domingo, 25 de junio de 2017

João

Desde la medianoche han rebajado a la mitad la alerta por huracanes que fue activada hace algo más de una semana. Las imágenes difundidas por la CBC muestran cómo el último sufrido, al tocar tierra, se convierte en tormenta tropical e inunda algunas zonas de la región de Ontario. Lejos, en el silencioso enigma de las sombras, suenan las campanas de una iglesia, o puede que se trate del quejido del viento revocando al golpear contra los muros… Tengo a los japoneses de okupas en casa, andan de obra en la suya y, según sospecha Hiroshi, la cosa va para largo. Pero ya les he dicho que por mi parte no hay problema, al revés, estoy encantado de tenerles cerca. Naoko ya no es la mujer fuerte y dispuesta de antes. El tiempo nos pasa factura a todos, aunque lo importante es permanecer juntos. Las chicas se independizaron hace mucho. Mizuki tiene una niña adoptada que me llama abuelo y una pareja cuya relación está en crisis permanente. Keiko sigue en Boston, desarrollando un proyecto de ingeniería genética en la universidad donde imparte clases. Le va bastante bien y se la nota feliz. Vive por todo lo alto en una mansión de lujo acompañada de su perro caniche y dos tortugas. Yo llevo retirado del baile casi dos años, y por la escuela voy lo menos posible, solamente si me necesitan para algo en concreto. Así que, según dice una amiga nuestra, damos el pego de tres viejitos encantadores jugando a parecer canadienses…
          Ya tengo el diagnóstico de las pruebas que ha pedido el especialista. Y por los síntomas, antes de decírmelo, tal como sospechaba, he heredado la enfermedad de anemia drepanocítica −como sicklemia se conoce en Cuba−, que produce una destrucción de los glóbulos rojos más rápida de lo normal. Comparadas con otras analíticas que conservo de mami, el patrón de la mía muestra claras diferencias. Aun así, confieso que estoy acojonado, porque, a pesar de encontrarme bien, de un tiempo a esta parte noto más cansancio realizando las tareas domésticas. Eso, o que mis compañeros de piso me están acostumbrando muy mal. En cualquiera de los casos, nada que no arregle, según ellos, un auténtico té japonés preparado por nativos. Sin embargo, aun cuando tengo mucho bajón, gracias a mi manera de entender la vida, a la fuerza que saco de no sé dónde, a la esperanza de no irme tan pronto y a la facilidad que tengo para recomponerme, disfruto de los pequeños placeres regalados por ésta: gajos que serán irrepetibles en otra naranja. Además de la maravillosa compañía, Hiroshi se encarga de hacer funcionar todo lo estropeado: el cajón que no cierra, la luz fundida, el váter que no traga, la mecedora desencolada…
          João ha hecho realidad su deseo de convertirse en médico, labor que desarrolla en un hospital público en Río de Janeiro desde hace pocos años. Como ocurre en otros países del mundo, este sector aquí también sufre la masificación y precariedad en los medios, lo que limita a los facultativos a la hora de cumplir con el derecho que toda persona tiene a ser atendido. Mantuvo una relación eventual −ninguno quiso ir más allá− con la jefa de pediatría del centro. Ahora, cuando coinciden por los pasillos y el vello se les eriza, agachan la cabeza para no demostrar que se echan de menos. En el tiempo libre que le queda, amplía los conocimientos, porque tiene como objetivo marcharse a otro hospital, privado en este caso. Vive en el barrio de Maracaná, cerca de Rue Senador Furtado, en una casa individual de dos plantas, recién remodelada, y un sótano enorme donde ha montado su propia sala de cine. Pero el trayecto hasta llegar donde ahora está, no resultó un camino pausado, ni de rosas…
          El chico amanecía cada mañana empapado en sudor, y con la incertidumbre impregnada en la piel de haber podido mojar la cama, pensando que el tipo enclenque, con poses de bailarín amanerado, se echara para atrás enviando el ingreso mensual que financiaba sus estudios. “Debajo del puente, en el río,/hay un mundo de gente,/abajo, en el río, en el puente./Y arriba del puente/la calle, el colegio,/los niños, los gritos,/te vas sin un beso…/Arriba del puente…/Abajo, en el río… (Pedro Guerra)”. Sin embargo, cumplí la promesa rigurosamente hasta que terminó la Vestibular −equivalente a la Selectividad en España−, ya que, a partir de ahí, la formación académica es gratuita. Se trasladó a la Universidad de São Paulo, donde continuó su buena racha de obtener unas notas excelentes, lo que le ha colocado siempre entre los primeros de su promoción, dando así sentido, sin lugar a dudas, a los esfuerzos hechos, no solo por su parte, también por la de su madre, que ha sacrificado, para que él fuera feliz, el deseo de permanecer juntos y verle establecido en Salvador de Bahía, colmándola de nietos tirando de su falda como hiciera de niño cuando le pedía un helado bahiano. Todas las veces que hablábamos por teléfono, le repetía hasta la saciedad que en el aspecto económico aquello para mí no suponía ningún esfuerzo. Las cosas me iban bien, y ganaba más dinero del que podría haber gastado aun derrochándolo. Pero, en ese sentido, por mucho hincapié que hacía para tranquilizarle, João vivía permanentemente en el desafío de la cuerda floja.
