domingo, 17 de diciembre de 2023

Cerca de las Smoky Mountains

7.

En Carolina del Norte, dentro del territorio encerrado en el límite Qualla, está la Reserva Cherokee –no confundir con el pueblo–. A dos días de camino en la cara menos accesible de las montañas, el hombre más longevo del lugar cuya edad exacta nadie conocía, habitaba una sencilla cabaña. De piel marrón, largas trenzas de cabello blanco cayéndole por los hombros, nariz estrecha custodiada entre los pómulos, vistiendo la capa peculiar que le cubre todo el cuerpo y un gorro hecho de plumas, es respetado, recibe el tratamiento de Gran Jefe y está considerado una leyenda. Tayen McDaniel y Opal Nelson realizaron la travesía a pie por senderos angostos y desfiladeros inseguros. Hicieron dos altos: el primero en el río Oconaluftee donde pescaron para la cena, y el segundo acampando en un metido de la ladera donde estarían más seguros en caso de ser atacados en mitad de la noche por animales salvajes. Con absoluta destreza él hizo fuego golpeando dos piedras hasta que saltaron chispas y prendió el combustible de hojas secas y pequeñas maderas amontonadas, una vez que las llamas alcanzaron algo de altura, colocó en forma de pirámide troncos más gruesos que aguantarían hasta el amanecer. Trueno veloz desató dos pieles de oso y se las echaron por encima, insertó las truchas en unas varillas para asarlas y calculó en silencio el tiempo exacto en que estarían listas. Llevaban también un termo con café y el guiso de carne preparado por ella la víspera anterior. Apenas pegaron ojo, el frío era intenso y la oscuridad casi completa. Opal Nelson sentía un nudo en el estómago que la impedía comer.
          –¿Tienes miedo a lo desconocido? –preguntó él.
          –Ninguno, quiero saber cuáles son mis orígenes, mis ancestros y qué intuición especial me trae aquí –responde.
          –¿Y si no te gusta o decepciona lo que descubras?
          –La abuela Tillie empleó hasta el último aliento en incorporar piezas sueltas a su biografía, pero todo eran intuiciones nunca pudo corroborar nada y, aunque carecía de medios, poseía un instinto y un olfato que la situaba siempre en el lado correcto.
          –Trata de dormir un poco, mañana será un día muy emocionante –dijo tajante.
          –No tengo sueño, además es un lujo contemplar el espectacular salpicado de estrellas esparcidas por el firmamento. ¿Has estado siempre aquí? –le pudo la curiosidad.
          –Mira a tu alrededor, tengo todo cuánto necesito.
          –Sí, supongo que sí. ¿Hemos hecho la parte más difícil del camino?
          –Queda lo peor, podrás con ello, eres fuerte –giró la cabeza a la izquierda y levantó la vista. Opal Nelson cerró los ojos, se dejó llevar y, sin saber muy bien por qué, le vino la imagen de su madre: robusta y atareada, distante y ardiente, desconfiada y celosa de la abuela Tillie hasta lo más hondo de las entrañas.
          –He buscado el significado de Tayen, luna nueva, en Internet y resulta que es un nombre de chica.
          –Sí, bueno. Mis padres hicieron un pacto: él quiso que pasase de niño a adulto siguiendo el ritual de los indios Cherokee, a cambio ella, que no era nativa, propuso enviarme a una escuela en Memphis. Adaptarme resultó bastante duro, también lo fue para los compañeros y compañeras, así como a maestras y maestros que no entendían algunas de mis costumbres. A la mayoría les costaba muchísimo pronunciar mi verdadero nombre, así que a alguien se le ocurrió llamarme Tayen, McDaniel sí es mi apellido.
          –¿Y cuál es el verdadero? –preguntó intrigada.
          Oukonunaka, que significa Búho blanco.
          –¿Por qué no lo usas?
          – No sé, aquí me conocen como luna nueva.
          –¿Y tu familia cómo te llama?
          –Apenas faltaban dos semanas para volver de Memphis, estaban hambrientos y mi padre salió de caza a una zona poco frecuentada, consumieron carne de wapití en mal estado y murieron.
