Detroit, una historia cualquiera

1 
A Jesús  Aguilar 
por la complicidad, su ayuda 
y nuestra amistad.

Dicen los demógrafos que si un golpe de suerte no lo remedia en un periodo muy corto de tiempo Detroit se convertirá en una ciudad fantasma agonizando sobre sus propios escombros. Pero mientras dicha catástrofe no ocurra los que resistimos, pese a las carencias que son muchas, la desnutrición que va dejando la soledad y las dificultades que siempre surgen, aunque parezcamos zombis y tengamos los jugos del fracaso bullendo en la boca del estómago, al amanecer del nuevo día tomamos las calles desiertas de aquel territorio que un día fue la envidia de toda la nación. Tenemos asumido, al menos yo sí, que somos los olvidados, los invisibles, indigentes buscando entre las cenizas del pasado una brasa que vuelva a prender. En definitiva: gente molesta que afea el escaparate de la primera potencia del mundo. Me llamo Ayden, igual que un pueblo de Carolina del Norte. Tengo una hermana a la que pusieron Dakota y un hermano que lleva el nombre de Colorado Springs, es fácil imaginar lo mal que lo pasó en el colegio por la brillante idea que tuvieron de bautizarlo así, hasta que un buen día, harto de soportar las bromas de compañeros y compañeras, se subió a un pupitre y retó a duelo a la siguiente persona que osase meterse con él. No puedo decir que tuviésemos una mala infancia, todo lo contrario, nunca nos faltó nada “material”, pero sí echamos de menos, en los brotes de fiebres infantiles, una mano que calmase la tiritona y un abrazo reparador de miedos en las noches sin luna donde la oscuridad pegaba bocados al vacío y el monstruo de las montañas bajaba para llevarnos. Eso lo pienso ahora porque tal vez entonces no lo valoraba igual. Mis padres andaban siempre viajando, nuestra posición social lo requería. Iban a fiestas de gala, a congresos organizados por los políticos del momento o candidatos a serlo. Y cuando no estaban fuera se tiraban hasta bien entrada la madrugada cerrando algún acuerdo mobiliario con los más ricachones de la comarca. Éramos votantes del Partido Republicano y, en consecuencia, fieles al entonces gobernador por Michigan, William Grawn Millike, así como lo fuimos de los anteriores y posteriores. Nos inculcaron unos valores que actualmente no sé si nos sirvieron de mucho: amor a la patria, a la Biblia, a las relaciones superficiales, a mirar por encima del hombro y a creerte alguien si llevabas un manojo de dólares para repartir entre los pobres. Como digo, cosas insignificantes. Al ser el mayor de los tres no sé si me llevé la mejor o la peor parte, de lo que estoy muy seguro es de que no pude elegir. Mientras que mis hermanos desarrollaban su formación académica en Washington y Nueva York, ampliaban su faceta sentimental, vivían experiencias únicas con otros chicos y chicas de su misma edad y recorrían países de otros continentes sin reparar en gastos, yo me dejaba los sesos en el negocio familiar vinculado directamente a la industria automovilística. La Motors Carson Company sobrevivió a la Primera y Segunda Guerra Mundial, al crack del 29 y a la competitividad descarnada. La compañía la fundó mi abuelo en 1905 pasando de padres a hijos, y manteniéndose a flote hasta que, a mediados de la década de los cincuenta comenzaron a notarse los primeros signos de caída, costándonos cada vez más esfuerzo y recursos seguir en la élite de las grandes marcas. Sin embargo, para todos aquellos que dependían de la empresa continuamos, unos años más, siendo su máquina de hacer dinero.
          La historia de mi familia se parece a la de tantas otras que pasaron del lujo a la precariedad apenas sin darse cuenta. Vivíamos en el Distrito Histórico de West Canfield, caracterizado por el estilo de construcción Reina Ana que consiste en tres ladrillos decorativos. Al principio sólo había unas cuantas mansiones muy distanciadas entre sí, posteriormente, nuevos edificios ocuparon todo el espacio. La nuestra era de cuatro alturas: en la planta baja estaba el salón comedor, sala de té, biblioteca, cocina y acceso al jardín trasero. En el primer piso los dormitorios con aseo incluido, habitación de invitados y un espacio luminoso con sillones de mimbre, muy cómodos, para echarse una siesta. El último tramo de escaleras conducía al amplio despacho que era la envidia de todo el condado. El sótano lo habitaba el servicio en diminutos departamentos donde apenas cabía la cama y un estrecho armario para guardar la ropa de paseo. Los grandes ventanales y la terraza que bordeaba la fachada norte le daban a la vivienda un aspecto muy señorial. En el vecindario reinaba el silencio y la baja intensidad de la luz de las farolas deleitaba el paisaje otoñal de la zona distinguiéndola del resto. Sobre las aceras de adoquines, alfombradas con hojas en varios tonos marrones, apenas quedaban huellas de los últimos transeúntes. Dos cuadras más allá, cerca de la alcantarilla, el viejo gato conocido de todos lamía el cuello de una botella sin etiqueta, a la vez que maullaba con las patas delanteras enredadas en la puntilla de un pañuelo de seda. A lo lejos, el fuerte golpe de algo que se cayó rompió el relajo de las aves agitando las ramas y alborotando el nido. Ese era el escenario que había al otro lado de los muros, el paisaje próspero que creímos eterno, incombustible, protector…
          Cuando no teníamos la casa llena de extraños, papá ponía a parir a todos los del gremio, excepto a Henry Ford, por quien sentía un gran respeto alabando la inteligencia que tuvo al levantar su imperio en una vieja fábrica de la Avenida Mack en Dearbord. Las travesuras que hacíamos eran muy simples: hurtar a escondidas una onza de chocolate, escondernos en el agujero secreto pegado a la leñera donde guardábamos como tesoros un trozo de mapa, un tren al que le faltaba la cabina del maquinista y algunas piedras que cogíamos por el campo. Aquello tan real era el mejor de los universos hasta que, Jaslene, una puertorriqueña de armas tomar, doncella casi exclusiva de mi hermana Dakota, nos hacía salir de allí gritando que había ratones. Entonces íbamos a refugiarnos cerca de Chul-Moo, cocinero coreano que siempre nos daba dulces a escondidas. Recuerdo que una tarde mientras merendaba en la mesa de madera maciza de la cocina le pregunté:
          ¿Qué significa tu nombre?
       Arma de hierro dijo con voz solemne, me dio la espalda y volvió a marcar la distancia que nunca quiso acortar respetando el lugar correspondiente a cada uno.
          Mamá se lo trajo de un crucero que hicieron por las islas del Pacífico, ahí probó por primera vez los vegetales a la parrilla como guarnición para carne y pescado, le gustó tanto que convenció al capitán del barco para que le despidiera y poderle contratar ella. Yo en particular prefería meterme una hamburguesa bien grasienta, muchos aros de cebolla rebozada y pepinillos picantes. Dominic, nuestro longevo jardinero, poseía una mano especial con las plantas y las flores. Comenzó trabajando a las órdenes de la abuela y aún sigue en activo aunque a veces Brody, nuestro fiel chofer, tenía que ayudarle a abonar la tierra. Emily se convirtió en nuestra ama de llaves a mediados de 1966 y fue lo más parecido al amor de una madre que tuvimos en aquella época estando la nuestra casi siempre ausente. Yo tenía ocho años, y mis hermanos 6 y 4 respectivamente. Cuidó de nosotros con ternura, mimo, dedicación, dándonos natillas recién hechas al regreso de la escuela y abrazos cuando crecían los miedos y no éramos capaces de ahuyentar las sombras alargadas empeñadas en oscurecer el blanco de las paredes. Una vez, mi hermano Colorado Sprint, bajando unas escaleras, se lesionó un pie, lo llevaron al hospital y pidió que fuese ella. También venía a verme jugar a baloncesto, he de decir que no se me daba nada mal defender el puesto de Base. Con Dakota mantenía muchas diferencias. Pero la vida de aquella buena mujer estaba marcada por la tragedia, ya que el 8 de diciembre de 1963 su esposo e hijos fallecieron en el terrible accidente del vuelo 214 de Pan Am, con destino a Philadelphia, donde se reuniría con ellos días después. Sin embargo, sucedió que, faltando pocos minutos para aterrizar el piloto estableció contacto con el control de tráfico aéreo quienes le advirtieron de que había en el aeropuerto una fuerte tormentas eléctricas, vientos huracanados e incontables turbulencias y no quedaba otra más que aterrizar con todas las consecuencias o esperar hasta que mejorase la situación, optaron por lo segundo y a la media hora, el aparato, alcanzado por un rayo, explotó muriendo la tripulación y los pasajeros.
          –¡Te crees muy listo, eh! –me dijo–. ¿Piensas que puedes venir el último y cambiar las cosas como te plazca? Pues muy bien, métete esto en la sesera, regla número uno: aquí no se hace nada si yo no lo autorizo, y mira tú por donde que este panfleto tuyo me parece ridículo. Céntrate en no manchar nuestro apellido y en mantener alta nuestra reputación. –Ahí terminaron las expectativas para convertirme en el empresario del año y salir en la portada de las mejores revistas de papel cuché. Así que, resignado, fui la prolongación de mi padre.
          Una tarde, caída la primera nevada que anunciaba el comienzo del invierno, mi vida dio un giro radical. Acababa de volver de Oregón adonde asistí a la inauguración de una nueva gama de automóviles de importación china y lo único que quería era meterme en la cama, dormir a pierna suelta, olvidar todas las chorradas que había escuchado y despertar dos horas después para tomar una copa en el club de jazz más antiguo de Detroit, Baker’s, original por su barra que parece el teclado de un piano. Pero cuando llegué todo se hizo añicos…
          ¿Me llamabais? Perdón, estaba distraído –dije algo preocupado al ver a mis padres muy serios–. ¿Qué ocurre? Sea lo que sea, yo no he sido. Esa era mi frase recurrente y nunca fallaba. Mamá tocó la campanilla y apareció Emily.
          ¿Señora?
        –Enseguida. –Busqué su complicidad con la mirada y permanecí expectante. El dueño de uno de los bancos más importantes del país y la repipi de su hija, una pelirroja consentida y llorica, aparecieron precedidos por nuestra ama de llaves a la que miré con resignación.
          Sirva el té y las pastas.
          Ahora mismo.
       A mí eso tan amargo no me gusta, prefiero leche con cacao –soltó la niña. Mamá asintió con la cabeza y deduje que aquella chica con la que nada tenía en común era caprichosa y consentida.
          En los meses siguientes, ajeno a lo que se me venía encima, continué con la actividad empresarial yendo de un extremo a otro del país, hasta que nuestras familias cerraron un acuerdo mercantil y sonaron campanas de boda. Nos casamos en St. John’s Episcopal Church siendo ese uno de los días más infelices de toda mi existencia. Podría decirse que fuimos dos desconocidos bajo el mismo techo y en público una pareja corriente cuya farsa duró hasta que los primeros atisbos de decadencia de la Motors Carson Company vinieron acompañados de la demanda de divorcio. Por aquel entonces habiéndose retirado papá de la primera línea al sufrir una enfermedad cerebrovascular y parecer que la compañía la dirigía yo en solitario, él seguía al frente de la misma postrado en la cama, culpabilizándome de todas mis carencias, ser un pésimo marido, no haberles dado nietos y un desagradecido con mi suegro quien de inmediato, acogiéndose a la cláusula añadida en nuestro contrato matrimonial, la cual especificaba que una vez rota la unión de los cónyuges lo haría también cualquier apoyo financiero.
          Desde una edad muy temprana interioricé que en el mundo hay dos clases de seres humanos: los pobres y nosotros. Mamá decía que si no andábamos espabilados y marcábamos distancia nos invadirían como una plaga que se propaga a la velocidad del viento. Brody, que nació en Salem, New Jersey, y que antes de ser chófer hizo de todo por salir adelante, tragaba bilis cada vez que se lo escuchaba decir.
          Pero tu caso es diferente aclaraba ella, no lo tomes a mal.
          No, señora.
          Ya sabes cómo se ponen de pedigüeños los alrededores de la empresa colapsando la entrada.
          Sí, señora.
          Mi esposo es muy generoso y como no estés ateto te sangran.
          Claro, señora.
       A ti no te falta de nada, vives a cuerpo de rey seguía humillándole y con todo pagado.
          Gracias, señora.
          Mientras me esperas haz algo de provecho y lee la Biblia.
        Por supuesto, señora. Sin embargo, no cumplió lo ordenado, aguardó en una de las calles traseras y fumó tranquilo un cigarrillo detrás de otro. En sus horas libres, especialmente de noche, estudiaba mecánica y soñaba con abrir algún día su propio taller lejos del marco donde sólo era tratado de sirviente.
          El Detroit de entonces, Meca de la industria del sueño americano, no se parece en nada al de ahora. Para quienes hemos nacido y crecido en ella, es muy doloroso ver cómo, donde antes había fábricas a pleno rendimiento, locales con luces de neón invitando al ocio y al placer, escaparates con las últimas creaciones de los mejores diseñadores que han pasado por la pasarela, restaurantes de lujo y de comida rápida, tiendas de todo tipo repletas de objetos exóticos y avenidas dando cobijo al bullicio de la gente, hoy tan solo son espacios ruinosos o diáfanos donde se amontonan cosas inútiles. Pero esta ciudad caduca y olvidada por el sistema es el único hogar que tengo por el que transcurre mi vida con agujeros en el alma y en los bolsillos. Cae la tarde y cada cual emprendemos camino hacia nuestro refugio antes de que la violencia callejera salga a pasear la noche. He habilitado con cuatro trastos un bajo abandonado en Lafayette Blvd, vivo ahí y cada día voy a la Iglesia Baptista Misionera donde me dan de comer y, alguna vez, medicinas para los dolores de espalda. Muchas de las personas que me conocieron entonces conduciendo un descapotable amarillo chillón, vistiendo trajes de Ralph Lauren, perfumes importados de París, un Rolex bañado en oro, una chequera de piel, el pelo engominado y llevando una vida rozando el límite de la lujuria, probablemente no reconocerían al tipo en el que me he convertido: un vagabundo que, sentado en un banco de piedra en el puerto, contempla el skyline de Canadá al otro lado del río. Compruebo que aún sigue debajo del colchón la bolsa arrugada de papel marrón donde guardo unos pocos recuerdos: el pasaporte, los papeles del divorcio, el boceto del logo de la Motors Carson Company, mi diploma de graduación en noveno grado, la partida de nacimiento, unas fotografías del día de Acción de Gracias, el permiso de conducir y la carta de alguna admiradora. Para no derramar la mostaza desenvuelvo con sumo cuidado el perrito caliente que de cuando en cuando me regala el vendedor ambulante de hot dog y que yo agradezco contándole una de aquellas historias de Hollywood que tan bien se le daban a mi hermana Dakota. Llega el último bocado y resulta más sabroso, exquisito, interminable, noto que aumenta la saliva dentro de la boca conservando en el paladar los ingredientes por separado, pero como todo en la vida el festín gastronómico acaba. A lo lejos, las voces de los homeless que delimitan su territorio con cartones ahuyentan a los intrusos que van con el mismo objetivo. Miro el cielo para asegurarme de que no falta ninguna estrella y veo descender un gajo de luna por el oeste. ¿Velará mi sueño? Entonces, apago la luz de camping, protejo las botas con periódico para que no se enfríen, cruzo el abrigo hasta las axilas sujetándolo con los manos, cierro los ojos, respiro hondo, hago ejercicios de memoria y me dejo llevar como barca a la deriva consciente de que mañana amaneceré y haré todo lo posible por sobrevivir en la jungla.

2.
          –Procure que no salgan de sus habitaciones y que hagan el menor ruido posible, vienen invitados importantes y no queremos jaleo. –Entonces, dirigiéndose a nosotros mamá remataba–: Portaos bien ¿Entendido?
          –No se preocupen –decía la criada–, no habrá ningún problema.
          Mi hermana Dakota era la más atrevida de los tres, apenas le hacíamos caso, así que, a menudo enredaba por la cocina buscando un poco de atención, un público entregado a reír sus gracias y que al final de la representación aplaudiera con entusiasmo. Siempre fue muy peliculera, disfrutaba inventando revolcones de alcoba, historias de infidelidades que, según su versión, susurraban tras la puerta las señoronas de la alta sociedad mientras tomaban el té en casa y, a veces, lo hacía tan creíble y tan detallado que se corrían las voces por el vecindario, en el mercado de verduras adonde compraba el servicio y, por supuesto, también en la Motors Carson Company, lo cual avergonzaba a papá ante los empleados hasta que, dando media vuelta entraba en cólera y llevándola de una oreja la obligaba a pedirle perdón a los afectados, además de dejarla sin el cine de los domingos. Jaslene, nuestra doncella puertorriqueña, gozaba de mucho desparpajo y era quien pasaba más tiempo con ella peinando su rubia y rizada cabellera, ordenaba el dormitorio y, sobre todo, cubriéndola las veces que, enamoradiza como una boba, volvía a las tantas colándose por la puerta de servicio.
      –Por favor, señorita –rogaba echándola una toalla por encima al salir del baño–, cuénteme otra vez lo del caballero que cruzó los campos en guerra para salvar a su amada de las garras de los sicarios. –Y la otra cambiaba fechas, nombres, contexto, lo primero que se le ocurría para hacer la historia todavía más misteriosa e inverosímil.
         Ambas tenían mucha complicidad e incluso cuando no estaban solas se hablaban al oído escapándoseles la risa floja, miradas picaronas y pellizcos en el brazo si alguien soltaba alguna palabra malsonante. Sin embargo, tal confianza no estaba bien vista en el seno familiar, así que, de repente se vieron obligadas a colocarse cada una en su lugar correspondiente. Pasados unos meses y preocupada por la única persona a la que consideraba amiga de verdad, mi hermana inició poco a poco un disimulado acercamiento.
          –¿Qué te pasa? –pregunta Dakota
          –Nada. Por favor, no complique más las cosas –responde Jaslene.
        –¡Pero si no nos ve nadie!, sólo está Chul-Moo y como es coreano y está atareado en sus guisos ni se entera –decía mi hermana muy zalamera–. Anda, vayamos a dar un paseo y te cuento los últimos amoríos –soltaba la joven caprichosa toda indignada.
          –Déjeme, señorita, tengo mucha tarea.
          –¿Sabes que la sobrina de los…?
          –Cállese, por favor o me meterá en un lío.
          –Y si te ordeno que dejes todo.
          –Pues tampoco lo haría, lo siento.
          –Eres una desagradecida, jamás te atrevas a pedirme nada, con lo que he hecho por ti.
          –Y le estaré eternamente agradecida, pero no puede ser. Y ahora si me disculpa he de continuar con lo mío –daba media vuelta y, cayéndosele las lágrimas, desaparecía por el largo pasillo.
          Una tarde, Emily, el ama de llaves, acompañada de una misteriosa mujer, cerró la puerta del despacho para hablar en privado. Las voces de papá y las plegarias de mamá a un Dios que parecía no escucharla resonaron por la planta hasta que la puerta se abrió de golpe.
          –¡Brody! ¡Brody! ¡Brody!
          –Disculpe, señor. Estaba en el jardín.
          –Pues cuando te llame atiendes a la primera y vuelas que para eso te pago.
          –Sí, señor.
          –Prepara el auto pequeño y espera en la parte de atrás.
          –Hace mucho que no se usa y puede ser que el motor falle.
          –¿Acaso no he sido lo suficientemente claro?
          –Por supuesto que sí, señor. ¿Cuántas personas serán? Lo digo para coger mantas de viaje, está apretando el frío.
          –Haz lo que te digo y no preguntes ni pienses tanto.
          Jaslene, acompañada por la otra dama a la que nunca habíamos visto y resultó ser su prima, se metieron en el coche y regresaron tres días después. El ambiente que se respiraba en la cocina era de mucha tristeza y absoluta rabia.
          –Pobre chica. Y que siempre pasa igual –comentó Dominic, el jardinero–, el señorito se cuela en la cama del servicio y luego si te he visto no me acuerdo.
      –Cambiará nuestra suerte, habrá una revolución pacífica y… –añadió el chofer con mucho suspense– nos trataremos de igual a igual.
      –¡Ah, sí!, no me digas. Pues ya has visto que sigue por aquí tan campante. Ni una amonestación, ni un solo castigo, ni una reprimenda, ni una simple disculpa, ni un amago de responsabilidad. Nada de nada.
          –Callaos –pidió Emily–. Y disimulad delante de la criatura que bastante mal lo tiene que estar pasando. En cuanto al comportamiento de los señores, nosotros ver, oír y callar, ¿estamos?
          –Sí, mi comandanta –decían en broma.
          Mi hermano Colorado Sprint era débil de bragueta, se había acostado con medio condado de Wayne. En su extensa lista figuraban esposas despechadas, hijas que querían llegar al matrimonio con algo de experiencia y casi todas las criadas que se deshacían ante sus encantos. Pero con Jaslene, la doncella tímida y hermosa que una noche tocó la luna con la yema de los dedos fue distinto y puede que, a partir de ese instante, sintiesen algo especial el uno por el otro. Él volvía borracho de una de sus juergas habituales, ella se levantó a por un vaso de leche, oyó ruidos y se agazapó detrás de la cortina hasta que el tremendo golpe de un cuerpo desplomado en el suelo la hizo reaccionar.
          –¡Ay!, señorito, menudo susto me ha dado.
          –Estás muy sexi con ese camisón, ¡eh!
          –No me diga eso, por favor, que me pongo nerviosa.
          –Acércate a ver si puedes levantarme –lo hizo y lo que ocurrió a continuación fue la consecuencia de su preñez que resolvieron llevándola a una clínica abortiva.
          Según recuerdo este episodio me viene a la memoria que nos dejó al poco tiempo para casarse con el guardés de la finca de una selecta familia por la zona de Balmoral Dr., con solarium donde los señores pasaban largas horas en verano y ella no paraba de preparar limonadas. Tuvieron cinco hijos y supongo que trabajaron duro para sacarlos adelante. Por el contrario, mi hermano Colorado Sprint, en una de esas noches de juerga y lujuria, propias en él, contrajo una enfermedad venérea que le dejó estéril y casi se lo lleva a la tumba. Hoy, la suerte de Jaslene, como la de tantas otras mujeres sin recursos que han de arriesgar sus vidas en sitios insalubres, sin higiene ni medios, habría sido muy diferente y puede que estuviese en la cárcel o haberse ido a uno de los pocos lugares donde aún no está prohibido, ya que, tras revocar la Corte Suprema el derecho constitucional al aborto, la sociedad ha retrocedido a un periodo anterior a 1973, cuando Jane Roe ganó el litigio judicial contra Henry Wade, fiscal del distrito de Dallas, dictaminando que la Constitución de los Estados Unidos de América protegía la libertad a interrumpir voluntariamente el embarazo.
          Si nos trasladásemos a otra época, cuando son las 5:45 a. m. y el reloj biológico de mi vejiga dice que he de levantarme, los puestos ambulantes de café no darían abasto repartiendo lo acostumbrado a la clientela que, apresurada, correría a coger el tren o el tranvía.
        –¡Doctora Reynolds, que se deja el panecillo de mantequilla! –diría el vendedor echando a correr tras ella.
         –Gracias, Rudy. ¡Ay, cualquier día pierdo la cabeza!
          –Good morning, mister –saludaba al jefe de estación
          –Serán para ti, porque yo me había quedado en la cama el resto de la vida.
           –¡Anímese, hombre! ¿Ponemos lo de siempre?
           –Sí.
           –¡Hola preciosidad!
         –¿Qué tal, zalamero? –contestaba la hija del candidato a alcalde–. Dame un vaso de cacao y el donuts.
           –Marchando.
          Aquel hombre de dentadura blanca, al frente del legendario quiosco, cuidaba así de la clientela que hacía un alto en su camino. Las avenidas empezarían a colapsarse de carros lujosos tocando constantemente los cláxones, con carrocerías impolutas donde los ejecutivos cerraban acuerdos multimillonarios aumentando la facturación en sus negocios. Todo resultaba frenético y a la vez ficticio, pero era la colmena con paneles de éxito y fracaso de nuestro hábitat, esa frontera que después conocimos entre el todo y la nada. Algo más allá de donde vivo ahora, en Lafayette Blvd, el First Independence Bank, único banco de propiedad afroamericana que hay en Michigan, también tendría mucho tránsito de personas. El día que lo inauguraron, 11 de mayo de 1970, yo tenía 12 años y pensaba que la vida consistía en arrebatarles territorio a las tribus indias y hacerse limpiar los zapatos por los esclavos de color. Chul-Moo, nuestro cocinero coreano, iba a sorprendernos en la cena con un verdadero manjar: cola de langosta con tiras de wontón crujientes, pero su buena intención se fue al traste.
          –¿Es cierto que han abierto los negros una entidad bancaria en el mismo centro de Detroit? –preguntó mamá mientras que Emily, el ama de llaves, comprobaba que no faltase de nada en la mesa y los cubiertos estuviesen bien colocados–. ¿De dónde diablos habrán sacado inversores?
          –De las plantaciones de algodón desde luego que no –aseguró papá–. Veremos qué ocurre.
          –¿Nos afecta?
       –Desde el punto de vista empresarial cuantos más ciudadanos dispongan de créditos para cambiar de coche mayor será la venta que hagamos y por tanto aumentaremos la producción.
          –¿Entonces cuál es el problema? –preguntó ella–. Niños, no deis patadas por debajo que tiraréis las copas.
          –Pues que el poder les hará fuertes y eso no nos interesa.
         –Señor, llaman de la oficina –irrumpió Brody con la cara descompuesta–, quieren hablar con usted.
          –¿Te han dicho el motivo?
          –Será mejor que se ponga, es muy urgente.
          –¿No habíamos quedado en que durante el desayuno no habría interrupciones –mamá elevó el tono– y respetaríamos este espacio para estar juntos?
          –Lo siento, querida. Y vosotros –nos señaló con su dedo acusador– haced el favor de obedecer. Enseguida vuelvo. –No lo hizo, y le vimos salir en su auto a toda velocidad.
          Apostados en la verja de la entrada a la Motors Carson Company, un despliegue de medios de comunicación con sus equipos a punto para conseguir en exclusiva las primeras imágenes o entrevistas colapsaban el acceso principal a la fábrica.
          –¿Se puede saber qué ha ocurrido –preguntó papá malhumorado– y quién coño ha llamado a la prensa? –El jefe de sección se encogió de hombros y comentó la fealdad del asunto al correrse las voces de que la pieza causante del accidente hacía tiempo que estaba fuera de servicio.
          –Eso es imposible, no puede ser. Haga el favor de callarse y no repetir tal barbaridad, puede oírlo quien no debe. Ha sido un fallo humano, ¿me oye? Y ni se le ocurra contradecirme delante de nadie. ¿Entendido? –El obrero asintió sumiso.
          –¡Dios castigará a los culpables! ¡Dios castigará a los culpables! –repetía alguien en cuclillas junto a su caja de herramientas, mientras que otros lloraban desconsolados y alguno, impotente, daba patadas al vacío amansando la rabia. Próximo al departamento de montaje los uniformes del FBI y de los servicios de emergencia se mezclaban formando un muro de contención.
        –Vuelvan a sus puestos –dijo papá levantando la voz al grupo de personas que estaban de brazos caídos–. ¿Acaso creen que el sueldo se regala?
          –Disculpe –intervino el inspector al mando–, eso  lo tendremos que decidir nosotros, de momento, y hasta que no se aclaren los hechos, han de permanecer aquí. Supongo que es usted el máximo responsable.
          –Exactamente el dueño de todo esto.
          –Pues tendrá que acompañar a los agentes para que le tomen declaración.
          –Primero díganme de qué se me acusa, no sé qué ha pasado.
     –¿Ah, no? ¡Venga ya! ¿Acaso no le han informado que según el testimonio de los compañeros que estaban con el fallecido en el instante del suceso, de repente, aunque subido en la grúa no había ninguna persona, esta giró y, al hacerlo, una pieza de gran tonelaje se soltó del gancho aplastándole de cintura para abajo? Eso descarta, aunque ustedes traten de hacernos ver lo contrario, la teoría de la negligencia por parte de quien ya no se puede defender.
        –Oiga, yo estaba en casa, tan campante, desayunando con la familia y, en cuanto me han avisado, he venido deprisa y corriendo. ¿Qué más quieren que haga?
       –Entonces no tendrá inconveniente en facilitarnos la documentación actualizada respecto a la maquinaria, permisos de importación y exportación, revisiones, licencias, contratos… Ya sabe a lo que me refiero: ese papeleo que gusta tan poco a ustedes, los empresarios.
          –Claro, la secretaria se lo facilitará, pero le adelanto que esta compañía es muy seria y legal.
          –Identifique al fallecido, por favor.
    –Mejor que lo haga mi segundo, son muchos y a la mayoría no los conozco personalmente, él se encarga de las entrevista de trabajo y de la selección.
           –No perdamos más tiempo y hágalo.
          –Es que no…
          –¡Ahora! –Abriéndose paso entre las miradas de desprecio que le culpaban de todos los males que allí ocurrían, se acercó inseguro, cegado por la cobardía de tener que hacer frente a una realidad que le pisaba los talones. Apretó los párpados e hizo lo imposible para despertar de aquel terrible sueño en otro lugar, pero el esfuerzo fue en vano ya que tuvo que reconocer al que yacía tumbada sobre un charco de sangre. Era el operario más veterano en la cadena de montaje ensamblando motores. Hombre fiel, entregado al oficio y con el listón de la responsabilidad muy alto. Le faltaban unos meses para su retiro y le había expresado al patrón su intención de no hacerlo puesto que aún se encontraba en forma, lástima que sus deseos se truncaran tan pronto.
          La llegada del juez para el levantamiento del cadáver trajo consigo el silencio de los presentes, en el mismo instante en que un furgón fúnebre se lo llevó a la Oficina del Médico Forense del condado de Wayne, para realizarle la autopsia. A su vez, el FBI metió en bolsas precintadas las pruebas que recogió y tomó huellas de las superficies. Antes de irse les comunicaron que serían llamados a declarar.
          –Lo siento, señor –se disculpó el abogado de la empresa–, estaba en el Tribunal y hasta ahora no he podido salir.
          –Vayamos pues a mi despacho –dijo papá– y rece para que su ausencia no me perjudique.
          –Ahí fuera hay montada una buena y hablan hasta de intento de asesinato –comentó el letrado–, ya sabe cómo son estas cosas, se corren las voces y no hay quien lo pare, además activistas en pro de los derechos de los trabajadores están manifestándose.
          –Que los de seguridad los desalojen. Lo primero encárguese de los gastos de entierro, mande una corona de flores y asegúrese de que los allegados reciben este cheque –lo extendió según subían las escaleras–. Contacte con todos los amigos influyentes que nos deben favores, quiero que muevan sus traseros y se esfuercen para que el accidente aparezca en la opinión pública como un descuido de quien ya no tenía sus cualidades físicas a pleno rendimiento y, por consiguiente, tampoco los reflejos. La Motors Carson Company no puede permitirse escándalos de esta índole, estamos a punto de cerrar un acuerdo importantísimo en el mercado Oriental y eso nos perjudicaría bastante, no sólo en la actualidad, sino a futuro.
          –¿Y usted cree que con un manojo de dólares va a callar a la viuda y huérfanos? Creo que no lo debe de hacer porque es como reconocer la culpa, y eso es lo último que queremos, ¿no?
          –Los de abajo andan siempre pasando la lengua por el suelo a ver si se les pega alguna moneda que a los de arriba se nos caiga por un roto del pantalón –soltó sin percatarse del desprecio que despertaba en sus semejantes.
          –No sé, deje que lo estudie y pregunte a la gente del taller, es mejor ir sobre seguro que tener que improvisar en el momento.
          Transcurridos seis meses llegó al departamento de administración una carta a nombre de papá en la que lamentaban las molestias ocasionadas hasta esclarecer los hechos del accidente y en cuyo informe notificaban que la causa de la muerte del obrero fue por infarto de miocardio y no tras caérsele encima un embalaje con salpicaderos y sistemas de dirección, algo debido simplemente a una circunstancia fortuita. Y así, tal cual, salió una nota de prensa. Sin embargo, de haber ocurrido a finales de ese mismo año, cuando el presidente Richard Nixon firmó la Ley de Seguridad y Salud Ocupacional para la mayoría de los trabajadores de Estados Unidos, quizá la investigación habría ido por otro camino. En cualquiera de los casos, ahora recuerdo que la familia no se quedó quieta…
          Salgo de casa y voy por la Avenida Michigan hasta Washington Blvd, hace frío, olvidé la bufanda y una capa de polución que se mastica hace de falso techo entre la tierra y el cielo. Frente a mí hay un hombre suspendido en el aire limpiando los grandes ventanales de apartamentos que aún no han sufrido el desahucio, lleva un arnés fluorescente y va sujeto por un cable de acero, me pregunto qué pensará de nosotros al vernos cual trashumancia humana. Según avanzo evito pasar por delante de los sórdidos callejones donde quedan restos de sangre y semen o el destrozo de cualquier ajuste de cuentas en la noche anterior. Un poco más allá observo que la fachada de uno de los edificios más antiguos de la ciudad tiene una estructura de hierro que la sujeta por dentro, donde todo está demolido evitando así que lo ocupen maleantes y delincuentes. Movido por lo que un día fui y tuve, sigo con el olfato a un grupo de personas que saborean una salchicha metida en un panecillo untado con frijoles, chili, mostaza amarilla y cebollas crudas que muerden delicadamente para no mancharse el traje, lo mismo que hacía yo cuando creía que ser uno de los tipos más importantes de Detroit era parecido a tener las llaves del Universo. Sin embargo, la mala baba del tiempo con toda su crudeza vino a demostrarme lo contrario…