          A punto de finalizar el curso en la escuela, con un enjambre de alumnos ensayando histéricos y profesores malhumorados evaluando a destajo, agravado el ambiente por el caos provocado tras la repentina destitución del director y su equipo de confianza, lo dejé todo empantanado y corrí al aeropuerto para llegar a tiempo a la graduación de mi protegido, en un viaje relámpago que no olvidaré por dos razones: la entrañable y festiva ceremonia, y la consolidación del cariño que, por encima de la distancia, había crecido en nosotros. Reservé una mesa para tres en el mejor restaurante latino de São Paulo. Acudió sólo él. La madre, que arrastraba de siempre un fortísimo complejo de inferioridad, se mantenía al margen y alejada de todo tipo de vida social. Gesto que agradecí, y que fue, ahora lo entiendo, muy generoso, porque me dio la posibilidad de conocerle más a fondo. João bebía agua compulsivamente para refrescar la garganta. ‘Nunca podré agradecerle todo cuanto ha hecho por mí, señor’, −rompió el hielo−. ‘No tienes por qué. Ha sido un placer. Llámame Andy, mijito…’. Sonrió tímidamente. Y, al fin, consiguió relajarse, lo que contribuyó a que tuviéramos una agradable cena.
          Durante los años de carrera había continuado enviando pequeñas cantidades de dinero, incluso simbólicas, para cubrir sus gastos de manutención y alojamiento. Posteriormente, cuando él ya manejaba su propia plata, en una de las múltiples visitas que me hizo a Toronto, quiso devolver uno a uno cada dólar invertido en su persona. Una vez, sentados en el sofá de casa, tras marcharse Hiroshi y Naoko a la suya, João sacó de la cartera un cheque del Banco de Brasil que extendió a mi nombre. Miré el rectángulo de papel con recelo. Guardé silencio unos minutos que parecieron interminables, y fui al dormitorio en busca de un pedazo de biografía. ‘Ésta de aquí, la de los dientes grandes y sonrisa blanca como la nieve, es Mirta −dije, señalándola en la foto−. No la conocí personalmente, ya no vivía cuando fuimos a La Habana, pero, por lo que me contaron, tenía la habilidad de ayudarte a valorar lo insignificante. Los dos grandullones del fondo, sobrados de cariño el uno para el otro, son mis abuelos Eloy y Miguel. Juntos formaron una gran familia, aunque no numerosa, y tuvieron el don de dejar muy alto el concepto de amistad. Mira mami, mijito, ¡qué jovencita y qué guapa!, conmigo en brazos, y la Puerta de Alcalá al fondo, sobre los tejados plomizos y vigilantes de Madrid. Tiene que estar por aquí escondida, espera… A ver… Sí, es él: te presento a Hari Babu, el filósofo de todos nosotros…’. Él me observaba con disimulo y muy atento. Entonces, rompió el talón y dejó los pedazos amontonados en la mesa. Desde ese día no le he vuelto a ver, y las llamadas comienzan a ser bastante espaciosas…
          Nunca hice las cosas para que me lo agradeciera, tampoco por lástima, ni por compromiso. Era una cuestión interna muy mía, algo que siempre percibí en mi gente, y que no va más allá de entender que, si se tiene la posibilidad de brindar oportunidades, hay que hacerlo: así crecemos todos. Ahora que no trabajo, y que las horas resultan a veces tediosas, me paso los días en internet buscando noticias suyas. Estoy seguro de que en algún momento pensará en mí. También de que habrá triunfado personal y profesionalmente, consiguiendo la admiración y el respeto de sus colegas. Me hubiera gustado estar más unidos y no perder el contacto. Contarle que estoy enfermo y asustado, y conocer su diagnóstico. Saber qué proyectos tiene a corto, medio y largo plazo. Pero respeto, como no puede ser de otra manera, su decisión de alejarse… ‘Abuelo’. ‘Dime, amor’. ‘Bébete un traguito de mi jarabe para la tos, verás cómo te pones bueno’ −dice la hija de Mizuki. Y su madre, que no escucha bien, grita desde la otra punta−: ‘Niña, no seas pesada… Tío Andy, en cuanto te pongas bueno nos vamos los dos al Pelourinho a vibrar al ritmo de los tambores. ¿Quieres…?’.

domingo, 18 de junio de 2017

Salvador de Bahía

Un fleco apaisado de costa atlántica se despliega frente a mí como un pelo indefinido que atraviesa la brecha del horizonte. En el restaurante Recanto da Lua Cheia −Esquina de la Luna Llena−, ocupo una mesa que parece estar encima de donde las olas se repliegan para volver a su punto de origen. La voz envolvente y acariciadora de Ivete Sangalo, cantante y compositora brasileña, armoniza la espera de los comensales que aguardamos pacientes para degustar la famosa Moqueca de peixe: guiso de pescado elaborado con hortalizas, hojas de cilantro, pimienta malagueta… Mientras llega, y encarpeto las fotos digitales en el dispositivo móvil, me dejo empapar por la solemnidad de una cerveza rubia bien fría. Estoy en Salvador de Bahía pasando algo más de dos semanas: unos  días por trabajo, otros por puro placer. El Ayuntamiento de Toronto, en colaboración con otras alcaldías de ámbito nacional e internacional, ha enviado aquí un comité de personas vinculadas al mundo de la cultura para asistir al festival anual que organiza Olodum, grupo, fundamentalmente percusionista, creador del Samba-Reggae, nacido en 1979 de la inquietud social por extirpar el racismo y sacar a los niños y adolescentes de la miseria, ofreciéndoles un motivo para vivir, reactivando su autoestima, bien a través de la música, o en los talleres de artesanía cuyas obras venden después en la tienda Axé financiando con ello la causa.
