domingo, 4 de septiembre de 2016

Shan y León Torres

Dos años después del accidente que costara la vida a sus padres, octogenarios, cuando regresando de un viaje a Portugal el autobús se fue por un terraplén dando varias vueltas de campana, León Torres entraba por primera vez en la casa donde crecieron sus antepasados. Al cabo de nueve días con veintitrés horas encerrado en el dormitorio principal, revisando papeles amarillentos que encontró en una caja de puros dentro del armario, cayó en la cuenta de que no conocía del todo a su familia, que había páginas escritas de aquella dinastía que, de no haberlas descubierto ahora, nunca habrían salido a la luz. Lo dejó todo sobre la cama revuelta, cerró los ojos por un instante, apoyó las manos en los muslos, se puso en pie, y atravesó la pequeña sala que comunicaba con la cocina, donde se sirvió un vaso de agua. Mientras bebía, recreándose en cada sorbo, como si fuera un placer que tardaría mucho en volver a disfrutar, tomó la decisión de viajar a la República Popular China, concretamente a la ciudad de Zhuzhou, en la provincia de Hunan, para tratar de dar con el paradero del autor de la carta que, con el matasellos lleno de caracteres chinos, dirigida a su madre y fechada en 1955, no paraba de dar vueltas en su memoria: ‘Querida Matilde. Os extraño mucho, y me duele conocer el estado tan delicado en el que, según cuentas, se encuentra padre. Transmíteles mi cariño, y diles que en cuanto me sea posible volveré a España, pero que deben comprender que tanto mi situación política como personal no es la adecuada para hacerlo en estos momentos. Siempre tuyo, tu hermano Fermín Lobo’.
          A León le costó encajar aquellas piezas en su sitio. Desconocía la existencia de ese pariente, que su abuelo estuvo procesado por robar una canasta de manzanas −cosa que no era verdad− y a punto de aplicarle la pena de muerte, que sus raíces eran más republicanas de lo que siempre sospechó… Que al enviudar su abuela se lió con el tabernero del pueblo de al lado, dándole muy mala vida, y que ahora entendía las palabras de su madre siempre que le preguntaba cómo estaba y ella respondía: ‘¡Ah, si yo te contara!’. Pero nunca lo hizo, al menos delante de él… Días después, con toda la información estructurada en su cabeza, anotó en una hoja pequeña de cuadrícula varias cosas a hacer: Anular la cita con el dentista para la limpieza de boca −total pensaba comer solo arroz−, asegurarse de que el pasaporte estaba vigente y sacar el visado, hacerse un seguro médico con cobertura para un tiempo determinado, iniciar en su centro de salud lo necesario para las vacunaciones de Hepatitis A y B, cólera y paludismo −recomendaciones dadas por los conocidos de un amigo que volvían de allí−, comprarse un diccionario de inglés actualizado y dejar a la vista su testamento, por si las moscas…
          Casi diecinueve horas −tiempo más que suficiente para pensar− separaban a León del Aeropuerto Internacional de Changsha Huanghua, y unos cincuenta minutos más para llegar a su destino final, en Zhuzhou… Fermín huyó del país en 1954, acusado, junto a otras personas, de conspirar contra el régimen. Eran agricultores, de Madarcos, un municipio de la Sierra Norte, a 94 kilómetros de Madrid. Vivieron en una casa no muy grande, para ser de pueblo, hasta que, a los pocos meses de fallecer primero el abuelo, y después la abuela, su madre se trasladó a la ciudad a emprender una nueva vida, la que él conocía y tenía como única… Pero, ahora, al aparecer la llave que abría presuntamente aquel pasado, necesitaba atar todos los cabos sueltos…
          Dentro del taxi que le llevaba al hotel, León Torres sintió ahogo. Aunque procedía de Madrid, donde la contaminación también era elevada, jamás había visto semejante capa espesa de esmog como la que tenía delante. El atasco en las calles era monumental y la conducción caótica, sin parar de tocar el claxon continuamente. Agarrado con ambas manos al borde del asiento, cerró los ojos, pareciéndole que así llegaría antes. Tras instalarse, bajó a recepción, donde, haciéndose entender en un inglés muy básico sobre el verdadero motivo de su visita y mostrando el remite de la carta de Fermín, le proporcionaron un guía de confianza que a veces trabajaba para sus clientes y que le ayudaría a realizar su periplo emocional. A la mañana siguiente, con lo imprescindible en la mochila, el barbijo colocado y la mejor de sus sonrisas, Kun −que significa universo− y él, emprendieron camino hacia la capital de Guangzhou, en la provincia vecina de Guangdong, donde se hallaba el consulado español más cercano. Reconocida la amabilidad con la que le recibieron, es justo decir también que no sacó nada en claro. No le dieron norte a las preguntas tan elementales que hizo: Si oficialmente su tío seguía residiendo en la misma dirección que aportaba Fermín, si estaba vivo y si había posibilidad de facilitar una cita entre ellos. Pero salió de allí igual que entró, con todo por empezar…
          Así que, retornando a Zhuzhou, con Kun pegado a su costado, inquieto porque le daban mal fario los sitios oficiales, fueron a la comunidad Qingxia −ubicada en un suburbio de la ciudad− donde el paisaje que se ve, fundamentalmente, son fábricas fundidoras con sus miles de chimeneas febriles, plantas químicas, de preparación de carbón y de energía… No fue demasiado complicado dar con la casa que buscaban. Les recibió Shan −que significa coral−, una anciana de pasos cortos pero con gracia, algunas costumbres muy occidentales y ese tono de voz, cóncavo, que solo tiene quien ha amado mucho. Le saludó en castellano, preguntando primero por el viaje, el motivo que le trajo hasta allí, dónde se hospedaba, cómo había dado con ella y, quizá esto fuera lo que más descolocó a León, por Matilde, su madre. Sin embargo, antes de responder, quiso saber de Fermín, quien murió hacía cinco años, abducido −según su mujer− por el dragón de la contaminación −así definía el aire que le fue afectando durante los años que trabajó en el mundo de la siderurgia−.
