domingo, 23 de febrero de 2020

Nocturno, en el estado de Nevada

12.

Señor García, tome asiento, por favor’, –dijo Adam Walker haciéndolo también él–. ‘A ver, explíqueme de qué va todo esto, porque yo no he hecho nada. Soy un ciudadano honrado que paga sus impuestos, ama a su patria y a Dios’. ‘No se ponga a la defensiva, hombre. Tan sólo ha de responder a unas cuantas preguntas’. ‘¿Sobre qué?’. ‘Verá. Investigamos el asesinato de Alexa Valdés, que fue pareja suya’. ‘¡Uy!, no, no. Por ahí sí que no paso, ¡eh!, –se levantó y caminó de un lado para otro con violencia, producto del nerviosismo y de las sustancias que llevaba en el organismo–. Hacía muchísimo tiempo que nosotros ya no estábamos juntos. Así que, dejemos clara una cosa: no me van a cargar el muerto a mí’. ‘Bueno, de momento nadie le está acusando, sólo que, como comprenderá, necesitamos barajar todas las hipótesis posibles hasta dar con el autor de los hechos. Dice que habían roto la relación. ¿Cuánto hace de eso?’. ‘No sé, ¿seis, siete años?’. ‘Entonces, ¿cómo se explica que unos meses antes de morir, y estando hospitalizada por desprendimiento de retina y una pierna rota, fuera usted personalmente quien impidió que su abuela entrara en la habitación a verla?’. ‘¿Pero qué coño está diciendo? –soltó una fuerte carcajada–. No hagan caso de esa vieja loca. Aunque… Ahora lo comprendo, en realidad no saben qué ha pasado y piensan que el Johnny es perfecto como cobaya, ¿verdad?’. El detective vigilaba de cerca el cenicero donde ya había dos cigarrillos recién apagados. ‘¿Recuerda esto?’, –le muestra un parte de lesiones–. ‘No, pero seguro que me lo dirá enseguida. ¿A qué sí?’. ‘Léalo, si es tan amable, y verá que su nombre figura en él’. ‘Claro, sí. Es que lo di en admisión, porque cuando la llevé a urgencias la había encontrado tirada en la calle. Fíjese la diferencia: yo la auxilio y encima estoy aquí’. ‘Mire la fecha, resulta que transcurrieron solamente veinte días hasta su fallecimiento. No lo entiendo. Acláremelo, si es tan amable’. ‘Ya, bueno, es que me lío un poco, pero si me permite hacer memoria…’. –no le dejó terminar la frase–. ‘¿Dónde se encontraba el 24 de enero del presente año?’. ‘No pienso decir nada más si no es en presencia de un abogado’. ‘Está en su derecho. No obstante, si no tiene nada que perder… Perfecto, recibirá entonces la citación para venir a declarar. De todas formas, le aconsejo que no salga de la ciudad’. En cuanto se quedó solo en el despacho, abrió un cajón del escritorio, sacó una pequeña bolsa de plástico con cierre, volcó las colillas y salió disparado hacia el laboratorio donde extraerían el ADN del presunto asesino.
