domingo, 18 de diciembre de 2022

Detroit, una historia cualquiera

8.

Agradecimiento a mi amiga la doctora Fuentes,
sin cuya ayuda con la terminología médica
en este capítulo, no habría sido posible.


Cuando los profesionales del servicio de emergencias llegan frente al edificio de la Facultad de Derecho, donde Megan Aniston se ha desplomado frente al edificio de la Facultad de Derecho, ella ha recuperado la conciencia y está sentada en un poyete asegurando sentirse bien y dispuesta a reanudar su marcha, ya que el tonto accidente sólo ha sido un susto, algo sin importancia. Pero, tras la primera valoración que confirma falta de oxígeno, disnea y mucha fiebre, la llevan al Detroit Medical Center donde realizarán un examen exhaustivo descartando sospechas o corroborándolas. A pesar de que el coche patrulla de la oficina del sheriff del condado les precede, intentando abrir camino, se ven atrapados en una caravana de automóviles que van en dirección a las montañas para presenciar el momento irrepetible del eclipse lunar que se espera a partir de las 11:23 p.m. Minutos después, recostada en la camilla y con la lengua raspándole el paladar como si fuese lija, empeora de repente, aumentando también los episodios de tos y flemas, dolor agudo en el pecho, somnolencia y, aunque de momento no observan confusión o aturdimiento, no lo descartan. Por tanto, con el conjunto de síntomas significativos le comunican al conductor que informe a los agentes por radio para que hagan lo posible por sacarlos de ahí rápidamente. Así lo hace, y la policía, consciente de que iban a realizar la peligrosa acción de invadir el espacio del viandante, conectan el altavoz e instan a los peatones para que despejen la acera. Megan Aniston empeora por momentos acercándose al precipicio y entrando en la fase en la que cuesta un triunfo no abandonarse al sueño. No obstante, realiza el gran esfuerzo de contestar a los sanitarios pronunciando un nombre a medias: Ayden Car… Y entonces se desmaya.
          La urgencióloga adjunta que debía estar en familia celebrando su vigésimo cuarto aniversario de boda, dobla turno cubriendo a una compañera que ha tenido que ausentarse debido al brote de gastroenteritis que lleva días circulando por el hospital y que al final se va a cebar con todos. La tarde ha sido de lo más tranquila y confía en que la noche también lo sea, por eso aprovecha para descansar un rato en la sala de médicos antes de hacer la ronda rutinaria ya que todavía hay ingresados sin haber subido a planta. En la taquilla guarda la comida que trae de casa y el termo con café, lo saca todo y, tumbada en el sofá, se prepara para hacer una videollamada con su esposo. Sin embargo, alguien grita desde fuera que llega un código naranja. Sale deprisa pensando que una vez más le ha fallado. Reúne a la enfermera jefa de urgencias, a un par de residentes, otra auxiliar y, equipados con un EPI, aguardan en el muelle donde cada uno, sin disimular los nervios, recuerda los primeros meses de la pandemia y el caos que supuso para toda la comunidad médica y científica enfrentarse al flamante virus del que no se sabía nada, ni cómo plantarle cara. Aunque desde el inicio surgen nuevas variantes y cada dos por tres salta la noticia de que en China vuelven a confinar ciudades o suburbios siguiendo su estrategia de covid cero, en Estados Unidos hace bastante que no se dan casos graves, señal de que estamos haciendo las cosas medianamente bien. El guardia de seguridad, un afroamericano de casi dos metros y músculos que imponen, se ha posicionado en uno de los ángulos por si tiene que darle el alto a los curiosos. El rugido de las sirenas, que espantan a todo ser viviente, se oye cerca y las luces intermitentes, que parecen chispas saltando de perfil en el horizonte, se visualizan próximas pero, la espera se hace larga y los minutos avanzan a paso lento. Dentro del recinto hospitalario el parking ha quedado casi vacío, eso facilita que los roedores corran a sus anchas y busquen agujeros donde resguardarse del importante desplome de temperaturas que acaba de producirse. El eclipse trae consigo la negrura borrando del panal del cielo la estructura formada por las estrellas.
          –Mirad, ahí están –dice una voz temblorosa por detrás de ellos.
