domingo, 28 de mayo de 2023

Detroit, una historia cualquiera

18.

Desde que vivo en la calle, inscrito en el censo de los olvidados, he visto practicar todo tipo de agresividad contra débiles y vulnerables. Los homeless más veteranos, desconfiando hasta de su propia sombra y con la dura experiencia de dormir a la intemperie, acumulando lunas y crudos inviernos e inmunizados con agua de lluvia, tienen bien marcado el territorio que nadie ha de traspasar. Los demás, debajo del puente de Chestnut Street, hacinados y a la defensiva, calentamos el cuerpo junto a la hoguera donde se prende también la frustración y la mala suerte. Hace apenas unos días, en este mismo lugar, asaltaron a un anciano al no querer compartir restos de una lata de conservas. Nadie le defendió, todos desviamos la mirada, nos encogimos de hombros y rebuscamos entre la misera un mendrugo de pan para distraer la cabeza. Aquí aprendes a golpes a no entrometerte para ser ignorado, a no hablar, aunque pierdas la capacidad de comunicarte y a desarrollar la técnica del observador ausente… La noche y después el día, el verano con su sol de justicia, la escarcha del amanecer y los fantasmas apostados en las farolas, el rugido de los motores que hacen temblar los edificios y el peligro de la aparición de una manada de coyotes buscando comida, intensifica el miedo a ser la próxima víctima, otro cadáver más sin identificación encontrado en la orilla del río.
          Cada semana, a última hora, arriesgándome a que apenas quede nada y para no coincidir con el hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company, y verme obligado a dar explicaciones por el aspecto demacrado y quizá sucio que presento, acudo a la iglesia del reverendo Bob W. Perkins y recojo la bolsa de alimentos donada por los feligreses, aunque a muchos tampoco les sobra. Para sorpresa de la persona encargada del reparto, un tipo alto, simpático y bien vestido, rechazo artículos perecederos y me quedo dos briks de zumo de manzana, galletas y un poco de queso. El abrigo largo, de amplios bolsillos y zurcido en el costado, es el cómplice perfecto donde guardarlo todo. Sin embargo, como ya me han robado mientras duermo, a mitad de camino, sentado en un pequeño tronco de madera y sin desperdiciar una sola gota ni miga, soy el invitado en mi propio banquete. A lo lejos, la silueta de un hombre acercándose me pone en alerta.
          –¿Ayden? –giro la cabeza y le veo ahí plantado, con los ojos abiertos como platos y la expresión de extrañeza en la cara.
          –¡Christopher! –exclamo contrariado.
          –¡Qué sorpresa verte! ¿Esperas a alguien?, esto está muy solitario.
          –No, descanso un poco las piernas.
          –Y de paso te das un festín, ¿no?
          –Algo así –me gustaría desaparecer.
          –¿Estás bien? –pregunta preocupado.
          –Perfectamente –fuerzo la sonrisa.
          –Hace mucho que no vas a verme al restaurante.
          –Ando ocupado –miento, aunque trato de sonar creíble–. ¿Qué haces por aquí?
          –Voy a buscar a mi pareja, es voluntario en aquella iglesia de allí.
          –No me digas.
          –Sí, se encarga de distribuir medicinas y ropa, a veces despacha también los paquetes de comida cuando hay mucha demanda. Es maestro de escuela en primera, la mayoría de las niñas y los niños que vienen por aquí tienen problemas con los estudios, algunos no están escolarizados y él les ayuda a prepararse. Como ves, un gran personaje solidario.
          Pensativo, clavo las uñas en las palmas de mis manos y me derrumbo. Estoy cansado de fingir lo que no soy, de aparentar una vida estructurada y llena de compromisos, una posición privilegiada junto a las más altas esferas de la sociedad, un apellido solemne en el condado de Wayne. En definitiva, un peso pesado entre mis compatriotas. Pero aquel tipo duro con la billetera repleta de sobornos y ninguna empatía hacia el semejante se ha convertido en un hombre vencido, desorientado, mugriento, plañidero… Christopher se arrodilla y me abraza.
