domingo, 29 de octubre de 2023

Cerca de las Smoky Mountains

4.

La primera vez que Donna Hanks asistió con su esposo recién casados a una de las iglesias ubicadas en los Appalachians, llamadas: “Church of God with Sings Following”, casi se desmayó cuando el pastor sacó una serpiente de casi dos metros del cesto de mimbre que siempre llevaba consigo, se la enroscó tipo collar en el cuello, con la cola zigzagueando, reconociendo a la presunta presa y sosteniendo la cabeza del bicho a pocos centímetros del rostro. A los presentes, la mayoría de ellos en trance les invitó a hacer lo mismo con sus reptiles además de beber el veneno repartido en pequeños vasos. Antes de eso cada miembro compartió en voz alta sucesos ocurridos: accidentes, dudas, enfermedades incurables, cognitivas, problemas económicos, con la justicia, las adicciones, lo laboral, de convivencia… A continuación los feligreses rezaron entrelazando las manos y, llenos de júbilo, gritaron “¡Oh, Jesús!”, el maestro de ceremonia respondió “¡Alabad al Señor!”. Quien tiene la mala suerte de ser tocado en alguna parte del cuerpo por esas lenguas bífidas se niega a recibir atención médica considerando que dicho sufrimiento es un castigo por su falta de fe. Sobrecogida, rogando que no la obligasen a realizar semejante atrocidad salió del local tan rápido como pudo. Transcurrido algún tiempo supieron que el pastor sufrió la mordedura de otro ofidio muriendo horas después. Así que, Donna Hanks se prometió a sí misma evitar en la medida de lo posible asistir a otro servicio de esa índole para no tentar al diablo. Esta práctica, fundamentada en la interpretación de un pasaje bíblico de san Marcos 16:17-18, fue legal en los Estados Unidos hasta mediados del siglo XX, posteriormente se prohibió en la mayoría de los estados menos en Virginia Occidental. Sin embargo, en el sur de los Apalaches se sigue haciendo en clandestinidad. Los académicos Ralph Hood, profesor de psicología de la Universidad de Tennessee en la ciudad de Chattanooga y Paul Williamson de la Universidad de Henderson State, de Arkansas, llevan años investigándolo, realizando cientos de horas de grabación sobre el manejo de serpientes en actos religiosos y entrevistas a muchos pastores que lo llevan a cabo, por tanto, poseen un amplio material al respecto que ponen a disposición de la ciencia.
          –Si las ceremonias van a ser siempre así, no vuelvo, me dan miedo y respeto –dijo en el corrillo que se formó a la salida de la iglesia.
          –Forma parte de nuestra identidad, hija mía. Son pruebas que nos ponen y nosotros hemos de obedecer –tajante respuesta del pastor quien dirigiéndose al marido añadió–: habrás de controlar mejor las reacciones de tu esposa, no está bien que las mujeres ridiculicen a los hombres en público.
          –No volverá a pasar, le doy mi palabra –aseguró.
          –Nadie tiene derecho a acallar mis opiniones, ni siquiera tú, la fe, como yo la entiendo, es un espacio para compartir y derrochar alegría por estar juntos, por estar vivos. –Ahí empezaron las discusiones con el marido y el menosprecio de él.
          Desde Parsons Rd hasta Manhattan Ave hay unas dos millas, cuarenta minutos aproximadamente de paseo tranquilo, solitario, característico de Oak Ridge, con vecinos a ambos lados que pueden estar semanas sin verse y cuyas viviendas enmarcadas en espacios verdes y árboles lo bastante altos preservan esa intimidad tan preciada en la zona. Apenas unas pocas personas pedían oraciones por los suyos en Woodland Park Baptist Church, Aretha O’Neal se quedó en los bancos del final por timidez, apretó la diminuta cruz de madera que volvió a introducir por dentro del jersey y se marchó, iba a dar fin a la misión más difícil a la que hasta ahora se había enfrentado en la vida. Con la excusa de llevarle a Donna Hanks unas galletas sureñas, receta de sus antepasados que le salían buenísimas, aceptó la taza de chocolate. Nerviosa, no sabía cómo ponerse si en el borde de la butaca o bien sentada con la espalda recta. Aunque no era la primera vez que entraba dentro de la vivienda nunca se había fijado en las fotografías dedicadas de una cantante vestida de cowboy que lucían sobre la repisa de la chimenea, ni tampoco del ambiente espeso a dejadez y soledad que se respiraba. Se le encogió el corazón sólo con pensar el dolor que le causarían lo que iba a decirle...
          –Ten cuidado, está muy caliente –dijo Donna a la chica ofreciéndole también una servilleta.
          –¿Quién es la señora de la guitarra y el sombrero de vaquera? –preguntó sin apartar la mirada de los retratos.
          –¿No conoces a Dolly Parton?
          –No, nosotros escuchamos gospel.
          –Es la cantante más importante que tenemos en Tennessee.
          –¿Más que Elvis Presley? Mis hermanos mayores le ponen mucho y tratan de bailar como él, pero yo creo que lo hacen fatal y mamá les chilla asegurando que les falta ritmo –ambas rieron.
          –Digamos que los dos son buenos embajadores de este Estado y representan muy bien nuestro espíritu musical.
          –¿Ha ido a verla? –preguntó muy emocionada.
          –Antes, de más joven, mi hijo tercero y yo estuvimos en varias ocasiones.
          –¿Y ahora?
          –Estoy vieja y torpe, pero no hay un solo día que no ponga alguno de sus discos. Nació en un pequeño pueblo cerca de Gatinburg, dicen que en una cabaña a orillas del río Little Pigeon, con 10 años ya supo que quería dedicarse a la música. Es una persona muy solidaria que ayuda mucho a los pobres. En 1986 adquirió y remodeló un parque temático cerca de las Smoky Mountains, llamándolo Dollywood, casi todo construido en madera y con un gusto exquisito, puedes disfrutar de actuaciones en directo tanto de ella como de otros intérpretes consagrados y también principiantes que gozan de la oportunidad de darse a conocer gracias a su generosidad altruista. Merece la pena visitarlo, deberías ir con tus padres. Y ahora, ¿me cuentas de una vez qué te preocupa?
          –Mi hermano mayor se va a Nashville, a la Universidad Vanderbilt para completar el programa de ingreso en el Cuerpo de Marines de los Estados Unidos.
          –Una noticia estupenda, hay que defender a la patria por encima de todas las cosas –dijo llevándose la mano al pecho.
          –Eso mismo opinan en casa.
          –¿Está contento? –preguntó.