3. 
El accidente cerebrovascular que sufrió papá paralizó su lado derecho y parte del izquierdo, necesitando ayuda permanente las veinticuatro horas del día. Mamá no lo llevaba bien y buscaba excusas tontas o largos viajes que la mantenían fuera de casa el mayor tiempo posible. En cuanto a nosotros, inmersos en nuestros quehaceres y diversiones, tampoco podíamos ocuparnos de él. Así que, entre el ama de llaves y el jardinero se las apañaban para cuidarle. De lunes a viernes venían dos enfermeras, le aseaban, cambiaban la sonda, hacían analítica, cura de escaras y ejercicios en brazos y piernas para que las extremidades no se le quedasen rígidas. Durante el fin de semana lo hacía una suplente. Esa mañana cuando se acercó a la cama descubrió que ya no respiraba, era su primer cadáver y perdió los nervios. Alarmados por las voces que salían del dormitorio, entraron mi hermana Dakota seguida por Brody quien trató de reanimarle, en vista de que no, llamaron a emergencias, pero nada pudieron hacer ya que llevaba varias horas muerto, según recogió después el informe de la autopsia. El entierro fue multitudinario, miles de personas se dieron cita llenando bulevares, plazas y avenidas donde no cabía un solo alfiler para despedir al magnate de la industria automotriz que, agradecidos y eternamente en deuda con él, había proporcionado riqueza y publicidad no sólo a la ciudad de Detroit, sino al conjunto del estado de Michigan.
         No habían pasado ni cuarenta y ocho horas cuando todos los miembros de la familia, además de Emily, fuimos citados en el despacho del abogado donde se dio lectura del testamento. Siguiendo las indicaciones del testador primero informó al ama de llaves de que iba a recibir en herencia una humilde parcela, rica en agricultura, en la villa Ashley, en el condado de Gratiot, adonde podría iniciar una nueva vida sin depender de nadie.
          –Si es tan amable ya puede salir, por favor –indicó el letrado mirándola por encima de la gafa.
          –Vuestro padre estaba loco de remate, mira que dejarle a la criada una de las tierras que nos corresponden –su enfado no era propio en una viuda afectada–. ¿Se puede impugnar?
          –Me temo que no, señora.
          –Pues que queréis que os diga –saltó Dakota–, lo veo justo porque ha cuidado de él en la recta final de su vida.
          –Sigamos: a mis hijos pequeños les dejo una asignación económica que sólo podrán gastar en estudios y que será administrada por mi representante legal. Es decir, un servidor. En cuanto a mi esposa, continuará viviendo en la casa hasta que se venda o contraiga matrimonio de nuevo.
          –¡Qué disparate! –mamá entraba en cólera– ¿Cómo que hasta que se venda? ¿Y de las demás propiedades no pone nada?
          –Lamento comunicarles que no queda ninguna, se deshizo de la mayoría de los inmuebles para paliar algunas deudas de la empresa –informó el letrado
          –¿Y el dinero que había en el banco? –preguntó ella.
          –Hubo que pagar a diversos acreedores. El señor Carson, desestimando el consejo de nuestro bufete, apostó por un negocio en el mercado oriental que jamás prosperó, de modo que, para pagar a los trabajadores, deshizo poco a poco las operaciones de inversión.
          –¿Quiere decir que estamos arruinados?
          –No, hay que superar esta mala racha vendiendo muchos automóviles. –Pero tanto él como yo sabíamos que el mercado estaba hundido.
          –¿Cómo no nos has dicho nada? –oí por boca de los tres–. ¿Eras cómplice de papá?
          –Es la primera noticia que tengo.
          –Oigan, arreglen sus diferencias después y continuemos. A Ayden, el mayor de los tres, le dejo al frente de la Motors Carson Company para que, siguiendo las directrices que he dejado marcadas mantenga el estandarte de nuestro apellido en el lugar que corresponde. Y, por último –añadió el letrado–, hay una cláusula que se refiere a Dominic, el jardinero.
          –No fastidie –interrumpió mamá–. ¿Para esté también nos ha reservado alguna sorpresita?
          –No, textualmente dice muy claro que, mientras viva, deberá continuar con ustedes.
          –Al final va a resultar que el viejo tenía corazón para los de fuera –irrumpió mi hermano Colorado Sprint– y bastante mala leche con los de dentro. –Abandonamos el despacho por separado y lo hicimos silenciosos, defraudados, insatisfechos, traicionados por aquel ser caprichoso que siempre se salía con la suya, pesase a quien pesase.
          Durante las siguientes semanas desentrañé la verdadera situación de la empresa sumergida en un pozo al que ya no le quedaba ni una sola gota de agua. Una tarde cuando regresé a casa encontré a mamá quemando papeles. Rescaté de sus garras cuantos pude, los ojeé y, sinceramente, no entendí nada. También hallé un par de libros de registros con inexplicables errores en las partidas. Lo cogí todo y volví a la oficina. Entonces descubrí una contabilidad paralela, impago de facturas, devolución de cheques sin fondo y lo que es peor aún nuestra reputación en entredicho.
          –¿Desde cuándo estamos así –pregunté al hombre de confianza de mi padre– y por qué usted no me ha puesto al corriente?
          –Cumplía órdenes del señor Carson. Mire, yo no quiero problemas, si me dicen que pinte las paredes de amarillo, yo las pinto, que haga un seguimiento a un cliente, y lo hago, que declare en contra de quien sea, y declaro. A mí el amo que me paga enseguida soy su fiel guardián.
          –Muy bien. No obstante, aclaremos algunas cosas: él ya no está y ahora mando yo.
         –Por supuesto, y con gusto seré también sus ojos, sé cómo manejar al ganado para que no se disperse y a las ratas financieras.
          –Es que no le quiero cerca, su contrato especifica que es montador de tapicerías y ahí va a volver.
          –Puedo hacerle mucho daño a la compañía si destapo todos los asuntos sucios que conozco.
          –Atrévase. ¡Vamos, hágalo! ¿Quiere ir a los tribunales? ¿Acaso no sabe que el viejo se cubrió muy bien las espaldas y la única firma que figura en los trapicheos es la suya? ¿Se las da de listillo y no vio venir la jugada? ¡Qué decepción! –Giré sobre mis talones y le dejé con la palabra en la boca. Notaba la fuerza de una corriente empujándome hacia un precipicio por el que todos esperaban que me despeñara, sin embargo, el reto era demostrar que iba a reflotar el barco.
          –Joanne, convoque mañana a los jefes de departamento a una reunión –dije a la secretaria– y consígame los movimientos bancarios actualizados.
          –De acuerdo. ¿A qué hora les digo?
          –A las 8:00 a.m. ¡Ah!, otra cosa: anule las citas de los próximo quince días.
          –¿La del Gobernador también?
     –Por supuesto, recibirá el mismo tratamiento que los demás. ¿Alguna objeción al respecto? –sonreí y continué–. También quiero revisar los documentos de los últimos veinte años.
          –¿Todos?
          –Sí, que alguien de administración la ayude.
          –No es eso, jefe.
          –¿Entonces cuál es el problema?
        –Pues que la mitad de ellos están guardados en la caja fuerte del sótano y no tenemos acceso.
          –Explíquese porque no me entero.
     –El señor Carson y él –refiriéndose al hombre con el que yo acababa de hablar– mandaron instalarla allí y sólo ellos conocen su contenido. –Me sentí ridículo ante su mirada de compasión por tener delante de sus narices al director de empresa más ninguneado de la historia de los Estados Unidos de América. Fui a la sala de montaje, busqué al individuo en cuestión y, junto con cinco compañeros más, le exigí que nos condujese hasta aquel laberinto de pasillos que desembocaban en un cuarto donde antes estuvo el antiguo depósito de agua y ahora una caja de hierro ensamblada entre ladrillos.
          –Ábrala, deme la combinación y espere arriba –dije autoritario.
          –Imposible, juré sobre la Biblia que bajo ningún concepto da…
          –Haga lo que le digo o llamo a seguridad.
         –No se ponga así, muchacho. Allá su conciencia. –Con dedos ágiles giró la rueda varias veces a derecha e izquierda, hasta que se desbloqueó el pestillo con un sonido ronco.
      –Recoja sus cosas, está despedido. –Tardamos más de dos horas en llevar a mi despacho enormes archivadores, carpetas, sobres lacrados, facturas falsas, abales de propiedades inexistentes, inversiones de amigos, conocidos y allegados que confiaron sus ahorros a mi padre con la esperanza de duplicarlos y tenerlos a buen recaudo en paraísos fiscales, sin saber que nunca llegarían a tal destino.
          –Redacte una carta de despido, Joanne.
          –Ya lo hice.
          –Deme que la firmo y márchese a casa.
          –No tengo prisa, puedo quedarme y le ayudo.
        –No, de verdad. Muchas gracias, esto he de hacerlo solo, hemos tenido un día muy largo y mañana la quiero fresca.
          –Ayden –la miré con actitud paciente–, me alegro de que esté usted al mando y de perder de vista al tío ese, es un prepotente maleducado que no soporta que una mujer como yo esté al frente de puestos de trabajo que según su criterio sólo pueden desempeñar los hombres.
          Durante toda la noche puse orden en las notas que fui tomando pero la conclusión es que no iba a ser fácil salir del atolladero. Me miré en el espejo del cuarto de baño y vi que tenía un aspecto lamentable, así que, antes de que llegasen los trabajadores y trabajadoras, me afeité y arreglé el pelo, saqué una camisa limpia que siempre tenía en reserva y enchufé la jarra de café para despejarme. Mi fiel secretaria ya había llegado.
          Good morning. ¿Están esperando? –pregunté.
          –Sí, en la sala de juntas.
          –Deme un par de minutos y venga conmigo.
          –Claro. –Respiré hondo, bebí la taza de café y entramos.
        Agradecí a los seis hombres haber acudido a la cita y les puse al corriente de la delicada situación en la que nos encontrábamos prometiéndoles levantar de nuevo la compañía por ellos, por sus familias, por mi orgullo y para que Dios guarde a América. Sin embargo, nunca lo cumplí. Mientras recuerdo esos episodios espero turno en la cola del hambre…
          –¡Hello, Ayden! ¿Le duele menos la espalda? –se interesa por mí el pastor.
          –Igual.
          –Ayer faltaste al estudio de la Biblia.
          –Tuve cosas que hacer.
          –Bueno, celebro que estés ocupado.
          –Sí, yo también –respondí como ausente.
          –Pero no dejes de venir, ¡eh!
          –¡Claro!
          –Espero verte en el próximo bautismo de creyentes, no nos falles.
          Se despide con una palmada en la espalda y conversa con otras personas. Hace diez años que Bob W. Perkins está al frente de todo esto y desde entonces las cosas funcionan mucho mejor respecto a la ayuda que se ofrece a los más necesitados. Vino con su esposa y dos niños pequeños desde la costa este tras haberse formado en Boston y Nueva York al lado de los mejores predicadores contemporáneos. Sin embargo, quiso hacer un cambio radical y probar en el Medio Oeste sin calcular que aterrizaba en la metrópoli hundida y que dicha decisión marcaría un futuro quizá incierto para los suyos. No obstante, se adaptaron pronto y pelearon duro consiguiendo que esto sea un lugar habitable donde acudimos gente muy dispar, cada uno con su fracaso a cuestas, con lo que fue y ya no será, con las ropas rasgadas y el corazón endurecido, con la esperanza desaparecida igual que el paisaje donde crecimos. Hay quienes buscan dentro de este espacio sentirse seguros, otros el prestigio y respeto perdidos y algunos prestar un servicio desinteresado a la comunidad, pero todos, de una manera u otra, herramientas tangibles con las que reconfortar el espíritu. Aquí he conocido a Megan Aniston, una mujer de color a la que el destino no le ha sonreído demasiado. Días antes de cumplir la mayoría de edad ya tenía encima a su primer marido, dejándola viuda a los dieciséis meses de casados y preñada de cinco. Su segundo esposo fue un alcohólico que desaparecía del hogar largas temporadas y, cuando volvía cada diez meses, era para embarazarla y empeñar las pocas cosas que quedaban intactas. De manera que, con seis hijos a su cargo y para que los servicios sociales no se los quitara, empezó a trabajar en un restaurante de comida rápida donde se tiraban muchos alimentos que nadie había tocado y que los camareros aprovechaban. Así que, de repente, un sabroso surtido de aquello que más les gusta a los niños y a las niñas completaba sus cenas. Una noche, al término de la jornada, con el salón recogido y listo para el día siguiente, la policía la esperaba en la puerta. El dueño, más preocupado por su reputación que por la presunta detención de la empleada, rogó que se alejasen del recinto, pero en ese mismo instante el agente acababa de comunicarla el accidente mortal de automóvil sufrido por su marido. El tercero fue un cliente asiduo que acodado en la barra solo bebía botellas de soda y también la llevó al altar vestida de luto. Resultó ser una buenísima persona con ella y sus hijos e hijas, pero con un peligroso hobby: las armas. Una tarde, limpiando su escopeta, se disparó, la bala entró por la sien. Ese fue el punto final a toda su vida conyugal.
          –¿Te molesta si caminamos juntos, Ayden? –pregunta Megan sorprendiéndome–. He de ir a buscar a los suegros de mi hija que vienen desde Windsor, ya sabes que está delicada de salud y no puede hacer a pie trayectos largos.
          –La calle no es de mi propiedad –digo lo más desagradable que puedo para quitármela de encima–, haz lo que te plazca.
          –¿Has estado alguna vez en la provincia de Ontario?
          –Sí.
        –¡Ay, chico!, lo que daría por conocer Canadá, bueno y el mundo entero. Cuando vienen cuentan siempre maravillas del país. Residen en un municipio al noroeste y por las fotos que enseñan el paisaje es idílico. En fin, una maravilla.
          –No es para tanto.
        –¡Cómo que no! ¿Y qué me dices del lago de las Montañas Rocosas? ¿Y la elegancia de los territorios de habla francesa? No lo niegues, con esas señoras tan bien vestidas, peinadas y maquilladas perfectamente, sin una sola arruga que destaque y levantando el dedo meñique para tomar el té. ¿Y las cataratas del Niágara, eh?
          –Nada que no tengamos nosotros.
          –Pues qué quieres que te diga, a mí ese glamour me fascina y preocuparse sólo de uno mismo.
          –Tonterías.
    –¡Eres tremendo! Hoy he conseguido leche para mis nietos, parecen ya unos hombretones, espero que algún día puedan largarse a otro Estado donde encuentren más oportunidad de crecer y prosperar. El salario del padre no alcanza y mi retiro tampoco, así que, no queda más remedio que tragarse la dignidad y hacer por ellos lo que sea necesario.              –Ya.
          –También llevo un paquete de café y algunas latas.
          –¿Y tú?
          –¿Oye no vas a dejar de hablar ni un momento? –Ignoró la pregunta.
          –La semana pasada en mi edificio murieron diez personas, el casero es negacionista y nos ocultó que fue por COVID-19. Ese mismo día realquiló las casas sin haber desinfectado.
          –¿Y, qué esperabas, un comunicado oficial a doble página en The Washington Post?
       –Hombre, algo de empatía con el resto de los inquilinos sí, hay personas muy vulnerables y todos pasamos por las zonas comunes.
          –La era de los blandos ha terminado.
          –Aunque te haces el duro sé que en el fondo no lo eres’. ‘Es la ley de la jungla
          –¿Es cierto que fuiste millonario y lo perdiste todo en una partida de póker?
      –¡Qué más da! No tengo por qué darte explicaciones. Bueno, hemos llegado al Riverwalk, me quedo aquí.
          –¿Por dónde salen los automóviles que cruzan el río por debajo del túnel hasta la aduana?
          –En aquella explanada hay un cartel bien grande que lo indica, ¿no sabes leer?
          –¡Te empeñas en ser borde y no lo vas a conseguir!
          –Sí, sí lo soy. Hasta la vista. –Doy media vuelta y me apiado de aquella buena mujer que tiene un concepto de mí erróneo.
          Cómo explicar que cuando estás arriba y la vida discurre fácil, con peones que alisan el camino y apartan los obstáculos, los cuellos de las camisas bien planchados, el refrigerador siempre lleno, la perspectiva de futuro a la vuelta de la esquina, el dormitorio caldeado, la puerta de los casinos y los reservados en el prostíbulo a tu disposición, arribar un nuevo proyecto ilusionante o tener la certeza de que nada irá en contra tuyo, no acabas por acostumbrarte al marasmo de los solares vacíos que crecen dentro de ti cuando lo has perdido todo excepto la vida. Por mucho que me empeñase en explicar que la peor catástrofe para mí ha sido el declive de mis negocios convirtiéndome en el esqueleto arruinado que ahora soy, nunca sería un argumento sólido para alguien cuya máxima preocupación diaria es que los suyos no pasen hambre. Miro a mi alrededor y acepto que soy un mendigo con excesivos aires de grandeza, otro bloque de hormigón que ha contribuido a hundir el tejado de la gran Detroit, alimentando leyendas de plagas bíblicas que hacen mella en la sociedad. Entonces, viéndola irse libre de rencor, siento verdadera envidia de ella…


4.
Tras la reunión que mantuve con los jefes de departamento poniéndoles al corriente de la delicada situación que atravesaba la empresa y la necesidad de implicarnos todos para sacarla adelante de la manera más digna posible, mi vida giraba en torno a dicho propósito, tanto fue así que desatendí otras obligaciones también muy importantes, como por ejemplo la organización de la casa una vez que Emily ya no estaba con nosotros. El momento de su despedida fue una de las experiencias más dolorosas que aún recuerdo. A las siete de la tarde del día anterior presagiando la tristeza que nos invadiría, el cielo respondió contundente diluviando con violencia. Ráfagas de viento fortísimo arrastraron ramas partidas, zarandearon árboles y amontonaron cubos de basura contra algunos coches desplazados por la riada. Las alcantarillas escupían aquello que no era suyo y las ratas agazapadas buscaban refugio a la sombra de las farolas. Nosotros, adelantándonos al pronóstico, pusimos los cierres de las ventanas y protegimos la entrada a la planta sótano.
          –Es peligroso que te pongas en camino, querida –dijo Dominic, el viejo jardinero afectado por su marcha–. Espera un poco a ver si amaina.
          –La señora no me quiere aquí y lo sabéis. Cuanto antes me vaya, mejor.
          –Pero hasta la villa Ashley, en el condado de Gratiot, hay unas 127 millas –señaló Brody– y, hasta que no lleguemos allí no sabremos los daños sufrido en la carretera. Además, como eres muy cabezona y te has empeñado en ir en autobús es probable que tenga complicaciones y tardes más de lo habitual. ¡Anda, deja que te lleve! –pero no hubo respuesta.
          –Es hora de recogerse –zanjó así la conversación–, todavía soy la responsable de mantener aquí la disciplina, de modo que cada cual a su habitación.
          Desde arriba oí frases sueltas y pensé que yo también debía ponerme el pijama, sin embargo, una visita inesperada irrumpió en el dormitorio.
          –Mañana mismo me pongo a hacer entrevistas para contratar a otra ama de llaves –dijo mamá con tono de superioridad.
          –No necesitamos cubrir el puesto.
          –Claro que sí. ¿Qué pensarán mis amigas cuando vengan a tomar el té y no haya nadie que lo sirva?
          –Estamos arruinados, mamá, y reducir gastos es lo que vamos a hacer.
          –Eres un desconsiderado, un mal hijo y un pésimo administrador al que se le ha subido el cargo a la cabeza, pero a mí no me engañas.
          –Piensa lo que quieras, pero ve haciéndote a la idea de que tendrás que implicarte un poco más en asuntos domésticos.
          –¡De eso nada! ¿Quién te crees que eres para hablarme así? ¿Mi padre?
          –Por supuesto que no, pero sí el encargado de no hundirnos del todo.
          Salió hecha una furia y relatando incongruencias. Apagué la luz, necesitaba dormir y desconectar el cerebro de la realidad ya que el negocio del mercado oriental, por el que papá apostó fuerte, me traía por la calle de la amargura. Aquello era el principio del fin…
          A las 5:30 a.m., como era habitual, Chul-Moo tenía listo en la mesa de la cocina el desayuno para el servicio. En los días de acontecimientos especiales, además de las gachas de avena, huevos, tostadas, salchichas, café y jugo de naranja, añadía tortitas con sirope de arce. Esta vez, aunque no celebraban nada, también lo hizo. Durante toda la noche siguió lloviendo con tanta intensidad que se produjeron cortes intermitentes en el suministro de luz. Los cuatro empleados domésticos de los Carson sin despegar la vista del plato y en absoluto silencio dejaban entrever que los rostros serios marcaban el final de una etapa en sus vidas anticipando cambios. Emily se esmeró planchando el uniforme que dejó estirado sobre los pies de la cama, junto a otros complementos que podría reutilizar la persona que la remplazase. Llevaba puesto el vestido de lana que usaba los domingos, los zapatos desgastados pero con brillo, y un diminuto tocado en el pelo. Estaba desganada y no podía disimularlo ya que con la punta del tenedor movía la comida. Mientras bajaba la escalera para sentarme con ellos recuperando aquella costumbre que de pequeño hacía a menudo, noté que los desconchones de humedad en las paredes olían a despedida.
          –Siéntese, señorito Ayden –el viejo jardinero se levantó deprisa–, me pondré enfrente.
          –Por favor, Dominic, no te muevas, aquí estoy bien, en esta silla me sentaba con vosotros de pequeño.
          –Vas a enfadar a tu madre, hijo –dijo el ama de llaves metiendo sus dedos entre mis cabellos–. Es mejor que subas al comedor de arriba.
          –De eso nada, todavía soy tu jefe y hasta que no salgas por esa puerta con Brody y conmigo permite que disfrute de vuestra compañía y estos manjares –ella intentó protestar–. No se admiten negativas. Y ahora, a desayunar.
          Cuando terminaron, se puso de pie, cogió el abrigo, la maleta y sin mirar atrás se metió en el coche antes que lo hiciera yo, en el asiento del copiloto. Presentí los reproches que al regreso me dedicaría la familia, pero me importó un carajo.
          A ambos lados de la autopista se amontonaba la nieve y algunos automóviles abandonados. El tráfico infernal rompía el paisaje desnudo de vegetación en invierno y alteraba el vuelo de las manadas de pájaros desorientados a consecuencia del cambio climático.
          –Será mejor coger el desvío que hay antes de entrar en Ashley –dijo Brody retumbando su voz dentro del auto–, hay que cruzar la vía del ferrocarril por W Oak St y avanzar hacia el Este, una vez pasado el puesto de gasolina seguimos recto hasta llegar a un sendero de tierra que hemos de recorrer a pie y, ahí, alejado del vecindario está el terreno adquirido por su padre.
          –Veo que conoces muy bien el camino, –comenté con cara de pillo.
          –Le traje alguna que otra vez.
          –El viejo era toda una caja de sorpresas, ¿eh?
          –Pensaba instalarse aquí cuando se retirara, lástima que la enfermedad abortase sus planes.
          –¿Veníais solos o acompañados?
          –Perdóneme señorito Ayden, pero no voy a contestar esa pregunta.
          –Comprendo y alabo tu lealtad. –Paró el motor y siguió con las indicaciones como si las hubiese aprendido de memoria.
          –A partir de la señal donde pone “no camiones” –dijo a Emily–, habrás de memorizar la ruta si no quieres perderte. Fíjate, aquel poste de la luz en cuyo tronco grabé tus iniciales acatando las órdenes del señor Carson, es un buen punto de referencia. Hemos de ir en zigzag –se bajó del auto, cogió la maleta y la bolsa con comida que mandé preparar para ella e indicó que le siguiéramos. La ofrecí el brazo y se agarró gustosa mostrando ese rictus de eterno agradecimiento que tanto la caracteriza. Quise detener el tiempo en ese instante teniéndola tan cerca, notando su corazón acelerado por la leve fatiga que la obligaba a entreabrir la boca según subíamos la cuesta. Sonreí para mis adentros y ajusté mis pasos a los suyos más cortos, propios de quien ha caminado sin prisa supervisando cada detalle y desenmascarando cualquier mota de polvo. Entonces, de repente, comprendí que mi querida ama de llaves había envejecido y eso me produjo mucha ternura.
          –¿Quieres descansar?
          –No te preocupes –por fin arranqué de sus labios unas palabras–, todavía me quedan fuerzas para quitarme la zapatilla y darte con ella en el trasero. –Me dejé llevar y la abracé.
          –Vayan con cuidado –nos advirtió el chófer–, a la izquierda hay un pozo que no está sellado.
          –Presentaremos una queja en la oficina del congresista por el condado de Gratiot de manera inminente –solté–, ¿te parece?
          Continuamos un poco más y, por fin, detrás de algunos arbustos visualizamos la casa de construcción sencilla. En el interior una capa de serrín alfombraba el suelo de madera. Apenas había muebles ni objetos personales, la luz que entraba de fuera era muy pobre y pensé que lo ideal sería agrandar las ventanas. Sobre la mesa de la cocina todavía quedaban latas de conservas sin caducar. También encontramos cacerolas, una tetera y platos desiguales que completaban el menaje. A la derecha, una puerta bastante débil conducía a la parte de atrás donde se ubicaba el terreno fértil que, de ser bien tratado, daría muchos frutos.
          –Emily, el señor Carson me dejó encargado que te diese esto personalmente –Brody sacó de un cajón un paquete envuelto en papel–. Ábrelo. –Era la Biblia de papá con sus iniciales grabadas en la encuadernación de piel. Tomó asiento y por primera vez la vi emocionarse. Entonces comprendí que debía asimilarlo todo en soledad.
          –¿Estarás bien? –pregunté abrazándola–. ¿Llamarás si necesitas cualquier cosa?
          –¡Pues claro! Anda, marchaos tranquilos. –Regresamos y esa fue la última vez que la vimos.
          Si hay algo que actualmente me sobra es tiempo, así que, deambulo por el centro de la ciudad habitado hoy por las clases más desfavorecidas. Y lo hago creyéndome un tipo importante porque cuando el auge industrial estuve en lo más alto de la cima formando parte aquella sociedad superflua. Sin embargo, despojado de las capas que son sólo apariencia me siento liberado aunque sigue produciéndome tremenda nostalgia caminar desde el distrito histórico de Bricktown, donde está Jacoby’s German Biergarten, el pub más antiguo, con música en vivo, que tantas noches soportó mis borracheras y llegar hasta los edificios comerciales de Monroe Avenue, con el Teatro Nacional a la cabeza, adonde invité a clientes muy adinerados que después no cerraron conmigo ninguno de los negocios prometidos. Pero hay dos sitios que me gustan especialmente, esos son la Avenida Jefferson Este, donde se encuentra el Renaissance Center, con espacio para una terminal y muelle de cruceros, y la zona del Campus Martius, con el Monumento a los Soldados y Marineros de Michigan asesinados durante la Guerra Civil. No lejos de allí, un grupo de Hare Krishna, van en procesión repitiendo sus mantras ajenos a los manifestantes que justo enfrente portan pancartas en contra de la prohibición del aborto.
          –Alabado sea Dios –vocea un desconocido empujando un carrito lleno de bolsas y obligando a los coches a frenan en seco–. Se acerca el fin del mundo…
          La esposa del reverendo Bob W. Perkins ha roto aguas en plena ceremonia, y ha ocurrido todo tan deprisa que algunas feligresas han ejercido de comadronas improvisando un paritorio en la sala contigua.
          –Empuja –se oye desde fuera–. Empuja querida, un poco más. Vamos, que ya está casi. Empuja.
          Aunque la parturienta muerde un pañuelo para amortiguar el dolor, quienes aguardamos fuera y nunca nos hemos visto en una situación similar la imaginamos ensangrentada y a punto del desmayo maldiciendo al marido y jurando que jamás volvería a preñarla. Sentado junto a mí, un anciano recita en voz alta versículos del Nuevo Testamento y en los obligados silencios para respirar, su compañera levantando la cabeza hacia el techo responde con aleluyas. El flamante padre, hecho un manojo de nervios, camina de un lado a otro diciendo sus oraciones y recordando que los hijos mayores también nacieron en lugares bastante estratégicos: uno en un ferrocarril rumbo a Connecticut, con un sol de justicia y el otro en el post-sepelio del abuelo materno.
          –¡Es una niña! –dicen desde dentro–. ¡Es una niña! ¡Alabado sea Dios! –repiten insistentes–. ¡Es una niña y ambas están bien!
          La ambulancia que debía llevarlas al hospital ha tardado más de media hora, la doctora y un enfermero han cortado el cordón umbilical a la criatura que reposa sobre el pecho de su madre y que ha pesado cuatro libras al nacer.
          –Ayden ¿estás contento? –Megan Aniston está eufórica–. Ha sido emocionante.
          –¿Y por qué habría de estarlo?
          –No recordaba lo que se siente con la llegada de un bebé desde que asistí a una de mis vecinas.
          –No es para tanto.
          –Chico, mira que eres aguafiestas. Tenemos un miembro más en la comunidad, está sano y ha colmado de felicidad a su familia. ¿Te parece poco motivo?
          –Pues tenían que haberlo pensado antes de traerla a este mundo, ha venido a sufrir y no merece la pena, será una desgraciada, como todos nosotros.
          –Digo yo que algún día se te secará esa mala leche que te agria la existencia.
          –¿Con qué derecho me hablas así?
          –Lo lamento, tienes razón.
          –Perdone –dirigiéndose a mí–, ¿nos conocemos? –Un hombre cuyo rostro me es muy familiar nos interrumpe.
          –Supongo que no.
          –Juraría que mi madre trabajó para usted de secretaria, conservamos algunos recortes de prensa donde aparecen los dos en la presentación de alguno de los modelos.
          –Me confunde con otro.
          –Es posible. Ahora ha perdido la memoria, pero hasta que la tuvo hablaba de la etapa final en la Motors Carson Company con mucho cariño y por supuesto admiración hacia quien tomó el relevo de la empresa.
          –Ya sabe que todos tenemos un doble.
          –Será eso. Quizá si la ve le suene –saca la cartera y muestra una fotografía–, aunque acababan de diagnosticarle Alzheimer estaba guapa, ahora se ha deteriorado muchísimo.
          –No, ya le he dicho que no sé quién es.
          –Pues disculpe una vez más. –Coge los paquetes que trae y se los da a la persona encargada de recoger las donaciones, también entrega un puñado de dólares.
          –Hermano, ¿pero tú en qué mundo vives? No te enteras de nada –suelta Megan–, este tipo te ha reconocido realmente y no es de los que piden, es de los que dan, más te vale espabilar.
          –¿Por qué coño no te metes en tus asuntos y me olvidas?
          Escondido entre la multitud voy detrás de él hasta la zona más cara que están reconstruyendo y veo que se mete en una antigua mansión habilitada hoy como casa de reposo. Piso el suelo resbaladizo que termina a pie del jardín y lo hago con cuidado. De frente, una pasarela de flores se abre hasta las amplias puertas de entrada. Por temor a ser descubierto tuerzo a la derecha sin percatarme de los grandes ventanales que pueden delatarme. El hombre al que he seguido está sentado de espaldas, colocando la pequeña manta que cubre las piernas de Joanne, mi fiel secretaria, quien, por un sólo instante ha desviado la mirada hacia donde estoy como si me hubiese reconocido. Decae la luz de la tarde dando paso a los tonos rojizos esparcidos en ramajes por el cielo, a la vez que lo cruza un jet privado quemando combustible innecesario. Embobado en mis pensamientos paso por una avenida convertida en foco de infección a consecuencia de la basura acumulada que, unos por otros, no recogen. Pero quizá lo más llamativo del decepcionante espectáculo que acabo de describir es que al final del callejón más oscuro y solitario de la metrópoli, un crío que no levanta un palmo del suelo solloza desconsolado porque entre los desperdicios se fue su único juguete: un dinosaurio de plástico. Aligero hecho añicos para llegar cuanto antes a Lafayette Blvd y ponerme a salvo en casa donde trataré de pasar a limpio la jornada concluida e interiorizar los contrastes urbanos. Por el tiro de escalera suena la radio de la familia afroamericana instalada en el bloque desde hace poco. Es una emisora de todo noticias donde constantemente suena la palabra nuclear y el suicidio de un ejecutivo en Nueva York, el desplome de Wall Street o la caída del precio del barril de petróleo. A mí estas cosas ya no me afectan porque no sentirse atado a lo material aporta la perspectiva de un horizonte que bien podría enmarcarse a orillas del río, cualquier mañana de primavera, apareciendo los primeros rayos de sol.


5.

Año y medio después de morir papá cuando la situación económica era insostenible prescindí de todo el servicio excepto de Dominic, obligado a cumplir con él la cláusula añadida en el testamento donde se nos ordenaba que permaneciese con nosotros hasta el final de sus días. A pesar de que las manos de Chul-Moo ya no se movían ágiles por los fogones y la estructura del cuerpo dolorido y encorvado estaba muy deteriorada, encontró empleo en la cocina de un barco que, tras atravesar medio mundo, arribó en el principal puerto de su país de origen, lo cual significó el regreso del hijo pródigo a la patria y, aunque no quedaba vivo ninguno de sus allegados, y los paisajes guardados en la memoria en nada se parecían a la realidad, consiguió llegar hasta la provincia de Jeolla del Norte, al suroeste de la República de Corea del Sur, donde creció y presintió que algún día volvería para morir en la tierra que le vio nacer. Esa misma mañana Brody partió a Wisconsin donde abriría en breve un pequeño taller de reparación de automóviles y toda clase de maquinaria junto a la mujer que le había robado el corazón. Anterior a esa fecha, una vez, regresando de la empresa charlábamos en el coche y me dio a entender su intención de dejar el trabajo cuanto antes, pero yo le necesitaba un poco más para conservar una cierta apariencia. Así que, fiel a sus principios de lealtad aguantó hasta que le despedí. Para entonces mis hermanos Dakota y Colorado Sprint ya habían emprendido su propio camino lejos de Detroit. La casa, habitada por tres desconocidos, de repente entró en modo silencio. Estábamos faltos de liquidez para hacer frente a las facturas y mamá no dejaba de generar gastos superfluos engordando unos números rojos de escándalo, ni aceptaba la presencia del viejo jardinero considerando que aquello no era más que el capricho de su difunto esposo quien estaría descojonándose en la tumba. Sin embargo, a lo largo de algunas semanas permanecimos ahí hasta que, tras la imposibilidad de vender la mansión, embargada hasta los cimientos, no me quedó otra opción que instalarnos de manera provisional en un sencillo motel de dos estrellas a poca distancia del centro.
          –He conocido a una persona –dice mamá.
          –¡Coño! ¿Te has enamorado? –por alguna razón no me ha sorprendido.
          –¡No digas sandeces, Ayden! –exclama molesta.
        –A ver, que no me importa en absoluto, y conste que lo entiendo. Todavía eres una mujer muy atractiva y libre de hacer cuanto te plazca. En cualquier caso, reconoce que así, tan de sopetón, no lo esperaba –me justifico.
          –No dejes volar la imaginación que es sólo un amigo. Nos conocimos en la ópera, ama el arte, los buenos restaurantes, los viajes exóticos y, qué quieres que te diga, me siento muy sola, tú estás casi siempre en la fábrica, frecuentas otros ambientes, recibes a gente importante, cambias impresiones con ellos, pero yo me siento prisionera pagando las consecuencias de algo que, no he buscado ni merezco. He perdido el contacto con todas mis amistades porque me tratan y miran con lástima, y eso no lo soporto, igual que la vergüenza de no llevar en el bolsillo ni para un té. Además, como siga pegada a esa momia me voy a quedar sin energía –refiriéndose a Dominic.
          –Lamento muchísimo que tengas que pasar por esto, te juro que hago todo cuanto está en mi mano para normalizar nuestra vida.
       –¿Piensas de mí que soy una egoísta o todavía peor una frívola a la que sólo le preocupa su posición social y el concepto que tengan de mí los demás?
          –Ninguno de nosotros imaginó que caeríamos por un precipicio de difícil ascenso.
      –Desde luego. La culpa es de tu padre que fue un irresponsable y desconsiderado. Comprendo que tus sentimientos hacia él te impidan ver al verdadero hombre miserable que se escondía bajo su piel bronceada –hice una mueca.
          –Perdón por interrumpirles. No me esperen a cenar –el longevo jardinero viene hasta el saloncito a excusarse–, tengo el estómago algo revuelto y, si ustedes no tienen inconveniente, preferiría retirarme a descansar.
          –Claro. ¿Quieres que venga el médico?
          –No, por Dios, no es nada. Mañana estaré mucho mejor, seguro.
          –Entonces ordenaré que te suban una bandeja con alimentos.
          –De verdad que no me apetece. Muchísimas gracias.
          –Como prefieras, pero llámame si te encuentras mal, por favor.
    –Así lo hare, señorito. A sus pies, señora –Mamá no respondió por desprecio e indiferencia. 
       –Oye, no te atreverás a gastar nuestro dinero en un matasanos para que visite al viejo, ¿verdad?
          –¡Ay!, eres tremenda –nunca sospeche que con los años me volvería igual de distante y frío que ella–. Son las 6:00 p.m. y mañana he de estar pronto en la oficina. ¿Pasamos a cenar?
          –Entra tú, a mí me esperan. –Se levantó, besó mi frente, guiñó un ojo e hizo gala de esa personalidad tan suya subida en los zapatos de aguja que nadie lleva mejor que ella. Entonces, altiva y prepotente, con andares elegantes, recorriendo el largo pasillo, desafió a los semejantes con una caída de pestañas por encima de los hombros.
          Miré por la ventana y aún era noche cerrada, todavía faltaba más de media hora para que tocase el despertador, pero como tenía la lengua pegada al paladar, me levanté a meter la boca debajo del grifo del lavabo y, sin atragantarme, beber toda el agua que pude. Así que, una vez desvelado lo mejor que podía hacer era darme una ducha y empezar la jornada. La pantalla del portátil permanecía encendida con el documento del último balance sin cuadrar, lo repasé de nuevo y entonces vi dónde estaba el error: resulta que hay pagos cuyos justificantes no aparecen o lo que es todavía peor: puede que jamás hayan existido. Es decir, alguien se lo estaba llevando crudo. Me vestí corriendo y salí escopetado para la oficina, no sin antes…
          –¡Mister Carson! ¡Mister Carson! –dijeron desde el mostrador de recepción.
          –¿Sí? –respondí–. Lo siento, tengo mucha prisa y no me puedo entretener.
          –El caballero de la 325 ha dejado esto para usted.
          –¿Se encontraba mal? – pregunté mientras sacaba la nota del sobre.
          –No sabría decirle, en ese momento estaba otro compañero.
          –¿Hace mucho?
          – Supongo que no, he venido hace treinta minutos y el sobre ya estaba el mostrador.
          Unas breves líneas de trazo infantil y pulso tembloroso resumían la despedida de un hombre agradecido a su antiguo jefe por la consideración de ofrecerle cobijo junto a la familia y también a mí por cumplirlo. Sin embargo, tras el giro del presente se veía obligado a tomar un camino distinto esperando que tal decisión no enfadase a los señores. Finalizaba expresando su cariño hacia mí y apuntando que en el dormitorio había dejado unas flores para mamá. Una vez más sentí que había fracasado, por eso me eché a la calle y le busqué casi sin descanso durante tres días en diversas organizaciones e iglesias adonde acuden homeless. No obstante, el entrañable anciano que se incorporó a nuestro servicio en tiempos de la abuela, a pesar del empeño que puse por encontrarle, desapareció sin dejar rastro. Tiempo después salió en el periódico la noticia del hallazgo del cadáver de un mendigo, a orillas del río e identificado como Dominic McCarthy, cuerpo nadie reclamó. Las siguientes semanas luché duro contra un fuerte resfriado, aunque seguí pilotando la empresa.
          –¿Quién autorizó el pago de estos cheques? ¿Y por qué no se me ha informado al respecto? –interpelé al administrador agitando con la mano el listado que acababa de imprimir.
          –La orden vino de su madre –dijo con un hilo de voz– y supuse que estaría al corriente.
          –Deme el talonario.
          –Lo siento, pero no es posible.
          –¿Por qué?
          –A raíz de morir su padre lo tiene ella.
          –Convoque al abogado para una reunión en mi despacho a primera hora de esta tarde.
          –No me malinterprete jefe, pero dicha tarea no me corresponde hacerla a mí si no a su ayudante.
         –¡Llámelo, ya! ¿No ve que no hay secretaria porque está enferma? –lo hizo sin rechistar aunque el enfado le duró meses.
     –Perdón por el retraso, hay un tráfico infernal –se quejó tomando asiento antes de ofrecérselo–. ¿Qué puedo hacer por usted? –El letrado apenas rondaba la treintena de edad. Recién llegado de Nueva Inglaterra se presentó al proceso de selección para cubrir una vacante en el bufete que nos representaba y dado su completísimo currículum y lo apabullante de las cartas de recomendación adjuntas, los asociados no dudaron en darle una oportunidad asignándole la cartera de aquellos clientes que menos importaban o quizá la de los presuntos candidatos a caerse de la parrilla, entre los que, lamentablemente, nos encontrábamos nosotros.
          –Quiero que redacte un papel donde especifique que, sin mi consentimiento, como director general de esta compañía, ningún miembro de la familia Carson puede disponer de dinero. Imagino que le habrán puesto al corriente de nuestra delicada situación y de la voluntad que mi padre dejó escrita en el testamento. –Muy concentrado en lo que leía tardó algunos minutos en contestar.
          –Eso que me pide he de consultarlo ya que el testador no lo especifica tal cual, tan sólo se refiere a la asignación para los otros hijos, el regalo de una propiedad al ama de llaves, las condiciones explícitas que le pone a su esposa si quiere seguir disfrutando del hogar y que se hagan cargo del jardinero, además de nombrar gerente de la empresa a su primogénito. Es decir, usted. En cuanto a vetar gestiones bancarias no consta ninguna clausula añadida.
          –Pues informe cuanto antes de mi petición a quien corresponda o me veré obligado a tomar otra determinación que no gustará nada, créame.
          –No sea extremista, hombre de Dios, encontraremos la manera de resolverlo, hay que tener mucha delicadeza con este tipo de cosas tan susceptibles no vaya a entenderse como que quiere acaparar el control absoluto, algo que podría terminar mal y en los tribunales, imagino que no será ese su propósito, ¿verdad?
          –Eso nos perjudicaría a todos, sobre todo nuestra imagen, además no hace falta llegar tan lejos. –El licenciado, convencido de que debía demostrar su valía y cuidándose mucho de no cometer algún fallo que le hiciese perder el empleo, en su cabeza tejió el argumento con el que convencería a la entidad bancaria satisfaciendo también el deseo del cliente, así como los propios intereses de la firma a la que representa.
          El área de aparcamiento del motel estaba desierta con apenas media docena de coches, un par de bicicletas sujetas con candado y un saco de pienso para gatos que alguien se dejó apoyado en una columna. Por el horizonte aparecía la luna llena dando solemnidad al paisaje desdibujado de luces. Había refrescado, lo cual auguraba que la noche sería gélida. Todo estaba en silencio excepto la televisión del recepcionista con uno de esos programas de humor tan americanos. Mamá regresaba a pie y yo diría que algo achispada. Viéndola así, en el fondo me sabía muy mal tener un desencuentro con  ella a consecuencia del asunto que debíamos tratar, sobre todo, porque conociéndola pondría el grito en el cielo y a mí a parir. Sin embargo, había que hacerlo, así que crucé los dedos y me dije que cuanto antes se aclarasen las cosas desagradables, mucho mejor. Unos golpes sueves de nudillo sonaron en la puerta de mi habitación, venía canturreando una melodía para mí desconocida, abrí de golpe y no la dejé hablar.
          –¿Cómo se te ocurre sacar del banco una cantidad de dinero tan desorbitada sabiendo que estamos arruinados? –mamá me miró de arriba abajo, torció un poco la cabeza, emitió con la lengua un ruido insignificante, se dejó caer en la silla, cruzó una pierna sobre otra y…
             –No tengo que darte explicaciones.
        –Por supuesto que sí, eso que has decidido gastar a tu antojo era para pagar los sueldos de la plantilla y ahora tendré problemas, incluso podrían denunciarme por impago.
            –Pues les dices que se lo darás el próximo mes, no creo que sea para tanto.
          –Es una barbaridad lo que acabas de soltar, haré como que no te he escuchado –yo caminaba desesperado de pared a pared de la habitación–. ¿Crees que esas personas no tienen derecho a reclamar lo ganado honradamente? –A decir verdad, lo que menos me importaba eran las calamidades de los trabajadores y sí el desprestigio que una vez más se cebaría triturándonos en los corrillos de la alta sociedad y de los que casi ya nos habían expulsado.
        –Como comprenderás no voy a consentir que mi hija se case sin un banquete de bodas apropiado a nuestra posición –sonó contundente– y acorde a lo que ha significado para el desarrollo de esta ciudad, del estado de Michigan, de todo el país en general, el apellido Carson. Como tampoco que no luzca un vestido en condiciones, ni haya una larga lista de invitados, a los que tú, como padrino, harás llegar personalmente la invitación. Así que, ve haciéndote a la idea: necesitaré mucho efectivo y, por supuesto, una lujosa casa en donde recibir a sus futuros suegros y no en esta pocilga a la que me has traído.
          –No pongas las cosas más difíciles. Admite que no somos los que éramos y no queda más remedio que adaptarse.
          –Mañana tenemos la primera prueba en el modisto, he pedido que la cuenta te la envíen a ti, encárgate de no dejarme en mal lugar. –Durante más de una hora manifestamos nuestras discrepancias resumidas en puntos de vista encontrados o prioridades muy diferentes. Sin embargo, reconozco que de haber tenido menos responsabilidades que me ataban de pies y manos, yo también habría ejercido la misma rebeldía y presión que mamá negándome a descender a los infiernos.
          –¿Quién es el afortunado? –la cogí desprevenida y con toda su artillería a punto de cargar sobre mí–. Supongo que no se habrá enamorado de un simple obrero, ¿verdad? –dije con sarcasmo–, no lo habrías consentido, ¿me equivoco, madre?
          –Veo que tu crueldad no tiene límites. Para tu información, y ya que estás tan intrigado, es un granjero de Texas dedicado a la cría de caballos de raza –tenía las mejillas coloradas en señal de enfado.
          –Mira por donde ahora iremos a los rodeos sin gastar un centavo. ¿Te parece bien que me haga el traje de cowboy antes que el de chaqué? –Salió del dormitorio como un huracán dando un portazo. Aunque mi hermana Dakota se había independizado hacía bastante y andaba de un sitio a otro probando suerte con el amor, era una carga económica sin límite, por tanto, la noticia del enlace fue realmente un alivio. Estudié diversas posibilidades para conseguir dinero inmediato, tales como sacar al mercado un paquete de acciones de la compañía, pero al final todos los caminos me llevaban a un mismo punto: ceder parte de los derechos de explotación.
          –Disculpe, señor, llaman por teléfono e insisten en hablar con usted –dijo el sustituto de Joanne hasta que esta pueda incorporarse. El joven prestaba mucha atención en todo y la verdad es que permaneció ahí mientras la Motors Carson Company estuvo abierta.
          –Pásemelo y que no me moleste nadie, por favor.
          –Descuide –y haciéndose el interesante, continuó–: me ocuparé personalmente de que así sea.
          Yo también esperaba esa comunicación como agua de mayo ya que, a través de un diplomático, antiguo amigo de papá, supe del grandísimo interés que tenía un pez gordo de la industria automotriz canadiense por adquirir las patentes que estaba dispuesto a sacrificar, aunque no a cualquier precio, claro. Con la sensación de que me faltase el aire aflojé un poco el nudo de la corbata, tomé dos tragos de agua, respiré hondo, tragué saliva y descolgué el auricular. Al otro lado del teléfono una voz grave esparció las garras de una oferta abusiva desde mi punto de vista, pero dadas las circunstancias familiares no podía rechazarla. Al día siguiente periódicos de tirada nacional y extranjeros sacaron la noticia a doble página junto al amplio reportaje fotográfico de la Motors Carson Company, desde su inauguración en 1905, con el abuelo a la cabeza, hasta que tomé las riendas. Las crónicas señalaban mi incapacidad como responsable de una empresa a la que le hubiese ido mejor con el tío James de director, a pesar de llevar desde la adolescencia ingresado en un centro psiquiátrico…


