domingo, 22 de diciembre de 2019

Nocturno, en el estado de Nevada

8.

Madeline Smith finalizó su ciclo vital en una residencia privada en Minden, condado de Douglas, aquí, en Nevada. Las veces que fui a visitarla siempre la encontraba alejada de los demás compañeros, sentada en los butacones de mimbre en la galería, frente a la cristalera que daba al jardín, con la vista perdida en el infinito de su quebrada memoria y esa expresión de soberbia tan suya que echaba para atrás. ‘Hola, mamá. ¿Cómo estás? –me miró desafiante–. He visto un cartel a la entrada donde anuncian que va a haber una fiesta para la noche de Halloween, organizada por los trabajadores de aquí. ¿Te apetece que venga y vamos juntas?’. ‘Métete en tus asuntos, y déjame de tonterías’. No supe qué decir, salvo permanecer en silencio durante una hora larga, levantando entre las dos un muro cuya grieta fronteriza se hacía cada vez más ancha. Con el tiempo comprendí que su actitud conmigo se fundamentaba en los celos que tenía de mi padre y en la frustración de vida que ella arrastraba desde muy joven, principalmente por casarse con un hombre del que no estaba enamorada, que, por otra parte, le duró muy poco por su débil salud. Continuamos así, observándonos de soslayo y sin cruzar palabra, hasta que se me agotó la paciencia, la besé en la mejilla y apresuré el paso para salir a respirar aire fresco. Pero, casi en la calle, me llamó el director del centro y tuve que entrar a su despacho. ‘Tome asiento, por favor. –dijo, muy educado–. Hemos observado en su madre algunos cambios de comportamiento y quiero ponerla al corriente’. ‘Pues, dígame’. ‘La otra tarde agredió a la persona encargada en repartir el desayuno y tiró de los pelos a su vecina de la habitación contigua. Pero ahí no queda todo: ahora se dedica a robar pendientes, sortijas, collares, y otros complementos que hemos encontrado en sus cajones. Como comprenderá estoy en un compromiso, porque si continúa en esa línea me veré obligado a expulsarla’. ‘Entiendo su postura y malestar, sin embargo, habría que investigar las causas de dicha conducta. Puede que sea un problema neurológico, de desubicación, o para llamar la atención. No lo sé. ¿Han consultado con un especialista?’. ‘No, mi deber es informar antes a la familia y que sea ésta quién decida’. Activaron un protocolo de seguimiento, pero empeoraba tan deprisa que, de repente, el cuarto jueves de noviembre, Día de Acción de Gracias, se le paró el corazón. Hoy recuerdo esa etapa mirando de soslayo las antigüedades que compré en Red Barn Antique, un lugar muy especial de Minden, donde las manos artesanas de quienes llevan el negocio crean verdaderas obras de arte reutilizando maderas de viejos establos.
          Había encontrado un clavo ardiendo al que me agarraría como un náufrago. Resulta que, en 2012, en el estado de California, y más concretamente en la ciudad de Los Ángeles, Brown contra Hedison llegaron a los tribunales por agresión, acoso y violación tras la denuncia presentada por la víctima, quién, intentando huir del verdugo, recibió una tunda de golpes en la espalda con un bate de beisbol, fracturándole algunas vértebras. Pero las triquiñuelas manejadas por el abogado del acusado tambalearon la historia, consiguiendo que desestimaran el caso. Dos años después, la familia luchó para que lo reabrieran, gracias al testimonio de una de las hermanas, inquieta tras la desaparición de la mujer, a la que hallaron degollada en la habitación de un motel abandonado. El proceso fue desagradable, sobre todo para los padres, que tuvieron que escuchar la narración de los hechos macabros que acabaron con la vida de su pequeña. Al final, por la empatía de una jueza de la Corte Superior, se rearmaron los testimonios y declararon culpable al asesino, sentenciándole a cadena perpetua.
          Aquello me sirvió de brújula, porque se asemejaba mucho a la situación de la abuela. Llenaba de notas un bloc cuando Michelle me asustó entrando eufórica. ‘Allison, estamos de enhorabuena’. ‘¿Y eso?’. ‘Tengo el informe técnico del grafólogo: hay un margen de error mínimo, las caligrafías coinciden en un noventa y siete por ciento. Así que, con toda seguridad pertenecen a Alexa’. ‘Lo sabía. Regístralo como prueba número 1 para el juicio. ¡Ah!, y llama a Mayalen para que te facilite los originales que tiene, escanéalos y abre una carpeta con todo. Otra cosa –retrocedió desde la puerta–, si necesitas a alguien más en el equipo, dímelo’. ‘De momento puedo arreglármelas sola, gracias’. ‘De acuerdo, como quieras. Busca esta información –le di un papel escrito con apellidos, un año concreto y dos barrios de Miami–: Rodríguez y Díaz, 2017, Liberty City y Coral Gables’. ‘¿Ricos y pobres? ¿Buenos y malos? ¿Exitosos y vulnerables? ¿Qué son?’. ‘No estoy segura, pero encuentra conexiones. El más insignificante de los detalles puede ser importante’. ‘Ahora mismo me pongo con todo, no te preocupes’. ‘Tenemos un largo camino por delante y te quiero fuerte, ¡eh! Ya habrá tiempo de llorar. Oye, acuérdate que nos espera el detective’. ‘Sí, no me olvido. A las seis en el aparcamiento’. ‘Eso es. Espera –le di unos folios impresos con lo que había encontrado–, pon esto también en la carpeta’. Asintió, y silenciosamente cerró la puerta y se marchó.
          Según subíamos las escaleras oímos a Ethan silbar una canción que aún no he sido capaz de identificar. ‘Sentaos, queridas. ¿Una copita?’. ‘No, gracias. Vayamos al grano, hemos tenido un día complicado y estamos cansadas’. ‘Un momento, Allison, que lo importante ha de saborearse despacio’. ‘Como el buen vino y los libros profundos, ¿verdad?’, –soltó la becaria–. ‘¿Nos centramos, por favor?’. Desde donde estaba en la mesa me lanzó un sobre abultado que cogí al vuelo. ‘Ábrelo y mira lo que hay dentro. Este Johnny no tiene ningún desperdicio: múltiples denuncias por robo con arma de fuego, órdenes de alejamiento, tráfico de drogas, proxeneta, sospechoso de la muerte de su primera esposa, involucrado en el secuestro de una menor en Montana. Lástima que archivaran la causa, ya que el principal sospecho era el hijo de un pez gordo. Como veis, el tipo tiene un currículum completito’. ‘¡Le tenemos! ¿Con todo eso podemos enviar al muy cabrón a la cárcel?’, –dijo Michelle encolerizada–. ‘No tan deprisa. Los jóvenes sois muy impulsivos y lo queréis todo de inmediato, –aclaró el hombre sobrado de sabiduría–. Por lo pronto tomamos posiciones para situarnos en el punto de salida. Durante unos días le he seguido y creo que está metido en algo sucio. Fijaos en el testimonio de una de sus novias, lo tengo por aquí –buscó un magnetofón y lo puso en marcha–. Escuchad –así lo hicimos. La chica narraba una sesión de sadomasoquismo intenso que al parecer practicaban en una nave–. Sufrió desgarros vaginales por la introducción de objetos agresivos, y cuando quiso abandonar, porque aquello no le satisfacía, nuestro amigo se lo impidió. Pero logró escapar y ahora anda escondiéndose, convencida de que en cualquier momento aparecerá muerta y mutilada’. ‘¿Dónde has contactado con ella?’, –le pregunté, esperando la respuesta sin sorpresas–. ‘Ese dato no te lo puedo revelar. ¿Por qué me lo preguntas?’. ‘Me gustaría interrogarla’. ‘Imposible’. ‘Entonces, ofrécele protección y todo cuanto necesite hasta el juicio. Si crees oportuno que cambie de estado, por su seguridad, no lo dudes y facilítaselo. –Saqué del monedero el dinero que llevaba encima y se lo di–. Toma, para cubrir sus gastos. Mañana iré al banco y te daré más’. –Ambos me miraron incrédulos–. ‘No tienes por qué hacerlo. Pídeselo a WILSON, ANDERSON & SMITH, tenían un apartado para estas cosas’. –No le hice caso. El móvil de mi compañera sonó, era su amigo el policía–. ‘¿Recuerdas el episodio que nos contó la abuela cuando estaba en la lavandería? Han revisado las cámaras de seguridad y, adivina…: se ve claramente al Johnny…’.
          Aunque si tuviera que elegir preferiría una sabrosa hamburguesa de buey, al más puro estilo de Wyoming, gigante y en su punto, me había aficionado últimamente a la cocina italiana, disfrutándola en sitios donde apenas me conocían, lo cual era una ventaja para pensar sin interrupciones. Mayalen pasó por delante del escaparate de Flat Earth Pizza, donde yo estaba comiendo, mientras contemplaba ensimismada las nevadas cumbres de las montañas que veía al fondo. La llamé con los nudillos por el cristal y entró pusilánime. ‘Siéntese. ¿Desea alguna cosa?’. ‘No, muy amable. Ya almorcé’. ‘Lo supongo. ¿Quizá un té o café? Empieza a refrescar –antes de que se opusiera pedí para ella un vaso de leche caliente y una buena ración de bizcocho–. ¿Cómo está?’. ‘Voy tirando, a ratos: unos mejores y otros peores, ya sabe’. ‘No se desespere, paso a paso se hace el camino’. ‘Me ha citado su ayudante. ¿Qué ocurre?’. –No quise adelantar lo que habíamos descubierto, por si acaso–. ‘Nada por lo que deba preocuparse. Es sólo que necesitamos hacer copias de algunos de sus documentos’. No pareció muy convencida, sin embargo, se dedicó en cuerpo y alma a saborear esa especie de merienda elegida por mí. ‘Se preguntará que hago por aquí’. ‘No, ni mucho menos’, –mentía–. ‘Esta zona está repleta de restaurantes, y yo soy buena lavando platos, fregando suelos, limpiando retretes… Busco trabajo, porque ahora tendré más gastos. Ustedes tienen que cobrar y con lo que gano no me llega. Por cierto, ¿Cómo va lo de mi niña?’. ‘Por nosotros no se preocupe, hasta el final no nos habremos ganado el sueldo. Y con respecto a la pregunta que me hace, hemos adelantado bastante’. ‘Sea sincera conmigo, doña Allison’. ‘Lo soy. Le doy mi palabra. Verá, estamos en el proceso de reunir pruebas concluyentes y, aunque parezca que no avanzamos, cuando menos se lo espere la llamaremos para iniciar el procedimiento por vía judicial. Sólo ha de tener un poquitín más de paciencia’. ‘Dios la oiga, doñita’. Abandonamos el establecimiento y me ofrecí a acercarla en coche, pero no quiso y no insistí. Desde el interior de la furgoneta la observé ir cabizbaja, introduciéndose en un mundo ajeno a la realidad, un espacio o dimensión fagocitada por el sufrimiento de su pena.
          Dejé encendida la luz del porche. El viento soplaba entre las ramas de los árboles creando una melodía de suspense. Tenía el corazón en Jackson: podía sentir la presencia de los borregos cimarrones, oír el rugido de los lobos, notar el revuelo de los coyotes al acecho de su presa, el galope de los caballos, el vaivén del río Snake, el descanso de la vaca cuando la ordeñaba y la voz de mi padre discutiendo con el herrero. Podía recorrer de memoria cada acre de tierra, y hacer que la esencia de mis raíces tomase forma…

domingo, 8 de diciembre de 2019

Nocturno, en el estado de Nevada

7.

