total que, cuando quiso reducir gastos, los buitres de las finanzas, entrenados para debilitar a sus presas, al olor de la sangre, ya habían puesto las garras sobre él.
            Dejó las juergas nocturnas, dejó de adquirir en el supermercado cualquier producto sin mirar el precio, pasando a consumir marcas blancas, despidió a uno de las dos mujeres que le ayudaban con el chico, malvendió la moto, se quitó de beber y de fumar y ni con esas conseguía llegar a fin de mes solo con su sueldo… Estéfano empezó a faltar a menudo al trabajo: unas veces porque al hijo le sobrevenía una crisis respiratoria, otras porque la depresión le amarraba los pies a la cama. Una mañana, en la mesa del despacho −desde el que se veía, diminuta, La Gran Vía−, encontró una nota manuscrita de su secretaria donde decía que a las once le esperaban en dirección. Allí estaba la plana mayor, interesándose por su situación. Hipócritas, como siempre lo habían sido, para sugerirle, seguidamente, que lo mejor para todos sería que anticipara su retiro. Con deleite les miró uno a uno, hasta tropezar con la mirada de su amante, la subdirectora de Recursos Humanos. Entonces, dijo: ¡Cómo me hacéis esto, sois unos hijos de puta! ¡Con la de babas que le he limpiado a la empresa…!
          Ahora cuando lo piensa reconoce los errores cometidos, el peso de las decisiones equivocadas, la pérdida de horas lejos de su hijo y del universo que lucía en el boceto de sonrisa, agradecida cada vez que el padre le ponía crema hidratante en los glúteos. Pero ya no había vuelta atrás…, porque las cosas a veces, cuando están jodidas, evolucionan a peor. Así fue como en un abrir y cerrar de ojos, cumpliendo la máxima de que “en un solo segundo puede cambiarte la vida”, se vieron viviendo humildemente los dos en el extrarradio. Algunas tardes, metido en la cueva de la memoria, amarrado de pies y manos por la soledad, recordaba el pasado como si la lujuria y el descontrol de antes no fuera con él, sino que formara parte de un excéntrico personaje que cogió el patrón de su físico para moverse por ahí con impersonalidad.
          Alcanzado el solsticio de invierno, entre retales que la melancolía fue deslizando en su piel, misteriosos como los que encierra la luna llena, Estéfano había envejecido rápidamente. Entregado por entero al chico, luchaba por reunir la mayor información posible para reabrir el caso en los juzgados, ya que un colaborador de la ONG que a veces le visitaba le aseguró que si peleaba podía conseguir un presente más saludable para ambos. A pesar de la falta de optimismo que le perseguía, no dejó de pasar semanalmente por el Centro de Salud. Cada miércoles, después de las once de la mañana, mientras que un matrimonio vecino se quedaba con su hijo, él se acodaba en el mostrador, me miraba a los ojos y preguntaba: ‘¿Tienes algo para mí, Ágata?’. ‘No. Lo siento mucho, aún no ha llegado nada de secretaría ni de dirección. Prueba en la oficina, igual ellos te dan norte. Nosotros aquí, ya sabes, no podemos hacer más. Ojalá dependiera de este departamento…’. Entonces, con una pena que le destruía el corazón, los párpados mojados y la cabeza agachada, se iba por donde había venido, con las entrañas vacías… Así, una y otra vez… Constante y agotado, esperanzado y vencido…
          Aún con la duda de si sonó el timbre de la puerta o no, fui al cuarto de baño y, al tiempo que orinaba, metí la lengua bajo el grifo, por si la fuerza del agua arrastraba consigo la lija que recubría mi boca. Me sentía culpable después de cada borrachera, y apenada por la imagen desaliñada que el espejo devolvía de mi persona: pechos grandes, pero sin la rigidez de antes, cejas irregulares, marcas de nocturnidad en la comisura de los labios, nariz muy afilada y dos dedos de raíz blanca, ya sin tinte… Y así, con esas pintas como para que griten fuego y salir corriendo, sentada en la taza del váter, desnuda, y poniéndome en el pie un parche quita callos, sin saber muy bien por qué, pensé en Estéfano. Su situación, la de otros, la mía propia, y lo triste de estar en manos de un papel que se resiste, que no llega…

domingo, 5 de junio de 2016

Filippo Ivanov

Hace años, en Madrid, por motivos meramente profesionales, pasé a diario por las calles de José Ortega y Gasset con Alcántara. Y, justo ahí, en esa intersección, ataviado con un abrigo hasta los pies, gorro de color negro, botas de montaña con una gruesa capa de barro y pantalones de paño con bajo siempre descosido, Filippo Ivanov −que en realidad se llamaba Hilario Villacampa, natural de Bara, Huesca−, sentado en una silla de tijera desgastada por las inclemencias del tiempo, interpretaba al violín, de sol a sol, la banda sonora de Doctor Zhivago, con una sensibilidad especial y transmitiendo tal sensación agradable como si de un momento a otro Omar Sharif apareciera caminando y desprendiendo sonrisas en copos de nieve. El bolchevique −así le llamaban con cariño