domingo, 7 de julio de 2019

Beirut, Puerta de Atocha

21.

¡Salid del coche de una puta vez! ¡Vamos, rápido!’, −gritan a punta de pistola−. ‘No nos hagáis daño, por favor’, −dice el chico, cubriéndose la cabeza con ambas manos−. ‘Será mejor que no pongas resistencia o, de lo contrario, nos dejarán secos aquí mismo. Así que, cálmate, por lo que más quieras, y baja del automóvil, muchacho’, −sugiere el beirutí, empujándole asustado−. Arrodillados en el suelo de arena, con las manos detrás de la nuca y la sospecha de que no saldrían de allí con vida, Ahmad y Karim pasaban el rosario. En Damasco, a la misma hora y a pocos kilómetros de donde tenía lugar la emboscada, Hassan Abu-Abbad y su esposa suben a un autobús urbano con explosivos adheridos al cuerpo, dos mochilas bomba que colocan debajo de los asientos, y el fanatismo vestido de verdugo. Una niña de tez oscura y pelo azabache, muy lacio, repite el estribillo de una canción infantil quizá recién aprendida. Los demás pasajeros viajan inmersos en su individualidad. En un determinado momento, antes de que pudieran reaccionar, la pareja suicida se pone de pie y, al grito de algo ininteligible, pulsa los detonadores saltando a su alrededor por los aires. Hacia la mitad de la tarde, y tras vivir una jornada de absoluta angustia, una ráfaga interminable de metralleta hace que el viejo y el joven caigan abatidos. Semanas después, un equipo de Médicos Sin Fronteras, que reconocía la zona en busca de civiles refugiados, encontró los cadáveres en estado de descomposición…
          El hijo de Jasmin y Adrián había mejorado muchísimo en terapia desde que el centro decidió expulsar a los alumnos que tenían atemorizados a los compañeros. Era su cumpleaños y planeaban celebrarlo en el Parque de Atracciones Tibidabo para el fin de semana con varios amigos. Volvía contento del colegio, porque las notas de la evaluación superaban en mucho a las anteriores, y pensó que sólo faltaba el abuelo para completar un día que imaginaba redondo. El trayecto resultaba ameno, porque lo hacía junto a varios chicos de clase. Sin embargo, todo cambió de repente cuando entró en casa y vio a sus padres. ‘El atentado perpetrado en la capital de Siria ha sido reivindicado por una célula terrorista con infraestructura en Oriente Próximo y Europa −decía el corresponsal de televisión−. Por el momento, se desconoce la identidad de los terroristas inmolados. Un testigo anónimo asegura que son dos: un hombre, que atiende a las iniciales de H.A-A, y una mujer. En cuanto dispongamos de más información se la haremos saber’. ‘Hola. ¿Qué ha pasado?, −pregunta el niño con los ojos muy abiertos−. ¿No es ahí donde está el...?’. ‘Ve a lavarte las manos, comemos enseguida’, −obvia la pregunta y continúa hablando el marido−. ‘¿Crees que podría ser tu hermano?’, ‘No lo descarto. Fíjate lo que cuenta Ismael, −concluye ella−. Si al menos papá respondiera a mis llamadas estaría más tranquila’. ‘Bueno, verás cómo lo hace pronto’. Tomaron espaguetis con beicon, nata y tomate, y lo hicieron en silencio, encerrados cada uno en su mundo tan distinto, con preocupaciones muy diferentes. A la mañana siguiente, la crueldad con la que prepararon la matanza masiva de civiles llenaba páginas enteras en los periódicos. Ya se sabía que eran del Líbano, y, también, la identidad del varón…
          Resuelta la venta de la casa, a Ismael poco le vinculaba ya con Madrid, salvo el recuerdo de sus años de juventud como estudiante en la capital. Tenía la sensación de que en la Estación de Atocha el tiempo se había detenido dentro de una burbuja, porque la gente que veía ahora, en el jardín tropical, le parecía la misma de cuando conoció a Ahmad, hoy brutalmente asesinado, y presenciaron el episodio de la Policía Nacional invitando a abandonar el recinto a aquella yonqui que, según ella, se lo habían robado todo y pedía algunas monedas para un bocadillo. Frunció el ceño tratando de recordar el nombre, chascó la lengua y dijo: ‘Maca, coño. Se llamaba Maca’. Pero nada era lo mismo, y en su interior se había despoblado la isla del ego que siempre tuvo alta. Quizá porque asistir al hundimiento de seres humanos que reman con ahínco para llegar a la otra orilla, a pesar de que el destino los empuja al fondo del océano, hace insignificante aquello a que antes dabas más importancia. Volvía a su pequeño piso minimalista, ahora mucho más vacío sin Kesia. Al barrio de El Raval, que conservaba entre sus callejuelas la esencia de tantas conversaciones con su entrañable amigo, y a esa playa donde corría acompañado de Binta. En definitiva, regresaba al seno de la magnífica familia elegida. Adrián fue a recogerle, y, de camino, le contó que la ONG ponía de nuevo los mecanismos de salvamento en marcha, lo cual significaba que en breve se harían a la mar…