¿Vendrás a la fiesta que daré por mi décimo cumpleaños?’, −dijo su amiga despidiéndose en el cruce de caminos que separaba sus casas−. ‘Creo que sí, pero ya te lo diré’. Retumbaban esas palabras en las sienes de Michelle mientras subía las escaleras detrás de su padre, como si agarrándose a ellas fuera suficiente para evadirse de la catástrofe que estaba a punto de venir. La madre, sentada en el borde de la cama y con un hematoma considerable en el pómulo derecho, dejó la puerta entreabierta y gritó: ‘Cariño, vete con la vecina, que después iré yo’. La niña, desconcertada, se quedó quieta y con los ojos clavados en la silueta de los adultos, que veía por la puerta entreabierta. Tras unos segundos, que se le hicieron interminables, en los que no supo si salir corriendo o tirarse al cuello de aquel energúmeno, reconoció el sonido de las bofetadas, el de los adornos cayendo al suelo, el golpe que sonó a hueco contra la espalda, la impotencia del llanto y el olor tan familiar a las burbujas de sangre que, igual a otras veces, acabaron empañándolo todo. Con pasos asustadizos se coló en el dormitorio, deslumbrada por destellos intermitentes que sólo ella veía y fantasmas que intentaban impedirle el paso. Fue entonces cuando el hombre, fuera de sí, cosió a navajazos el cuerpo rendido y sin aliento de su esposa. Ciego por el subidón de adrenalina empujó a la niña a un lado y huyó gritando: ‘Como te vayas de la lengua, vengo y te mato’. El personal de la ambulancia nada pudo hacer por ella, había fallecido cuando aún recibía puñaladas en el cuello. Los servicios sociales se hicieron cargo de la pequeña hasta determinar qué hacer. Días después, un confidente habitual de la policía encontró un coche accidentado en un terraplén. El cadáver del conductor coincidía con la descripción del presunto asesino al que buscaban. Según narraba esa historia, Michelle sollozaba entre tragos de vodka, recordando la frialdad de la morgue en la que tuvo que identificar a su padre…
          A pocas millas de Keystone, nuestro destino final, un pueblo del condado de Pennington, en el estado de Dakota del Sur, sugerí hacer una parada para descansar. Papá estaba muy pensativo desde que salimos de la Reserva India de Wind River. Fumaba en la pipa que le regaló un nativo, idéntica a la que usaran los antepasados de las tribus Shoshone y Arapaho para sellar tratados de paz. Improvisé un campamento alrededor del fuego, donde calenté unos frijoles horneados que llevaba en lata. Habíamos cabalgado sin descanso desde mucho antes del amanecer y lo suyo habría sido quedarnos ahí hasta el día siguiente. Pero los planes de Brayden Morgan eran muy diferentes, porque algo en él comenzaba a apagarse. ‘Ya puedes ir recogiendo todo lo que has montado −dijo, señalando a los sacos de dormir−. Comemos y nos vamos’. ‘Hombre, no me hagas esto. Mira cómo estamos de extenuados’. ‘Habla por ti, yo no lo estoy. Quiero que veas una cosa única, y el mejor momento para hacerlo es cuando las últimas luces del sol pasan por encima. Así que, andando’. ‘¿Por qué no lo dejamos para mañana? Digo yo que lo que quiera que sea no se moverá del sitio, ¿no?’. ‘Queda poco tiempo… ¡Venga!’. ‘Está bien’. −Transigí, porque no me atreví a contradecirle. Estaba tan vulnerable... Emprendimos el viaje: él metido en su mundo y yo refunfuñando. Pero, a falta de quince minutos para llegar al destino, rompió el silencio. ‘Ahora, ve muy atenta, porque puede que nunca más vuelvas a vivir algo similar’. Nos adentramos en una zona arbolada y de suelo irregular, donde las ramas caídas crujían bajo las herraduras de los caballos. A pesar de no haber turistas por la zona, y estar como perdidos en medio del universo, no tuve miedo ni sensación de soledad, sino todo lo contrario, porque me sentía arropada por más de un siglo de historia. Según nos adentramos en un terreno mucho más empinado, un viento especial nos daba la bienvenida con agradecimiento y caricia. ‘¡Guau! Es espectacular, tenías razón, viejo’, −solté impresionada−. ‘Te presento al Monte Rushmore’, −expresó, al borde de las lágrimas−. Llegados a un punto, proseguimos a pie por una pasarela de láminas de madera horizontales que bordeaban la montaña, con tramos planos y otros tantos en escalera. Hasta alcanzar el mirador mi padre necesitó hacer varios descansos. Una vez allí, recostado en la barandilla, echó su brazo por mis hombros y me contó que, entre 1927 y el 31 de octubre de 1941, el escultor Gutzon Borglum y un total de 400 trabajadores, terminaron de tallar los bustos de los presidentes Washington, Jefferson, Roosevelt y Lincoln en la cima de esta cordillera de granito. ‘No tengo palabras, papá’. ‘Lo sé, cariño. Me pasó igual cuando vine con el tío James. ¿A que es maravilloso? Podríamos detenerlo todo e inmortalizarnos aquí, ¿qué te parece?, junto a estos cuatro que contemplan el horizonte de una nación que no ha sucumbido en el tiempo’. Además de sentirme afortunada, estaba muy orgullosa de él, porque, entre otras muchas cosas, quiso compartir conmigo aquella página irrepetible de sus recuerdos. Regresamos a Jackson más despacio de lo pensado. Desde ese momento su salud se complicó todavía más, desembocando en la irreversible recta final…
          A primera hora de la mañana, y al ritmo de las tazas de café y los murmullos entrelazados con risas nerviosas, fluía la actividad en la sala de juntas, hasta que alguno de los socios daba un toque de atención para arrancar con el orden del día. ‘¿Qué nos traes de nuevo?’, −dijo el yerno de mi padrastro−. ‘Ahí tenéis las conclusiones a las que he llegado tras releer las declaraciones varias veces’, −repartí entre los presentes unos cuadernillos de diez folios cada uno−. ‘Oye querida, haznos un resumen, que vamos con prisa’. −Miré de reojo a mi jefe, que salió al paso preguntándome−: ‘¿Qué has averiguado sobre el testigo que se contradice?’. ‘Pues que no vio a nuestro cliente salir del lavabo, como tampoco era verdad que entrase a comprar cigarrillos. Sencillamente, nunca estuvo allí’. ‘¿Entonces a quién corresponde la imagen de las cámaras de seguridad?’. −Dejé pasar unos segundos por aquello de mantener la intriga−. ‘A su hermano gemelo’. −Eso les cogió desprevenidos, y creo que más de uno lo tomó como un golpe bajo por mi parte−. ‘¿Cómo coño hemos pasado un detalle tan importante por alto? −preguntó uno de ellos−. Que alguien contacte con el sheriff para que le interroguen’. ‘Perdonad −interrumpí−, me he tomado la libertad de hacerlo yo’. −Ya me iba y escuché−: ‘Morgan’. ‘’. ‘Buen trabajo. Te felicito’. ‘Gracias’. ‘Ponte de lleno con el caso de la abuela. Te lo has ganado a pulso, muchacha’. ‘Estoy en ello’. Le guiñé un ojo y cerré tras de mí. Ya en el despacho, con tanta satisfacción que no me cabía dentro del pecho, marqué un número de teléfono, pero respondió una voz desconocida y corté la comunicación. Era mejor dejar las cosas tal y como estaban…
          Mrs. Morgan, preguntan por usted’, −me avisaron de recepción−. ‘¿Quién es?’. ‘Esa mujer −noté que tapaba un poco el auricular con la mano−, la vieja’, −tuve ganas de bajar y abofetearla−. ‘Hazla subir inmediatamente. Y no se te ocurra volver a faltarle al respeto. La próxima vez que no espere, la traes sin más. ¿Entendido?’. ‘Claro, lo que tú mandes’, −respondió avergonzada−. Mayalen parecía enferma por las chapas de las mejillas y unas pronunciadas ojeras negras cayéndole por el rostro. ‘Siéntese’. ‘Agradecida’, −tan educada ella−. ‘¿Le apetece beber algo?’. ‘No, muchas gracias’. ‘¿Se encuentra bien?’. ‘Nunca había estado mejor. Sobre todo, porque cuando esto acabe podré morir en paz −esa frase me dejó noqueada−. ‘Ya tengo autorización para poner en marcha el proceso. Haré lo posible para dejar bien alto el nombre de su nieta’. ‘No lo dudo. ¿Ha oído lo de la violación de la otra noche?’. ‘Sí, salió la noticia en televisión’. Entonces narró el episodio vivido en la lavandería. ‘Se lo juro por la memoria de mi nieta: era el Johnny’. ‘Pero así no nos sirve. Necesitamos pruebas. Además, sólo nos podemos limitar meramente a la denuncia que usted ponga. Después, si llegamos a juicio, que yo creo que sí por la gravedad de los hechos, trataremos de vincularle al resto de delitos que pueda haber cometido. De momento nuestras herramientas son las que son’. ‘Lo que usted diga, doña. En mi casa he encontrado esto, lo escondí tan bien que no lo recordaba. Parece la letra de la niña, está en inglés y no lo entiendo’. Me dio un manuscrito donde se detallaban vejaciones, secuelas físicas y psicológicas, sufridas por la chica a manos de su pareja. ‘¿Por casualidad no guardará algún escrito de ella?: felicitaciones de navidad, postales de verano, trabajos de la escuela, no sé. Piense, es muy importante’. ‘De más joven anotaba en este bloc lo pendiente por hacer. ¿Puede servir?’, −asentí con la cabeza mientras marcaba la extensión interna de la becaria−.  ¿Puedes venir al despacho, por favor?, −lo hizo rápido−. Localiza al grafólogo que colabora a veces con nosotros y que compruebe esto. A ver si la letra pertenece a la misma persona’. ‘Ahora mismo’. Comprendí que la anciana no entendía nada y le expliqué que era un experto en analizar la letra de las personas, así sabríamos si ambas pertenecían a Alexa…
          Allison, hemos de vernos. Tengo una información interesante que atañe al Johnny’. ‘Perfecto, Ethan. ¿A las ocho en tu oficina?’. ‘En punto’. Llevo las cervezas’. ‘No seré yo quien las rechace’. Fui a la mesa de Michelle y me indicó que esperara un instante. ‘Perdona, hablaba con un amigo policía a ver si me pasaba alguna información sobre lo de la otra noche’. ‘Estupendo. Oye, ha llamado el detective y he quedado con él. ¿Vienes conmigo?’. ‘Claro. ¿A qué hora y dónde?’. ‘¿Te parece a las seis en el aparcamiento?’ ‘Vale’. ‘Así vamos tranquilas. Además, si no te importa, he de pasar por mi casa a recoger un par de cajas y acercarlas unas cuadras más allá’. ‘No hay inconveniente, ya sabes que nadie me espera’. Lo dijo con un tono de amargura y no supe qué contestar, porque me sentía tocada emocionalmente. Llevaba varias noches durmiendo mal, y embalando los objetos personales que mi amante aún no se había llevado. Últimamente la relación no funcionaba bien y acordamos separarnos. Eso me produjo alivio y tristeza, pero creímos necesario oxigenar los sentimientos dándonos una tregua y descubrir si seguíamos construyendo un proyecto juntos o si era preciso hallar nuestro espacio en solitario…

domingo, 24 de noviembre de 2019

Nocturno, en el estado de Nevada

6.

