domingo, 24 de marzo de 2019

Beirut, Puerta de Atocha

14.

Jamal Kundu se reponía de una infección intestinal, adquirida por ingerir agua no potable, que le mantuvo al borde de la muerte durante algún tiempo. Activistas próximos a la ONG Áfricadirecto lo encontraron vomitando por la calle y con diarrea. Así que, a través suyo, y mediando también Médicos del Mundo, le llevaron hasta un campo de refugiados en la provincia de Tinduf, donde recibió asistencia hospitalaria. Al principio, aquello lo tomó como un retroceso en su peregrinaje, después, pensándolo con tranquilidad, vio claramente que se abrían dos posibles vías para alcanzar su objetivo: una por Mauritania hacia el Sahara Occidental para embarcar hasta Huelva o Málaga, y la otra por la ruta de Marrakech, Casa Blanca, Rabat y cruzar el Estrecho. Pero para eso aún estaba muy débil. A pesar de que allí las condiciones de vida eran bastante duras, el simple hecho de dormir a cubierto y tener asegurada al menos una comida al día significaba muchísimo para él. La enfermería era un rectángulo con techo de lona que se hacía inhabitable en época de lluvia. Un joven de aproximadamente veinte años gritaba a todo el que se le acercase: don’t shoot. Entre quejidos y rebeldías caía la noche, consumiendo las lámparas de gas poco a poco. El misionero que hacía el turno hasta muy entrado el alba se situaba cerca del muchacho, Jamal en la cama contigua. ‘¿Hace mucho que está así?’, −pregunta al monje−. ‘Desde que ingresó. El pobre presenció la ejecución de sus padres, hermanos y abuelos, y todavía no lo ha superado. A veces se escapa, y cuando vuelve viene enganchado al opio, lo que agrava aún más su delirio’. ‘Supongo que será muy complicado llevarle a un centro especializado desde aquí, ¿no?’. ‘¡Uf!, imposible. No interesa, ni es rentable para la sociedad. Nadie apuesta por alguien así. Si algún desaprensivo o las sustancias que le dan no le matan, morirá de frío alguno de estos inviernos’. ‘¡Puta vida esta!’. ‘Y tú, ¿adónde vas?’. ‘A España. A montar una carpintería, casarme con una chica guapa, tener montones de niños, sacar a mi madre de Bangladés y bañarme en la playa sin mirar para atrás’. ‘No está nada mal, sí señor. Nada mal’. ‘¿Usted me ayudaría a buscar la manera de llamar por teléfono a la familia?’. ‘Hijo mío, lo más que puedo hacer por ti es rezar…’.
          Kesia apenas salía de casa. Trabajaba sin descanso un paisaje semi abstracto donde nada estaba definido y todo guardaba significado, quizá porque reflejaba así su propio estado de ánimo. ‘Vente a cenar. Voy con amigos de la comunidad senegalesa. Ya sabes que nos reunimos los viernes’. ‘No puedo dejar solo al niño’. ‘Mujer, eso no es problema. Seguro que a Jasmin no le importará quedárselo’. ‘No me atrevo’. ‘Pues yo sí. Además, cambiar de aires te vendrá de maravilla’. ‘Tengo miedo. ¿Y si alguien me reconoce y me llevan a comisaría?’. ‘No pasará nada. Confía en mí. Desde que cerraron el local de copas que había en la plaza ya no somos el centro de atención para la policía. Aquellos insensatos traficaban con seres humanos y, de alguna manera, éramos vulnerables de caer en sus redes’. ‘Tampoco tengo ropa adecuada para salir’. ‘Eso no es excusa. Vayamos a mi armario’.
