domingo, 28 de octubre de 2018

Beirut, puerta de Atocha

4.

Minutos antes de las diecinueve horas y a punto de echar el cierre al local, Binta recibió un SOS de sus compañeros avisando de la situación límite que sufrían. Esa vez no iban preparados para soportar una sobrecarga de personas, ni tampoco llevaban suficientes alimentos sólidos ni líquidos como para saciar el hambre y la sed de todos los rescatados, además de la tripulación. La nota enviada por el capitán precisaba que de no llegarles pronto ayuda ocurriría una desgracia. Ella hizo un par de llamadas y averiguó que el buque de un magnate altruista transportaba hasta Siria a voluntarios de ACNUR que se incorporaban a un proyecto social. Contactó y los puso al corriente confiando en que desviarían el rumbo e irían a auxiliarlos. Era fin de semana y como cada viernes pensaba acercarse al Barrio de Besòs, donde la pequeña comunidad senegalesa a la que pertenecía se reunía a cenar y tratar temas referentes a las oleadas diarias de migrantes que llegaban a nuestro litoral, especialmente al Mar de Alborán, pero a mitad de camino la actualidad caprichosa desbarató sus planes. Sintonizó la frecuencia por la que establecían comunicación segura y les informó de los pasos que acababa de dar…
          Tranquila, al bebé lo tienes ahí, a tu lado. Ha comido y ahora duerme’, dijo Jasmin en francés a la mujer africana, a la que preguntó si tenía familia o amigos en Europa y hacia dónde se dirigía. Dedujo con alguna dificultad que iba a Hamburgo, al barrio de Wilhelmsburg, donde su hermana realizaba un curso en La Cantina de los Refugiados. Alguien que lo escuchó explicó que se trataba de un plan integrador, nacido bajo la dirección de Hannah Hillebrand, puesto que quienes participan en él tienen la posibilidad de conseguir un empleo de pinche en el mismo lugar en que realizaron las prácticas. La preguntaron los motivos que la habían hecho emigrar, contó que un día, al regresar de lavar la ropa en el río, hizo un alto para amamantar al pequeño, y que eso salvó la vida de ambos, ya que al entrar en la choza encontró al esposo asesinado. Nada la ataba allí, y en cambio sí urgía ponerse a salvo lo más pronto posible y darle a su hijo un hogar estable donde crecer en paz y en libertad, transmitiéndole también las costumbres y la cultura de su pueblo para no perder las raíces que han pasado de generación en generación. Huyó valientemente adentrándose en la selva sin prever que se toparía con una chusma de delincuentes que, de no haber volcado la patera donde iban, ahora estaría prostituyendo su cuerpo en las cloacas corrosivas que anulan los sueños y la prosperidad…
          Durante el tiempo que el nieto permanecía en la escola, Ahmad Abu-Abbad e Ismael, apartados del mundanal ruido, pasaban las horas en la tetería del bangladesí. ‘No te vayas a creer, eh, comprendo muy bien que cuando ocurren cosas con implicación islamista la gente nos mire raro’. ‘¿Pero qué gilipollez acabas de soltar?’. ‘Por ejemplo, aquí ha ocurrido. Las últimas agresiones en El Raval han echado lodo sobre el tejado que identifica nuestros rasgos físicos procedentes de otros países, en este caso el agresor’. ‘Entonces, desde ese punto de vista, ¿qué opinión te merece comentarios del tipo “habrán sido los moros”?’. ‘Negros, indios, gitanos, indígenas, amarillos, primitivos…, da igual el calificativo que se use si se hace en tono despectivo. Tenemos la fea costumbre de solapar con desprecios la valía humana’, −determina entristecido Ahmad−. ‘Bonito discurso, colega. Pero no me creo que en momentos así no te cagues en la madre que parió a todos’. ‘Claro que sí. Sin embargo, intento tener empatía preguntándome cuál sería mi reacción en el caso contrario’. ‘Si me permitís sólo una cosa −dijo Abul Khan, tras ofrecer más té y los otros negarse−, despertar el odio beneficia a los poderosos que buscan nuestro enfrentamiento para destruir la pluralidad y esa convivencia universal que algunos creemos nos hace más libres’. ‘Cojonudo, vaya par de poetas que estáis hechos’. ‘Venga, Ismael, si en el fondo tú opinas igual, aunque vayas de duro… −Miró el reloj, se hacía tarde, en breve irían al colegio−. Pasemos por La Boquería, quiero comprar hojas de menta para hacer tabulé, y carne de vacuno muy picada. ¿Has probado nuestro plato estrella Kibbeh?’. ‘No, no tengo ni idea. Oye, que yo no soy muy de experimentos culinarios. Advertido quedas’. Se marcharon satisfechos del coloquio a tres que habían tenido, pero la tranquilidad duraría poco…