          Abul Khan estaba en el almacén de espaldas a la puerta, ordenando el género que acababa de traer el reparto, labor diaria que se le hacía muy pesada. Comprobados por encima los albaranes, los amontonó sobre otros tantos que archivaría más adelante y se dejó tentar por la idea de tumbarse en el sillón y disfrutar una shisha. Últimamente encontraba sentido a muy pocas cosas. Ni siquiera la tetería, que era mucho más que un simple negocio, le estimulaba. ‘Igual si la vendo o traspaso y me retiro a un pueblo del interior, −decía por lo bajo a cualquier parroquiano habitual−, hallaría el sosiego perdido’. Concentrado en sus pensamientos, no escuchó ruido de pasos hasta que, al girarse, una voz ronca retumbó en la estancia como un mercancías rompiendo el virgo de las aldeas solitarias en plena noche. ‘¿Tío? −Jamal Kundu se echó a sus brazos casi desplomándose−. Soy yo. Lo he conseguido. No llore, ya ha pasado lo peor. ¿Cuándo puedo llamar a mi madre?’. Traía la dureza y el sufrimiento del largo camino como una tela de araña fijada en la vista. Subieron a la azotea de uso privado, y allí le contó… ‘Si te sirve de ayuda estuve con ella hasta el final −el bangladesí traga el nudo de la garganta−. Lo importante es que no sufrió y que su deseo de que estés aquí conmigo se ha hecho realidad. Ahora tienes que recuperarte’. ‘Señor −dijo completamente deshecho−. Trabajaré, no seré una carga para usted’. ‘Tú lo primero que tienes que hacer es ponerte fuerte, después ya hablaremos. ¿De acuerdo?’. Pero el chico poseía una voluntad de hierro y no le costó demasiado aprender el oficio, hacerse con la clientela y darle a Abul un motivo para volver a ilusionarse. Su simpatía y educación contribuyeron a que el local recuperara los llenos de antaño. Al acabar la jornada subían hasta la parte alta de la terraza, desde donde se divisaba un pedazo de mar enmarcado entre dos fachadas. ‘¿En qué dirección estará Bangladés?’, −soltaba el joven de repente− ‘Justo la que marca el centro de tu corazón, querido’ −soltaba el otro−. Continuaron meditando, contemplándolo todo y pensando que, por muy violentas que fueran las olas y peligroso el precipicio, en algún punto indeterminado de aquel paisaje irrepetible, hombres y mujeres, niños y ancianos, lucharían por llegar a tierra firme: ansiado paraíso de libertad.
          Meses después el barco Sin Muros zarpó de Barcelona con una nueva capitana al frente de la tripulación que tanto había echado en falta la verdadera razón de su trabajo: realizar labores de salvamente en aguas conflictivas. A bordo, y con toda la fortaleza de la que era capaz, Jasmin repasaba la documentación proporcionada por el Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación, para repatriar a su padre en un avión cedido por el Ejército. La Embajada Española se ocupó de trasladar los restos mortales desde Damasco a una morgue en Beirut, escoltados por los Cascos Azules de Naciones Unidas. A pesar de ser el viaje más doloroso que jamás había hecho, pensaba aprovechar esa soledad para tomar algunas decisiones importantes que le harían sentirse mejor consigo misma. Era un secreto a voces que entre Adrián y ella ya no había amor, sino mucho cariño y respeto entre quienes comparten lo más importante que tienen en la vida: su hijo. Por esa razón, y para seguir ofreciéndole lo mejor con mucha dignidad, tenían que separarse. La enfermera que les acompañaba esta vez le ofreció un cigarrillo. ‘¿Quieres?’. ‘Gracias, no fumo’. ‘Eso debería hacer yo. Pero ya ves, ningún momento es el adecuado’. ‘Todo es cuestión de proponérselo’. ‘Sí, supongo. ¿Has venido más veces?’. ‘Bastantes. Formo parte del equipo, aunque esta vez vengo por un asunto personal’. ‘Sí, lo sé. Creía que iríamos directamente a Lesbos, pero será después de dejarte a ti’. El segundo oficial gritó desde proa: ‘Jefa, hay algo a babor’, −todos le miraron, y la aludida, dirigiéndose a la beirutí, dijo−: ‘Siento retrasar tu llegada’. ‘No pasa nada. Lo entiendo. Vayamos, pues’. Quedaban pocas millas y, muy atentos, avanzaban con precaución por si hubiera náufragos. Uno de los pilotos se subió al mástil y no le dio tiempo de avisar que aquella masa flotante era un vertedero de plásticos adonde habían caído asfixiados un considerable número de cetáceos por culpa de la incontrolable sociedad de consumo… Tras comprobar que no había ninguna patera, reanudaron la travesía. Y, ahora que a lo lejos Jasmin reconocía la costa libanesa, se emocionaba al recordar el largo periplo realizado por su familia. La generosidad de esos padres al dejarlo todo atrás, los valores fundamentales que le enseñaron respecto a la vida, el sentido de las cosas, el orden de las palabras y la estructura de los principios. Y, desde luego, se alegraba de que aquellas dos buenas personas no hubieran visto el final de uno de sus vástagos convertido en asesino.
          Ahmad Abu-Abbad fue llevado hasta el recinto funerario islámico en el cementerio de Montjuïc, para enterrarlo después mirando a La Meca. En la sala, tras ser limpiado y tratado en solitario, tal y como indica el rito, Ismael, Binta y Abul Khan, además de la familia, se despidieron de aquel hombre generoso que les enseñó, entre otras muchas cosas, a quedarse con lo mejor de cada persona. Se iba la tarde y apenas un borde del sol resistía sin ocultarse por detrás de las montañas. Jasmin cogió la mano de su hijo y salió de allí convencida de que él murió como quiso vivir: dándolo todo por los suyos.