6.
Conseguí el dinero necesario para pagar la boda a cambio de firmar un documento notarial en el cual cedía las patentes más importantes de la Motors Carson Company, en aquel momento con el cincuenta por ciento de participación canadiense, lo que significó que, en todos los aspectos, estaba en minoría respecto a la toma de cualquier decisión. Era domingo, mamá seguía disgustadísima conmigo y se fue a pasar el día con su novio, supongo que lo hizo por no ver continuamente mi cara de empresario amargado, así que, asumiendo lo monótona que iba a ser una jornada solitaria, cuando me disponía a salir a la cafetería más cercana justo a la hora del brunch, mi hermana Dakota se presentó en el motel por sorpresa y fuimos juntos. Ella siempre se ha jactado de ser buena comensal gozando y disfrutando la degustación de cada alimento, de modo que pidió huevos, beicon crujiente, salchichas y tostadas, para mí sólo café y pastelitos dulces, de repente sentí que no tenía apetito.
          –¿Qué le pasa a la novia que está tan mustia? –dije besando sus mejillas–. ¿No te habrás echado atrás, eh? Eres capaz de huir por menos de nada.
          –¡Ay, Ayden! ¿Y si me estoy equivocando? ¿Y si no estoy preparada para cabalgar por las colinas ni desenvolverme en la vida rural? Soy una chica de ciudad acostumbrada a ciertas comodidades y forma de vida. ¿Cómo voy a lucir allí mis vestidos y sombreros si hay arena en todas partes? –definitivamente se me encendieron todas las alarmas.
          –Bueno, pues te calzas las botas, te subes a lomos del caballo y emulas a Barbara Stanwyck en la legendaria serie Valle de pasiones. A dos semanas de la ceremonia no puedes romper el compromiso. ¿Imaginas el tornado que provocarías? –Por primera vez la vi empequeñecida e intuí que la influencia de nuestra madre la había empujado a echarse a los brazos de aquel hombre, pero tenía que apechugar y llegar hasta el final de la palabra dada ya que habíamos hipotecado la herencia sentimental de la familia.
          –Para ti –dijo entre sollozos–, si no afecta directamente a tus gestiones mercantiles todo es una cuestión menor que no salpica al gran hombre de negocios que no tiene que aguantar los comentarios, las risas ocultas detrás de un pañuelo, el ninguneo de amigos y amigas en determinadas fiestas a las que te invitan porque das mucho juego en los corrillos de chismosos y chismosas o el vacío que a veces se siente dentro. –Aquellas palabras me dolieron bastante porque nunca la imaginé tan desgraciada como se mostró. ¿Dónde quedó aquel espíritu aventurero que narraba en la cocina amoríos imposibles poniendo en vilo el corazón de Dominic el jardinero, Jaslene la doncella, Chul-Moo el cocinero, Brody el chófer y Emily el ama de llaves?
          –Estás equivocada, querida, todo lo que concierne a cada uno de nosotros me importa y me apena mucho que tengas ese concepto de mí. –Mi hermana Dakota celebró la boda y con el tiempo, cuidando mucho las formas de comportamiento en público y su reputación, se convirtió en una señora de Texas muy respetable colocándose al lado de las de las mujeres más influyentes de Dallas. Nunca contó que estábamos arruinados aunque era un secreto a voces.
          El enlace tuvo lugar en el rancho propiedad del novio quien a su vez se ocupó de organizar hasta el último detalle, así que, en ese sentido, me quité un gran peso de encima. Mamá, su actual novio y mi hermano Colorado Sprint que para sus costumbres venía sin acompañante, llegaron en una carreta ornamentada con flores y tirada por dos caballos de la raza Cuarto de Milla viejos ya para la competición. Recuerdo que era la primera vez que asistía a un rodeo y confieso que, lejos de disfrutarlo, me espantó tanta testosterona suelta. El banquete fue a base de barbacoa de carne de res, tortillas de maíz al estilo mexicano, dada su ascendencia, frijoles, embutidos, papas y pastel de nuez, regado con una extraordinaria cerveza artesanal traída expresamente desde San Antonio. Dakota estaba radiante, y yo, disfrazado de padrino, pasable. Según se me indicó, y siguiendo la tradición de sus antepasados, entregué la dote en una reunión privada con los hombres de la familia. Me metieron en un salón en cuyas paredes había colgadas cabezas disecadas de venado cola blanca, antílope americano, jabalíes y cocodrilos, decorado bastante desagradable. El miembro más anciano de la familia habló en nombre del resto.
          –Hemos preparado un contrato que ha de firmar, es nuestra costumbre hacerlo, no lo tome a mal. – Lo leí despacio y, aunque estaba redactado desde el absurdo, acepté.
          –Hermanita–la cogí por debajo del brazo y la llevé a un aparte–, no puedes divorciarte, si lo haces, además de quedarse con los bienes aportados al matrimonio, tendríamos que pagar una indemnización respecto al tiempo que hubieses vivido juntos. Nos tienen pillados por las pelotas.
          –No pienso hacerlo, aquí voy a ser alguien muy importante a la que no pararán de invitar a fiestas y a grandes acontecimientos, quizá me presente a Gobernadora, fíjate lo que te digo.
          –Pues más te vale comportarte como una dama o de lo contrario te pondré a picar piedra.
          Dio media vuelta y me dejó ahí, con la palabra en la boca y la certeza de que nuestros caminos tomarían rutas muy diferentes. Rodeada de invitados y de un marido al que le faltaba un hervor, ganaba terreno afianzándose en el papel que siempre representaría. Entonces, comprendí que yo estaba de más. Los aparcacoches merodeaban de vez en cuando por si algún invitado deseaba marcharse, así que, le di a uno de ellos las llaves para que trajera el auto que había rentado, un modelo muy viejo que se caía a pedazos. Busque con la mirada a mi hermano Colorado Sprint, a mamá y a la novia para despedirme y me entristeció comprobar que, faltos de complicidad en un día tan importante, andaban evitándose para no tener que disimular. Volvimos a vernos años después en el sepelio de nuestra madre y la conversación que tuvimos fue muy fría:
          –¿Cómo te va, Ayden? Supe por el periódico del cierre de la Motors Carson Company y te quise llamar, pero en aquel momento las cosas tampoco eran fáciles para mí –dijo por cumplir.
          –Hiciste bastante trayéndote a mamá cuando dejó de valerse por sí misma, mi situación no era la más indicada para hacerme cargo de ella, la bancarrota de la fábrica se precipitó y no sabía cómo acabaría todo aquello –empleé su mismo tono.
          –No tienes que justificarte, podía y quería hacerlo.
        –Jamás podría haber puesto a su disposición personal cualificado en cuidados paliativos como la proporcionaste tú.
         –Bueno, no sufras querido, simplemente me lo he podido permitir –eso me incomodó–. Perdona, no pretendía ofenderte.
          –Y no lo has hecho. Ahora dime: ¿Son verdad los rumores que corren de tu viudedad?
          –Sí, claro, y os lo dije, Colorado Sprint y mamá vinieron, y según su versión tú estabas ocupado. –Cualquier observador que se precie, concluirá en la teoría de que aquellas palabras salían desde el reproche y el escozor.
          –Alguien se tenía que ocupar del negocio, porque todavía no vislumbrábamos el catastrófico final contra el que se estrellaba.
          –Pues sí, me dejó plantada a los treinta y seis meses de contraer matrimonio. Había amanecido un sol espléndido, una mañana rasa tras varios días de tormenta y mi esposo realizaba tareas de reparación en el establo cuando una de nuestras mejores yeguas le dio una coz en la sien y calló muerto, minutos después yo misma sacrifiqué al animal.
          –¡Qué horror!, lamento no haber estado a la altura.
          –Convertida en la viuda más joven y rica de la comarca, apenas tuve tiempo para vivir el duelo y sí para espantar a los muchos parientes que de repente surgían de la nada.
          –No pensarás que vengo a algo parecido, ¿verdad?
          –No, claro que no, de haberlo pretendido hace mucho que me habrías pedido dinero, pero nunca lo hiciste. ¿Por orgullo?
          –No, por puro machismo…
       Dueña de 600,000 acres de tierra que llegaban hasta más allá de donde la vista alcanzaba el horizonte, cerca de 1000 vacas que el capataz y sus hombres trasladaban a pastar en áreas lejos de los depredadores, 350 pozos petrolíferos y tanta liquidez en el banco que no gastaría ni en siete vidas armaban la sólida estructura de su patrimonio. En el fondo me alegraba mucho porque al menos uno de nosotros había conseguido una cierta estabilidad y, en su caso, a pesar de haberse quedado sola, consolidar el espacio social para el que fue educada por las mujeres de la familia siguiendo el protocolo de “la bien casada”, pero dicho entusiasmo de ninguna de las maneras quería dejarlo entrever, prefiriendo mostrar total frialdad insensible delante de Dakota.
          Dejando atrás el pasado y de vuelta a la cruda realidad enmarcada en este presente alarmista y frívolo que parece querer exterminar a la especie humana, enmudezco las noticias en la radio apagando el interruptor, reservo unas barras de chocolate, mantequilla de maní y un pedazo de pastel de carne para la cena y, como cada jueves, a las 9:45 a.m., con la barba recortada allá donde sobresale, la gorra regalo de nuestro equipo de beisbol profesional, Los Detroit Tigers, el abrigo largo que me ha conseguido el reverendo Bob W. Perkins, gafa oscura para solapar las bolsas negras de debajo de los ojos y los nervios agarrados a la boca del estómago todavía vacío, sigo al hijo de mi antigua y querida secretaria, por E Jefferson con el cruce con St Antoine hasta la Casa Reposo donde pasa la recta final de su vida. Los residentes que a menudo deambulan por el jardín buscando las coordenadas del rumbo perdido, ya no notan mi presencia porque soy un elemento más de su hábitat, cuan sombra que no destaca o presencia en tinieblas. Un hombre de edad avanzada sostiene en la palma de la mano un mendrugo de pan que desmiga poco a poco para dar de comer a los pájaros, sin embargo, cuando ve en mí la amenaza que puede romper su rutina, arruga la bolsa de papel, con tan sólo cortezas dentro, y la esconde tras de sí. Orientada frente al gran ventanal, en la cómoda butaca de mimbre, sobre cojines mullidos, está sentada Joanne precipitándose por el acantilado de la desmemoria. Luce una blusa de seda estampada, pantalón negro y zapatillas de paño gris en cuyas suelas rebosan pasos perdidos. Junto a ella, con idénticos rasgos, el hombre de pelo ensortijado y canoso que todos los días ejecuta el mismo ritual: saca el manojo de fotografías que lleva consigo y, esparciéndolas sobre la mesa, repite una y otra vez el nombre de las personas que aparecen.
          –Mira mamá, aquí es cuando bautizamos a la pequeña, papá aún estaba con nosotros. Y aquél de allí es el tío Paul. ¡Que sí, mujer!, nos ha visitado cientos de veces. Acuérdate de lo cambiado que vino de la guerra de Vietnam y a los pocos meses se casó con una peruana –ella toca los bordes de las cartulinas y con la yema del dedo trata de seguir las siluetas irreconocibles–. ¿A qué no sabes quién me pregunta por ti a diario? Los Morrison, ahora son sus hijos quienes llevan la gasolinera y les va bastante bien, no creas, aunque en el vecindario dicen que están endeudados. –Con los ojos entornados y, visiblemente molesta con aquella voz monótona que no la deja en paz, mira por primera vez hacia donde yo estoy y frunce el ceño...
          –Caballero, perdone el atrevimiento –me aborda un joven con bata blanca–, le vengo observando y no es la primera vez que se queda ahí, sin atreverse a entrar. Si me dice a qué residente quiere visitar con sumo gusto yo mismo le acompaño.
          –No vengo a ver a nadie, siento curiosidad y por eso miro, nada más. ¿Acaso está prohibido?
          –No, por Dios. No se ofenda, nada más lejos de mi intención, es sólo que algunos familiares no soportan enfrentarse al deterioro de sus seres queridos y suelo ser la persona que tiende puentes entre unos y otros. Me llamo Greyson Davis, soy trabajador social y, entre otras muchas funciones, mi tarea consiste en atender sugerencias que los allegados de los residentes proponen, sobre todo las relacionadas con las mejoras de convivencia. Las llevo ante la junta de dirección y ahí se matizan, configuran e intentamos llevarlas a cabo.
          –Pues muy bien, y a mí qué me cuenta. Váyase por donde ha venido y déjese de hostias. –Diez minutos después y, para no desentonar, me pongo también a dar vueltas en torno a un árbol hasta comprobar que la visita de mi secretaria se ha ido. Entonces, dejándome llevar por un impulso espontáneo, me quedo a un pie de atravesar las puertas giratorias. Sin embargo, las potentes luces y la sirena de una ambulancia que se acerca me hacen retroceder.
          De los pocos negocios que quedan intactos en el vecindario sin sufrir continuos saqueos, sobrevive una tienda de venta al por mayor de aparatos electrónicos. Es habitual pasar por delante del escaparate y que lo tape una multitud de personas mirando las televisiones encendidas. Ahí hemos seguido los discursos del estado de la Unión –esto también se proyecta en la fachada de diversos edificios–. Los tiroteos en las escuelas encogiendo el corazón de la ciudadanía, el asesinato de George Floyd, las celebraciones del Día de la Independencia el 4 de julio, la reciente concentración ante el Ayuntamiento de Los Ángeles en repulsa por los comentarios racistas de una concejala latina que se burla del hijo afroamericano de un compañero diciendo que parece un changuito, grandes inundaciones que han anegado pueblos enteros, la retransmisión en directo de huracanes que una vez arrasado el Caribe toman tierra en las costas de Estados Unidos dejando un reguero de desaparecidos muchas veces incontables, el juicio del impeachment contra Donald Trump o las oraciones y ceremonias de Acción de Gracias, así como crisis internacionales sin precedentes. Pero ahora todo lo ocupa el estallido de bombas que impactan contra infraestructuras civiles abriendo cráteres junto a parques infantiles, dejando cadáveres que yacen sin identidad entre adoquines, el éxodo de hombres, mujeres y criaturas que huyen de Ucrania y pasan al otro lado de la fronteras alejándose así del enemigo. De repente impactados por las imágenes se rompe el silencio.
          –¿Eso dónde está ocurriendo? –pregunta un joven cuyas rodillas le asoman por un roto en los pantalones–, a nosotros nos queda lejos, ¿no?
          –Creo que es en el sur del continente europeo –salta alguien de la tercera fila–, pero no sé. ¿Alguno de vosotros sí? –Ninguno respondemos.
          –A mí me sacas de Michigan –cuenta un taxista que se ha parado por curiosidad– y me pierdo.
          –Yo estuve con la OTAN en la guerra de Bosnia –apuntan desde el fondo– y me suena cerca de ahí.
          –¿Y qué más da? –sentencia una anciana cargada con bultos–, no es nuestro problema, muchacho, ni son nuestro muertos, ni nuestros migrantes, y tampoco nuestros compatriotas, esa batalla no nos corresponde librarla.
          –Diga que sí, mujer. A mí no me preocupa –apunta un tipo bien vestido que se ha unido al grupo–, somos una gran potencia y nada nos aniquilará.
          –El presidente Biden ha dicho que no nos tomemos a broma la amenaza nuclear que pone en jaque al mundo –suena tal vez la voz más realista– y que de producirse nuestra respuesta será contundente.
          Observo la escena desde mi posición de vencido y lo único que quiero es huir para que el sentimentalismo ajeno no me salpique. Así que, como puedo, incluso a codazos, me abro paso hasta salir a la claridad de la acera donde tropiezo con un muchacho muy joven que recoge botellas de plástico. Las campanas de la catedral tocan incesantes mientras que al menos ocho coches de bomberos van a toda velocidad en dirección a la Avenida Hamilton. Ha comenzado a caer una lluvia muy fina obligando al sol a hacerse a un lado y tiñendo las esquinas de un negro más oscuro que la noche. Es entonces cuando la ciudad se me figura moribunda o puede que sea yo quien esté muerto.


7.
Por muy desgraciado que uno se sienta y piense que la vida le va dando hostias por todos los lados, de vez en cuando no está de más concederse algún gusto que haga el camino más llevadero. Eso mismo es lo que he hecho yo al encontrar dinero entre un montón de papales inservibles de la Motors Carson Company, a punto de tirar, comprar un boleto de autobús para pasar el día en Bay City, ciudad ubicada en la Región de la Bahía de los Grandes Lagos, a la que tanto fui por negocios. Al igual que pasa en Detroit, se aprecia el deterioro del paso del tiempo, la dejadez urbanística con desconchones en las fachadas, los cierres echados que nunca más se levantarán y las caras de amargura ya que un porcentaje elevado de la población vive bajo el umbral de la pobreza, excepto aquella zona que, por la amplia oferta de actividades al aire libre atrae al turismo. Sin buscarlo llego hasta el Mercado de las Pulgas situado en una amplísima explanada. Objetos de toda clase, algunos mutilados, deslucidos y otros en perfecto estado aguantan el transcurso de las horas hasta que alguien se fije en ellos y decida comprarlos. Custodiando un tenderete en el que se lee en letras grandes: “Anticuarios”, dos parejas de hippies, fumando marihuana, venden todo tipo de cosas colocadas desordenadamente, sin guardar ninguna estética. Me llaman la atención tres elementos en particular: una billetera que dice haber pertenecido a Johnny Cash, una mecedora tallada en madera y en muy buen estado y una Biblia encuadernada en piel, desgastada de tanto uso. En la esquina inferior derecha, está tallado el nombre de mi padre y en la primera página la dedicatoria para Emily, nuestra ama de llaves. Para ser sincero me ha emocionado y me pregunto cómo habrá llegado aquí. Quién sabe…
          –Hola Megan. Sé por mi esposo que una de tus hijas está delicada. ¿Cómo se encuentra? –pregunta la mujer del reverendo.
          –Mal, señora. Nació antes de tiempo y con poco peso, nunca fue una niña fuerte, siempre estaba pálida, no saltaba ni corría como sus amigos y amigas, era delgaducha, enclenque y siempre iba pegada a mí. Necesitaba determinadas medicinas que nosotros no podíamos comprar, eso le ocasionó problemas y alteraciones hormonales.
          –¿Y no la trataron?
          –Ya sabe que el sistema de salud estadounidense apenas da cobertura a los pobres y, en aquella época, menos aún.
          –Cierto, la reforma sanitaria de Obama llegó más tarde.
          –Pensábamos que al bajarle la regla resolvería sus males ajustando el organismo y así fue porque pasó unos años tranquilos, incluso cogió peso, pero desde el segundo embarazo que tuvo mellizos y un parto muy complicado arrastra una anemia que por más que hemos intentado frenarla ha sido imposible.
          –Aquí no damos abasto, sois muchas las personas que venís a recoger alimentos, pero he hablado con un contacto en Pope Francis Center y os van a ayudar, además cuentan con médicos solidarios que ofrecen sus servicios gratis.
          –No sé cómo agradecérselo, usted es madre y sabe lo que se sufre –coge su mano y trata de besarla, pero la otra la retira.
          –Anda, boba. Sécate esas lágrimas.
          –¿Y adónde dice que debo ir?
         –El 438 de St Antoine con el cruce de Larned St. Pregunta por Larry, te está esperando.
          –Si me necesita para cualquier cosa no tiene más que decírmelo.
          –Pues, ahora que lo dices…
          –¿Qué?
          –El domingo hablamos.
          –De acuerdo –se despidieron con un cariñoso abrazo.
         A la mañana siguiente Megan Aniston despertó barruntando un mal presagio y la extraña sensación de haber pasado por encima de ella un convoy de carros de combate, triturado todos sus huesos. Apenas puede moverse de agotamiento, pero hace de tripas corazón pese a la tos seca que clave alfileres en sus costados. Le duelen las articulaciones, arde su frente y la opresión del pecho revierte dentro de sí un aire contaminado. Quita del fuego el cazo que contiene un caldo instantáneo y lo reparte en dos tazas: de una, bebe tan sólo dos sorbos que no le saben a nada y la otra, la reserva para después. Ha perdido el olfato. Rebusca entre los cajones la mascarilla en mejor uso y se la ajusta en las orejas. Coge un gorro de lana, guantes y una chaqueta gorda para paliar el frío. Comprueba que todo está apagado y, con tiritona, dolor de cabeza, garganta y pecho, temblores en el vientre, visión borrosa y malestar generalizado, acude a la cita concertada en el centro de la ciudad adonde espera obtener soluciones para su hija. Sin embargo, apenas unas cuadras más allá, en mitad de la multitud que pasa de largo, se desploma en el suelo sin que nadie la socorra…
          A esa misma hora, no lejos del lugar donde Megan Aniston se ha caído, comienzo a prepararme para salir de casa. Hace una eternidad que no cuidaba mi aspecto personal y debo decir que parezco otro con el pelo bien peinado, la barba arreglada y camuflado en el único traje que conservo de mi anterior vida. Retengo el gusto del agua templada manchada con café típico americano, vuelco la lata oxidada donde guardo algunas de las monedas que me dan y cuento en total cinco dólares que tal vez alcancen para comprar una rosa. Respiro hondo, calculo mis fuerzas, la templanza que he perdido en la distancia corta tratando a los semejantes o que quizá nunca tuve, y llevo a cabo la dificilísima decisión de visitar a Joanne, mi antigua y querida secretaria, aunque confieso que tengo miedo en doble sentido: por un lado, a su reacción en el caso de reconocerme y, por otro, a mí mismo entrando en una dinámica de normalidad para la que todavía no estoy preparado y supongo que tampoco quiero estarlo. Pero cabe también la posibilidad de que Greyson Davis, el jodido psicoterapeuta me descubra y tache de intruso impidiendo que vuelva a merodear por allí. Seré cauto, estaré alerta, no bajaré la guardia. Durante el tiempo que llevo vigilando las rutinas de su familia y estudiando cada una de sus costumbres, sé que el primer día de la semana no aparecen por la residencia, así que, hoy no tendrá un pedazo del pastel de boniato que tanto le gusta y la botellita de cerveza que, de vez en cuando, introducen clandestina. El viento de la mañana, absolutamente helado, recorre los poros de mi piel exfoliando las células moribundas de las mejillas. Apenas media docena de personas transitan por el vecindario, entre ellas, el dueño del restaurante coreano que hay más abajo y adonde apenas acuden ya clientes, y la empleada de la peluquería que, un día sí y otro también, frota con estropajo la pintura de las palabras obscenas escritas cerca de la puerta. Es lunes y aún perdura en el ambiente que los Detroit Tigers derrotaron anoche a sus contrincantes, un equipo local, de poca monta, a los que hicieron papilla, pero bastantes nervios tengo encima como para preocuparme de eso. Avanzo por la amplia avenida y diviso el distinguido edificio de la Facultad de Derecho. Un poco más allá, pegados al estrecho arcén, hay un control montado por la policía dando libre acceso a la ambulancia que llega a toda prisa. Malhumorado por la contrariedad de impedirnos el tránsito, blasfemo en voz alta y recibo alguna mirada de desprecio.
          –¿Qué ha sucedido? –pregunto al corrillo de gente cada vez más numeroso–. No pueden bloquearnos, somos ciudadanos libres.
          –La libertad no existe, hermano. Nos vigilan, están en todas partes –interviene un homeless salido prácticamente de la nada–. Tienen micrófonos invisibles, cámaras ocultas y se han metido dentro de nuestro cerebro…
          –Muy bien, lo que tú digas, pero no pienso quedarme de brazos cruzados. Averigüemos qué coño ocurre –digo sacando ese punto de autoridad que todavía no he perdido.
          –Yo lo sé, una drogadicta se ha pegado una leche y al levantarla ha agredido a un agente –cuenta toda convencida una mujer que se acerca por detrás.
          –¿Y tú cómo lo sabes? Vamos, dínoslo.
          –Me lo ha dicho Dios. –Mucho tiempo después supe que aquello estuvo relacionado con el desmayo que Megan Aniston sufrió y por el que tuvieron que llevarla urgentemente al hospital.
          Los alrededores de la residencia de mayores donde está Joanne se parecen mucho al Distrito Histórico de West Canfield donde los Carson crecimos cuando teníamos la industria automotriz y pensábamos que nada ni nadie podría con nosotros porque éramos miembros invencibles de la alta sociedad. Cualquiera que conozca ambas zonas encontrará similitudes entre ellas fijándose en el diseño de las mansiones tipo palacetes, en los tonos otoñales de las fachadas de ladrillo visto que según por dónde se mire cambia la gama de marrones, en el césped cuidado a diario y en los distinguidos jardines que dan al lugar la elegancia que le corresponde y, por consiguiente, a mí un pellizco de nostalgia, máxime si cierro los ojos y rescato de la memoria del paladar la textura de las tiras de langosta con Wontón crujiente que tan deliciosas preparaba nuestro cocinero coreano Chul-Moo. Desde la última vez que estuve el paisaje sigue igual dentro del recinto. Los paseantes continúan buscando las coordenadas del rumbo perdido y el personal vigila cada uno de sus movimientos para que no se escapen. La galería luminosa por la que voy hasta el final conduce al área privada de los residentes y al control donde firmas en el libro de visitas junto a la fecha, hora de llegada y nombre de la persona a la que vas a ver. Previo a eso se pasa por el arco de seguridad que detecta cualquier objeto peligroso que pudieras introducir.
          –¿A qué habitación va? –pregunta la administrativa sin levantar la vista de los papeles.
          –No sé el número, hace mucho que no vengo –procuro sonar convincente.
          –Imagino que el nombre de la persona que quiere ver si lo sabe, ¿verdad? –noto algo de sarcasmo.
              –Mrs. Joanne, no recuerdo el apellido.
          –5011. Al fondo verá un arco de madera, giré a la derecha y rápidamente verá su aposento. Hoy no ha querido salir del dormitorio.
              –¿Está enferma?
            –Qué va, lo hacen a menudo, sobre todo si se desvela y tarda en conciliar el sueño, entonces se enfada con el mundo.
              –Tendré cuidado no sea que la tome conmigo.
        –Tranquilo, es inofensiva. Una flor preciosa. Le va a encantar, sigue siendo muy coqueta.
              –Eso espero –digo forzando una sonrisa.
          –Perdón –aunque la puerta está semi abierta toco con los nudillos–, vuelvo luego, cuando acabe.
              –Pase, por favor. La he traído jugo de piña porque apenas ha probado el desayuno.
              –Comprendo.
            –Siempre lo toma en el jardín, pero no le apetece hacer nada –acaricia la barbilla de la anciana–. ¿Nos habíamos visto?
             –Creo que no –mejor dejarlo en suspense y no levantar sospechas.
             –¿Es otro de los hijos?
             –En realidad sólo un viejo amigo.
          –¡Anda, qué callado te lo tenías, eh! ¡Una cita con un apuesto caballero! –dice mientras la coloca bien las horquillas del pelo–. Bueno, cualquier cosa que necesiten toque el timbre y acudiremos.
         Joanne permanece con la vista clavada en el horizonte de una pared blanca que parece querer atravesar y por la que huir del encarcelamiento que sufre tras las rejas de la ingrata amnesia. Observo sus manos hidratadas, brillantes, de dedos largos que se me antojan de pianista y las uñas en forma de almendra, esmaltadas en rosa claro y sin restos de cutículas que las afeen. En el anular izquierdo una discreta sortija y el reloj que regalábamos en la empresa a cada trabajador que alcanzaba los objetivos marcados, es el total de complementos que luce. Lleva un traje pantalón verde atrevido que realza su figura y un fular gris, apagado, aportando el punto exacto de elegancia. Ninguno de los dos tenemos prisa, así que, antes de sentarme frente a ella, pongo en agua la flor para que no se marchite.   
      –Supongo que se preguntará qué hago aquí, le juro que ni yo mismo lo sé. Hace semanas que su hijo me abordó y negué conocerla, pero ya ve, el pasado siempre vuelve y sentí la necesidad de venir –siquiera parpadea–. He pensado muchas veces en lo contenta que se puso cuando despedí de la Motors Carson Company al hombre de confianza de mi padre. Estaba indignada porque era maleducado y pésimo compañero, de los que te traicionan por la espalda. Todavía recuerdo lo que nos costó subir hasta el despacho la documentación guardada en la caja fuerte del sótano, de la que yo no tenía ni idea. En ese momento usted hizo que me sintiera menos ridículo de lo que era –permito que nos arrope el silencio pegando los labios unos instantes–. Aquello fue el despropósito de una locura que nunca debió ocurrir y yo la persona menos indicada para dirigir la nave. Sin embargo, a pesar de todo lo que pasamos juntos me alegro de que no viera lo mal que me porté con la esposa y los descendientes del obrero al que aplastó la pieza que se soltó de la grúa. Cuando esto ocurrió yo era sólo un niño y papá ocultó la verdad diciendo que el accidente se produjo a consecuencia de un fallo humano, librando así a la compañía de toda culpa. Años después la familia del hombre nos llevó a los tribunales, y como yo aún conservaba contactos influyentes me orientaron para poner en marcha estrategias muy sucias y destruir la memoria del ser que ya no podrá defenderse –oigo pasos que se acercan y me pongo a la defensiva–. Prometa que se va a cuidar.
          –Lo siento, caballero –irrumpe un auxiliar–, pero el horario de visitas ha terminado por hoy y debe irse.
          –Claro. –Me pongo en pie y abordo la despedida tocando suavemente su hombro. Ella, que no rechaza el contacto en absoluto, descruza las piernas y se acomoda un poco más dentro del sillón, mientras que a través de la ventana sigue con la mirada el vuelo de una curruca en libertad. Esa fue la última vez que nos vimos. En el exterior, un joven en bicicleta pedalea silbando la melodía de un conocido blues, mientras que yo, cabizbajo y abatido, me alejo con la imagen de mi antigua secretaria guardada en la retina.
        –Ayden, ¿qué puede haberle pasado a Megan Aniston para no venir hoy?pregunta Olivia Perkins, la esposa del reverendo, cuyo enfado se adivina a la legua ya que, al término de la misa del domingo, pensaba contarle que podían organizar juntas la función de navidad con los más pequeños.
          –¿Y yo por qué tengo que saberlo? –dijo arqueando una ceja, ¿acaso soy su perro guardián?
            –No te ofendas, hombre. Es que tenía que haber acudido a una cita y hablar conmigo, pero al parecer se ha evaporado como la espuma. –Larry, el voluntario de Pope Francis Center, quien facilitaría asistencia sanitaria para su hija, enferma casi desde el nacimiento, estuvo esperándola más de hora y media–. Ojalá que esté bien.
          –Esta maldita ciudad nos elimina, señora. Y, ahora, si me disculpa, he de ponerme a la cola o me quedaré sin la bolsa de la semana.
          –Claro, discúlpeme. ¡Qué boba!
          –¿Queda algo para mí? –pregunto al encargado de repartir las bolsas de alimentos aportadas gracias a la generosidad del vecindario.
        –Esto es lo último, llévatelo. Hay mantequilla, galletas, una pastilla de jabón y salchichas, poca cosa, lo lamento. Desde la pandemia la solidaridad de las personas se ha visto mermada por las propias dificultades de cada uno –en Detroit los problemas se multiplican por la alta tasa de paro, la evasión industrial, la bancarrota y el abandono de la metrópoli–. La gente cada vez tiene que hacer frente a más gastos y echar muchos números para sobrevivir. Entristece ver la deriva que ha tomado la humanidad. ¿Verdad?
          –Puede. No sé. Gracias. –Esas son las únicas palabras que logro pronunciar. Tres millas más allá, la ambulancia que lleva a Megan Aniston urgente al hospital, intenta abrirse paso entre la caravana de automóviles que van en dirección a las montañas, para observar el eclipse lunar.
          –Aguanta, querida, estamos llegando –dice el dulce enfermero que no deja de acariciarla… 


8.
Agradecimiento a mi amiga la doctora Fuentes,
sin cuya ayuda con la terminología médica
en este capítulo, no habría sido posible.