          –Mucho, dice que así conocerá mundo, pero yo tengo miedo de que le maten, en el colegio hay compañeras y compañeros que algún familiar suyo ha muerto en combate.
          –Bueno, cabe la posibilidad de que ocurra, pero puede que no. Somos afortunados de que Dios haya creado esta gran Nación y, por supuesto también, de haber nacido en ella. Nuestra deuda es infinita y nuestra obligación defenderla, aunque cueste la vida. Pero tengo la sensación de que el otro día cuando nos encontramos en el bosque no era esto lo que te inquietaba, ¿me equivoco? –soltó mirándola fijamente a los ojos.
          –No sé por dónde empezar –de repente Donna Hanks vio en Aretha O’Neal a una joven que comenzaba a madurar.
          –Venga, no será tan difícil.
          –Dice mi papá –se retorció el bajo del pantalón– que no puedo venir más por aquí.
          –¿Y cuál es la razón?
          –Usted es blanca y yo soy negra.
          –Evidente, pero no parece motivo suficiente, no obstante, debes obedecer, aunque me gustaría saber qué piensas.
          –Si Barack Obama fue el Presidente de todos los estadounidenses, tuviesen el color que tuviesen, ¿por qué usted y yo no podemos ser amigas?
          –No lo sé, supongo que no será lo mismo. Y ahora es mejor que te vayas –se puso en pie y abrió la puerta–, se está haciendo tarde.
          –Aún no he acabado el chocolate.
          –Márchate, por favor, tengo muchos quehaceres.
          –Volveré Ms Hanks.
          –No, no lo hagas, ya no eres bien recibida –entristecida comenzó a alejarse, entonces Donna cogió las galletas sureñas que todavía quedaban en el plato y las tiró a la basura igual que hiciera con muchos recuerdos que no merecían ocupar espacio en su memoria.
          El día que anunciaron la muerte de Dianne Feinstein Opal Nelson se enteró a través de las redes sociales. Visitaba a sus padres en Oak Ridge adonde se mudaron a una casa tranquila y espaciosa, a pie de bosque, donde los hijos y nietos cuando fuesen estuvieran en contacto directo con la naturaleza. La madre sufría fuertes dolores de espalda, seguramente que a consecuencia de una aparatosa caída que tuvo años atrás y a la que restó importancia, pero el paso del tiempo y la edad habían disminuido bastante su movilidad, hecho por el cual, el padre, frío como el témpano, se quejaba de las muchas tareas que ahora dependían de él. Opal, consciente de que luego se sentiría mal ya que se había convertido en un anciano gruñón y vulnerable, le reprochó la falta de sensibilidad y empatía hacia su compañera de vida. De regreso, por la Interestatal 75, casi no lo cuenta al atropellar a un lobo que de repente apareció en la carretera. Consciente del exceso de velocidad y de que se distrajo con la música country de Loretta Lynn y los apuntes biográficos de la artista aportados por el locutor, apenas pudo hacerse con el volante de la camioneta cuando el mamífero se le echó encima del capó. Frenó y el vehículo empezó a girar sobre sí hasta pararse en seco, pasado el susto, bloqueada y sin valor para poner el motor en marcha, apoyó la cabeza en el respaldo a la vez que la luz de una linterna la deslumbraba.
          –Señora, ¿se encuentra bien? –dijo el policía del Departamento del Sheriff del condado de Loudon.
          –Sí –respondió, aún asustada.
          –Documentación y permiso de conducir, si es tan amable.
          –Claro –lo sacó de la guantera y se lo dio, él se retiró, habló por radio y volvió–. Tengo que multarla, ha infringido la ley.
          –Sí, agente, lleva razón, lo lamento.
          –Puede continuar, pero vaya más despacio, podía haberse matado.
          –Buenas noches. –Se incorporó al carril, minutos después, recién salida de la ducha, compró por internet un pasaje de avión.
          A doce millas de Knoxville está el Aeropuerto McGhee Tyson. Opal Nelson se encontraba entre los pasajeros de clase turista en un vuelo con escala en Denver, destino San Francisco, para asistir al funeral de Dianne Feinstein, fallecida a los 90 años. Esta política ejemplar que durante 30 ejerció de senadora demócrata por California, ha muerto dejando muy alto el listón de las cosas bien hechas. De sólidos principios mantuvo siempre abierta la defensa del medio ambiente, los derechos reproductivos y esa búsqueda incesante de tender puentes con los republicanos menos conservadores, aunque eso significase moverse sobre las sensibles tierras inestables de los acuerdos. Desde 1994 estuvo en vigor la regla federal que ella misma redactó prohibiendo las armas de asalto hasta que en 2004, durante el mandato de George W. Bush, el Congreso se negó a renovar dicha norma. Cabe destacar que fue la primera mujer judía en puestos de relevancia, por ejemplo, presidir el Comité de Inteligencia del Senado.
          El vuelo llevaba mucho retraso, los pasajeros, con los nervios a flor de piel, aguardaban en sus asientos pacíficos aunque alguno empezaba a perder la paciencia ya que exigían respuestas que no llegaban, así como responsabilidades y, por supuesto, una indemnización y solución para el tiempo y el dinero perdido. Les habla el comandante, escucharon por megafonía, entonces les comunicó que debido a una fuerte tormenta era peligroso despegar en ese momento, pero que lo harían en cuanto la torre de control lo autorizase. A decir verdad había amenaza de bomba y acababan de evacuar la terminal excepto a la gente ya embarcada, lo cual ocultaron con el fin de que no cundiese el pánico. Mientras esperaban, Opal recordó la discusión con su padre.
          –Si consigo pasaje mañana salgo para San Francisco –soltó de pronto–, ha fallecido Dianne Feinstein, senadora demócrata, la más longeva y quiero ir al sepelio.
          –¿Y a ti qué se te ha perdido en California? –dijo el padre–, allí no pintas nada, siempre andas metida en líos, el día menos pensado me llaman para reconocer tu cadáver.
          –No seas bruto, marido, es mayorcita y responsable de sus actos.
          –Quizá no lo recuerdes papá, pero ha hecho mucho por nuestro país. Fue muy valiente desafiando a la CIA y a la Casa Blanca.
          –¿No es la misma persona que votó a favor de la Guerra de Irak y después se desmarcó ordenando una investigación?
          –No exactamente, se arrepintió al no hallar armas de destrucción masiva y, a raíz de eso, desaprobó los programas estadounidenses de detención e interrogación de rehenes. Yo comprendo que hay un antes y después del 11-S, aquel ataque terrorista movió las placas tectónicas de la paz en nuestra patria y en el resto del mundo, pero debemos abogar por hablar con el oponente y no tomaros la justicia por nuestra mano, consolidar la paz es dejar en herencia a nuestros hijos y nietos una Tierra más habitable.
