domingo, 29 de marzo de 2020

Nocturno, en el estado de Nevada

14.

A Ethan Ross le gustaba ir por libre e inspeccionar el terreno a su manera, sin que ningún tocapelotas le soplase en el cogote. Por eso, llegó una hora antes de que lo hicieran los demás a husmear en la nave abandonada, donde se supone que hallaron el cuerpo sin vida de Alexa Valdés. El candado y la cadena que en su momento colocara la policía, para aislar el escenario del crimen, habían sido forzados. Quizá por vagabundos que pasaban allí la noche, o tal vez por alguien interesado en recuperar algo que pudiera incriminarle. Aunque la puerta parecía no estar encajada, le costó bastante abrirla. Sacó el móvil e hizo varias fotos, sobre todo del camastro que se veía al fondo. Se acercó con cautela y estudió el terreno detenidamente: cigarrillos apagados a la mitad, latas de conserva, botellas vacías, más de una cuarta de soga deshilachada, una zapatilla deportiva sin pareja, un trozo de panecillo con moho, dos bragas que por el roto fueron arrancadas y un triciclo infantil al que le faltaban las ruedas. Colocaba cada objeto dentro de su cabeza como las piezas de un puzzle difíciles de encajar, cuando a lo lejos oyó el motor de los coches que se acercaban. Entonces, metiéndose en su carro, se hizo el traspuesto. ‘Buenos días’, –dije, y contestaron todos–. ‘Procedamos. No toquen nada, porque pueden contaminar las pruebas –pidió Adam Walker–. Limítense a mirar, nosotros nos encargamos del resto’. ‘Tranquilo, amigo, no somos novatos en protocolo’, –contestó el detective muy irritado–. ‘Venga, que cuanto antes empecemos más pronto terminamos’, –apacigüé–. ‘Inspector, aquí hay algo. Mire –gritó un agente sosteniendo con unas pinzas algo extraño–. ‘¿Pero, y esto de quién coño es? Michelle, dame el informe de la autopsia a ver si hemos pasado por alto que a la víctima le seccionaron un dedo de la mano. Te juro que no lo recuerdo’. ‘No lo tenemos, jefa’. ‘¿En la documentación que nos entregó nuestro cliente no estaba?’. ‘Pues no’. ‘¿Usted tampoco lo tiene?’, –pregunté a Adam Walker–. ‘No, letrada. Pensaba pedirles una copia’. ‘A ver, que me estoy poniendo de muy mala leche. ¿Quiere decir que nadie ha visto ese documento?’. ‘Al menos en mi departamento, no’. ‘Allison, –intervino Ethan–, es posible que a la abuela se le olvidara dártelo. ¿Por qué no le preguntas?’. ‘Bueno. Pero hasta que resolvamos dicho asunto, ¿qué tal si seguimos con la investigación?’, –zanjó al inspector–. Recogieron muestras inverosímiles, que a los profanos jamás se nos hubiese ocurrido, y las enumeraron una a una, en bolsas de plástico selladas, para enviar al laboratorio. Acabado su trabajo, los agentes se marcharon, quedándonos solos nosotros tres. ‘¿No te parece raro?’, –pregunté al detective–. ‘No es la primera vez que se traspapela algo parecido y luego aparece en el fondo de cualquier archivador. Lo que me choca es que Walker, antes de venir hasta aquí, no tratase de localizarlo a través de la policía judicial y el médico forense que levantó el cadáver. Contactaré con un colega muy hábil en dar con el paradero de cosas extraviadas’, –dijo, guiñando un ojo.
