domingo, 24 de noviembre de 2013

The Way

A Amalia y Mari, que siempre están.
A Carol, Javi, Victoria y Paco García, que nunca fallan.
A Maite Pisonero, que me arropa.
A Miguel Ángel Lozano Martínez, por su amistad y su gran ayuda.
A Maruja Torres, que siempre ha creído en mí.
A Amaia López de Munain, que me empuja y me empuja y me empuja.
A Jesús Aguilar, por ayudarme a crecer en la vida real y en el cine.
Y a Lourdes Goy Vendrell, que lo merece.
A todos: Gracias.

La vida no se elige, se vive.
Emilio Estévez

Mañana no es solamente un tiempo futuro más o menos próximo, como dice una de las acepciones del Diccionario de la Real Academia; es también la carga emocional de la incertidumbre que hace noche y busca habitación dentro de nosotros, ofreciéndose como una aplicación interactiva fácil de ejecutar. Mañana, ayer, ahora, reunirán lo mejor y lo peor de nosotros mismos, aunque en realidad son estados de ánimo que habría que escolarizar, para que, en el bar de las noches sueltas, no se desborden antiguas melancolías.
            Algo así pasaba en la vida de Ana desde principios del otoño de hace tres años hasta la fecha, porque, tras romper la relación sentimental que mantenía con el padre de sus hijos, al darse cuenta que no seguía enamorada de él, daba pasos cortos de giros contundentes en el día a día, asumiendo responsabilidades y decisiones en solitario, que quizá fueron diseñadas para dos, o esas ruedas de molino nos han hecho tragar. Pero lo intuía, sabía positivamente que estaba destinada a salir adelante, y ponía todo su empeño en ello. Era fuerte y tenía grandes recursos de supervivencia interior a su alcance. Por esa razón, entre algunas otras, iba a emprender uno de los caminos más comprometidos  que jamás realizaría: Un viaje enriquecedor a esas tierras por descubrir que son uno mismo, con su zona salvaje y su área de descanso, a la luz de los albergues o bajo la luna y las estrellas, que también reconfortan.
            Mientras repasaba las notas sujetas con imanes en la puerta de la nevera (Una cola de rape para hacer en salsa, y cuarto de boquerón gordo para vinagre. Una tarrina de paté, otra de queso fresco. Tender la ropa cuando vuelva del trabajo. Bajar al trastero a recoger la mochila, revisar el equipo, sacar la cantimplora y la linterna de la caja donde pone: cosas imprescindibles para ir a la montaña. Comprarme unas botas nuevas de caña alta y suela con cámara de aire. Probarme los pantalones desmontables, los grises de varios bolsillos que me regalaron por mi cumpleaños hace dos temporadas. Llamar a los niños al móvil de su padre –están con él de vacaciones–. Poner al día el correo electrónico. Falta champú y dentífrico…), pensaba en la película que había visto en La Filmoteca: The Way (El Camino). Una historia con piel que te hace reflexionar sobre la vida y los paisajes que van dejando en nosotros personas muy especiales, y, también, sobre el miedo a conocerse y la forma que tenemos de negociarlo en el mercado negro de la memoria. Un alegato profundo y reflexionado de por qué y para qué hacemos determinadas cosas.
            Aquella tarde, nada más salir del cine, y mucho antes de haber decidido que realizaría el viaje, fue directamente a la librería La Central, en Callao, echó un vistazo por el interior, y preguntó dónde estaba la sección de Turismo. Una vez allí, encontró lo que andaba buscando: Guías. Primero recorrió con la vista, y después con la punta de los dedos, el lomo resbaladizo de los libros. Adquirió la que más le interesó: Ruta y recorrido francés: 31 etapas, 775 kilómetros, y luego se fue a hojearla a una cafetería de la Gran Vía. El itinerario comenzaba en San Jean Pied de Port e iba por Roncesvalles, Logroño, Villafranca del Bierzo, Arzúa…, hasta concluir en Muxia, el punto más occidental de Europa y el Fin del Mundo, donde se supone que se tira al mar la vida antigua de la que queremos desprendernos.
            Sus motivaciones no eran, ni siquiera remotamente, religiosas. Ana no era creyente. Más bien había decidido hacer El Camino porque se lo debía a sí misma. Porque había llegado la hora de llamar a los servicios de recogida y que vinieran a llevarse el contenedor donde se amontonan las cosas que duelen y las que bloquean. Y, por supuesto, lo hacía por sus hijos, esos pequeños que sufrían en silencio los enfados de mamá, y a menudo pedían refugio en la embajada de los juegos, mientras que ella negociaba el derecho de admisión a determinados pensamientos empeñados en llevarla de cabeza.
            La mañana despertó fría aunque con un cielo muy claro. Lo primero que hizo recién levantada fue aplicarse una capa de autoestima por la piel, gruesa y resistente como para no rendirse. Apenas había dormido un par de horas repasando cada rincón del viaje. Ni siquiera debajo del agua reparadora de la ducha consiguió relajar los músculos, enredados entre las terminaciones de los nervios. Bebió un café para tomarse un analgésico y, tras lavarse los dientes y encender un cigarrillo, se asomó por la ventana del comedor y esperó a que viniera el taxi que habría de llevarla al Aeropuerto de Barajas, donde tomaría un vuelo con destino a Parme, en Biarritz. ¡Qué larga se le estaba haciendo la espera! Se notaba rara, como con una sensación desagradable de estar haciendo algo mal, y sabía que, de seguir por ahí, corría el peligro de que las dudas la tentaran y retrocediera, dando marcha atrás a algo que llevaba planeando desde hacía muchos meses.
            Cinco horas y pico más tarde, se encontraba a los pies de las montañas fronterizas dentro del marco medieval de una ciudadela posicionada en lo alto. Ahí empezaba Su Camino. Podría o no llegar hasta la última etapa, hacerlo de una vez o en varios años, en varios lustros, escribiendo a cada paso la historia de una mujer sencilla con ganas de superarse, de sentir, de rehacer todos los panales que el desamor fue destruyendo. Y, aunque no daba el perfil de peregrina, ni haría ninguno de los rituales con tintes religiosos, llegado el caso, y cumplido el objetivo, desde el balcón de rocas en la playa de Muxia, abriría las compuertas de su persona, para renacer a la vida.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Manuel y David