Tras dejar a los caballos en un establo de las afueras, nos hospedamos en The Royal Inn, uno de los hoteles más viejos y económicos de Casper, la única ciudad del condado de Natrona. Nuestra habitación, de contenido minimalista, era luminosa y daba al aparcamiento, casi siempre vacío. Papá llegó con los huesos molidos y un ataque de ciática que, por suerte, no fue a más. Apenas sin apetito por la dureza del camino, tomamos tan sólo los aperitivos y bebidas gaseosas que saqué de las máquinas expendedoras. Dormimos un día entero, o eso me pareció, y el hecho de hacerlo en una cama mullida nos congratuló con las comodidades de la vida que a veces infravaloramos. Hasta llegar a Dakota del Sur, nuestro destino final, necesitábamos recuperar la entereza física al máximo. Por eso, era conveniente quedarnos allí algo más de tiempo, y me correspondía a mí encontrar la manera de convencerle. ‘¿Sabes qué me gustaría? −dije, como el que no quiere la cosa−, visitar Fort Caspar Museum’. Y a Brayden Morgan, que se le llenaban rápidamente los ojos de curiosidad, le gustó tanto la idea que decidió venirse conmigo. ‘Vamos, ¿a qué estás esperando? Mueve el trasero de una vez, muchacha’, −soltó enérgico−. ‘¿No preferirías seguir tumbado? ¡Vale, vale! No me mires así, vayamos’. Recostados en la empalizada que rodeaba todo el Fuerte, nos asombró la perfecta recreación cuidando el pequeño detalle, tanto en los trajes del ejército de aquella época, como en la reproducción exacta de una diligencia de viajeros, llevando nuestra imaginación a orillas del Oeste americano, el mismo que John Ford dio a conocer a través de su cine, donde hombres de distinto color hacían tratados de paz y de entendimiento para que los pueblos convivieran entre sí. El interior de los barracones donde pernoctaba la compañía no se parecía en nada al aposento del general de turno: con su piel de oso por alfombra, la espada enfundada, un candil, telégrafo, tintero, pluma y el baúl donde guardaría sus objetos personales. Pero lo que más nos llamó la atención fue el mapa extendido sobre la mesa del escritorio, con sus soldaditos de plomo en posición de ataque y la derrota del adversario escenificada. ‘¡Grandes historias guardan estas paredes, Allison!’, −afirmó−. ‘Sí. ¡Lástima también de tanta sangre derramada por las decisiones ordenadas desde aquí!’. Terminamos el recorrido dando un largo paseo por Platte Bridge Station: el puente del viejo Oregón, que fue una de las sendas de los emigrantes. Observábamos a distancia las maravillas que dibuja la naturaleza en el lienzo del paisaje, la copia perfecta de las carretas, del pozo en mitad de la nada, de la cantina y los tipis impregnados de la cultura y costumbres de cada tribu. Al amanecer reanudamos la marcha. Llevé los caballos y cargué en uno la comida y otras cosas compradas para el viaje…
          He revisado las declaraciones de los testigos una por una −informé a mi jefe respecto al inminente juicio del atraco a la gasolinera, que últimamente había descuidado un tanto− y resulta que uno de ellos se contradice en varias ocasiones. Primero aseguró que nuestro cliente salió del lavabo con las manos ensangrentadas. Y después cambió la versión diciendo que entró a comprar cigarrillos y entonces le vio delante de los cadáveres empuñando el arma homicida’. ‘¿Y tú qué opinas?’. ‘Pues, no sé. Puede que sea un tipo buscando un poco de fama para salir por la tele. Aunque, a saber’. ‘¿Habéis preparado los interrogatorios?’. Bueno, no exactamente’. ‘¿Y a qué esperáis? No nos podemos permitir el lujo de pasar por alto algo que sirva para desmontar las mentiras creadas en torno a este asunto’. ‘La verdad es que me tiene bastante ocupada la historia que os comenté referente a la abuela’. ‘Ya veo, aunque de momento se te paga por los casos abiertos, no por uno que puede que ni siquiera llegue a serlo’. ‘Llevas razón. No obstante, estoy segura de que será un proceso importante. Lo verás muy pronto’. ‘Estupendo, −se quedó pensativo unos segundos−. Por ahora sigue husmeando en lo que nos interesa. Mañana, a primera hora, lo quiero todo detallado para la reunión de equipo’, −concluyó−. ‘Así lo haré’. −contesté, malhumorada y dolida, sospechando que no confiaba en mí para sacar adelante algo de mayor envergadura−. ‘No lo olvides: a primera hora. Luego, una vez que esto pase, dedicas todo el tiempo que necesites a lo que gustes’. Cumpliría con lo encargado, pero lo haría a mi manera. Por eso, tras guardar las notas en la cartera y copiar algunas carpetas del ordenador a un pen drive que siempre llevaba conmigo, me despedí de los compañeros hasta el día siguiente. ‘¿Ya te vas?’, −preguntó uno de ellos al cruzarnos en el ascensor−. ‘Sí, aquí no me concentro. Seguiré trabajando en casa’. ‘Muy bien. Pero no te mates, no merece la pena’. ‘Tienes mucha razón’.  Cogí la camioneta y durante largo rato conduje sin rumbo fijo, dudando entre escuchar al corazón o encerrarme entre papeles buscando una mota minúscula de la que tirar. Como siempre me ocurre cuando quiero pensar, detuve el motor frente al paisaje montañoso de Carson City. El horizonte lucía espectacular, sobrevolando las cimas una manada de buitres a la caza de sus presas. Eso me trajo el recuerdo de mi rancho en Jackson y el anhelo de volver al principio de mis raíces cuanto antes. Regresé a la realidad tomando aliento y continué el paseo. A los pocos minutos aparcaba delante de la oficina del detective privado.
          Habían pasado algunos años desde la última vez que estuve allí, pero reconocí el sitio sin problema, sobre todo por el intenso olor a podrido que salía hasta el rellano de la escalera, provocándome las mismas náuseas de entonces. Al otro lado de la puerta, la voz ronca y adormilada de Ethan Ross indicó que podía entrar. Lo hice con cautela, y observé que sufría una pérdida acelerada de pelo y que el volumen de la barriga alcanzaba dimensiones exageradas. Frunció el ceño, y señaló una butaca vacía donde poder sentarme. Supongo que mi rostro reflejó despiste cuando en realidad era intriga, ya que trataba de localizar un ruido parecido al de una grapadora, y que resultó ser un cortaúñas escondido por debajo del escritorio. En la oficina apenas noté cambios, ni siquiera estaba actualizado el retrato del presidente. En cambio, seguía intacta una instantánea de George W. Bush, padre, a punto de invadir Irak. ‘Se acuerda de mí?’, −pregunté−. ‘Claro, la chica de los Smith. ¿Cómo le va al viejo Richard?’. ‘Falleció. Ahora los hijos dirigen el negocio’. ‘¡Ajá! ¿Sigue con ellos?’. ‘Sí, realizo casi toda la parte administrativa’. ‘¿Y no ejerce? Él confiaba mucho en usted. Decía que llegaría lejos’. ‘Fue una gran persona y alguien muy importante para mí. A lo mejor ha llegado la hora de cumplir sus deseos’. ‘¿Y dígame? ¿A qué debo el honor de su visita?, −carraspeé. No sabía por dónde empezar. Del cajón que tenía abierto sacó una hamburguesa gigante−. La escucho’. Expliqué los verdaderos motivos que me habían llevado a él, y la urgencia por presentar argumentos sólidos y contundentes capaces de convencer a mis superiores. ‘Soy muy consciente de que no podemos ceñirnos a las sospechas de la abuela, porque cualquier tribunal diría que son infundadas, o motivadas por la emocionalidad, pero, de verdad, son tan creíbles que…’. ‘Bueno, a ver, no perdamos la calma. Lo primero de todo es hacerle un seguimiento al tal Johnny, ver con quienes se junta, qué tipo de vida lleva, cuál es su nivel adquisitivo, investigar si hay más denuncias, etcétera. Una vez tengamos claras todas estas cosas, el segundo paso es montar vigilancia. Piense que la mayoría de los maltratadores reinciden y, si tenemos la suerte de estar cerca: ¡zas!, lo habremos cazado’. ‘Ya sabía yo que no me equivocaba viniendo…’.
          Michelle se despertó en mitad de la noche empapada en sudor, se puso las lentes de lejos y sacudió la cabeza para ahuyentar los restos de la pesadilla. Todavía le temblaba el labio inferior al rodear la taza de té con los dedos. Avanzó unos centímetros y, recostándose en el lomo de la pared, comprobó que seguían esparcidas por la encimera las viejas fotografías que estuvo viendo la tarde anterior, en las que aparecía su infancia subida a un columpio, antes de que todo lo destrozase la hoja de la navaja, aquella vez después de regresar de la escuela. Ese día, como si presintiera la catástrofe que iba a vivir, estuvo tan inquieta en clase que le llamaron la atención en varias ocasiones. ‘¿Puedo ir al lavabo, por favor?’, −dijo−. ‘Sí, pero rapidito, que luego se te va el santo al cielo’. Pero la realidad era que los espacios cerrados la ahogaban, seguramente porque cuando sus padres discutían los cimientos retumbaban, los platos se caían y ella terminaba debajo del hueco que había en el fregadero con las piernas encogidas, el alma en vilo y la garganta reseca sujetando las lágrimas. En la puerta de entrada al colegio, su mejor amiga le hacía señas para que se acercara. ‘Dice mi madre que ha llamado la tuya para decir que te vengas con nosotras, porque ella no puede recogerte’. ‘Bueno, pero en el atajo os dejo y continúo sola’. Las otras asintieron. El perro dormía en la caseta, y eso la extrañó, porque siempre salía a recibirla. ‘Mamá, ya he llegado, ¿dónde estás?’. ‘Luego bajo, cariño. Me duele un poco la cabeza. En la cocina tienes la merienda’. ‘¿Subo?’. ‘No, no, déjalo’. Pasó una hora y se oyeron pasos: el padre llegaba con ese brillo caliente en los ojos que anunciaba pelea. Subió detrás de él y…
          Mayalen leía un pasaje de la Biblia mientras esperaba que la secadora terminase su colada. Eran cerca de las diez de la noche y en la sala sólo había tres personas más que dormitaban ayudadas por el zumbido de las máquinas. Afuera hacía frío, y apenas alumbraba las calles la delgada luna creciente. Minutos después una camioneta huía a gran velocidad rompiendo el silencio y perseguida por la policía. Unas cuadras más allá, acababa de producirse una violación múltiple. Una mujer de color, corriendo despavorida, alertaba del peligro de que uno de los presuntos agresores escapara a pie. La abuela de Alexa y quienes estaban con ella en la lavandería echaron el pestillo por dentro, apagaron la luz de la sala y pegaron sus caras al cristal del escaparate quedando al acecho. De repente, la sonrisa desdentada, temerosa y amenazante del Johnny, apareció desafiante delante de ellos. Tras un gesto de absoluta chulería tocándose la bragueta, les apuntó con el dedo índice y después sopló sobre él…