          Hoy tengo un tiempito libre. Así que, además de disfrutar del paisaje que acompaña los sabores del almuerzo, he hecho algunas compras por ahí... Remeras, para Mizuki y Keiko, pintadas a mano, poniendo “Brasil Terra de Sonhos” −Brasil Tierra de Sueños−. Para Hiroshi un pescador de pie en canoa china tallado en madera. Y para Naoko un colgante triangular representando a un hombre y a una mujer, en postura amorosa, perfilado con suma delicadeza. Adquirido todo en el Mercado Modelo, edificio de estilo neoclásico construido como un centro de abastecimiento que hoy acoge a comerciantes de todo tipo, convirtiéndolo en un enorme souvenir. Reserva una parte importante de su espacio para manifestaciones artísticas de, por ejemplo, capoeira −arte marcial combinando danza, música y acrobacias−. La segunda planta es para los buenos restaurantes, con vistas a Bahía de Todos los Santos. La primera sensación que tengo al caminar por el recinto es la de percibir el esqueleto de dos continentes, armado con la transigencia de sus pieles mezcladas y la versatilidad de unas raíces encoladas al suelo que les ha visto nacer. Salvador, como la llaman las gentes de aquí, es la sede de la música universal de la humanidad, lo que, de alguna manera, la hermana con La Habana en el fondo de mi corazón…
          En el barrio de El Pelourinho, una mujer entrada en edad, de procedencia afroamericana −la mayoría de esta población es fruto del mestizaje−, vestida con el traje típico de baiana, tiene en la calle un puesto fijo donde ofrece sorbetes de Caipirinha −sin alcohol, solo con azúcar, lima y hielo−, que sirve regalando una cueva por sonrisa al faltarle los cuatro dientes incisivos superiores. Ya me cuento entre sus parroquianos habituales. De conversación fluida, aporta esa visión sencilla y cotidiana de los sitios tan apreciada por el viajero. Descendiente de esclavos negros llegados de África a manos de europeos colonizadores del país, narra su historia con desgarro abanicando la falda a la altura de los tobillos al compás de los tambores. Tras muchos meses de sufrimiento viviendo en condiciones infrahumanas en un sótano bajo el nivel del mar −la humedad tornaba el ambiente irrespirable−, el bisabuelo de la anciana, no así el resto de familiares, se salvó de una muerte segura porque a uno de los carceleros que les vigilaban se le salió el hombro y pedía ayuda en un grito de dolor. El preso, acercándose muy despacio a él, le sostuvo el brazo unos segundos hasta que se lo colocó de un tirón. Eso le sirvió para conservar intacta la vida, pero no indultó las calamidades que pasaría a lo largo de la misma, y que tan solo disfrutó en la recta final cuando comprobó que sus hijos eran personas libres. La mujer se vuelve de espaldas para atender a algunos clientes y yo prometo regresar al día siguiente para beber juntos. Afligido, continúo mi camino y leo un grafiti donde pone lo siguiente: “Cuando menos lo esperamos, la vida nos coloca delante un desafío que pone a prueba nuestro coraje y nuestra voluntad de cambio”. (Paulo Coelho).
          Antes de las cinco de la tarde da comienzo el festival en plena calle. Los alrededores se van llenando de colores vivos y de cuerpos que se mueven al son del ritmo. Me sitúo en un extremo cercano desde el cual observo la perfecta ejecución que inicia Olodum, transmitiendo a cada uno de los presentes lo que verdaderamente son y representan: el espíritu de África. Soy bailarín, sé marcar el paso y dejar que la música me ayude a expresar cuanto llevo dentro, echando a un lado las preocupaciones, aunque solo sea mientras dura la melodía. Pero lo que estoy viviendo aquí es una sensación de libertad en estado puro, que apenas encuentro palabras para describir. Suenan los tambores y no podemos parar de movernos, como si los pies y los brazos ya no nos pertenecieran, como si los glúteos y la barriga fueran cometas buscando la cima de una montaña que a lo mejor custodia el embrión de las cosas, porque todo lo que me rodea en este momento, por pequeño que sea, es motivo de alegría. Miro en torno mío y me dan ganas de abrazar, de besar, de materializar esa cultura crecida que nos empuja a tocar la piel del otro y esas grietas de su textura que tanto dicen de sí…
          El comisario del evento encargado de atender a los invitados VIP venidos de fuera, satisfaciendo la petición hecha por algunos de nosotros, nos acompaña a visitar la parte de favelas. Según nos acercamos, el olor, la luz y la visibilidad cambian completamente. Desde arriba, lo que se ve es un mosaico de estructura no organizada: hueco despejado, chabola levantada con materiales de mala calidad que arrugará el viento o arrastrará el agua torrencial. En un mismo espacio conviven prostitutas, drogadictos, vendedores de crack, mendigos, gente extremadamente pobre que pone al descubierto la gran separación que existe en Salvador entre muy ricos y muy pobres. Y la clase media, a la que pertenecíamos nosotros en Madrid, tiene grandes dificultades para salir adelante. El sistema de enseñanza, a diferencia de otros países, es de pago hasta la entrada a la universidad. De manera que, si no tienes plata, tus hijos se quedan a las puertas, por muy buenos estudiantes que sean.