          Vivían otra jornada dura y larguísima en el mar, el enfermero había participado en varios rescates bastante complicados en intervalos de horas, pero esta vez se prolongó aún más porque le acompañaba el grupo partidario de agotar todas las probabilidades de búsqueda, antes de irse y dejar a alguien con vida. ‘Regresemos, aquí ya no queda nadie’, −dijo el sanitario−. ‘Aguarda un momento, echemos un último vistazo, creo que ahí hay algo. −Adrián a los otros−. Estoy casi seguro. Fijaos en las burbujas de alrededor, son más continuas, como si una respiración las empujara’. ‘Está muy oscuro, no parece, me resulta imposible determinarlo’, −concluyó otro compañero que completaba la expedición−.  Arrancamos o qué?’, −preguntó el piloto−. 'Silencio, oigo un susurro. Acércate muy despacio, y apaga la linterna, ¡hostia!, o nos pondrás a todos en peligro, ¿no sabes que las narcolanchas aparecen por cualquier parte? −continuaron hasta que dijo−: ¡Allí, allí…!’. En esta ocasión tampoco le falló el olfato. Pararon el motor, se ajustó la correa de los guantes, comprobó también las del chaleco y se sumergió dentro del agua. El chico puede que tuviera tres o cuatro años más que su hijo, tiritaba de frío y de miedo. Le hablaba en inglés con palabras tranquilizadoras: ‘No te preocupes, te sacaremos de aquí, somos de la ONG española Sin Muros, y hemos venido a ayudarte’. Pero al chaval no le salía ni el aliento, y, aunque los brazos exiguos apenas le sostenían, enganchado a una maleta de cuero que le hacía las veces de tabla de natación, mantenía el cuello erguido y esa mirada de resignación y de agradecimiento que transmiten los generosos. El auxiliar buceó profundo y, ya en la superficie, dijo en castellano que de cintura para abajo estaba atrapado por un objeto imposible de desenganchar, porque al hacerlo corrían el riesgo de seccionar al muchacho en dos. Superados por la impotencia, y sin saber cómo resolverlo, se les ocurrió tenerlo distraído masticando pequeños pedazos de una barra energética… Transcurrió el tiempo tan pausado como si fuera una eternidad, y el frío del Mediterráneo se les metió en los huesos y en las entrañas. Los cuatro hombres, rotos de dolor, pudieron liberar finalmente al joven de las garras malditas del entramado de hierros que le jodió la vida, falleciendo finalmente durante el traslado. Jasmin fue la primera en abrazarlos, y como conocía la delicada sensibilidad de los compañeros, que regresaban atribulados, quiso darles calor y apoyo. Su marido, recostando la espalda en un rincón de popa, cayó hasta quedar sentado en el suelo con la mirada perdida y el envoltorio de una chocolatina que arrugaba con rabia entre los dedos. Ella, a pesar de lo mucho que ahora les separaba como pareja, le puso la mano sobre el muslo y dijo: ‘Estoy orgullosa de ti, sé que has hecho todo lo posible por él. Cálmate, ya pasó’. Pero sabían que cada pérdida era un proyecto frustrado, incompleto… El capitán convocó una reunión en el camarote donde hacían los descansos. ‘Nos hallamos en mitad de la nada. cumpliendo una misión para la que no veníamos preparados. Hemos perdido la señal por radio, estamos incomunicados, a punto de agotarse los víveres y el combustible, y, para colmo, los que esperan esos contenedores estarán tan angustiados como nosotros. Esto no puede salir de aquí, o proliferará el pánico y tendremos una rebelión a bordo. La chica de la oficina comentó algo sobre una embarcación que iba a Siria, mas como no se den prisa habrá que activar el protocolo para una evacuación in extremis’. ‘¿Cuántas posibilidades hay de…?’, −preguntan−. ‘Por favor, que todos somos mayorcitos, y tenemos mucha experiencia resolviendo estos asuntos. No nos pongamos en lo peor, ni vendamos la piel del oso sin haberlo cazado. Venga, cada uno a su puesto’.