          –¡Vaya!, lo lamento –él se entristeció.
          –Insisto, será mejor que duermas algo. –El indio Cherokee cogió la manta y se apartó un poco del fuego dejándola espacio e hizo guardia con ayuda de los espíritus.
          Reanudaron la marcha a buen ritmo cuando aún en el horizonte no habían aparecido las primeras luces de la mañana. Nada acostumbrada a dormir sobre superficies duras, a Opal Nelson le dolían todos los huesos y notaba los músculos muy tensos. Casi no podía despegar los párpados y las agujetas de la jornada anterior empezaban a pasarle factura, algo que habría reparado muy bien con una buena ducha relajante. Reconoció que echaba de menos el sabroso jugo de naranja recién exprimido, el desayuno contundente y las noticias locales sonando en la radio, cosas que revisten las paredes de su vida cotidiana, sin embargo, aquella paz, esa libertad, el contacto directo con la tierra, los astros, la diversidad de elementos que proporcionan la supervivencia al ser humano y el esplendor de la vegetación en los valles, suplían lo material que añoraba. Llegaron a lo alto de un pico y se detuvieron, entonces él alzó la vista, localizó un punto exacto del Sol sobre una roca de color diferente al resto y dijo que habían llegado, hizo cueva con ambas manos y emitió un sonido que repitió varias veces hasta obtener contestación con otro similar. Ella estaba exhausta. El paisaje con el humo pincelando las cumbres era de un azulado espectacular, húmedo, intenso, irrepetible. El anciano apareció de pronto y les invitó a sentarse en el suelo con las piernas cruzadas. Opal Nelson habló de su infancia, de las enseñanzas de la abuela Tillie, de la negativa de su madre a indagar en el pasado y de lo poco que había descubierto hasta el momento, fundamentalmente el documento que data de mediados del siglo XIX y donde figura un nombre de varón, descendiente directo de los nativos obligados a realizar el llamado Sendero de las Lágrimas.
          –Ahí murió mucha gente –intervino Tayen McDaniel mientras que el anciano permaneció callado bastante tiempo.
          –Este lugar tiene algo muy especial –hizo intención de seguir expresando el aluvión de emociones, pero se contuvo. El anciano, mirando a ambos, y en una lengua ininteligible para ella, comenzó sus oraciones. Al acabar, encendió la pipa y los invitó a fumar con él.
          Salali, significa ardilla, y es un nombre muy común en nuestra tribu –el anciano rompió así su silencio–. La fiebre del oro de Georgia trajo al hombre blanco, invadieron nuestras tierras, violaron a nuestras mujeres y esclavizaron a nuestros hijos. El presidente Andrew Jackson apoyó las deportaciones amparándose en la Ley de Traslado Forzoso de los Indios a territorio federal, al oeste del río Misisipi, lo cual, tras los miles de cadáveres que se quedaron por el camino, originó la propagación rápida de muchas enfermedades, así como también, el espíritu maligno de la hambruna provocó enfrentamientos sangrientos entre nativos.
          –¿Entonces el hombre al que busco puede estar enterrado por ahí? –preguntó Opal Nelson a la desesperada, aunque se dio cuenta de la torpeza cometida interrumpiéndole.
          –¿Ve aquella colina? –indicó–, detrás de la vegetación hay unas inscripciones, vayan –dos millas más allá, y frente a la pared rocosa palparon con la yema de los dedos las letras inscritas.
          –Ven aquí –dijo el indio Cherokee–, lee.
          –¡No puede ser! Entonces, la abuela… –En ese momento entendió la negativa de su madre a remover el pasado y el miedo a destapar sus verdaderos orígenes.