      –Mujer, setenta y dos años –vocea el camillero–. Desvanecimiento en la calle, no recuerda qué ha pasado. Ha vuelto a desmayarse, viene crítica.
          –Vamos dentro, rápido. ¿Cómo se llama? –pregunta la enfermera.
          –No lleva ninguna identificación salvo esta propaganda de Pope Francis Center en el bolsillo y un nombre incompleto que dijo antes de perder el conocimiento.
          –¿Habéis administrado algo? –dice un residente.
          –No, sólo lo básico para estabilizarla, pero a punto hemos estado de hacerle una incisión en la garganta para que respirase, por suerte ha remontado.
          –¿Es alérgica a algo?
          –No se sabe.
      –Bueno, gracias. Nos encargamos nosotros. –Sin embargo, la urgencióloga adjunta entiende que lo más acertado es pasarla directamente a la UCI. Así lo hacen.
          Violeta Reyes nunca quiso abandonar Cuba. Le gustaba su patria, su gente, el color del Caribe, recibir la brisa desde el Malecón, la generosidad de aquella tierra, el arraigado sentimiento de compartir lo poco que uno tiene, bailar la guaracha, estar con los suyos y comer yuca con mojo, pero al encarcelar a su esposo por motivos políticos, ambos comprendieron que los niños y ella debían salir de La Habana. Desgarrada de dolor, dejando atrás a sus padres octogenarios, enfermos y vulnerables, emprendió un camino sin retorno empezando a escribir la primera página del incierto y prometedor futuro. Junto a dos de sus hermanos, y gracias al cuñado que les facilitó papeles desde Estados Unidos, cogieron un avión llevando sólo lo puesto y cuyas coordenadas iban directas a pisar suelo americano. Al principio fue bastante complicado ubicar a los dos chavales de 12 y 13 años que, en plena explosión de la adolescencia, no entendían por qué tuvieron que dejar la escuela a la que fueron desde pequeños, a los compañeros de siempre y aquellos juegos que tan felices les hacían, pero el coraje de la mujer luchadora que ante la adversidad no se rendía era fuerte y, pese a las noticias desalentadoras que llegaban de la isla, se propuso seguir adelante. Meses después falleció el marido de muerte natural, lo encontraron los carceleros, tendido en la cama de la celda. Tras diversas circunstancias que no vienen al caso, comenzó a levantar cabeza en el estado de Michigan donde pudo convalidar el título de medicina y conseguir una plaza de intensivista en Detroit Medical Center, además de seguir estudiando nuevas técnicas para aliviar el sufrimiento de determinados pacientes que, de no haber sido así estarían desahuciados. Posteriormente, la lucha incansable que tanto la caracteriza, la vocación arraigada dignificando su oficio y la ferviente creencia de que todo ser humano merece la pena, ha sido suficiente para desempeñar el cargo de directora de la Unidad de Cuidados Intensivos, lo que ha compaginado con su faceta de activista.
          Cuando el 11 de marzo de 2020, Tedros Adhanom Ghebreyesus, Director General de la Organización Mundial de la Salud (OMS), declaró el coronavirus Covid-19 pandemia global, Violeta Reyes, intensivista en Detroit Medical Center, tenía mucho miedo de llevar el virus impregnado en la piel y en las ropas y contagiar a sus hijos, ya que las vías de transmisión no estaban nada claras y todo era una gran incógnita. Pero unos buenos amigos, con chicos de la misma edad, se ofrecieron para tenerlos mientras que no mejorase la situación. Aceptó, aunque la decisión también fue dolorosa. Tras semanas de intensa e inagotable lucha, durmiendo poco y sin respiro, pilotó la iniciativa de establecer una red de comunicación entre profesionales sanitarios con los investigadores de Hospital Mount Sinai, de Nueva York, donde están los mejores científicos de la biología molecular de los virus de la gripe y otros patógenos. De esa forma, el hecho de compartir experiencias, métodos, tratamientos…, sirvió para atajar algo la tremenda incertidumbre del principio. Actualmente, lidera y coordina, en colaboración con algunos laboratorios, las pautas a seguir con determinados tratamientos que han demostrado una cuantiosa mejora respecto a los nuevos casos, la mayoría leves, excepto que la persona porte otras patologías. Ha escrito artículos académicos publicados en Journal of the American Medical Association (JAMA) y recibido menciones a su trabajo y dedicación. No obstante, el ingreso de Megan Aniston ha despertado en la memoria de la doctora los peores recuerdos cuando miles de personas morían solas y ellos caían derrumbados.