          –¿Y dices que esa mujer ha luchado mucho?
          –Sí, mami. Fíjate, tiene una biografía muy particular, se casó tres veces: con un fiscal, un neurocirujano y un inversor. Presenció el asesinato del alcalde de San Francisco George Moscone –al que sucedió– y del defensor de los derechos de los homosexuales Harvey Milk. Abanderó la igualdad entre hombres y mujeres y hasta su último aliento puso en valor su trabajo de servidora pública.
          –Eres muy especial cariño, por eso te gustan y atraen las personas fuertes y con personalidad –el padre las miró indiferente.
          –¿Cómo la abuela Tillie? –ninguno respondió.
          –No me gusta que conduzcas tan tarde, vuelve a tu casa y llámame mañana desde California –premonitorio el comentario de la madre…
          Alvin Evans es un típico granjero de Lenoir City, aficionado a las carreras de coches, a su equipo de fútbol One Knoxville SC, a las armas, a la comida grasienta, a los restaurantes con actuaciones musicales en vivo, frecuentados la noche de los sábados y a interpretar la Biblia al pie de la letra. En el garaje, oculto detrás de unos fardos de paja, guarda el viejo destilador con el que elabora su propio Moonshine, como antes hicieran los antecesores y cuyo resultado es un Whisky fortísimo a prueba de gargantas profundas y estómagos curtidos. En todo el territorio se conocen las hortalizas que cultiva destacando pimientos y berenjenas de muy buena calidad, así como la cría de conejos y gallinas que vende para subsistir. En 2002, su único hijo, soldado profesional, perdió la vida en la Guerra de Afganistán en la Operación Anaconda. Tras semanas de intensa búsqueda hallaron el cuerpo en la capital de Gardez, a 80 kilómetros de Kabul, a la entrada de una cueva y en avanzado estado de descomposición, pero gracias a la chapa de identificación que permaneció pegada al pecho supieron que se trataba de él. En el Aeropuerto Internacional de Nashville, a hombros de militares de su misma promoción, con todos los honores y la Medalla de Honor a título póstumo, recibieron el féretro. A los ocho días de ser enterrado en la más estricta intimidad, sin galones ni banderas, la madre se suicidó y desde entonces es un ser callado e introvertido incluso podría decirse carente de emociones y taciturno. Afín a la National Rifle Association of America y próximo al Ku klux Klan lidera un pequeño grupo operativo que a veces siembra el pánico en la comarca y, especialmente, poniendo en alerta a la población afroamericana que vive aún en Scarboro Community, en Oak Ridge. En numerosas ocasiones, bajo la tapadera de encuentros anuales con veteranos de guerra o de la Asociación de Granjeros de los Estados a lo largo del río Mississippi, asiste a reuniones en Pulaski, ciudad de Tennessee donde en 1866 se fundó dicha organización supremacista. Alvin Evans no ha tenido más amigos que a los Mathinson, dueños de la ferretería donde Opal Nelson se inició en el oficio –negocio que posteriormente pasó a manos de la franquicia The Bricolaje House Construction CO–, pero ellos ya están muertos… Una mañana, preparando el pedido para el Departamento del Sheriff del Condado de Loudon, oyó ruidos en el granero y supuso que serían lobos, harto de encontrar agujeros en los sacos de maíz disparó dos veces al aire, sin embargo, se trataba de un niño negro, asustado, llevándose cuatro manzanas que cogió de un cesto. A punto de llorar, echó a correr, él retrocedió, le dejó escapar y temió empezar a ablandarse. Subido en la camioneta puso rumbo al centro de la ciudad.
          –¿Es buen año de cosecha, Mr Evans? –preguntó Opal Nelson mientras le prepara el azadón y otras herramientas que vino a buscar.
          –Hay muchas coles, calabazas, berenjenas y abundantes tomates –respondió seco.
          –Todavía no ha llegado el alambre para empacar alfalfa, hay pendientes muchos pedidos y no sé el motivo de tanto retraso, además, en la empresa de distribución tampoco se aclaran.
          –De momento todavía tengo un poco.
          –Perfecto, pues en cuanto llegue le aviso. ¿Encontró en Memphis la pieza que buscaba para el tractor?
          –No –era escueto en palabras y construir frases con más de cinco le suponía un esfuerzo.
          –Si lo desea vuelvo a intentarlo.
          –Bueno –giró sobre los talones, caminó unos pasos y, antes de abrir la puerta, volvió la cabeza, esbozó media sonrisa, se ajustó la gorra de la última campaña de Trump, cogió las cosas y se marchó. En la gasolinera de enfrente unos forasteros llenaban el depósito con la radio a todo volumen.
          Tayen McDaniel, indio Cherokee, descendiente de los primeros pobladores de la reserva india en Carolina del Norte, saliendo un sol radiante por el horizonte, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, dice las oraciones aprendidas de niño y piensa en Opal Nelson, la mujer en busca de sus orígenes y a la que está convencido de volver a ver...

domingo, 15 de octubre de 2023

Cerca de las Smoky Mountains

3.

Después, ve a las montañas y aguarda a que salga la luna…”.
          A pesar de no contar con el apoyo y la aprobación de otros miembros de la familia, Opal Nelson cumplió cada uno de los últimos deseos que la abuela Tillie le pidió, cerrando así el ciclo vital de la mujer y abriendo una etapa para sí consciente de recoger el peso de su legado. Todo ha cambiado y ahora las reservas cuentan con autogobierno, no pagan impuestos y obtienen ingresos con los casinos de juegos y la venta de alcohol –cosas prohibidas en muchos estados del sur– que reinvierten en mejorar los servicios del poblado, pero en aquel momento era diferente o al menos eso percibió ella. Por eso, aprovechando la fecha del tercer lunes de enero, Día de Martin Luther King Jr., festivo en el país, puso el despertador a las 3:00 a.m. y cuando sonó la alarma se tiró de la cama con los párpados casi pegados, como si las horas de sueño no hubiesen sido suficientes. La mochila de viaje con termo de café, varios bocadillos y un par de manzanas, la tenía preparada en la cocina. Tras una ducha rápida y equipada con prendas de abrigo encendió los fuegos y comenzó a preparar el desayuno a base de huevos revueltos, lonchas de beicon crujiente, alubias, puré de patata y un generoso vaso de jugo de naranja que sólo bebió hasta la mitad. En el maletero de la camioneta acomodó, además de los alimentos ya citados, una falda de piel de alce junto al hueso del mismo animal que sirvió de aguja con la que fue cosida, dos cajas de madera, una bolsa de tela llena de piedras, una fotografía de los antepasados en blanco y negro y un saquito con plantas medicinales tales como: flor de colibrí, usada para la función renal o pie de gato, muy digestiva. Mientras realizaba dichas tareas recordó un primer desencuentro con su progenitora.