        Nikki Haley tiene una cara amable característica de las buenas personas. Exgobernadora de Carolina del Sur y exembajadora de Estados Unidos ante la ONU, se postula como alternativa a Donald Trump o DeSantis. Bajo el respaldo de los multimillonarios hermanos Koch, fundadores de American for Prosperity Action y otros grandes donantes que inyectarán miles de dólares para financiar la campaña, esta política de 51 años, 2 hijos y descendiente de inmigrantes llegados de India, luchará para ganar las primarias republicanas y convertirse en la candidata electa a la presidencia derrotando a Joe Biden. Los menos radicales del partido Republicano se decantan por esta figura emergente dejando claro el mensaje de renovación generacional que quieren mostrar ante la opinión pública nacional e internacional, sin embargo, el ala más conservadora y radical, a pesar de los problemas que tiene pendientes con la justicia, confían en el regreso del expresidente y así, de una vez por todas, coloque a cada cual en el lugar correspondiente. Alvin Evans va en esa línea, además de no soportar la idea de que sea una mujer quien dirija el país, labor que, por derecho, considera sólo para hombres.
          –¿Te sirvo otra cerveza? –preguntó el dueño del pequeño pub, en Knoxville, adonde se reúnen algunos granjeros de la comarca.
          –Sí –contestó Alvin.
          –Es raro que todavía no hayan venido los chicos –dijo el barman refiriéndose a los muchachos que se sentaban en la misma mesa con él.
          –Bueno, no sé –escueto en palabras.
          –¿Esperas o te pongo la hamburguesa?
          –Estoy hambriento, prepárala –cortó tajante. Minutos después cinco personas vestidas con tejanos y camisas de leñador se reunieron con Alvin Evans, cada uno con su respectiva jarra de cerveza en la mano y, tras intercambiar unas breves palabras, les comunicó lo que habrían de hacer: asustar a la hija del pasante, una jovencita, muy desarrollada en todos los sentidos.
          –Que no se os vaya la mano –dijo.
          –¿Y si por casualidad se nos va?
          –Pues no pasa nada, pertenecerá al apartado de daños colaterales… –Se levantó y fue a la vieja máquina de discos donde seleccionó un tema de Randy Owen, el principal solista de la banda country-rock “Alabama”, que tanto le gustaba.
          Cada día, regresando de la escuela, Aretha O’Neal se ocultaba entre los arbustos y vigilaba los alrededores de la casa por si a alguien se le ocurría atentar contra los suyos. Desde la visita de los encapuchados el ambiente del hogar se había vuelto más hostil. Desconfiaban de cualquiera y salían a lo meramente imprescindible, preferiblemente acompañados. Una vez que estaban todos, sellaban las ventanas con cierres de aluminio interiores hechos a medida, dejaban encendida la luz del porche y aseguraban aquellos puntos vulnerables por donde los gemelos podían escaparse. De repente dejaron de comentar cosas de la jornada, anécdotas, ni los mayores movían las caderas al ritmo de Elvis, tampoco el padre contaba ya esos chistes tan malos que no hacían reír a ninguno, la madre miraba de reojo a un lado y otro, siempre sobresaltada, regañando a los pequeños que no entendían por qué las cenas se convirtieron en silencios rotos sólo por el choque de cubiertos contra los platos. Aretha pensaba en las palabras susurradas por sus padres: genocidio, esclavitud, limpieza étnica, destierro…, términos cuyos significados se escapaban, pero que serían muy preocupantes para provocarles el llanto en la intimidad del dormitorio. Con un golpe muy suave de nudillos tocaron en la puerta de la habitación y eran los hermanos.
          –¿Pasa algo? –preguntó escondiendo detrás de la espalda una onza de chocolate.
          –No, nada en particular. ¿Qué guardas ahí? –se lo muestra
          –Cuando estoy preocupada necesito comer algo de dulce, pero como mamá siempre se enfada conmigo lo cojo a escondidas.
          –Bueno, no se lo diremos.
          –Gracias. Y ahora decidme qué está pasando, resulta todo tan raro.
          –Nosotros nos vamos a trabajar con el tío John a Orlinda, aquí nadie nos va a contratar y la familia empieza a necesitar dinero.
          –Explicaos, y no me digáis que soy joven, tengo derecho a saberlo –así lo hicieron.
          –Pero los abogados están para defender a cualquier persona, ¿no?
          –Sí, no obstante, papá es negro y eso lo empeora todo.
          –¿Cuándo os vais?
          –Pronto.
          –¿Lo saben ellos?
          –Todavía no.
          –¿Y a qué esperáis?, se van a llevar un disgusto.