Cuando no se sabe lo que va a ocurrir, cómo van a terminar las cosas,
la suerte que esconde el destino, es mejor empezar a vivir dentro de una novela.
Luis García Montero.

A Carol. Una de mis mejores amigas.


A veces se da la circunstancia de que las expectativas de vida nos traicionan y empujan a pensar que ésta no merece la pena, que carece de interés, o que, en el peor de los casos, hagamos lo posible para que nuestro ciclo vital concluya más pronto que tarde. Es frecuente también, o quizá más propio sería decir casual, que cuando nos da por sentarnos en el cuarto de estar de las reflexiones, e invitamos a café a determinadas preguntas difíciles de contestar, coincida precisamente con el mismo día en que, recién abierta la tintorería, fuimos a recoger los agobios de temporada.
            A Manuel Gijón, un tipo educado, de buenos modales, natural de Casillas de Coria, municipio principalmente agricultor de la provincia de Cáceres, y emigrado a Madrid desde la infancia, su vida se le antojaba de lo más vulgar. Le gustaban las películas del Oeste y las novelas policíacas, el chorizo de bellota y las zapatillas de paño, los días con niebla y el Athletic Club de Bilbao. En la parte norte de la ciudad, en una de las urbanizaciones de más postín, realizaba labores de jardinería. Todos los residentes eran gente adinerada, personas estiradas en cuanto al trato con los semejantes y preocupadas por engordar el número de participaciones en sus carteras de acciones. En definitiva, gente que se cree superior a uno y miran por encima del hombro. Manuel cumplía con su obligación, se concentraba en el trasplante de esquejes, en la calidad de las semillas, en la puntualidad del regadío. Se movía con precisión de un lado a otro, enguantado en la experiencia de quien sabe hacer bien las cosas, para que nadie tenga que llamarle la atención en lo suyo, y sin entrar en rivalidades entre compañeros, ni mostrar preferencia por ningún vecino, ni interés en los líos de cama, ¡que allí todo se sabía!
            Seguramente las seis de la tarde era la mejor hora de todo el día. David, amigo y pareja de mus en la partida de los domingos, le esperaba en la Cervecería Santa Bárbara, la de la calle Alcalá esquina a Goya. Ambos eran puntuales, fieles a una amistad que, desde los tiempos de instituto, conservaba el plano corto de la conversación íntima. Hablaban de política, de cultura, de cine, de lo mal que pintan las cosas para muchos. Pero, sobre todo, lo hacían de sus respectivos sentimientos. La primera de las cervezas dentro del marco de cómo les había ido la jornada, la tomaban rápida, quedando en el balcón de los labios, entreabiertos, restos de espuma que al final desaparecían, como lo hace quien ya no te necesita. Las siguientes venían sin prisa, dejándose llevar por la pasión, y por la admiración que sentían el uno por el otro, ante la capacidad analítica que tenían.
            David, en cambio, era un bohemio, un soñador que se reinventaba a sí mismo cada día. Comenzó a estudiar Económicas, pero abandonó la carrera para convertirse en cantante callejero, el gran sueño de toda su vida. El noventa por ciento de su repertorio eran temas de Silvio Rodríguez. Cantaba en las plazas del centro, y lo hacía por placer, por el mero gusto de sentirse libre, de financiar sus necesidades básicas sin la manipulación ni explotación de nadie, y porque su piel necesitaba de la música, como el final del verano reclama la manga larga.   