          –¿A qué huele? –pregunta la madre de Opal entrando del patio trasero–. ¿Pretendes intoxicarnos a todos?
          –Es gordolobo –contesta la chica que todavía era una adolescente con ansias de aprender–, y según la tradición Cherokee hay que quemar las raíces e inhalar los humos para ayudar a las glándulas mucosas.
          –¿Y eso quién te lo ha dicho? –aunque sabía la respuesta quería escucharlo en boca de su hija.
          –La abuela Tillie y dice también que si tomas hojas de Rosa Salvaje, al tener un alto contenido de vitamina C previene la gripe y el resfriado,
          –Lo que nos faltaba, otra curandera más en la familia. ¡Éramos pocos y parió la burra! –Con el tiempo y el distanciamiento los desencuentros entre Opal y su madre fueron continuos hasta que los años y los achaques suavizaron el carácter de la mujer.
          Desde Lenoir City, por la carretera 441, hasta el Límite Qualla, área de la Reserva India, en Carolina del Norte, a la entrada  del Parque Nacional de las Grandes Montañas, hay 87,4 millas de conducción tranquila para el disfrute y aprecio del bellísimo paisaje que acompaña al viajero durante todo el recorrido. Cuando los primeros rayos del sol aparecen por el horizonte Opal detiene la camioneta, se baja a contemplar el río Oconaluftee y, aunque seguramente estará helado por las bajas temperaturas, deja que el lenguaje de la corriente del agua fluya por las yemas de los dedos y le hable. Tal y como recordaba de visitas anteriores atrás queda la casa la Iglesia Baptista donde la abuela Tillie oraba por los suyos siempre que venía aquí. Un poco más allá la llamativa publicidad de cigarrillos y Whisky, servía de reclamo para desfilar por la pasarela de tiendas de artesanía donde comprar objetos de marroquinería, cinturones, bisutería, cerbatanas para cazar y atrapasueños. Circula la leyenda de “Nube que trae lluvia”, jefe Cherokee, que quiso regalarle uno a su amada y mandó talar un sauce para fabricarlo él mismo. Cuentan que, con suma dedicación, sentado con las piernas cruzadas, mirando al oeste, hacia la puesta de sol y apartado del poblado, comenzó por dar forma al aro de madera, a trenzar la red interior en forma de tela de araña y a decorarlo con plumas para que bajen por ellas los sueños que no se recuerdan. Desde entonces Opal quiso tener uno y ahora era la oportunidad de satisfacer su deseo. Sin embargo, antes de cumplir la promesa que la había llevado hasta allí, paró en Qualla Arts and Crafts Mutual, Inc., para adquirir una tela hecha a la manera tradicional por algunas mujeres nativas de avanzada edad, también un canasto tejido a mano con cientos de hebras de caña de río raspadas, cortadas, afiladas y teñidas con la tinta natural rojiza que se extrae de la planta bloodroot utilizando en todo el proceso la misma técnica antigua y transmitida de generación en generación, que llevaría de regalo a Donna Hanks.
          Una vez adentrada en el territorio indio buscaría una cabaña construida con barro y arcilla. Afuera, a pocos centímetros de la entrada, encontraría también un mortero para moler maíz y, de frente, un arco colgado de la pared con el carcaj de piel muy desgastada y las flechas en el interior. El sendero, solitario y abrupto, estaba flanqueado de vegetación a ambos lados, Opal se detuvo para escuchar los sonidos extraños que salían de entre la maleza y vislumbró a algunos reptiles en movimiento al acecho de presa fácil, contuvo la respiración, recorrió su columna un escalofrío casi doloroso y se armó de valor calculando muy bien donde pisaba para no ser descubierta y llamar la atención de otros animales más bravos. Entonces, metió mano en el bolsillo y apretó el collar de dientes de lobo, su amuleto preferido que tanta suerte le había dado a lo largo de la vida. El viento, huracanado, peligroso, sacudía una rama contra otra semejante a cualquier batalla infernal. De pronto, un cambio brusco del paisaje la situó a la intemperie de una gran llanura donde, en caso de ataque, no tendría escapatoria. Con los músculos contraídos y quieta como un palo, inspeccionó hasta donde le alcanzó la vista, giró algo más a la izquierda y halló una especie de choza, abandonada y medio en ruinas. Se acercó y según las anotaciones que llevaba, adentro, debajo de una máscara ceremonial, junto a la cera derramada y endurecida de lo que fue una vela, habría un croquis con la ruta a seguir lleno de símbolos y trazos desconocidos para ella. Se le ocurrió colocarlo encima del mapa de Carolina del Norte pero no casaba en ninguna posición, sin embargo, entender aquel pedazo de papel era satisfacer el último deseo de la abuela Tillie.
          Tayen McDaniel, conocido en el territorio indio como Trueno Veloz, jamás había salido de aquellos parajes como tampoco lo hicieran sus ancestros ubicados allí. Arraigado a las costumbres de su pueblo transmitidas de generación en generación, es organizado, religioso, espiritual, respetuoso con la Madre Tierra, con los semejantes o expresándose a través de la danza que simboliza su cultura. Las montañas onduladas, con su neblina azul, aportando al paisaje tonos grises configurados con el vapor emanado del parque, son el lugar sagrado donde habitan los espíritus de quienes se fueron y también un refugio para los wapitís, ciervos canadienses de grandes dimensiones y difícil avistamiento. A veces, en la cúspide más remota, rodeado de la soledad más absoluta, recuerda la noche que, siguiendo la tradición de su pueblo se convirtió en adulto. Los primeros brotes de la adolescencia comenzaban a aparecer y, el padre, al darse cuenta, le cogió de la mano y se lo llevó al bosque. Una vez allí le vendó los ojos y le obligó a sentarse en un tronco donde permanecería sin moverse, ni pedir ayuda o auxilio. El miedo terrorífico a la oscuridad, el roce en sus pies de algunos roedores reales o imaginarios, aullidos que, aunque lejanos, sonaban a pocos centímetros y la sensación de ser arrastrado con fuerza por una garra áspera, peluda, le hicieron pasar las horas más difíciles de su vida. Finalmente, cuando en la luz del amanecer irrumpieron los rayos del sol, se quitó la venda, parpadeó y vio que su padre había permanecido junto a él durante toda la noche protegiéndolo de cualquier posible peligro.