          Mayalen preparaba la salsa pico de gallo, para los tacos mexicanos que iba a hacer con carne de pollo asado, cuando el casero fue a decirle que tenía una llamada. ‘Hola. ¿Qué ocurre, doña Allison?’. ‘Hola. Nada, tranquila. Es que necesito otra vez la carpeta donde guarda las cosas de Alexa. Nos faltan algunas fotocopias y me gustaría hacerlas’, –puse esa excusa por no alarmarla–. ‘Si le parece puedo llevársela ahora o esta tarde’. ‘Perfecto. ¿A qué hora le viene bien?’. ‘A la que usted me diga’. ‘¿Dieciocho treinta en mi despacho?’. ‘Ahí estaré’. Repasaba las notas tomadas en mi cuaderno, entendiéndolas ahora como los mimbres con los que armaría la acusación particular que pensaba ejercer, pero la entrada en avalancha de la becaria dio al traste con mis planes de concentración. ‘¿A qué no sabes con quién se las vio en los tribunales la fiscal que nos ha tocado?’. ‘Dímelo’. ‘Pues nada más y nada menos que con Richard Smith, tu padrastro. Por lo visto el bufete representaba a un alto cargo de la industria del petróleo, y ella consiguió una indemnización con muchos ceros para uno de los trabajadores que sufría repetidas intoxicaciones’. ‘Bueno, al menos esta vez remamos en la misma dirección’. ‘¿Has contactado con la anciana?’. ‘Sí, la he citado luego. No hace falta que te quedes, creo que así se sentirá mucho más cómoda’. –Resumí la conversación telefónica mantenida con ella y el pretexto que puse para no preocuparla–. ‘Sin problema. Aunque pienso que sería mejor contarle la verdad. Total, se enterará igualmente si no aparece. Aunque reconozco que los hilos los mueves tú’. Sin embargo, Mayalen tampoco la tenía…
          Desde que Charlotte Bennett enviudó, los hijos volaron y la casa se convirtió en un santuario donde rendirle culto al silencio, se hizo construir, alejada del resto, en un extremo del jardín, con vistas al Carson River y a las montañas, una habitación acristalada y espaciosa. Allí, además de escuchar la música que formaba parte de la banda sonora de su vida, preparaba las intervenciones de las causas aún abiertas y la veracidad de las acusaciones. Sobre varios volúmenes de Derecho que a menudo consultaba, reposaba el expediente de Johnny García. Ahí, en un par de folios y a doble espacio, se resumían las veces que fue detenido y puesto en libertad por falta de pruebas: Atracos con intimidación, tráfico de estupefacientes, órdenes de alejamiento vulneradas, múltiples peleas, escándalo público y enfrentamientos con la autoridad por conducir borracho. Es decir, un largo listado de tropelías que la mayoría de las veces quedaba en nada. Así que, según estudiaba la poca información de la que disponía, un dato bastante importante le hizo retroceder en la lectura. Era un manuscrito de la víctima donde detallaba las veces que su pareja la maltrató física y psicológicamente, ocasionándole numerosas fracturas cuyas secuelas arrastró hasta el día de su muerte. Aunque lo más extraño era que no constara ninguna denuncia por la vía oficial. Por eso, levantó el auricular y marcó un número de teléfono. Segundos después uno de los asistentes que trabajaban con ella, acataba las órdenes que le daba. ‘Me importa un bledo que levantes al sheriff de la cama, como si es al mismísimo presidente de los Estados Unidos de América, pero quiero saber las razones por las que han dejado siempre en libertad sin cargos a este individuo’. Su larga experiencia precisando el olfato como ayudante del Fiscal del Distrito y peleando contra los arrogantes tiburones de la abogacía, le daban a entender que, en esta ocasión, para sostener la veracidad de los hechos y pedir la pena máxima para el imputado, tendría que escarbar a fondo en la dolorosa cloaca de lo que a su entender era un homicidio en primer grado. No obstante, la clave fundamental estaría también en la correcta elección de los miembros del jurado, de lo contrario podrían fracasar sus buenas intenciones. Inmersa en esos pensamientos, no se percató de que el Concierto para la mano izquierda, de Ravel, sonaba a toda pastilla.