          João es un chaval inquieto de doce años con vocación de médico. Muy disciplinado en el día a día, asustadizo frente a lo desconocido, cariñoso si tú también lo eres con él y maduro para su edad. Su madre, camarera del hotel donde me hospedo, viuda desde antes de parir, trabaja duro para salir adelante y, con todo y con eso, si paga el colegio no cubre otras necesidades... Al finalizar la jornada el chico espera a su madre sentado en el encintado de la acera. Ella sale, le abraza y besuquea, casi asfixiándole entre sus grandes pechos, mientras que él, muy vergonzoso, mira a ambos lados por si hubiera algún conocido. Esa imagen me enternece y me trae muy cálidos recuerdos. Una de las veces que coincido con ellos les invito a tomar Guaraná −bebida gaseosa− y así poder conversar. Como tantas mujeres que tienen que sobrevivir en un mundo misógino no le ha sido fácil. Pero, aún imaginándonos las dificultades por las que habrá tenido que pasar, el niño ha crecido respetuoso dentro de un entorno limpio de rencor. Cuando nos separamos, reflexiono el testimonio escuchado y pienso en lo generoso que fue el abuelo Miguel con mami, y también en las desahogadas posibilidades económicas que ahora tengo, y que quizá yo podría…
          Por mis venas corre sangre habanera y un vínculo ineludible que me apega al mar como medusa enroscada entre las olas. Recién duchado, y listo para vivir la última velada brasileña, tomo el Elevador Lacerda, que recorre en treinta segundos los 72 metros del acantilado que separa ciudad alta y ciudad baja. Grupos de jóvenes bailando la música que reproducen a todo volumen sus magnetofones, y familias con niños pequeños jugando a pelota, compartiendo bocadillos y refrescos, son claro ejemplo del placer de disfrutar en la playa a la luz de las estrellas, desprendidos de los lujos materiales que esclavizan. Pero en estos momentos que busco tranquilidad, acabo caminando descalzo por Praia do chega nego. A lo lejos se escucha el bullicio que he ido dejando atrás. Recostado sobre una barca de pescadores, cuya red destejida ha quedado huérfana, cierro los ojos y veo el Malecón. En este momento comprendo mucho mejor, observando a estas gentes, la filosofía de vida que tenían los míos. Una muchacha vestida de blanco, de piel tostada y brillante, corriendo en zigzag por la orilla, persigue una cometa intangible. Bien podría ser mami…
          Llego al hotel empapado en sudor y todavía tengo que terminar de hacer la maleta. Junto con la llave de la habitación, me entregan en recepción una nota que alguien del evento ha dejado para mí, por la que me informa de que han quedado mañana alrededor de las diez −no volamos hasta última hora de la tarde−, a la salida del restaurante, para visitar la Casa Museo del escritor Jorge Amado. En ella gestó buena parte de su obra al lado de su inseparable compañera Zélia Gattai, su esposa. También escritora, fotógrafa y memorialista, como le gustaba definirse a sí misma. El inmueble es sencillo, dentro de su elegancia, y dispone de un jardín y piscina. Dentro encontramos su colección de arte, con piezas que fueron adquiriendo en común. Desde cuadros de Picasso a figuras de barro del artesano Mestre Vitalino. Compartieron más de medio siglo de matrimonio, tuvieron dos hijos y una existencia, con una parte en el exilio, fructífera. Las cenizas de ambos descansan ahí, a la sombra de un árbol de mango. Paso los dedos por las teclas de su máquina de escribir y agudizo el oído para que la música de la lengua portuguesa me enamore. Antes de abandonar Salvador de Bahía, le prometo a la madre de João que recibirán noticias mías muy pronto.
          Mizuki ha regañado con el novio y se pasa el tiempo tirada en el sillón de casa, llorando y diciendo que es el ser más desgraciado del mundo. Desde que he vuelto sus padres están mucho más tranquilos, porque saben que se desahoga conmigo. Nos estamos hinchando a ver pelis de dramones y a palomitas. ‘¿Tú crees que le olvidaré algún día?’ −me pregunta−. ‘Claro, cariño. Mi abuela Olivia decía que la mancha de una mora con otra verde se quita’. ‘Ay, tío Andy, cuando te pones intelectual no hay quien te entienda’. ‘¿De qué habláis? Esperadme que no me entero’, grita Keiko desde el cuarto de baño…

domingo, 11 de junio de 2017

Bean Howard

El abuelo Miguel compraba galletas Napolitanas en caja de cartón duro −todavía se me hace la boca agua recordando el sabor a canela−, para que, una vez vacías, yo pudiera reutilizarlas guardando dentro mi colección de tesoros exclusivos, descargados del bolsillo abultado del babi, porque de no haberlo hecho así se habrían perdido en el censo ordenado de los armarios. Anoche no tenía sueño y abrí una sabiendo que todos son artículos del bazar que mercadea a orillas de la nostalgia: chapas de TriNaranjus, un cubilete rojo de parchís, un cacho de tela deshilachada con una inicial sujeta por alfileres, un imperdible de plástico, la primera pulsera de cuero regalo de mami, calcomanías de los tebeos de moda, una cuarta de cuerda de esparto y papeles de varios tamaños con dibujos de trazo infantil y anotaciones. Desdoblo uno de ellos y leo estos versos hermosos de Eeva Kilpi, poeta finlandesa, centrada en lo cotidiano de las emociones y sentimientos femeninos: “Dime si molesto,/dijo él al entrar,/porque me marcho inmediatamente./No sólo molestas,/contesté,/pones arriba toda mi existencia./Bienvenido”.