          –Hijo mío, has pasado la prueba y ya puedes presentarte como un hombre ante los ancianos de la tribu –a partir de entonces Trueno Veloz nunca más se sintió solo.
          –¿Por qué no dijiste que te quedabas?, he pasado un miedo espantoso –pero el hombre obvió la pregunta.
          –Volvamos, tu madre debe estar nerviosa y ya sabes que no puedes compartir la experiencia con otros chicos, a ellos también les tocará, siempre se ha hecho así y debe continuar, forma parte de nuestra historia –dijo tajante.
          Tayen McDaniel pescaba pacientemente en el río Oconaluftee una o dos veces por semana para alimentarse no sólo de caza. Después, en un lugar apartado, lejos de todo circuito turístico, cercano a donde vivía, se recogió el pelo en dos largas trenzas colocando en una de ellas una pluma de águila que simboliza equilibrio. Encendió una hoguera, cruzó las piernas y, sentado en el suelo, esperaba a que las llamas tomasen altura, entonces, preparaba un bastón ensartando en él una trucha para asar que luego devoraba con apetito. Sin embargo, la respiración acelerada de alguien acercándose cambió el compás de la rutina. Apagó el fuego vertiendo la taza de café aún sin probar y permaneció atento. De repente, a través de la cortina de polvo que levantaron las fuertes pisadas de un par de botas vaqueras, apareció una silueta de mujer portando una voluminosa mochila a la espalda.
          –Ando desorientada –confesó Opal Nelson.
          –Pues se ha alejado un poco de la zona comercial –dijo Trueno Veloz, acostumbrado a que más de un visitante se perdiese por ahí con la esperanza de encontrar auténticos souvenir.
          –No, eso no me interesa, busco concretamente esto –mostró el plano encontrado en la cabaña–, pero no entiendo nada.
          –¿De dónde lo ha sacado? –preguntó curioso–, es un silabario bastante antiguo.
          –Es una larga historia.
          –No hay prisa –algo muy especial de la misteriosa mujer le atrajo muchísimo.
          –La abuela Tillie… –Desde sus recuerdos más primarios narró todo cuanto debía cumplir, y no sólo por la anciana, sino para quedarse en paz consigo misma. Cada pocas palabras hizo pausas para tragar el nudo de la garganta o simplemente llenar los pulmones con aquel aire tan puro.
          –Va a emprender una aventura colmada de sentimientos y emociones, pero también de generosidad ya que una vez realizado el ritual entregará el espíritu de su abuela a las montañas.
          –Sí, y habrá merecido la pena –a punto de marcharse volvió a mostrar el viejo papel.
          –¿Ve aquella colina? –señala de frente–, pues justo detrás está el terreno marcado en el plano. Hasta llegar a la cumbre es complicado sino lo conoces bien, hay desniveles engañosos que parecer aptos para senderismo y en cambio son precipicios.
          –Comprendo, aun así voy a hacerlo, voy a cumplir esta promesa, cueste lo que cueste.
          –Entonces iré con usted hasta la parte llena, desde ahí ya no hay obstáculos y podrá continuar sola si así lo desea –ella asintió
            –En marcha pues.
          La pendiente era menos pronunciada de lo que parecía y, aunque Opal Nelson no estaba acostumbrada a hacer largas caminatas subió mejor de lo esperado. Una pasarela de hojas caducas alfombraba la senda que conducía a la cima. Muy a lo lejos, la caída de agua en cascada alivió y refrescó su frente mientras un salpullido de gotas de sudor resbaló por la ropa interior dejándole la piel pegajosa y molesta. De pronto recordó que la estantería metálica vertical para la maestra de escuela todavía no había llegado, por tanto, el lunes sin falta reclamaría el pedido. Tayen McDaniel iba por delante apartando ramas de árbol atravesadas en el camino, se detuvo en seco, miró otra vez el mapa, consultó la dirección del aire, la posición del sol medio ocultándose, los posibles desprendimientos que pudiera haber y, dejándola ubicada retomó el diálogo:
          –A partir de aquí, orientándose siempre rumbo Sur, debe buscar una roca de tipo arenisca en color gris con sombras violeta.
          –¿Cómo sabré cuál es? –preguntó inquieta.
          –Tiene esta misma inscripción –señaló los símbolos del reverso del papel.
          –¿Y si me equivoco? –dijo bastante preocupada.
          –No lo creo. Déjese guiar por el corazón y el instinto, a los indios eso nunca nos falla –esbozó una amplia sonrisa.
          –Ya veremos.
          –Si se ve en apuros encienda esto para que el humo suba alto –le dio un envoltorio con una especie de mecha en el extremo–, así sabré que necesita ayuda.
          –Lo haré –Trueno Veloz, el indio Cherokee, cuyo hábitat es el bosque desapareció detrás de la niebla.
          Unas millas más allá la humedad era mayor. Aunque Opal Nelson acusaba el agotamiento, debía cumplir el cometido que la había llevado hasta allí. Así que, optó por parar un instante, reponer fuerzas con las deliciosas galletas sureñas que nunca le faltaban y llenar los pulmones para reanudar la marcha. Según Tayen McDaniel vería pronto a los guardianes de la roca: robles castaños salpicados con álamos amarillos. No se equivocó, ahí estaba esperándola: señorial e imponente. En su lado oeste, una vez retirada la maleza, encontró la gruta donde depositó la falda de piel de alce de la abuela Tillie, el hueso del mismo animal sirviendo de aguja para coserla, dos cajas pequeñas de madera, una fotografía muy antigua, casi irreconocible, el saquito conteniendo plantas medicinales, la plegaria aquella que llevaba escrita de difícil comprensión para ella. A la salida colocó unas piedras para ahuyentar a las alimañas y, de ese modo, finalizó el ciclo de aquella mujer poderosa que, además de vivir por y para la familia, lo hizo también con el propósito de encontrar respuestas a su alianza emocional con la tribu de los Cherokee. Sin embargo, le correspondería a Opal Nelson, su nieta, encajar las piezas del complicado y misterioso puzzle…  
          Los cuatro hijos varones de Donna Hanks residen cada uno en un extremo del país. Atraído por la industria del petróleo el pequeño se estableció en Texas donde es capataz de cuadrilla; el penúltimo se fue a Wisconsin a ocupar el puesto de monitor en una estación de esquí; el mayor partió a Illinois a ejercer de pastor en la Iglesia Evangélica Luterana, en el barrio de Riverdale, que cuenta con la población más pequeña de Chicago y el más tardío en abandonar el hogar familiar resultó ser el segundo quien, al poco de morir el padre, cuando asistía al Festival de la Música Country en Nashville, se enamoró de una joven de Montana que estaba de paso en Oak Ridge y, siendo él como era, enfermero de profesión, buscó empleo en la capital de Billings y se fueron juntos. A partir de entonces Donna Hanks se enfrentó a la soledad de las habitaciones cerradas, a la ausencia de voces, a los muebles que crujen en la inmensidad del silencio, a las cenas con la sola compañía de la reposición de la serie de televisión Bonanza, disfrutando de Hoss Cartwringht, el grandullón y más noble vaquero del rancho La Ponderosa, interpretado por Dan Blocker, uno de sus actores favoritos. A un solo cubierto en la mesa, a la nevera organizada en raciones individuales, a los trozos de pan aprovechables de la víspera anterior y a poner la lavadora muy de tarde en tarde. Poco a poco las llamadas por teléfono también perdieron la frecuencia semanal del principio, ni siquiera supo que uno de los hijos se había divorciado y que otro perdió el empleo por problemas de alcohol.