          La velada estaba saliendo redonda, y la mujer africana se alegraba cada vez más de estar con esa gente tan acogedora. ‘¿Cómo sigue tu prima?’, −le preguntan al mayor del grupo−. ‘Jodida. Preparamos su marcha. Tiene miedo de que estando aquí de manera ilegal le quiten a la niña, y piensa que si no va de inmediato corre muchísimo peligro’. ‘Si te parece hablo con mis jefes, a ver si ellos pueden hacer algo’, −ofrece Binta−. ‘La solución sería que pariera en terreno neutral’, −apunta otro−. ‘En el mar es complicado, los barcos continúan en los muelles a la espera de soluciones −añade la senegalesa−. Pero ya sabéis que a los chicos de mi organización no se les pone nada por delante, y si lo que está en juego es evitar que una vida caiga en desgracia, ellos lo dan todo. Bueno, lo vamos a intentar’. ‘Te lo agradezco de todo corazón, −concluye el hombre, quien cae en la cuenta de la presencia de la nueva invitada, y dice−: Perdónanos, te estaremos aburriendo. ¿Cómo era tu nombre?’. ‘Me llamo Kesia’−responde sin levantar la vista del plato−. ‘Eres africana, ¿verdad?’. ‘’. ‘Si te apetece compartirlo con nosotros podrías contarnos tu historia’. ‘No es interesante’, ‘Bobadas −suelta su compañera de piso−. Ahí donde la veis es toda una artista y profesional de la pintura’. Pero ella no se sentía cómoda, tal vez porque la cultura recibida era la del sometimiento, la de la lengua quieta, la de la mirada perdida en el vacío. No obstante, tampoco le parecía correcto dejarles con la sensación de ser una desagradecida, y menos aún defraudar a su amiga, por eso hizo de tripas corazón y comenzó a narrar. ‘Yo también dejé atrás mi país para que mi niño, nacido en alta mar, pudiera contar con la claridad de un horizonte más justo…’.
          Era principios de octubre y el Embassy Hotel, como otros alojamientos públicos, colgó el cartel de completo. Se celebraba el Festival Internacional de Cine de Beirut, lo que complicaba desenvolverse por la ciudad, llena de curiosos a la caza del autógrafo de algún famoso que se dejase ver, y de amantes del Séptimo Arte desplazados hasta allí para disfrutar de un espectáculo cien por cien libanés. Ahmad Abu-Abbad e Ismael buscaban a Hassan por los rincones más insólitos de la metrópoli. ‘¿Cuándo le vas a decir a tu otro hijo que has venido y lo que está pasando con su hermano?’. ‘No nos hablamos. Ya te expliqué que no me perdona que sacase a su madre del país’. ‘Lo entiendo. Aunque esto es especial y podría orientarnos mucho mejor. No sé, piénsalo’. ‘No voy a cambiar de opinión’. ‘Pero quizá él esté dispuesto a olvidar el pasado, –el hombre negó con la cabeza− tú verás’. Al final del día, como unos turistas más, vestidos de punta en blanco, iban a tomar algo en la calle Armenia, donde se reunían en el Mar Mikhael con su contacto de la Media Luna Roja a compartir información. ‘¿Alguna novedad? Nosotros tampoco hemos tenido suerte’, −confiesa el beirutí−. ‘Lo que les voy a decir es una filtración que me ha llegado por una vía que no es la habitual, por lo tanto, habrá que manejarla con sumo cuidado. Parece ser que, poco antes de perderle el rastro, viajó a Siria con un grupo de radicales’. ‘Es extraño que mi nuera no lo mencionara’, −se quedó muy callado y con la mirada distraída−. ‘Puede haber sido captada como esclava sexual’. ‘Se supone que esta capital es igual de segura que cualquiera de las europeas. Entonces, ¿cómo pueden desaparecer personas así sin más?’. ‘De sobra sabe usted que en todos los sitios ocurren cosas inexplicables’. Mareados de tanto ruido y con picor de ojos por el humo de las shishas, se despidieron hasta el siguiente encuentro, que tendría lugar varios días después. A mitad de camino Ahmad le pidió a su amigo que regresara solo, porque él se iba a rezar a la mezquita. El silencio de la habitación era aterrador, semejante al de las vistas de la ventana que daba al final de un callejón sin salida. A Ismael le superaba la situación de incertidumbre y el misterio que rodeaba aquella historia, pero concilió el sueño amarrado a la idea de comprobar por sí mismo, a la mañana siguiente, si el malecón se parecía tanto al habanero como le habían asegurado…
          El avión donde viajaba Abul Khan aterrizó en el Aeropuerto Internacional de Daca-Hazrat Shahjalal, en Bangladés, tras atravesar las turbulencias de un estrecho pasillo. El taxi le llevó directo al hospital. El viejo edificio al que en numerosas ocasiones acudió siendo niño, para ser tratado de un problema congénito en el oído, se mantenía en pie, aunque absolutamente deteriorado y masificado. Llegó hasta una especie de recepción abriéndose paso como pudo, y se identificó para que le indicasen dónde estaba su hermana. Sin embargo, le metieron en el despacho del médico que llevaba su caso. ‘Siéntese, por favor’. ‘Estoy bien así, gracias’. ‘Hágame caso, porque no es agradable lo que tengo que decirle’. ‘Si no le importa primero preferiría ver a Salma’. ‘Por supuesto, pero antes tendrá que escucharme. Realizadas una serie de pruebas concretas, en base a los síntomas que presentaba, hemos llegado a la conclusión de que la señora Kundu padece Nipah Virus, habiendo entrado ya en la encefalitis, que es la complicación más importante que tiene esta clase de infección’. −El bangladesí estaba pálido−. ‘¿Puede explicarlo de una manera más sencilla para que yo lo entienda, por favor?’. ‘Desde luego. Verá, se transmite a través del contacto directo con murciélagos, que es la principal fuente, con cerdos o con personas que ya estuvieran infectadas. Lamentablemente no hay mucho que podamos hacer’. ‘Sin embargo, imagino que le habrán preguntado si estuvo cerca de alguna de las tres posibilidades que dice, ¿no?’. ‘Es que ya no hablaba’. ‘¿Es mortal?’. ‘’. ‘¿Cuánto le puede quedar?’. ‘Apúrese…’.