            Estaba empezando a llover. Manuel echó a correr hasta el lugar de encuentro. Faltaban dos minutos para las seis. Había paros parciales con servicios mínimos en el metro, y supuso que desde Sol vendrían los vagones a reventar. Así que no le extrañó que David pudiera retrasarse. Mientras esperaba, quisieron venderle de todo: pañuelos de papel, paraguas estampados, capas de plástico transparente… Hora y media después se acercó en taxi hasta la pensión donde se hospedaba David. Aunque había bastante gente arremolinada en la acera, se abrió paso como pudo, con el corazón contraído y las luces de alarma parpadeando. Entonces, el objetivo de esa cámara que todos llevamos dentro cuando no queremos ver las cosas abrió, a su pesar, la imagen delante de él: una guitarra rota yacía, junto con las partituras, al lado del hombre que acababa de recibir una monumental paliza. Manuel se arrodilló junto a él, suplicándole que aguantara, que pronto llegaría la ambulancia que lo trasladaría al hospital, pero David tenía grandes dificultades para respirar y se introducía en la profundidad de un largo sueño. Mientras los testigos que presenciaron la agresión narraban a la policía lo que habían visto, Manuel dejó que el ritmo sencillo de su mano sobre el hombro del amigo herido le proporcionara a éste el cariño y la tranquilidad que necesitaba en esos momentos.
            La existencia de David ya no fue la misma. Se instaló en el cuarto oscuro del miedo, y, a pesar de recibir todo tipo de ayuda, física y psicológica, arrojó la toalla. Nunca superó la agresión, no pudo salir del pozo. Dejó de comunicarse, de formar parte de la realidad, hasta que llegó el día en que los Servicios Sociales se hicieron cargo de él, trasladándolo a una residencia pública.
            Manuel iba a visitarlo todas las tardes. Salían al jardín, se sentaban debajo de un almendro, le cambiaba el mp3 por otro con distinto repertorio de Silvio. Le hablaba de las cosas que pasaban al otro lado de aquellos muros, y todo lo hacía porque le quería y porque no soportaba la idea de que se sintiera como la tierra que se abre y se seca, cuando dejan de echarnos de menos. Sin embargo, David no mostraba ningún gesto de aproximación, de mejoría, ningún sonido; solamente aquella ausencia, aquella distancia que lo separaba de la vida. Seguramente para Manuel era cada vez más doloroso tener que asumir que su pareja de mus ya no volvería, como tampoco lo harían las palabras que vistieron de confidencias antiguos e-mails. Pero no importaba, en eso consiste la amistad: en la prudencia de estar juntos, porque de nada sirve lo que no se demuestra. “Siempre que se hace una historia/se habla de un viejo, de un niño o de sí,/pero mi historia es difícil…/Es una historia enterrada./Es sobre un ser de la nada”. La dureza de noviembre que precede al invierno, con su tiempo de nieve y de frío, convertía las tardes de David y Manuel en un manojo de horas que pasaban frente al ventanal de la galería: uno leyéndole Lorca al otro, que, a saber, puede que, atrapado en el impacto del último golpe, luchara por encontrar la salida para abrazarse a Manuel.

(Nota: Los versos pertenecen a la canción de Silvio Rodríguez, Canción del elegido).