Cuando los profesionales del servicio de emergencias llegan frente al edificio de la Facultad de Derecho, donde Megan Aniston se ha desplomado frente al edificio de la Facultad de Derecho, ella ha recuperado la conciencia y está sentada en un poyete asegurando sentirse bien y dispuesta a reanudar su marcha, ya que el tonto accidente sólo ha sido un susto, algo sin importancia. Pero, tras la primera valoración que confirma falta de oxígeno, disnea y mucha fiebre, la llevan al Detroit Medical Center donde realizarán un examen exhaustivo descartando sospechas o corroborándolas. A pesar de que el coche patrulla de la oficina del sheriff del condado les precede, intentando abrir camino, se ven atrapados en una caravana de automóviles que van en dirección a las montañas para presenciar el momento irrepetible del eclipse lunar que se espera a partir de las 11:23 p.m. Minutos después, recostada en la camilla y con la lengua raspándole el paladar como si fuese lija, empeora de repente, aumentando también los episodios de tos y flemas, dolor agudo en el pecho, somnolencia y, aunque de momento no observan confusión o aturdimiento, no lo descartan. Por tanto, con el conjunto de síntomas significativos le comunican al conductor que informe a los agentes por radio para que hagan lo posible por sacarlos de ahí rápidamente. Así lo hace, y la policía, consciente de que iban a realizar la peligrosa acción de invadir el espacio del viandante, conectan el altavoz e instan a los peatones para que despejen la acera. Megan Aniston empeora por momentos acercándose al precipicio y entrando en la fase en la que cuesta un triunfo no abandonarse al sueño. No obstante, realiza el gran esfuerzo de contestar a los sanitarios pronunciando un nombre a medias: Ayden Car… Y entonces se desmaya.
          La urgencióloga adjunta que debía estar en familia celebrando su vigésimo cuarto aniversario de boda, dobla turno cubriendo a una compañera que ha tenido que ausentarse debido al brote de gastroenteritis que lleva días circulando por el hospital y que al final se va a cebar con todos. La tarde ha sido de lo más tranquila y confía en que la noche también lo sea, por eso aprovecha para descansar un rato en la sala de médicos antes de hacer la ronda rutinaria ya que todavía hay ingresados sin haber subido a planta. En la taquilla guarda la comida que trae de casa y el termo con café, lo saca todo y, tumbada en el sofá, se prepara para hacer una videollamada con su esposo. Sin embargo, alguien grita desde fuera que llega un código naranja. Sale deprisa pensando que una vez más le ha fallado. Reúne a la enfermera jefa de urgencias, a un par de residentes, otra auxiliar y, equipados con un EPI, aguardan en el muelle donde cada uno, sin disimular los nervios, recuerda los primeros meses de la pandemia y el caos que supuso para toda la comunidad médica y científica enfrentarse al flamante virus del que no se sabía nada, ni cómo plantarle cara. Aunque desde el inicio surgen nuevas variantes y cada dos por tres salta la noticia de que en China vuelven a confinar ciudades o suburbios siguiendo su estrategia de covid cero, en Estados Unidos hace bastante que no se dan casos graves, señal de que estamos haciendo las cosas medianamente bien. El guardia de seguridad, un afroamericano de casi dos metros y músculos que imponen, se ha posicionado en uno de los ángulos por si tiene que darle el alto a los curiosos. El rugido de las sirenas, que espantan a todo ser viviente, se oye cerca y las luces intermitentes, que parecen chispas saltando de perfil en el horizonte, se visualizan próximas pero, la espera se hace larga y los minutos avanzan a paso lento. Dentro del recinto hospitalario el parking ha quedado casi vacío, eso facilita que los roedores corran a sus anchas y busquen agujeros donde resguardarse del importante desplome de temperaturas que acaba de producirse. El eclipse trae consigo la negrura borrando del panal del cielo la estructura formada por las estrellas.
          –Mirad, ahí están –dice una voz temblorosa por detrás de ellos.
      –Mujer, setenta y dos años –vocea el camillero–. Desvanecimiento en la calle, no recuerda qué ha pasado. Ha vuelto a desmayarse, viene crítica.
          –Vamos dentro, rápido. ¿Cómo se llama? –pregunta la enfermera.
          –No lleva ninguna identificación salvo esta propaganda de Pope Francis Center en el bolsillo y un nombre incompleto que dijo antes de perder el conocimiento.
          –¿Habéis administrado algo? –dice un residente.
          –No, sólo lo básico para estabilizarla, pero a punto hemos estado de hacerle una incisión en la garganta para que respirase, por suerte ha remontado.
          –¿Es alérgica a algo?
          –No se sabe.
      –Bueno, gracias. Nos encargamos nosotros. –Sin embargo, la urgencióloga adjunta entiende que lo más acertado es pasarla directamente a la UCI. Así lo hacen.
          Violeta Reyes nunca quiso abandonar Cuba. Le gustaba su patria, su gente, el color del Caribe, recibir la brisa desde el Malecón, la generosidad de aquella tierra, el arraigado sentimiento de compartir lo poco que uno tiene, bailar la guaracha, estar con los suyos y comer yuca con mojo, pero al encarcelar a su esposo por motivos políticos, ambos comprendieron que los niños y ella debían salir de La Habana. Desgarrada de dolor, dejando atrás a sus padres octogenarios, enfermos y vulnerables, emprendió un camino sin retorno empezando a escribir la primera página del incierto y prometedor futuro. Junto a dos de sus hermanos, y gracias al cuñado que les facilitó papeles desde Estados Unidos, cogieron un avión llevando sólo lo puesto y cuyas coordenadas iban directas a pisar suelo americano. Al principio fue bastante complicado ubicar a los dos chavales de 12 y 13 años que, en plena explosión de la adolescencia, no entendían por qué tuvieron que dejar la escuela a la que fueron desde pequeños, a los compañeros de siempre y aquellos juegos que tan felices les hacían, pero el coraje de la mujer luchadora que ante la adversidad no se rendía era fuerte y, pese a las noticias desalentadoras que llegaban de la isla, se propuso seguir adelante. Meses después falleció el marido de muerte natural, lo encontraron los carceleros, tendido en la cama de la celda. Tras diversas circunstancias que no vienen al caso, comenzó a levantar cabeza en el estado de Michigan donde pudo convalidar el título de medicina y conseguir una plaza de intensivista en Detroit Medical Center, además de seguir estudiando nuevas técnicas para aliviar el sufrimiento de determinados pacientes que, de no haber sido así estarían desahuciados. Posteriormente, la lucha incansable que tanto la caracteriza, la vocación arraigada dignificando su oficio y la ferviente creencia de que todo ser humano merece la pena, ha sido suficiente para desempeñar el cargo de directora de la Unidad de Cuidados Intensivos, lo que ha compaginado con su faceta de activista.
          Cuando el 11 de marzo de 2020, Tedros Adhanom Ghebreyesus, Director General de la Organización Mundial de la Salud (OMS), declaró el coronavirus Covid-19 pandemia global, Violeta Reyes, intensivista en Detroit Medical Center, tenía mucho miedo de llevar el virus impregnado en la piel y en las ropas y contagiar a sus hijos, ya que las vías de transmisión no estaban nada claras y todo era una gran incógnita. Pero unos buenos amigos, con chicos de la misma edad, se ofrecieron para tenerlos mientras que no mejorase la situación. Aceptó, aunque la decisión también fue dolorosa. Tras semanas de intensa e inagotable lucha, durmiendo poco y sin respiro, pilotó la iniciativa de establecer una red de comunicación entre profesionales sanitarios con los investigadores de Hospital Mount Sinai, de Nueva York, donde están los mejores científicos de la biología molecular de los virus de la gripe y otros patógenos. De esa forma, el hecho de compartir experiencias, métodos, tratamientos…, sirvió para atajar algo la tremenda incertidumbre del principio. Actualmente, lidera y coordina, en colaboración con algunos laboratorios, las pautas a seguir con determinados tratamientos que han demostrado una cuantiosa mejora respecto a los nuevos casos, la mayoría leves, excepto que la persona porte otras patologías. Ha escrito artículos académicos publicados en Journal of the American Medical Association (JAMA) y recibido menciones a su trabajo y dedicación. No obstante, el ingreso de Megan Aniston ha despertado en la memoria de la doctora los peores recuerdos cuando miles de personas morían solas y ellos caían derrumbados.
          –Hemos comprobado los resultados de las pruebas y creo que está muy claro. ¿A vosotros qué os parece? –pregunta al grupo de estudiantes que van con ella.
          –Yo diría que –responde uno de los flamantes médicos–, con toda probabilidad, por los síntomas que presenta, se trata, sin lugar a duda, de SARS-CoV-2
          –Macho, no seas tan técnico y di Covid que no estás delante del tribunal de examinadores de Harvard –dice una de las chicas que se inclina por la rama de cirugía.
          –No os peleéis, ambos tenéis vuestra parte de razón, pero el protocolo está activado y requiere de un lenguaje y términos adecuados. A ver, continuamos. ¿Quién puede detallarnos lo que debemos hacer primero?
          –Test de antígenos –interviene un colombiano en prácticas.
          –¿Y qué más?
          –También –salta otro estudiante–, un angioTAC para confirmar que el síncope ha sido a consecuencia de un tromboembolismo pulmonar (TEP).
          –Muy bien. ¿Y cuál sería el siguiente paso? –Violeta Reyes, directora de UCI, insiste siempre a los alumnos que la acompañan lo importante que es reflexionar antes de dar una respuesta que pueda equivocar un diagnóstico y, en consecuencia, el tratamiento a pautar.
          –Oxígeno a alto flujo –salta otro de ellos.
          –Correcto. ¿Y qué más?
          –Corticoides por sus efectos antiinflamatorios.
          –Antiviral de última generación.
          –¿Por qué?
          –Ha quedado demostrado –sigue el estudiante con su exposición– que la mayor farmacéutica de nuestro país los ha potenciado y los resultados son muy satisfactorios, mejora el estado general del paciente.
          –Antibioterapia –se atropellan unos a otros para subir nota.
          –¿Y no hay algo que se os escapa? –Violeta es muy consciente de que tiene delante de ella a un equipo de médicos que, en el futuro inmediato, se van a convertir en grandes profesionales porque tienen madera para ello.
          –¿El qué? –preguntan nerviosos y preocupados, ya que cometer un error a esas alturas de carrera puede restarles puntos.
          –Repasadlo todo paso a paso.
          –¡Ya sé! –salta la flamante cirujana–. Suministrarle heparina de bajo peso molecular.
          –Muy bien, querida. ¿Y por qué eso en lugar de anticoagulante de acción directa? –pregunta la titular.
          –Porque el tratamiento de inicio es ese, además es más fácil de revertir en caso de complicación, por ejemplo, si surgiera un sangrado. ¡Ya tendremos tiempo de pasarle a un anticoagulante oral una vez esté más estabilizada!
          –Perfecto. Durante los siguientes días haced un seguimiento del caso: anotaciones diarias respecto a la presión arterial, cantidad de orina vertida en las bolsas, coloración de heces y flemas, si las hubiera, saturación, arritmias, si empeora o se mantiene estable… En fin, pensad que de nosotros depende que los compañeros de planta, cuando suba, tengan una guía completa de cuanto ha acontecido aquí. Digamos que completamos las piezas de la evolución para que después ellos hagan los ajustes finales. Plasmad vuestra opinión, escribid el informe que adjuntaríais al historial médico y, sobre todo, no toméis decisiones a la ligera, sopesad los pros y los contras, preguntad lo que no sepáis o penda de la duda. Poner todo empeño por salvar cada vida humana es una responsabilidad adherida a nuestra vocación.
          –¿Nadie sabe su nombre? –preguntan.
          –Los colegas de la ambulancia no saben nada –contesta Violeta–. No obstante, en esa bolsa –se refiere a la que tiene colgada a los pies de la cama–, está su ropa, quizá encontremos algo. –A pesar de que eso era labor de los servicios sociales del hospital, la doctora Reyes procuraba responsabilizarse de todo lo referente al paciente mientras que estuviese en su unidad.
          –Si me lo permite, yo misma puedo mirar –contesta otra vez la colombiana.
          –No hay inconveniente.
          –¡Qué casualidad! –dice entusiasmada–, lleva propaganda de Pope Francis Center, mis abuelos son voluntarios ahí, les voy a preguntar.
         –Doctora Reyes –dice con timidez otra de las jóvenes que ha permanecido callada–: ¿es verdad que se dan casos de ictus en pacientes ingresados en UCI con covid-19?
          –Ocurre con frecuencia, tanto aquí como en cualquier otra planta convencional. Lo que sí sabemos es que aquellos que sufren ictus con infecciones concomitantes por covid-19, son más graves que quienes no tienen el virus. –Cuarenta y ocho horas más tarde a Megan Aniston se le desencadena una neumonía bilateral.
          Con el endoscopio listo para ser utilizado, tomando notas a gran velocidad, revisando las últimas placas de tórax y analítica más reciente, llevando doble mascarilla, gafa protectora y guantes de nitrilo, el equipo médico encabezado por Violeta Reyes conversa rodeando la cama de Megan Aniston, mientras que esta pelea por salir del cilindro herméticamente cerrado que la ha devuelto a los días de infancia, a las calamidades pasadas entonces y después, a la suerte que siempre estuvo desaparecida, a lo malo y lo regular que a lo largo de los años se ha cruzado en su camino, a los rostros de los que se fueron y de los que están, a la culpabilidad enconada por haber parido una hija con salud delicada, a lo complicado que le ha resultado abrirse camino siendo una mujer de color, a la mala experiencia de haber enviudado tres veces demasiado pronto. En definitiva, un repaso biográfico a toda una vida que ahora puede írsele de las manos. Varias millas más allá, simpatizantes de uno y otro partido, despliegan por las calles el júbilo de la bandera estadounidense celebrando los resultados que arrojarán las elecciones de Medio Mandato y, por consiguiente, el futuro de Estados Unidos y, en cascada, el del resto del mundo. Si yo siguiera al frente de la Motors Carson Company, con total seguridad habría votado a los republicanos Jack Bergman y John Moolenaar por el estado Michigan. Pero, aunque los demócratas Hillary Scholten y Bill Huizengal me caen bien, me importa un cuerno quien pilote la nación en estos momentos, ya que a este lado de la pobreza las cosas van a seguir más o menos igual de jodidas.
          –Gracias por su colaboración. ¡Alabado sea Dios! –dijo el reverendo Bob W. Perkins, al hijo de Joanne, mi antigua secretaria.
          –No hay de qué.
          –Es usted una persona muy humana y fiel a su cita semanal trayendo alimentos que ellos –señala hacia nosotros– agradecen tanto.
          –Todos debemos estar a la altura en la medida de nuestras posibilidades. Permítame hacerle una pregunta.
          –Por supuesto, faltaría más.
          –¿Cómo se llama aquel hombre?
          –¿Cuál? ¿El del gorro de lana?
          –No, el que está más allá.
          –¡Ah!, bueno. Es Ayden Carson. Un tipo bastante raro. Su familia era dueña de una importante empresa, fabricaban automóviles, pero se arruinaron como la mayoría del sector.
          –Ya. Mi madre, que actualmente tiene Alzheimer y está en residencia, trabajó para ellos. Es curioso, hace unos días cuando vine, le dije que me sonaba su cara de haberle visto en alguna foto con ella y lo negó.
          –Es muy introvertido, apenas habla con nadie.
          –Lo curioso es que ha estado viéndola y no sé cómo actuar: si abordarle o dejarlo estar.
          –Yo que usted no me molestaría. En fin, me esperan para el estudio de la Biblia. Vuelva pronto –dice con un apretón de manos al que el otro corresponde cordialmente.
          Regreso a casa y me resulta extraño caminar por los bulevares sin la charlatana de Megan Aniston pegada a mi lado, hilando una historia con otra sin respiro, hablando de sus antepasados, de arquitectura, de política, de lo que fuese con tal de no tener la boca callada. ¿Cómo imaginar lo que me esperaba al día siguiente a primera hora de la mañana…?


9.
He pasado toda la noche regular yendo continuamente al baño por culpa de un culín de alcohol que quedaba en una botella sin etiqueta, abandonada en la papelera del parque y ante la que no pude resistir el impulso de llevármela a la boca. El arrepentimiento de después ha servido de poco tras los retortijones de tripa que han estado a punto de partirme en dos. Pero, mientras que la lengua estuvo en contacto con el líquido picado, sin reparar en los daños colaterales que mi organismo sufriría, la cabeza retrocedió a otro tiempo más saludable donde nuestra posición familiar estaba en la cima de la montaña. Y es que uno no olvida fácilmente quién fue si la memoria del paladar despierta caprichosa y en un arrebato de delirio recupera determinados sabores, como aquel del caviar regado con Moët Impérial, un champagne de madurez elegante, que nunca faltaba en la mesa de casa. Cuando nosotros éramos pequeños nos reíamos mucho viendo los gestos en la cara de mamá al metérsele las burbujas por la nariz, cosquillas que la hacían estornudar repetidas veces, con el consabido comentario de papá diciendo que no sabía apreciar un buen espumoso. Como la mayoría de los chavales, mi hermano Colorado Sprint y yo éramos traviesos, así que le buscábamos las vueltas a Emily, el ama de llaves, para subirnos a un taburete y apurar lo que quedaba en cada copa. Por tanto, la costumbre de beberme las babas de otros me viene de atrás. Así que, haciendo un esfuerzo físico monumental, me trago las bilis de orgullo y peregrino hasta una de las colas del hambre repartidas por la metrópoli, adonde los que vamos cubrimos nuestra maltrecha dignidad bajo el paraguas de la pobreza. Hace un par de días escuché decir por casualidad a la mujer del reverendo Bob W. Perkins, que en Pope Francis Center cuentan con más recursos sociales que ellos para abastecer a los necesitados, así que, veré si hoy tengo suerte y consigo algo caliente que me entone. En Detroit, aunque vivas casi en el mismo corazón del downtown, las distancias a pie para acceder a cualquier sitio son largas, máxime si vas justito de fuerzas como es mi caso. De manera que camino pegado a la pared, sin dejar espacio siquiera a mi propia sombra. Quince minutos después me sumo a las numerosas personas que aguardan en la puerta ateridos de frío.
          –Échate atrás mocoso, esta es mi baldosa –dice una anciana desgreñada a un chaval que bota una pelota de beisbol.
          –¡Cállate vieja asquerosa! –grita alguien de delante.
          –Siempre igual, coño. ¿Por qué no te vas al asilo y nos dejas en paz? –suelta un hombre sosteniendo un cartón de vino dentro de una bolsa de papel marrón.
          –¡No me da la gana! Iros todos a tomar por saco. De aquí no me muevo, y el que se atreva… –saca una navaja de cuchilla corta pero afilada. Observo la escena indiferente y me pregunto cómo es posible que haya manejado tan mal la vida para verme ahí.
          Dentro del recinto del hospital el movimiento de gente es frenético a consecuencia del terrible accidente ocurrido esta madrugada, en la carretera interestatal 96 que cruza Michigan de este a oeste. El conductor de un trailer cisterna ha perdido el control justo en la salida hacia Rosa Parks Blvd, empotrándose contra el muro de separación y quedando atravesado en tres de sus carriles ocasionado también que los coches de detrás no pudiesen frenar y se amontonaran unos sobre otros formando un inseparable amasijo de hierros y sangre. Segundos después, en mitad del caos y la incertidumbre, mientras que un grupo de personas, sin calibrar el riesgo para ellos, se afanaban por sacar deprisa a quienes habían quedado atrapados, una gran bola de fuego envuelve al camión convirtiéndolo en un callejón sin salida para los autos colisionados y aquellos ocupantes que no tuvieron la suerte de escapar. Docenas de ambulancias trasladan a los heridos de diversa consideración y los furgones fúnebres a una morgue improvisada donde un goteo de familiares y amigos se acercan a preguntar por los suyos. Sin embargo, la tarea de identificación va a ser lenta y bastante delicada, al estar algunos cuerpos absolutamente carbonizados, por lo que, no se les podrá poner nombre y apellido hasta cotejar las pruebas de ADN. A la izquierda de donde ha ocurrido el siniestro, ecologistas desplazados hasta allí, han evaluado de alto riesgo medioambiental la capa de humo tóxico esparcida por la atmósfera. Una planta por debajo de urgencias, en el sótano 1, donde se ubica la Unidad de Cuidados Intensivos, la rutina con matices diferentes pone a funcionar todas sus herramientas.
          –Tranquila, estamos aquí para ayudarla –Violeta se inclina sobre la cabecera de la cama y con la linterna enfoca las pupilas, pero no hay respuesta en el ojo de la paciente.
          –No reacciona a ningún estímulo, ya sabes que de urgencias subió con un claro triaje. Quizá…  –propone la auxiliar.
          –Ni soñarlo. ¿Acaso no ves cómo pelea para ganarle la partida a la parca? –El espíritu caribeño de la doctora Reyes hace que no lo dé todo por perdido, ni se rinda ante la primera adversidad.
          –Hay ingresados en planta que necesitarían los cuidados de aquí, pero… –insiste la otra
          –¿Dónde se ha metido la estudiante colombiana? Se comprometió a encontrar a algún pariente de la mujer y aún no sabemos nada –zanjó así el asunto anterior.
          –Esa búsqueda le corresponde a la policía y no a nosotros, nunca debiste consentirlo –salta la adjunta supremacista que no soporta a los mestizos ni a los nacidos fuera de Estados Unidos, pero ella la obvió girándose hacia la enferma.
          –Si me escucha, mueva la mano, por favor –Megan Aniston oye voces lejanas e intenta abrir los párpados, pero en realidad las sombras que se mueven de un lado a otro no la interesan en absoluto–. ¿Estáis siguiendo mis instrucciones? En las últimas placas los pulmones se ven mejor.
          –Tal y como has pautado –indica la jefa de enfermeras de la UCI–, estamos bajando la sedación poco a poco.
          –Perfecto, pues cuando esté retirada del todo decídmelo e iniciaremos la alimentación oral. A ver cómo responde. Cualquier cambio que ocurra estaré en el despacho. ¡Ah!, por cierto, el caballero de la cama del fondo está listo para subir a planta, encargaos de tramitarlo. –En la intimidad del estrecho cuarto sin ventilación, con presentes traídos por compatriotas y amigos de Cuba, destacando la litografía de un balsero que trata de alcanzar el estrecho de la Florida, la doctora Reyes estudia con minuciosidad los historiales médicos de los hombres y mujeres ingresados actualmente en su unidad, y perfila cada diagnóstico, no siempre positivo. Presume de tener buen instinto y de equivocarse en raras ocasiones cuando apuesta por sacar adelante a algún paciente que quizá otros compañeros, por su complejidad o patologías, habrían desahuciado. Ese era el caso de Megan Aniston y ninguna de las dos pensaban rendirse…
          –Lo siento cariño –dice a su hijo mayor–, llegaré tarde al partido de fútbol de tu hermano, discúlpame con él, por favor, cielo.
          –Claro, mamá, como siempre. –Violeta está tan entregada a su trabajo que pasa de puntillas por todo lo demás.
          La estudiante de origen colombiano suele aprovechar su día libre para realizar tareas domésticas y ampliar conocimientos en la Facultad de Medicina de la Universidad Estatal de Wayne, donde asiste a clases de refuerzo y se empapa de nuevas técnicas en el campo de la cirugía, especialidad que desde el inicio de carrera siempre la atrajo. Sin embargo, esta vez sale muy temprano de casa en dirección a Pope Francis Center, donde confía en averiguar la identidad de la mujer afroamericana ingresada en UCI. Aunque prácticamente sólo va del apartamento al trabajo y no frecuenta otras zonas de la ciudad por falta de tiempo, pronto vislumbra la cruz sobre el tejado de la puerta principal. Una veintena de personas merodean alrededor de las esquinas, van taciturnos, con expresión ausente, traicionados por la vida, vulnerables, débiles, mirando desconfiados a todo aquel que se acerca y con ojos de necesidad hacia el café en vaso desechable que la flamante doctora sostiene en una mano. Con un pie en el último escalón y el otro en la acera, un hombre joven, de pelo rizado, risueño y alegre bufanda de colores que le llega casi hasta las rodillas, hace gestos indicando que es él quien la espera.
          –Hola, gracias por atenderme y perdona la molestia –dice al voluntario que mueve la cabeza restando importancia a esas palabras.
          –Un placer. Encantado de ayudarte en lo que pueda, para eso estamos, al servicio de nuestros hermanos.
          –Estaba tan perdida y angustiada que mis abuelos me han empujado a hablar contigo.
          –Sí, algo me adelantaron. Son encantadores, tan pendientes el uno del otro –dice emocionado–. Un ejemplo que todos nosotros deberíamos seguir. ¿Entramos dentro que estaremos más cómodos?
          –Sí, de acuerdo.
          –Cuidado con la última baldosa no vayas a tropezar y te caigas. Un día por otro no veo el momento de pegarla. –En la sala luminosa retira unas cuantas cajas de ambas sillas y toman asiento–. Perdona el desorden, ahora esto lo usamos de almacén, oficina, espacio para grupos de terapia... En fin, un poco para todo. La demanda de gente que viene buscando comida, cada vez es mayor y nuestros recursos menores, de manera que, si no les damos un plato de sopa, al menos proporcionamos charlas que alivien sus corazones.
          –Es muy lamentable la situación extrema que tienen muchos ciudadanos. Si precisa mi colaboración, dígamelo. Puedo poner inyecciones, tomar la temperatura, explorar… Lo que sea. –Años después, cuando ella ya estaba establecida y las cosas le iban muy bien, montó una ONG con varios compañeros y recorrieron todo el estado de Michigan ofreciendo servicio médico a homeless.
          –No me cabe duda, esos valores los llevas en tu genética.
          –En fin, no quisiera robarte mucho tiempo –en realidad estaba incómoda y quería irse.
          –Comprendo. A ver, cuéntame.
          –Supongo que mis abuelos te habrán dicho que hago prácticas en Detroit Medical Center.
          –En realidad fui yo quien les sonsacó –sonríe.
          –A finales de la semana pasada bajaron a la UCI a esta mujer –enseña una foto hecha con su móvil–, entre sus ropas llevaba propaganda de aquí, y en la ambulancia, antes de perder la conciencia, dijo a medias el nombre de un tal Ayden Cars…
          –¿Carson?
         –Es posible. Total, que uniendo ambas pistas puede que aclare quién es, de lo contrario el hospital activará el protocolo de desconocida y mi jefa no es muy partidaria de eso.
        –Deja que la vea bien –sostiene unos segundos el celular y se lo devuelve–. No me suena, pero aguarda un momento, enseguida vuelvo, tal vez alguno de los compañeros la conozca.
          –De acuerdo. –En las paredes se ven desconchones y marcas como de haber arrimado bultos. A un lado, varios containers semivacíos tienen tetrabrik de leche, paquetes de pasta, pañales para bebés, latas de conserva, mallas de patatas, arroz, café soluble y demás artículos no perecederos, todo distribuido en delgadísimas bolsas de plástico listas para entregar.
           –Mira, creo que vas a tener suerte –dice–, es posible que se llame Megan Aniston. Casualmente ese mismo día uno de nuestros colaboradores esperaba la visita de alguien que coincide con su descripción. Venía de parte de la esposa del reverendo Bob W. Perkins, de una Iglesias Baptista cerca de Lafayette Blvd, pero nunca se presentó.
           –¿Sabe su dirección?
          –No, pero te diré también que el caballero puede ser Ayden Carson, un magnate del automóvil totalmente arruinado. Hace poco que viene, es un tipo bastante raro, recoge su paquete y se larga. Ayer, sin ir más lejos, estuvo, a lo mejor puedes localizarle.
          –Lo intentaré. Tal vez preguntando en los albergues…
          –No obstante, si me entero de algo, te lo hago saber.
          –Te lo agradezco, muchas gracias. –Sale al frío de la mañana y unas manos de piel cuarteada, manchadas con tinta de periódico, la persiguen.
          –Dame una moneda, encanto –pide el mendigo acosándola.
          –Lo siento, no llevo nada –responde atemorizada.
          –Pero que es para comer –insiste expulsando palabras mojadas en alcohol.
          –Déjeme, por favor –apresura el paso.
          –¿Quieres un poco de esto? ¿Es eso lo que quieres? –señala a la bragueta.
          –Ya le he dicho que no tengo nada. Voy a gritar.
          –¡No lo vas a hacer y me vas a dar la mochila!
          –¡Ayuda! ¡Ayuda!
          –¡Que te calles, coño! Dame la puta cartera y lárgate –el cuerpo tembloroso manifiesta claramente el síndrome de abstinencia.
          –¡Eh! ¿Qué está pasando ahí? –Sale corriendo uno de los voluntarios de Pope Francis Center–. ¡Largo!
          –¿Está bien?
          –Sí, gracias.
          –Compatriotas de mierda –voceaba cojeando calle abajo–. ¡El día del juicio final se acerca y seréis juzgados por vuestros actos! ¡Caerá sobre vosotros la destrucción del mundo! –Continuó maldiciendo hasta perderlo de vista.
          –¿La ha agredido? –pregunta tranquilizándola.
          –No, sólo quería una moneda, me he asustado y por eso grité.
       –Bueno, seguro que no era para comer. Tenga cuidado. Merodean a menudo intimidando a la gente, saben que quienes acuden a estos sitios son personas que lo han perdido prácticamente casi todo y con tal de no tener problemas se dejan acosar.
          –Muchas gracias, de verdad, de no haber sido por usted no sé qué habría pasado.
          –¿Quiere que la acompañe?
          –No, no hace falta.
          Gira a la izquierda, coge un taxi y va derecha a casa donde tirada en la cama, con los parpados hinchados de llorar, no puede apartar de su cabeza la imagen de aquel chico con la ira encendida en los ojos, blasfemando en lengua extranjera, al borde de la locura, con la esperanza erradicada y perfil de verdugo. Un ser humano al que la vida ha privado de otra oportunidad, otra salida, otro proyecto de futuro, un trazado para seguir ilusionado, un manojo de sueños sin caducidad, algo de suerte y… Sin embargo, se avergüenza de sí misma, de la poca empatía mostrada, de la manía de encasillar a los semejantes en peligrosos o inofensivos sin pararnos a analizar las circunstancias que a cada uno le colocan en una situación extrema, en la que, si se tuerce la estabilidad, cualquiera de nosotros podríamos estar también al borde del precipicio. La alarma en el móvil, recordándola que ha de tomar sus vitaminas, la traen de los pensamientos a la realidad, pero, si la clave para descubrir la identidad de la afroamericana la tiene un tal Ayden Carson, ella le va a encontrar, cueste lo que cueste. A la mañana siguiente, cuando empiezan a hacer la ronda, Megan Aniston ha empeorado y deciden aumentarle otra vez la sedación…
          Dentro de esa cosa destartalada donde vivo y llamo hogar con total naturalidad, poniendo el énfasis como si de un palacio se tratara, rodeado de humedad y de objetos inservibles, piezas rotas de un presente hostil que jamás volverán a encajar, siento los huesos seguros y las espaldas cubiertas ya que de un tiempo a esta parte por la ciudad corren riadas de peligrosidad, a consecuencia del aumento de bandas callejeras que alimentan batallas campales, sembrando de odio la convivencia de por sí ya complicada entre el vecindario. En la radio piden que se acuda al centro de donación de sangre ya que las reservas se están agotando o bien a cualquier hospital cercano. A mí, personalmente, las agujas me paralizan el intestino, pero tengo el estómago tan vacío que vendería hasta a mi propia madre a cambio de un trago. Consigo colarme en el metro y coger asiento, miro a uno y otro lado y, cuando todos me ignoran, desenvuelvo la chocolatina que en un descuido robé en una tienda.
          –Rellene este formulario e indique su dolencia –me dicen en el mostrador de admisión.
          –Se equivoca, no estoy enfermo –aseguro rotundo–, vengo por la llamada de donación.
         –¡Ah!, entonces espere a que le llamen, pero tiene que poner aquí sus datos. –Cuarenta minutos después, cuando estaba a punto de marcharme, una joven con rasgos sudamericanos y amplia sonrisa viene en mi busca.
          –¿Es usted Ayden Carson?
          –Sí, ¿qué ocurre?
          –Acompáñeme…