          La tarde cayó de golpe como una túnica por la falda de las montañas. Empezaba a refrescar, y un sol ya turbio, de color casi enfermizo, confundía el final del ocaso con la caravana de nubes que descendía hasta las cumbres. Desde la ventana, papá observaba el cielo levantando la vista de vez en cuando de la novela que leía: “Arde el Cañón del Colorado”. ‘Mira lo alterado que está el ganado, algo anuncian’, –dijo, señalando hacia el establo–. ‘Te conozco bien y tú no acostumbras a hacer comentarios a la ligera –en respuesta a su afirmación–. ¿Qué piensas exactamente?’. ‘¿Ves aquello que pasa tan veloz como el ferrocarril y apenas se distingue?’. ‘Sí, es verdad, parece un convoy cruzando en las alturas’, –dije– ‘Puede ser una manada de bisontes o de alces huyendo hacia un lugar seguro’. ‘¿En qué te basas?’. ‘Bueno, ya sabes que la amenaza de que la caldera de Yellowstone estalle, provocando la mayor catástrofe global nunca vista hasta el momento, es algo que planea siempre sobre Wyoming. Es posible que ahora haya más movimientos y ellos lo intuyan’. ‘Sin embargo, importantes geofísicos aseguran lo contrario’, –expresé convencida– ‘¿Recuerdas lo ocurrido al noroeste de Washington, cuando el Monte Santa Helena entró en erupción?’. ‘Claro, han pasado pocos años desde entonces, pero creo que las circunstancias que se dieron entonces son muy distintas respecto a las de nuestro supervolcán’. ‘¿Ah, sí? ¿Cuáles? Anda, listilla. Pon ejemplos’. ‘Oye, oye, Brayden Morgan, que tengo muchas cosas que hacer como para perder el tiempo, así como así’, –reímos tanto que nos dolió la barriga–. ‘Ven, siéntate aquí conmigo, y conversemos’. Eso hicimos, porque a él, a pesar de no ser un hombre instruido, le gustaba aprender y opinar de cuánto sucedía en los Estados Unidos. ‘¿Echo más leña? Sólo quedan brasas’. ‘Como quieras, aunque creo que no es necesario. Se mantendrá bien el calor’. Ignoré la apreciación que hizo y busqué unos troncos no muy grandes para reavivar la chimenea. ‘Me ha dejado preocupada el comentario que has hecho. ¿De verdad sospechas similitudes entre esa catástrofe y la que pueda ocurrir aquí?’. ‘En mi opinión, en esta vida, todo tiene conexiones internas. Hagamos memoria y situémonos en aquel momento’. ‘Vale: mamá vivía con Richard, tú estabas solo y yo estudiando en Las Vegas. Lo que se dice una familia unida –solté de carrerilla, guiñándole un ojo para relajar la presión de sus labios–. Era el 18 de mayo de 1980’. ‘Exacto. Y, justo dos días antes, un grupo de geólogos advertía de la poca actividad del volcán, aun habiéndose producido algunos leves sismos y alteraciones en el cráter’. ‘Es decir, que alertaban del peligro inminente, pero nadie les escuchó’. ‘Eso es, hasta que un terremoto de 5.1 grados de magnitud provocó el desplome de la cara norte de la montaña, causando más de medio centenar de muertes, cuantiosos daños medioambientales e incalculables edificaciones destruidas’. ‘Quienes –le pisé la palabra– hicieron oídos sordos a los avisos de los profesionales distorsionaron la realidad, argumentando que eran fenómenos normales a los que no había que dar mayor importancia’. ‘Allison, lo que quiero decir es que hemos de escuchar más y entender mejor el lenguaje del mundo animal y el de la naturaleza, porque continuamente nos están comunicando cosas’. Aquellas palabras me hicieron caer en la cuenta.