          –Hemos comprobado los resultados de las pruebas y creo que está muy claro. ¿A vosotros qué os parece? –pregunta al grupo de estudiantes que van con ella.
          –Yo diría que –responde uno de los flamantes médicos–, con toda probabilidad, por los síntomas que presenta, se trata, sin lugar a duda, de SARS-CoV-2
          –Macho, no seas tan técnico y di Covid que no estás delante del tribunal de examinadores de Harvard –dice una de las chicas que se inclina por la rama de cirugía.
          –No os peleéis, ambos tenéis vuestra parte de razón, pero el protocolo está activado y requiere de un lenguaje y términos adecuados. A ver, continuamos. ¿Quién puede detallarnos lo que debemos hacer primero?
          –Test de antígenos –interviene un colombiano en prácticas.
          –¿Y qué más?
          –También –salta otro estudiante–, un angioTAC para confirmar que el síncope ha sido a consecuencia de un tromboembolismo pulmonar (TEP).
          –Muy bien. ¿Y cuál sería el siguiente paso? –Violeta Reyes, directora de UCI, insiste siempre a los alumnos que la acompañan lo importante que es reflexionar antes de dar una respuesta que pueda equivocar un diagnóstico y, en consecuencia, el tratamiento a pautar.
          –Oxígeno a alto flujo –salta otro de ellos.
          –Correcto. ¿Y qué más?
          –Corticoides por sus efectos antiinflamatorios.
          –Antiviral de última generación.
          –¿Por qué?
          –Ha quedado demostrado –sigue el estudiante con su exposición– que la mayor farmacéutica de nuestro país los ha potenciado y los resultados son muy satisfactorios, mejora el estado general del paciente.
          –Antibioterapia –se atropellan unos a otros para subir nota.
          –¿Y no hay algo que se os escapa? –Violeta es muy consciente de que tiene delante de ella a un equipo de médicos que, en el futuro inmediato, se van a convertir en grandes profesionales porque tienen madera para ello.
          –¿El qué? –preguntan nerviosos y preocupados, ya que cometer un error a esas alturas de carrera puede restarles puntos.
          –Repasadlo todo paso a paso.
          –¡Ya sé! –salta la flamante cirujana–. Suministrarle heparina de bajo peso molecular.
          –Muy bien, querida. ¿Y por qué eso en lugar de anticoagulante de acción directa? –pregunta la titular.
          –Porque el tratamiento de inicio es ese, además es más fácil de revertir en caso de complicación, por ejemplo, si surgiera un sangrado. ¡Ya tendremos tiempo de pasarle a un anticoagulante oral una vez esté más estabilizada!
          –Perfecto. Durante los siguientes días haced un seguimiento del caso: anotaciones diarias respecto a la presión arterial, cantidad de orina vertida en las bolsas, coloración de heces y flemas, si las hubiera, saturación, arritmias, si empeora o se mantiene estable… En fin, pensad que de nosotros depende que los compañeros de planta, cuando suba, tengan una guía completa de cuanto ha acontecido aquí. Digamos que completamos las piezas de la evolución para que después ellos hagan los ajustes finales. Plasmad vuestra opinión, escribid el informe que adjuntaríais al historial médico y, sobre todo, no toméis decisiones a la ligera, sopesad los pros y los contras, preguntad lo que no sepáis o penda de la duda. Poner todo empeño por salvar cada vida humana es una responsabilidad adherida a nuestra vocación.
          –¿Nadie sabe su nombre? –preguntan.
          –Los colegas de la ambulancia no saben nada –contesta Violeta–. No obstante, en esa bolsa –se refiere a la que tiene colgada a los pies de la cama–, está su ropa, quizá encontremos algo. –A pesar de que eso era labor de los servicios sociales del hospital, la doctora Reyes procuraba responsabilizarse de todo lo referente al paciente mientras que estuviese en su unidad.