          Me he mudado a un miniapartamento luminoso, céntrico y con unas vistas generosas de la ciudad, en Queen St. West, a pocas “cuadras” del Peter Pan Bistro −cuyos menús quedan lejos del alcance de mi bolsillo−. La cocina y el comedor dormitorio son una sola pieza separada por medio mostrador con cajones a un lado y dos taburetes al otro. Un ventanal hasta la junta del techo canaliza los rayos de sol hacia el sofá convertible en cama al llegar la noche. Pegado a la puerta estrecha del aseo, esquinado en el suelo para no estorbar, reside el equipo de música y algún zabuton −cojín japonés− traído de Kōbe. Hiroshi y Naoko están muy preocupados por mí, y como se les han agotado las ideas para arrancarme de casa han confiado dicha tarea a Mizuki y Keiko, quienes, cuando terminan de estudiar, vienen cada tarde con diversas propuestas, como colgar las estanterías hechas por su padre con maderas rescatadas de las basuras, y poner en ellas lo que sigue todavía sin desembalar. Pero donde hacen más hincapié, y poder de convicción vaya si tienen, es en salir a algún sitio, a pesar de decirles que una aguanieve de años me ha caído por encima.
          Bean no se presentó a mi comida de cumpleaños, y tampoco apareció por casa al día siguiente y, según tengo entendido, todavía no ha retirado sus pertenencias del garaje cedido por el casero cuando rescindimos el contrato de alquiler. ‘Querido Andy −comienza así la carta suya traída en mano−. No sé por dónde empezar. Sabes que no me resulta fácil expresar los sentimientos al ser bastante parco en palabras, pero quizá debería hacerlo pidiéndote perdón. Mereces una persona al lado que no escatime en cariño y sepa entregarse desinteresadamente. Alguien que no se haga el remolón en la aduana de los prejuicios por cobardía. En definitiva: un ser libre como tú. Lo mejor que me ha pasado en la vida es haberte conocido y descubrir una manera de querer diferente e impensable hasta entonces. Lo peor comportarme como un imbécil que antepone disciplina por felicidad. La naturalidad tuya tratando cualquier asunto, delicado o no, frente a la estricta y encorsetada educación que he recibido, debería haber bastado para abrirme los ojos a un horizonte más templado. No ha sido así, y lo lamento muchísimo. Soy consciente de la mala imagen que dejo, de lo desagradable de los últimos meses haciéndotelo pasar muy mal. No he sabido evitarlo. Echo de menos mi ciudad, mi gente, mi familia y no me siento cómodo en Toronto. Te quiero, pero tomo la decisión, aunque sea equivocada y después me arrepienta, de no seguir contigo. Diles a Mizuki y Keiko que las voy a recordar siempre. Asumo la culpa y me llevo el corazón en pedazos, pero me niego a hacerte más daño. Te deseo lo mejor, en lo personal y en lo profesional. Llegarás alto, lo sé. Tal vez amanezca un día en que dejes de guardarme rencor, sacando lo positivo de esta ruptura. Quiero acabar diciendo que con nuestra separación uno de los dos sale perdiendo, y no eres tú, por eso, con el tiempo espero tener valor para perdonarme. Tendrás éxito en todo cuanto te propongas, no lo dudo en absoluto. Cuídate, y no dejes de soñar’. La he leído tantas veces que todavía una sobre otra no ha solapado el dolor de la primera…
          Huele a chocolate recién hecho, y eso evoca en mi memoria al Madrid castizo con sus callejuelas estrechas, empinadas, y la oferta de fonda barata y taberna de guardia que nunca le fallan al viajero. Son las siete de la mañana, hace un frío de justicia y he salido con Naoko a correr por Queen’s Park. En un cruce de caminos, el anciano plantado en jarras que siempre sermonea con la llegada del fin del mundo, y al que se le nota mucho la cojera, tira de un viejo perro desgreñado y hediondo como él, a la vez que vocea con dedo acusador a un público invisible: ‘Bastards, you are going to push me to the ground’. (Cabrones, me vais a tirar al suelo). Hacemos un alto para beber café del termo que traemos para la ocasión, y sentados en un banco próximo a la escultura del crítico literario Northrop Frye, quien defendió durante toda la vida “el orden de las palabras”, digo: ‘No creas, cuesta muchísimo, pero no tengo más remedio que hacerme a la idea de que jamás volverá. Es un proceso lento y, sobre todo, desgarrador, que quema las entrañas y te deja noqueado. Buscar a Bean entre la gente que se mueve de un lado a otro de la ciudad es como tirar piedras a un charco de agua que aleja y distorsiona el paisaje reflejado, que ya no podrás tocar por mucho que alargues la mano… −Los ojos de mi amiga se van achicando según se humedecen−. Sin vosotros, sin la energía de las niñas, sin la comprensión de Hiroshi, sin tu paciencia y cariño, no lo conseguiría. Sois la familia que he elegido y…’. Naoko me abraza y todo comienza a tomar sentido.