10. 
No soy muy dado a la nostalgia ni al sentimentalismo, tampoco a mostrar las emociones en público y por supuesto nada que deje al descubierto el más mínimo resquicio de debilidad en mi persona, pero confieso que se me ha caído el alma a los pies viendo a Megan Aniston a través del cristal de la UCI, inerte sobre la cama que parece una nave espacial, llena de cables, conectada al monitor de constantes vitales, con la bomba de infusión inyectando fármacos por goteo lento, sonda nasogástrica por la que transita un puré espeso directo al estómago, aspirador de secreciones bronquiales y un cesto de residuos que, mejor no saber su contenido. El caso es que quieto como un palo doy la impresión de ser medio tonto, blanco como la cal, con el labio inferior semiabierto, algo tartamudo en respuestas, apenado de lo poco que queda de esa mujer vitalista que he conocido, asustado por la variedad de aparatos que parecen carreteras virtuales enganchadas a un ordenador gigante e invisible  y sin haber donado sangre que en definitiva es a lo que vine. Sin embargo, como ya es habitual desde que tengo memoria, un hecho externo ha truncado los planes apartándome del camino.
          –Soy la adjunta de esta unidad –interrumpe mis pensamientos una sanitaria con actitud de pocos amigos, acompañada por la estudiante colombiana que ha dado conmigo–, en este momento nuestra directora no se encuentra disponible, de modo que seré yo quien le informe y responda a sus preguntas.
          –En primer lugar, voy a denunciar al hospital por facilitar mis datos personales a toda la red hospitalaria. Nada tengo que ver con ella –señalo con el dedo a la paciente–. No somos parientes, amigos, pareja, vecinos… Así que, adiós muy buenas y que pasen un buen día, señoras.
          –Sólo queremos que nos diga el nombre de ella y si tiene familia. Como le habrá explicado mi compañera, gracias a que en la ambulancia le nombró a usted y a la propaganda de Pope Francis Center encontrada entre sus pertenencias, hemos unido una cosa con otra y nos sería de gran ayuda que colaborase con nosotras. Le garantizo que no le va a comprometer absolutamente a nada. –No sería digno por mi parte callar.
          –Es Megan Aniston, vamos a la misma iglesia a por comida, de eso la conozco. ¿No lo han podido ver en su permiso de conducir?
          –Aparentemente no lo llevaba encima salvo que fuese víctima de algún robo.
          –Es raro, siempre alardea de que lo tiene casi antes de nacer.
          –¿Qué más puede decirnos? –quiere acabar cuanto antes y yo también.
          –Su hija está enferma y vive en una fábrica del downtown, ocupada por la comunidad negra. Es lo único que sé.
          –¿Y la dirección?
          –Ni idea. Oiga, ¿esto qué es un puto interrogatorio del FBI? Pregúntenle a la esposa del reverendo Bob W. Perkins, esa sí que sabe –se me nota molesto.
          –No se ofenda, caballero. Normalmente activamos el protocolo y la policía se encarga, pero nuestra jefa sigue criterios muy diferentes a los establecidos y prefiere ejercer de detective involucrándonos a los demás. Ya sabe que donde hay patrón no manda marinero –muestra su desacuerdo.
          –Pues conmigo tienen ya todo el pescado vendido.
          –Esto se nos queda grande –dice la estudiante colombiana. De repente se arma mucho alboroto y varios sanitarios con EPI rodean una de las camas mientras corren la cortina preservando la intimidad de la persona.
          –Vamos, deprisa, a quirófano –se acerca un médico por detrás e indica que la sigan.
          –Muchísimas gracias por su colaboración. Y ahora, si nos disculpa –me dejan con la palabra en la boca. Regreso al mostrador donde empezó esta andadura y dicen que si quiero donar sangre vaya a otro hospital porque el cupo lo tienen ya cubierto. En fin, una putada.
          Sin un solo dólar en el bolsillo y hambriento como hacía mucho que no lo estaba, no me queda más remedio que acudir al puesto ambulante de hot dog que hay en el cruce de Washington Blvd con Grand River Ave, cuyo vendedor suele ser muy generoso con gente como yo ya que tiempo atrás, él también vivió de la bondad de otros. Según avanzo, con la lentitud que emplea aquel que va perdiendo fuelle, hago un alto en  Clark Park, uno de los parques más antiguos de la ciudad, con pista de hielo para practicar hockey y zona infantil donde niños y niñas dejan volar la imaginación. En los bancos de madera envejecida cuyos nudos han sido testigo de muchos sinsabores, tomo asiento pese al frío y a los continuos copos de nieve que caen sobre el gorro de lana que ha perdido el apresto. Algo más allá, como sacados de una fotografía en blanco y negro, un grupo de homeless se calientan alrededor de la hoguera donde arden las páginas casi borradas del pasado. Algunos de los mendigos son rostros nuevos que han venido a sustituir a aquellos que la pandemia deportó hasta el cementerio. El más joven, y lo digo porque realiza una especie de danza en torno al bidón de hierro del que sobresalen las llamas, hace señales con los brazos para que me acerque. El intenso olor a orines y vino barato configura las coordenadas perfectas que conducen hacia donde están. Observo en la mayoría que la dureza de la calle les ha arrancado los dientes, dejado calvos, arrugado la frente, consumido las carnes y menguado los huesos, así que, en el espejo imaginario del engaño me digo que soy distinto a ellos.
          –Arrímate hermano, que cabemos todos –dice con acento extranjero.
          –Bueno, no sé, estaré poco, me esperan –recalco cada sílaba.
          –Claro, querido, igual que a nosotros –ríen a carcajadas mientras me devora el ridículo.
          –Este paño abriga, ¿eh? –el más desaliñado escupe las vocales a la vez que introduce sus dedos con suciedad en las uñas entre los grandes botones, imitación a nácar, para desabrocharlos.
          –¿Qué hace? –retrocedo acojonado
          –¡Uy! ¡Eh, mirad esto! –vocea–, el señorito se pone a la defensiva. Su excelencia –hace una reverencia– se ha meado en los pantalones –vuelve a burlarse.
          –No me toques –preparo los puños para saltar al ring.
          –¿A que no te atreves a darme una hostia? Los de tu calaña sois unos fanfarrones.
          –Dejadle en paz –interviene un tipo de rasgos indígenas surgido de la nada.
          –¡Pero mira qué tenemos aquí, al mismísimo defensor de las almas perdidas! Cariño –lanza besos al vacío–, no te enfades que me la pones dura –suelta el otro acaramelado.
          –No les hagas caso, son inofensivos –me toma del brazo–, cualquier excusa es buena para pasar un rato divertido. Ven, apartémonos.
          –¡Que os den! –hacen un corte de manga.
          –¿De dónde eres? –pregunta.
          –De Michigan –respondo por cortesía–. ¿Y tú?
          –De Alaska. ¿No se nota? –enmarca su cara.
          –Un poco –busco el tono distendido.
          –Estoy de paso, pero en cuanto consiga el dinero para viajar vuelvo a mi tierra –un velo de nostalgia e inquietud empaña sus pupilas.
          –Pues siento no poder ayudarte, amigo. No tengo pasta.
          –¡Qué va! –de repente nos hemos quedado solos y buscamos algunas ramas caídas y papeles que mantengan el fuego activo–. Durante los meses que llevo aquí he visto cosas muy raras y también las han querido hacer conmigo, pero no sé por qué pareces simpático y transmites confianza. Además que si no aparezco esos lobos del asfalto te habrían devorado guiña el ojo.
            –Cierto –sonrío–, sin embargo, no me conoces y…
          –Ni tú a mí –interrumpe–. Nada asegura que esté diciendo la verdad o que te quiera embaucar para robarte después. Puedes creerme o no, da igual –cuatro o cinco minutos de silencio se hacen eternos.
          –¿Qué te ha traído a la región Medio Oeste del país?
          –¡Uf!, es una larga historia.
          –No tengo prisa, nadie me espera –ahora soy yo el que guiña el ojo y él comparte conmigo su termo de café haciéndome sentir maleducado por no llevar encima ni un par de galletas.
          –Trabajaba de guía turístico, ya sabes que allí es una opción bastante recurrente que te permite vivir todo el año con lo ganado en temporada. Me iba muy bien. No soporto las ataduras y la idea de permanecer una jornada entera encerrado en oficinas me horrorizaba. Así que, la posibilidad de financiar la vida al aire libre, haciendo aquello que me gusta, era muy tentadora.
          –Vaya que si es una suerte –y lo dice quien nunca pudo elegir–. Perdón, continúa.
          –Cuando los clientes nos contratan tenemos varios paquetes con diferentes rutas, pero quizá la más popular y, en consecuencia, la más vendida, es aquella que pasa por el pueblo pesquero de Valdez.
          –¿Por dónde queda?
          –Está en un fiordo que llega tierra adentro, en Prince William Sound, entre glaciares de marea, montañas, selvas tropicales, vida silvestre, naturaleza en estado puro. En fin, un entorno idílico rodeado de paisajes espectaculares y vistas al mar.
          –Dan ganas de perderse allí.
          –Pues sí, ojalá lo hubiese hecho yo.
          –¿Qué te lo impidió? –deja pasar unos segundos y sigue hablando del entorno.
        –El sitio es muy atractivo, y su gastronomía también, por ejemplo, la hamburguesa de alce, aunque es más peculiar la de fletan, el pescado rebozado con cerveza, las huevas de trucha, pero sin duda el salmón rojo es el rey. Los nativos del Ártico consumen carne de ballena, se caza en primavera y otoño, y la almacenan hasta el invierno.
          –¿La has probado?
      –Sí, es un auténtico manjar –aparta la vista y respira profundo–. Me asignaron una expedición con 20 excursionistas cuyo principal deseo era disfrutar de unos días de relajo lejos de vorágine urbana, así que, de toda nuestra oferta eligieron Valdez porque además de jornadas de pesca, senderismo y visita obligada al criadero de delfines, solemos salir en Kayak. Todos sabían nadar menos un hombre. Se lo calló. Los nervios, la imprudencia, la emoción, el arrepentimiento o puede que todo a la vez, hicieron que la piragua volcase y, aunque llevábamos a un socorrista con nosotros, no lo dudé y le saqué a flote tan rápido como pude. –Me recorrió un escalofrío.
          –Fuiste muy valiente.
       –No era la primera vez que lo hacía, a veces la gente tiene reparo en confesar sus limitaciones, estamos acostumbrados. Hay quien jamás ha escalado, pero se atreve a unirse al grupo de montañeros sin calcular el peligro que supone su inexperiencia para el resto.
          –Bueno, atreverse es apostar alto, ¿no?
          –Sí, por supuesto.
          –¿Y qué pasó? ¿Tuvieron problemas?
         –No, ninguno. Nos enamoramos y nuestra aventura fue muy potente. Cuando él regresó aquí prometimos reencontrarnos. Supe que le sería difícil romper con su empleo de profesor en la universidad, mientras que yo podía encontrar algo de lo mío más fácilmente. Durante meses mantuvimos la pasión por videollamada, dilatando el momento de la despedida, haciendo planes de futuro y soñando con un futuro juntos y libres. Así que, un buen día, me levanté de la cama, guardé en la mochila algo de ropa, libros, las cosas de aseo y cogí un avión presentándome en el Aeropuerto Metropolitano del condado de Wayne de Detroit, desde ahí le llamé por teléfono y nos citamos en una cafetería que localicé según sus indicaciones. Parecía otro, estaba cabreado, le abracé y se quedó rígido, supuse que mi espontaneidad no era bienvenida.
          –¿Y?
        –Pues que se me jodió la ilusión y deseé que se abriera una grieta en el asfalto por la que desaparecer. Estaba casado, con hijos y ni por lo más remoto iba a romper su familia, de modo que, antes de ponerle la consumición se largó sin más.
          –¿Esa fue la explicación que te dio?
          –Sí.
          –¿Por qué no luchaste por vuestro amor?
          –Quizá jamás existió.
     –Las relaciones sentimentales son muy complicadas, supongo que entre hombres también.
          –Ahí no puedo responder, siempre he estado con mujeres, pero esta vez…
          –¿Y él?
          –Nunca se lo pregunté.
          –¿Por qué te quedaste en Detroit?
        –El confinamiento me dejó tirado en la calle, he pasado por casi todos los albergues e iglesias, he dormido al lado de asesinos, drogadictos, delincuentes de todo tipo y violadores.
          –¿Han abusado de ti?
          –En el más amplio sentido de la palabra. He hecho cosas de las que no estoy orgulloso y en sí me arrepiento, pero la necesidad y el hambre te empujan incluso a prostituirte por un mendrugo de pan. Trate de buscar trabajo, pero nadie ha querido contratarme. Oye, háblame de ti.
          –No hay nada interesante que contar –me gusta que no insista.
         –Bueno, parece mentira, pero está amaneciendo –dice disimulando la pena y la derrota.
          –Sí, es hora de irse –afirmo.
          –Cuídate.
          –Y tú.
          –Por cierto, ¿cómo te llamas?
          –Ayden Carson.
          –Encantado, yo Christopher.
          Antes de despedirnos le felicito por la elección de la demócrata Mary Peltola para la Cámara de Representantes de Washington por Alaska, convirtiéndose en la primera nativa que accede a dicho cargo. Sorprendido por lo bien informado que estoy, se confiesa desconectado de la política empujado al descrédito y la desidia tiempo atrás. Los primeros rayos de sol perfilan en el horizonte el skyline madrugador de la ciudad desplegando la monotonía en los vecindarios. Según camino, a poco que presto atención, oigo el tintineo de platos y cubiertos en el desayuno, las risas de los pequeños ajenos a las dificultades, el enfado del abuelo porque el colesterol disparado le ha prohibido su ración de beicon crujiente, las voces de la radio repasando la actualidad que no cesa de ser desastrosa, la alarma que salta cada mañana en el escaparate de la pastelería al hurtar alguien magdalenas de banana, el lenguaje de los roedores que buscan un escape a través de las alcantarillas, el burbujeo de jugos espesos en la garganta de la prostituta que después de tantas felaciones no ha conseguido hacer ningún servicio completo, la melodía del celular que suena sin que nadie conteste, las ojeras del vigilante nocturno vistas por el retrovisor del taxi que le lleva a casa y las huellas de quienes como yo somos invisibles para la sociedad. En la esquina de Lafayette Blvd, donde tengo mi escondite y me siento a salvo del mundo, hay un coche de bomberos estacionado una cuadra más abajo tratando de rescatar a una niña subida en la cornisa del tejado.
          –¿En qué la puedo ayudar, señora? –dice con amabilidad la persona que atiende en la entrada.
          –Quiero denunciar la desaparición de mi madre.
          –Siéntese ahí que enseguida la recibe un agente.
          –Gracias. –La hija de Megan Aniston apenas ha dormido a consecuencia de los fuertes dolores que sufre, a pesar de cambiar a menudo de postura cuando está en la cama, pero en el momento en el que los muelles del colchón encuentran los huecos de las costillas, la entran ganas de acabar con su vida.
          –Hola, vengan conmigo –dice el agente que los lleva hasta una mesa libre que hay al fondo de la sala–. Siéntense. ¿Y bien?
         –Hace más de tres días que mi suegra no aparece –interviene el yerno– y estamos muy preocupados.
          –¿Has llamado a los conocidos y a los hospitales?
          –No, señor. No tenemos teléfono –explica ella que además ha de ponerse en pie ya que un calambre semejante a una tormenta eléctrica recorre su pierna izquierda atraviesa la pantorrilla de abajo a arriba.
          –¿Qué le pasa? –pregunta el policía
          –Nada, ya ha pasado.
        –De acuerdo. Deme los datos de su madre –al digitalizarlos el sistema abre una pantalla en cuya nota pone dónde se encuentra–. Pues van a tener suerte.
          –¿Le ha pasado algo? –preguntan ambos con lágrimas en los ojos.
        –Miren –la patrulla que los lleva hasta Detroit Medical Center, se salta los semáforos, frenan en seco y entran con ellos por urgencias.
          –Soy la hija de Megan Aniston, por favor, quiero hablar con quien la está tratando –pide entre lágrimas…


11.
Han pasado más de quince horas desde que abandoné el hospital y no puedo quitarme de la cabeza la imagen de Megan Aniston postrada en la cama, ofreciendo el cuerpo sin oponer resistencia y dejando caer las páginas de su biografía por los tubos invasores de entrada y salida en el organismo. Cierro los ojos y dicho recuerdo me produce verdadera tristeza, pero también cierta molestia conmigo mismo por la falta de empatía que durante tantos años he trabajado gustoso. Sin embargo, algo me dice que debo desandar los pasos hasta el Detroit Medical Center e interesarme por ella con la excusa de acudir a donar sangre. Las pocas tiendas del vecindario que todavía no se han arruinado acaban de levantar los cierres distribuyendo las mercancías por los escaparates y formando un collage donde cestas con naranjas, perfumes baratos, celulares descatalogados, bolsos de imitación, pequeños muebles que mantienen al alza el negociado del reciclaje y somieres aún en buen uso, conviven sin estorbarse. Oigo los saludos de los viandantes que pasan por delante de dichos establecimientos y la irritada discusión que en lengua extranjera sucede unas cuadras más abajo. Según me calzo las botas cuyo borde de las suelas han contemplado antiguos amaneceres y elijo un jersey gordo con muchas puestas de soledad, pienso también que Christopher seguirá deambulando por los parques y las plazas jugándose el tipo ante tanto desaprensivo suelto y arañando al hambre, que ya no siente ni casi padece, unas monedas para conseguir el pasaje de vuelta a Alaska. Lo que ignoro, en este preciso momento, es que el azar volverá a cruzarnos...
          Por extraño que parezca la sala de urgencias está tranquila. Tan sólo media docena de personas aguardan para ser atendidas, gestionando en silencio la dolencia que los ha llevado hasta allí, excepto un bebé que llora sin consuelo en brazos de la joven que le mira con agobio y claros síntomas de abstinencia. Apenas el mismo número de acompañantes descansan el peso de las horas de un pie a otro dejando así el resto de las sillas libres. La puerta abatible junto al mostrador de admisión se abre y cierra constantemente desfilando una marea de batas blancas que consultan el cuadro de turnos, sacan cafés de la máquina o estudian en la pantalla del iPad la controvertida radiografía de tórax de un paciente terminal. Lejano, el contacto de las ruedas de las camillas contra el suelo deteriorado de los interminables pasillos escribe la melodía desafinada de la larga espera, retratada también en las manos que no encuentran acomodo moviéndose inquietas. Las superficies asépticas despiden olor a yodo y a otros elementos químicos desconocidos para el común de los mortales. Mientras tanto, el parpadeo rojo de una llamada en centralita hasta que contesta la operadora desvía la atención de los presentes, más aún tras el desafortunado comentario diciendo que el hospital no es la Casa de Beneficencia y que aquel que no tenga cobertura anexa para hacer frente a las facturas no permanecerá ingresado. Dicho más sencillo: que se joda quien no pueda pagarse un seguro médico privado.
          –Esa criatura tiene hambre –dice la mujer que va de una lado a otro echándose mano a la barriga y molesta por lo que acaba de escuchar–, si lo sabré yo que de eso sé un rato.
          –¡Y a usted qué coño le importa! Métase en sus asuntos o váyase al infierno, bruja del demonio –salta la chica.
          –No era mi intención inmiscuirme, pero he tenido siete hijos y conozco muy bien los llantos.
          –¡Ah, sí! –interviene el presunto padre, un tipo con pinta de matón, abalanzándose para zarandearla–, pues a ver si te doy una hostia y añades un llanto nuevo a tu colección. Y tú –dirigiéndose a su pareja–, cállala o...
          –¡Venga, hombre, que no hace falta llegar a esos extremos! Todos estamos muy nerviosos y la paciencia se agota –matiza en tono conciliador un muchacho con chándal que trae un rudimentario vendaje.
          –Pienso igual –rompe casi a llorar el anciano que ha permanecido en silencio–. ¿Pretenden dejarnos morir como perros? Mire usted, llevamos desde ayer por la tarde pendientes de una prueba de colón para mi esposa, cada vez la veo peor y todavía no nos han llamado –acaricia la mejilla de ella.
          –Y a nosotros qué nos importa, abuelo –escupe con tono agresivo un tercero que no se sabe de dónde ha salido.
          –¿Ha preguntado en el mostrador? –interviene el deportista.
          –Cinco veces y la respuesta siempre es la misma: se ha roto el colonoscopio y en breve le avisaremos.
          –Si quiere voy yo.
          –No, tranquilo. A ver si viene nuestro yerno y coge las riendas, ya sabes que el seguro que tenemos los viejos da para muy poco –mira de soslayo a la operadora de la centralita– y ciertas cosas se escapan ya de nuestra comprensión. Mi nieto dice que no estamos en la onda. Bueno, será eso. Además, ese tobillo lo tienes muy hinchado.
          –Sí, esta semana no podré jugar.
          –No se lo tomen a mal –insiste la mujer de antes–, la niña necesita beber, si se deshidrata puede ponerse muy malita.
          –¡Anda!, pero si eres una joya –se burla él–, ahora resulta que también posees dotes de pitonisa. ¡Lo que se ha perdido el mundo contigo, querida!
          –Vete a la mierda vieja asquerosa –remata ella.
          –Sois unos groseros y…
        –¿Qué está pasando? Compórtense o tendré que echarlos a la calle –advierte el vigilante que calla cuando irrumpe una enfermera dirigiéndose a los ancianos consultando el volante que trae.
          –¿Señora Jones?
          –Sí –responde.
          –Aún no tenemos resuelta la incidencia del aparato que usted necesita, los técnicos están haciendo todo lo que pueden, márchense y ya les avisaremos.
          –Por el amor de Dios, mi esposa está en un grito, ha de verla un médico, apenas se sostiene.
          –Ya le he dicho lo que hay, decidan.
          –Quiero hablar con el gerente, tenemos todos los papeles en regla, somos ciudadanos norteamericanos, no pueden hacernos esto –el hombre suplica desconsolado.
          –¿Acaso le parece que el director está para resolver este tipo de cosas? –ante la perplejidad de los ancianos y de quienes se han posicionado con ellos concluye dando media vuelta, pero la hacen retroceder.
          –¿Qué sucede? –pregunta el médico que lo ha escuchado todo.
          –Bueno, nada en realidad –se aprecia un vibrato nervioso en la voz.
          –Explíquese –sugiere el otro.
          –A ver, la señora está citada para una colonoscopia, el aparato se ha estropeado, no disponemos de otro y sugerimos que se marche hasta que la volvamos a avisar. Fin de la historia –el silencio de pocos segundos se hace interminable.
          –Pero esta mujer no puede abandonar el centro, ha de llevarla inmediatamente a un box.
          –¿Y eso quién lo dice? –la falta de delicadeza ensombrece la sala.
          –El urgenciólogo de guardia que soy yo y asumo toda la responsabilidad. Llévela dentro, ¡ah! y consígame el historial clínico de la paciente. Caballero –al marido que, emocionado, rompe a llorar–, acompáñelos que enseguida voy.
          –Doctor…
          –Ahora me cuenta todo desde el principio, no se apure.
          –Lo ve, abuelo –dice el muchacho que va a pasar una larga temporada sin competir–: en esta vida todo tiene solución menos morirse.
          La monotonía es interrumpida por el ensordecedor ruido de un avión que cruza el cielo, a toda prisa, tal vez hacia la otra punta del mundo. Mientras tanto, en la sala de espera, en urgencias, los gajos de esperanza de los presentes son escurridizos como peces que se niegan a abandonar su hábitat. El transcurrir de las horas ha terminado por aplacar el berrinche del bebé, matizando a gris violáceo su carita de cera. El cuerpo rígido, diminuto, envuelto en una toquilla impregnada de vómitos, yace frío en brazos de la madre que, como si nada, continúa acunándole hasta darse cuenta de lo que tiene encima y, disimuladamente, lo deja en la silla bajo la atenta mirada de quienes no dan crédito a su falta de instinto  maternal. La jefa de admisión, a la que han estropeado su rato de descanso, discute con ellos, llama a la policía y los acusa de homicidio por omisión. Ajeno a lo ocurrido y sin saber muy bien adónde dirigirme, observo a la pareja afroamericana, de rasgos familiares que, apartados de los demás, bañados en tristeza y cogidos de la mano, se cortejan cómplices, reinventando las herramientas de la ternura y adormecidos por la luz artificial de ese espacio no deseado. Él se agacha, asiente y va a la máquina de bebidas, busca monedas en el bolsillo y saca una botella de agua para ella, quien, a menudo, pasa un pañuelo por la frente realizando el mismo gesto que he visto hacer repetidas veces a otra persona que se le parece.
          –¿Familiares de Megan Aniston? –anuncian por megafonía.
          –Sí, somos nosotros –se levanta con dificultad y dice en el mostrador.
          –Esperen ahí –vuelve a señalar los asientos–, ahora hablarán con ustedes.
          –¿Y no nos puede decir cómo se encuentra mi madre?
          –No estoy autorizada, pero imagino que esté bien –miente mal–, enseguida vienen.
          –Al menos díganos dónde está y quién la trajo.
          –En la Unidad de Cuidados Intensivos, para la segundo no tengo respuesta –se gira hacia otro lado dejándoles así. Entonces, la estudiante que dio conmigo los conduce dentro. Yo podría haberles dado la información que tengo, ofrecer mi compañía, demostrar humanidad, desterrar de una vez por todas esa amargura que hace despreciarme a mí mismo, en cambio, como siempre, reacciono huyendo del fuego y metiendo la cabeza en el caparazón.
          –Caballero –no me doy por aludido–. Señor, ¿le han atendido? –veo de soslayo al auxiliar que se dirige a mí.
          –Sí, acabé ya…
          Sobre una mesa plegable dentro del recinto de urgencias, hay una caja con mascarillas y gel hidroalcohólico para los olvidadizos, además de revistas y periódicos atrasados que la gente va dejando ahí, según se marchan. En la prensa del día anterior, poniéndote el vello de punta, detallan las condiciones atmosféricas que sacuden la costa oeste de Estados Unidos, llevándose esta vez Oregón la peor parte por la amenaza de nieve y viento, lo que conlleva caídas del cableado eléctrico con los correspondientes cortes de suministro y echada a perder de todo lo que hay en el refrigerador, cañerías reventadas,  así como el aislamiento de aquellos vecindarios a los que, por su orografía, son de difícil acceso. Sin olvidar derrumbes de tierra sobre carreteras que quedan intransitables hasta las tareas de limpieza y retirada de troncos caídos, autos arrastrados corriente abajo, y un sinfín de destrozos en cadena declarando la zona catastrófica. El llamado Pineapple Express, conocido como “río atmosférico”, es una cinta de aire muy húmedo que viene de Hawaii y trae, fundamentalmente, mucha agua, afectando también a Canadá. Pero lo que en verdad me llama la atención son la cantidad de muertos que ha habido. No me pregunten por qué pero cuando sucede algún desastre natural o accidente multitudinario, tengo la manía de repasar las necrológicas por si hallo coincidencias con mi apellido. En esta ocasión el listado es tan extenso que complica la capacidad de enfoque de mi presbicia, pareciendo el molde de las letras, al empequeñecerse, un puente colgante ondulando el vacío. Recostado en la pared sigo leyendo uno por uno, hasta que, tomando aliento y controlando la aceleración del corazón, veo escritos los nombres de Colorado Sprint y Dakota Carson: mi hermano y hermana, cuyos cadáveres, junto a muchos más, quedaron sepultados bajo un alud de barro. En shock, corto la hoja donde viene un número de teléfono al que pueden llamar aquellos familiares que todavía no se hayan personado.
          –¿Me lo das? –pregunta el niño de seis años a la pediatra que acaba de atenderle.
          –Claro, ya sabes que es un boli mágico, ha sido él quien te ha puesto la escayola –afirma ante los grandes y sorprendidos ojos del pequeño.
          –¿De verdad? ¿Y puede operar las amígdalas a uno de mis amigos?
          –Uy, eso no lo sé, pero quizá su médico tenga otro igual.
          –Pues se lo voy a preguntar y si no se lo haces tú. ¿Vale?
          –¡Anda, charlatán!, no canses más a la doctora –dice la mamá.
          –Tranquila, es un encanto de crío y se ha portado fenomenal. Oye –dirigiéndose a él–, ahora has de hacerme caso y no plantes el pie en el suelo, ¡eh! Camina despacito con las muletas y dentro de dos semanas vuelves y hacemos otra foto de los huesos, ¿de acuerdo?
          –Bueno.
          –Choca esos cinco, campeón –lo hacen y ella alborota el pelo rizado del niño. –Escenas así, repletas de vida y de complicidad, son las que ponen color a espacios tan poco agradables como este donde la enfermedad y la cura, el pronóstico y la salvación transitan juntos por la vía del presente y del futuro.
          Desde que he sabido el fatídico desenlace de mis hermanos me mueve un sólo propósito al ser el único pariente que les queda: enterrarlos aquí, aunque pensándolo mejor será en Texas, donde descansan los restos de mi cuñado, sus padres y mamá. Hoy toca en la iglesia estudio de la Biblia y reparto de bolsas de comida a los feligreses más necesitados y aunque estoy entre ellos mi prioridad ahora mismo, como supondrán, es otra. El reverendo Bob W. Perkins nos recibe a todos con los brazos abiertos. En un aparte, le cuento a su esposa y a él la desgracia acontecida a mi familia y lo perdido que estoy ante el dragón de la burocracia ininteligible para la mayoría de nosotros. Ella cuenta que, con frecuencia, viene un abogado que, además de voluntario, presta sus servicios a la comunidad de forma gratuita, así que, sigo su consejo y rezo para que venga lo antes posible. Vas a tener suerte, dicen, porque ahí está. Cuál es mi sorpresa cuando me presentan al hijo de Joanne, mi antigua secretaria, en Motors Carson Company, el hombre al que negué consecutivas veces mi propia identidad, pero nada baja tanto el orgullo como reconocer los errores y enmendarlos.
          –Hola. ¿Se acuerda de mí, verdad? –dice con una amplia sonrisa.
          –Desde luego y ruego me perdone.
          –No tiene que pedir disculpas, señor Carson.
          –¡Ah!, ¿se conocen? –pregunta el reverendo
          –Es una larga historia –respondo.
          –Entonces nos vamos para que se pongan al corriente o arreglen sus asuntos.
          –Muchas gracias –digo inclinando la cabeza.
          –Bueno, a ver si el caballero puede solucionar tu problema y la próxima semana participas del estudio.
          –Ojalá –nos dejan solos.
          –Antes de que me cuente qué le pasa, quiero darle las gracias por visitar a mamá.
          –Un placer. ¿Cómo sigue?
          –Perdida, ya sabe.
          –Entiendo, aunque de aspecto la vi estupenda.
          –Sólo es apariencia. ¿Por qué no vuelve?
          –Soy una mala influencia y mi memoria no quiere revivir cosas que prefiero dejar dormidas.
          –Como prefiera. Pero, dígame, ¿qué le pasa? –lo hago, piensa durante unos minutos y dice–: he de hacer una llamada.
          –No hay prisa –una camada de pájaros vuela a media altura y anuncia más frío.
          –Suba al coche, Ayden –no ha olvidado mi nombre–, nos vamos a Oregón…


12.
El vuelo a Portland, al noroeste de Oregón, con escala en el Aeropuerto Internacional Harry Reid, de Las Vegas, ha despegado con bastante retraso haciendo que el viaje dure el doble de tiempo. Una vez desabrochado el cinturón el hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company, se pone el portafolios sobre las piernas y saca los formularios que hemos de rellenar para traer de vuelta las urnas con las cenizas de mis hermanos. Con destreza y sabiendo muy bien lo que hace se desplaza por los impresos marcando unas casillas si y otras no. Realmente mi única preocupación en este momento es que el tren de aterrizaje se haya escondido en el interior de la aeronave y que después la palanca que lo acciona, para bajar y aterrizar, funcione y no se atasque. Disimulo las gotas de sudor de la frente girado hacia la ventanilla, como si se me hubiese encargado la misión especial de vigilar y visualizar el tráfico entre nubes para alertar de algún posible choque contra fuselaje de basura espacial. Sin embargo, apretadas las mandíbulas y dando rienda suelta al tic nervioso en las corvas sigo pegado por las palmas de las manos a los reposabrazos hasta enrojecer la punta de los dedos. Esto, cuando yo era un tipo con pasta e iba al psicoanalista, supe que era aerofobia, pero a las pruebas me remito, la terapia no me sirvió de mucho. A nuestra izquierda, en los asientos separados por el pasillo, una mujer joven abraza al pequeño cuya cabeza tiene apoyada en su pecho mientras le lee un cuento de héroes y dragones, con letras en molde grande que dan soporte a los dibujos de colores simulando 3D. Seis filas más atrás, un hombre de negocios contempla el sándwich que sostiene con las esquinas mordisqueadas, a la vez que, colérico, suelta exabruptos al teléfono. Lleva el pelo engominado, el nudo de la corbata flojo y todo su aspecto en sí, impoluto. Cierro los ojos y me esfuerzo por recordar cómo era yo en aquella época en la que formé parte activa de la rueda industrial: ¿amable con la tripulación que hace la estancia más agradable? ¿Borde, exigente, maleducado, ebrio, agresivo, prepotente…? Juro por Dios no tener respuesta para definir dichos adjetivos. Bajo tres capas de ropa que han perdido el apresto noto las células que van arrugando la piel que antes fue firme, seductora, sexual, bien rasurada, atractiva y elegante. El tintineo de las mini botellas vacías en el carrito repartidor, preanuncian que vamos llegando, así como el agradecimiento del comandante por haberles elegido a ellos para volar. Pongo el respaldo en posición recto y seguramente estoy tan acojonado que voy pálido.
          –¿Se encuentra bien? –pregunta.
          –Sí, sólo tengo un poco de calor.
          –Puede que la azafata ya no traiga nada, pero por probar que no quede. ¿Pedimos agua?
          –No, no es necesario –lo rechazo por miedo a vomitar.
          –Añada estos datos, por favor –dice, ofreciendo el bolígrafo y un cuaderno para apoyarme.
          –Bueno, no crea que sé muchos detalles sobre mis hermanos, desde la muerte de mamá no nos hemos visto más. Siempre fueron caprichosos, dos almas libres al margen de la Motors Carson Company y con ciertos privilegios para hacer a su antojo cuanto terciase, en cambio a mí no se me dio la oportunidad de elegir ni de realizar mis sueños, que también los tenía. Figúrese, he pasado muchos años culpándoles de mis fracasos sin entender que a la ruina personal me llevaron las circunstancias y desde luego mi incapacidad manifiesta a la hora de manejar los asuntos comerciales.
          –Lo que no sepa déjelo en blanco, lo resolveremos in situ. Como ve son cosas muy sencillas que siendo su situación económica delicada no le comprometen a nada. No obstante, ese tema –se producen unos segundos de silencio– está resuelto.
          –¿Con quién estaré en deuda a partir de ahora?
          –Con nadie –recuerdo de su madre esa misma generosidad–. ¿Entierro o incineración?
          –Lo segundo.
          –¿Qué hará con las cenizas?
          –Mi hermana vivía en un rancho en Texas, en el cementerio de allí descansan su esposo, los suegros y mi madre, por tanto no se me ocurre un lugar mejor.
          –¿Tenía hecho testamento? Sería interesante saber a quién deja sus bienes.
          –Ni idea, pero si está pensando en mí como candidato, se equivoca, habrá hecho lo posible para que no me llegue ni un solo centavo, tampoco lo quiero.
          –Pues lo averiguaremos porque de ser así resolvería su vida.
          –Yo ya no tengo solución, ¿Cuánto falta?
          –Menos de media hora, relájese. ¿Qué pasó entre ustedes?
          –Que soy un soberbio y me he creído superior, con más derechos y más listo, pero no pienso cargar con toda la culpa, ellos también tuvieron su parte. No obstante, poco importa ahora y no tiene sentido remover la mierda.
          –Perdone, no era mi intención –asiento con la cabeza y centro la atención en los folios que no sé cómo completar.
          –Gracias por todo.
          Aterrizamos sin incidencias y a la salida de la terminal un automóvil rentado nos espera en el aparcamiento. El hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company, durante 62 millas no levanta el pie del acelerador y tampoco apenas hablamos aunque sí disfrutamos del paisaje. Portland es una ciudad cuya economía se fundamenta  en el transporte de mercancías donde, numerosas fábricas e industrias han hecho prosperar a los ciudadanos, aunque hoy en día es el sector tecnológico con sus empresas emergentes quien se lleva y aporta la mayor tajada. Sus amplias avenidas me recuerdan a otra época con un sol más brillante, un viento más limpio, unos bulevares más acogedores, una gente más ocupada. Para la oficina del forense del estado de Oregón, aún queda. Ahí tendremos que cumplimentar el papeleo, pagar los tasas y emprender el camino de vuelta. Por un momento, con esos flashes que a veces tiene la memoria me viene a la cabeza la imagen de Emily, el ama de llaves que velaba por todos nosotros, y la de Brady, el chófer que nos libró de tantos apuros, pero especialmente la de Dominic, nuestro jardinero, un ser humano tierno que sentía tremenda debilidad por mi hermana Dakota a la que consideraba la nieta que nunca tuvo. Supongo que de haber vivido mamá me culparía de no darles un entierro pagado de mi bolsillo.
          –¿Sabe que aquí nació Louis S. Goodman? –interrumpe mis pensamientos.
          –Pues no, y además no tengo ni idea de quién es –sigo diciendo para mis adentros que la cultura general no es lo mío.
          –Un farmacólogo estadounidense que colaboró con su colega Alfred Zack Gilman, ambos fueron pioneros de la quimioterapia con mostaza nitrogenada.
          –¿Con qué? ¿Pero la mostaza no se le pone a los hot dog?
          –No me refiero a esa, es un líquido que se usó en los primeros ensayos para lograr un fármaco anticancerígeno.
          –Su generación está mejor preparada que la mía, ahora con Internet tienen el mundo al alcance de la mano. Nuestro perímetro de conocimiento, excepto quienes viajaban, era muy delimitado.
          –Cada generación tiene su lado bueno.
          –Y malo.
          –Miré, ahí tenemos que hacer los trámites, pero antes entremos a comer algo.
          –Usted manda. –Hace tanto que no saboreo una hamburguesa con toda su grasa que se me hace la boca agua en cuanto se me llena el paladar con ese cuarto de carne de búfalo molida.
          Las gestiones llevadas a cabo resultan más rápidas de lo imaginado ya que una vez activado el protocolo para iniciar el traslado la cosa marcha sobre ruedas. Sin embargo, hacemos noche porque después hasta Texas nos espera otro día entero con escala y a continuación el regreso a Detroit. Total que conviviremos juntos cuatro largas jornadas.
          El yerno de Megan Aniston, que nunca había visto a su esposa débil y fuerte, despierta y ausente, grande y diminuta, oculta y transparente al mismo tiempo, le pasa el brazo por la cintura mientras susurra palabras tranquilizadoras al oído. Detrás de la estudiante colombiana que salió a buscarlos, caminan llevando encima el presunto peso de la tragedia familiar que puede acontecerles haciendo que los latidos del corazón palpiten a un ritmo desorbitado. El olor antiséptico del ascensor se filtra incluso a través de la mascarilla obligatoria en el recinto hospitalario. La estudiante en prácticas pulsa el botón del sótano 1 donde se ubica la Unidad de Cuidados Intensivos, pero antes de cerrarse la puerta un grupo de médicos jovencísimos se cuelan dentro y marcan otros pisos por encima aun sabiendo que el elevador baja. Cuando salen a la planta, y avanzan un poco, el silencio es abrumador, las paredes están cubiertas con baldosines en blanco mate, la luz es muy tenue y las baldosas, de amplias dimensiones, indican que han llegado a la zona donde han de equiparse con bata, gorro, guantes, cubre zapatos y pantalla de protección. Detrás de la cristalera, enfundados en los EPI, enfermeros y enfermeras manejan con mucha maña a los pacientes aliviándoles las heridas y si es posible cambiándoles de postura.
          –¿Qué tal? Soy la doctora que lleva el caso de su madre. Hemos conseguido estabilizarla pero el proceso va muy lento.
          –¿Se pondrá bien? –pregunta la hija de Megan Aniston.
          –Confío en que sí. Ingresó muy grave y está pasando por diversos episodios, a cual más complicado, pero es una mujer fuerte, lo demuestra día a día. No obstante –continúa diciendo Violeta Reyes, directora de UCI en el Detroit Medical Center–, deben comprender que el covid-19 se comporta a veces de forma extraña aún con toda la información de la que ahora disponemos y los avances en el ámbito de medicamentos y pautas a seguir, salta una variante y lo pone todo patas arriba.
          –¿Han identificado cuál ha infectado a mi suegra? –pregunta pendiente de su mujer.
          –Ahora circula BA.5, y lo más preocupante de esta cepa es que puede reinfectar semanas después del primer contagio.
          –Mamá no tiene puestas todas las pautas de la vacuna.
          –Vaya, este dato que aportan es importante conocerlo. Lo que ocurre también con esta subvariante de Ómicron es que es muy hábil para evadir la protección inmunitaria se tengan o no anticuerpos. Algunos expertos opinan que de momento esta es la más transmisible. ¿Qué rutinas sigue la señora Aniston? –ambos se miran y se les entristece el rostro.
          –Fundamentalmente –responde él–, se mueve por aquellos rincones donde pueda encontrar algo de comida para nosotros. Supongo que tengo la culpa de que haya enfermado.
          –Eso no, cariño –consuela ella.
          –No hay culpables, hay una pandemia que nos trae de cabeza y a la que hemos de doblegar –dice Violeta.
          –Ella nunca ha estado enferma, yo soy la débil –asegura la hija.
          –Bueno, eso no es del todo cierto. Hemos detectado un problema importante de corazón, así como anemia, azúcar y un pólipo sangrante que habrá que extirpar y analizar cuando salga de UCI. ¿Saben qué medicinas toma?
          –No, es la primera noticia que tenemos, nunca nos lo dijo, al menos a mí –dice el hombre apenado.
          –Ni a mí –y girándose hacia él, pide–: ve a su casa y busca a ver si encuentras algo.
          –No es necesario, puede que ni siquiera se esté medicando. Nosotros ajustaremos un tratamiento apropiado a su dolencia.
          –Pero no tenemos dinero, nuestro seguro no cubre apenas nada.
          –Tranquilos, ya saben que Medicaid proporciona cobertura de salud gratuita.
          –¿Puedo entrar un momento a verla?
          –Dentro de cuarenta y cinco minutos es la hora de visita, pero dadas las circunstancias tan especiales haré una excepción. Eso sí, sólo usted, lo lamento caballero, tendrá que esperar fuera.
          –Es que, fíjese cómo está mi esposa, he de ayudarla a caminar.
          –No se apure, para eso estamos aquí –he indica a la estudiante colombiana en prácticas que la agarre de la cintura como la lleva él.
          –¿Estás segura de hacerlo, querida? –pregunta mientras se aparta un poco.
          –Sí, nunca lo he estado más.
          –Bien, entonces en marcha. ¡Ah!, es muy importante que no toque nada –la ponen una bata estéril encima de la protección que ya lleva.
          Colocada a los pies de la cama donde Megan lucha por la vida desafiando a la muerte, siente deseos de abrazarla y pedir perdón por haber nacido enquencle, por empeñarse en ser el centro de atención, por no cuidar de ella como una buena hija debe hacerlo, por complicarle la existencia, por estirar de su aguante, por no otorgarle siquiera un solo respiro para envejecer en paz.
          –Tiene que irse ya –dice la enfermera comprobando continuamente las sondas y los cables en la paciente.
          Cuando la pareja sale a la calle llevándose consigo las buenas intenciones del equipo médico y la certeza de que les comunicarán cualquier cambio, apenas se han movido las agujas del reloj y parece que hayan pasado cinco lustros desde que fueron a denunciar la desaparición de la anciana. Afuera, el frío y la luz del sol les deslumbra pero saben que han de llegar a casa y tranquilizar a los niños preocupados por la abuela.
          –¿Notas que la Tierra ha dejado de rotar? –le preguntan a Christopher, el tipo peculiar de Alaska que encontré de noche en un parque.
          –¡Pero qué dices, tarao! –exclama otra mendiga–. El único que da vueltas como una peonza eres tú –y ríen a carcajadas.
          –¿Habéis oído lo de la plaga que va a acabar con las estrellas? –salta un tercero.
          –Sí, con las de Hollywood, no te jode –apunta el primero.
          –¡Imbécil! –por poco se lían a puñetazos.
          –¿Y tú, qué?, señoritingo –zarandean a un muchacho que cruza entre ellos–. ¡Esto es propiedad privada! ¿No lo ves?
          –Perdón, voy a ésta dirección –enseña el mapa en su móvil– y por aquí es más corto, pero no quiero importunarles –dice asustado.
          –¡Anda!, pero si tiene planito y todo –le arrebatan el celular y como una pelota de beisbol se lo pasan unos a otros.
          –Llevo pocos dólares encima –saca cinco billetes de los pequeños–, cojan lo que quieran pero no me hagan daño, por favor.
          –Pues claro que no, mariquita. Somos unos caballeros y además tus amigos. ¡Venga!, ven con nosotros que te vamos a hacer un hombre.
          –¿Adónde te crees que vas, piel roja? –increpan a Christopher, pero él huye para no verse involucrado en la pelea, ni que la policía vuelva a detenerlo a consecuencia de sus rasgos asiáticos. Lejos ya de allí, martillea en sus sienes las súplicas del muchacho al que han arrastrado por la fuerza tras unos matorrales.
          Después de dicho incidente que le volvió a colmar de impotencia, faltarían dos o tres lunas para retornar a Alaska. La emoción de regresar al hogar y sentirse a salvo de los peligros a los que se había visto sometido desde su llegada a Detroit, le proporciona la fuerza suficiente poniendo todas sus expectativas en ello. Un día, caminando en sentido contrario a Pope Francis Center, la iglesia Baptista adonde acuden homeless de toda la ciudad, ve un cartel pegado en el escaparate de un restaurante de comida rápida donde pone: “se busca camarero”. Sin pensárselo dos veces entra y el dueño desbordado de trabajo le da un delantal para que sirva las comandas sin ponerle a prueba. Ahí nos volvimos a encontrar…