          –Si me lo permite, yo misma puedo mirar –contesta otra vez la colombiana.
          –No hay inconveniente.
          –¡Qué casualidad! –dice entusiasmada–, lleva propaganda de Pope Francis Center, mis abuelos son voluntarios ahí, les voy a preguntar.
         –Doctora Reyes –dice con timidez otra de las jóvenes que ha permanecido callada–: ¿es verdad que se dan casos de ictus en pacientes ingresados en UCI con covid-19?
          –Ocurre con frecuencia, tanto aquí como en cualquier otra planta convencional. Lo que sí sabemos es que aquellos que sufren ictus con infecciones concomitantes por covid-19, son más graves que quienes no tienen el virus. –Cuarenta y ocho horas más tarde a Megan Aniston se le desencadena una neumonía bilateral.
          Con el endoscopio listo para ser utilizado, tomando notas a gran velocidad, revisando las últimas placas de tórax y analítica más reciente, llevando doble mascarilla, gafa protectora y guantes de nitrilo, el equipo médico encabezado por Violeta Reyes conversa rodeando la cama de Megan Aniston, mientras que esta pelea por salir del cilindro herméticamente cerrado que la ha devuelto a los días de infancia, a las calamidades pasadas entonces y después, a la suerte que siempre estuvo desaparecida, a lo malo y lo regular que a lo largo de los años se ha cruzado en su camino, a los rostros de los que se fueron y de los que están, a la culpabilidad enconada por haber parido una hija con salud delicada, a lo complicado que le ha resultado abrirse camino siendo una mujer de color, a la mala experiencia de haber enviudado tres veces demasiado pronto. En definitiva, un repaso biográfico a toda una vida que ahora puede írsele de las manos. Varias millas más allá, simpatizantes de uno y otro partido, despliegan por las calles el júbilo de la bandera estadounidense celebrando los resultados que arrojarán las elecciones de Medio Mandato y, por consiguiente, el futuro de Estados Unidos y, en cascada, el del resto del mundo. Si yo siguiera al frente de la Motors Carson Company, con total seguridad habría votado a los republicanos Jack Bergman y John Moolenaar por el estado Michigan. Pero, aunque los demócratas Hillary Scholten y Bill Huizengal me caen bien, me importa un cuerno quien pilote la nación en estos momentos, ya que a este lado de la pobreza las cosas van a seguir más o menos igual de jodidas.
          –Gracias por su colaboración. ¡Alabado sea Dios! –dijo el reverendo Bob W. Perkins, al hijo de Joanne, mi antigua secretaria.
          –No hay de qué.
          –Es usted una persona muy humana y fiel a su cita semanal trayendo alimentos que ellos –señala hacia nosotros– agradecen tanto.
          –Todos debemos estar a la altura en la medida de nuestras posibilidades. Permítame hacerle una pregunta.
          –Por supuesto, faltaría más.
          –¿Cómo se llama aquel hombre?
          –¿Cuál? ¿El del gorro de lana?
          –No, el que está más allá.
          –¡Ah!, bueno. Es Ayden Carson. Un tipo bastante raro. Su familia era dueña de una importante empresa, fabricaban automóviles, pero se arruinaron como la mayoría del sector.
          –Ya. Mi madre, que actualmente tiene Alzheimer y está en residencia, trabajó para ellos. Es curioso, hace unos días cuando vine, le dije que me sonaba su cara de haberle visto en alguna foto con ella y lo negó.
          –Es muy introvertido, apenas habla con nadie.
          –Lo curioso es que ha estado viéndola y no sé cómo actuar: si abordarle o dejarlo estar.
          –Yo que usted no me molestaría. En fin, me esperan para el estudio de la Biblia. Vuelva pronto –dice con un apretón de manos al que el otro corresponde cordialmente.
          Regreso a casa y me resulta extraño caminar por los bulevares sin la charlatana de Megan Aniston pegada a mi lado, hilando una historia con otra sin respiro, hablando de sus antepasados, de arquitectura, de política, de lo que fuese con tal de no tener la boca callada. ¿Cómo imaginar lo que me esperaba al día siguiente a primera hora de la mañana…?