          –¿Qué ocurre, amigo?
          –Nada, al verte me he puesto sensible –esbozo una sonrisa.
          –Anda, dime la verdad, no te preocupes que, sea lo que sea, encontraremos solución –aprieto los labios y, aguantando la punzada en el corazón, avergonzado y mudo, arrepentido y escurridizo, no le cuento la penosa situación que vivo, simplemente, deseándole mucha felicidad, desaparezco en la niebla urbana que no tardará en devorarme.
          Nathan Trembley, jefe de Medicina Interna en Detroit Medical Center, está en una sala contigua a la biblioteca en la Wayne State University, facultad por la que han pasado casi todos los médicos del estado de Michigan, donde, en su día libre, y a la hora del brunch, le gusta preparar sin interrupciones informes de los pacientes y correos electrónicos pendientes de contestar. Aunque no suele suceder muy a menudo, a veces es lugar elegido por otros equipos de la profesión para debatir temas que atañen al gremio, ya que el estilo informal de la habitación crea el ambiente propicio y distendido donde conversar sobre lo bueno y lo malo, la vida y la muerte, el triaje y las segundas oportunidades o el eterno debate de si los afroamericanos tienen derecho o no a hacer uso del programa estatal y federal Medicaid, que da cobertura médica a personas con bajos recursos. En definitiva: un espacio neutral donde cambiar impresiones con otros colegas. Sin embargo, esta vez acude a la reunión convocada por Violeta Reyes, directora de la Unidad de Cuidados Intensivos y a la que también asiste el prestigioso doctor Darren O’Connor, adjunto de cardiología y una eminencia en las enfermedades del corazón. Nathan ha llegado cuarenta y cinco minutos antes y aprovecha para leer un par de artículos científicos y preparar la clase semanal que da en este mismo centro a estudiantes de postgrado. Apaga el portátil, repliega los documentos esparcidos en la mesa y recibe sonriente a los dos compañeros que, apasionados, comentan la secuencia de alguna película de estreno.
          –¿Os han llegado rumores? –pregunta Violeta mientras mete en el microondas un tupper con pastel de arroz y beicon.
          –¿Cuáles? –dice Nathan con la boca llena de alitas de pollo en salsa picante.
          –¿Te refieres a la destitución del director ejecutivo por un tipo que ha salido de la nada? –Darren se levanta y les da una bebida de cola.
          –Más o menos, pero de la nada yo no diría, es el yerno de uno de los fundadores del Detroit Medical Center –Violeta suelta la frase con mucho retintín.
          –¡Vaya, entonces viene pisando fuerte! –interviene Darren–. Esperemos que no repercuta en la forma personal de ejercer nuestra profesión.
          –Hombre, no lo creo, empezará de buen rollito –asegura Violeta– y luego marcará su propia línea a seguir. No obstante, suelen estar metidos en sus despachos, sacando brillo a las pitilleras de oro e ideando la manera de hacer el negocio más rentable, aunque jodan todo lo demás.
          –¡Ay!, no seas agorera, mujer –exclama Darren.
          –No obstante, tengo entendido que el actual se ha llevado entre los dedos cantidades importantes de dinero, maquillando hospitalizaciones de personas que, supuestamente, ingresaban para realizar determinadas operaciones costosísimas, lo cual, como supondréis, era mentira –Violeta baja la voz como si fuese a escucharla alguien.
          –Es decir: se ha llevado la pasta sin mover el culo del asiento –afirma Nathan–. Joder, Violeta, te enteras de todo.
          –Información de primera mano, ¿eh? –corrobora Darren.
          –Bueno, tengo mis fuentes –ríen los tres.
          –Y no las vas a compartir, ¿verdad? –Darren guiña el ojo.