          Mayalen se ganaba unos dólares extras cuidando al suegro de su vecina mientras ella hacía gestiones fuera. Desde que se quedó viuda y a cargo del abuelo, tenía que ocupase de todo, y eso, a menudo, ponía a prueba su capacidad de aguante. El anciano, a partir de que su hijo sufriera un infarto y muriera al poco tiempo, se abandonó de tal manera que se aceleró su deterioro físico, llegando incluso a perder el habla. Así que, cuando quería cualquier cosa, señalaba con la vista hacia el objeto deseado o emitía sonidos difíciles de descifrar. ‘A ver, estese quietito, que le voy a poner un babero para que no se manche. Traje compota de manzana, esa que le gusta tanto. Verá qué rica está’, –aseguraba, a la vez que le levantaba los brazos para pasar las cintas del pechero por debajo de ellos–. ‘¿Cómo va lo suyo, querida?’, –preguntó la nuera–. ‘La señora abogada dice que esté tranquila, que el caso sigue su curso. Pero yo, ¿qué quiere que le diga?, los nervios se me agarran aquí –cerró los puños sobre el estómago– y me desespero’. ‘Tenga confianza, seguro que se soluciona muy pronto. Aquí dejo la medicina. Si no he vuelto a las seis se la da con un batido de cacao que hay en la nevera, así la traga mejor’. ‘Descuide. Marche despreocupada’. Los dos octogenarios quedaron solos, con la sensación de habitar un espacio dentro de la vida que fluye que ya no les pertenecía. Él, con esa mirada cristalina que transparentaba el cercano final, tomaba las cucharadas que ella le iba dando con absoluta ternura. ‘Ande, no tuerza la boca y saboréelo –pareció sonreírla–. No le gusta que salga, ¿verdad? Es joven, tiene que hacerse a la idea de que el día menos pensado viene con otro marido. Que sí, que ya lo sé. A usted le preocupa realmente que ande por ahí hasta las tantas, ¿no? Y que puedan hacerla daño’. Arrimó una silla junto a la cama del hombre y les venció el sueño. A las tres de la mañana les sobresaltó un frenazo en seco contra el bordillo de la acera. Encendió la luz de la mesilla, miraron hacia la puerta, pensando que se abriría, y oyeron los tacones de la mujer subir por la escalera, acompañada de otros pasos, y llegar hasta al dormitorio con la premura que da la lujuria. Refrescó los labios del hombre con una gasa húmeda, le apartó de la frente un mechón blanco de pelo y dijo: ‘Ay, viejito. Son cosas que pasan’.
          Cuando Michelle y yo aterrizamos en el Aeropuerto Internacional de Portland, en Oregón, todavía nos quedaba por delante un trayecto de algo más de una hora para llegar a la ciudad de Salem. Nos llamó mucho la atención la originalidad del edificio que albergaba la terminal, que estaba dividida en cinco vestíbulos en forma de letra “H”. Teníamos varias citas programadas: una, con la directora de la escuela donde el exalumno disparó a su profesor asesinándole en el acto, y otras con familiares lejanos y conocidos del jardinero que lo presenció todo y declaró con la condición de que su esposa e hijos entraran también en el Programa de Protección de Testigos. El día anterior habíamos estado con Ethan preparando los encuentros, y nos dio algunas pautas a seguir. ‘Contesta la llamada, por favor. El móvil está en mi bolso’, –pedí a la becaria, mientras seguía conduciendo–. ‘Es el detective, –dijo–. ¿Cómo te va, compañero?, –silencio– Sí, hemos llegado hace treinta minutos. Todo bien. –silencio–. ¡Ah, sí!, –silencio–. ¿Estás completamente seguro? –silencio–. Aguarda un segundo que informo a la jefa. Allison, ha descubierto el lugar del crimen’. ‘¿Cuál?’, –pregunté, totalmente despistada–. ‘Coño, letrada, ¿qué te pasa?, pues el de Alexa. Se lo ha soplado un colega que tiene contactos muy importantes’. ‘Estupendo. Dile que no quiero saber los métodos oscuros que haya empleado, pero que me envíe por correo electrónico la información, así podré ponerla en conocimiento del inspector Walker. ¡Ah!, y que averigüe el nombre del fiscal que llevará el caso’, –transmitió mis órdenes con sarcasmo–. ‘¿Has entendido? –silencio–. Espera. Dice que irá a echar un vistazo’. ‘Óyeme lo que te digo –grité, sin dejar de vigilar la carretera–: no se te ocurra hasta que nosotras no estemos allí’. Colgó el teléfono y nos quedamos algo pensativas. ‘¿Se lo dirás a la abuela?’, –apareció un visillo de tristeza por la cara de mi ayudante–. ‘Claro, sobre todo si encontramos algún efecto personal que tenga que identificar. Pobre, queda lo más duro, si es que sacamos algo en limpio’. ‘Que nos pasamos. Gira a la izquierda y métete por donde indica la flecha’. ‘No la veo’. ‘Es esa, donde pone Distrito Escolar Salem-Keizer’.