domingo, 4 de diciembre de 2022

Detroit, una historia cualquiera

7.
 
Por muy desgraciado que uno se sienta y piense que la vida le va dando hostias por todos los lados, de vez en cuando no está de más concederse algún gusto que haga el camino más llevadero. Eso mismo es lo que he hecho yo al encontrar dinero entre un montón de papales inservibles de la Motors Carson Company, a punto de tirar, comprar un boleto de autobús para pasar el día en Bay City, ciudad ubicada en la Región de la Bahía de los Grandes Lagos, a la que tanto fui por negocios. Al igual que pasa en Detroit, se aprecia el deterioro del paso del tiempo, la dejadez urbanística con desconchones en las fachadas, los cierres echados que nunca más se levantarán y las caras de amargura ya que un porcentaje elevado de la población vive bajo el umbral de la pobreza, excepto aquella zona que, por la amplia oferta de actividades al aire libre atrae al turismo. Sin buscarlo llego hasta el Mercado de las Pulgas situado en una amplísima explanada. Objetos de toda clase, algunos mutilados, deslucidos y otros en perfecto estado aguantan el transcurso de las horas hasta que alguien se fije en ellos y decida comprarlos. Custodiando un tenderete en el que se lee en letras grandes: “Anticuarios”, dos parejas de hippies, fumando marihuana, venden todo tipo de cosas colocadas desordenadamente, sin guardar ninguna estética. Me llaman la atención tres elementos en particular: una billetera que dice haber pertenecido a Johnny Cash, una mecedora tallada en madera y en muy buen estado y una Biblia encuadernada en piel, desgastada de tanto uso. En la esquina inferior derecha, está tallado el nombre de mi padre y en la primera página la dedicatoria para Emily, nuestra ama de llaves. Para ser sincero me ha emocionado y me pregunto cómo habrá llegado aquí. Quién sabe…
          –Hola Megan. Sé por mi esposo que una de tus hijas está delicada. ¿Cómo se encuentra? –pregunta la mujer del reverendo.
          –Mal, señora. Nació antes de tiempo y con poco peso, nunca fue una niña fuerte, siempre estaba pálida, no saltaba ni corría como sus amigos y amigas, era delgaducha, enclenque y siempre iba pegada a mí. Necesitaba determinadas medicinas que nosotros no podíamos comprar, eso le ocasionó problemas y alteraciones hormonales.
          –¿Y no la trataron?
          –Ya sabe que el sistema de salud estadounidense apenas da cobertura a los pobres y, en aquella época, menos aún.
          –Cierto, la reforma sanitaria de Obama llegó más tarde.
          –Pensábamos que al bajarle la regla resolvería sus males ajustando el organismo y así fue porque pasó unos años tranquilos, incluso cogió peso, pero desde el segundo embarazo que tuvo mellizos y un parto muy complicado arrastra una anemia que por más que hemos intentado frenarla ha sido imposible.
          –Aquí no damos abasto, sois muchas las personas que venís a recoger alimentos, pero he hablado con un contacto en Pope Francis Center y os van a ayudar, además cuentan con médicos solidarios que ofrecen sus servicios gratis.
          –No sé cómo agradecérselo, usted es madre y sabe lo que se sufre –coge su mano y trata de besarla, pero la otra la retira.
          –Anda, boba. Sécate esas lágrimas.
          –¿Y adónde dice que debo ir?
         –El 438 de St Antoine con el cruce de Larned St. Pregunta por Larry, te está esperando.
          –Si me necesita para cualquier cosa no tiene más que decírmelo.
          –Pues, ahora que lo dices…
          –¿Qué?
          –El domingo hablamos.
          –De acuerdo –se despidieron con un cariñoso abrazo.