          –Bueno, chicos, no os he traído aquí para especular sobre el asunto –Violeta retira con la uña una gota de aceite del escote.
          –Pues tú dirás –suelta Nathan–, me tienes en ascuas.
          –Quiero que uno de vosotros presente su candidatura para dirigir el hospital, ambos tenéis un currículo impecable y os habéis formado desde abajo, no podemos dejarlo en manos de otro incompetente.
          –¿Y por qué no tú, querida? –la corta Darren.
          –Nunca obtendría los créditos suficientes para acceder al cargo –responde con brillo en los ojos–, soy mujer y cubana. No, sea imposible.
          –Nada es imposible, querida. ¿Has barajado la posibilidad? –pregunta Nathan.
          –Pues claro. ¿A quién no le tienta algo así? –responde ella–. ¿Qué dices, Darren?
          –No, ni hablar, a mí no me lieis, soy un desastre. Los temas burocráticos no entran dentro de mis planes, me mueve el campo de la investigación, lo siento. Os apoyaré a cualquiera de los dos, me parecéis perfectos, formaríais un buen equipo si optáis juntos a la candidatura –los otros se quedan pensativos, madurando la idea que acaba de lanzar el adjunto de cardiología.
          –Nathan, tu labor en Medicina Interna es encomiable, yo diría que eres el candidato perfecto. Piénsatelo, si hay alguien que puede sacarnos de la crisis y ofrecer mayor calidad a quienes ponen sus vidas en nuestras manos, eres tú: fiel, leal, disciplinado y respetuoso.
          –Me sobrevaloráis, estoy abrumado.
          –Y, en cuanto a lo de ir juntos –continua Violeta–, no lo tomes a mal, pero no lo haré, triunfarás mejor sin mí.
          Nathan Trembley, cuyo sueño desde niño fue curar a la humanidad de todos sus males, no le disgusta la propuesta de ponerse al frente del Detroit Medical Center y llevar a cabo una serie de medidas para mejorar la estancia de los pacientes y facilitar el trabajo en cada área, haciéndolo desde el único puesto posible: la dirección. A cambio es muy consciente del gran sacrificio personal que conlleva el cargo: no disponer de tiempo, anular todo lo relacionado con la vida privada, perder el contacto con algunos colegas, arriesgarse a caer en el mismo chantaje financiero de los antecesores abandonando los principios fundamentales, que hasta el momento han guiado su manera de entender la medicina como un servicio a los demás y, por supuesto también, abrirle la puerta a los problemas, las rencillas, los bulos, el cabreo, el insomnio y la falta de apetito.
          –No os prometo nada, ¡eh!, pero lo voy a pensar –anuncia para tranquilidad de los otros–. Por cierto –dirigiéndose a Violeta–, ¿recuerdas a Megan Aniston que estuvo contigo en UCI?
          –Sí, perfectamente. ¿Cómo está?
          –Mejor y a punto de irse.
          –¿Quitasteis los pólipos sangrantes?
          –Sí, el resultado es benigno, y hemos ajustado el tratamiento para la insuficiencia mitral leve. Hiciste un buen trabajo.
          –Luchó con todas sus fuerzas por remontar el covid y las diversas consecuencias del enfermo crítico que atacaron fuertemente su organismo, pero fue superando cada obstáculo con muchísima dignidad y empeño. A pesar de recibir presiones la mantuve como pude, no imagináis el sentido de la responsabilidad que tiene esa mujer para sacar a la familia adelante, y esa era su motivación, no me cabe duda. Dependen de ella, o eso dijo. Alguien así dignifica y da sentido a nuestra profesión, merece la pena ir probando fármacos hasta dar con el adecuado. –Antes de despedirse y volver cada uno a sus tareas, Nathan Trembley los emplaza para otro encuentro en los próximos días y comunicarles su decisión, aunque empezaba a tenerlo bastante claro.