domingo, 10 de noviembre de 2019

Nocturno, en el estado de Nevada

5.

Cuando Richard Smith, mi padrastro, y demás socios fundadores del bufete estaban al frente de la gerencia, de vez en cuando contrataban los servicios de un tipo duro, sin escrúpulos, eficiente y desaliñado, quien, por motivos personales que nunca transcendieron, cambió la placa de policía por una licencia de investigador privado con sede en la segunda planta de un edificio ruinoso. Creo que sus únicos ingresos se los proporcionábamos nosotros. Una vez le llevé documentos, y casi vomito en el descansillo por el fuerte y desagradable olor a orines y a carne en avanzado estado de descomposición que salía hasta el rellano de la escalera. Dentro había una sola ventana, de la que colgaban dos cortinas como almidonadas, supongo que por el humo que despedía el hornillo donde todo lo cocinaba con exceso de grasa, además del propio de los cigarrillos puros que no se quitaba de la boca. Michelle llegó a casa antes que Mayalen, a la que cité ahí porque me pareció un espacio menos desagradable que la sobriedad de la sala de reuniones. ‘¿Qué opinas del caso?’, −deseaba conocer su punto de vista−. ‘¿Sinceramente? Uf, lo veo bastante complicado. Todavía no tenemos un argumento sólido para sujetar la versión de la abuela’, −dijo, mientras cogía del bolso un par de libros de derecho que había sacado de Regional Library-The Blind−. ‘¿No la crees?’. ‘No, no he dicho eso. Pero si no iniciamos pronto una denuncia convincente, apoyada en hechos firmes, estaremos bien jodidas’. ‘Hace años conocí a un detective que puede que esté aún en activo. Era un magnífico experto en encontrar pistas donde antes nadie vio pruebas concluyentes’. ‘Pues eso nos vendría estupendo. Si me dices dónde, me pongo en contacto con él’. ‘No te preocupes, yo me encargo’. El resto del tiempo hasta que vino nuestra clienta hablamos de la inminente llegada a Washington del presidente Xi Jinping y de sus discrepancias con Barack Obama, que le reclamaba la detención de la construcción de instalaciones militares en aguas del Mar de China, mientras que el adversario reclamaba que los Estados Unidos devuelvan a cientos de fugitivos económicos huidos del país con sus fortunas. O de cualquier otro tema de candente actualidad, con tal de no estar calladas. En el porche crujieron las maderas delatoras anunciando visita, a la que siguió un suave toque de nudillos, cargados de timidez, que golpearon en la puerta…
          ¿Le apetece un poco de tarta de arándanos?’, −ofrecí a Mayalen, que negó respetuosa y agradecida−. ‘Gracias, pero tengo un nudo en el estómago que me impide comer. Lo siento. −A pesar de la negativa, puse una ración generosa en un envase y lo dejé visible para que se lo llevara al marcharse−. ¡Qué bonito está todo, doña Allison!’, −dijo, mirando cada rincón de arriba a abajo−. ‘Le presento a Michelle, una compañera’. ‘Encantada’. ‘Lo mismo’. ‘Ella se encarga de recopilar todo aquello que pueda servirnos para preparar una sólida defensa que convenza también a mis jefes y den luz verde para iniciar el procedimiento que nos conduzca a juicio. −Asintió muy interesada−. Se preguntará por qué nos reunimos aquí y no en el despacho’. ‘Donde digan, a mí me parece bien’. ‘Verá, necesitamos reconstruir los últimos pasos de su nieta: con quién se relacionaba, en qué situación vivía, cuáles fueron las circunstancias que rodearon su muerte y el modo en que ocurrió, qué persona descubrió el cadáver y dónde, cómo se lo comunicaron a usted, quién habló con ella por última vez. −Noté que se abrumaba e hice una breve pausa para traer bebidas gaseosas que ambas aceptaron sedientas−. Hemos de localizar a gente dispuesta a testificar a favor nuestro. Incluso puede que alguien presenciara peleas y discusiones entre ellos. Es fundamental que nos diga cuanto recuerde’. ‘Una amiga suya… Espere un momento, debo tener el nombre apuntado por aquí, en algún sitio’. ‘Luego lo busca. Ahora, continúe, por favor’. ‘A esa chica nunca le gustó el Johnny, porque decía que era un matón con traje de señorito. Ellas crecieron juntas, y en confianza se contaban sus cosas. Algunos domingos acompañaba a su abuela a la iglesia donde coincidían conmigo. Supongo que le inspiraba ternura, porque, sin preguntarle yo, me decía que la niña se encontraba bien y con proyectos a la vista. Aunque siempre sospeché que la letra pequeña de dicha afirmación era otra muy distinta. Meses después, una tarde de lluvia torrencial, mientras achicaba el agua que se colaba por el tejado, vino a verme. Traía los ojos húmedos y enrojecidos, me cogió por los hombros y confesó estar muy preocupada por Alexa, ya que no contestaba al teléfono, y eso le daba muy mala espina. Acudimos al sheriff, pero fue inútil, puesto que, al no convivir con nosotras, le correspondía a su pareja denunciar la desaparición’. ‘Aguardad un minuto, dejadme pensar −interrumpe la becaria vuelta hacia mí−: en California, en 2008, el sobrino de una mujer secuestrada y luego asesinada consiguió marcar jurisprudencia con algo parecido. Creo que era Walker contra Robinson, pero tengo que asegurarme’, −asentí−. ‘Fueron semanas de mucha angustia −continuó−, de no saber a quién acudir. Preguntamos en los sitios que frecuentaba, algunos nada recomendables: Unos decían no haberla visto, otros callaban’, −Michelle me hizo una seña y capté el mensaje de aflojar la presión. ¡Parecía tan frágil!−. ‘Quizá podríamos dejarlo aquí y continuar en otra ocasión. ¿Le parece?’. ‘No, quiero terminar de contarles. Por casualidad cayó en mis manos un periódico donde venía la fotografía borrosa de una mujer indocumentada, hallada muerta en la cuneta de una carretera poco transitable. Fui al depósito de cadáveres con la esperanza de que no fuera Alexa. La identifiqué, y comenzó una lucha descarnada que…’.
          Atravesaba un periodo emocional que situaba la relación con mi amante en esa zona gris del cerebro donde todo parece estar a punto de saltar en mil pedazos. Por esa razón, y de mutuo acuerdo, para no dañar aún más nuestra convivencia, decidimos transitar en solitario un tiempo indefinido. Sin rencor, y sospecho que aliviado, hizo la maleta y se despidió melancólico, igual que había venido. De mamá aprendí que, para superar trances parecidos a éste, y para no realimentar el sentimiento de culpa, lo mejor era limpiar a fondo las habitaciones, renovar las sábanas con estampados más alegres, abrir una botella de vino y escuchar las canciones del legendario intérprete country Willie Nelson. Cuando me disponía a hacerlo, sonó el teléfono. ‘Allison, ¿cómo llevas la revisión de la declaración del cliente de la gasolinera y el doble asesinato? ¿Has conseguido la prueba decisoria de la cámara de seguridad?’. ‘Lo tengo prácticamente acabado. −No era del todo cierto, porque el caso de Alexa me tenía completamente absorbida−. Mañana se lo doy’. ‘No, ven ahora mismo. Hay que preparar a los testigos y necesito que estés aquí…’.
          El termómetro se precipitaba para entrar en otoño con sus paisajes en tono tierra que traerían más humedad y la intrusión de frío en las cumbres y en las praderas. Papá experimentaba una leve mejoría que, en su caso, significaba recuperar bastante movilidad. Eso, lógicamente, inyectaba en él dosis de positivismo desmesurado. Recuerdo muy bien esa épica etapa como una de las mejores que pasamos juntos. Reíamos, tomábamos whisky después de la cena y prolongábamos la velada hasta las tantas sin importar el desgaste físico que pasaría factura al día siguiente. Así que, en una de esas, entre anécdotas de cuando conoció a mamá y creando en torno a mí un ambiente distendido, soltó, de buenas a primeras, cogiéndome desprevenida, el deseo de repetir uno de los viajes realizados con el tío James. ‘¡Estás loco, no podemos hacerlo!’, −dije con autoridad−. ‘¿Por qué razón?’, −preguntó, dejando entrever un hilo de tristeza−. ‘¿Pretendes dejarme sola, muerta de miedo, en alguna quebrada mientras tú te vas a echar una canita al aire?’, −respondí, destensando la cuerda−. ‘Lo has adivinado, ¡eh!’, −me alborotó el pelo−. ‘Ahora, en serio: es arriesgado, aún estás débil y podría haber complicaciones. Esperemos un poco más, ¿quieres?’. Después reflexioné y pensé que nadie tiene derecho a truncar los sueños de otros. Las setenta y dos horas siguientes a esa conversación fueron de mucha agitación para mí: seleccionar ropa de abrigo, víveres, nuestros rifles de caza, municiones y algunos medicamentos para mitigar sus dolores. Ensillé los caballos y elegí cuatro más de refresco, segura de que aguantarían sin crear problemas. Saldríamos de madrugada rumbo a Dakota del Sur, y, según la ruta prevista, tardaríamos en llegar de diez a doce jornadas, puede que, dependiendo de la duración de los descansos, fueran incluso algunas más. La primera parada importante la haríamos en la Reserva India de Wind River, ubicada en el Valle de los Vientos Cálidos, con sus dos tribus aborígenes haciendo de anfitrionas: los Shoshone del este, que entre sus tabúes destacables estaba el de prohibir a las mujeres que menstruaban ir a cazar, y los Arapaho del norte, comunidad muy organizada, capaces de levantar en menos de sesenta minutos un campamento entero por la sencillez de las tipis hechas con piel de bisonte. Abraham Thomas, aquel viajero que cada año visitaba nuestro rancho, también contaba historias interesantes sobre ellos. Eran buenos anfitriones, y nos agasajaron invitándonos a la espectacular asamblea de tambores, a las danzas en torno al fuego protegido con tres leños formando una pirámide y a una de sus ceremonias religiosas que nos encogió el corazón, viendo con qué vehemencia creían en el Hombre de Arriba y su poder sobrenatural. Si para cualquier persona en plena forma cabalgar resultaba duro, a Brayden Morgan, mi progenitor, a quien siempre admiraré por su poder de superación, le costaba muchísimo más. Cuando salimos de allí resultó bastante complicado atravesar el río Bighorn y seguir por un sendero abrupto, por eso decidí hacer un alto en la pequeña ciudad de Casper, donde nació Matthew Wayne Shepard, al que golpearon brutalmente hasta la muerte por la insignificante tontería de ser homosexual…

domingo, 27 de octubre de 2019

Nocturno, en el estado de Nevada

4.