          –Llevas razón. ¿Estás teniendo problemas? ¿Te acosa alguien? –preguntaron. Negó con la cabeza y ocultó que unos hombres merodean cada día las inmediaciones de la escuela y después la siguen hasta el cruce con Manhattan Ave. Aretha O’Neal, en ese preciso momento, ignoraba el giro radical que daría sus vidas. Como un martillo golpeando un cincel resonaba dentro de su cabeza limpieza étnica, destierro, esclavitud, genocidio, a cuál más asustadiza, a cuál menos grave.
          –¿Matarán a papá? –contuvieron la respiración al oír arañazos en la puerta, era uno de los gemelos–. ¿Qué haces aquí? Vamos, a la cama –dijeron. A tres horas y media de ellos, en la ciudad de Clarksville, a unos 80 kilómetros, al noroeste perdían la vida dos adultos y un niño a consecuencia del último tornado.
          Cuando el hijo mayor de Donna Hanks subía sofocado la cuesta que conduce a la casa y lo hacía apoyado en dos palos de senderismo, a ella le dio un vuelco el corazón cayéndosele el alma a los pies, ya que, aquel hombre demacrado, con treinta kilos menos, pómulos flácidos, dedos huesudos y pupilas opacas, no se parecía nada al muchacho musculoso, de lustre sano y mirada penetrante, que partió con destino a Riverdale, uno de los barrios más problemáticos de Chicago, para ser el pastor de la Iglesia Evangélica Luterana. No pudo reprimir las lágrimas, sintió haber sido una madre egoísta.
          –¿Cuánto te quedarás?
          –No sé, el suficiente como para que te hartes de mí…
          –¡Qué bobada! Voy a preparar tu cuarto, el de siempre, está tal y como lo dejaste, no he tocado nada –avanzó por el pasillo ajena al acontecimiento tan tremendo que se le venía encima…

domingo, 3 de diciembre de 2023

Cerca de las Smoky Mountains

6.

Hace mucho que Donna Hanks vive con la sensación de estar en el tiempo de descuento y eso la hace más sensible ante determinadas cosas de la vida. Poco dada a las relaciones sociales nunca imaginó que compararía la soledad con un peso hundido en los hombros. Un día con otro se sucedían monótonos, desmotivados, como piezas construidas en serie: aquietadas y sobrias, aburridas y tristes, mates y grumosas. La voz de Dolly Parton colándose por los grandes ventanales acompañaba la estampida repentina de pájaros anunciando la inminente llegada de lluvias, algo que ella ya notó la noche anterior por molestias de rodilla, a pesar de no haber rechazado la prótesis puesta. Lejos, a incalculables millas, máquinas cortacésped de algunos vecinos hacían añicos el silencio espantando a las ardillas. Dos o tres personas, distanciadas entre sí, con ropa apropiada y zapatillas especiales para running, corrían por un lado del camino. La pantalla del celular mostraba más de cuarenta llamadas perdidas, algunas del hijo mayor, pastor de la Iglesia Evangélica Luterana, en Riverdale, uno de los barrios más pobres de Chicago, el resto de Opal Nelson y números desconocidos.
          –¿Dónde te habías metido? –preguntó el muchacho acelerado.
          –No lo escuché –salió del paso.
          –Estaba preocupado.
          –A mi edad perdemos oído, además de casi todas las facultades –dijo en un susurro.
          –Celebro que estás bien –trató de sonar lo más natural posible.
          –Llevamos meses sin hablar –soltó ella medio regañándole.
          –He estado enfermo. En India contraje el virus del dengue, fuimos a llevar ayuda humanitaria y todo el grupo tuvimos fiebres muy altas y síntomas parecidos a la gripe –tragó saliva y aguardó unos segundos para que ella lo asimilara–. Por suerte nos cogió en Nueva Delhi donde hay más recursos gracias a Médicos sin Fronteras, nos tuvieron varios días en un hospital de campaña, bien atendidos y vigilando continuamente para que no tuviésemos complicaciones.
          –¿Tus hermanos lo sabían? –preguntó con un pellizco en el corazón.
          –Sí.
          –¿Y por qué nadie me ha dicho nada?