          Hasta donde me alcanza el recuerdo, todos los septiembres, a mediados, íbamos al centro de Jackson a comprar un saco de harina, pastillas de jabón y el regalo que le haríamos a mamá por su cumpleaños. En la acogedora tienda, como lo eran sus dueños, un matrimonio de octogenarios que la heredaron de sus antepasados, podías encontrar piezas de telas con las que hacerse un traje o un vestido, porciones de tocino recién salado, municiones, medicinas o tabaco. Cada otoño, en la misma fecha, una de las últimas familias que quedaban de la tribu Gros Ventres, ubicada en Montana, atravesaba el estado hasta nuestro pueblo, a cambiar rifles y pieles de búfalo curtidas por algún pura sangre y víveres, reanudando el camino de vuelta antes de que el invierno les cogiese en ruta. Los Morgan, es decir, nosotros, que nacimos con el don de la oportunidad, coincidíamos con ellos. Así que, para una chica de mi edad era muy emocionante relacionarse con personas tan peculiares como aquellas. Hombres y mujeres capaces de transmitir a las nuevas generaciones la importancia de preservar sus creencias, cultura y costumbres, que a fin de cuentas era la verdadera esencia de los campamentos. El tío James, nato charlatán y conocedor de medio mundo, conversaba con Trueno Veloz, el gran jefe de la reserva, mientras que Nube Pálida, su hijo, de pie junto a la carreta, a la vez que sujetaba los caballos, no perdía de vista a los miembros más ancianos y se sonrojaba si yo pasaba por delante de él. En los ranchos del condado, los vaqueros habían recibido el jornal de la semana, con lo cual la cantina y el prostíbulo estaban a tope. Papá y otros vecinos ayudaban a nuestros amigos a cargar la mercancía sin demora, ya que allí no eran bien recibidos por todos. Los hermanos Foster, dueños de la mayor finca de crianza de vacunos en muchas millas a la redonda, les tenían declarada la guerra, ya que, cuando trasladaban el ganado de un sitio a otro, cruzaban en plan salvaje por territorio indio, llevándose cualquier obstáculo, material o humano, que ralentizase su bravuconada. La última vez que la tribu vino a nuestro pueblo ocurrió un hecho desagradable: Una de las abuelas, desorientada, entró en el salón de belleza, completo en ese momento por las esposas de los capataces, quienes, intolerantes a la hora de aceptar la existencia de otras razas, se mofaron de ella echándola a patadas hasta tirarla al suelo. Sentí tanta vergüenza ajena y rabia que, sin pensar en las consecuencias que podría acarrearnos, me enfrenté al grupo de señoras ordinarias y racistas. Supongo que ahí se me despertó el oficio, posicionándome siempre al lado de la justicia. Cuando la caravana partió, una comitiva de nosotros les acompañamos hasta las afueras. Yo iba a la grupa con papá en su caballo, pegados a la carreta principal. La anciana lloriqueaba medio escondida, aunque buscándome con la mirada cargada de agradecimiento. Entonces, Nube Pálida, ese adolescente que sería mi primer enamorado, alargó la mano y me dio un collar de plumas que aún conservo. Desde ese desagradable incidente nunca más volvieron, o al menos yo no tuve constancia.
          ¿A dónde han llevado al presunto asesino?’, –preguntó el inspector Adam Walker–. ‘Está en uno de los despachos, ha venido con su abogado, –respondió el agente que atendía en el mostrador–. Para mí que no tiene ni idea. O sea: que está recién salidito del cascarón’. ‘Estupendo. Dejémosles solos un pelín más y que se pongan nerviosos, a ver si así aflojan y nos vamos pronto a casa. Dentro de veinte minutos que los lleven a la sala de interrogatorios, después iré yo’. ‘A sus órdenes, señor’.

domingo, 8 de marzo de 2020

Nocturno, en el estado de Nevada

13.

La carretera secundaria que conducía a la escuela era un camino angosto, de unas quince millas aproximadamente, y flanqueado a ambos lados por abetos Douglas que le daban al conjunto del paisaje un aire misterioso. El edificio, de cuatro plantas de altura, fachada gris y sin apenas ventanas, bien podía confundirse con un monasterio deshabitado en mitad de la nada. Alrededor había amplias zonas ajardinadas y un pabellón anexo, de reciente construcción, para eventos y actividades deportivas. La directora, con cara de pocos amigos, nos esperaba en el zaguán de entrada, arriba de las escaleras. ‘Síganme’. En las paredes a lo largo del pasillo, cuyo suelo crujía según avanzábamos, había colgadas fotografías de todos los presidentes de los Estados Unidos de América. Cuando llegamos al final giramos a la derecha y pasamos a una habitación austera. ‘¿Y bien?, –rompió el silencio a la vez que nos ofreció asiento–. ¿Qué puedo hacer por ustedes?’. ‘Antes de nada, gracias por recibirnos’. ‘Déjese de formalismos y vaya al grano de una vez’. ‘El caso del cliente al que representamos –en realidad la chica del sadomasoquismo no lo era, pero preferimos no dar demasiadas explicaciones– tiene alguna similitud con lo ocurrido aquí, cuando el jardinero presenció el asesinato del profesor por un exalumno. El caso es muy complejo, y la jurisprudencia escasa’. ‘Entiendo, pero cuando ocurrieron los hechos yo todavía no estaba en el centro. Así que, lamento no poder ayudarles’. ‘Bueno, aunque no podrá negarnos estar al corriente del asunto. A nosotras lo que nos interesa es lo concerniente al arranque del protocolo del Testigo Protegido’. ‘Les he dicho que vine mucho después –dijo, molesta con nuestra presencia–. Y ahora, si me disculpan, he de atender otras obligaciones, –nos levantamos con rapidez–. Aguarden un segundo que las acompañe’. ‘No se moleste’. Nos fuimos de allí con la desagradable sensación de haber perdido el tiempo, y con la esperanza de que nos fuera mejor en las otras citas.