          –Entonces, ¿contamos contigo? –presiona Darren.
          –Os lo digo en breve, prometo no haceros esperar.
          –Cuidaos mucho, compañeros –dice Violeta Reyes mientras coge un pañuelo de papel, se suena la nariz y sale por la puerta.
          Unas cuadras más allá de donde ahora pido limosna, cerca del Detroit Riverwalk, un hombre huido del psiquiátrico Henry Ford Kingswood Hospital, a la vez que vocea exabruptos contra todo bicho viviente, amontona ramas caídas del árbol y danza alrededor imitando al pueblo indígena americano sioux. Me asusta acabar igual de perdido y trastornado. Es lamentable reconocer esto, pero como sociedad hace tiempo que vamos hacia el abismo y como individuos a la destrucción…

domingo, 14 de mayo de 2023

Detroit, una historia cualquiera

17.

Agradecimiento a mi amiga la doctora Fuentes,
sin cuya ayuda la explicación médica
de este capítulo no habría sido posible. 

En toda la noche ha parado de llover. Sótanos inundados y tapas de alcantarilla saltando por los aires han dejado un paisaje dantesco con todo tipo de objetos flotando por el asfalto, así como tejados de uralita arrancados de cuajo, terminando su periplo en la copa de algún árbol. Frente a los edificios más emblemáticos de la ciudad, un amplio despliegue de medios rescata a personas atrapadas en ascensores por los cortes de luz, mascotas desorientadas tiritando de frío, obras de arte del Detroit Historical Museum y todo tipo de género guardado en la trastienda de los establecimientos. Sin embargo, en las zonas más perjudicadas, y en consecuencia las más vulnerables, donde ni siquiera ha aparecido un coche de bomberos, ambulancias o la policía, son los vecinos quienes achican agua y trasladan a ancianos y gente menuda a lugares secos, fuera del peligro de derrumbes o avalanchas. En las noticias de las 6:00 a.m. la WDTK The Patriot ha realizado un amplio reportaje informativo por los distintos puntos más afectados donde la gente apenas ha podido salvar unos pocos enseres. Otras cadenas audiovisuales, de tinte sensacionalista, utilizando la desgracia ajena para hacer caja, tampoco han conseguido desviar la atención hacia otros lugares de la metrópoli. Es decir, si quienes viven bajo el umbral de la pobreza se hubiesen ahogado o desaparecido no habría pasado nada al estar catalogados como entes invisibles dentro del conjunto de la sociedad. Aunque mi calle es estrecha en comparación a los amplios bulevares y hay algunos centímetros de agua sobre las aceras, está amurallada por altos rascacielos, de modo que, nos vamos a quedar fuera del listado de damnificados. En cambio, pese a cualquier catástrofe actual o venidera, cuando tengo por delante una marcha de cuatro horas a pie hasta el municipio de Redford, sólo me preocupa realmente suavizar el dolor de juanetes.
          El reverendo Bob W. Perkins también se ha desplazado hasta aquí. Mezclado entre el público conversa distendido sobre la difunta, el ayer y el presente, los valores que ella inculcó a la familia y cómo ésta ha sabido dar respuesta a las necesidades de la anciana en la recta final de sus días. El hijo y la nieta de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company, reciben a todas y cada una de las personas asistentes al entierro con agradecimiento y cariño, narrando los últimos años de la mujer que, a pesar de haber perdido completamente la memoria, los ha vivido con sosiego y en paz. Alrededor suyo otros allegados lamentan la pérdida y dejan sobre la mesa fuentes y platos que han traído con comida. Quiero pasar desapercibido, situarme detrás de la atalaya del disimulo para observar a los presentes su forma de vestir, de relacionarse, con desenvoltura o recato, cubriendo con capas transparentes la miseria que a cada cual nos aborda. En definitiva, antes de dar media vuelta y desaparecer intento estar sin ser visto y lavar mi conciencia por no haber ido de visita más veces a la residencia, pero una hermosa niña, de aproximadamente medio metro de altura, piel negra y brillante, pose graciosa, pelo ensortijado, ojos grandes y expresivos, labios carnosos enmarcando una dentadura blanca y desigual, me tira del pantalón, la miro, me mira y, esbozando una pícara sonrisa, dice:
          –Aquel de allí es mi abuelito y quiere que vayas –sale corriendo y empieza a jugar con otras amigas y amigos alrededor de un columpio que se rifan.