         A la mañana siguiente Megan Aniston despertó barruntando un mal presagio y la extraña sensación de haber pasado por encima de ella un convoy de carros de combate, triturado todos sus huesos. Apenas puede moverse de agotamiento, pero hace de tripas corazón pese a la tos seca que clave alfileres en sus costados. Le duelen las articulaciones, arde su frente y la opresión del pecho revierte dentro de sí un aire contaminado. Quita del fuego el cazo que contiene un caldo instantáneo y lo reparte en dos tazas: de una, bebe tan sólo dos sorbos que no le saben a nada y la otra, la reserva para después. Ha perdido el olfato. Rebusca entre los cajones la mascarilla en mejor uso y se la ajusta en las orejas. Coge un gorro de lana, guantes y una chaqueta gorda para paliar el frío. Comprueba que todo está apagado y, con tiritona, dolor de cabeza, garganta y pecho, temblores en el vientre, visión borrosa y malestar generalizado, acude a la cita concertada en el centro de la ciudad adonde espera obtener soluciones para su hija. Sin embargo, apenas unas cuadras más allá, en mitad de la multitud que pasa de largo, se desploma en el suelo sin que nadie la socorra…
          A esa misma hora, no lejos del lugar donde Megan Aniston se ha caído, comienzo a prepararme para salir de casa. Hace una eternidad que no cuidaba mi aspecto personal y debo decir que parezco otro con el pelo bien peinado, la barba arreglada y camuflado en el único traje que conservo de mi anterior vida. Retengo el gusto del agua templada manchada con café típico americano, vuelco la lata oxidada donde guardo algunas de las monedas que me dan y cuento en total cinco dólares que tal vez alcancen para comprar una rosa. Respiro hondo, calculo mis fuerzas, la templanza que he perdido en la distancia corta tratando a los semejantes o que quizá nunca tuve, y llevo a cabo la dificilísima decisión de visitar a Joanne, mi antigua y querida secretaria, aunque confieso que tengo miedo en doble sentido: por un lado, a su reacción en el caso de reconocerme y, por otro, a mí mismo entrando en una dinámica de normalidad para la que todavía no estoy preparado y supongo que tampoco quiero estarlo. Pero cabe también la posibilidad de que Greyson Davis, el jodido psicoterapeuta me descubra y tache de intruso impidiendo que vuelva a merodear por allí. Seré cauto, estaré alerta, no bajaré la guardia. Durante el tiempo que llevo vigilando las rutinas de su familia y estudiando cada una de sus costumbres, sé que el primer día de la semana no aparecen por la residencia, así que, hoy no tendrá un pedazo del pastel de boniato que tanto le gusta y la botellita de cerveza que, de vez en cuando, introducen clandestina. El viento de la mañana, absolutamente helado, recorre los poros de mi piel exfoliando las células moribundas de las mejillas. Apenas media docena de personas transitan por el vecindario, entre ellas, el dueño del restaurante coreano que hay más abajo y adonde apenas acuden ya clientes, y la empleada de la peluquería que, un día sí y otro también, frota con estropajo la pintura de las palabras obscenas escritas cerca de la puerta. Es lunes y aún perdura en el ambiente que los Detroit Tigers derrotaron anoche a sus contrincantes, un equipo local, de poca monta, a los que hicieron papilla, pero bastantes nervios tengo encima como para preocuparme de eso. Avanzo por la amplia avenida y diviso el distinguido edificio de la Facultad de Derecho. Un poco más allá, pegados al estrecho arcén, hay un control montado por la policía dando libre acceso a la ambulancia que llega a toda prisa. Malhumorado por la contrariedad de impedirnos el tránsito, blasfemo en voz alta y recibo alguna mirada de desprecio.
          –¿Qué ha sucedido? –pregunto al corrillo de gente cada vez más numeroso–. No pueden bloquearnos, somos ciudadanos libres.
          –La libertad no existe, hermano. Nos vigilan, están en todas partes –interviene un homeless salido prácticamente de la nada–. Tienen micrófonos invisibles, cámaras ocultas y se han metido dentro de nuestro cerebro…
          –Muy bien, lo que tú digas, pero no pienso quedarme de brazos cruzados. Averigüemos qué coño ocurre –digo sacando ese punto de autoridad que todavía no he perdido.
          –Yo lo sé, una drogadicta se ha pegado una leche y al levantarla ha agredido a un agente –cuenta toda convencida una mujer que se acerca por detrás.
          –¿Y tú cómo lo sabes? Vamos, dínoslo.