          Kun observaba a cierta distancia de ellos. León, entendiendo que iban a entrar en terreno familiar delicado, le indicó que se marchara tranquilo, y que a la mañana siguiente se verían en el hotel. Shan preparó sopa de langosta muy especiada, arroz glutinoso relleno de judías y envuelto en hojas de bambú y pato laqueado cortado en finas rodajas. Todo elaborado siguiendo el protocolo de la cultura milenaria que tanto caracteriza a China. ‘Fermín fue buen esposo −aseguró, mientras le ponía la comida con servidumbre, molesta para alguien como él que defendía la igualdad en su amplia expresión−. No tuvimos una vida fácil. Que me escapara a vivir con un occidental provocó el rechazo de los míos, sintiéndonos abatidos y al borde de la pobreza en múltiples ocasiones, sin posibilidad de acudir a nadie. Antes de morir tu abuela, cuando hermana Matilde escribió para decir que estaba muy enferma, quiso ir a visitarlas, pero salir de China le habría complicado mucho las cosas, y entrar en su país más aún −dijo, eligiendo delicadamente cada palabra−’. ‘Yo no sabía... Nunca imaginé que tuviera un tío −manifestó, mirándola a los ojos−. De hecho, tampoco me constaba que existiera la casa de pueblo donde nacieron. Gracias a eso, y a todos los documentos que mi madre guardaba allí, he llegado hasta aquí’. Permanecieron breves minutos en silencio. Shan amontonaba lo utilizado en la comida en una especie de barreño desgastado, y secaba sus manos con la esquina de su delantal. Y hablaba mucho, sin respiro, concentrando en las frases los avatares de toda su experiencia. Desapareció, y al poco vino con una bolsa de plástico atada con un cordón que en su tiempo debió de ser blanco. Se la entregó a León porque Fermín pensaba habérsela enviado a Matilde. ‘¿Cómo murió? −preguntó, emocionado−’. ‘Se le apagó la luz en un golpe de tos. −soltó…’.
          Cuando regresó a España visitó a su madre en la residencia donde llevaba meses desde que el Alzheimer se agudizó. No conocía ni reaccionaba a ningún estímulo, pero él, convencido de que ella se sujetaba aún de un hilo a la realidad, llevó consigo el paquete que le dio Shan con fotografías, con cartas para Matilde que nunca se enviaron, con los visados y permisos de residencia que fue apilando a lo largo de los años, y un pasador para el pelo, hecho a mano, con una nota manuscrita que decía: ‘Siempre tuyo, tu hermano’. La mujer, con la mirada distraída y sentada en una butaca frente al ventanal con vistas al jardín, se dejó coger las manos por el hijo que empezó a contarle cosas del viaje, de Kun, de su amabilidad y dedicación para hacerle la estancia más agradable, y de su cuñada, esa anciana encantadora que le trató con infinito cariño… Omitió que Fermín rozó casi la indigencia y murió de “fibrosis pulmonar con patrón restrictivo severo”. Igual también algo de nostalgia al echar de menos el calor de los suyos…
          Un años después, a punto de cerrar la casa del pueblo para ponerla a la venta, mientras recogía los pocos objetos personales que quedaban, León cayó en la cuenta de algo que hasta entonces había pasado por alto: El respeto por conservar las cosas que apuntalan la historia de cada uno. Shan, las vivencias con el tío Fermín. Éste, sujetando con un prendedor artesano la tristeza de no haber visto nunca más a sus parientes, y a la vez la fuerza que sacaba de ellos para seguir adelante y quizá poderlo hacer algún día. Y de Matilde, su madre, la inteligencia de guardar la carpeta donde se hallaba el mejor regalo que podía recibir León: las verdaderas memorias de su familia. Salió afuera y ajustó la puerta. Y quitó el cartel de la inmobiliaria, llamando después por teléfono para comunicar que, de momento, no tenía intención de deshacerse de aquel hogar. Ya que, tal vez, en un futuro no muy lejano, podría ser el suyo, e invitar a los amigos a sopa de aleta de tiburón.