          La cuñada del jardinero venía del supermarket cargada de bolsas. ‘Disculpen el desorden, pero con cinco niños de corta edad no doy abasto’, –dijo, mientras nos invitaba a pasar a la cocina–. ‘¿Les apetece un café, cerveza, bebida de cola? No sé…’. ‘Un poco de agua sí, por favor’. ‘Supongo que vienen por lo del hermano de mi esposo, ¿verdad? Él se encuentra de viaje en Houston y me ha pedido que les atienda en su nombre’. ‘Muchísimas gracias. Seremos breves, no queremos entretenerla. ¿Cómo fueron para la familia los días previos al juicio?’. ‘Una auténtica locura. Teníamos a las televisiones apostadas en la entrada de nuestras casas, incluso de noche. Movimiento que hacíamos, allá que iban micrófono y cámara en mano, con tal de conseguir la mejor exclusiva. Fue un agobio. –Hizo un paréntesis, picó piedra en los muros de su memoria y continuó–. Mi suegra perdió la cabeza, sufrió tormentosas alucinaciones y hubo que recluirla en un centro psiquiátrico. Y ajena siempre a la suerte que corrieron su hijo y nietos, abandonó la dimensión de la realidad para instalarse en un mundo desconocido para el resto’. ‘¿Recibieron del entorno del asesino algún tipo de amenazas?’. ‘Nosotros concretamente, no. Pero a uno de los sobrinos le hicieron la vida imposible. Hace tiempo que perdimos el contacto y no sé si aún seguirán. –Enseguida me di cuenta de que con ella tampoco sacaríamos mucho en claro. Quizá fue una pérdida de tiempo hacer ese viaje, y por la expresión de la becaria creo que pensaba lo mismo–. Si están interesados puedo preguntar’. ‘No se preocupe, su testimonio nos ha servido de gran ayuda’. El carro que alquilamos era potente, así que nos alejamos de allí a gran velocidad. ‘¿Y ahora qué, jefa?’. ‘Volvamos a Nevada’.
          Allison, el nombre de la ayudante del Fiscal del Distrito que nos ha tocado es Charlotte Bennett’, –dijo Ethan Ross, con los pies encima de mi mesa–. ‘¿Puedes quitar tus sucios zapatos de mis papeles, por favor? Gracias. Michelle, busca en los archivos a ver si alguien del bufete ha coincidido con ella. Más que nada para saber cómo se desenvuelve’. ‘A lo mejor te suena porque, durante el mandato de Bill Clinton –interrumpió el detective–, ella defendió el sistema de salud universal. Vamos, lo que se dice toda una activista afín al Partido Demócrata’. ‘Cierto, y ahora que lo dices, recuerdo también haber leído en alguna entrevista que admiraba a Madeleine Albright –dije–, y su ya famosa frase “que hay un lugar especial en el infierno para las mujeres que no apoyan a otras mujeres”. Por lo que tengo la impresión de que esa empatía suya juega a nuestro favor. ¿No crees?’, –pregunté al detective–. ‘Hombre, también hay que contar con que es perfeccionista y muy rigurosa. Pero los elementos que rodean nuestra historia son muy sensibles: abuela que reclama justicia respecto al asesinato de su nieta, huérfana desde muy temprana edad. Y si además añadimos que Mayalen es inmigrante mexicana, con todo lo que eso conlleva, me parece que podemos estar ante un gran proceso. No obstante, deja que indague un poco’.