13.
En el condado de Starr, en Texas, el rancho donde mi hermana Dakota pasó los últimos y más felices años de su vida, o eso creo, se ha convertido en un lugar inhóspito con esqueletos de vacas devoradas por depredadores, vegetación creciendo por doquier como pasto para el ganado salvaje y plantas rodadoras que recuerdan escenas del Lejano Oeste temiendo que en cualquier momento aparezcan por el desfiladero pistoleros a caballo y nos acribillen a balazos. Los 600,000 acres de tierra ahora están desiertos y los 350 pozos petrolíferos de su propiedad abandonados. Lo primero que visualizamos el hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company, y yo, es la valla derribada, el tejado del establo hundido, las simientes echadas a perder, el agua del bebedero llena de insectos y oliendo a podrido, las puertas sin cierre, los vestidos de fiesta rasgados y esparcida por el porche ropa de lencería, bisutería extravagante de imitación y cerámica ya irreparable. El susto nos lo damos con los ruidos extraños que salen del interior. Entonces, dejamos las urnas con las cenizas de mis dos hermanos sobre un mueble, agarramos un palo y echándole valor vamos a la caza del intruso. Golpeo sobre las cajas arrinconadas junto a la chimenea una vez, y dos, y a la tercera, acojonado, asoma el hocico lagrimeando un viejo perro arrastrándose con las patas traseras rotas.
          –No se acerque ni le toque, puede tener la rabia –digo.
          –Pero que va, si el pobre está sufriendo muchísimo, no sé cómo aguanta.
          –Bueno, por si acaso no tiente a la suerte.
          –Fíjese cómo está, hemos de sacrificarlo, es inhumano dejarlo así.
          –¿Está sugiriendo qué…?
          –¡Hombre, si le parece le ponemos dos prótesis de madera y lo soltamos monte a través!
          –Vale, entendido. Buscaré por ahí a ver si encuentro un arma. –Al poco regreso con una escopeta cargada y le pido que se aparte. Le enterramos en la parte trasera y pusimos piedras encima para que el olfato de otro sabueso no le traiga hasta aquí y escarbe.
          Situado a las afueras del pueblo, en lo alto de una ladera, el cementerio está ubicado en un espacio recogido, sin maleza y con vistas al horizonte que los lugareños se han acostumbrado a mirar respetuosamente. Un pequeño riachuelo cuyo nacimiento nadie conoce, lo cruza de lado a lado dando solemnidad a las lápidas que, a pie de suelo, lucen la bandera de las barras y las estrellas. El hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company, apaga el motor del carro y a mí se me remueve el cuerpo. No nos resulta difícil localizar al grupo de lugareños aguardando contrariados nuestra molesta e inoportuna llegada. Siento la frialdad de las miradas lanzadas de arriba abajo hacia mí y las muecas de desprecio irrespetuoso a las dos urnas que portamos. Sin embargo, gracias a la intervención del reverendo mediando a nuestro favor, han accedido a que las cenizas de mi hermano Colorado Sprint descansen también ahí. El breve sermón colofón de la ceremonia apuntalada con citas bíblicas sirve de preámbulo al fuerte desencuentro que, fundamentado en temas materiales, se desencadena a continuación y sin ninguna empatía por el doloroso momento que vivo.
          –¿La siguiente jugada cuál es, arrebatarnos lo que nos pertenece? –dice un hombre de cabellos blancos vestido de granjero y complexión fuerte.
          –Nuestros antepasados trabajaron duro para que ahora venga un don nadie y se haga con todo –señala otra de las mujeres.
          –A esa –señalando la tumba– la hemos aguantado porque era la esposa de nuestro hermano, que si no… Ahí iba a estar. Vamos, la ponía criando malvas en el pico más alto de la montaña.
          –Pues claro –salta otro–. Pero si era una fresca y la madre…
          –Son ustedes unos desconsiderados, ¿acaso no ven cómo sufre? ¡Coño, que es su familia! –interviene mi acompañante.
          –Vale, pero el caballero no tiene derecho a nada.
          –Ni pretendo, tampoco vengo de rapiña. Sólo creo cumplir la voluntad de Dakota.
          El representante de la Iglesia Baptista quiso apaciguar las aguas y concluye el acto invitándonos a la reconciliación pero ninguno damos el brazo a torcer y, como es de suponer, ni siquiera me dejan recoger aquellos objetos que pertenecieron a los míos. Montados en tres camionetas que al acelerar levantan el polvo del camino, se pierden a lo lejos con los rifles visibles, el rictus amargado, rechazando al forastero obligado a abandonar el territorio y un imán con el escudo confederado pegado en la guantera. Me pregunto cuántos desplantes de ese tipo o peores habrá soportado mi hermana con tal de no quedarse fuera de lo más selecto de la sociedad texana. De repente nos hemos quedado solos y, a excepción de un viento muy fino que cala los huesos, todo atisbo de vida ha desaparecido de nuestro alrededor. Rumbo al aeropuerto permanezco callado, más bien ausente, yo diría que vencido, interiorizando cada etapa realizada desde la partida en Detroit. Calculando si ha merecido la pena el esfuerzo, el desembolso económico ocasionado al hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company, las horas de sueño perdidas, tragarme el orgullo y rebajarme delante de una panda de impresentables y expertos en humillación. La duda de haber hecho lo correcto, el pesar de situarme siempre en el sitio y en el lugar equivocado y juro por Dios que no tengo respuesta.
          –¿Y ahora qué hará, Ayden? –a pesar de cómo se ha portado conmigo, no contesto y eso me apena.
          En el avión me hago el dormido, noto que la desidia muta en cada rincón de mi organismo provocando un desplome de energía y quizá no esté preparado para hacerle frente. El vuelo, con escala en Dallas y pequeños pormenores, no está siendo tan pesado como el de ida, sin embargo, ahora mismo soy incapaz de centrarme en las recomendaciones que da el Tripulante de Cabina de Pasajeros anunciando que vamos a atravesar una zona de turbulencias, así como discernir entre la realidad y el espejismo, el dolor y la felicidad, la luz y la sombra, la vida y la muerte, el revés y el anverso me resulta complicado cuando todo parece ir en mi contra. Recogemos las maletas de la cinta transportadora y nos mezclamos en el vestíbulo con gente a punto de embarcar.
          –Gracias –digo mientras le estrecho la mano y me voy de la terminal.
          Un homeless sale y entra tranquilamente anunciando la pronta llegada de Jesucristo sin que el guardia de la puerta haga nada por impedirle el paso. Le miro y casi tropiezo con su carrito donde guarda en bolsas de plástico unas pocas pertenencias. Entonces, sabiéndome superior, digo para mis adentros: “Vale, tío. Estamos jodidos, pero un dato fundamental nos diferencia: nunca acabaré como tú…”.
          Se acerca la fecha en que Violeta Reyes celebra con un grupo de gente de lo más variopinta, el aniversario de su incorporación a la plantilla del Detroit Medical Center convirtiéndose meses después en directora de la Unidad de Cuidados Intensivos. Cada año sorprende a los comensales con una amplia variedad de la gastronomía cubana rindiendo así tributo a la añorada patria. Recibe a los invitados en el jardín de la casa donde vive con el hijo mayor recién divorciado a consecuencia de problemas con la bebida y que ahora trata de superar asistiendo a las reuniones de Alcohólicos Anónimos en St Gabriel Group. Un total de veinte comensales antes de sentarse a la mesa disfrutan de un buen vaso de Guarapo traído expresamente desde Miami por una compatriota que fue de visita. Conversan distendidos a pesar de observar preocupación en la anfitriona pendiente del teléfono por si suena.
          –¿Qué ocurre, Violeta? –pregunta la enfermera jefe de su sección mientras ayuda a colocar algunas cosas en los platos.
          –Megan Aniston ha empeorado y la adjunta no quiere apostar más por ella.
          –¿Y tú opinión?
          –Estoy hecha un lío, pero debo quemar el último cartucho antes de desahuciarla, me tiene cogida por los ovarios y temo que actúe por su cuenta bajo el beneplácito del director general con quien, como sabemos, se acuesta.
          –¿Suspendamos el evento? Todos lo entenderán.
          –No, ni hablar, en cuanto terminemos salgo para el hospital, así me quedaré más tranquila. Sirvamos el arroz congrí con frijoles negros de la marca Goya –dice guiñando el ojo.
          –Mis favoritos.
          –¡A ver! ¡Venga, sentaos, ya venimos! –esboza una sonrisa, aunque el ceño fruncido continua marcando el grado de preocupación.
          –Delicioso, mamá –dice el muchacho con las ojeras cada vez más pronunciadas y oscurecidas.
          –¡Cuánta razón tiene tu hijo, doctora! –apunta la esposa del técnico de ambulancia.
          –¿Alguna noticia nueva de la isla? –pregunta el anestesista a punto de cogerse el retiro y cuya ciudad natal es La Habana.
          –Nada, las cosas siguen bien mal –responde Violeta–. ¡Es una pena!
          –Mis sobrinos –continúa el hombre–, se declaran “balseros profesionales”, en nueve ocasiones han tratado de alcanzar la costa de Florida, pero la mala suerte les retorna continuamente al punto de partida y vuelven a verse en el malecón concretando el nuevo intento.
          –Imagínate, la situación del pueblo cubano es desesperante, extrema y delicada –sigue ella–. Quienes tenemos todavía allí a los nuestros lo sabemos bien.
          –Pronto prenderá una gran revolución –murmura su paisana.
          –No lo creo, al menos de momento –opina el técnico de ambulancia.
          –Fundamentalmente sólo se piensa en emigrar –interviene de nuevo el anestesista–. Vender todas las propiedades y construir un futuro en otro lugar aunque los cimientos estén hechos de dolor y desgarro.
          –Las dificultades económicas se dispararon cuando en mitad de la covid –prosigue Violeta– se puso en marcha un reordenamiento económico que, si por un lado sirvió para subir los salarios, por otro hizo que se disparase la inflación de manera exponencial. Total, dicha solución no ha solucionado la vida a los ciudadanos, más bien ha aumentado la pobreza.
          –Mi cuñada vive en Santa Clara –interrumpe uno de los urgenciólogos asiduo al evento– y tienen carencia de alimentos básicos, de higiene y falta de medicamentos. Conocemos a una persona de aquí que no tiene trabajo y se dedica a llevar paquetes allá tanto para sus familiares como para quienes se lo encargamos.
          –Las llamadas “mulas”. A cambio de pagarles el pasaje, se ofrecen a llevar encargos.
          –Así es –participa la mujer del técnico de ambulancia–, nosotros también lo hacemos para nuestros padres, deseamos traerlos acá cuanto antes, pero cada vez las oficinas de pasaportes y legalización de documentos están desbordadas, la burocracia para la gente mayor es complicada y muchos abandonan antes de intentarlo si no tienen quien les ayude con el papeleo.
          –También se puede enviar dinero a tarjetas MLC –continua el urgenciólogo.
          –¿Cómo funciona? Perdonad mi ignorancia –pregunta alguien que, obviamente, no es de Cuba.
          –Las tarjetas MLC te permiten hacer transferencias directas a la persona concreta. Imagínate que yo estoy en La Habana y tú aquí, somos parientes y quieres ayudarme, te das de alta en una de las muchas páginas web que recogen este servicio y yo con mi tarjeta puedo usarla en toda la red comercial –explica el hijo de Violeta.
          –No olvidéis también lo complicado de mantener la vivienda en propiedad –dice otro.
          –Por no hablar de la libreta de abastecimiento, apenas alcanza para una semana y de la insalubridad corrompiendo las calles –el rostro de Violeta Reyes se entristece todavía más.
          –Tampoco hay materias primas por lo que han de importarlas de otros países y ahí se topan con el bloqueo –su hijo rompe su propio silencio.
          –Pensad en el desánimo, la desilusión y la apatía creciendo a raudales en cada rincón de nuestra bella patria –concluye el invitado de mayor edad.
          –Y, pese a la calidad de vida y prosperidad que se tenga fuera, la tierra de uno nunca se olvida –todos asienten refugiándose detrás de un velo tupido de melancolía.
          Media hora antes de que en el Detroit Medical Center terminase el turno de tarde y tomase el relevo en el de noche, Violeta Reyes se pone al corriente de los cambios reseñados en los informes de los pacientes. La estudiante colombiana en prácticas al borde de las lágrimas teme perder el control en cualquier momento. Mientras se saben vigiladas por la adjunta pendiente por si cometen algún fallo que le sirva de argumento para quejarse a los de arriba, Megan Aniston entra en parada.
          –¡Desfibrilador! –pide Violeta segura de lo que hace.
          –Doctora no lo va a aguantar.
          –¡Carga palas! ¡Gel! ¡Vamos, coño, rápido!
          –Ten cuidado –dice una voz muy suave por detrás.
          –Carga a 200. ¡Fuera! Inyéctala 1 miligramo de adrenalina cada 3-5 minutos –ordena Violeta.
          –Está muy débil –dice la enfermera.
          –Carga otra vez a 200 –insiste.
          –Confío en que sepas muy bien lo que haces –la adjunta escupe cada palabra con mucho retintín.
          –Pues claro que lo sé.
          –Es inútil, para ya –ruega otro del equipo
          –Sigue administran adrenalina.
          –No te empeñes –parece escuchar.
          –¡Vaya que sí! 2,5 miligramos. ¡Venga!
          –Es una locura.
          –¡Carga a 250! ¡Fuera! –la mitad del cuerpo de Megan salta y vuelve a caer sobre el colchón.
          –Sube a 300 –aconseja uno de los compañeros y además amigo.
          –¡Hacedlo!¡Otra vez! ¡Fuera!
          –Por lo que más quieras, para ya.
          –¡Vamos, otra vez! Adrenalina, vamos a ir bajando a intervalos de 3 minutos.
          –No sigas, no remonta, es inútil, reconoce que has fracasado –dice la adjunta empleando un tono exageradamente sarcástico.
          –Venga, a 300. ¡Fuera! –Las gotas de sudor empañan la frente que apenas se ve, sin embargo, a un paso de desistir y anunciar la hora de la muerte, lo vuelve a intentar y para sorpresa de los más incrédulos…
          –¡La tenemos! ¡Ahí está! Tiene pulso –anuncia la enfermera desbordando alegría.
          –Magnífico trabajo, compañeros –dice al equipo que la ha asistido y a la estudiante en prácticas colombiana cuyo objetivo es consolidarse como cirujana–: no te muevas de su lado y avísame si pasa cualquier cosa.
          –No se preocupe, no me moveré.
          Recuperado del viaje exprés a Texas que me ha tenido encamado dos días seguidos y superada la nostalgia que ha supuesto para mí dejar allí los últimos dos vínculos directos que me quedaban de los Carson, salgo de casa reconociendo la rutina que mantiene el vecindario y giro hacia Larned St empujado por la necesidad de perderme entre los altos edificios aparentando ser otra persona, un elemento más del mundo empresarial, el activo, el que siempre creí importante y no la clase baja tan aburrida, desnutrida y con anorexia en la base de los proyectos. Pasar por delante de Coleman A. Young Municipal Center, que además de acoger las oficinas gubernamentales también ubica un palacio de justicia, invade en mi memoria las veces que, en otra época más atractiva, me llevaron a resolver asuntos en su interior. Camino despacio, empapándome de cada estructura, de cada rayo de sol, de cada estampa que me regala esos metidos donde la comunidad afroamericana transita a salvo del supremacismo blanco. Un grupo de turistas entrando en Guardian Building, el histórico rascacielos estilo art déco, con exclusivas tiendas de regalos, se me quedan mirando quizá porque piensan que tipos como yo afeamos la ciudad. Atravieso de puntillas el Distrito Financiero sin más. Todavía no sé cómo ni por qué he terminado en el QLine, el tranvía de Detroit del que me bajo en Woodward Ave donde empiezan a rugirme las tripas. Siempre he presumido de tener un olfato conectado al paladar, un don especial para diferenciar el olor a pepinillos del de los aros de cebolla que, ambos condimentados, podrían parecer lo mismo, pero no. Un poco más allá pego la frente en el cristal del restaurante de comida rápida más luminoso en tres millas a la redonda. Entonces, allí, ataviado con el uniforme y portando una bandeja llena de comandas, Christopher se mueve por el salón como pez en el agua…


14.
Aunque disimulo buscando la parada del QLine, el tranvía de Detroit para regresar al vecindario donde me siento a salvo, no me resisto a pegar la nariz en el escaparate y parpadear varias veces hasta comprobar que el camarero, sorprendido también al verme, es Christopher y no un espejismo producto de los rayos del sol contra el cristal. Su aspecto relajado y saludable en nada se parece a aquel homeless que me salvó de un linchamiento en Clark Park, uno de los parques más antiguos de la ciudad, donde a punto estuvieron de acabar igualmente con él. Ya no es el tipo entristecido que se vino de Alaska dejándolo todo tras la persona que, después de tanta promesa y palabrería barata, resultó estar casado y sin intención alguna de romper la imagen pública de macho y hombre de ley, votante del Partido Republicano y arrepentido del desliz sin importancia que tuvieron. Apenas han pasado unos meses desde entonces y ahora le veo sin expresar desconfianza ni miedo a terminar asesinado en cualquier callejón oscuro y sin salida. Aunque ha ganado peso aún conserva la complexión atlética y mucho más brillo en su piel mestiza. Lleva la barba cuidada, el perfume suave, las uñas recortadas y se han borrado de un plumazo los rasgos de la difícil experiencia vivida. No obstante, como manifestó más adelante y en repetidas ocasiones, las heridas por dentro tardan en cicatrizar y puede que alguna nunca lo haga…
          –¿Ayden? –pregunta entreabriendo la puerta del restaurante y alzando los brazos al cielo–. Amigo, ¡eres tú!
          –Si. ¡Ah! Hola, no te había visto –contesto casi avergonzado haciéndome el despistado e interesante.
          –¿Qué tal? ¿Cómo te va?
          –Bien, gracias. A ti ya veo que de maravilla.
          –No me puedo quejar, he tenido mucha suerte. No sabía cómo localizarte, y la verdad es que un día por otro lo vas dejando y...
          –También me ocurre –digo en voz baja–. Estoy de paso, vengo por casualidad.
          –Pues no sabes cuánto me alegro. Oye, acabo el turno en media hora. ¿Por qué no entras, me esperas y picamos algo juntos? –le noto emocionado.
          –Imposible, tengo prisa –aseguro molesto.
          –No fastidies, tío. Hace un montón que no nos vemos, compartamos un poco de nuestro tiempo
          –Bueno, no sé, voy con prisa, he de hacer cosas, volveré en otro momento –compruebo que sigo siendo un profesional de la mentira.
          –¡Ya las harás, hombre! Anda, di que sí, y así te cuento lo bien que me ha tratado la suerte. No se hable más. Venga, pasa, no te quedes ahí –anuncia entusiasmado.
          –Vale, pero sólo un rato, no quiero que la noche se me eche encima.
          –De acuerdo. Enseguida estoy contigo, siéntate allí, esa ventana da a la parte de atrás, estaremos más tranquilos, casi nunca está ocupada. ¿Quieres beber algo en especial? –No me da opción de responder porque como un relámpago pone sobre la mesa un vaso con bebida de cola.
          Gira sobre los talones y me atrevo a decir que desaparece pletórico por reencontrarse conmigo. Las jarras de cerveza vacías y los envases de papel y cartón con restos de desperdicios los amontona en la bandeja que levanta por encima de la gente que aguarda su pedido para llevar o simplemente comen acodados en la barra. Al fondo, en la parte más vistosa del establecimiento, hay colgada una fotografía en grande del puente de Brooklyn y debajo el piano de pared que ya nadie toca desde la muerte por covid del pianista. Algunos habituales y clientes que van de paso hacia otro condado, a veces se quedan hasta el amanecer viendo conciertos de Simon & Garfunkel, en DVD, que el dueño del local, fan incondicional de esos dos extraordinarios artistas, pone para deleite propio. Poco a poco, el cielo se va cubriendo de nubes, miro hacia el otro lado y localizo un poco más allá Canfield Street, la estación de tranvía, pero ya no tengo escapatoria, las burbujas del refresco hormiguean por la superficie de la lengua estallando en el paladar. Sentados más allá una pareja de ancianos comparten medio bocadillo guardándose la otra mitad. Christopher se les acerca y, poniéndose de espaldas al dueño, atareado con los pedidos, le deja a él un par de cigarrillos y a ella un dulce.
          –Es lamentable cómo la vida te trata a veces –refiriéndose a los abuelos que siguen mirándole agradecidos.
          –El mundo está lleno de penurias –eso lo digo por mí.
          –Espero que te guste lo que he elegido –dice mientras saca un cucurucho con papas fritas, sándwiches de pollo crujiente picante y otro de salchichas con huevo y beicon, acompañado todo de café americano, en vaso largo–. El sitio no es elegante, sin embargo, se come bien y al menos está limpio.
          –Bueno, estoy acostumbrado a espacios peores –y, aunque eso es verdad, me gusta comer con servilleta, cubierto y mantel. ¡Qué coño, como Dios manda!–. En cualquier caso, apenas tengo apetito, el almuerzo ha sido suculento.
          –Te lo puedes llevar, no hay problema, a lo mejor después tienes hambre. –intuye que no pruebo bocado desde el día anterior, pero su prudencia es exquisita–. ¿Cómo te va? ¿Has vuelto a encontrarte con aquellos tipos que por poco nos parten la mandíbula?
          –¡Que va! Además, he estado en Texas y, como quien dice, acabo de aterrizar –omito el motivo del viaje.
          –Entonces, tendrás muchas cosas que contar, ¿eh? –No aguanto la confianza que se toma, no me fío de la gente así–.Yo, ya ves, he dado un cambio radical a mi vida: de dirigir expediciones que pasan por el pequeño pueblo pesquero de Valdez.
          –Recuerdo la ubicación –le corto–: en un fiordo que llega tierra adentro en Prince William Sound.
          –¡Vaya memoria! Pues de ahí he terminado limpiando retretes, sirviendo mesas, preparando aros de cebolla en abundancia y pringándome las manos con salsa barbacoa –reímos desinhibidos.
          –¿Y los planes de reunir el dinero del pasaje y volver a Alaska?
          –De momento me quedo, he conocido a un hombre maravilloso y estamos empezando la relación. Vamos despacio, sin precipitarnos –la expresión de mi cara debe ser un mapa–. No, no es mi jefe por si acaso lo piensas. Me siento muy querido, pero sobre todo muy valorado. De repente tengo opinión y comparto un proyecto enmarcado en el presente que, mientras dure, será reconfortante y hermoso.
          –Me alegro por ti. Las personas esperamos desde la complicidad ser tratadas dignamente, ojalá eso fuese generalizado –sin pretenderlo o si acabo de precipitarme por el terraplén de la queja.
          Se queda callado unos instantes, asimila mis palabras y las traga envueltas en saliva, para que pasen mejor. Después, recomponiendo los órganos vitales en su interior, comienza a hablar sin interrupción. Primero de cómo consiguió el empleo por casualidad y, a continuación, dónde conoció a su novio. Sin embargo, cuando recuerda a los suyos, tan lejos, un visillo de tristeza enturbia el azul intenso de sus pupilas. Un sábado por la tarde –sigue narrando– se fue a la última sesión del Cinema Detroit donde ponían I Am Not Your Negro, del novelista, dramaturgo, poeta y activista por los derechos civiles estadounidense, James Arthur Baldwin. El documental, además de hablar de su relación amistosa con Malcolm X, Martin Luther King y Medgar Evers, entre otros, da visibilidad al movimiento afroamericano. Adentrarse en las presiones sociales y raciales abordada en el ensayo escrito por él en 1976, son el mimbre perfecto para tejer las imágenes y el mensaje inicial de “No Soy Tu Negro”. En el programa que entregaban a la entrada, a parte de la sinopsis, y de los títulos de crédito, añadieron un pequeño resumen de su biografía destacando las dificultades que tuvo en la época, declarándose homosexual, para mantener abiertamente historias con personas de su mismo sexo, así que viajó por Europa y se instaló en Francia donde vivió con su amante hasta que murió. Jamás regresó a los Estados Unidos salvo por trabajo o placer, evitando así el acoso y la discriminación de una sociedad supremacista.
          –Cuando terminó la proyección salí a la calle compungido, las lágrimas resbalaban por mis mejillas y los latidos del corazón iban acelerados. Entonces, alguien se me acercó y, con mucha sensibilidad quiso saber si me había gustado.
          –¿Y qué respondiste?
          –Pues que sí, claro. En mitad de la conversación los pies nos condujeron hasta el final de W Willis St, esquina casi con Cass Ave donde vivía. Me invitó a su apartamento, ambos somos cinéfilos y, casualmente, también coincidimos en gustos muy parecidos. Estuvimos sin dormir toda la noche, terminamos una botella entera de whisky pero no nos emborrachamos y fue la claridad de la mañana siguiente la que despertó el cansancio y la boca pastosa. Después han ido surgiendo las cosas desde el respeto. Y aquí estoy, enamorado hasta los huesos.
          –Eres un romántico empedernido –digo sonriente y poniéndome en pie.
          –¿Volverás? –pregunta sincero y me da una bolsa con más comida que no rechazo.
          –¡A lo mejor! El destino es impredecible, hoy estamos aquí y mañana quien sabe –nos despedimos con un abrazo.
          –Tengo moto, si te atreves, puedo llevarte.
          –Gracias, pero los viejos preferimos tomar el aire y pisar suelo firme.
          Voy por la acera con cuidado de no caerme mientras crece en mí la envidia y también la admiración hacia él por el valor de empezar desde cero, y hacerlo sin reproches, sin victimismo, dándole a las cosas la justa importancia, arriesgándose a ser rechazado, malherido, desplumado de las pocas pertenencias que tenía en aquel momento, sin embargo, apostó por la vida, por el amor, por la convivencia, por cubrir los huecos y rellenar los del otro, en definitiva: por respirar. Mirándole, sé que mi fracaso como persona radica en haber recibido una herencia envenenada y no haber peleado jamás por cambiar el rumbo y el destino. Christopher ha podido hacerlo gracias a un matiz fundamental: se quiere y cree en sí mismo, en el tesón para vencer la lucha interna que a veces conlleva no seguir adelante, en la posibilidad de levantar un espacio propio estableciendo la sede en el cariño y en la oportunidad de estar sano, lo cual hace todo más fácil. Pero también hay que saber ser agradecido y él goza de esa cualidad, en cambio yo no. Hasta llegar a casa cruzo el Distrito Financiero, de extremo a extremo, y ya no me impactan ni sus gentes, ni los altos edificios, ni los hoteles con portero en la puerta, cuan centinela quitándose la gorra a la entrada y salida de clientes, ni los restaurantes con aparcacoches, ni el lujo ficticio brotando desde las alcantarillas, ahora tan solo me preocupa tener comida para el día siguiente, calmar el dolor de huesos con antiinflamatorios y que me sobren unos dólares del retiro después de pagarle la mensualidad al casero. Hiervo leche y la enriquezco con una cucharada sopera de cacao, doy un sorbo y la garganta responde agradecida, con la mano izquierda palpo dentro del cajón y saco un habanos que atesoro, enciende la radio, la noticia de un nuevo tiroteo en Los Ángeles, cerca de Beverly Hills, abre todos los informativos, lo escucho con mucha atención y el espejo del baño me devuelve a la realidad: el agua caliente de la ducha sigue sin salir. Afuera maúllan los gatos reclamando algo de sustento y echan a correr con el rabo entre las patas cuando un felino, más grande que ellos, va a la caza. Entonces, paseo la vista por el cuchitril donde habito y reconozco la suerte de tener un techo y un refugio de paz.
          Tras dos meses peleando la vida para vencer a la muerte, poco a poco Megan Aniston va recuperándose, gracias también a la perseverancia de la doctora Violeta Reyes que desde un principio apostó por sacarla adelante desoyendo la contraria opinión de los colegas. Las secuelas del Sars-Cov-2 y la larga estancia en la UCI han barrido la masa muscular de un plumazo, dejando muy dañado el órgano cuya función es facilitarnos la estabilidad estructural, por eso, entre otras tareas de rehabilitación física y psicológica, habrá de aprender a andar, hablar, masticar, tragar, controlar los esfínteres, la vejiga, expandir la capacidad pulmonar y realizar ejercicios de memoria, rescatando así del olvido los recuerdos perdidos dentro de un bucle casi sin salida. El yerno acude a diario a la hora de visita para hablar con los médicos, ya que la hija, delicadísima de salud, sólo va si hay cambios o debe tomar alguna decisión. Una mañana, al parecer tranquila, más bien monótona, quizá insustancial, suena el teléfono cuando acababan de irse los niños a la escuela y el marido a recoger la bolsa de alimentos semanal a la iglesia del reverendo Bob W. Perkins. Nerviosa, conteniendo la esperanza, vislumbrando por fin la luz al final del túnel, busca los zapatos planos, se abotona el abrigo, escribe una nota sujetándola en la nevera con el único imán libre y, desorientada, como si fuese nueva en la ciudad, dudando hacia dónde ha de ir, llega a la estación de metro Michigan Avenue, donde, con el estómago algo revuelto, se sube al penúltimo de los vagones. Una vez fuera, el frío intenso de la zona norte golpea contra ella tambaleándose.
          –Espere ahí –dice la estudiante en prácticas colombiana–, enseguida vienen.
          –¿Ha empeorado mi madre? Dígame, por favor.
          –No se alarme. No tardarán. –Los minutos se le hacen horas y las horas siglos, hasta que, alguien de pasos cortos, rápidos, diría acelerados, se dirige a ella muy sonriente.
          –Venga conmigo –indica el enfermero oriental, aumentando así, todavía más, la angustia y la incertidumbre.
          Violeta Reyes, directora de la Unidad de Cuidados Intensivos, en el Detroit Medical Center, espera dentro del despacho. El reflejo de la pantalla del ordenador sobre su tarjeta identificadora resalta la fotografía en la que aparece con unos años menos.
          –Relájese y no se alarme –la tranquiliza–. ¿Ha venido sola? ¿Y su esposo?
          –Quizá más tarde, está ocupado. Pero dígame: ¿está peor? ¿Todavía tiene covid?
          –No, todo lo contrario. Ha superado lo peor de la crisis, si evoluciona tal y como imagino, en breve la subiremos a planta –la hija se echa a llorar.
          –¿Está recuperada del todo? –formula la pregunta con el corazón en un puño.
          –El proceso va a ser muy lento, depende de cómo responda al tratamiento. No obstante, aunque todavía es pronto para aventurarse, he querido informarla cuanto antes.
          –Y yo se lo agradezco, doctora. ¿Permanecerá mucho ingresada?
          –Eso no lo sé. Además, mis compañeros internistas habrán de valorar, junto al equipo médico del aparato digestivo, aquello que les comenté sobre los pólipos sangrantes. También han bajado de cardiología a examinarla, porque el problema de las válvulas es de vital importancia, pero todavía está muy débil. Más adelante, verán. Nosotros, por nuestra parte, con el inicio de la dieta oral, empezamos a ponerla en el meta de salida, pero sólo somos un tránsito, ellos son, realmente, quienes completan el trabajo de recuperación, acompañando al paciente hasta la meta de llegada. Es una mujer muy fuerte y admirable, todo un ejemplo a seguir, puede estar bien orgullosa de la madre que tiene.
          –Lo estoy. No sé qué decir, le estoy tan agradecida, si no llega a ser por usted ahora mismo quizá estaría muerta.
          –Bueno, pero no ha sido así.
          Megan Aniston está adormilada con la cabeza vuelta hacia el lado izquierdo y, a parte de la sábana, tiene también una manta por encima. Continúa con oxígeno y vías que han dejado huellas moradas en las muñecas. Aparentemente, los números y las curvas en los monitores se manifiestan sin alteraciones, todo parece indicar normalidad. Violeta Reyes, enfundada en un EPI, se sitúa a su lado y la toma el pulso. La paciente abre los ojos despacio, mira a la doctora, la regala un gesto cariñoso y, al ver a su hija al otro lado del cristal, toda la química metida en el cuerpo empieza a hacer un efecto positivo…