          La tripulación del Sin Muros, a petición de la chica de la oficina, que para sus costumbres llegó tarde, se congregó en una taberna a la que iban a menudo cerca del puerto. ‘Capitán, ¿qué ocurre? ¿Levantan la veda?’. ‘Sé lo mismo que vosotros’, −respondió con brusquedad−. ‘Tú mandas, pero nosotros estamos arruinados, y como esto se prolongue mucho más tendremos que buscarnos la vida’, −por los gestos de los demás parecía que el piloto hablaba en nombre del todos−. ‘Me han ofrecido trabajo por horas en una hamburguesería de comida rápida. Jefe, aún no les he contestado. Contigo hasta el final’, −alza la voz el cocinero con los párpados empapados−. El patrón se quedó enmudecido cuando Binta, Jasmin y su marido hicieron acto de presencia, y mucho más cuando la senegalesa empezó a hablar. ‘Sabemos que lo que os vamos a pedir es muy arriesgado, y conste que entenderemos a quienes se quieran echar atrás. −Reprodujo lo más esencial de la conversación mantenida en la cena−. Hasta donde podamos estaréis cubiertos como lo hemos hecho siempre. Pero tampoco os quiero engañar, ya que llegado un punto dependeréis solamente de la gran profesionalidad que tanto os define como equipo y como activistas’. −Continúan los otros−. ‘Necesitamos llevar a bordo a una mujer para que dé a luz en tierra de nadie. Nos acompañará el sanitario de otras veces y yo también iré −confiesa Adrián todo emocionado−. ¿Qué me decís?’. ‘¿Cuándo salimos, compañeros?’. ‘Muchachos: soltad amarras…’.

domingo, 10 de marzo de 2019

Beirut, Puerta de Atocha

13.

¡Lo que has tardado en abrir!, ya me iba’, −dice Adrián−. ‘Perdona, pensé que serían otra vez ellos’, −responde Binta−. ‘¿Quiénes? Toma, he traído carquinyolis’. ‘Entonces haré café’. Y, mientras degustaban esa pequeña merienda, la senegalesa narró el episodio según se lo contó la anciana, incluyendo que sus propios miedos despertaban cada vez que tocaban al timbre. ‘¿Habéis notado en los vecinos algún comportamiento extraño?’. ‘No sabría decirte, la verdad’. ‘¿Acaso en el casero?’. ‘Bueno, a ver, que sólo le hemos visto en un par de ocasiones: cuando nos enseñó el piso y en la firma del contrato. Tampoco puedo concretar si nos observaba de tal o cual manera. Nosotras íbamos a lo que íbamos’. ‘Oye, no te pongas a la defensiva conmigo. Es sólo que la policía no se presenta porque sí’. ‘¿Qué insinúas?’. ‘Justo lo que estás pensando’. Aunque tenía grandes dificultades para seguir las conversaciones, y la mayoría de las palabras eran incomprensibles para ella, Kesia escuchaba con absoluta atención mientras acunaba al niño dormido en su regazo. Si se daban cuenta cambiaban al francés para que lo entendiera mejor. ‘Deja que haga algunas averiguaciones, quizá descubramos si ha habido alguna filtración’. ‘Tenme al corriente de todo, por favor’. ‘Vengo de la tetería por el asunto del sobrino. Conservo la amistad con el hijo díscolo de un antiguo diplomático de Oriente Próximo. Ayer le escribí un e-mail. Supongo que todavía mantiene buenos contactos. Vamos a intentar dar con el muchacho’. ‘¿Te encuentras mejor?’. ‘Aún me molesta un poco la espalda, pero creo que estoy en la recta final de la recuperación’. Pensaba marcharse, y seguramente nunca volvería a probar un manjar igual. Por eso, la mujer africana saboreaba el dulce relamiéndose los labios, perpetuando en el paladar el recuerdo de la almendra crujiendo entre los poros de la galleta. Consciente de que el largo camino recorrido hasta llegar ahí iba a torcerse en cualquier momento, sorprendió a sus amigos. ‘Mañana, antes de que amanezca −chasca la lengua−, marcho para Alemania’. ‘¿Tú te quieres ir?’. ‘No, pero si no lo hago complicaré vuestras vidas’. ‘Pues no se hable más. Te quedas’. ‘Binta y yo nos vamos a la rueda de prensa. No abras a nadie’. ‘Volveré en cuanto acabe. Hoy hago yo la cena’. −Ambos acarician al pequeño, que ya estaba despierto−. ‘De acuerdo’.