en el barrio de Salamanca− nació al principio de la Segunda Guerra Mundial. Cuando apenas contaba ocho meses de edad, en 1940, sus padres, siguiendo la pista del hijo mayor que andaba escondido desde que estalló la de aquí en el treinta y seis, se trasladaron a la ciudad con toda la prole montada en un carromato del que tiraba su vieja mula, y a la que, deslomada, hubo que sacrificar. Tras varios intentos en vano para dar con él, y ante la imposibilidad de emprender camino de vuelta, ubicaron sus bultos en un terreno ilegal de chabolas que alguien les traspasó. La dureza de la época, la pena de los que nunca volvieron, el llanto de su madre cerrando la última luz de la noche, los perros callejeros escarbando en las basuras, la bocina de un tren del norte silbando por el sur, el crujido de las llamas en el fuego donde unos hombres queman papeles comprometidos, los gemidos de los recién casados que usó como libro de cabecera para masturbarse en el páramo de su soledad y el hambre que mataba robando sandías de la huerta, configuraron una personalidad introvertida en Hilario, alejándolo de las demás niñas y niños del poblado.
          Cuando la enfermedad del padre lo encamó de por vida, el chico, que todavía no levantaba un palmo del suelo, se ocupó de traer lo que necesitaran para subsistir, gracias a la generosidad de un paisano, chatarrero, que se lo llevaba consigo para enseñarle el oficio, como si de un hijo se tratara. En un pequeño local cercano a la Glorieta de Embajadores, entre pedazos de latón, cobre y plomo, ambos oscenses levantaban el cierre al negocio que les daba de comer a ellos y a los suyos. A las once en punto de cada domingo, visitaban a la familia para dejarles el dinero que alcanzaría escaso durante la semana. Era continuo el trasiego de ente vendiendo lo que encontraba por los vertederos. Un día, entre el flujo de hora punta de las siete de la tarde, una mocosa, con los ojos achinados de haber visto mucho sufrimiento, se acercó al hombre y le tiró de la manga. Enseguida la reconoció y le dijo al chico que su hermana había venido a buscarle. Aunque la pequeña, asustada por si los fantasmas de la ciudad la engullían, no dijo nada, Hilario le pidió prestado a su jefe un brazalete negro. Acompañando a su madre estaban las plañideras, sentadas alrededor del cuerpo sin vida de quien le pareció un anciano. Le enterraron en el cementerio civil. El chatarrero corrió con todos los gastos, incluso con los billetes de regreso a Huesca. Sin embargo, una vez que su familia quedó instalada, el bolchevique retornó, porque sabía que en el pueblo no tenía futuro, y le resultaría imposible sacarlas adelante. Aunque, a decir verdad, tampoco tuvo que hacerse cargo por mucho tiempo, ya que el alcalde se convirtió en su padrastro.
          En verano Hilario aprovechaba las primeras horas del amanecer para organizar las cosas del local antes de abrirlo. Así fue como un día, cuando la luna todavía lucía su albura en el aro de la oscuridad, por detrás de un batiburrillo de trastos inservibles, encontró la funda de un violín que creyó vacía. El jefe ya no era la misma persona. Una rara deformación lo estaba encorvando. Y aunque se planteaba dejar el negocio, no quería hacerlo mientras que el joven no tuviera otro trabajo. Cuando le preguntó por el instrumento y la razón por la que estaba arrinconado, el hombre le contó que, al principio de tomar las riendas del comercio, se lo compró a un mendigo procedente de Rusia, a cambio de un par de noches de cena y pensión. Se quedó pensativo, y finalmente le dijo que se lo podía quedar, que lo aceptase como un regalo, ya que nunca supo muy bien qué hacer con él…
          En el número 35 de la calle Olivar, en una vivienda de la segunda planta, había una escuela de música cuyo único profesor y director impartía clases de solfeo. Cada día, al cerrar la chatarrería, Hilario acudía a la academia a aprender lo más básico para deslizar con destreza el arco por las cuatro cuerdas. Dotado de un oído envidiable, bastaron pocas sesiones para que el esfuerzo diera su fruto. Obvió la teoría y se centró en la práctica, llegando a ser capaz de reproducir cualquier melodía que oyera un par de veces. Aunque tuvo mucha suerte con su patrón, ya sabía lo que era estar a las órdenes de otra persona, y sudar para que el grueso de lo ganado se lo llevase el jefe. Ahora quería empezar una nueva etapa fundamentada básicamente en la libertad: para despertar al raso caminando sin minutero… Así que, sin ataduras de ninguna clase ni nadie que dependiera de él, a finales de mes habló con el dueño para que buscase un sustituto porque se despedía. El anciano, prudente, no preguntó adónde iba, pero sí le dijo que no se preocupara porque cerraba la tienda. Se abrazaron y el hombre le entregó un sobre con la última paga y una gratificación en agradecimiento por su aportación durante todo ese tiempo al buen funcionamiento del negocio.