          Ha pasado casi un año y sigo volcado en el trabajo sin atender lo sentimental. Algunos profesores de la escuela preparamos una coreografía para la representación teatral de cuentos infantiles organizada por el Ayuntamiento de Toronto. La sala cedida para los ensayos es bastante pequeña, por lo que montamos los pasos calculando cómo será el espacio real que habrá en el escenario. Aquella compañera operada de cáncer de pecho, a la que recomendé el deporte náutico dragon boat, me cita en el restaurante Seven Lives, donde sirven riquísima comida mexicana, entre otras cocinas varias. La veo espectacular, su piel vuelve a tener un tono natural, ha ganado peso y se plantea adoptar un bebé. Hasta que no esté físicamente a pleno rendimiento no se reincorporará, pero le gusta que le cuente cómo está el ambiente. ‘¿Quieres decirme algo en particular?’. Noto que titubea y da rodeos a la conversación. ‘Me he acordado mucho de ti −dice−. Al terminar el tratamiento, y autorizada por la oncóloga, hemos viajado a San Francisco, Buenos Aires y parte de Reino Unido. En Londres vi a Bean −se me acelera el corazón−. Al principio no caí, pero cuando me acerqué era inconfundible. Salíamos de un centro comercial y le digo a mi marido: Mira que original ese mimo vestido de Estatua de la Libertad. Él me reconoció y paró la actuación’. ‘¿Cómo está?’. ‘Triste y aviejado −responde−. Me preguntó por ti y apareció la derrota en su mirada. Vive en Bath con su padre, la crisis retardada ha quebrado el negocio y se mantienen de lo que gana en la calle como cómico…’.
          Desde hace semanas no ha dejado de nevar. Me desplazo por la red PATH sin salir apenas a la superficie, excepto para cosas puntuales, como hoy, que he quedado con Mizuki y Keiko en Nathan Phillips Square, por si podemos patinar en la pista montada al aire libre. Están convirtiéndose en dos bellísimas mujeres, con carácter y la cabeza muy bien amueblada. Han heredado el comportamiento sencillo de su padre y el físico de su madre, lo que las hace todavía más atractivas e interesantes. Ya casi no vienen con nosotros, van con su grupo de amigos donde hay dos pretendientes italianos que no las dejan ni a sol ni a sombra, y de los que están, según me cuentan, muy enamoradas. ‘¿Volverás alguna vez a España, tío Andy?’. Esto me coge desprevenido. ‘No lo sé mijita. Nunca se sabe. El futuro y las circunstancias son imprevisibles…’. Pero mejor les habría dicho que lo que de verdad me apetecía era regresar a la ciudad interior de las personas que se me han ido, a sus parques llenos de escondites, a sus estaciones de trenes donde siempre paraba el mío, a los abrazos como la banda sonora que te reinventa y a la fideuá de los domingos… La plaza está llena de gente, y el hielo listo para resistir la herida que le dejará la cuchilla. Mientras me deslizo con total libertad por el circuito, tengo la sensación como que me traslado al principio de venir aquí, donde cada experiencia era un horizonte a explorar, y la vida con Bean la estructura de una nueva patria. Aunque todavía me duele su ausencia y la manera que tuvo de despedirse sin mirarme a los ojos, paso por delante de determinadas calles por si el eco me nombra… Y como dice Hiroshi, imitando mis mejores momentos: ‘Pero, ¿que tú por qué no pasa página ya, mi hermano?’.
          He recibido una invitación de boda desde Oregón. Mi tío el mayor −nunca nos hemos visto− celebra su quinto matrimonio −ninguno de ellos, salvo el primero que duró once años, han superado los seis o siete– y quiere que vaya. Pero, casualmente coincide que la profesión me sitúa en otro cuadrante del atlas: en América del Sur, hacia la mitad oriental del subcontinente. Naoko me lleva al aeropuerto, y, antes de entrar a la sala donde espera el resto de bailarines, abrimos una de las cremalleras de la maleta grande, porque había olvidado guardar la pajarita de mis chicas junto al espíritu habanero. ‘Llama cuando llegues’. ‘Que sí, pesada. No te preocupes’. ‘Es que te conozco, y con nada se te va el santo al cielo’. ‘Que no, coño. Ya lo verás’. ‘Bueno, vale’. ‘Anda, gruñona. Ven aquí, que te quiero’. ‘Y yo a ti’. ‘Un mes se pasa en nada, y cuando quieras darte cuenta he vuelto…’.