          Ocho días seguidos sin una sola noticia de los ocupantes del barco pesaban en los párpados de Ahmad Abu-Abbad, que ya no sabía a quién acudir para pedir ayuda. Por su parte Binta tanteaba a conocidos de la Generalitat que estuviesen dispuestos a mover los hilos pertinentes para traer a sus amigos de vuelta a casa. Contemplaba también realizar un viaje relámpago a Madrid, a entrevistarse con alguien del Ministerio de Defensa por si la Armada tuviese por allí algún buque que contactara con ellos, aunque todo eran hipótesis, puesto que la realidad pintaba muy distinta. ‘No te atormentes, hombre. Si yo te entiendo de verdad, pero sabes que la tecnología es compleja y no siempre las comunicaciones son posibles, o puede que pongan en peligro la operación si descubren sus coordenadas. No obstante, estoy seguro de que muy pronto sabremos algo, −dijo Ismael mientras servía dos copas de vino−. ¿Cuántas veces no has referido, hablando de tu mujer y de Beirut, que la esperanza es lo último que se pierde? Pues eso. Además, delante del niño deberías disimular y mostrarte positivo’. ‘Gracias por tus palabras y por no dejarme solo en momentos tan inciertos y delicados’. Antes de apagar la luz de la cocina y comprobar que la llave del gas estaba cerrada, le llamó la atención un hombre que caminaba por la calle con el torso descubierto, portando un cartel con el siguiente eslogan: “mírame con buenos ojos”.
          Mayday. Mayday. Mayday. Soy el capitán del barco Sin Muros. ¿Alguien puede oírme? Mayday. Mayday. Mayday. Necesitamos ayuda urgente. Mayd’, −se cortó la voz−. Binta salió al súper a comprar Coca-Cola, y no podía ni imaginar que una llamada de socorro sonaba en las paredes vacías de aquel cuartucho…

domingo, 14 de octubre de 2018

Beirut, Puerta de Atocha

3.

Adelante, por favor, como si estuviera en su casa’, −Jasmin a Ismael, cediéndole el paso en el rellano de la escalera−. ‘Gracias, con tu permiso’. ‘Papá, no traigas tantos dulces al niño, que después se le pican las muelas. ¡Eres de lo que no hay, estás malacostumbrándole!’. ‘No te enfades, hija. Le veo tan poco que…’. ‘¡Hombre, lo que me faltaba por oír, no te digo! Fíjate qué sencillo te lo pongo: trasládate a Barcelona y asunto resuelto. ¿Qué te parece?’. ‘¡Jo!, abuelo, estaría guay −dice el chico con la boca llena y el pulgar hacia arriba−, nos lo pasaríamos bomba’, −al viejo se le humedecen los párpados−. ‘¿Y Adrián?’. ‘En el puerto con los compañeros. Dentro de cuarenta y ocho horas nos hacemos a la mar. Ya sabes que todo ha de estar listo y nada sujeto a la improvisación’. ‘¿Adónde vais?’, −preguntan ambos hombres a la vez−. ‘A Siria. A 12 millas de la costa hay unos barcos que se han quedado sin víveres ni material sanitario. Tenían que haber regresado con las personas rescatadas, pero dos pateras con migrantes todavía siguen a la deriva. Y, aunque es muy complicado acceder a ellos, se resisten a dejar de intentarlo. Por eso les llevamos nosotros cosas que necesitan para aguantar algunos días más’. ‘Aquí, donde la ves, es una magnífica socorrista y ayudante de enfermería’. ‘No le haga caso, es un exagerado’. ‘Tutéame, te lo ruego, aún no soy tan mayor’. ‘Cuando estamos en plena operación y la gente sube a bordo exhausta, todas las manos son pocas y los conocimientos escasos. Cuidando de mi madre, durante la enfermedad, aprendí de medicina lo que después he podido llevar a la práctica, pero no te confundas, es todo muy elemental, ¡eh!’. ‘¡Qué envidia! Da gusto escucharte hablar con tanta pasión’.