          –Hola, Ayden. Gracias por venir, sabía lo que haría –asegura el hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company.
          –No las merece –respondo molesto.
          –¿Qué le parece ésta preciosidad? –acaricia la barbilla de la pequeña ahora con él–. Es la menor de mis nietas, tengo siete y todas hembras.
          –¿Son de su hija la abogada? –ríe a carcajadas.
          –No, esa va por libre, no quiere compromisos sentimentales, tengo tres más.
          –La comprendo, atarse a una persona debilita la propia libertad –corroboro.
          –¿Cómo ha venido? ¿Le apetece tomar algo?
          –Caminando.
          –¿Desde Detroit? –junta las manos en oración.
          –Sí.
          –¡Madre mía! Pues no se hable más, le serviré unos bocadillos y refrescos, estará usted desfallecido –sin opción a negarme le sigo y devoro un sándwich de pollo con lechuga y una bebida gaseosa.
          Bajo la dirección del reverendo Bob W. Perkins, en ausencia de su esposa, el coro, vistiendo túnicas amarillas, tras ensayar aquellas estrofas más complicadas que no entonaban bien, está preparado para dar comienzo a la emotiva ceremonia con un legendario tema, al más puro estilo góspel. La voz solista, de timbre potente y aterciopelado, con quien creo haber coincidido más de una vez recogiendo la bolsa semanal de alimentos en Pope Francis Center, entona las primeras notas marcando el ritmo con el cuerpo. Poco a poco, según crece la melodía y los demás componentes de la coral se vienen arriba, me percato de que estoy fuera de lugar: no respondo con alabanzas ni aleluyas, no sigo el compás con la punta de los pies, no invoco a Jesús de Nazaret ni traigo conmigo una Biblia para seguir los textos, por eso, cuando dan paso al ritual de tirar cada uno un puñado de tierra sobre el féretro, intento desaparecer, pero me veo acorralado y comprometido…
          –¿Quiere hacer los honores a mamá Joanne? –pregunta el esposo de una de sus hijas.
          –Claro, por supuesto. –La fila avanza lentamente y me coloco al final, cuando llega mi turno imito al resto. Después consigo escabullirme entre la gente y, antes de acabar el acto, llevo ya recorrido la mitad de camino de vuelta a Detroit en transporte público. Sentado en ventanilla, con los rojizos del cielo a la caída de la tarde, tengo la sensación de haber cerrado otra etapa más de la vida, una página de mi biografía personal escrita con la caligrafía de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company.
          Nathan Trembley, jefe de Medicina Interna en el Detroit Medical Center, lleva reunido más de cinco horas con su equipo en el despacho. Su técnica de trabajo consiste en compartir opiniones respecto a los ingresados en planta diferenciando dos grupos: los muy graves y aquellos que han remontado. En esta ocasión es Megan Aniston quien ocupa prácticamente todo el tiempo. Tiene unas ganas infinitas de vivir y ese es el mejor pronóstico. A pesar de haber superado el covid todavía anda lejos de recibir el alta médica. Su historial clínico, completísimo, configurado casi por completo mientras ha permanecido en la Unidad de Cuidados Intensivos, va a servir, a posteriori, de apoyo para el estudio de determinadas asignaturas. Seis estudiantes en prácticas se sientan alrededor de la mesa redonda del despacho, están desfallecidos y les falla la concentración, pero han de continuar.