          Buenas tardes. Gracias por acudir puntuales a la cita. Somos la tripulación del “Sin Muros”, un barco mediano encargado de suministrar alimentos, material sanitario o lo que precisen otras ONG desplazadas en alta mar. También participamos en operaciones de rescate trayendo a heridos que, por su gravedad o particular circunstancia, no pueden esperar una evacuación ajustada al protocolo. Como todos ustedes saben, ahora las embarcaciones de salvamento humanitario están bloqueadas en los muelles, porque dicen que sus instalaciones no reúnen suficientes garantías para el traslado de migrantes en largo recorrido. Sepan que nunca ha habido problemas en ese sentido. −Mira uno por uno a cada periodista acreditado−. Les hemos convocado para denunciar lo vivido hace pocos días frente a la costa de Alejandría. En viaje de recreo al Líbano navegábamos con gente afín a nuestra causa y… Como capitán −hace una pausa, que descentra la atención de los presentes, respira hondo y, para no acaparar protagonismo, continúa−: compañeros, seguid vosotros’. ‘En el límite de la distancia permitida paramos a informar por radio de que había un naufragio, y solicitamos autorización para localizar supervivientes’, −dice consternado el cocinero−. ‘Avanzaba el reloj salpicando en el minutero el silencio mortífero que antecede a la morgue −el piloto toma el testigo−. Intuimos que la demora complicaría la labor de encontrar a alguien vivo’. ‘Denegada la petición −prosigue el patrón−, era incontable el número de cadáveres flotando. Por esa razón queremos dejar constancia de que las pateras corren un mayor riesgo de hundirse sin la presencia de buques de organizaciones humanitarias recorriendo los puntos vulnerables de llegada a Europa.’. ‘No obstante, aun sabiendo que están más solos que nunca −Adrián se incorpora al grupo−, el hambre, la necesidad de respirar, el túnel donde no ves la salida, la angustia de saberse perseguido o el haberlo perdido absolutamente todo, solapan el precipicio del abismo que la desesperación no deja ver’. ‘¿Insinúan que falla el sistema?’, −dice alguien al fondo de la sala−. ‘La pregunta sería: ¿qué se ha dejado de hacer para que no funcione?’, −remata Binta.
          Jamal Kundu no hallaba la forma de avisar a su tío Abul Khan y ponerle al corriente de la situación tan delicada que vivía y de los momentos de debilidad y sufrimiento, incrementándose dentro de sí las ganas de tirar por tierra sus sueños y desandar el camino. Parecía que habían pasado siglos cuando, estando todavía en Bangladés, ultimando los detalles para el desplazamiento por la zona de la India, alguien comentó que era mejor hacerlo por Birmania y embarcar hasta Somalia. Una vez allí, alcanzar Ceuta y saltar la valla a territorio español. Sin embargo, nada salió según lo planeado. Durante la durísima y peligrosa ruta atravesando parte del Magreb, fue uniéndose a distintos grupos que también partieron de la miseria y de la esclavitud de sus países en conflicto. La mayoría de las veces transitaban de noche, preferiblemente los días sin luna y evitando en la medida de lo posible hacerlo en campo abierto. Cruzaban llanuras arrastrándose por el suelo o mesetas esquivando su propia sombra para evitar que les delatara. En esas estaban cuando una panda de bandidos, con fusiles de asalto, les tendió una emboscada. Fueron horas de sufrimiento oculto detrás de unos matorrales, siendo testigo de la brutalidad con la que los forajidos arremetían contra aquella pobre gente indefensa. Al borde de la madrugada, antes de aparecer las primeras luces que dejasen al descubierto la escena del crimen, se fueron, levantando tras de sí una gran polvareda. Algunas de las mujeres, a las que habían violado repetidas veces, buscaban a los maridos entre los muertos con claros signos de tortura, mientras que los niños, ya huérfanos, permanecían sentados entre los cadáveres. Contó tres puestas de sol completas e, iniciándose la cuarta, se obligó a salir de allí. Se incorporó con cuidado, asomó la cabeza comprobando que no había nadie, apartó hacia un lado un balón hecho de trapo, encajó la mirada en el horizonte y se propuso no volver la vista atrás. Pero, a menudo, revivía aquel trágico episodio. Así que, sin dinero para continuar el periplo, esperaba un golpe de suerte merodeando las proximidades de la frontera de Argelia con Marruecos. ‘¡Alto ahí! No te muevas. ¿Dónde crees que vas?’. ‘Don’t shoot. Don’t shoot. Don’t shoot…’.