          En la oficina de la ONG Sin Muros, ardían los teléfonos, tras saltar la noticia de que uno de los países miembros de la Unión Europea rechazaba la entrada de los migrantes que utilizan la ruta central del Mediterráneo para llegar a este lado del planeta. Binta sabe muy bien de las penurias que se pasan durante el periplo antes de pisar suelo seguro. Nació en Guet NDar, un barrio de pescadores en la localidad de Saint Louis, Senegal. Hasta donde recuerda, mientras asistía a la escuela coránica o iba al mercado a vender la pesca del día, miraba a su alrededor y no quería convertirse en lo mismo que estaba viendo. Sin embargo, conseguirlo no le resultaría fácil, ya que tendría que saltar por encima de las normas y las leyes impuestas por la comunidad musulmana, y, especialmente, de la presión social que ésta ejerce sobre las mujeres. Pero su inagotable tesón fue determinante para lograrlo… Al año y medio de vivir en España empezó a trabajar con ellos, ocupándose de la parte administrativa y coordinando la búsqueda de patrocinadores. Hablar en perfecto francés, y defenderse en alemán e inglés, ha sido clave para incorporarse al mundo laboral. En pocas palabras: es el alma mater que mantiene en pie el local. ‘¿Ha llamado Jasmin? Me quedé sin batería en el móvil’. ‘Sí, y lo imaginaba. Ha dicho que eres un desastre para las tecnologías −ríen fuerte−. Tu suegro y su amigo ya están aquí, más te vale llegar puntual a la cena’. ‘Procuraré. ¿Tenemos todo al corriente?’. ‘Claro, además escaneé los documentos y los envié por email. Descargáis el pdf y listo para consultar’.
          La velada resultó agradable, a pesar de la nostalgia de Ahmad recordando a los suyos de Beirut, hasta que Ismael y Adrián descorcharon una hostilidad verbal que les enfrentaría para siempre. ‘Explicar lo que se siente cuando tiendes la mano a una persona que duda entre subir a nuestra lancha o dejarse empujar por la corriente, es imposible. Entonces, lo único importante es sacar a cuantos más mejor, calmar sus nervios y evitar que provoquen una avalancha que nos ponga a todos en peligro’, −Jasmin, asintiendo, corroboraba las palabras de su marido−. ‘Entiendo lo que dices, pero estaréis de acuerdo conmigo en que ha de haber un control de llegadas, porque la tarta no da para tantas raciones’. ‘Hombre, ciñéndonos a tu teoría, ¿sugieres que los clasifiquemos como ciudadanos de primera, segunda, tercera…: aquellos no, estos sí, el grupo del fondo ni pensarlo, que se salen de los márgenes. Es decir, que como sus circunstancias son otras, y lucen en la piel una tintada diferente, que se jodan, no pasen y se vuelvan por donde vinieron’. ‘Yo no he dicho eso’. ‘Pero tu discurso sensacionalista lo insinúa. Eso sí, con mucha metáfora. ¿Le crees con menos derecho a un subsahariano que a mi madre y la suya migrando de Aragón a Catalunya, a probar fortuna porque en su tierra natal se morían de hambre? Si tuvieras ocasión de mirarlos a los ojos, hacinarte a su lado durante la travesía, conseguir que se sinceren contigo y escuchar las razones que, aun arriesgando el pellejo, les han traído hasta aquí, comprenderías que cada nombre propio no esconde detrás al lobo que va a comerse tu espacio, sino una historia, la suya, que revalida con dignidad el esfuerzo hecho para lograr un futuro más próspero’. −Permanecieron callados, buscando la manera de dar por concluida la cena sin herir al otro−. No quiero dejaros una mala impresión, y conste que me parece muy respetable la labor que desempeñáis, pero creo que una cosa es el altruismo y otra regular lo ilegal…’. ‘No actuamos fuera de la ley, si es eso lo que piensas. En Proactiva Open Arms dicen que: “En el mar, o se salva una vida, o se calla una muerte”. Ya está bien de legitimar las políticas que respaldan la omisión de socorro’.