          –¿Cómo lo veis? ¿Os parece bien mandar a la paciente a casa? –pregunta Nathan.
          –Habiendo tenido tromboembolismo pulmonar es de recibo hacer un ecocardiograma –responde un chico que se inclina por la radiología.
          –Correcto. ¿Y por qué?
          –Pues para descartar que existan sobrecargas de cavidades derechas del corazón –interviene una futura urgencióloga.
          –¿Y? –Nathan motiva al más tímido.
          –También descartaremos que exista afectación miocárdica.
          –Perdón –pide la palabra el primero en hablar–: ¿agrava eso el problema?
          –Por supuesto que sí, modificaría el pronóstico –afirma tajante el internista–. ¿Y qué decís respecto de los pólipos sangrantes? –los estudiantes consultan sus notas.
          –Diagnosticados mediante colonoscopia el siguiente paso es realizar una polipectomía para quitarlos.
          –Muy bien, colegas. ¿Lo zanjáis así?
          –No, puede haber varios pólipos milimétricos que se envían a analizar.
          –Y serán benignos –salta una de las chicas–. ¿Y el tema de la anemia?
          –Una vez resuelto el tema de los pólipos sangrantes remitirá.
          –Claro, es una de las consecuencias.
          –¿Tenemos el informe y la valoración del servicio de Rehabilitación? –pregunta Nathan–. Ya sabéis que los pacientes de UCI sufren de enfermedad neuromuscular del enfermo crítico, es decir: pérdida de masa muscular.
          –Sí, aunque lento, pero va mejor.
          Salen de la reunión de trabajo y tras tomar un ligero almuerzo en frío empiezan a pasar visita. La hija de Megan Aniston está en el control de enfermería pidiendo otra almohada para su madre, se la ve cansada, con ojeras, todavía más delgada si cabe y con las arrugas de la preocupación dibujadas en la frente. Otros acompañantes acuden al mismo lugar a por servilletas de papel o esos pañales que tardan en llegar. A través de la puerta entreabierta de una habitación se ven a dos mujeres abrazadas, sollozando casi en silencio, consolándose con el mensaje de la vida eterna. Nathan Trembley, con las alumnas y alumnos que le acompañan, acaba de firmar algunas altas satisfecho con la mejoría de quienes regresan a sus casas en proceso de curación muy avanzada, en cambio, crece la preocupación por un hombre cuyo virus hospitalario no consiguen combatir, a pesar de haber probado con tres antibióticos distintos. La jefa de enfermeras hace el recorrido con ellos y toma nota de los nuevos ajustes en las dosis de diversos pacientes.
          –Perdone que insista doctor, es que no me quedan claras las medicaciones para la 4025 –dice concentrada en su cuaderno. Él lo repite y ella asiente–. ¿El joven en aislamiento sigue con lo mismo?
          –Eso le corresponde decidir al servicio de oncología, tiene las defensas muy bajas y, sino tenemos cuidado puedes empeorar.
          –¿Y por qué no está en esa unidad? –pregunta una estudiante que se decanta por la cirugía plástica.
          –Llevan meses modernizando las instalaciones de la planta y el espacio disponible es reducido, por eso cada médico tiene cargos periféricos. Es decir: pacientes distribuidos en otras áreas del hospital.
          –Entonces continuaremos así hasta nueva orden.
          Megan Aniston está en el sillón junto al gran ventanal contemplando la tímida aparición por la cima de las montañas, de las nubes bien formadas y a punto de descargar. La hija, muy cerca de ella y pendiente de cualquier necesidad que la madre requiera, coge un recipiente de plástico fresas cortadas a gajos, a la vez que lee en voz alta una novela policiaca en la que, aun poniendo todo en énfasis en la narración de la intrigante historia, no consigue despertar el interés de la madre. La cuadrilla de médicos irrumpe en la habitación sobresaltándolas.