          –Yo se lo pedí para no intranquilizarte.
          –Soy tu madre y tengo derecho a saberlo, y a decidir cuándo he de preocuparme, y cuándo no –soltó rotunda.
          –Claro mamá, perdona. Ya hablaremos, dentro de unas semanas iré a Tennessee y quizá pase por Oak Ridge. Te avisaré, tengo muchas ganas de comer pollo frito y panecillos de maíz, nadie los prepara tan rico como tú.
          –De acuerdo, cuenta con ello –cortaron la comunicación y Donna Hanks quedó pensativa. En el exterior recogió las hojas para que el viento no las metiese en la casa. La alarma del reloj de muñeca avisaba de la toma del antiinflamatorio, era amargo y antipático de tragar. Disolvió una cucharada pequeña de azúcar en agua y, a sorbos, fue pasando la pastilla machacada. Bajó con cuidado las escaleras al saloncito de abajo, la chimenea estaba templada, reavivó el fuego, buscó los viejos álbumes de fotos y, sentada en el sofá, cubriendo las piernas con una manta a cuadros, de viaje, recordó viejos tiempos…
          A lo lejos, donde se pierde la línea del horizonte en zigzag, una columna de polvo en forma de tornado empaña el azul intenso del cielo. A escasa distancia el rugido de motores de varias camionetas captó la atención de Alvin Evans, quien en ese momento evaluaba las pérdidas de la cosecha tras la virulenta tormenta que azotó el Centro Sureste, arrasando a su paso con casi todo en Mississippi, Alabama y especialmente en Tennessee, donde efectivos del departamento de bomberos de Nashville y Memphis realizaron múltiples intervenciones para achicar agua, apuntalar árboles antes de lamentar desgracias y retirar aquellos elementos urbanos que fuesen un peligro para las personas. Los hermanos Sowell encabezaban la caravana formada por diez vehículos en manos de conductores temerarios. Apeándose de los dos últimos reconoció también a dos ancianos muy polémicos que le compraban verduras y a otros jóvenes habituales de la iglesia baptista del vecindario adonde acudían los miércoles a la lectura de la Biblia y que él reclutó para la causa.
          –¡Alvin! –exclamó Jordan Brady, un histórico de la organización supremacista estadounidense–. ¿Tienes algo que contarnos?
          –¿Qué tal, señor? Bueno, en realidad, poca cosa. Los muchachos han estado indagando –dijo sin levantar la mirada del suelo, molesto por no haber podido terminar de limpiar el barro de las botas– y resulta que el bufete está en Market Square y los socios viven muy cerca, a la altura del trescientos y pico de Union Ave.
          –Tiene gracia  que sea precisamente ahí –apuntó otro de ellos.
          –¿Acaso hay algo en especial? –preguntó Alvin Evans.
          –Bueno, es una de las pocas zonas, por no decir la única, que es peatonal. La gente suele ir a las terrazas de los restaurantes a tomar vinos, cerveza, ya sabes, a socializar…
          –¡Y qué! –exclamó el mayor de los Sowell–, démosles un escarmiento, cuantos más testigos lo presencien, mucho mejor.
          –Jefe, ¿se imagina aparecer con la vestimenta del Klan y propinarles una paliza destrozando el local? Aquellos tiempos quedaron atrás, pero no por eso hemos de actuar con menor contundencia, hay que buscarles el punto débil, donde más les duela y no se resistan, eso nunca falla –se atrevió a expresar el más tímido. Sin embargo, ninguno hizo alusión a lo verdaderamente significativo de que la oficina estuviese en el mismo lugar donde luce el Monumento al Sufragio Femenino de Tennessee. La escultura de bronce fue obra del escultor Alan LeQuire y representa a las activistas Elizabeth Avery Meriwether, Lizzie Crozier French y Anne Dallas Dudley. Este Estado fue el último en ratificar la Decimonovena Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, a favor del voto femenino, aprobado en agosto de 1920.
          –¿Y el pasante? –preguntaron.
          –¡Uf!, pan comido –dijo Alvin–. Es un afroamericano con esposa e hijos, vulnerable y accesible si sabemos apretarle las tuercas. La mujer es maestra, tienen una hija adolescente, dos chicos creciditos y unos gemelos de corta edad, resultará muy fácil amedrentarle.