          –Hijo, mientras que vosotros estéis bien y los niños también, yo lo estaré –manifestaba–. Ahora es tiempo de hacer conservas de hortalizas para todo el año, así que, entre eso, la lectura de la Biblia y la música de Dolly Parton los días pasan casi sin darme cuenta.
          –Y los western que no te cansas de mirar, ¡eh!
          –Claro.
          –No obstante, estaríamos encantados de que vivieses con alguno de nosotros –decían.
          –No os preocupéis, recibo visitas de amigas y de la pequeña Aretha O’Neal, aún no me veo en Patroit Hill Assited Living, pese a ser una de las mejores residencias para mayores ubicada a las afueras de la ciudad. No, creo que todavía seguiré aquí, en mi hogar, apegada a mis cosas, hay mucho por hacer.
          –Mamá tengo que colgar, me esperan en una reunión.
          –Claro, cariño. Cuídate mucho. Te quiero. Hasta pronto –y cortaba la comunicación con lágrimas en los ojos.
          La mañana que amaneció sin dolores en la rodilla cogió la vieja camioneta, repostó en la gasolinera que hay en el 1199 Oak Ridge Turnpike, frente a la farmacia Walgreens –segunda cadena más grande de Estados Unidos– donde tenía unas medicinas pendientes y, sin prisa pero con determinación, se incorporó a la carretera Interestatal 75 y enlazar después con otras hasta llegar a Knoxville donde almorzará en su restaurante favorito.

 

domingo, 1 de octubre de 2023

Cerca de las Smoky Mountains

2.

El crujir  de la leña prendiendo en la chimenea del pequeño saloncito, sonando de fondo Dolly Parton, una de las estrellas más brillantes de la música country, la amenaza de la primera nevada copiosa a punto de teñir de blanco toda la superficie del bosque, una cierva con su cría curioseando en el jardín, el silbido del viento atizando con fuerza sobre la barandilla del porche, la intensidad del frío acostado encima de los escalones de piedra, haciéndolos peligrosamente resbaladizos, ese olor en cada rincón de la casa a bizcocho recién hecho y el ronquido de algún viejo Lincoln Continental que aún circula por la zona, son el entorno donde Donna Hanks teje la bufanda de colores que pondrá de regalo en el árbol de navidad de la Iglesia junto a más objetos en miniatura para los hijos de los feligreses. Diez minutos antes de las 6:00 p.m., hora de la cena, se ha parado el temporizador del horno terminándose de gratinar el pastel de carne que, una vez enfriado, cortará en raciones y guardará en el congelador. Afuera, salvo por los lobos que escupen su aullido tenebroso anunciando un próximo cambio de luna, todo está en calma en Oak Ridge, conocida también como ciudad secreta que en 1942 el Gobierno Federal de Estados Unidos mandó al ejército para construirla al oeste de Knoxville, como parte del Proyecto Manhattan –diseño de la bomba atómica, aunque ahí sólo se depuraba el combustible de Uranio–. En este bellísimo lugar de Tennessee la rueda de la economía gira en torno al Laboratorio Nacional donde la extensa plantilla cualificada en las distintas ramas con personal de apoyo, se esfuerzan en la investigación científica obteniendo avances respecto a la transición a la energía limpia, frenar el cambio climático, proporcionar mejoras a la vida de la gente, utilización de drones de última generación para prevenir en la medida de lo posible incendios, así como el desarrollo de la ciencia de la resiliencia protegiendo al país de ataques nucleares o cibernéticos. Por tanto, la mayoría de sus habitantes, oriundos o migrantes, trabajan en él.
          El 4 de julio, proclamación de la Independencia de los Estados Unidos de América del Imperio británico en 1776, se celebra con orgullo el amor y el respeto a la patria con multitud de celebraciones en las que participan casi todos los ciudadanos. Un saludo de armas a la unión por cada estado se hace en cualquier base militar con infraestructura, así como la presencia de algunos políticos dándose un baño de masas para ensalzar la historia que cimenta la travesía realizada por el país, desde entonces a la actualidad. Eventos multitudinarios, partidos de béisbol, competiciones de toda índole, picnic, fuegos artificiales arropados con canciones como Star-Spangled Banner, Tis of thee… y Dixie en las regiones del sur, programan una jornada inolvidable y única. Sentirse parte de la Nación es sinónimo de estar bendecidos por Dios, protegidos contra todo mal sabiéndose los escogidos y únicos habitantes del planeta que se salvarán de las plagas terrenales. Opal Nelson y Donna Hanks se conocieron a la altura del cine Regal Riviera en Gay Street, una de las principales arterias de Knoxville, donde una marea de gorros, camisetas, insignias, pañuelos y todo tipo de complementos con los colores de la bandera adornaban esa vía rebosante de personas preparadas para asistir al comienzo de los desfiles.
          –¿Sabe dónde hacen el concurso de ver quién come más hot dogs en el menor tiempo superando el record anterior? –pregunta Donna respecto a esa extraña tradición de engullir perritos calientes a contrarreloj precisamente en esa fecha.
          –¿Ve a aquel grupo numeroso? –indica Opal.
          –Sí.
          –Apuesto que han empezado ya, fíjese como anima el público.
          –Es verdad. Gracias –corrobora Donna.
          –Hace años uno de mis hermanos quedó campeón y el resto de la familia presumimos asegurando que seríamos los siguientes en llevarnos el trofeo, ninguno lo conseguimos, de hecho, ni siquiera lo intentamos –cuenta Opal con total naturalidad, como si se conociesen de atrás.