domingo, 9 de febrero de 2020

Nocturno, en el estado de Nevada

11.

En la oficina del sheriff de Carson City llevaban meses doblando turno dos veces en semana, algo que al agente Adam Walker no le suponía mayor esfuerzo, ya que adoraba su trabajo de servicio público a la comunidad. Sin embargo, esa noche llegó a casa más abatido que otras veces. Su esposa le esperaba junto a la chimenea tejiendo el jersey que iba a regalarle por su veinticinco aniversario de boda. Alejada del centro de la ciudad, la zona donde vivían era muy tranquila, con un vecindario de gente mayor que nunca había protagonizado ninguna clase de escándalo, pero en el que, tal y como estaba aumentando la delincuencia en todos los estados, cualquier precaución que se tomara era poca. ‘Hola, querido. En el horno te he dejado un trozo de pastel de carne, puede que aún esté caliente’, –dijo–. ‘Gracias, se me ha quitado el apetito. Bebí unas cervezas con los compañeros y no me apetece comer nada’, –mintió él–. ‘Como quieras’. ‘Prefiero acostarme. Hemos tenido un día bastante complicado’. ‘Entonces, descansa’. Hasta mañana’, –agachó la cabeza, se detuvo, volvió a mirarla y con resignación entristecida se dedicaron mutuas sonrisas–. Se quitó los calcetines, los metió arrugados dentro de las botas y fingió dormir cuando ella entró sigilosa al dormitorio y, para no despertarle, se tendió con mucho cuidado a su lado, ajena al desvelo de su marido, que no pegó ojo en toda la noche, dándole vueltas al asesinato de Alexa y su complicada historia personal narrada por la abuela Mayalen y su abogada Mrs. Morgan. Repasaba de memoria cada detalle, visualizando la escena del crimen, las presuntas negligencias que según la letrada se cometieron en los primeros registros, así como la pérdida de una muestra de tejido del agresor entre las uñas de la víctima, que aparece en un primer informe y después ya no. Por su experiencia, sabía que, conforme pasaba el tiempo, se hacía más difícil localizar ADN en entornos expuestos a diversas inclemencias, o que hayan sido limpiados concienzudamente. A la mañana siguiente, mientras tomaba un café negro en la cocina y con el expediente abierto sobre la mesa, retuvo los rasgos de la joven dentro de sí e imaginó el sufrimiento que pasaría esa diminuta persona durante su trágico final. Fue entonces que un gélido escalofrío le recorrió la espalda, pensando que sus hijas de 15 y 16 años podrían haber corrido una suerte parecida. De vuelta al despacho, y tras poner al corriente a sus superiores, activó el protocolo de investigación que comenzaría con el interrogatorio del presunto culpable.
          En el taller mecánico propiedad de su familia, Johnny García realizaba trabajos eventuales sólo cuando necesitaba dinero para saldar las deudas que adquiría en el juego o en sus trapicheos de contrabando. Manchado de grasa hasta las cejas y hurgando en las tripas de un Ford Thunderbird de los años setenta, reconoció la voz del padre gritándole desde la calle. ‘Ya voy, coño. Espera un momento. ¿No ves que estoy ocupado? ¿A qué tantas prisas, viejo tonto?’, –masculló, lanzando un trapo sucio contra las herramientas–. Del coche patrulla, estacionado en la puerta del local, se apearon dos policías musculosos, con una de las manos sobre la culata del arma enfundada en el cinto, y la otra mostrando la placa. ‘A ver: ¿qué has hecho esta vez, desgraciado? Siempre nos traes problemas, chico’, –exclamó uno de los hermanos que dirigía el negocio–. ‘Buenos días, agentes’, –le devolvieron el saludo y llamaron por su nombre y apellido–. ‘Tiene que acompañarnos’. ‘¿De qué se me acusa?’. ‘Nosotros cumplimos órdenes’. ‘Pues no pienso moverme de aquí, ni ir a ningún sitio, mientras no se me dé una explicación’. ‘Eso tendrá que hacerlo el inspector encargado. Apresúrese y no nos obligué a llevarle por la fuerza’. ‘Al menos dejen que me cambie de ropa’. ‘Bueno, pero sin demora’, –respondieron–. ‘Si yo fuera ustedes no me fiaría de éste. Es probable que se escape’, –dijeron desde dentro–. ‘Dejadle en paz y ocupaos de vuestras cosas’. ‘No te preocupes, mamá. Enseguida vuelvo’, –dijo, besando la mejilla de la mujer–. ‘¡Eh!, ustedes. Mucho cuidado con lo que le hacen al muchacho’. ‘¿Nos está amenazando, señora?’. La miraron con temeridad e indiferencia y se metieron en el auto sin más.