15.
Cuando el celador más simpático del recinto hospitalario abre la puerta corredera de la habitación y saca a Megan Aniston en la cama con el cabecero levantado y lista para subir a Medicina Interna donde presuntamente pasará una larga temporada, el turno de mañana en la Unidad de Cuidados Intensivos, del Detroit Medical Center, encabezado por la doctora Violeta Reyes, hace un pasillo despidiéndola entre aplausos y felicitaciones por lo valiente que ha sido luchando con fuerza para conservar la vida. Ella, emocionada y abrumada por tanto cariño recibido rompe a llorar mientras levanta la mano izquierda y les dice adiós llevándose la otra al corazón en muestra de agradecimiento hacia todos ellos. A punto de terminar las prácticas y con la preocupación del futuro incierto a flor de piel, la estudiante colombiana tampoco reprime las lágrimas ni el impulso de besarla en la frente. Una vez dentro del ascensor este se detiene en la quinta planta y, aunque el ambiente que se respira parece más oxigenado, sigue habiendo un silencio sepulcral que congela las entrañas. A través de amplias galerías en cuyo techo parpadea un fluorescente sí y otro no, realizan el trayecto escondiendo la risa detrás de la mascarilla. De repente, tuerce hacia un espacio muy luminoso, alegre, de paredes blancas y grandes ventanales donde se vislumbra a lo lejos el skyline de Canadá. El control de enfermería indica el final del recorrido.
          –Bueno, querida, te dejo en buenas manos, aunque mis compañeros y compañeras no son tan guapos ni guapas como yo –bromea colocándola en el sitio correcto y accionando los frenos de las ruedas–. Te deseo una pronta recuperación.
          –¿Ya no vendrá?
          –En cuanto tenga un momento, me escapo y subo –las mentiras piadosas son menos mentiras, repetía para sí, aunque podría darse el caso.
          –Gracias por el paseo.
          –¡Va!, no ha sido nada, la gasolina –se toca ambas pantorrillas– es barata. Aquí tiene el timbre –se lo acerca– por si necesita llamar.
          –Gracias.
          –Cuídese mucho, abuela.
          –Y tú, y tú.
          –¡Anda, quién viene! No se quejará ¡eh! –entra la hija de Megan Aniston y él sale.
          –Cariño, ¿por qué has venido? Esto es muy fatigoso para ti. ¿No está tu marido?
          –Fue a recoger la bolsa de alimentos semanal a la iglesia del reverendo Bob W. Perkins, y por mí no te preocupes, mama, puedo hacerlo, ya es hora de que cuide de ti. Además, quiero estar para cuando vengan los médicos, así me entero bien de las cosas.
          –Pronto volveré a ocuparme de todo, ya lo verás –son interrumpidas por un desfile de batas blancas.
          –Hola Megan. Soy el doctor Nathan Trembley y, a partir de ahora, seré su médico. ¿Cómo se encuentra? –dice este canadiense de color y mediana estatura.
          –Bien, dispuesta para irme a casa.
          –¿No quiere quedarse un poco con nosotros? Tenemos que mejorar esos músculos y alguna reparación más, hemos de poner en marcha el motor.
          –Bueno, pero habrán de darse prisa, he de atender a mi familia.
          –¡Mamá, por favor! –exclama la hija.
          –Ya habrá tiempo de eso –prosigue–. Por lo pronto vamos a hacer una serie de pruebas para arrojar luz al diagnóstico y según den los resultados tomaremos decisiones. También subirán del servicio de Rehabilitación a valorar si puede bajar al gimnasio o realizan los ejercicios aquí. Mi colega de la UCI señala en el historial que ha superado usted más de una crisis importante mientras estuvo en coma, ha peleado duro, ¡eh! eso juega a favor suyo. Ahora vendrá un enfermero a sacarle sangre.
          –Igual no tengo venas, me han pinchado tanto –sonríen.
          –Va tolerando la dieta, pero dígame ¿algo no le sienta bien?
          –¡Ay, doctorcito!, cuando el pan te falta a diario, te sabe todo bien rico.
          –Eso lo comprendo, sin embargo, he de saber si tiene intolerancia a algún alimento.
          –No, a ninguno. ¿Cuándo podré sentarme un poco para descansar de la cama?, este colchón me tiene molida. ¿Podría hacerlo?
          –Esperemos al menos hasta mañana, de momento recomiendo permanecer tumbada, más adelante lo iremos haciendo –da media vuelta y se marcha.
          –Mamá, déjales hacer. Voy al baño, enseguida vuelvo –pero Megan Aniston, sin un pelo de tonta, sospecha que va al encuentro de los médicos, como así es.
          –Perdone, doctor Trembley, dígame la verdad, ¿está grave?
          –Su madre tiene una edad y es de riesgo, intentaremos resolver los problemas surgidos a consecuencia del covid. Habrá de tener en cuenta que posiblemente ya no pueda mantener el mismo ritmo de antes, pero no se preocupe, Violeta Reyes la ha sacado adelante y yo no voy a ser menos –tiene un gesto cariñoso y hace lo posible por desprenderse de ella.
          –¿Qué pruebas la van a hacer? ¿Hasta…? –no puede acabar la frase
          –La informaremos, no lo dude. Y ahora, si me disculpa, he de atender a otros pacientes. –Estática, como si tuviese los pies clavados en las baldosas, los vio desaparecer inmersos en ese lenguaje técnico que tanto asusta. Regresa a la habitación y varias enfermeras y enfermeros rodean a su madre, es una bajada de tensión, escucha…
          A la caída de la tarde, con el traje de la pereza echado por los hombros, el reloj sin minutero abrochado en la muñeca, el peso de las nimiedades cargadas en la mochila creyendo que fui el más feliz del universo por sacar fajos de billetes delante de mis semejantes, los zapatos de lluvia con material permeable y ajeno a la realidad a punto de ocurrir justo en el mismo lugar adonde me dirijo, salgo de casa con un maletín invisible y el celular sin cobertura, imitando a la gente ocupada como también yo lo estuve. Algunas personas van a la carrera para llegar a tiempo de ocupar su asiento en las gradas en Comerica Park, uno de los mejores estadios donde se juega al béisbol. Sin embargo, hoy la fiesta del deporte se verá empañada por un hecho absolutamente detestable. Caen las horas previas al evento y los alrededores con apenas algo de tráfico siguen estando muy solitarios. Una mujer de aproximadamente cuarenta años camina por Brush St con E Adams Ave escuchando música a través de los auriculares inalámbricos. Da clases de biología en la universidad donde ha desarrollado una carrera brillante y exitosa. Es inteligente, espabilada, estricta, disciplinada, asequible y arrolladoramente alegre. Sin embargo, pese a haberle ido las cosas muy bien en el ámbito profesional, planea un futuro prometedor y arriesgado lejos de allí, en African Conservation Foundation para poner al servicio de los demás sus conocimientos protegiendo la vida silvestre en peligro de extinción. Hasta donde recuerda la atrajo la idea de conocer el continente africano y por fin iba a ver cumplido su sueño. Dos años antes inició cambios importantes rompiendo con su novio de siempre, ya que la relación amorosa, muy deteriorada, se estaba convirtiendo en una montaña rusa cayendo fuera de los rieles. Tomar dicha decisión significó para ella dar un paso sincero e importante: no estaba enamorada. En un principio el tipo encajó el golpe bajo con tremenda inacción, pero conforme lo asimilaba el semblante turbio de la venganza enmascaró su rostro. De repente, apretó los dientes, cerró los puños, contuvo la ira expulsándola a través del sudor, se excitó como nunca y cogiéndola por sorpresa contra la pared la penetró agresivo. Asustada, con el corazón apenado y mucha tristeza, se metió en la ducha, guardó algo de ropa en la maleta y volvió al viejo apartamento en el Downtown de Detroit, donde continuaba viviendo una de sus mejores amigas quien, al abrir la puerta, la acogió con los brazos abierto. Cuando se calmó y pudo contar lo sucedido, la otra preparó una taza de cacao caliente que ambas tomaron como reconstituyente. Hasta ahí, todo bien.
          Durante los veinticuatro meses siguientes ha conseguido mantenerse tranquila y estable, sobre todo porque él se trasladó a Ohio, lo cual, sin lugar a duda, ha proporcionado un poco más de relajo a su estabilidad emocional. Volcada en el trabajo y en la gente que la apoya desde un primer momento ha ido superando aquella brutal experiencia, aunque todavía en noches cerradas sin luna llena la memoria se le llenan de fantasmas. Ahora apura los últimos días en la universidad y sospecha que las compañeras y los compañeros andan organizando una despedida sorpresa en los salones del campus. Hoy el equipo local de la ciudad, los Detroit Tigers, en Comerica Park, aspiran a hacerse con un trofeo más a exhibir en la vitrina del club, disputando un partido contra otro contrincante de la Liga Americana. Todavía falta un poco para el evento cuando ella camina por los alrededores de Elwood Bar y Grill, frente al estadio, donde había disfrutado en varias ocasiones del sabor de la buena cerveza. El GPS del móvil señala el trayecto más corto hacia el 3256 Grand River Ave, ubicación exacta de Goodwill Industries, la tienda de segunda mano en la cual piensa comprarse algo apropiado para África. Según llega titubea si continuar por la estrecha acera o atravesar una zona verde vallada y en obras, opta por lo segundo: el camino más corto. Los auriculares inalámbricos se quedan sin batería y deja de escuchar música. Mientras los guarda en la funda un hombre con pasamontañas y vestido de negro parte a puñetazos unos palés arrinconados. La lógica le dice que huya lo antes posible sino quiere tener problemas, pero el pánico la ha clavado en el molde del asfalto. Entonces, cogiéndola por sorpresa, se acerca por detrás y la arrastra de los pelos hacia el rincón más lúgubre, la lanza con fuerza contra las maderas rotas y astilladas y empieza a propinarle patadas en el estómago, el pubis, los pechos, la cara y la espalda. Una, tres, cuatro…, veinte veces, hasta que, provocando un ruido ensordecedor, la tira sobre los cubos de basura esparciendo un charco de sangre alrededor suyo. Reconoce la voz jadeante del otro, su aliento a sarro y nicotina, el olor a sudor, los dedos ásperos de yemas agrietadas apretando su garganta, la longitud del pene dentro de la vagina, las palabras obscenas que tanto detestó y luchó por borrar de la memoria, la frustración y la derrota, el deseo apremiante de acabar con el sufrimiento cuanto antes, la luz y la oscuridad, el bien y el mal, el ayer y el presente, el último anochecer... Detrás de unos arbustos, paralizado como el cobarde que soy, lo he presenciado todo. Ella, al verme, pide auxilio con la mirada y con la punta de los dedos roza la nada para palparme, pero, igual que siempre, no quiero problemas y huyo sin ningún cargo de conciencia, o eso creo.
          La policía recibe una llamada anónima y la patrulla que hace la ronda por la zona se persona hasta el lugar de los hechos donde encuentran al presunto homicida sentado en el suelo con un cuchillo de grandes dimensiones y a la mujer tumbada de espaldas, con el pelo impregnado en orina y vómito, inmóvil junto a él. Con sumo cuidado, para no alterar ninguna prueba en la escena del crimen, le impiden moverse y avisan por radio para activar el protocolo. Treinta minutos después, y a la espera de la llegada del FBI encargados de la investigación, el sheriff del condado de Wayne, guiándose de su instinto sabueso husmea cada rincón por si descubre cualquier cosa, como así ocurre. Se agacha, y con la punta del bolígrafo, gira una nota manuscrita, quizá conteniendo las huellas del hombre y la confesión del asesinato, piensa para sí. Pensativo, con los pulgares metidos entre la goma de los tirantes y rumiando algo que no le cuadra, ve aparecer el coche oficial de la Gobernadora de Michigan doblando la esquina una cuadra más abajo.
          –¡Agente!
          –¡Señora!
          –¿Qué tenemos?
          –Ya lo ve.
          –¿Ha interrogado al detenido?
          –No, de eso se ocupan los chicos inteligentes –suelta sarcástico señalando hacia el furgón donde vienen.
          –¿Y usted qué opina?
          –Mire, en los líos de pareja no me meto, allá cada cual con sus motivos, yo me limito a poner orden, nada más.
          –Pero su experiencia cuenta.
          –No se crea, según ellos –vuelve a apuntarles–, nuestros métodos y nosotros mismos nos hemos quedado obsoletos.
          –Déjese de gilipolleces y responda mis preguntas –está visiblemente enfadada.
          –Fíjese en la posición de los brazos. ¿No le resulta extraño?
          –Pues no.
          –¿Y la media melena abierta en abanico con los mechones bien extendidos?
          –Tampoco. ¿Adónde quiere ir a parar?
          –Pues que todo está muy bien colocado, además, el asesinato no se ha cometido ahí, estoy casi seguro.
          –¿Entonces?
          –En aquel rincón, venga –le sigue casi corriendo–. ¿Ve aquellas manchas?
          –Sí, claro, son de grasa.
          –No, es parte del cerebro, ha saltado al romperse el cráneo probablemente con el filo de aquellas tapaderas.
          –¿En qué se fundamenta para diferenciar la sustancia?
          –Si se fija en el cadáver verá la brecha del lado izquierdo, los sesos han saltado por ahí. –Pero ella no presta atención distraída con el despliegue del operativo del FBI por el perímetro buscando pruebas.
          Sheriff, soy el jefe al mando –se presenta un inspector–, y estos dos de mis mejores hombres, facilíteles toda la información que tenga
          –¡A la orden, señor! Debajo de aquello estaba esto, es una confesión en toda regla. Juzguen ustedes mismos.
          –La escena parece muy bien colocada y por las heridas tan violentas del cadáver la muerte no se ha producido ahí –señala hacia donde está–, sino unos cuantos metros más allá.
          –Eso mismo le estaba diciendo yo a la señora –la Gobernadora asiente.
          –Muchachos, presionadle –dice a sus hombres– a ver qué podéis sacarle. ¡Ah!, y no seáis blandos con él.
          El interrogatorio discurre dentro del marco de los patrones normales en tales circunstancias, sin pisarle el terreno al que a posteriori realizaran en la central. La sirena de la ambulancia cada vez se oye más cerca, de repente deja de sonar y minutos después el equipo médico certifica la hora del fallecimiento. Aguardan la llegada del juez para levantar el cadáver y del coche fúnebre para llevárselo. Mientras, al detenido le proporcionan botellas agua y le curan una pequeña herida en los nudillos, a consecuencia, tal vez, de haber dado tantos puñetazos. Aunque en prensa apenas aparece información sobre el caso, a las pocas semanas supimos que la víctima y el presunto asesino han mantenido, tiempo atrás, una relación sentimental. En declaraciones a la policía el tipo da su versión argumentando que la mujer le provocaba a cada momento, le era infiel y le hizo la vida imposible. Sin embargo, la compañera de piso de ella confirma la versión contraria y por tanto de más peso, aportando conversaciones de chat donde su amiga confesaba sufrir maltrato, acoso verbal y físico, así como amenazas mortales. Un confidente de la oficina del sheriff del condado cuenta que los propios presos, The Old Wayne Country Jail, adonde ha ingresado provisional a la espera de ser trasladado a otra cárcel de mayor seguridad, le han dado una brutal paliza…
          Como cada día, a las 4:30 a.m., el yerno de Megan Aniston sale de casa camino del almacén donde trabaja descargando la mercancía de los camiones, sin embargo, hace más de un mes que ha perdido el empleo por cese del negocio. Indeciso, y sin habérselo comunicado a su esposa, mantiene la misma rutina sin levantar sospecha. Así que, ataviado como si tal, cruza la ciudad de punta a punta, hasta una iglesia Baptista alejada de su vecindario donde, tragando bilis y orgullo, pide limosna. Mientras, la mujer, prudente y respetuosa, preocupada por su madre, valorando al marido y satisfecha con los hijos, toma las riendas del hogar ajena a lo que se les viene encima…


16.
Han pasado tres meses desde que dejé en Texas las cenizas de mis hermanos y no he vuelto a tener noticias del hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company. Pero hoy, al recoger la bolsa semanal de alimentos en la iglesia del reverendo Bob W. Perkins, me han dado una nota suya con la dirección a la que debo acudir dentro de cinco días y, aunque no me apetece en absoluto hacerlo, en el fondo me siento en deuda con él. Seven Mile Road es uno de los barrios de Detroit con mayor índice de criminalidad, robos y prostitución, donde el bazar de la droga mueve la mercancía a sus anchas entre los voluntarios que prestan sus venas agujereadas y el tabique nasal necrosado, a cambio de un rato de placer artificial cada vez más corto. Aceras alfombradas con cartones grasientos, desperdicios roídos, sujetadores y bragas rotas a jirones, coches de bebés sin ruedas, colchones manchados de orín, maderas con moho y toda clase de objetos inservibles formando parte del mobiliario urbano. A la espalda de una tienda donde venden repuestos para automóviles de segunda mano, entre hierbas silvestres crecidas sin control y mucha más suciedad de la anteriormente citada, hay una nave abandonada cuyo cierre ha sido forzado. Cuatro criaturas, entre seis y diez años, con la cara llena de churretes y tanto alboroto como si hubiese un regimiento, dan patadas a un balón y echan a correr al verme doblar la esquina. Una joven guapísima, de rasgos familiares, piel mestiza y brillante viene hacia mí.
          –Hola, señor Carson. Soy nieta de Joanne, papá le espera. Vayamos por aquí –señala un sendero mal trazado.
          –Eres igual a tu abuela –¡vaya comentario ridículo!
          –Eso dicen, aunque ya me gustaría estar a su altura en generosidad, empatía y ser la mitad de buena persona que es ella.
          –Todos tenemos nuestro lado mejorable.
          –Usted la conoce bien, ¿verdad?
          –Trabajó muchos años en nuestra empresa, primero con mi padre y después conmigo. Guardo un grato recuerdo suyo.
          –Un buen día –continúa–, mientras me cepillaba el pelo, me dijo: “cariño, tú eres muy inteligente y debes ayudar a nuestros hermanos, la mayoría no sabemos defendernos ni cuáles son nuestros derechos y nuestras obligaciones. ¡Anda, ponnos en el buen camino! Y entonces me hice abogada, según mamá de causas perdidas, tantas que las deudas superan en mucho a los clientes. Pase por aquí –haciendo las veces de puerta retira una cortina sujeta con dos clavos en la pared.
          –¡Ayden, amigo! Me alegro de volverle a ver.
          –¿Dónde se ha metido hasta ahora?
          –Atareado con mi mamá, cada vez necesita mayor atención, apenas sale de la habitación y casi siempre está con los ojos cerrados. Aunque es ley de vida y en esas condiciones no sé cuánto tiempo durará, mientras esté quiero pasarlo con ella.
          –Ánimo.
          –Bueno, no le he hecho venir para esto.
          –Pues me dice, pero si es para que vuelva a visitarla a la residencia, la respuesta sigue siendo: no.
          –Tranquilo, eso me quedó muy claro. Necesitamos de su ayuda.
          –¡No me diga! –la chica desaparece por un hueco oscuro y al poco regresa con dos personas atemorizadas. Sus rasgos nicaragüenses, el miedo a lo desconocido reflejado en la mirada, la huella de horas durmiendo a la intemperie y atravesando abruptos territorios les delatan: han migrado y son carne vulnerable en un mundo de buitres. El bebé inquieto, acunado en brazos de la muchacha, busca desesperado el pecho de ella emitiendo nerviosos sonidos, mientras, marcando el territorio que no está dispuesto a compartir con nadie, introduce la mano de dedos diminutos entre dos botones de la blusa palpando el pezón.
          –Mi hija colabora con una ONG pasando gente a este lado de la frontera, proporcionándoles refugio hasta establecerse o ubicarse en otro lugar donde tengan conocidos o familia –explica el hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company–. Suelen cruzar a USA por Ciudad Juárez, en el estado de Chihuahua, México, por el puente fronterizo internacional Paso del Norte-Santa Fe, en donde un grupo de voluntarios pertenecientes a la organización les esperan. Sin embargo, en esta ocasión ha surgido un problema.
          –¿Cuál?
          –El negocio de las migraciones mueve muchos intereses alrededor. Verdaderos expertos en el arte del engaño prometen el paraíso a quienes se endeudan por conseguir un futuro mejor para los suyos. Como sabe, anexo al tráfico de seres humanos existen mafias especializadas en redes de prostitución que se dedican captar a hombres y mujeres y, con el engaño de protegerles contra la xenofobia y la supremacía blanca, les ponen la única condición de trabajar para ellos en los clubs de alterne hasta saldar la deuda, porque de lo contrario la familia que ha quedado atrás sufrirá las consecuencias. Este no es el caso.
          –Pues como no sea más explícito todavía no me aclaro.
          –Viajaban con otros compatriotas  –refiriéndose a la pareja–cuando fueron asaltados por unos bandoleros con el firme propósito de robarles las pocas pertenencias y violar a las mujeres. Un tipo baboso y ebrio la atacó –la chica empieza a llorar–, la bajó el pantalón y cuando lo tenía entre las piernas, el muchacho, con la criatura en el portabebe a espalda, le abrió la cabeza dándole un golpe contundente con un palo.
          –¿Y por qué me cuenta esto?
          –Si no fuese de vital importancia jamás me habría atrevido a recurrir a usted. Verá, durante nuestra aventura a Texas dijo tener conocidos en el país vecino y he pensado que quizá podríamos solicitar su complicidad y sacarlos de aquí.
          –¿Quiere llevar hasta Canadá a una persona en busca y captura?
          –Sí, y para eso necesitamos a alguien allí, para encontrarles una casa, un empleo, una salida. El accidente ocurrido fue en defensa propia, no hay testigos ni rastro de cámaras de seguridad. Nada de nada, así que, estamos en condiciones de decir que está limpio.
          –Joder, se ha vuelto rematadamente loco. Oiga, ¿se está oyendo?
          –Por supuesto. Ayden, le considero un hombre de mundo y puede echarnos una mano.
          –Hace mucho tiempo perdí el contacto y quizá ni siquiera me recuerden o tal vez no estén vivos.
          –Inténtelo. De la parte económica nos encargamos nosotros, corremos con los gastos.
          –Estaba seguro, aunque la plata no siempre lo arregla todo. –Pese a estar pendientes de la niña nos miran como se mira a un ser de otro planeta que usa otro lenguaje. Me acerco a la abogada y pregunto–: ¿Cuál es tu plan?
          –Realizar un viaje turístico en coche.
          –¿Y qué serían cuatro adultos y una criatura a bordo?
          –No, voy sola, papá tiene compromisos laborales y no puede. Con un poco de suerte en la aduana no habrá vigilancia y podremos adentrarnos en el túnel sin problema.
          –Es peligroso –digo–, la frontera canadiense es una de las más vigiladas y la travesía puede ser dura, precisamente en estas fechas los campos están cubiertos de nieve y surgirá toda clase de inclemencias meteorológicas, así como asaltadores, si a eso le añadimos que llevan una niña tan pequeña pues… No sé, no lo veo. Insisto: una locura.
          –Correremos ese riesgo, no quieren quedarse, tienen miedo y merecen vivir tranquilos y en paz.
          –¿Desde dónde puedo realizar una llamada? –pregunto.
          El hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company me cede su celular y marco el número telefónico de la Stewart Electric Automotriz, perteneciente a dos empresarios de la provincia de Quebec que aún me deben algunos favores. Expongo el caso y se comprometen a hacer las diligencias correspondientes y acogerlos en sus casas de Montreal como parientes lejanos llegados de Estados Unidos. Una semana después, con los detalles del itinerario a seguir bien detallados, parten hacia el condado de Essex donde alguien les espera para trasladarlos a los territorios del noroeste, ahí habrán de acostumbrarse  a los veranos muy frescos y a los duros y largos inviernos. Nunca pregunté si todo salió bien, si la joven pareja había logrado rehacer su vida, tampoco volví a contactar con nadie del mundo del automóvil, esa es una etapa cerrada para mí y no estoy dispuesto a reabrir viejas heridas sin cicatrizar.
          La hija de Megan Aniston, ya con su madre en planta, pasa casi todo el día en el hospital. Cuidarla a lo largo de este tiempo ha sido para ella una terapia personal obligándose a salir fuera de la burbuja donde ha permanecido escondida e irritable durante años, convirtiendo la existencia en un verdadero infierno. Ahora, fuerte y satisfecha de haber encontrado las piezas exactas para arrancar el motor de lo cotidiano, le gusta mirarse por dentro y, reconfortada, con la silueta del suave oleaje por la playa de la autoestima, a la caída del sol, dar plácidos paseos por la orilla de las cosas importantes. Finalizada la jornada, agotada y orgullosa, exhausta y pletórica, tumbada junto al marido que ya ni la toca, piensa en cómo se ha ido deteriorando su relación. A la mañana siguiente, como todas las mañanas de los últimos meses, ajena a la delicada situación económica que atraviesan, cuando suena el despertador se levanta a preparar el desayuno y los bocadillos para el almuerzo. Él, evitando preguntas comprometidas se mete a la ducha y después, mordisqueando una tostada rompe el silencio.
          –¿Cómo está tu madre? –esquiva la mirada.
          –Mejor. Te extraña.
          –He de ir a verla –le suben los colores–. ¿Sabes cuándo le darán el alta?
          –La verdad, no lo sé.
          –Hemos de hablar y lamento hacerlo en estos momentos, pero no puedo esperar.
          –Hay otra, ¿verdad?
          –No. Ven, siéntate. –Traga saliva y sin rodeos dice que la empresa le envía una larga temporada fuera de Detroit –miente.
          –¿Ha pasado algo?
          –Necesitan cubrir un puesto en Wisconsin –miente– y han pensado en mí. Además, ganaré más dinero y eso nos viene muy bien.
          –Si, no te lo voy a negar, pero tan lejos.
          –Vendré a en vacaciones –miente.
          –¿Cuándo partes? –la invade la nostalgia.
          –Hoy.
          –¿Lo saben los niños?
          –Se lo dije anoche un poco antes de volver tú. Se portarán bien y van a ayudarte.
          –¿Cuánto estarás?
          –No lo sé. Meses, quizá un año.
          –Bueno, cariño, por nosotros no te preocupes, estaremos bien.
          Abrazados prolongan la despedida, mezclando el sudor de cada uno en las mismas gotas, uniendo los labios tímidos y atrevidos, temblando de reproches y de agradecimientos, buscando la postura más delicada y menos dañina para separar sus cuerpos. Se despiden así, rodeados de un halo de ternura y pareciendo que haya pasado una eternidad entre ellos. Cobarde, engordando la mentira, gira sobre los talones y cierra la puerta tras de sí.
          La sala de médicos en el Detroit Medical Center está recién limpia y con algunos trozos del suelo aún mojados. Ordenados por materias, libros y revistas científicas decoran las muchas estanterías de la habitación. Nathan Trembley, jefe de Medicina Interna, enciende las luces, toma asiento en un extremo de la mesa ovalada, saca el portátil, un cuaderno con notas y la taza térmica con café americano. Suele aprovechar esa primera hora, antes de que comiencen a llegar los compañeros, para estudiar minuciosamente la evolución y respuesta a los tratamientos aplicados a cada paciente. Dos semanas atrás ingresó un chico joven, le trajo la novia, doblado de dolor. En principio el diagnostico fue inflamación de hígado por posible hepatitis, sin embargo, lo descartó un simple análisis de sangre. Sin embargo, el dolor abdominal, la ictericia, el reflujo gástrico y demás síntomas, lejos de desaparecer, se han agravado. Todavía no ha expuesto el caso entre los colegas y estudiantes a su cargo, teme que todas las opiniones concluyan en cáncer, pero su intuición le dice que no. En cualquiera de los casos, no puede demorarlo mucho más. Respecto a Megan Aniston, pese a tener las ideas bastante claras, ha preparado a conciencia una reunión con su equipo cercano.
          –Perdona –irrumpe Violeta Reyes, directora de la Unidad de Cuidados Intensivos–, no quiero molestar.
          –Entra, estoy acabando, además hay sitio para los dos.
          –¿Mucho trabajo? –pregunta Violeta
          –Bastante, la enfermedad no nos da tregua.
          –Ya lo creo, a veces no damos abasto, faltan camas en UCI, empezamos a habilitar otros espacios para los menos graves, como hicimos en plena pandemia.
          –No creas, aquí estamos por el estilo –cuenta Nathan–. Priorizar es un cargo de conciencia. ¡A ver cómo le dices a los familiares que no apostamos por su ser querido a consecuencia de otras patologías!
          –En urgencias, me cuenta un compañero, hay personas hacinadas en los pasillos –Violeta se entristece–. De repente el número de gente malita supera al de médicos.
          –Situación difícil, sí. ¿Estás preparando algún informe?
          –Tenemos ingresado a un niño de ocho años con leucemia, no ha respondido a la quimioterapia.
          –Si puedo colaborar cuenta conmigo –se ofrece Violeta.
          –Gracias, lo tendré en cuenta. He solicitado la opinión de uno de los mejores oncólogos pediátricos a nivel nacional, su llegada desde Nueva York es inminente.
          –¡Ah!, fantástico. En Cuba parte de las prácticas las hice en oncología y vi de cerca algunos casos complicados.
          –¿No te gustó la especialidad? –pregunta Nathan relajado, estaba viniéndole muy bien hablar con esa mujer.
          –Sufrí mucho, te sientes bastante impotente, absurda, sin recursos ni ideas. Donde estoy ahora también es complicado, pero…
          –Para que luego digan que somos insensibles –el internista chasca la lengua.
          –Esa es la imagen –ella se aparta el pelo hacia atrás–, pero lo realmente jodido es cuando te llevas el diagnóstico a casa y te roba horas de sueño, de concentración, espacios privados sin poder compartir nada con nadie porque tienes la mente en otro sitio y eres incapaz de entregarte. Entonces pareces fría, austera y empollona porque te tiras estudiando hasta la madrugada, leyendo trabajos de investigación compartidos en Internet por otros colegas, cualquier salida que aporte un mínimo de esperanza es poco y cuando lo encuentras es emocionante.
          –No podría haberlo explicado mejor. ¿Echas de menos tu patria?
          –Echo de menos a los míos. Mi mamá y mi suegro, longevo ambos, no quisieron salir de allí y a mí no me resulta fácil ir. Puedes imaginar si suena el teléfono a altas horas y la llamada es de sobrinos o allegados más jóvenes, te pones en lo peor.
          –Comprendo, soy canadiense y conozco la angustia de haber dejado lejos a los más ancianos.
          –Ahora mismo, por el puesto que ocupo aquí, no debo viajar a la isla. La política es importante para entender a dónde estamos y hacia dónde nos dirigimos, todo se mueve alrededor de ella, sin embargo, debería haber más libertad para decidir.
          –En fin, se me está haciendo tarde y es la hora de visita. Por cierto, tengo en mi zona a una paciente que lo fue tuya: Megan Aniston.
          –Sí, sí, es verdad. Ves, es uno de esos casos a pelear, merece la pena sacarla adelante.
          –En esas estamos.
          –Suerte.
          –Lo mismo digo.
          Un día más, los ascensores empiezan su carrera frenética y el techo de las galerías por donde transitan médicos y enfermeras amortiguan las risas cotidianas que se escapan. Dos plantas por debajo, el automóvil del hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company frena a pie de urgencias, detrás de la ambulancia que transporta a su madre. El hombre, compungido y sobresaltado, sale del vehículo y la coge de la mano…


17.
Agradecimiento a mi amiga la doctora Fuentes,
sin cuya ayuda la explicación médica
de este capítulo no habría sido posible. 

En toda la noche ha parado de llover. Sótanos inundados y tapas de alcantarilla saltando por los aires han dejado un paisaje dantesco con todo tipo de objetos flotando por el asfalto, así como tejados de uralita arrancados de cuajo, terminando su periplo en la copa de algún árbol. Frente a los edificios más emblemáticos de la ciudad, un amplio despliegue de medios rescata a personas atrapadas en ascensores por los cortes de luz, mascotas desorientadas tiritando de frío, obras de arte del Detroit Historical Museum y todo tipo de género guardado en la trastienda de los establecimientos. Sin embargo, en las zonas más perjudicadas, y en consecuencia las más vulnerables, donde ni siquiera ha aparecido un coche de bomberos, ambulancias o la policía, son los vecinos quienes achican agua y trasladan a ancianos y gente menuda a lugares secos, fuera del peligro de derrumbes o avalanchas. En las noticias de las 6:00 a.m. la WDTK The Patriot ha realizado un amplio reportaje informativo por los distintos puntos más afectados donde la gente apenas ha podido salvar unos pocos enseres. Otras cadenas audiovisuales, de tinte sensacionalista, utilizando la desgracia ajena para hacer caja, tampoco han conseguido desviar la atención hacia otros lugares de la metrópoli. Es decir, si quienes viven bajo el umbral de la pobreza se hubiesen ahogado o desaparecido no habría pasado nada al estar catalogados como entes invisibles dentro del conjunto de la sociedad. Aunque mi calle es estrecha en comparación a los amplios bulevares y hay algunos centímetros de agua sobre las aceras, está amurallada por altos rascacielos, de modo que, nos vamos a quedar fuera del listado de damnificados. En cambio, pese a cualquier catástrofe actual o venidera, cuando tengo por delante una marcha de cuatro horas a pie hasta el municipio de Redford, sólo me preocupa realmente suavizar el dolor de juanetes.
          El reverendo Bob W. Perkins también se ha desplazado hasta aquí. Mezclado entre el público conversa distendido sobre la difunta, el ayer y el presente, los valores que ella inculcó a la familia y cómo ésta ha sabido dar respuesta a las necesidades de la anciana en la recta final de sus días. El hijo y la nieta de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company, reciben a todas y cada una de las personas asistentes al entierro con agradecimiento y cariño, narrando los últimos años de la mujer que, a pesar de haber perdido completamente la memoria, los ha vivido con sosiego y en paz. Alrededor suyo otros allegados lamentan la pérdida y dejan sobre la mesa fuentes y platos que han traído con comida. Quiero pasar desapercibido, situarme detrás de la atalaya del disimulo para observar a los presentes su forma de vestir, de relacionarse, con desenvoltura o recato, cubriendo con capas transparentes la miseria que a cada cual nos aborda. En definitiva, antes de dar media vuelta y desaparecer intento estar sin ser visto y lavar mi conciencia por no haber ido de visita más veces a la residencia, pero una hermosa niña, de aproximadamente medio metro de altura, piel negra y brillante, pose graciosa, pelo ensortijado, ojos grandes y expresivos, labios carnosos enmarcando una dentadura blanca y desigual, me tira del pantalón, la miro, me mira y, esbozando una pícara sonrisa, dice:
          –Aquel de allí es mi abuelito y quiere que vayas –sale corriendo y empieza a jugar con otras amigas y amigos alrededor de un columpio que se rifan.
          –Hola, Ayden. Gracias por venir, sabía lo que haría –asegura el hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company.
          –No las merece –respondo molesto.
          –¿Qué le parece ésta preciosidad? –acaricia la barbilla de la pequeña ahora con él–. Es la menor de mis nietas, tengo siete y todas hembras.
          –¿Son de su hija la abogada? –ríe a carcajadas.
          –No, esa va por libre, no quiere compromisos sentimentales, tengo tres más.
          –La comprendo, atarse a una persona debilita la propia libertad –corroboro.
          –¿Cómo ha venido? ¿Le apetece tomar algo?
          –Caminando.
          –¿Desde Detroit? –junta las manos en oración.
          –Sí.
          –¡Madre mía! Pues no se hable más, le serviré unos bocadillos y refrescos, estará usted desfallecido –sin opción a negarme le sigo y devoro un sándwich de pollo con lechuga y una bebida gaseosa.
          Bajo la dirección del reverendo Bob W. Perkins, en ausencia de su esposa, el coro, vistiendo túnicas amarillas, tras ensayar aquellas estrofas más complicadas que no entonaban bien, está preparado para dar comienzo a la emotiva ceremonia con un legendario tema, al más puro estilo góspel. La voz solista, de timbre potente y aterciopelado, con quien creo haber coincidido más de una vez recogiendo la bolsa semanal de alimentos en Pope Francis Center, entona las primeras notas marcando el ritmo con el cuerpo. Poco a poco, según crece la melodía y los demás componentes de la coral se vienen arriba, me percato de que estoy fuera de lugar: no respondo con alabanzas ni aleluyas, no sigo el compás con la punta de los pies, no invoco a Jesús de Nazaret ni traigo conmigo una Biblia para seguir los textos, por eso, cuando dan paso al ritual de tirar cada uno un puñado de tierra sobre el féretro, intento desaparecer, pero me veo acorralado y comprometido…
          –¿Quiere hacer los honores a mamá Joanne? –pregunta el esposo de una de sus hijas.
          –Claro, por supuesto. –La fila avanza lentamente y me coloco al final, cuando llega mi turno imito al resto. Después consigo escabullirme entre la gente y, antes de acabar el acto, llevo ya recorrido la mitad de camino de vuelta a Detroit en transporte público. Sentado en ventanilla, con los rojizos del cielo a la caída de la tarde, tengo la sensación de haber cerrado otra etapa más de la vida, una página de mi biografía personal escrita con la caligrafía de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company.
          Nathan Trembley, jefe de Medicina Interna en el Detroit Medical Center, lleva reunido más de cinco horas con su equipo en el despacho. Su técnica de trabajo consiste en compartir opiniones respecto a los ingresados en planta diferenciando dos grupos: los muy graves y aquellos que han remontado. En esta ocasión es Megan Aniston quien ocupa prácticamente todo el tiempo. Tiene unas ganas infinitas de vivir y ese es el mejor pronóstico. A pesar de haber superado el covid todavía anda lejos de recibir el alta médica. Su historial clínico, completísimo, configurado casi por completo mientras ha permanecido en la Unidad de Cuidados Intensivos, va a servir, a posteriori, de apoyo para el estudio de determinadas asignaturas. Seis estudiantes en prácticas se sientan alrededor de la mesa redonda del despacho, están desfallecidos y les falla la concentración, pero han de continuar.
          –¿Cómo lo veis? ¿Os parece bien mandar a la paciente a casa? –pregunta Nathan.
          –Habiendo tenido tromboembolismo pulmonar es de recibo hacer un ecocardiograma –responde un chico que se inclina por la radiología.
          –Correcto. ¿Y por qué?
          –Pues para descartar que existan sobrecargas de cavidades derechas del corazón –interviene una futura urgencióloga.
          –¿Y? –Nathan motiva al más tímido.
          –También descartaremos que exista afectación miocárdica.
          –Perdón –pide la palabra el primero en hablar–: ¿agrava eso el problema?
          –Por supuesto que sí, modificaría el pronóstico –afirma tajante el internista–. ¿Y qué decís respecto de los pólipos sangrantes? –los estudiantes consultan sus notas.
          –Diagnosticados mediante colonoscopia el siguiente paso es realizar una polipectomía para quitarlos.
          –Muy bien, colegas. ¿Lo zanjáis así?
          –No, puede haber varios pólipos milimétricos que se envían a analizar.
          –Y serán benignos –salta una de las chicas–. ¿Y el tema de la anemia?
          –Una vez resuelto el tema de los pólipos sangrantes remitirá.
          –Claro, es una de las consecuencias.
          –¿Tenemos el informe y la valoración del servicio de Rehabilitación? –pregunta Nathan–. Ya sabéis que los pacientes de UCI sufren de enfermedad neuromuscular del enfermo crítico, es decir: pérdida de masa muscular.
          –Sí, aunque lento, pero va mejor.
          Salen de la reunión de trabajo y tras tomar un ligero almuerzo en frío empiezan a pasar visita. La hija de Megan Aniston está en el control de enfermería pidiendo otra almohada para su madre, se la ve cansada, con ojeras, todavía más delgada si cabe y con las arrugas de la preocupación dibujadas en la frente. Otros acompañantes acuden al mismo lugar a por servilletas de papel o esos pañales que tardan en llegar. A través de la puerta entreabierta de una habitación se ven a dos mujeres abrazadas, sollozando casi en silencio, consolándose con el mensaje de la vida eterna. Nathan Trembley, con las alumnas y alumnos que le acompañan, acaba de firmar algunas altas satisfecho con la mejoría de quienes regresan a sus casas en proceso de curación muy avanzada, en cambio, crece la preocupación por un hombre cuyo virus hospitalario no consiguen combatir, a pesar de haber probado con tres antibióticos distintos. La jefa de enfermeras hace el recorrido con ellos y toma nota de los nuevos ajustes en las dosis de diversos pacientes.
          –Perdone que insista doctor, es que no me quedan claras las medicaciones para la 4025 –dice concentrada en su cuaderno. Él lo repite y ella asiente–. ¿El joven en aislamiento sigue con lo mismo?
          –Eso le corresponde decidir al servicio de oncología, tiene las defensas muy bajas y, sino tenemos cuidado puedes empeorar.
          –¿Y por qué no está en esa unidad? –pregunta una estudiante que se decanta por la cirugía plástica.
          –Llevan meses modernizando las instalaciones de la planta y el espacio disponible es reducido, por eso cada médico tiene cargos periféricos. Es decir: pacientes distribuidos en otras áreas del hospital.
          –Entonces continuaremos así hasta nueva orden.
          Megan Aniston está en el sillón junto al gran ventanal contemplando la tímida aparición por la cima de las montañas, de las nubes bien formadas y a punto de descargar. La hija, muy cerca de ella y pendiente de cualquier necesidad que la madre requiera, coge un recipiente de plástico fresas cortadas a gajos, a la vez que lee en voz alta una novela policiaca en la que, aun poniendo todo en énfasis en la narración de la intrigante historia, no consigue despertar el interés de la madre. La cuadrilla de médicos irrumpe en la habitación sobresaltándolas.
          –Hola Megan –dicen sonando cordiales–. ¿Cómo se encuentra?
          –Con ganas de irme a casa.
          –Ya falta menos. Vamos a hacer una placa del costado izquierdo a ver si averiguamos de dónde viene ese dolor que no la impide descansar de noche.
          –No hace falta, apenas molesta.
          –¿Durante el día no aparece o es menos frecuente?
          –Muy poco, excepto cuando toso.
          –Mamá, diles la verdad, ayer no podías estar de ninguna postura.
          –No hagan caso, es una exagerada –Nathan Trembley escribe en un papel y se dirige a la enfermera.
          –Mañana empezaremos la preparación colónica especial para la polipectomía.
          –De acuerdo, doctor.
          –Megan –habla Nathan–, en dos días quitamos los pólipos sangrantes del colon, por eso van a darle dieta líquida y la toma de laxantes. Es una intervención muy sencilla, se realiza a través de un endoscopio, después se envía a analizar y listo. Ya verá como todo sale bien.
          –Eso espero.
          –¿Quieren hacernos alguna pregunta? –ofrece el doctor Trembley.
          –Pues si me lo permiten, sí –salta la hija–: ¿La intervención es peligrosa?
          –No, en absoluto. Sin embargo, todo aquello que sea una invasión para el organismo con un objeto extraño, lo tiene, aunque en este caso, al ser algo muy sencillo, minimiza el riesgo.
          –Tranquila, cariño, estoy en las mejores manos –y eso emociona a una de las estudiantes en prácticas rozando el hombro de la anciana con mucha ternura.
          –Ahora vengo a ponerla un calmante –dice la enfermera jefe.
          –Gracias. –Ya a solas la madre cambia de conversación–: ¿Sabes algo de tu esposo?
          –Todavía no habrá podido llamar, pero no tardará –ambas lo dudan.
          –Sí, seguramente. A los niños no les falta de nada, ¿verdad?
          –No te preocupes, lo tengo todo bajo control.
          –Perfecto, no esperaba menos de ti.
          Los depredadores de la noche hacen la ronda de los desahucios sacando en pijama a abuelas y abuelos sin dentadura, niñas y niños agarrados al chupete y al muñeco de trapo, mujeres y hombres con los recuerdos hacinados en una caja de hojalata y adolescentes exentos de futuro preparándose para sobrevivir en la jungla adonde serán empujados. En definitiva, familias enteras, huérfanas de empatía a quienes les han arrebatado los cimientos del hogar amputando cualquier posibilidad de salir adelante. Ya no hay escapatoria para mí, cierro los ojos y me veo a bordo de la balsa agujereada por el hambre, por la sed, por la mala acción, por la injusticia, por las lágrimas secas y las entrañas vacías. Estoy jodido y destrozado. Por puro despiste he acumulado la deuda de tres meses de alquiler y ahora el casero, sin delicadeza y muy malos modales, acaba de ponerme de patitas en la calle. Mientras estuve al frente de la empresa y fui un tipo respetable, miembro de lo más granado de la alta sociedad y haciendo de este país un lugar próspero y envidiable para el resto del mundo, se rumoreaba por el vecindario que a negros, pobres y prostitutas, los echaban de las viviendas por impago. Nunca imaginé para mí una situación similar. Sin embargo, con las orejas agachadas y el reproche entre cuero y carne, empujando un carrito de supermercado con cuatro tonterías inservibles, peregrino hasta el distrito financiero de Detroit, donde en un callejón lleno de basuras, escondido y humillado, sin un solo rayo de sol para calentar los huesos, pernocto con el espejismo en el paladar de antiguas chocolatinas. Entonces sueño con despertar bajo techo y que todo siga en su sitio, pero el cuchillo de la madrugada, con su hoja cortante y fría, me roza la garganta. Ya no hay escapatoria, el fracaso viene a por mí…