          –Vivo en Oak Ridge y apenas salgo de allí, hace mucho que no visito el World’s Fair Park y cuando vengo me gusta admirar una vez más la torre Sunsphere, estuve en la exposición especializada en 1982 cuyo tema fue “la energía cambia el mundo” y disfruté bastante, de modo que ando un poco despistada y no sé hacia dónde tirar –dice Donna en tono nostálgico
          –La gran esfera dorada con vistas a la ciudad, ¡eh! –añade la otra–. ¿Quién no guarda en la memoria algún momento especial ocurrido ahí? Voy en esa dirección, si quiere la acompaño.
          –Encantada –permanecieron juntas hasta bien entrada la noche cuando tuvo lugar el festival pirotécnico como colofón a toda una variedad de festejos. Rieron, contaron anécdotas, alguna confesión, comieron barbacoa de hamburguesas, papas y aros de cebolla fritos, alitas de pollo picantes, nachos mexicanos con guacamole y mucha cerveza. Desde entonces no han perdido la relación y son conscientes de que su diferencia las complementa entre sí.
          –¿Recuerdas cuando nos conocimos? –conversan a menudo sobre esa primera vez desde dos miradas bien distintas.
          –Sí, claro –responde Donna–. Me pareciste interesante, pero con ideas alocadas.
          –Anda, dilo, atrévete: una salvaje suelta en la civilización, ¿a qué sí? –insta Opal para que se sincere.
          –No sé, más bien inquieta, rebelde, inconformista, brava, transgresora –dice tapándose la boca con la mano ocultando la sonrisa–. Ya sabes, alguien en busca de unos orígenes indígenas que quizá sólo estén en tu cabeza. A mí me parece que es mejor no mover las cosas, dejarlas como están y asumir el sitio donde hemos nacido y habitamos sin sentirnos culpables por haberlo ocupado anteriormente otros. –Si algo las caracteriza es la habilidad manejando los espacios de silencio sin la necesidad de llenarlos a toda costa.
          –Bueno, respeto tu punto de vista, pero como sociedad tenemos por delante mucha reflexión y un profundo examen de conciencia ya que arrasar a la tribu Cherokee de este Estado fue uno de los peores genocidios de la historia cometidos por la supremacía blanca. Nos creemos por encima, superiores, propietarios de una tierra que no nos pertenece, inteligentes manejándonos con torpeza, inventores de una forma de vida a conveniencia, usuarios de un lenguaje universal excluyente al semejante, autoritarios y, sin embargo, empequeñecidos y pobres cuando sale de nosotros lo peor del ser humano.
          –No hay quien te pare, hablas como una filósofa –con esa frase Donna rompe la seriedad de la otra.
          –El día menos pensado vendrás conmigo hasta la reserva india que hay junto al Smoky Mountain National Park, será emocionante –Opal Nelson conoce aquello, pulgada a pulgada, donde los latidos del corazón se le aceleran.
          Los O’Neal son una familia de color, muy discreta, procedentes del pequeño pueblo de Orlinda, condado de Robertson, que en marzo de 2019 cuando se derrumbó el puente Highland Road tuvieron miedo de volverlo a cruzar y precipitarse al vacío, se trasladaron a Oak Ridge y, aunque enseguida prosperaron, la madre como maestra de escuela y el padre pasante en un despacho de abogados pudiendo comprar una casa sencilla en mejor sitio, al principio de llegar vivieron en el área de Scarboro Community –al crearse la “Ciudad Secreta” destinaron esa zona con viviendas inferiores para los negros, ahora residen en todas partes pero todavía sigue habiendo allí–. Aretha, tercera de las hijas, una adolescente bastante espabilada y con perfil de emprendedora aún sin definir, por Acción de Gracias le lleva a Donna Hanks un “pastel de ajedrez” cocinado por ella que la mujer recibe gustosa pese a no encontrar en la textura ese toque mantecoso y desmenuzable que caracteriza dicho postre tan popular en el Sur de Estados Unidos. El contacto entre ellas surgió cuando el reverendo de la iglesia Baptista adonde acuden los O’Neal dio los nombres de algunos vecinos y vecinas que teniendo lejos a los allegados, ese día sus hogares carecen del tradicional encuentro familiar. A falta de cinco jornadas para el último jueves de noviembre, fecha de dicha celebración, mientras daba el habitual paseo rehabilitador para su rodilla, ve a la muchacha, cabizbaja y pensativa, sentada sobre el tocón.
          –Te vas a enfriar, querida. Está bajando mucho la temperatura –dice, posando su mano en el hombro de la chamaca.
          –¡Oh, no, Ms Hanks! No se apure, no tengo frío, estoy bien.
          –¿Disfrutando de un rato en soledad? –pregunta en tono sueve, consciente de la sensibilidad de la joven.
          –Sí, es que los gemelos están hiperactivos –refiriéndose a los hermanos de apenas dieciocho meses– y necesitaba poner en orden las ideas.
          – Entonces me marcho, no seré yo quien te distraiga –gira despacio sobre los talones.
          –No se vaya, por favor, le estoy tan agradecida.
          –¡Anda, anda, que me abrumas!
          –Usted no me rechaza por ser afroamericana, al contrario, me trata de igual.
          –Simplemente me caes bien y ya estamos muy acostumbrados a convivir unos con otros.
          –No se crea, ¡eh!, todavía hay quien nos ve como a ciudadanos de tercera, por eso, personalmente le tengo mucha gratitud al presidente Obama porque puso a nuestro pueblo en primera línea.
          –Bueno, para nosotros los Republicanos fueron ocho años pésimos, pero entiendo que empatices con él.
          –¡Por cierto!, ¿se ha enterado que Tafari Campbell, de 45 años, se ha ahogado haciendo padlesurf frente a la costa de Massachusetts?
          –¿Y tú dónde te informas de todo eso?
          –En Internet, ahí está el mundo entero –responde con ánimo de seguir narrando las maravillas de la red informática, pero se cortó notando el poco interés que despierta en la mujer.
          –No sé quién es el caballero –dice Donna.
          –Pues el cocinero de los Obama en la Casa Blanca, una vez que finaliza el mandato, le propusieron seguir con ellos de chef personal.
          –¿Y aceptó?
          –Claro, ¿quién podría resistirse a una cosa así?
          –Yo, por ejemplo –bromeó.
          –¿Cómo va la pierna? –cambia radicalmente de tema.
          –Apenas duele, en unas semanas estaré lista para la maratón de Nueva York –ambas se destornillan de risa.