          –Me lo ha dicho Dios. –Mucho tiempo después supe que aquello estuvo relacionado con el desmayo que Megan Aniston sufrió y por el que tuvieron que llevarla urgentemente al hospital.
          Los alrededores de la residencia de mayores donde está Joanne se parecen mucho al Distrito Histórico de West Canfield donde los Carson crecimos cuando teníamos la industria automotriz y pensábamos que nada ni nadie podría con nosotros porque éramos miembros invencibles de la alta sociedad. Cualquiera que conozca ambas zonas encontrará similitudes entre ellas fijándose en el diseño de las mansiones tipo palacetes, en los tonos otoñales de las fachadas de ladrillo visto que según por dónde se mire cambia la gama de marrones, en el césped cuidado a diario y en los distinguidos jardines que dan al lugar la elegancia que le corresponde y, por consiguiente, a mí un pellizco de nostalgia, máxime si cierro los ojos y rescato de la memoria del paladar la textura de las tiras de langosta con Wontón crujiente que tan deliciosas preparaba nuestro cocinero coreano Chul-Moo. Desde la última vez que estuve el paisaje sigue igual dentro del recinto. Los paseantes continúan buscando las coordenadas del rumbo perdido y el personal vigila cada uno de sus movimientos para que no se escapen. La galería luminosa por la que voy hasta el final conduce al área privada de los residentes y al control donde firmas en el libro de visitas junto a la fecha, hora de llegada y nombre de la persona a la que vas a ver. Previo a eso se pasa por el arco de seguridad que detecta cualquier objeto peligroso que pudieras introducir.
          –¿A qué habitación va? –pregunta la administrativa sin levantar la vista de los papeles.
          –No sé el número, hace mucho que no vengo –procuro sonar convincente.
          –Imagino que el nombre de la persona que quiere ver si lo sabe, ¿verdad? –noto algo de sarcasmo.
              –Mrs. Joanne, no recuerdo el apellido.
          –5011. Al fondo verá un arco de madera, giré a la derecha y rápidamente verá su aposento. Hoy no ha querido salir del dormitorio.
              –¿Está enferma?
            –Qué va, lo hacen a menudo, sobre todo si se desvela y tarda en conciliar el sueño, entonces se enfada con el mundo.
              –Tendré cuidado no sea que la tome conmigo.
        –Tranquilo, es inofensiva. Una flor preciosa. Le va a encantar, sigue siendo muy coqueta.
              –Eso espero –digo forzando una sonrisa.
          –Perdón –aunque la puerta está semi abierta toco con los nudillos–, vuelvo luego, cuando acabe.
              –Pase, por favor. La he traído jugo de piña porque apenas ha probado el desayuno.
              –Comprendo.
            –Siempre lo toma en el jardín, pero no le apetece hacer nada –acaricia la barbilla de la anciana–. ¿Nos habíamos visto?
             –Creo que no –mejor dejarlo en suspense y no levantar sospechas.
             –¿Es otro de los hijos?
             –En realidad sólo un viejo amigo.
          –¡Anda, qué callado te lo tenías, eh! ¡Una cita con un apuesto caballero! –dice mientras la coloca bien las horquillas del pelo–. Bueno, cualquier cosa que necesiten toque el timbre y acudiremos.
         Joanne permanece con la vista clavada en el horizonte de una pared blanca que parece querer atravesar y por la que huir del encarcelamiento que sufre tras las rejas de la ingrata amnesia. Observo sus manos hidratadas, brillantes, de dedos largos que se me antojan de pianista y las uñas en forma de almendra, esmaltadas en rosa claro y sin restos de cutículas que las afeen. En el anular izquierdo una discreta sortija y el reloj que regalábamos en la empresa a cada trabajador que alcanzaba los objetivos marcados, es el total de complementos que luce. Lleva un traje pantalón verde atrevido que realza su figura y un fular gris, apagado, aportando el punto exacto de elegancia. Ninguno de los dos tenemos prisa, así que, antes de sentarme frente a ella, pongo en agua la flor para que no se marchite.   