          –Entonces, no se hable más: ese es nuestro hombre: la familia es siempre un punto débil e infalible –concluyeron.
          Alvin Evans, granjero, viudo, aficionado a las carreras de coches, al Béisbol, a comprar camisetas de venta en gasolineras con foto de mujeres cuyos pechos y glúteos se muestran exuberantes, dirige algunas de las intervenciones que los racistas, xenófobos y radicales realizan en la comarca. Cuando mataron en Afganistán al único hijo que tenía y la esposa se suicidó, él podría haber tomado otro camino más sereno dedicándose sólo y exclusivamente a labrar la tierra, criar gallinas, conejos o rehacer su vida con otra pareja, sin embargo, movido quizá por el sentimiento de impotencia eligió el lado vengativo que resurge con fuerza en casi todos los seres humanos según determinadas circunstancias. Así que, para no defraudar a los suyos y compensar la debilidad de cuando dejó escapar al niño negro que robó del granero unas manzanas, convocó al grupo y salieron de cacería…
          Aretha O’Neal retiró de la lumbre el cazo de leche y se sirvió una taza generosa a la vez que media docena de salchichas terminaban de hacerse en la sartén y también dos tostadas para acompañar los huevos revueltos. El piso de arriba olía a colonia infantil para después del baño, los gemelos iniciaban la batalla campal diaria que consistía en arrebatarle al otro su juguete para estamparlo contra el suelo. La madre, paciente y conciliadora, ponía paz mientras les enderezaba el pelo ensortijado hasta que, desesperada, no le quedaba más remedio que imponer su autoridad. El resto de los miembros estaba cada uno en sus respectivos dormitorios arreglándose para acudir a la iglesia y atender al sermón del reverendo con su visceral forma de decir las cosas y pidiendo oraciones para quienes lo necesiten o hayan caído en las tentaciones del mundo. Ella seguía en la cocina, puso en el fregadero los recipientes sucios y limpió algunas salpicaduras de grasa, en la radio rendían homenaje a Roy Claxton Acuff, violinista y compositor que en 1962 entró a formar parte del Salón de la Fama como el primer artista vivo en hacerlo. A través de la ventana observó el columpio de los gemelos, estaba vacío, pero en movimiento. Entonces, varias sombras con pasamontañas huían tras haber clavado un cartel en el roble cercano a la puerta. Del susto se le cayeron las cosas de las manos, salió aprisa por la parte del porche y arrancó el anónimo del árbol, a continuación, sin comprender realmente el mensaje escrito con tinta roja, empezaron a temblarle todos los músculos del cuerpo.
          –¡Por favor, venid deprisa! –gritó, mientras caminaba llorando de un extremo a otro, desesperada.
          –¿Qué ocurre, cariño? ¿Por qué te pones así? –preguntó el padre recogiendo el papel tirado en el suelo.
          –¡Pero qué escándalo es este! –irrumpió la madre reprendiéndolos, aunque al ver al esposo comprendió.
          –Mira –mostró él.
          –¡No puede ser! ¡Entrad, venga! –exclamó ella regresando apresurada por el alboroto de los gemelos.
          –¿Por qué rodean tu cara con un círculo rojo y una equis, papi? –aunque lo intuía Aretha no quería oír la respuesta.
          –Bueno, se habrán equivocado, no me parezco nada a ese tipo, además, ¿no crees que soy mucho más guapo? –así logró restar importancia y provocar una sonrisa en la chica. –La mujer, desencajada, doblaba y guardaba la ropita de los gemelos, cuando él entró se fijó en la bolsa de viaje que había junto a dos montones de ropa exactamente iguales.
          –¿Qué haces, no ves que yéndonos se saldrán con la suya?
          –No pienso quedarme y que nuestros hijos presencien el asesinato de su padre.
          –Eso no va a pasar, querida, no hay que ponerse en lo peor.
          –¿Puedes asegurarlo? –preguntó ella con congoja–. ¿El Klan no ha desaparecido?