          Vislumbrar la panorámica de la bahía de San Jorge, en concreto la parte oriental donde se ubica el puerto de Beirut, aceleró el corazón de Ahmad Abu-Abbad, encallado en la marisma de un sentimiento no definido. Desembarcó con las expectativas puestas en la esperanza de encontrar rostros conocidos, edificios que se mantuvieran en pie a pesar de las dentelladas de la guerra en sus fachadas, y recuerdos escondidos entre las esquinas de una época con matices más agradecidos. Ansiaba llegar a la Plaza de los Mártires, cerca de la Mezquita de Al- Amín, para enseñarle a Ismael El Dome, que en los años 50 fue el primer cine y el más grande de la ciudad. ‘¡Madre mía! Es impresionante’, −dijo el madrileño−. ‘Fíjate bien en la estructura y su forma. ¿A que parece completamente un búnker?’. ‘Es verdad. Seguro que ha servido de hospedaje a más de un mandatario’. ‘¡Cómo lo sabes! Mientras duró la contienda estuvieron ahí metidos, a salvo de los bombardeos’. ‘En fin, habrá ocasión de verlo todo con detenimiento. Ahora lo prioritario es buscar a tu nuera’. ‘Cierto. Vayamos, pues’. La casa de su hijo tenía toda la pinta de llevar deshabitada bastante tiempo. A través de la única ventana con los cristales rotos vieron la ropa esparcida, adornos hechos añicos, juguetes mutilados, comida echada a perder y, lo más impactante: la palabra “terrorista”, escrita en árabe, de lado a lado de la pared. ‘Salgamos de aquí, amigo’, −sugirió el más joven antes de que al otro le diera un amago de vahído−. ‘Sí, será lo mejor. A los chicos ni pío −dijo mirándole a los ojos−, hasta que no sepamos qué está pasando’. ‘Como quieras’. Se les acercó un hombre con un pañuelo palestino en la cabeza, arrastrando las babuchas desgastadas. Se alisó la barba. ‘¿Están interesados en comprarla?’. ‘¿Es suya?’. ‘No, pero podría serlo’. −Sacaron algunas libras libanesas para obtener más información−. ‘¿Sabe dónde encontrar a los que vivían aquí?’. Pero el pánico descompuso al anciano, que retrocedió gritando: ‘Están malditos, están malditos, están malditos…’.
          En la recepción del Embassy Hotel, sentados en los incómodos sillones de cuero rojo, aguardaban la visita de un enviado del consulado para darles la bienvenida oficial a la capital del Líbano. ‘¿Monsieur Ahmad Abu-Abbad?’, −transmitía por megafonía una voz enlatada−. ‘Sí, soy yo’, −aclaró en el mostrador−. ‘Tiene una llamada internacional, puede contestar desde ahí’, −señalaron a un locutorio improvisado detrás de las cortinas−. ‘Papá, ¿me escuchas bien? ¿Habéis averiguado algo?’. ‘¿Qué tal, hija? No, aún nada’. ‘Pero sí habrás visto a la familia, ¿no?’. ‘Bueno, como quien dice, acabamos de tomar tierra y casi nos estamos instalando’. ‘¿Estás bien? Te noto un poco raro’. ‘Anda, no supongas lo que no es. Y ten paciencia, que en cuando me entere te llamo. Ahora tengo que colgar. Cuídate, cariño’. ‘Oye, espera un momento, dile a…’. Ismael se apoyó en una columna, quedando en segundo plano, cuando el asistente del embajador, nervioso e insensible, dijo que de Hassan Abu-Abbad, así como de su esposa e hijos, no había rastro alguno. Y que lo prudente y aconsejable era que volvieran a España hasta saber algo concreto. Observaba a Ahmad ahogándose en la pena y se sentía incapaz de ayudarle. Un botones, con el uniforme dos tallas por encima de la suya, le dio una nota que ponía: Llámame. Jasmin…