          A la mañana siguiente Ahmad Abu-Abbad e Ismael tuvieron un encuentro. ‘No estuve acertado en los comentarios con tu yerno’. ‘Veis las cosas de distinta manera, sólo es eso. Me preocupan, últimamente están raros. Se lo noto a Jasmin, que no sabe disimular’. ‘La convivencia, en general, es complicada. Y la de pareja, ni te cuento’. ‘Será que pertenezco a otra época’. ‘¡Pero qué dices, si estás hecho un chaval!’. Conversaban distendidos mientras se movían por las apretadas calles de El Raval. ‘Ven, vayamos al bar que tiene un amigo mío en Joaquim Costa, donde hacen los deliciosos pastelitos árabes tan famosos. Te agradara, es un tío excelente’. ‘De acuerdo, pero con una condición’. ‘¿Cuál?’. ‘Que luego reguemos ese manjar con unas absentas’, −se carcajean echándose el brazo por el hombro−. ‘¡Vale!’. La tetería del bangladesí Abul Khan es un local que concentra en su interior el multiculturalismo de apertura en este barrio de Barcelona.  Salam aleikum. ¿Cuándo has llegado?’. ‘Aleikum salam. Ayer por la mañana, y me quedaré con el niño hasta que vuelvan sus padres. Mira, te presento a Ismael’. ‘Encantado’. ‘Igualmente’. ‘Sentaos ahí, estaréis más tranquilos. Enseguida estoy con vosotros’. Un problema en cocinas requería su presencia. Dos de los empleados, por un lío amoroso, se habían agredido físicamente y no podía consentirlo. ‘¿Todo bien?’. ‘Sí, nada que no resuelva el diálogo’. ‘Desde luego’. ¿Este es el madrileño del que tanto hablas?’. ‘Espero que digas cosas buenas de mí, Ahmad. ¿Es usted también de Beirut?’. ‘No, soy de Bangladés. Cerca de aquí hay varios establecimientos que venden productos originarios de nuestros países. Coincidimos comprando frutas y verduras, y cargué tanto que este buen hombre se ofreció a ayudarme. Así nos conocimos, y desde entonces no ha dejado de venir a beber el mejor té de la ciudad, que se sirve en esta casa’. El manto de la tarde caía sobre la gente aglutinada a la entrada de las tiendas vintage, en contraste con la acuarela de cualquier esquina próxima que muestra un zoco de nacionalidades que trenzan en entendimiento. Ahmad llegó a tiempo de hacer la última oración del Ars con su nieto. Antes de eso, quitó la ropa tendida en la cuerda y ordenó los platos que escurrían en el fregadero.
          Tras varias jornadas de navegación, con pocas horas para dormir y el desasosiego que genera no saber a qué se enfrentará uno realmente, todo aquello que se divisa a lo lejos parece un cuerpo pidiendo auxilio. ‘Mira allí, al fondo, ¿ves algo? Diría que es una balsa que va a la deriva’, −dice Adrián, prismáticos en mano, al otro piloto que hacía el turno de guardia con él−. ‘No sé, nos separa mucha distancia. Puede ser un trozo de lona de algún naufragio, un pez de grandes dimensiones o víctimas aferradas a un bulto flotante’. ‘Vamos a virar a estribor y a acercarnos cuanto podamos’. ‘¿Y qué pasa con la gente que nos espera?’. ‘Pues que igual nos retrasamos un poquito más…?’. Los quince metros de eslora giraron contracorriente avanzando a toda máquina. El borde estrecho del horizonte rompía su monotonía con unos brazos que salían del agua agitándose. Jasmin fue la primera en avistarlo, justo cuando una voz entrecortada, que bien podría ser de la fundación International Organization for Migration, avisaba por radio del naufragio a los barcos que pudieran estar por la zona. El capitán, comprobando en el radar que ellos eran los más próximos al siniestro, pidió las coordenadas y puso en marcha el protocolo. Las lanchas rápidas utilizadas para realizar los traslados estaban a punto de saltar al agua. Cada miembro de la tripulación tomó posiciones preparándose para recibir a los primeros evacuados. Una mujer de origen africano llevaba envuelto alrededor del pecho a su bebé. Uno de los sanitarios trataba de hacerla entender que tenían que limpiar la sangre reseca en sus muslos y curar la brecha de la frente, pero ella se resistía con violencia, protegiendo al niño a patadas. Se aplacó en cuanto el tranquilizante empezó a surtir efecto. Los patrones de otros comportamientos similares indicaban que había sido violada en repetidas ocasiones. Jasmin cogió al pequeño, le puso un pañal seco, y, antes de meterle la tetina en la boca, se cercioró de que la temperatura del biberón fuera templada. Subió a cubierta con él en brazos, y pensó en su hijo, en el abismo que ahora la separaba de Adrián, en lo cabezota que puede llegar a ser su padre, en su infancia, en la vida que dejó sepultada en Beirut, en la que está edificando aquí, y en todos los que, por falta de recursos y de ayudas, se quedan a mitad de camino. El último relevo salió a por los pocos náufragos que faltaban por traer, haciéndolo bajo un cielo huérfano de estrellas y con todas las posibilidades de éxito en contra. La tímida aparición de una linterna al otro lado hacía señales para que se acercasen despacio. Pocos metros antes de llegar pararon el motor, y fue entonces cuando algo contundente golpeó en el lado izquierdo. Sobrecogidos, conteniendo la respiración, distinguieron el cuerpo de un anciano fallecido, flotando hasta mirar a La Meca desde la inmensidad del mar.