domingo, 4 de junio de 2017

Kōbe

Bean lleva siete días en Reino Unido, y la casa se me cae encima. Las baldosas supuran tristeza por las juntas, desencolando el cemento cuarteado, y la soledad enrarece tanto el ambiente, que ni siquiera pasando la aspiradora por los rincones soy capaz de devolver la armonía a mi persona. Hiroshi, un apasionado del bricolaje, muy perfeccionista en el acabado de lo que arregla, viene, con la excusa de desatascar el fregadero, a ver cómo estoy. En la despensa busco un paquete de té verde para hacernos una infusión, pero sólo veo galletas dietéticas, que detesto tanto. ‘¿Cómo estás, Andy?’. ‘Raro’, −contesto−. ‘¿Por qué no te vienes de vacaciones con nosotros a Japón? Mizuki y Keiko tampoco han estado. Será divertido, lo pasaremos bien. Aquí realmente no haces más que dar vueltas a las cosas. Piénsalo, y nos dices. Partimos dentro de un mes y hay que prepararlo todo’. ‘Uf, no sé qué decirte, mijito. Para entonces habrá vuelto el inglés y… Pero bueno, deja que lo consulte con la almohada. Me apetece muchísimo…’. A estas alturas de la historia sabemos que he aprendido del abuelo Miguel a trazar una ruta en el mapa, coger cuatro trapos, algo de dinero, unas buenas botas y lanzarme a la aventura cuando la melancolía viene desbocada a agarrarme por las pelotas…
          Kōbe es una ciudad exótica e industrial, de las más pobladas del país. Bastaron 20 segundos para que un terremoto de 7,2 grados en la escala Richter la destruyera. ‘¿Veis ese espigón de ahí, el que está destrozado junto al nuevo?, −señala Naoko−. Lo han dejado tal cual para que no olvidemos lo que pasó. Nuestra zona, adinerada y residencial, fue una de las menos afectadas. Sin embargo, el barrio de Nagata estuvo muy castigado’. Hiroshi traga saliva, se limpia las lágrimas y dice: Nosotros por suerte no nos encontrábamos en la isla de Awaji, sino en Tokio, por un asunto familiar, de lo contrario…’. Las niñas, que ya no lo son tanto, me abrazan compungidas. ‘Vamos al Earthquake Memorial Museum −propone Naoko−. Hay grandes pantallas donde reproducen el seísmo’. Mizuki y Keiko están agotadas, pero resisten porque saben que para sus padres es importante compartir esas experiencias. “Dejé por ti un temblor, dejé una sacudida,/un resplandor de fuegos no apagados,/dejé mi sombra en los desesperados/ojos sangrantes de la despedida”, susurro casi al oído estos versos de Rafael Alberti. ‘Entonces ese mismo año os conocéis en el festival de Jazz, ¿no?’, −pregunto−. ‘Qué va, fue al siguiente, −contesta Hiroshi−.
          Las chicas se han quedado atrás, enganchadas a las redes sociales. Nosotros esperamos pacientes en el jardín Sorakuen, donde se ubica la residencia de un antiguo alcalde que, al igual que las viviendas contiguas, fue derribada durante la Segunda Guerra Mundial, siendo reconstruido todo el conjunto posteriormente. En medio hay un estanque rodeado de arbustos tropicales llamados sotetsu. Estamos en Kitano-chō, distrito a los pies de la cordillera de Rokko. ‘¿Y vuestra boda?’. ‘En realidad nos casamos por lo civil un año antes de que naciera Mizuki, y lo hicimos en Toronto, −dice Naoko−. Para mis padres he sido la hija díscola que iba contra las normas de esta sociedad tan estricta con las mujeres: caminar dos pasos por detrás del hombre, no opinar abiertamente en público, desposarse con alguien del mismo entorno y posición social…, características que pueden darse también en otros países, sin duda…’. ‘Nunca fui de su agrado −continúa él−, creían que me movía sólo por dinero: un cazafortunas muerto de hambre. Los míos tampoco admitieron que no me dedicara al campo, siguiendo la tradición. Nos gustaría tanto cambiar el criterio de unos y otros que… Pero hay cosas imposibles. Nuestro mayor deseo era casarnos rodeados de los nuestros, pero cuando lo comunicamos fue tal el desprecio que nos volvimos a Canadá. Aquello supuso para nosotros la ruptura definitiva. Ya no existían puentes, porque lo estricto y encorsetado acababa de cargarse el sentido común. De repente nos sentimos intrusos en el país que nos vio nacer…’.