Atravesar el Civic Center Park, en Denver, cuyo apodo es la Ciudad de la Milla de Altura, hasta llegar al 16th de Mall Street, la zona peatonal donde en una de las mesas al aire libre, con tablero para jugar a damas o ajedrez, esperaría mi llegada el colega con quien tenía una cita, fue toda una aventura, puesto que centenares de personas se manifestaban frente al Capitolio al grito de: ‘Si matan a una, morimos todas. Si matan a una, morimos todas. Si matan a una, morimos todas…’. Como pude me abrí paso entre la gente, casi a empujones. A lo lejos alguien agitaba una mano llamándome. ‘Pensé que no llegaba. Perdone el retraso. Soy Allison Morgan’. ‘Steven, a secas −se metió un caramelo en la boca−. Dice mi esposa que si el tabaco no acabó conmigo ahora lo hará el azúcar’, −chascó la lengua−. ‘Gracias por atenderme’. ‘No hay de qué’. ‘Represento a una chica asesinada presuntamente por su novio, y pensé que, habiendo encontrado alguna similitud con el caso en el que usted participó, podría servirme de mucha ayuda su punto de vista y experiencia’. ‘Aquello me dejó tan tocado que abandoné la profesión. Hoy en día vendo pólizas de seguro y estoy ajeno a todo aquello’, −me pareció vislumbrar un destello fugaz de nostalgia en sus ojos−. ‘¿Y no lo echa de menos?’. −Se quedó un instante pensativo, pero cambió el rumbo de la conversación−. ‘En aquel proceso duro y doloroso, los familiares de la acusación sufrieron mucho, y nosotros también. Recuerdo cómo tragábamos lágrimas y controlábamos la rabia cuando al principio, con toda la sangre fría del mundo, aquel hombre inculpó a su mujer alegando que, para vengarse de él por haberle pedido el divorcio, asfixió a las niñas, de 3 y 4 años, dejó el anillo de casada encima de una repisa y se quitó la vida’. ‘Me deja helada. He leído que lo vivido en la sala fue espeluznante’. ‘Claro, tenga en cuenta que, según avanzaba el tiempo, esa versión se cayó, hasta que no pudo más y, dando todo tipo de detalles, confesó que, tras deshacerse de los tres cadáveres, regresó al lugar de los hechos, limpió a fondo y dejó la alianza en un sitio visible’. ‘Desgarrador’. ‘Nunca he sentido tanto rechazo y asco por un ser humano como entonces’. Camino del aeropuerto, y tras haber anulado la visita programada a la prisión del condado, comprendí que cada historia tiene una idiosincrasia diferente, y que tendría que actuar en consecuencia para que se aplicase la fuerza de la ley en la vista que se iniciaría en breve…
          Mayalen se quitaba y ponía continuamente una horquilla en el pelo. Durante la última semana había recibido amenazas telefónicas del entorno del Johnny, de ahí que estuviese desquiciada y a la defensiva. Se lo noté nada más verla. ‘Coja el bolso que nos vamos’, −dije−. ‘¿Adónde?’. ‘¿Conoce Secret Cove?’. ‘No, nunca lo había oído’. Me siguió con pasos cortos y rápidos, salimos a la calle y una vez en la furgoneta, comentando cosas insignificantes, recorrimos las diecisiete millas y pico que distan hasta el destino elegido. Aparqué en la carretera y descendimos con sumo cuidado por un terreno angosto, cuyo tramo final son unas escaleras que conducen a uno de los paisajes más impresionante de todo Carson City. Se quedó con la boca abierta contemplando la extensión del lago, la vegetación, el sonido de las aves, el de reptiles muy silenciosos, algunas risas y complicidades que no se sabía muy bien de dónde venían y aquel azul intenso del cielo con las montañas al fondo nevadas en los picos. Al poco, se dejó caer de rodillas en el suelo. Yo me senté con las piernas cruzadas junto a ella. Entonces empezó a relatarme uno de los episodios vejatorios sufridos por su nieta. ‘Llevaba meses sin saber de Alexa, pero no me pareció extraño, ya que a veces pasaba largas temporadas desaparecida. Yo había encontrado un buen empleo al servicio de un matrimonio afroamericano, con cinco hijos, un perro, varios sobrinos y dos ancianos que se orinaban en cualquier rincón de la casa. La faena era agotadora, pero pagaban bien y eso me importaba. Un día, según me acercaba, vi un coche patrulla estacionado en la puerta y a dos agente hablando con la señora −según narraba se le llenaban los ojos de lágrimas−. Alguien les daría referencias mías y esa dirección. Me llevaron al hospital, donde acababan de extirparle un ovario a consecuencia de la brutal paliza recibida. Estuve en la cabecera de la cama cuarenta y ocho horas sin moverme salvo para ir al lavabo. Cuando despertó, él entró en la habitación tan arrepentido que ella le abrió los brazos. Comprendí que sobraba y marché rota por dentro. Volví al trabajo. Los pequeños jugaban en la parte de atrás. La pareja alegó el mal ejemplo que era para la comunidad negra si se repetía la visita de la policía buscándome. No tuve valor para suplicar que no me despidieran. Así pues, bajé la cabeza y, apenada, retrocedí lo caminado. Meses después mi nieta volvió a ingresar, esa vez con una pierna rota y desprendimiento de retina. −estaba consternada y no supe qué decir−. Por orden expresa de su compañero me prohibieron la entrada, pero en un descuido la besé en la frente. Fue la última vez que vi esa sonrisa suya tan melancólica…’.
          El 8 de junio de 1972 un avión survietnamita lanzó una bomba de gasolina gelatinosa sobre la población de Trang Bang. Fue entonces cuando la fotografía de La Niña del Napalm dio la vuelta al mundo, mostrando los horrores de la contienda reflejados en el rostro aterrorizado, dolorido, de Kim Phuc, mientras corría gravemente herida quitándose trozos de ropa que aún ardían pegados a su cuerpo. El fotógrafo Nick Ut se encontraba allí e inmortalizó con su cámara la imagen para la posteridad. Meses después Nixon dijo que ya estaba bien de tanta tontería y que los Estados Unidos de América aniquilarían la mayor parte de los efectivos de Vietnam del Norte, comenzando así la sangrienta Operación Linebacker. Faltaba algo más de dos años para el final de la guerra, y la mayoría de la opinión pública estaba en contra de seguir masacrando a civiles inocentes e indefensos. Sin embargo, el tío James se alistó al Ejército, asegurando que todo hombre de bien debería hacer lo mismo por respeto y agradecimiento a la patria. La despedida fue rara, o al menos así la viví yo. La noche anterior a su partida papá y él ensillaron dos caballos y los dejaron preparados con los odres llenas de agua, las escopetas de caza cargadas, mantas para dormir al raso y el banyo con el que siempre deleitaban nuestras veladas sujeto a un lado entre las alforjas. Cenamos, más pronto de lo habitual, un pastel de carne magra de bisonte que el abuelo estuvo cocinando, y lo hicimos tan callados como si asistiéramos a un funeral. El galope, que ya se intuía muy alejado, me despertó de repente. Pasados nueve días mi padre regresó solo. Desde ese momento, el abuelo no se levantó de la cama…
          Eran las nueve de la noche y apenas quedaba actividad en las casas de alrededor. Sentado en la mecedora del porche, mi amante saboreaba el brandy que tomaba con la intención de templar su paladar. Yo buscaba en el garaje cajas todavía sin clasificar donde guardaba cuadernos con apuntes de la etapa universitaria. Habíamos discutido. Me reprochaba que le dedicaba demasiado tiempo al trabajo y relativamente poco a otros espacios de la vida también importantes. Puede que tuviera razón, no lo niego, pero siempre fui sincera en el sentido de que nuestra relación nunca estaría enmarcada en lo convencional. El caso es que, no sé muy bien por qué, me costaba horrores ser cariñosa cuando teníamos esos desencuentros. Menos mal que la ronquera de un motor ahogado frenando en seco me trajo de vuelta a la realidad. Era Michelle, inconfundible por la manera de conducir tan impetuosa que tenía. ‘Hola. ¿Está Allison?’, −levantó el vaso, bebió un trago largo y señaló con el dedo en dirección a mí−. ‘¿Qué te trae por aquí, becaria?’. ‘Oye, creo que he venido en mal momento’. ‘No, qué va. Si lo dices por él, tranquila, es parco en palabras’. ‘Y por ti. ¡Menuda la que has montado!’. ‘Es que no encuentro las fotocopias que hice de VAWA’. ‘Esa ley fue aprobada en 1994 y firmada por Bill Clinton, ¿no?’. ‘Exacto. Violence Against Woman Act. Debe estar en alguno de estos paquetes, junto a un anexo interesantísimo que también guardé’. ‘Mira, he descubierto un par de cosas’. ‘Dime’. ‘Shade Tree, el mayor refugio para víctimas de violencia de género, en Nevada, cerró las puertas de su centro de transición por falta de recursos y presupuesto. Ahora se sienten desamparadas en un sistema que no les da cobertura ni medios para escapar’. ‘Entonces, ¿adónde acuden? ¿No hay nada?’. ‘Sí, varias ONG, como la Casa de la Esperanza, para las latinas, diversas asociaciones católicas y ciudadanos particulares que, voluntariamente, las acogen en sus viviendas. En otro ámbito están las Instituciones Públicas Federales. Pero piensa que muchas mujeres permanecen atrapadas en ese infierno porque no tienen dónde ir y la única alternativa factible sería mendigar en la calle, a lo que no todas están dispuestas. Además, las condiciona también el miedo a que el agresor tome represalias contra ellas y sus hijos. Este dato lo corrobora el FBI’. ‘Tremendo. Es decir, que callan y continúan como si tal, ¿verdad? Supongo que, por estadística, se dará más en familias con pocos ingresos o inmigrantes’. ‘Sin duda son más vulnerables y, por consiguiente, un factor de riesgo, pero los patrones del maltratador aparecen en cualquier nivel social. Lo único que los diferencia es que unos arreglan la falacia del remordimiento con caricias y otros con joyas de diseño’. ‘Bueno, sigue así. Por cierto, ¿y lo segundo?’. ‘Pues que un amigo policía ha introducido en la base de datos el nombre completo del Johnny y resulta que, antes de conocer a nuestro cliente, fue denunciado en varias ocasiones por acoso y violación’. ‘¡Qué cabrón!’. ‘Se ha hecho tarde. Nos vemos mañana en la oficina’. ‘Gracias por todo. Descansa. Y ve con cuidado’. Me sonrió y desapareció a gran velocidad entre las sombras. Dentro de casa un silencio de monasterio zumbó alrededor de mis orejas. El grifo de la cocina goteaba siempre que no se apretaba bien. Lo ajusté y, al girar la vista, encontré una nota que ponía: ‘No me esperes levantada, volveré tarde’. Segura de no conciliar ya el sueño, saqué los ingredientes que necesitaba para preparar una tarta de arándanos…

domingo, 13 de octubre de 2019

Nocturno, en el estado de Nevada

3.