          Las semanas siguientes fueron primordiales para tomar tierra y asentar sobre el suelo de la decisión, en pendiente apaisada, la forma de vida que pretendía adoptar. Así pues, entrado el otoño, una mañana de domingo, con las ideas despejadas, fue a El Rastro. En uno de los puestos dedicados a la venta de toda clase de ropa, compró el atuendo que nunca más abandonaría: el Tulup −abrigo amplio y largo de piel de conejo o de oveja, y cuello ancho de pelo−, el Ushanka −sombrero de orejeras flexibles− y las Válenki −botas de media caña−. Entonces, abrazado al inseparable violín, con el corazón en un puño por la emoción y cubierto con la nueva vestimenta que le hacía sentir otra persona, aunque con idénticos mimbres, transitó por distintas avenidas hasta llegar a la esquina de Alcántara con José Ortega y Gasset, donde nació el bolchevique. Al menos esta es la historia que me contó, una noche de vino y juerga.
          Quince años después, a seis meses de finalizar mi vida laboral y no habiendo tomado vacaciones en mucho tiempo, volví a Madrid, esta vez sin escoltas ni coches oficiales, pero sí con parte de la familia. Nos hospedamos en Adler Hotel −donde estuve en todas mis estancias−, en el número 33 de la calle Velázquez con Goya. Un palacete de 1884, restaurado por el arquitecto Mariano Sáenz de Miera, quien dotó al edificio, sin apartarlo de su encanto dieciochesco, con modernas y lujosas instalaciones. Me gustaba por muchos motivos: Especialmente porque su personal, selecto y discreto, guardaba a rajatabla la identidad de los clientes. Ubicaron a mi nieto mayor y a su novia en una lujosa habitación. A nosotros −mi pareja y yo− en la Suite Presidencial. Acostumbrado a madrugar, a las 7:30, en cuanto abrieron el restaurante, bajé a desayunar. El maître me sirvió una pieza de fruta, un yogur con muesli, dos lonchas de queso fresco sobre una fina rebanada de pan de centeno y un té verde. Apenas había cinco personas más en diferentes mesas.
          Dije en recepción que comunicaran a los míos que no volvería hasta la hora del almuerzo. Quería disfrutar de la ciudad recordando los buenos ratos que pasé en ella, así que aquellos momentos de soledad me pertenecían. La fragancia del viento mezclado con el petróleo quemado en los tubos de escape me situó en el presente. Habían desaparecido algunas tiendas que recordaba. En su lugar, negocios de poca monta abrían una brecha diferencial entre las avenidas importantes y las vías de segunda, completando el paisaje portales de entrada elegante colindando con fruterías regentadas por orientales. Llegué caminando hasta una plaza que no puedo recordar, y giré a la izquierda. Las notas musicales de Main title salían de un violín que se oía a lo lejos. Cuando me acerqué para echarle dinero en la caja y dije: ‘¿Qué tal? ¿Cómo te va, bolchevique?’, el anciano dejó el instrumento en el suelo, alzó la mirada indefinida y turbia, se puso en pie con dificultad, extendió los brazos temblorosos y, emocionado, a punto de desmayarse, me susurró al oído con un hilo de voz que casi no le salía de la garganta: ‘El Doctor Zhivago y usted siempre vuelven a mí, camarada’. Le sujeté fuerte por debajo de los hombros, como quien quiere contener la sangre de una vieja herida para que no se reabra. Cogí sus bártulos y a él agarrado por el brazo y lo llevé conmigo, proponiéndole que viviera en una de mis casas, donde le cuidarían con amabilidad. A mitad de la calle se paró en seco, agradeció mi ofrecimiento y me dijo que su suerte, como la de todos, ya estaba echada. Me alejé con lágrimas en los ojos y una rara sensación en las entrañas…

domingo, 22 de mayo de 2016

Como gota malaya

‘¡Qué cabeza la mía!’, murmuró mientras volcaba unos espaguetis −que remataría más tarde a la carbonara− en el agua que hervía en la cacerola, cuando en realidad pensaba hacer arroz integral como base para una ensalada. En un táper con compartimentos −así los sabores no se solapaban−, puso los ingredientes que ya tenía preparados: medias lunas de tomates cherry, manzana, jamón cocido, dados de queso feta y cinco o seis gajos de naranja roja. Cerró la ventana del dormitorio cuando se dio cuenta que, a lo lejos, un empedrado de nubes tapaba el horizonte y amenazaba con desencadenar una tormenta típica de verano, de esas que tanto presenció en el sur. Además, protegió los cristales recién limpios bajando el toldo. Y pensó: ‘¿Dónde coño habré puesto el pasaporte y las llaves del coche?’. Bastaron unos segundos para caer en la cuenta que había metido la mochila −y dentro de ésta lo que buscaba− en el armario, detrás de la ropa que usó el día anterior, y que había olvidado colgar.