          El día ha dado para mucho. Me duelen los pies y tengo ganas de llegar al hotel para meterlos en agua caliente. Sin embargo, no puedo ser descortés y acompaño a Hiroshi a la cafetería giratoria de la Torre del Puerto de Kōbe, donde se alcanza a ver hasta la bahía de Osaka. ‘Aquí veníamos Naoko y yo al principio de conocernos para mezclarnos entre los turistas y pasar desapercibidos. En Japón no solo se estremece la tierra, lo hacen también las entrañas de quienes tienen que irse fuera. A mí se me ha tachado de oportunista en lugar de enamorado. No te voy a engañar −añade, eligiendo muy bien las palabras−, a veces en Toronto echo de menos espacios acogedores como éste en el que ahora estamos, pero después comprendo que con el ser humano se mueve también el paisaje propio que incorpora cada uno, donde cabe lo bueno y lo malo, el éxito y el fracaso, el cariño y el desconsuelo…’. Las luces de neón brillan a lo lejos, parpadeando como ramos de colores distribuidos por la ciudad para que nadie se sienta solo. Estoy vivo. Percibo el fuerte olor, que el viento deja caer como gasas, al salitre del mar de esta manga del Pacífico, que me recuerda a otros muelles donde, para no extraviarlos en las mudanzas, guardé momentos de amor y de despedida. ‘Le echas de menos, ¿verdad?’, −pregunta Hiroshi de repente−. ‘¡Muchísimo, mijito!’. −Ambos bebemos un trago largo de sake−. ‘A veces es difícil querer sin que parezca lo contrario. Bean no es un tipo fácil de tratar. Modula una manera de ser que puede resultar crispante para los de fuera. Imagino cómo será para ti. Hay quienes no encajan por más que lo intentan. Quizá se precipitó yendo a Toronto, igual no estaba preparado para un cambio de vida tan radical… No sé, conquístalo una vez más…, y ten muy claro que mañana el sol volverá a salir por el Este…’.
          Mizuki y Keiko esperan a su padre en recepción con dos bolsas llenas de bocadillos y botellas de agua. Se van al Museo Anpanman, héroe con la cabeza de pan, protagonista de las aventuras de libros infantiles, escritos e ilustrados por Takashi Yanase, que leyeron de pequeñas, y por quien sienten curiosidad de ver cómo es a tamaño real. Naoko y yo iremos a hacer senderismo por el Mount Maya. ‘¿Lo estás pasando bien? −me pregunta en pleno contacto con la Naturaleza, pero no puedo contestar porque retoma la conversación−. Espera aquí un segundo, te quiero presentar a alguien. −Viene acompañada de una mujer mayor que ella. Me saluda con una leve inclinación de cabeza, y yo respondo igual−. Fue mi profesora de ética y la primera persona que me abrió los ojos a Occidente…’. Me pareció alguien interesantísimo, muy preparada y absolutamente actual. Dice no haber salido del país, pero a mí se me antoja que ha dado más de una vuelta al mundo…
          El taxi que nos lleva al Aeropuerto Internacional de Kansai, ubicado en una isla artificial de la bahía de Osaka, no tiene una sola mota de polvo, y las manos del taxista están cubiertas con guantes de algodón blanco impoluto. Naoko, sentada a mi lado, va muy triste. ‘¿Qué ocurre, mijita?. −Con la cabeza me dice que nada−. ¿Qué te preocupa? Sabes que me lo puedes contar’. −Se apoya en mi hombro y rompe a llorar−. ‘Daría lo que fuera por abrazar a mi familia…’. Un tiempo después supe que tanto ella, por su lado, como Hiroshi, por el suyo, lo intentaron, pero una vez más se impuso la torpeza del desencuentro… ‘Tío Andy, ¿me dejas el lado de la ventanilla?’, dice Keiko poco antes de despegar nuestro avión.
          Los vahos que despiden por sus bocas las alcantarillas se cuelan en mi nariz provocando estornudos. Hace algo más de una semana que he regresado a Toronto y todavía no hemos coincidido un rato a solas Bean y yo. A consecuencia de un virus gripal varios compañeros suyos están de baja, lo que obliga a los demás a cubrir turnos escandalosamente largos. Así que, cuando no trabaja, duerme. He ido un par de noches a buscarle, pero, intencionadamente o no, siempre volvemos con gente. ¿Dónde han quedado las semillas de aquél cómico disfrazado de Estatua de la Libertad, y de la luz que prendía, la suya propia, si una moneda caía dentro de la caja de hojalata? Me pregunto: ¿cuál ha podido ser el motivo que tanto ha turbado la ilusión del principio, la emoción de sentirse uno conmigo? ¿Qué riada ha desbordado la cubeta de los sueños, el propósito de crecer juntos y envejecer a la vez? ¿Cuál de todos los tsunamis ha arrancado de nuestro atlas el archipiélago configurado para comprender al otro? ¿Dónde ha ido a parar el detalle de regalarnos rosas frescas cada final de mes…?
          Hoy celebro mi cumpleaños. Vienen los japoneses a comer a casa y estoy preparando arroz con frijoles y un poquitico de puerco. ¡Ya lo sé!, tengo que perfeccionar el guiso hasta darle el toque especial del abuelo Eloy. Recuerdo a mami y a Miguel cuando en fechas señaladas decían que las cosas había que festejarlas a lo grande: yendo al cine y a la ópera. Las chicas me han regalado una pajarita para el esmoquin que en ocasiones alquilo, y sus padres un vale para una cena de dos en uno de los restaurantes más lujosos de la ciudad que está en la planta cuarenta y cinco de uno de los edificios del centro. Me noto muy habanero, por eso he colocado en la mesa unos platicos con aperitivos típicos de allí, así hacemos tiempo hasta que estemos todos. Suena el timbre de la puerta, y Mizuki dice: ‘¡Vaya, otra vez se ha olvidado el tío Bean de coger las llaves!’, pero, cuando abre, es un mensajero que trae una carta sin matasellos para mí…