Papá, ¿cómo fue aquello de tu primer rodeo?’, −le decía por las tardes mientras aguardábamos a que se ocultase el sol−. ‘Ay, hija, no seas pesada. Si te lo sabes mejor que yo’. ‘No importa −le pellizcaba la mejilla−, me gusta cómo lo cuentas’. ‘Zalamera’. ‘Presumido’. Entonces, muy solemne… ‘Cuando nací, Calvin Coolidge, del Partido Republicano, era el trigésimo presidente de los Estados Unidos de América. Los libros de Historia recogen que, en su etapa de Gobernador, se ganó el respeto de los conservadores al enfrentarse a la gran huelga de policías de Boston. Pero la mayoría de la gente le recuerda por perjudicar a campesinos y a determinadas industrias, al no consentir que mejoraran las condiciones de trabajo en esos sectores’. ‘¿Y en Jackson qué pasaba? Vamos, no te hagas de rogar’, −se quedaba ausente unos segundos hasta que arrancaba la narración, cada vez de manera diferente, supongo que para mantener mi atención−. ‘Wyoming siempre ha sido una tierra introvertida, de gente muy callada y dedicada a la ganadería’. ‘Vale, estupendo. Y ahora, Brayden Morgan, quieres hacer el puñetero favor de no irte por las ramas y responder la pregunta’. ‘Muchacha, tienes el temperamento del Far West −reía a carcajadas−. ¡Está bien! Con catorce años el abuelo me llevó a “Cheyenne Frontier Days”, un espectáculo de diez días al aire libre que se celebraba a finales de julio. La noche anterior no pude dormir por los nervios, así que aguardé la llegada del alba vestido con el traje vaquero prestado por el tío James, y el paladar hecho agua pensando en los panqueques que comería. Partimos y, una vez allí, nos inscribimos. Llegó el turno de los cadetes y me sentaron sobre un potrillo salvaje. Éste se envalentonó, caí y me rompí tres costillas’. ‘Es una verdadera brutalidad lo que hacemos a los animales −sabía que dicho comentario sacaría su lado más sensato−. ¿Cómo te sentirías tú si te ataran una cuerda al abdomen y a los genitales?’. ‘Impotente. Por eso no participé nunca más’. ‘Y te asociaste a “People for an Ethical Treatment of Animals”, para defender a todas las especies vivas −frunció el ceño−. No te hagas de nuevas. Sabes perfectamente que de pequeña revisaba tu correo, por eso lo supe’, −le guiñé un ojo−. ‘Empieza a refrescar. ¿Entramos dentro?’. ‘Claro. ¿Quieres ponerte algo de más abrigo?’. Vi en su expresión demasiada nostalgia…
          Una voz masculina con acento mexicano respondió al teléfono: era el casero de Mayalen. Pregunté por ella y dos horas después me esperaba en Comma Coffee. Con igual complicidad que manifestarían dos viejas amigas que acabaran de encontrarse, nos sentamos frente a la barra, en la mesa redonda que nos pareció más apartada del bullicio de la clientela que empezaba a llegar. Confesó, fascinada por la decoración, recargadísima para mi gusto, que nunca había estado en un sitio similar. Entre los muchos detalles, se quedó embelesada por el guiñol de un pianista sobre su taburete, con las manos a punto de rozar las teclas, colgado en la pared y dando casi con el techo. El conjunto del local recreaba una típica cantina al más puro estilo del oeste americano. Pidió un batido de naranja y vainilla, yo una cerveza Anchor Porter, una de mis preferidas por la cuidada elaboración con productos naturales. Dentro de una bolsa de papel del supermarket traía bastantes manuscritos, con la caligrafía grande y asimétrica de quien apenas ha ido a la escuela. Los sacó y observé que estaban ordenados por fechas: anotaciones en servilletas con restos de grasa, tarjetas grapadas a recortes de periódico, panfletos de propaganda aprovechados para escribir por detrás, algunos informes con el membrete del Carson Tahoe Specialty Medical Center, −intuí que serían partes de lesiones−, otros de la oficina del Sheriff −denuncias− y diversos más. También sacó varias radiografías con su correspondiente folio sujeto con cinta adhesiva donde quedaba constancia de qué hueso presentaba fractura. En definitiva, la biografía de Alexa recopilada por su abuela. ‘Perdone la invasión, doña Allison −prepara cuaderno y lápiz−, es que una ya no tiene la memoria fresca y he de apuntar las cosas’. ‘No se preocupe, querida’. ‘Como verá no soy muy culta, pero tuve la precaución de guardarlo todo. Sabía que algún día sería de utilidad’. ‘Es admirable. ¿Desde cuándo lo hace?’. ‘Aunque esté feo decirlo, se lo quitaba a la niña registrando su mochila cada vez que se peleaba con el Johnny y regresaba conmigo. Eso duraba hasta que él la engatusaba, y vuelta a empezar…’. ‘Necesitamos construir una defensa con argumentos muy sólidos, de lo contrario perderemos. Ha de tener claro que no será fácil ya que los abogados del acusado desplegarán toda su artillería pesada para desprestigiar así la imagen de la víctima. De momento no he encontrado jurisprudencia −me percaté de que escribía la palabra con cierta dificultad e intenté vocalizar más despacio−. Tiene que haberla, estoy en ello’. ‘Bueno, encontrará eso que dice. No hemos hablado de sus honorarios, tengo que echar cuentas’. ‘Lo veremos más adelante. Por cierto, ¿cuál es el nombre completo del chico? −me dio los datos y la descripción−.
          ¡Dime que tienes algún hilo del que tirar, por favor!’, −dije a Michelle, la becaria que elegí de ayudante−. ‘Pues sí. En Memphis, en 1984, Donnie Johnson asesinó a su esposa introduciéndole una bolsa de plástico por la garganta. En Frederick, Colorado, en 2018, Chris Watts, tras estrangular a su compañera sentimental, embarazada de pocos meses, hizo lo mismo con las dos hijas de corta edad. Y en el condado de Hopkins, Texas, en el 2000, Daniel Acker discutió con su novia, después estuvo toda la noche buscándola, y cuando dio con ella la metió en el vehículo a la fuerza, recorrieron varias millas y la arrojó de éste en marcha. Resumiendo: el primero y el tercero han sido ejecutados. El segundo cumple cadena perpetua en la cárcel del condado de Weld’. ‘Buen trabajo. Consígueme un vuelo a Denver y una entrevista con el recluso’. Salió del despacho para volver a entrar pasados unos minutos. ‘Le han trasladado a otro centro penitenciario, que no hacen público por motivos de seguridad’. ‘Da igual, iré de todos modos. Quizá los compañeros cuenten cosas: ya sabes que se suelta la lengua en cuanto compartes cama. Supongo que será lo mismo con la pastilla de jabón y la celda, −reacciona y se parte de la risa−. Averigua también si hay asociaciones o casas de acogida a mujeres maltratadas. Indaga en los movimientos estudiantiles, en las ONG. No sé, lo que se te ocurra. Tengo la sensación de que esto es un grito silencioso al que nadie quiere poner voz, porque afea la imagen de sociedad perfecta que transmitimos al mundo. Pero ahí está, solidificándose a pasos lentos como la marea que sube y sube, imposible ya de achicar. Sin embargo, cuando por fortuna tropieza con personas sencillas y a su vez potentes, como Mayalen, los cimientos tiemblan bajo los pies descalzos. Así que, muévete’. ‘Voy, jefa…’.
          Conduje durante treinta minutos hasta llegar al Aeropuerto Internacional de Reno-Tahoe. Me gustaba en especial un tramo de la US-395 donde sólo hay horizonte, carretera y la sensación de ser, en mitad de la nada, un punto invisible que se desplaza sin perspectiva. A menudo, recorrer millas con la camioneta, sin trazar un rumbo fijo, era un ejercicio que me relajaba y ayudaba a poner los pensamientos en orden, sin desatender el volante ni un solo segundo. Eso mismo traté de hacer tras finalizar las indicaciones de la azafata y su ofrecimiento a los pasajeros de zumo y café. En el bolso llevaba algunos ejemplares atrasados de Las Vegas Review-Journal, que ojeé por encima. Imposible concentrarme, aunque sí señalé un par de artículos para leer más adelante. Entre tanto, demasiadas preguntas impedían que alcanzase un mínimo relajo. ¿Qué habría hecho mi padrastro en iguales circunstancias? ¿Cuál sería, en su opinión, el primer paso a dar? ¿A cuánto personal reclutaría para formar equipo? ¿Cómo demostraría que la versión contada por la abuela no era fruto del despecho, si no fundamentada en la realidad de lo que pasó? ¡Le echaba tanto de menos…! Recuerdo una vez estando de vacaciones con mamá y él en Minnesota, hospedados en el hotel Torre Foshay, de Saint Paul, que me empeñé en visitar Xcel Energy Center, el estadio de hockey sobre hielo. Ambos accedieron. Cuando casi íbamos a salir alguien nos abordó. ‘¿Mr. Smith?’. ‘’. ‘¿De Wilson, Anderson y Smith, de Carson City?’. ‘Exacto. ¿Qué desea?’. ‘Su ayuda para luchar por una causa justa’. ‘Muy bien. Con mucho gusto le atenderé encantado. Tenga una tarjeta y concerté una cita con mi secretario’. ‘Ya, es que no puedo esperar. Es muy urgente’. ‘Señora, ¿no ve que voy con la familia?’, −soltó, todo paciente−. ‘Lo siento, de veras que lo siento, señoría −eso bastó para convencerle y que sonriera−. Pero, si tuviera la bondad de escuchar lo que quiero decir, tal vez…’. Total, fuimos solas al partido, y después a tomar una hamburguesa. En cambio, él, impactado con la historia que oía, movilizó hasta allí a su gente de confianza. Meses más tarde ganó el juicio a favor de la mujer contra la empresa cárnica que había ejercido sobre ella un despido improcedente. Aceptar aquel caso provocó un auténtico revuelo en la oficina, porque, además de renunciar a la minuta, costeó de su propio bolsillo los gastos ocasionados, con el consiguiente pánico de que dicho acto de solidaridad marcara precedente en lo sucesivo. Así que, me hago una idea aproximada de cómo sería su comportamiento en el drama de Alexa.
          Dos horas después aterrizamos en la capital de Colorado. Fui directa a reunirme con un colega que formó parte de la defensa de Shanann Cathryn Watts e hijas, quien puso a mi disposición todos los detalles, informes y declaraciones del juicio que condenó al asesino de sus clientes a permanecer en prisión hasta el final de sus días. En otro punto del país, alumbrada con velas para no gastar electricidad, Mayalen cantaba bajito una nana que aprendió de su madre, mientras tejía la chaqueta de lana gruesa que hacía para mí…

domingo, 29 de septiembre de 2019

Nocturno, en el estado de Nevada

2.