          –Hola Megan –dicen sonando cordiales–. ¿Cómo se encuentra?
          –Con ganas de irme a casa.
          –Ya falta menos. Vamos a hacer una placa del costado izquierdo a ver si averiguamos de dónde viene ese dolor que no la impide descansar de noche.
          –No hace falta, apenas molesta.
          –¿Durante el día no aparece o es menos frecuente?
          –Muy poco, excepto cuando toso.
          –Mamá, diles la verdad, ayer no podías estar de ninguna postura.
          –No hagan caso, es una exagerada –Nathan Trembley escribe en un papel y se dirige a la enfermera.
          –Mañana empezaremos la preparación colónica especial para la polipectomía.
          –De acuerdo, doctor.
          –Megan –habla Nathan–, en dos días quitamos los pólipos sangrantes del colon, por eso van a darle dieta líquida y la toma de laxantes. Es una intervención muy sencilla, se realiza a través de un endoscopio, después se envía a analizar y listo. Ya verá como todo sale bien.
          –Eso espero.
          –¿Quieren hacernos alguna pregunta? –ofrece el doctor Trembley.
          –Pues si me lo permiten, sí –salta la hija–: ¿La intervención es peligrosa?
          –No, en absoluto. Sin embargo, todo aquello que sea una invasión para el organismo con un objeto extraño, lo tiene, aunque en este caso, al ser algo muy sencillo, minimiza el riesgo.
          –Tranquila, cariño, estoy en las mejores manos –y eso emociona a una de las estudiantes en prácticas rozando el hombro de la anciana con mucha ternura.
          –Ahora vengo a ponerla un calmante –dice la enfermera jefe.
          –Gracias. –Ya a solas la madre cambia de conversación–: ¿Sabes algo de tu esposo?
          –Todavía no habrá podido llamar, pero no tardará –ambas lo dudan.
          –Sí, seguramente. A los niños no les falta de nada, ¿verdad?
          –No te preocupes, lo tengo todo bajo control.
          –Perfecto, no esperaba menos de ti.
          Los depredadores de la noche hacen la ronda de los desahucios sacando en pijama a abuelas y abuelos sin dentadura, niñas y niños agarrados al chupete y al muñeco de trapo, mujeres y hombres con los recuerdos hacinados en una caja de hojalata y adolescentes exentos de futuro preparándose para sobrevivir en la jungla adonde serán empujados. En definitiva, familias enteras, huérfanas de empatía a quienes les han arrebatado los cimientos del hogar amputando cualquier posibilidad de salir adelante. Ya no hay escapatoria para mí, cierro los ojos y me veo a bordo de la balsa agujereada por el hambre, por la sed, por la mala acción, por la injusticia, por las lágrimas secas y las entrañas vacías. Estoy jodido y destrozado. Por puro despiste he acumulado la deuda de tres meses de alquiler y ahora el casero, sin delicadeza y muy malos modales, acaba de ponerme de patitas en la calle. Mientras estuve al frente de la empresa y fui un tipo respetable, miembro de lo más granado de la alta sociedad y haciendo de este país un lugar próspero y envidiable para el resto del mundo, se rumoreaba por el vecindario que a negros, pobres y prostitutas, los echaban de las viviendas por impago. Nunca imaginé para mí una situación similar. Sin embargo, con las orejas agachadas y el reproche entre cuero y carne, empujando un carrito de supermercado con cuatro tonterías inservibles, peregrino hasta el distrito financiero de Detroit, donde en un callejón lleno de basuras, escondido y humillado, sin un solo rayo de sol para calentar los huesos, pernocto con el espejismo en el paladar de antiguas chocolatinas. Entonces sueño con despertar bajo techo y que todo siga en su sitio, pero el cuchillo de la madrugada, con su hoja cortante y fría, me roza la garganta. Ya no hay escapatoria, el fracaso viene a por mí…