          Su vida cambió radicalmente una noche que, a la salida de una discoteca, encontró su vehículo con las ruedas pinchadas y aceptó regresar hasta su casa, en un barrio castizo de Madrid, con el tipo que, tan solo una hora antes, había echado un polvo recostados en la pared del callejón a donde daba la salida de emergencia… Al cabo de los meses, tras verse muy acosada por ese individuo, propuso a sus jefes −trabajaba para una prestigiosa compañía de seguros− trasladarse de país a cubrir una vacante que dejaba otra compañera. Desde entonces, y sin volver mucho la vista atrás, salvo para pensar en los suyos, a los que añoraba, aunque hablaban a diario, residía en aquella ciudad centroeuropea, entregada a su profesión, y a un sueño que, poco a poco, iba tomando forma…
          La historia de Dolores Casas bien podría ser la de cualquier mujer libre de compromisos, sin pareja estable, que ha sobrepasado el medio siglo y con alguna que otra cosa bastante clara: todos somos prescindibles y nada es para siempre, la felicidad se estructura con caricias de corta duración que acompañan en el recuerdo hasta el final de los días y que habría que proponerse vivir cada jornada como si fuera la última de nuestra existencia. Su fino olfato para los negocios la llevó a situarse cerca de la cúpula de dirección. El manager comercial, observando su destreza en las maniobras para captar a nuevos clientes, con habilidades envidiables a la hora de configurar las pólizas, personalizándolas en algunos casos, fue implicándola paulatinamente en proyectos millonarios que colocarían, por un lado, a la empresa, y por el otro, a él mismo, en el ranking como la aseguradora que más facturaba dentro del sector de dicha actividad financiera.
          En uno de los salones privados del restaurante Cantinetta Antinori, asistió a una cena organizada por el departamento de relaciones internacionales de la Embajada China en Viena. Los jefes de Lola llevaban meses negociando con el emisario del Asia Oriental la posibilidad de expandirse tanto allí, como en Japón, Corea del Norte y Vietnam −aunque cada uno habría de tratarse por separado−... Querían crecer, mejorar sus condiciones de servicio, adecuarse a otras costumbres y a una cultura mercantil diferente a la conocida hasta entonces. Algo que solo conseguirían cruzando las fronteras. Entre los invitados estaba Hai Kwan −el nombre significa ‘mar’, el apellido ‘la montaña’−, quien trabajaba a las órdenes del asistente del secretario de la mano derecha del director ejecutivo de la Bolsa de Valores de Hong Kong. Es decir, un simple empleado que se manejaba muy bien con los idiomas y elegido como último recurso al haber enfermado de repente el titular que tendría que haber ido. La falta de costumbre de llevar esmoquin y pajarita le colocaba en situaciones incómodas: sudor en la frente, enrojecimiento en el cuello por los continuos ahuecamientos que hacía con un dedo en el borde de la camisa, molestias en la barriga por estar muy apretado el fajín plisado y cierta irritación en la bragueta, al llevar el pantalón cargado en un lado… Harto de traducir gilipolleces para los jefes, se escabulló hasta llegar a una de las barras donde, coincidiendo con la agente de seguros, también pidió un dry martini. No sería lo único en que estarían de acuerdo. Compartían la sensación de pérdida de tiempo, de entender que no encajaban en aquel ambiente circunscrito casi por intereses creados, de no querer trepar a toda costa y el detestar vestirse de etiqueta. Mantuvieron una conversación tan interesante que se prolongó hasta el amanecer, cuando salieron a fumar un cigarrillo a la terraza. Para entonces ya no quedaba nadie y apenas restos de comida fría en las bandejas donde sirvieron el primer coctel.