Imaginé que la noche iba a ser complicada, por lo que indiqué a Mayalen que me acompañara a la sala de reuniones, donde estaríamos más cómodas y podría hacer café. ‘Cuénteme qué ha pasado con su nieta’. ‘Ay, doña −sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y se limpió la comisura de los labios−. Es una larga historia’.  ‘Entonces, será mejor que empiece por el principio −la mujer sólo hablaba en español, pero comprendía un poco el inglés. Menos mal que mi compañera de habitación en Las Vegas era venezolana y aprendí el idioma−Y, por favor, llámeme Allison’.  ‘Me la echó a perder. Lo presentí en cuanto se casaron. Aunque a la criatura la mala suerte le viene de muy atrás −se tomó unos segundos para poner en orden los pensamientos−. Seis meses antes de cumplir siete años, sus padres murieron en el incendio de la fábrica textil donde trabajaban, lo que me convirtió en su único familiar vivo. Me hice cargo de ella, saliendo adelante con muchos sacrificios. He sido planchadora, fregona, canguro…, cualquier cosa con tal de que a la niña no le faltase lo más básico, pero debo de haber fallado en lo esencial, porque el destino siempre le ha cruzado con relaciones difíciles y posesivas. Una vez, estando de cocinera en un restaurante pegado a un club nocturno, fue a buscarme, y el hijo del dueño, un golfo borracho y putero, se encaprichó y estuvo acosándola hasta que intervino la oficina del sheriff. Perdone, sin querer me desvío del tema, son tantos recuerdos agolpados en la memoria que…’. ‘No se preocupe, lo comprendo. Pero todavía no me queda claro cuál es el motivo real de su visita’. ‘Tiene usted razón’. ‘¿Quiere un vaso de agua?’. Negó con la cabeza, y siguió mezclando las fiestas de cumpleaños, el primer desencuentro entre ambas, la reconciliación, la brecha generacional que las separaba, las ausencias de varios días sin saber dónde ni con quién estaría, el aborto sanguinario que le practicaron y casi se la lleva por delante… ‘La ha matado, doña Allison. Sé que el Johnny la ha matado’. Me quedé fría. No esperaba una acusación tan tajante. ‘Bueno, tranquilícese. Es una afirmación bastante grave. De momento, la presunción de inocencia ampara a todo aquel que las pruebas no determinen lo contrario. Debo redactar unas notas para pasar el caso a un colega del despacho. Es criminólogo y cuenta con gran experiencia en ese campo’. ‘No, la quiero a usted. Si he llegado hasta aquí es para que nos represente. Confío en su criterio e integridad. Como puede suponer no busco venganza, ni protagonismo, tampoco ser “prime time” en la CNN. Lo único que busco es que se haga justicia, y solamente usted es capaz de conseguirlo’. ‘Agradezco su confianza, pero…’, −imposible acabar−. ‘Podrá, ya lo creo que podrá’.
          Amaneció, y los rayos del sol reflejaban la palidez de nuestras caras legañosas. Noté mucha presión en el cuello e hinchazón en los pies por no haber descansado. De repente, al girarme, la observé y vi que, después de desahogarse conmigo, había envejecido considerablemente, aunque su mirada mantenía la nitidez y la viveza de quien consigue aquello que se propone. Prometí pensarlo y darle una respuesta lo antes posible. Nos despedimos con un apretón de manos, sellando mayor complicidad de la que imaginé. No sabía muy bien la magnitud del problema al que me enfrentaba. En los archivos del bufete no encontré referencia de nada parecido, como tampoco si se disponía de apoyos locales, sociales o estatales en cuanto a ayudar a las víctimas y sus familias. Pero, aún con todas las adversidades que acarrearía aceptar, por primera vez a lo largo de toda mi profesión, tras vivir situaciones desagradables y otras tantas de satisfacción personal y profesional, tenía la oportunidad de ser yo quien llevase algo importante a la reunión con la que cada día arrancábamos la jornada. ‘No falta nadie, ¿verdad?’, −preguntaron−. ‘No, estamos todos’, −respondió la secretaria−. Aguardé hasta que mis compañeros terminaron sus propuestas y las discutiéramos. Entonces, empecé a hablar. Y lo hice como si fuera mi alegato final delante del jurado para convencerles de la inocencia del representado. Provoqué algunas pausas, como había visto hacer en los procesos judiciales. Decían que así calaba el discurso y los oyentes podían meditar. Debió de surtir efecto porque, antes de que mi jefe se pronunciase en contra, movido por la envidia que nos tenía a todos, a los herederos ahora al mando de Wilson, Anderson y Smith se les despertó la curiosidad y me dieron algunas semanas para preparar algo sólido que presentar en la junta. Después decidirían si se aceptaba o no…
          Richard comentaba divertido que mamá le conquistó contándole una historia impresionante sobre los pintorescos arcos de asta de alce repartidos por todo Jackson. ‘¿Y tú te lo creíste?’, −le decía para seguir conversando−. ‘Pues claro. Cualquiera le lleva la contraria a tu madre. Ya sabes lo brava que se pone’, −reímos a carcajadas−. La cuestión es que Mrs. Morgan, como él la llamaba cuando quería enfadarla, se inventó que era ella la dueña de los mamíferos que suministraban a la ciudad el material con el que se construían las estructuras curvas ubicadas a la entrada de los parques y en los cruces de calles, como seña de identidad. Pero en realidad es que en mi pueblo existe un sitio espectacular: National Elk Refuge, donde cada año la manada suelta la cornamenta que sirve para fabricar aquellos ornamentos. Y son los Boy Scouts de América los encargados de recogerla, y venderla posteriormente en subasta, con la condición de que las ganancias retornen al refugio para el mantenimiento de las especies y la mejora de las instalaciones. Enmarcada dentro de un paisaje montañoso, la carretera te introduce hacia un inabarcable terreno llano, de suelo nevado, donde sopla el viento, pían los pájaros, pastan los animales y se conjuga una paz interior tan inexplicable que destapa las claves de un hábitat universal delante de los ojos…
          No se me ocurre mejor manera para poner en marcha la imaginación y mayor felicidad que la de pasar la infancia jugando en trineo. Yo he gozado de dicho privilegio. Primero por absoluto placer, y segundo por la esperanza de encontrarme con el mismísimo Santa Claus, y abroncarle porque nunca dejaba en la chimenea aquellas cosas que yo le pedía, salvo la misma camisa de leñador y los calcetines gordos de cada año. Por entonces yo no tenía capacidad para entender la difícil situación económica por la que atravesábamos, pero, en compensación a esas penurias que me hacían sentir la más desgraciada del mundo, participaba de los preparativos para recibir al viajero Abraham Thomas, con quien cada invierno, además de traernos whisky y tabaco de contrabando que nosotros luego vendíamos a los lugareños, también ganábamos algunos dólares con cada expedición. Experto en cruzar estas tierras hasta la Reserva india de los Blackfeet, en Montana, al este del Parque Nacional de los Glaciares y pegando casi a la frontera canadiense, guiaba grupos de personas interesadas en hacer esa ruta por el mero hecho de experimentar algo diferente, aunque en ocasiones encerrara más peligro que aventura. A lo largo del itinerario tenía concertados distintos puntos de hospedaje donde descansar los perros de raza husky y los excursionistas, doce como mucho. Uno de ellos era nuestro rancho, con espacio más que suficiente para todos. Papá y él, simpatizantes del partido demócrata, y por consiguiente defensores a ultranza del Presidente Lyndon B. Johnson, caracterizado por su Guerra contra la Pobreza, fumaban puros a la caída de la tarde y bebían hasta el amanecer. Yo me encargaba de mantener vivo el fuego, rellenar de licor los vasos, y cortar los puros, y así de paso escuchaba sus conversaciones como convidada de piedra. Cuando reiniciaba el camino, el eco de las andanzas perduraba en nuestros corazones hasta su vuelta. Durante bastante tiempo quedaba hipnotizada, tanto que deseaba dedicarme a lo mismo que Mr. Thomas…
          Mayalen sufre de artritis en ambas rodillas y tiene un hombro casi inmovilizado a consecuencia de una fractura mal soldada, lo cual impide que siga trabajando y le ha obligado a minimizar gastos, ya que subsiste con la paga que recibe del Gobierno, y algún extra por hacer compañía a su vecino encamado desde hace años, si la nuera sale a comprar. Nació en Colima, México. Era la mayor de diez hermanos y, siendo muy joven, emigró a Carson City con un bebé de meses y otros compatriotas que, como ella, buscaban un futuro más saludable. Algunos prosperaron montando pequeños negocios que después crecieron, pero la mayoría sólo consiguieron mantenerse a flote y no desfallecer. Cuando la situación se le hizo insostenible, tras la muerte de la chica, un paisano suyo, encargado en Las María’s Restaurant. Authentic Mexican food, le ofreció, a cambio de una cantidad simbólica, un modesto cuarto pegado al garaje de su casa. Sobre una repisa de madera atornillada a la pared tiene el pequeño altar con dos velas flanqueando la fotografía más reciente de Alexa, su nieta, y algunas estampas religiosas. Arrodillada, siempre que entraba o se iba a acostar, decía: ‘Todo irá bien, mi niña. Todo irá bien’.
          Date un baño, querida. Se te nota cansada −sentenció mi amante al verme aparecer por un lateral del porche−. Enseguida estará la cena’. ‘Gracias, pero no tengo apetito. Además, he de terminar de leer unos documentos para mañana’. Le besé en la frente y entré en el dormitorio cerrando la puerta. Me gustaba hacer balance del día mirando por la ventana que da al noroeste, desde la que se pueden ver las montañas. Hacía una noche espectacular, pero mi cabeza no paraba de dar vueltas al encuentro con la abuela. Fue entonces cuando caí en la cuenta del olor a naftalina que desprendían sus ropas, evidenciando que se había puesto las prendas reservadas para ocasiones importantes. Saqué de la cartera el montón de folios que había impreso a la hora del almuerzo. En ellos recopilaba información respecto al número de mujeres asesinadas en mi país a manos de sus parejas sentimentales. Juro que era escalofriante: el dato de la última estadística, desglosada por Estados, alcanzaba casi las dos mil, figurando Nevada entre los tres primeros de la lista. Sentí vergüenza por mi ignorancia y por no ver más allá de mis asuntos. Era intolerable. Pensé también en los centenares de huérfanos que estaba dejando ese genocidio. Se me revolvieron las tripas. Algo dentro de mí puso luces donde antes sólo había sombras. Reaccioné y, cayéndoseme las lágrimas, supe que aceptaría el caso. Entonces, el calor de unos brazos que conocían muy bien mis debilidades empezó a darme cobijo desde la espalda…

domingo, 15 de septiembre de 2019

Nocturno, en el estado de Nevada

1.