          –¿Crees que son ellos? –dice evitando mirarla a los ojos.
          –Los dos sabemos que sí, pero no entiendo por qué. ¿Puedes explicarte?
          –Hemos tenido un cliente gay que recibió una brutal paliza y al que el juez declaró inocente y libre de cargos.
          –Claro, y como los abogados del bufete son unos señores blancos muy respetables, démosle su merecido al negrito que trabaja con ellos, ¿me equivoco?
          –Guardemos la calma delante de los niños, ya encontraré una solución.
          –¿Cuándo? No te enteras de nada, ¡eh! El ambiente está muy caliente, lo veo en la escuela: supremacistas contra afroamericanos, se producen peleas diarias y la dirección apenas hace algo para evitarlas.
          –No es lo mismo, en el bufete estoy muy bien considerado.
          –Tú verás, pero si esto continua, nos volvemos a Orlinda.
          –Sobre todo no nos precipitemos –determinó el hombre. Aretha O’Neal sabía de siempre que no estaba bien escuchar las conversaciones de los adultos, pero esta vez lo hizo y fue como asistir al derrumbamiento de los pilares que la sostenían, cayendo como un castillo de naipes frágiles e inestables. Entonces tomó la firme decisión de salvarle ella…
          Kentucky lloraba la muerte de un trabajador atrapado junto a sus compañeros mientras demolían una mina de 11 plantas. El gobernador, muy afectado, pidió oraciones a los ciudadanos declarando el estado de emergencia y enviando efectivos para el rescate. También, otro incidente mortal, aunque de distinto calado, enturbiaba las noticias locales al saber que, un hombre de 33 años fue tiroteado en plena calle. Según la Oficina del Sheriff del condado de Knox arrestaron al sospechoso acusado de homicidio voluntario. Tayen McDaniel vivía ajeno a todo lo que ocurriese fuera de la reserva Cherokee. Era sábado y la zona comercial se llenaba poco a poco de turistas deseosos de ver a los nativos enfundados en sus pieles de animal y plumas adornando las largas cabelleras. Antes de irrumpir el alba, bajó media docena de conejos y otro tanto de aves a uno de los restaurantes donde lo canjeaba por whisky y tabaco. Opal Nelson llevaba semanas investigando la identidad de una persona cuyo nombre encontró entre las pertenencias de la abuela Tillie, ahora en su poder. El documento, con fecha de mediados del siglo XIX, había pasado desapercibido a pesar de las muchas veces que lo repasaba todo. Los pocos datos apuntaban a que el hombre en cuestión era descendiente directo de nativos obligados a realizar el llamado Sendero de las Lágrimas. ¿Qué vínculo le unía con la abuela Tillie? ¿Por qué nunca lo mencionó? Esperaba encontrar respuestas.
          –Mire bien donde pisa, el sendero por ahí es traicionero, parece firme, pero no lo es –dije Tayen McDaniel a la mujer que reconoció enseguida.
          –¡Ay!, me ha asustado –tropezó sonrojándose.
          –Perdone, no era mi intención. Si busca la zona de tiendas va en dirección contraria, pero es pronto, aún no están abiertas.
          –No, no me interesa nada hacer turismo consumista.
          –Entonces, ¿qué la trae por aquí?
          –Estoy hecha un lío, busco mis orígenes, aunque no tengo claro si los quiero saber.
          –El conocimiento reside en el espíritu y la curiosidad en el corazón, ambos penden del mismo hilo.
          –¿Qué quiere decir?
          –Pues que sus raíces están ligadas a los Cherokee, ya que tantas vueltas como dé, la traerán siempre aquí –mientras subían una cuesta empinadísima le contó el descubrimiento y el impulso que la llevaba allí.
          –Me siento como en un callejón sin salida, por un lado, sé que quizá ahondando en la vida de ese hombre me conduzca a despejar alguno de los misterios que han rodeado a la abuela Tillie, pero no sé si tendré fuerzas.
          –Las tendrá, estoy convencido.
          –¿A usted le suena de algo?
          –No, pero le presentaré al anciano con más edad del territorio, vive en las montañas y cuenta historias muy interesantes, quien sabe si entre ellas esté la suya...