          Meses atrás, Hai, junto a un grupo de compañeros, desatendiendo las sugerencias que indicaban lo contrario, viajó a uno de los países en conflicto bélico, para comprobar in situ la desesperación de la población civil arrancada de sus hogares y convertidos en desplazados, lo que ocurre desde 2011 en los inicios de la llamada primavera árabe. Fundamentalmente, él, al igual que sus acompañantes, querían aportar apoyo y mano de obra a través de la ONG que les metió en el programa de ayudas. Una vez allí, pronto se dieron cuenta que las cosas funcionan con filtros, que todo son trabas a la hora de dar un paso y que de nada les serviría en aquel lugar la inmunidad diplomática que guardaban en sus carteras. Como tampoco podrían olvidar nunca las interminables columnas humanas con marcas de sufrimiento como gota malaya. Así pues, con el corazón encogido y avergonzados de cuanto habían visto, regresaron al mundo de los rascacielos, de las computadoras de última generación, de los coches automáticos, de la comida envasada a golpe de moneda… Pero con un firme propósito: lucharían para que los gobiernos acogieran al mayor número de personas posible.
          Lola, además de quedar impresionada, quiso implicarse. Hai le proporcionó lo necesario para contactar con algunas organizaciones que operaban muy bien en ese terreno, y por supuesto compartir con ella, vía email, información sobre nuevos proyectos. Año y medio después de ese encuentro, y habiéndose visto en un par de ocasiones más, el pekinés y la madrileña eran grandes amigos. Mientras que la mujer seguía con su vida adelante, y sintiéndose cada vez más integrada en Austria, en su carácter reposado, la ausencia de griterío y la apacibilidad que tanto se respira, de sus calles a sus lagos, él llevaba un tiempo en Salzburgo preparando el recibimiento de un avión que llegaría en breve al Aeropuerto Internacional de Viena-Schwechat, fletado por ACNUR, y cargado con sirios, albaneses y nepalíes, llegados de las tierras donde las cosas despiertan difíciles. Dolores Casas, por su parte, también había realizado gestiones y se disponía a tenerlo todo listo para reencontrarse con Hai, y juntos puentear la acogida.
          Cuando estacionó su vehículo en el aparcamiento, supuso que su amigo y la gente de la asociación estarían esperándola. Se abrazó al pekinés y, tras mucho cariño transmitido, fueron en busca del representante oficial que gestionaría los trámites de asilo. Un agente de seguridad les acompañó a la zona privada de oficinas donde un hombre, con cara de muy mala leche, daba rodeos para comunicar algo tan sencillo como que el vuelo traía muchísimo retraso. Ellos, por su cuenta, realizaron algunas llamadas que confirmarían la incidencia, pero añadiendo algo más: un error técnico o burocrático desvió el aparato presuntamente a alguna de las Islas Aleutianas, quizá hacia el sudoeste de Alaska. Hai y Lola no daban crédito a tal desastre, y lo más doloroso es que tal vez no se pudiera corregir el fallo, y redireccionar el aparato hacia Viena, porque había que empezar de nuevo con todo el papeleo, los permisos, las audiencias, los pactos, las conversaciones… y, aún con eso, nadie aseguraba que aquellas mismas personas que embarcaron con el paracaídas de la esperanza bien ajustado no volvieran a ser candidatas al pasaje de la suerte… Hai cogió un avión a Ginebra por si allí, desde la sede de ACNUR, podía hacer algo…
          Había pasado doce largas horas metida en el despacho del aeropuerto, aguardando una rectificación creíble donde amarrar la esperanza de volver a intentarlo. También una disculpa, no a ella ni a sus compañeros, sino a las personas que, una vez más, sufrieron el abandono de sus semejantes. Cuando regresó a casa estaba agotada. Se quitó los zapatos y la camiseta con desprecio, entró en la ducha y lloró sin consuelo. De vuelta a la cocina, miró la olla donde había dejado escurriendo la pasta y encontró un amasijo de hebras pegadas unas con otras. Respiró profundamente y comprendió que ella no era la víctima, sino una pieza de la herramienta que pelearía para que no cayera en los archivos del olvido la necesidad de salir a flote que mantiene en pie a todo refugiado.