          –Y dime: ¿qué te preocupa? Conozco muy bien esa carita y algo ronda dentro de ti –pregunta Donna mostrando la ternura que sólo usa con ella, quizá por añorar no haber tenido una hembra además de sus cuatro varones a los que adora, pero la naturaleza nunca quiso concederle tal deseo.
          –Nada, una tontería –dice retorciendo la punta de un pañuelo con la mirada clavada en el suelo–. Es que, verá. En fin, no, nada…
          –Bueno, como quieras –deja unos segundos de silencio–, pero deberías volver, pronto oscurecerá y habrás de ir con cuidado, el bosque es peligroso.
          –Ms Hank, ¿tiene inconveniente en regresar juntas? –a la mujer se le ilumina la cara.
          –Ninguno –responde agradecida.
          –Deje que primero pise yo no se vaya a caer –eso hicieron hasta llegar a Manhattan Ave donde residen.
          –¿Preparo mañana un chocolate caliente y así me cuentas eso que tanto te preocupa? –dice sorprendiéndola.
          –Me encantaría, Ms Hanks, pero tengo que cuidar de los gemelos, otro día, lo prometo.
          –Tranquila –se despiden y la ve desaparecer con la inseguridad del paso que va dejando atrás la adolescencia.
          La abuela Tillie no sabía leer ni escribir, pero gozaba de una sabiduría que ya quisieran muchos. Tras una vida longeva pasando infinitas calamidades murió en el mismo lecho donde parió a todos sus vástagos y copuló con el esposo que siempre la hizo de menos. Era domingo por la tarde y Opal Nelson sabía que el gastado corazón de la mujer no aguantaría más tiempo por eso condujo varias millas y fue a despedirse de ella. Su madre terminaba de planchar la ropa de cama que la anciana había ensuciado el día anterior, tenía la melena recogida, sonrojados los pómulos, los pechos todavía firmes y con gotas de sudor entre ellos, tarareaba una melodía desconocida y mantenía sueltos dos botones de la blusa que al verla abrochó ruborizada. El verano resultaba especialmente cálido y sofocante, la jarra de agua muy fría con jugo de limón y vasos de cristal estaban sobre la mesa del sunroom, espacio en donde fantaseaba de pequeña. Observó en el reloj de pared el minutero detenido en mitad de la esfera, a saber desde cuándo, la puerta de la nevera empapelada con notas sujetas por imanes como si un regimiento de gente aún viviese allí, cubiertos de polvo el lomo de los libros que ya nadie sacaba de la estantería y arrinconado el globo terrestre, ese que tantas veces hizo girar con los ojos cerrados hasta pararse en un punto soñando que viajaba a algún incógnito lugar: exótico, misterioso, de tierras vírgenes, alejado... Entonces recordó sus días de infancia en aquella amplia y luminosa cocina, el sabor a huevos revueltos, a crepes con sirope de arce, a la cerveza casera que hacían en el garaje, al olor a pólvora cuando los sábados el padre y los hermanos practicaban tiros en el patio trasero, las discusiones familiares a consecuencia de desencuentros políticos, la incomodidad que sentía por lucir en la fachada la bandera confederada, el viento del río Tennessee a su paso por Lenoir City y tantos momentos álgidos dispuesta a cambiar el destino de los más vulnerables.
          –Hola, mamá –dice a su progenitora quien se sobresalta al hablarla por detrás.
          –¡Ay, cariño, me has asustado! –comenta la mujer tapándose la boca con la mano.
          –Perdona, lo lamento. ¿No me oíste llegar con el coche?
          –No, ando con mis tareas y no me entero.
          –Me alarmó tu llamada de teléfono respecto al estado de la abuela. ¿Cómo sigue?
          –Apenas está lúcida, las ausencias son cada vez más largas, supuse que querrías decirle adiós.
          –Claro.
          –Pues ya conoces el camino –concluyó con la frialdad tan característica en ella y que Opal también usaba ante determinadas circunstancias.
          La mayoría de los grandes ventanales de las habitaciones daban a una explanada con árboles y vegetación muy tupida, sin embargo, la de Tillie estaba orientada hacia el Este para contemplar la salida del Sol. Su piel morena destacaba en el almohadón impoluto cuya suave fragancia a aloe impregnaba todo el dormitorio. Además de la cama, el armario y un cómodo sillón, había un mueblecito con dos cajones sin llave que nadie se atrevía a abrir evitando los gritos de la anciana y un posible castigo muy severo. La nieta se acercó despacio y besó la frente de la abuela, a la vez que esta abrió los ojos.
          –Perdona, no quería despertarte –dijo cogiéndola la mano.
          –Y no lo has hecho, niña –con gestos indica que la incorpore un poco más, la chica lo hace colocándole mejor las almohadas–. Además, esperaba tu visita.
          –¡Ah, sí! Pues he estado a punto de no venir –ríe.
          –He de pedirte algunos favores –según termina de decirlo le da un acceso de tos y fatiga que, una vez controlada, les permite reanudar la conversación.
          –No hables mucho –sugiere preocupada dejando pasar una breve pausa–. ¿Qué necesitas?
          –Saca la cartera de cuero marrón y dámela –señala el segundo cajón.
          –No la veo –lo revuelve de lado a lado hasta encontrarla–. ¡Te pillé! –exclama burlona a la vez que se la da.
          –Léelo –la anciana saca de su interior un viejo papel bastante manoseado, no obstante, se concentra y lo hace.
          –Abuela, pero esto data de 1835, todavía faltaba mucho para que tú nacieras.
          –No te distraigas y llega hasta la última letra, niña.
          –¿Cómo es que tienes este documento?
          –Eso carece de importancia.
          –Será un duplicado, supongo, porque es el Tratado de Nueva Echota de cuando se le prometió a los Cherokee un delegado en la Cámara de Representantes –la anciana guarda silencio–, promesa que aún no se ha cumplido, claro.
          –Ahí están nuestras raíces. Lo he conservado todos estos años para ti, ahora te toca luchar por nuestro pueblo, por nuestra cultura, por nuestras costumbres –vuelve la tos y eso la obliga a callar.
          –Tranquila –intuía que la abuela no había terminado de poner sus cosas en orden–. Pero hay algo más, ¿verdad?
          –Apenas queda tiempo y cuando llegue el momento quiero que laves mi cuerpo y lo perfumes con aceite de lavanda para purificarlo, envuélveme en una sábana blanca de algodón e introduce conmigo en el ataúd una pluma de águila, nuestra ave sagrada, luego deja que me velen.
          –No sé si seré capaz, Tillie.
          –Podrás, por tus venas y las mías corre la misma sangre. Después ve a las montañas y aguarda a que salga la luna…