18.
Desde que vivo en la calle, inscrito en el censo de los olvidados, he visto practicar todo tipo de agresividad contra débiles y vulnerables. Los homeless más veteranos, desconfiando hasta de su propia sombra y con la dura experiencia de dormir a la intemperie, acumulando lunas y crudos inviernos e inmunizados con agua de lluvia, tienen bien marcado el territorio que nadie ha de traspasar. Los demás, debajo del puente de Chestnut Street, hacinados y a la defensiva, calentamos el cuerpo junto a la hoguera donde se prende también la frustración y la mala suerte. Hace apenas unos días, en este mismo lugar, asaltaron a un anciano al no querer compartir restos de una lata de conservas. Nadie le defendió, todos desviamos la mirada, nos encogimos de hombros y rebuscamos entre la misera un mendrugo de pan para distraer la cabeza. Aquí aprendes a golpes a no entrometerte para ser ignorado, a no hablar, aunque pierdas la capacidad de comunicarte y a desarrollar la técnica del observador ausente… La noche y después el día, el verano con su sol de justicia, la escarcha del amanecer y los fantasmas apostados en las farolas, el rugido de los motores que hacen temblar los edificios y el peligro de la aparición de una manada de coyotes buscando comida, intensifica el miedo a ser la próxima víctima, otro cadáver más sin identificación encontrado en la orilla del río.
          Cada semana, a última hora, arriesgándome a que apenas quede nada y para no coincidir con el hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company, y verme obligado a dar explicaciones por el aspecto demacrado y quizá sucio que presento, acudo a la iglesia del reverendo Bob W. Perkins y recojo la bolsa de alimentos donada por los feligreses, aunque a muchos tampoco les sobra. Para sorpresa de la persona encargada del reparto, un tipo alto, simpático y bien vestido, rechazo artículos perecederos y me quedo dos briks de zumo de manzana, galletas y un poco de queso. El abrigo largo, de amplios bolsillos y zurcido en el costado, es el cómplice perfecto donde guardarlo todo. Sin embargo, como ya me han robado mientras duermo, a mitad de camino, sentado en un pequeño tronco de madera y sin desperdiciar una sola gota ni miga, soy el invitado en mi propio banquete. A lo lejos, la silueta de un hombre acercándose me pone en alerta.
          –¿Ayden? –giro la cabeza y le veo ahí plantado, con los ojos abiertos como platos y la expresión de extrañeza en la cara.
          –¡Christopher! –exclamo contrariado.
          –¡Qué sorpresa verte! ¿Esperas a alguien?, esto está muy solitario.
          –No, descanso un poco las piernas.
          –Y de paso te das un festín, ¿no?
          –Algo así –me gustaría desaparecer.
          –¿Estás bien? –pregunta preocupado.
          –Perfectamente –fuerzo la sonrisa.
          –Hace mucho que no vas a verme al restaurante.
          –Ando ocupado –miento, aunque trato de sonar creíble–. ¿Qué haces por aquí?
          –Voy a buscar a mi pareja, es voluntario en aquella iglesia de allí.
          –No me digas.
          –Sí, se encarga de distribuir medicinas y ropa, a veces despacha también los paquetes de comida cuando hay mucha demanda. Es maestro de escuela en primera, la mayoría de las niñas y los niños que vienen por aquí tienen problemas con los estudios, algunos no están escolarizados y él les ayuda a prepararse. Como ves, un gran personaje solidario.
          Pensativo, clavo las uñas en las palmas de mis manos y me derrumbo. Estoy cansado de fingir lo que no soy, de aparentar una vida estructurada y llena de compromisos, una posición privilegiada junto a las más altas esferas de la sociedad, un apellido solemne en el condado de Wayne. En definitiva, un peso pesado entre mis compatriotas. Pero aquel tipo duro con la billetera repleta de sobornos y ninguna empatía hacia el semejante se ha convertido en un hombre vencido, desorientado, mugriento, plañidero… Christopher se arrodilla y me abraza.
          –¿Qué ocurre, amigo?
          –Nada, al verte me he puesto sensible –esbozo una sonrisa.
          –Anda, dime la verdad, no te preocupes que, sea lo que sea, encontraremos solución –aprieto los labios y, aguantando la punzada en el corazón, avergonzado y mudo, arrepentido y escurridizo, no le cuento la penosa situación que vivo, simplemente, deseándole mucha felicidad, desaparezco en la niebla urbana que no tardará en devorarme.
          Nathan Trembley, jefe de Medicina Interna en Detroit Medical Center, está en una sala contigua a la biblioteca en la Wayne State University, facultad por la que han pasado casi todos los médicos del estado de Michigan, donde, en su día libre, y a la hora del brunch, le gusta preparar sin interrupciones informes de los pacientes y correos electrónicos pendientes de contestar. Aunque no suele suceder muy a menudo, a veces es lugar elegido por otros equipos de la profesión para debatir temas que atañen al gremio, ya que el estilo informal de la habitación crea el ambiente propicio y distendido donde conversar sobre lo bueno y lo malo, la vida y la muerte, el triaje y las segundas oportunidades o el eterno debate de si los afroamericanos tienen derecho o no a hacer uso del programa estatal y federal Medicaid, que da cobertura médica a personas con bajos recursos. En definitiva: un espacio neutral donde cambiar impresiones con otros colegas. Sin embargo, esta vez acude a la reunión convocada por Violeta Reyes, directora de la Unidad de Cuidados Intensivos y a la que también asiste el prestigioso doctor Darren O’Connor, adjunto de cardiología y una eminencia en las enfermedades del corazón. Nathan ha llegado cuarenta y cinco minutos antes y aprovecha para leer un par de artículos científicos y preparar la clase semanal que da en este mismo centro a estudiantes de postgrado. Apaga el portátil, repliega los documentos esparcidos en la mesa y recibe sonriente a los dos compañeros que, apasionados, comentan la secuencia de alguna película de estreno.
          –¿Os han llegado rumores? –pregunta Violeta mientras mete en el microondas un tupper con pastel de arroz y beicon.
          –¿Cuáles? –dice Nathan con la boca llena de alitas de pollo en salsa picante.
          –¿Te refieres a la destitución del director ejecutivo por un tipo que ha salido de la nada? –Darren se levanta y les da una bebida de cola.
          –Más o menos, pero de la nada yo no diría, es el yerno de uno de los fundadores del Detroit Medical Center –Violeta suelta la frase con mucho retintín.
          –¡Vaya, entonces viene pisando fuerte! –interviene Darren–. Esperemos que no repercuta en la forma personal de ejercer nuestra profesión.
          –Hombre, no lo creo, empezará de buen rollito –asegura Violeta– y luego marcará su propia línea a seguir. No obstante, suelen estar metidos en sus despachos, sacando brillo a las pitilleras de oro e ideando la manera de hacer el negocio más rentable, aunque jodan todo lo demás.
          –¡Ay!, no seas agorera, mujer –exclama Darren.
          –No obstante, tengo entendido que el actual se ha llevado entre los dedos cantidades importantes de dinero, maquillando hospitalizaciones de personas que, supuestamente, ingresaban para realizar determinadas operaciones costosísimas, lo cual, como supondréis, era mentira –Violeta baja la voz como si fuese a escucharla alguien.
          –Es decir: se ha llevado la pasta sin mover el culo del asiento –afirma Nathan–. Joder, Violeta, te enteras de todo.
          –Información de primera mano, ¿eh? –corrobora Darren.
          –Bueno, tengo mis fuentes –ríen los tres.
          –Y no las vas a compartir, ¿verdad? –Darren guiña el ojo.
          –Bueno, chicos, no os he traído aquí para especular sobre el asunto –Violeta retira con la uña una gota de aceite del escote.
          –Pues tú dirás –suelta Nathan–, me tienes en ascuas.
          –Quiero que uno de vosotros presente su candidatura para dirigir el hospital, ambos tenéis un currículo impecable y os habéis formado desde abajo, no podemos dejarlo en manos de otro incompetente.
          –¿Y por qué no tú, querida? –la corta Darren.
          –Nunca obtendría los créditos suficientes para acceder al cargo –responde con brillo en los ojos–, soy mujer y cubana. No, sea imposible.
          –Nada es imposible, querida. ¿Has barajado la posibilidad? –pregunta Nathan.
          –Pues claro. ¿A quién no le tienta algo así? –responde ella–. ¿Qué dices, Darren?
          –No, ni hablar, a mí no me lieis, soy un desastre. Los temas burocráticos no entran dentro de mis planes, me mueve el campo de la investigación, lo siento. Os apoyaré a cualquiera de los dos, me parecéis perfectos, formaríais un buen equipo si optáis juntos a la candidatura –los otros se quedan pensativos, madurando la idea que acaba de lanzar el adjunto de cardiología.
          –Nathan, tu labor en Medicina Interna es encomiable, yo diría que eres el candidato perfecto. Piénsatelo, si hay alguien que puede sacarnos de la crisis y ofrecer mayor calidad a quienes ponen sus vidas en nuestras manos, eres tú: fiel, leal, disciplinado y respetuoso.
          –Me sobrevaloráis, estoy abrumado.
          –Y, en cuanto a lo de ir juntos –continua Violeta–, no lo tomes a mal, pero no lo haré, triunfarás mejor sin mí.
          Nathan Trembley, cuyo sueño desde niño fue curar a la humanidad de todos sus males, no le disgusta la propuesta de ponerse al frente del Detroit Medical Center y llevar a cabo una serie de medidas para mejorar la estancia de los pacientes y facilitar el trabajo en cada área, haciéndolo desde el único puesto posible: la dirección. A cambio es muy consciente del gran sacrificio personal que conlleva el cargo: no disponer de tiempo, anular todo lo relacionado con la vida privada, perder el contacto con algunos colegas, arriesgarse a caer en el mismo chantaje financiero de los antecesores abandonando los principios fundamentales, que hasta el momento han guiado su manera de entender la medicina como un servicio a los demás y, por supuesto también, abrirle la puerta a los problemas, las rencillas, los bulos, el cabreo, el insomnio y la falta de apetito.
          –No os prometo nada, ¡eh!, pero lo voy a pensar –anuncia para tranquilidad de los otros–. Por cierto –dirigiéndose a Violeta–, ¿recuerdas a Megan Aniston que estuvo contigo en UCI?
          –Sí, perfectamente. ¿Cómo está?
          –Mejor y a punto de irse.
          –¿Quitasteis los pólipos sangrantes?
          –Sí, el resultado es benigno, y hemos ajustado el tratamiento para la insuficiencia mitral leve. Hiciste un buen trabajo.
          –Luchó con todas sus fuerzas por remontar el covid y las diversas consecuencias del enfermo crítico que atacaron fuertemente su organismo, pero fue superando cada obstáculo con muchísima dignidad y empeño. A pesar de recibir presiones la mantuve como pude, no imagináis el sentido de la responsabilidad que tiene esa mujer para sacar a la familia adelante, y esa era su motivación, no me cabe duda. Dependen de ella, o eso dijo. Alguien así dignifica y da sentido a nuestra profesión, merece la pena ir probando fármacos hasta dar con el adecuado. –Antes de despedirse y volver cada uno a sus tareas, Nathan Trembley los emplaza para otro encuentro en los próximos días y comunicarles su decisión, aunque empezaba a tenerlo bastante claro.
          –Entonces, ¿contamos contigo? –presiona Darren.
          –Os lo digo en breve, prometo no haceros esperar.
          –Cuidaos mucho, compañeros –dice Violeta Reyes mientras coge un pañuelo de papel, se suena la nariz y sale por la puerta.
          Unas cuadras más allá de donde ahora pido limosna, cerca del Detroit Riverwalk, un hombre huido del psiquiátrico Henry Ford Kingswood Hospital, a la vez que vocea exabruptos contra todo bicho viviente, amontona ramas caídas del árbol y danza alrededor imitando al pueblo indígena americano sioux. Me asusta acabar igual de perdido y trastornado. Es lamentable reconocer esto, pero como sociedad hace tiempo que vamos hacia el abismo y como individuos a la destrucción…


19.
Cuando los servicios de emergencias acuden a la llamada desesperada de Christopher, quien me ha encontrado por casualidad, y acceden hasta el puente de Chestnut Street, con las dificultades que conlleva ese punto concreto, apesto a vómito y orín, he perdido dos incisivos inferiores y tengo los pulmones como una olla exprés preparada para estallar impregnándolo todo de mucosidad amarillenta y pegajosa. Estoy algo desorientado y apenas camino por la hinchazón de tobillos. Además, a consecuencia de la fiebre, digo auténticas barbaridades y amenazo a todo bicho viviente con un rifle invisible haciéndoles culpables de mis desgracias. Entre dos personas y un tercero sosteniendo en alto la botella de suero, me sacan de ahí en  camilla mientras blasfemo y predico la llegada del fin del mundo. Tengo el cuerpo molido y tirito de frío debajo de la manta térmica. Los homeless que en ese momento se encuentran ahí, para no comprometerse mantienen vivas las hogueras donde se calientan y agachan la cara, enrojecida por el alcohol, como si alrededor suyo no pasase nada.
          –Póngase la mascarilla, por favor –le dan una.
          –Quitadme las manos de encima, coño –grito muy enfadado.
          –Por el bien de todos es mejor que colabore –dice la doctora recién salida de la facultad.
          –¿O si no, qué? ¿Me van a esposar? –la joven desprecinta la jeringuilla y coge una pequeña botella con líquido transparente.
          –Nosotros no obligamos a nadie, pero si nos llaman activamos el protocolo y atendemos correctamente. Usted decide.
          –Déjate hacer, Ayden –sugiere Christopher junto a la ambulancia–, han de inyectarte un antiinflamatorio.
          –Díganos dónde le duele.
          –En el alma por las putadas de la vida, los desprecios públicos de mi madre, la mala suerte cebándose conmigo y el fracaso con las mujeres –muestro agresividad.
          –¿Antes de encontrarle su amigo se ha desvanecido?
          –No.
          –¿Con qué se ha hecho esa herida? –se refieren a una boca abierta muy fea en la pierna.
          –¡Eh!, un momento. Vaya pregunta tonta que le hacen al muchacho, ¿no? –dice alguien que lleva pasamontañas–. ¿Creen que dormir a la intemperie es como hacerlo en un colchón mullido después de una ducha caliente y beberse un vaso de leche con galletas?
          –Tenemos insectos y roedores deseosos de sangre –contesta otro de los mendigos separado del grupo, pero el equipo médico le ningunea.
          –¿Cuánto hace que lo ha notado? –la doctora insiste mientras aprieta distintas zonas alrededor de la herida.
          –Es la primera vez –mentira, tengo pinchazos desde varios días atrás.
          –Debería de haber ido al médico.
          –Mírame encanto, ¿acaso habrían atendido a un tipo como yo llevando estas pintas? –río a carcajadas, también el resto de los vagabundos.
          –Bueno, hay instituciones que lo proporcionan, por ejemplo Pope Francis Center.
          –Claro, y el sol sale siempre cada mañana por el este, no te jode.
          Hora y media después, sin aparente gravedad, con el ritmo cardiaco estabilizado, el edema de los tobillos desaparecido y la respiración normalizada, determinan que el cuadro clínico que presento no es para llevarme al hospital. Christopher, preocupadísimo y contrario a tal decisión, insiste en que me vaya con él a su casa hasta recuperar del todo la salud. Medito la propuesta y barajo la posibilidad de aceptarla, pero rechazo la invitación al no seducirme la idea de convivir con dos homosexuales –obviamente no lo digo–, soportar las mariconadas con pluma exagerada, aguantar las risitas nerviosas mientras mueven el culo pelando zanahorias para el pastel, mezclar mis calzoncillos de macho con los suyos diminutos y provocadores, arriesgarme a un presunto contagio de SIDA o tirar mi reputación abajo, si es que aún alguien me reconoce, siendo señalado como un miembro más del gremio. En definitiva, toda una artillería pesada y cargada de prejuicios, absurdas vanidades e intransigencias de esta sociedad nuestra compartimentada en guetos.
          –¿Estás seguro? Piénsalo bien, puedes quedarte el tiempo que quieras –dice apenado.
          –Sí, absolutamente –respondo sin dar los verdaderos motivos homófobos para no herirle–. A estas alturas de la vida no consiento ser una carga para nadie.
          –Y no lo eres ni lo serás al menos para mí –se le humedecen los ojos.
          –¿Has pensado en tu pareja?
          –No le importara, estoy convencido.
          –Quizá no esté de acuerdo ni le apetezca tener a un intruso sentado en vuestro sofá.
          –¡Qué va! Es una excelente persona, sabe cómo nos conocimos aquella noche donde estuvieron a punto de rajarte y cuánto valoré tu paciencia escuchando mis problemas.
          –Hombre, me salvaste de una buena paliza, de no ser por ti tal vez no lo cuento.
          –Ayden, acaban de atenderte por sufrir una crisis de hipotermia y deberías estar en un sitio seco, bajo techo, con ropa limpia y algo caliente en el estómago, esto es insalubre, si continúas aquí no durarás mucho. De verdad, ven conmigo.
          –Aborrezco el matiz caritativo de las personas –soy borde para que me deje en paz, por su propio bien.
          –¿Crees que lo hago por compasión? –quedo en silencio–. Bueno, si cambias de opinión la oferta sigue en pie. Imagino que esto –saca unos dólares de la cartera– te ayudará para ir tirando. Estoy de tarde en el restaurante, pero después vuelvo y traigo unas alitas de pollo, ¿quieres? –niego con la cabeza, aprieto su hombro en señal de agradecimiento y comienzo a caminar iniciando así la cuenta atrás de lo que está por venir…
          Nathan Trembley, a punto de dejar el cargo de jefe de Medicina Interna, ha recogido el guante para dirigir el Detroit Medical Center y afrontar el reto de mejorar las condiciones laborales de todos los trabajadores del hospital así como también la estancia de los pacientes y sus acompañantes. A lo largo de estas últimas semanas ha comprobado las infraestructuras en las distintas áreas, mantenido conversaciones con los responsables de planta para tener en cuenta sus opiniones, de igual modo con el consejo de administración, patrocinadores, farmacéuticas, técnicos de laboratorio y, por supuesto, ha escuchado aquellas necesidades de los compañeros que, con anterioridad, trasladaron a la junta directiva saliente sin obtener respuesta alguna. Poco a poco, o mejor dicho, noche a noche, ha elaborado el programa de propuestas para la toma de posesión del cargo. A su modo de ver es fundamental poner en práctica los avances de la ciencia, ser los primeros en el ranking de investigación y descubrimiento de enfermedades infecciosas atajándolas con tratamientos experimentales probados y seguros, hacer  una cantera sólida cubriendo todas las especialidades, acudir a simpósium mundiales donde grandes profesionales de la medicina ponen en común sus proyectos, destacar la importancia de invertir en nuevas tecnologías y más aún en capital humano. En definitiva, poner a disposición de todas y de todos, su capacidad de gestión, el respeto al oficio y comunicar un mensaje de unidad emergente, para que aquellos que depositan sus vidas en manos de ellos, gocen de total tranquilidad. La decisión no ha sido fácil, fundamentalmente por lo que conlleva de sacrificio en las relaciones personales y de generosidad respecto de su familia conscientes de que en lo sucesivo apenas le verán. Le asaltan dichos pensamientos mientras repasa el discurso en la sala de médicos, adonde irrumpen dos de sus colegas más cercanos.
          –No sabes cuánto me alegro de que hayas tomado en consideración la idea de ser nuestro capitán –dice Violeta Reyes, directora de la Unidad de Cuidados Intensivos.
          –Joder, cubana, ya me has subido de rango –le sigue el juego Nathan Trembley–, aunque en casa no tengo a mis chicas tan contentas –refiriéndose a la esposa e hijas–, dicen que ahora me perderé la graduación de la pequeña, el Día de Acción de Gracias, los sermones del pesado de mi cuñado, la celebración del 4 de julio y un sinfín de eventos más.
          –No las hagas caso, en el fondo están encantadas con perderte de vista –ríen los tres
          –¿Hay buena respuesta por parte de la gente? –pregunta Darren O’Connor, adjunto de cardiología.
          –Sí, pero ha de dimitir primero el actual director.
          –Pues está tardando en despegar el trasero de la silla –dice ella.
          –Todavía no sé bien en las condiciones que deja el centro, según me han contado la gestión financiera no ha sido su fuerte y corren rumores de que nos encontramos endeudados hasta las orejas.
          –No te agobies, Nathan –dice Darren–, sabrás salir del agujero. –Cada uno de ellos vuelve a sus quehaceres.
          Un grupo de enfermeras y enfermeros irrumpen en la sala, es la hora del lunch y lo hacen por turnos, comentando cómo les ha ido la jornada y algunos también los planes que tienen para el sábado. Sin embargo, el relajo dura poco, el hospital ha recibido aviso de la llegada de varios heridos en estado muy grave, al estrellarse un avión particular a pocos metros del despegue. En el muelle de entrada a urgencias todo está preparado para recibirlos…
          El aumento diario de personas acudiendo a recoger su bolsa de comida está dejando a la iglesia del reverendo Bob W. Perkins apenas sin alimentos, dándose la circunstancia de que las feligresas y feligreses que antes lo donaban ahora son también quienes lo necesitan. Muchos, aun teniendo dos o más trabajos, atraviesan dificultades económicas de gran calibre debido a la subida de impuestos, el precio desorbitado de carburantes, el deterioro de la salud –afectando bastante a la mental–, la elevada inflación, la diferencia de clases y el encarecimiento de las materias primas. Nadie se pone en la cola del hambre por capricho, ni por vivir una aventura irrepetible acampa con la familia en algún parque de la ciudad haga frío o calor, tampoco rebusca entre las basuras de los restaurantes restos comestibles, pero es posible que algunos opinen lo contrario y tachen a los homeless de vagos, borrachos, drogadictos y prostitutas, incapaces de acatar las reglas de conducta impuestas en la sociedad.
          Una comitiva oficial penetra con mucho ruido por las calles de Detroit en busca de apoyos. La maquinaria electoral está en marcha y los simpatizantes del Partido Republicano ensalzan la figura del candidato DeSantis, como el mejor rival frente al demócrata Biden, ninguneado por su edad. Pero los verdaderos problemas de la gente de a pie se circunscriben en cómo llegar a fin de mes, tener una vivienda digna, qué posibilidades de crecimiento personal hay respecto a mejorar la calidad de vida, cuál será el futuro de nuestras hijas e hijos si rozan la pobreza infantil, ayudas complementarias para tantas ancianas y ancianos que no pueden costearse la estancia en residencia. En definitiva, aquellas cosas tan importantes para la gente y que los políticos olvidan con facilidad.
          –¿A dónde irán tan deprisa? –pregunta un mendigo.
          –A jodernos un poco más –suelto con los ojos encendidos.
          –Por lo menos son cinco o seis coches escoltados por agentes de la oficina del sheriff –interviene una chica que se acerca a nosotros empujando un carrito de la compra.
          –¡Qué va!, yo he contado nueve –responde el otro.
          –¡Sí, hombre! ¡Nueve! ¡Y una mierda! –concluye ella.
          –Sólo eran tres, os lo aseguro, y han girado hacia el distrito financiero. –Estoy cansado del paisaje hostil transitado a lo largo de mis días, me duelen los amaneceres que apenas tienen ya sentido, acuesto el cuerpo sobre el colchón de cartones húmedos y en los párpados, al cerrarlos, la oscuridad va tomando forma. Abro los ojos, respiro hondo y un murciélago en lo alto de una rama no deja de observarme…


20.
          –¿Tenéis cigarrillos? –pregunto al grupo de chavales que morrean detrás de los árboles.
          –¡Lárgate de aquí, viejo asqueroso! ¡Qué, abuelo! ¿Se te pone dura mirándonos? –dice amenazante uno de los chicos.
          –Pero si sólo quiero un pitillo –exclamo como alma en pena.
          –¡Sí, seguro! ¿A que te doy una hostia, imbécil? –suelta el más bravucón.
          –Dejadle, coño, es un pobre hombre inofensivo –interviene una chica pendiente del móvil.
          –¿Inofensivo? Es un muerto de hambre, un despojo, un malhechor. Un… –Esas palabras de desprecio me hieren profundamente, así que, girando sobre los talones avanzo hacia la incertidumbre de otra ruta diferente.
          El hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company ha vuelto a ser abuelo. La primera mañana de la primavera en curso, arrastrando la resaca de semanas atrás por el fuerte temporal de lluvias torrenciales, frío más propio de otra época del año y viento huracanado cruzando Michigan de norte a sur, viene al mundo con cuatro kilos trescientos gramos una bellísima niña de piel mestiza, pelo castaño ensortijado, ojos verde aceituna, grandes y expresivos, dedos rollizos, cara sonriente de facciones perfectas y el orgullo de llevar con mucha dignidad el mismo nombre de la bisabuela. La habitación del Detroit Medical Center, donde madre e hija se recuperan del esfuerzo librado en el paritorio, está llena de peluches, cajas de bombones, diminutos zapatos hechos a ganchillo y gente allegada que no quiere perderse el fantástico ejercicio de buscar en la criatura parecidos familiares, sobre todo de la rama afroamericana. El flamante padre, profesor de literatura en la escuela superior y entrenador del equipo infantil de béisbol del vecindario, es descendiente de irlandeses afincados en Estados Unidos desde el siglo XIX, cuyos lazos interraciales estrechados entonces, consolidaron una comunidad de inmigrantes blancos y negros donde la aceptación y la inclusión del otro fue fundamental para llegar al mestizaje de ahora.
          –Cariño, estás agotada y aquí somos muchos –dice el pletórico abuelo besando la frente de quien siempre será su pequeña–. Enseguida despejo esto.
          –No molestan, participan de nuestra alegría. ¿Dónde está mamá? –pregunta la joven con la sensibilidad a punto de romper.
          –Vendrá más tarde con tus hermanos –dice el marido buscando la aprobación del suegro cuando en realidad está en observación tras sufrir un desmayo por la larga espera.
          –Ya sabes cómo es tu madre –dice quitando importancia a la ausencia de su esposa–, que al final ha de controlarlo todo.
          Mientras, y convencido de que se trata tan sólo de una bajada de tensión, el hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company, con la vista perdida en el horizonte, recuerda el sacrificio de sus antepasados cuando, sangrándoles la piel desgarrada del látigo empuñado por el amo, se deslomaban en los campos de algodón bajo el marco de la esclavitud. De niño, llegando a esconderse debajo de la cama, escuchó historias terribles de monstruos que sacaban de noche a las niñas y a los niños para llevárselos al mercado de esclavos en donde los vendían por un buen puñado de monedas. Durante años, por si acaso le tocara también a él, durmió con su fiel perra Mitumba a los pies de la cama, llamada así en honor a los montes del Continente Africano que hacen frontera con la República Democrática del Congo, Burundi y Ruanda. Absorto en los pensamientos y con sensación de estar cerrando una etapa con la muerte de su madre y abriendo otra con el nacimiento de la nieta, no se ha dado cuenta de que con mucha diplomacia, una sanitaria ruega que salgan de la habitación porque la bebé va a iniciar la fantástica aventura de mamar…
          –A ver cómo se porta esta preciosidad –dice la enfermera sacándola de la cuna y colocándola en el pecho de la madre.
          –Papá, tú quédate –el hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company se sitúa junto a la cama y asiste al hermoso espectáculo de vida que ocurre delante de él y lamentando no poder compartirlo con sus seres queridos ya ausentes.
          El reverendo Bob W. Perkins junto a las feligresas y los feligreses más comprometidos, han preparado una fiesta de bienvenida a Megan Aniston para celebrar su salida del hospital. Acompañada de los dos nietos acude a la Iglesia para pedir oraciones por toda la gente que ha cuidado de ella, desde el personal de limpieza y mantenimiento, hasta el de cocina, el administrativo, auxiliares, camilleros y demás profesionales titulados que apostaron por sacarla adelante. Ajena a la sorpresa que está a punto de recibir y dispuesta para asistir al estudio semanal de la Biblia, entra en la sala todavía vacía, le resulta extraño. Concentrada para la meditación cierra los ojos y repasa de memoria algunos pasajes evangélicos.
          –¿Qué haces aquí tan sola? –pregunta desde la puerta un chico cuya labor es llevársela a donde la están esperando.
          –Haciendo tiempo hasta que lleguen los compañeros, no tardarán. Quédate, si quieres.
          –A lo mejor no vienen, ahora se reúnen allí –señala con el dedo–, cerca del porche.
          –Bueno, igual ya no –el otro, inquieto, busca la mejor manera de convencerla.
          –¿Hace mucho que vienes? –pregunta Megan.
          –Un poco.
          –No nos habíamos visto, he estado enferma y hoy es mi primer día después de muchos meses.
          –¿De veras?
          –Sí, figúrate, casi no me acuerdo de nada.
          –Comprendo, pero se te ve estupenda –desesperado juega uno de los últimos cartuchos–. En serio, hágame caso, ya no se reúnen aquí.
          –Bueno, está bien. Vamos, pues. –La emoción asalta el corazón de la mujer cuando ve a sus compañeras y compañeros, a las voluntarias y los voluntarios de Pope Francis Center y a su hija agasajándola como nunca antes nadie lo había hecho. Entonces piensa en el equipo de urgenciólogos que pusieron los primeros parches a su debilitada vida, en la doctora Violeta Reyes, directora de la Unidad de Cuidados Intensivos que en lo peor del covid la mantuvo como pudo en una cama asignada quizá para otra persona más joven, en Nathan Trembley, hoy gerente del Detroit Medical Center, y en aquel momento jefe de Medicina Interna quien no escatimó gastos ni esfuerzos con ella, a la hora de derivarla a otras especialidades, en la enfermera Gómez que la traía pastelitos de su casa, y en tantas y tantos por los que se siente eternamente agradecida y en deuda.
          La manzana donde estuvo ubicada la Motors Carson Company ahora es un solar abandonado, un basurero a las afueras de la ciudad en donde apenas queda civilización excepto una camada de ratas campando a sus anchas por encima del suelo cubierto con cristales rotos. Sobre montículos de escombro y maletas rotas que alguna vez transportaron deseos, descansa parte del luminoso con el logo de la empresa fundada por George Ayden Carson, mi abuelo paterno. Si soy sincero, pese a las rozaduras de los talones que me impiden avanzar, el camino ha sido largo hasta llegar aquí, donde concluye un viaje ya sin retorno, una etapa de vida fructífera en un sentido y traicionera en otro. Confieso que si hago balance desde entonces acá destacaría mi arrogancia teniendo los bolsillos vacíos, la superioridad con la que he tratado a quienes han querido ayudarme, la falta de valor no aceptando mi condición de pobre, el orgullo siempre a la defensiva maquillando una posición social que ya no ocupaba, renegando de mis raíces, ejerciendo la supremacía blanca, mostrándome valiente cuando en realidad siempre fui un cobarde sin agallas. En definitiva, la radiografía de un hombre frustrado. Nunca me he parecido, ni en el fondo ni en las formas –en cuanto mamá podía me lo echaba en cara–, a mis hermanos Colorado Sprint y Dakota, dos seres alegres cuyo periodo vital fue muy corto. Aunque en la infancia los acompañé en ciertas travesuras pronto ocupe el sitio asignado para mí: era el primogénito, el elegido, el representante, el invitado en la sede del Partido Republicano, el más listo de la familia, el jefe, el heredero. Pero ahora estoy cansado y viejo, y nada de aquello ha merecido la pena. Sentado en un bloque de ladrillos unidos por el cemento sin deteriorar, aguardo a que se eche la noche. La luna tímida, en cuarto menguante, tiene cara de frío, apenas siento los dedos, tampoco la respiración, la escarcha ha engominado el poco pelo que me queda, cierro los ojos y me dejo llevar por el abrumador silencio…
          –Perdonen –pregunta Christopher con cautela–: ¿han visto a este hombre? –lleva una fotografía mía sacada de internet.
          –Sí, yo sí, pero la información no la doy gratis –saca unos dólares que el otro le arrebata.
          –Por el puente MacArthur, ya sabe, el que cruza el río Detroit.
          –¡Pero cómo va a ir por ahí! –dice otro homeless– Que no, amigo, vaya hacia Franklin Park, acabo de cruzarme con él.
          –Imposible, está en el distrito financiero…
          –Querido, es inútil, llevamos así semanas y no damos con él –dice el marido de Christopher–, es como si se le hubiese tragado la tierra.
          –No pienso rendirme, vete a casa si quieres –dice con notable tristeza.
          –Vayamos de nuevo a los hospitales.
          –Espera, tengo una corazonada. Sube.
          Arranca el auto y va hacia la dirección que recuerda haberle oído comentar a Ayden. La circulación a esa hora es intensa, sobre todo en las avenidas y bulevares más céntricos, por eso, para evitarlo, bordea un amplio perímetro hasta que se ve obligado a aminorar la marcha. Oficiales del sheriff del condado de Wayne y del Departamento de Policía acordonan el acceso a esa zona y desvían el tráfico al carril contrario. Christopher se mete por callejones estrechos presumiblemente peligrosos, tomados por delincuentes y drogadictos dispuestos a llevarse a cualquiera por delante.
          –Chris –advierte su pareja–, nos van a rajar. La verdad, no sé qué pretendes.
          –Enseguida llegamos –dice tranquilizador.
          –Oye, allí hay mucho jaleo, está la televisión.
          –Salgamos de dudas. –Bajan del coche y preguntan a uno de los periodistas a punto de salir en antena.
          –¿Qué ha pasado?
          –Han encontrado a un mendigo tendido sobre aquellas ruinas –señala al horizonte.
          –¿Quién es? –preguntan
          –Nadie, va indocumentado.
          La presión en la boca del estómago de Christopher levanta sus nervios, de repente ha dejado de ver y de oír a su alrededor las voces que le piden calma y alejamiento. Agentes del FBI custodian el cuerpo a la espera de que el juez levante el cadáver semi tapado con una manta.
          –Oiga, aquí no puede estar.
          –Es que… –balbucea.
          –Váyase, por favor.
          –No, yo…
          –¿Le conoce? ¿Puede identificarle?
          –Sí…
          –Señor –llaman a la persona al mando poniéndole al corriente.
          –Está bien, díganos.
          –Es Ayden Carson, director de la Motors Carson Company, una de las mejores industrias automotriz que ha tenido la ciudad de Detroit. –Las lágrimas ahogan la garganta de Christopher mientras nota la mano de su marido apretando la suya. Cae la lluvia, fina y persistente, hundiendo en el barro el cuerpo del amigo. Un avión, en posición de descenso, cruza el cielo adornándolo con pequeños destellos de luces rojas e intermitentes, para, segundos después desaparecer en la oscuridad.
          –Hasta que se lo lleven quédense ahí –dice uno de los agentes
          –Claro.
          –¿Llama usted a los familiares?
          –No tiene a nadie, yo me hago cargo.
          A los pocos días, el hijo de Joanne, Christopher y Megan Aniston llevan hasta el mirador desde donde se contempla el skyline de Canadá, las cenizas de Ayden Carson, ese hombre que gastó buena parte de su energía en demostrarle al mundo que era un tipo borde y huraño…





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