Me llamo Allison Morgan. Soy abogada, tengo un amante y acabo de cumplir sesenta años, de los cuales he vivido la mitad en el estado de Nevada, en Carson City, desde que me incorporé al bufete WILSON, ANDERSON & SMITH, propiedad del esposo de mi madre y sus socios. Aunque es uno de los despachos más importantes de la capital, perteneciendo a la clase alta la mayoría de sus clientes, también aceptan casos de menor relevancia, acogiéndose a uno de los principios básicos que los miembros fundadores supieron transmitir tan bien: “nunca rechaces aquello que pueda dejarte un dólar para gastar en cerveza”. A diferencia de los proyectos que la mayoría de las personas tienen a la hora de jubilarse, como por ejemplo viajar a otros continentes, los míos son austeros y sencillos, ya que tengo el deseo de regresar a Jackson, en el condado de Teton, Wyoming, donde nací acunada por paisajes rocosos y la solemnidad del río Snake. Crecer rodeada de la naturaleza que tiempo atrás fue el territorio donde las primeras tribus americanas asentaron sus campamentos, y ser hija única, con lo negativo y lo positivo que eso conlleva, fueron pilares fundamentales para que disfrutara de una infancia bastante feliz. Sin embargo, la adolescencia se afeó por las continuas peleas y la separación de mis padres, haciendo de mí una chica fría y desobediente. Así que, en cuanto pude acceder a la universidad, opté por hacer Derecho en Las Vegas, una manera como otra cualquiera de poner distancia con los problemas conyugales que no iban conmigo. Al fin había encontrado mi lugar en el mundo: disfrutaba metiendo las narices entre las páginas de aquellos libros tan serios y gruesos en los que tanto me gustaba indagar para entender las cosas. Defender y acatar la Constitución de los Estados Unidos de América, memorizar datos del tipo “El estado de Alabama contra Crawford”, o el de “Jones contra Lewis, en 1970”, y muchos más, dejaron un pozo profundo en mi interior del que aún saco agua. Pero, estando en tercero, papá cayó enfermo, por lo que abandoné la carrera, que retomaría más adelante estudiando por mi cuenta, para ir a cuidarle hasta el final de sus días, trayecto durísimo y agotador que haríamos juntos y del que en ningún momento me he arrepentido, aun habiendo pasado ratos de soledad y desesperación.
          Cuando él murió seguí en el rancho hasta decidir qué hacer con el poco ganado que todavía aguantaba: el viejo caballo, un par de vacas que yo misma ordeñaba y apenas daban leche y el perro vagabundo que encontré en un cruce de caminos y que se acopló a nuestras costumbres sin protestar. Los días me parecían interminables, monótonos, calcado uno del otro. Consciente de que urgía salir de allí lo más pronto posible, me hacía la remolona sin poner remedio a ese asunto. Una tarde, tapada hasta las cejas, mientras recogía leña para encender la chimenea, vi acercarse el carro de mi padrastro, un Chevrolet rojo, antiguo, elegante, inconfundible, como de coleccionista. Se apeó del auto y me explicó que el motivo de la visita era ofrecerme el trabajo que aún desempeño. No lo pensé dos veces y quise probar fortuna. Cogí algo de ropa, dejé las novelas del oeste que leía papá tal y como él las había colocado, regalé a cada vecino el animal que quiso, tapé los muebles con sábanas rotas y me sentí profundamente agradecida a aquel hombre que siempre me trató como a una hija más de su sangre y que me ayudó a que tomara una de las decisiones más importantes de toda mi vida. Sin embargo, al poco de instalarme, empezó a tener trastornos neurológicos, y sus hijos tomaron el testigo del negocio con la condición de seguir la misma línea. No obstante, ya se sabe, otra generación, otra manera de gestionar, otros principios y muchos cambios… La función que realizo es enteramente de oficina, nunca se me ha dado la oportunidad como letrada de estar en los tribunales. Tampoco es que yo haya puesto mucho empeño en conseguirlo, pero según pasan los años caigo en la cuenta de que he perdido ocasiones maravillosas de exponer mis alegatos. Nunca he destacado en nada, quizá por comodidad cuando era joven, y después, en la edad adulta, no me he manifestado en la calle a favor de causas justas que tarde o temprano a todos nos atañen. Pero la vida a veces prueba nuestra capacidad de compromiso con los demás, mostrándote una realidad que desmonta tu zona de confort cuando menos te lo esperas…
          Richard, el marido de mamá, quince años mayor que ella, vivió atormentado durante la Primera Guerra Mundial por el monstruo que vendría de madrugada a llevarse a los varones de su familia para combatir en el frente. Recibió una educación conservadora, orientada hacia lo estricto con perfil militar, aunque muy pronto demostraría que sus expectativas no iban precisamente encaminadas a llevar uniforme con galones, más bien prefería mezclarse entre rateros y adinerados, entendiendo que interpretar las leyes y tener autoridad para indicar cómo hacerlas cumplir guardaba en sí el poder y la facultad de discernir lo correcto de lo ilícito. Era un buen hombre, algo quisquilloso, campechano y nada egoísta. Es decir, con un fondo de buena gente que le convirtió en un anciano entrañable. Recién divorciado de su tercera mujer −las dos anteriores murieron en los partos junto a los bebés− fue a mi pueblo a reconstruir el escenario de un crimen, a cuyo presunto asesino representaba y, por consiguiente, tenía que demostrar su inocencia. Fue entonces cuando mi madre y él se conocieron en el George Washington Memorial Park. Pensativo uno, cabizbaja la otra, ambos contemplaban la figura que hay en el centro conmemorando al explorador John Colter, comerciante de pieles, guía y trampero. Ya muy entrada la noche, cenando en el Million Dollar Cowboy Bar, supieron que se habían enamorado conversando entre risas. Tres meses después, Madeline Morgan cambió el lugar de residencia y el apellido por el de Smith, consiguiendo el estatus que siempre aspiró tener: formar parte de lo más selecto y granado de la sociedad estadounidense de la época, acudir a fiestas de postín y ser la más admirada y fotografiada por los exclusivos vestidos diseñados para ella. Lástima que la alegría se esfumara tan deprisa, como sus apariciones ya en solitario. Ninguneada por los falsos amigos, y despreciada por los descendientes de Richard, entró en tal depresión que nunca más salió a la calle.
          El día que arranca la historia que voy a contar me quedé a trabajar hasta muy tarde. Teníamos un complicadísimo juicio entre manos y necesitábamos preparar minuciosamente el interrogatorio de los testigos, ya que el fiscal pedía la ejecución por inyección letal, y nosotros la absolución de todos los cargos, puesto que el único error cometido por nuestro cliente fue pararse a repostar en mitad de la carretera, en la misma gasolinera donde varios tipos, tras violar a la empleada, descerrajaron cuatro tiros a quemarropa contra ella y el dueño del establecimiento. Los asesinos huyeron en su furgoneta sin percatarse de que dejaban un cabo suelto: alguien lo había visto todo agazapado detrás de un stand. Cuando llegó la policía le encontró de pie derecho, temblándole las piernas, con el envoltorio de una chocolatina sujeto con los dedos, mirando fijamente al vacío y la suela de los zapatos manchada de sangre. Le introdujeron en la parte trasera del vehículo con violencia y esposado. A partir de ese momento toda una cadena de negligencias, descuidos, falsos testimonios y ocultación a la defensa de las imágenes captadas por la cámara de seguridad, donde se veía claramente a quienes empuñaban las armas, han situado la cabeza de un inocente en el centro de la diana. Por alguna razón indescifrable, yo intuía que habíamos pasado por alto detalles cruciales para la clarificación de los hechos, así que, terminado lo pendiente para la próxima vista que se celebraría una semana después, me dispuse a releer los más de doscientos folios de la declaración hecha por el acusado. La oficina, ya en silencio, todavía conservaba el eco de la fotocopiadora que yo había estado utilizando. Apagadas las luces en los demás despachos, parpadeaban de vez en cuando los pilotos rojos de las líneas telefónicas. Podía escuchar perfectamente mi respiración, y el roce de una hoja con otra al pasarlas, o el rotulador chirriante al subrayar frases. Pensé cerrar por dentro para no llevarme algún susto, pero no lo hice. Saqué del cajón del mueble anexo a otro con estanterías atestadas de carpetas una bolsa de papel marrón donde guardaba la cena: sándwich de pollo braseado, con pepinillos, aros de cebolla y mucha mostaza. El primer bocado me supo a gloria, el segundo a rancio, así que mastiqué y tragué sin saborearlo. Dos golpes suaves de nudillo rompieron el rumbo de mis pensamientos. ‘Perdone. ¿Se puede?’. ‘Lo siento, no estamos en horario de visita. Llame mañana a este número de teléfono −le doy una tarjeta− y pida cita’. ‘Ayúdeme, por favor. Se lo ruego… Por lo que más quiera. Ya no sé adónde acudir’.  ‘Está bien −Insistió tanto que fui incapaz de negarme−. Usted dirá’. La mujer, toda vestida de negro, de edad avanzada, pelo blanco y acento hispano, se arrodilló en el suelo, tragó saliva, me miró fijamente a los ojos y, antes de convertirse los suyos en un desfiladero de lágrimas, dijo: ‘Me la han matado. Me la han matado, señora. Me la han matado’. ‘Tranquilícese. ¿A quién?’. ‘A mi nieta, abogada. Y pido justicia…’.