      –Supongo que se preguntará qué hago aquí, le juro que ni yo mismo lo sé. Hace semanas que su hijo me abordó y negué conocerla, pero ya ve, el pasado siempre vuelve y sentí la necesidad de venir –siquiera parpadea–. He pensado muchas veces en lo contenta que se puso cuando despedí de la Motors Carson Company al hombre de confianza de mi padre. Estaba indignada porque era maleducado y pésimo compañero, de los que te traicionan por la espalda. Todavía recuerdo lo que nos costó subir hasta el despacho la documentación guardada en la caja fuerte del sótano, de la que yo no tenía ni idea. En ese momento usted hizo que me sintiera menos ridículo de lo que era –permito que nos arrope el silencio pegando los labios unos instantes–. Aquello fue el despropósito de una locura que nunca debió ocurrir y yo la persona menos indicada para dirigir la nave. Sin embargo, a pesar de todo lo que pasamos juntos me alegro de que no viera lo mal que me porté con la esposa y los descendientes del obrero al que aplastó la pieza que se soltó de la grúa. Cuando esto ocurrió yo era sólo un niño y papá ocultó la verdad diciendo que el accidente se produjo a consecuencia de un fallo humano, librando así a la compañía de toda culpa. Años después la familia del hombre nos llevó a los tribunales, y como yo aún conservaba contactos influyentes me orientaron para poner en marcha estrategias muy sucias y destruir la memoria del ser que ya no podrá defenderse –oigo pasos que se acercan y me pongo a la defensiva–. Prometa que se va a cuidar.
          –Lo siento, caballero –irrumpe un auxiliar–, pero el horario de visitas ha terminado por hoy y debe irse.
          –Claro. –Me pongo en pie y abordo la despedida tocando suavemente su hombro. Ella, que no rechaza el contacto en absoluto, descruza las piernas y se acomoda un poco más dentro del sillón, mientras que a través de la ventana sigue con la mirada el vuelo de una curruca en libertad. Esa fue la última vez que nos vimos. En el exterior, un joven en bicicleta pedalea silbando la melodía de un conocido blues, mientras que yo, cabizbajo y abatido, me alejo con la imagen de mi antigua secretaria guardada en la retina.
        –Ayden, ¿qué puede haberle pasado a Megan Aniston para no venir hoy?pregunta Olivia Perkins, la esposa del reverendo, cuyo enfado se adivina a la legua ya que, al término de la misa del domingo, pensaba contarle que podían organizar juntas la función de navidad con los más pequeños.
          –¿Y yo por qué tengo que saberlo? –dijo arqueando una ceja, ¿acaso soy su perro guardián?
            –No te ofendas, hombre. Es que tenía que haber acudido a una cita y hablar conmigo, pero al parecer se ha evaporado como la espuma. –Larry, el voluntario de Pope Francis Center, quien facilitaría asistencia sanitaria para su hija, enferma casi desde el nacimiento, estuvo esperándola más de hora y media–. Ojalá que esté bien.
          –Esta maldita ciudad nos elimina, señora. Y, ahora, si me disculpa, he de ponerme a la cola o me quedaré sin la bolsa de la semana.
          –Claro, discúlpeme. ¡Qué boba!
          –¿Queda algo para mí? –pregunto al encargado de repartir las bolsas de alimentos aportadas gracias a la generosidad del vecindario.
        –Esto es lo último, llévatelo. Hay mantequilla, galletas, una pastilla de jabón y salchichas, poca cosa, lo lamento. Desde la pandemia la solidaridad de las personas se ha visto mermada por las propias dificultades de cada uno –en Detroit los problemas se multiplican por la alta tasa de paro, la evasión industrial, la bancarrota y el abandono de la metrópoli–. La gente cada vez tiene que hacer frente a más gastos y echar muchos números para sobrevivir. Entristece ver la deriva que ha tomado la humanidad. ¿Verdad?
          –Puede. No sé. Gracias. –Esas son las únicas palabras que logro pronunciar. Tres millas más allá, la ambulancia que lleva a Megan Aniston urgente al hospital, intenta abrirse paso entre la caravana de automóviles que van en dirección a las montañas, para observar el eclipse lunar.
          –Aguanta, querida, estamos llegando –dice el dulce enfermero que no deja de acariciarla…