          Estaba tan pensativo que ni siquiera se dio cuenta de que llevaba una mancha de mermelada en la corbata. Como tampoco reparó, cuando llegó a primera hora, en el grupo de personas que se manifestaban frente a la oficina del sheriff, reclamando justicia para las mujeres asesinadas, en su mayoría latinas. Le preocupaba algo que había visto o leído, pero no recordaba exactamente el qué. ‘¿Da su permiso?’, –preguntó el agente entreabriendo la puerta del despacho–. ‘Por supuesto. Adelante. Pase, por favor’. ‘Ha llegado esto para usted, lo envía el laboratorio’, –le entregó un sobre donde se suponía que venía el ADN de Johnny García, sacado de las colillas que el inspector recogió del cenicero–. ‘Gracias’. ‘Si no manda nada más, vuelvo a mi puesto’. ‘No, puede retirarse’. Adam Walker era un hombre muy meticuloso al que no se le escapaba ningún detalle. Llevaba una cronología exhaustiva de cada caso en el que trabajaba, desde el comportamiento individual de las partes implicadas, hasta los cambios de humor. También le parecía importante destacar el lenguaje de las manos: si accionaban con ellas, no sabían dónde ponerlas o presentaban sudoración. En fin, aquellos detalles que, por insignificantes o llamativos que fueran, servirían para configurar la personalidad de cada individuo. Rasgó la solapa adhesiva con el abrecartas y comprobó que el documento venía correcto. Así que, sacó del cajón la carpeta con el expediente de Alexa Valdés para adjuntarlo dentro, y entonces vio lo que le había desconcentrado: la carta de despedida que la chica escribió sin destinatario y en la que daba casi todas las claves respecto al presentimiento de ser asesinada por su pareja sentimental, y el tardío arrepentimiento de haber hecho sufrir a quienes estuvieron a su alrededor. Buscó la tarjeta de la abogada y marcó el número de teléfono. ‘Buenos días. Wilson, Anderson y Smith, asociados. Dígame’. ‘¿Quisiera hablar con Mrs. Morgan, si es tan amable?’. ‘¿De parte de quién?’. ‘De Adam Walker, segundo responsable del departamento de investigación en Carson City Sheriff's Office’, –lo pronunció con solemnidad en perfecto inglés–. ‘Un momento. No cuelgue’. ‘Allison. ¿En qué puedo ayudarle?’. ‘Verá, estoy revisando los papeles que trajo su cliente y hay una cosa que choca bastante’. ‘¿Cuál?’. ‘Pues que la firma de la misiva escrita por la víctima no parece la misma que la del pasaporte’.
          A pesar de que la semana había sido muy dura, cuando llegó el viernes y terminé de redactar unas notas, no me apetecía meterme en casa derramando la solitaria nostalgia por el vapor caliente de la ducha. Así que, decidí cenar en Duke's Steakhouse, un tranquilo y elegante restaurante ubicado dentro del Casino Fandango. ‘¿A dónde vas tan corriendo, querida?’, –dijo mi jefe–. ‘Uy, perdona. No te había visto. Es que tengo la camioneta aparcada una cuadra más abajo y ando distraída’. ‘Qué casualidad, yo también voy en esa dirección. ¿Cómo va todo?’. ‘Bien. Ya tenemos casi montada la estructura del caso’. ‘Pues quiero que me informes antes de que des ningún paso, te lo advertí al principio –lo que me faltaba, un discurso paternalista–’. ‘Cuenta con ello’. ‘¿Ya sabemos a quién han asignado de la oficina del fiscal?’. ‘Sí, pero no recuerdo su nombre –evité así alargar más la conversación–. El lunes, sin falta, tendrás el nombre sobre tu mesa’. ‘Oye, letrada, no te pases de lista, que me la estoy jugando contigo. Si te he dado esta oportunidad es por la memoria de Richard, pero que conste que tengo en contra al resto de socios’. ‘No te arrepentirás, lo prometo. Y ahora, si me disculpas, he de irme’. ‘Faltaría más. Disfruta de tu cita’. Obvié el comentario pensando en la sabrosa carne, hecha al punto, que comería enseguida.
          ¿Dónde siempre, señora? Hacía mucho que no disfrutábamos de su presencia, tan grata siempre para nosotros’, –dijo el camarero que suele atenderme–. ‘Tiene mucha razón, es que estoy muy ocupada y apenas tengo tiempo para salir’. Si me lo permite, hoy le recomiendo la ensalada de langosta, después un rack de cordero, con una pinta espectacular, y, por supuesto, su tinto preferido. El postre corre de mi cuenta, deje que la sorprenda’. ‘Perfecto, Anthony. Me pongo en sus manos’. Una de las cosas que más me gustaba de aquel local, además del trato exquisito que te daba el personal y de la gran calidad de productos con los que elaboraban cada plato, era que ningún comensal alzaba la voz por encima de otros y que se respetaba el anonimato de cada uno. ‘¿Te importa que me siente contigo?’, –levanté la vista y encontré aquellos ojos azules, aterciopelados, serenos y expresivos de mi amante–. ‘Claro que no, encantada’.