          Allison, la chica no declarará contra el Johnny. Además, amenaza con destruir la grabación que guarda de una sesión de sadomasoquismo si no sacamos también a los suyos del país’. ‘Ya, pero eso no depende de nosotros. Tú lo sabes y tendrás que hacérselo comprender’. ‘¿Recordáis el caso de Morris contra Rogers?’, –dijo Michelle–. ‘En estos momentos no, refréscanos la memoria’, –contesté yo–. ‘Pues que nos llamó muchísimo la atención el jaleo que se formó en Salem, la capital del estado de Oregón, cuando la prensa sacó a la luz el caso del tiroteo que se produjo en un instituto en el que resultó muerto uno de los profesores. El jardinero del centro, que andaba por allí, lo vio todo, con lo que su testimonio era crucial para acusar al exalumno que sembró el pánico con una recortada. Sin embargo, el hombre puso como condición que lo haría siempre que su esposa e hijos entraran en el mismo programa que él. Las autoridades se resistieron hasta que, fue tal la presión ciudadana, terminaron accediendo’. ‘Es verdad. Hubo grandes manifestaciones a lo largo del valle de Willamette apoyando a la familia’. ‘Joder, letrada. Esta mujer parece que tiene una computadora en la cabeza’, –soltó el detective–. ‘Ahora que lo refieres, hay muchos puntos de conexión entre aquello y esto. Investiga lo que puedas al respecto –indiqué a la becaria–. Habla con alguien del entorno de la víctima y que te cuenten, así como con el abogado defensor y el director de la escuela. En cuanto lo tengas les hacemos una visita’. ‘Perfecto, jefa. Me pongo a ello’. ‘Os invito a unas cervezas’, –me salió de repente, supongo que lo dije por no quedarme sola–. ‘Venga’. ‘Vamos’.
          The Beer City, en el cruce de S Curry St con W 5th St, conservaba el ambiente del viejo oeste concentrado en un espacio para solitarios al final de la jornada. Una de las paredes estaba cubierta de pantallas de televisión emitiendo cada una de ellas canales diferentes que embobaban al grupo de granjeros en edad fértil que hacían tiempo para acudir a la cita semanal en el burdel. Enfrente de ellos, los más ancianos, exentos ya de cualquier necesidad erótica, acodaban su soledad sobre la frágil cuerda de la nostalgia mientras la vida se esfumaba delante de sus narices. Había también una de aquellas máquinas de discos en las que, introduciendo una moneda de menos de cincuenta centavos, uno elegía canción. Me acerqué a ella, y, tras pensarlo un buen rato, seleccioné Unwound, de George Strait, uno de los más grandes intérpretes country contemporáneos. La camarera, sujetando el lápiz en el borde de la oreja y asomando el cuaderno de comandas por el bolsillo del delantal, mascaba chicle enfurecida. Nos sirvió tres generosas jarras de cerveza y unas hamburguesas gigantes con pepinillos, cebolla y doble ración de mostaza y kétchup. ‘¿Cuándo crees que comenzará el juicio?’, –pregunté a Ethan cogiéndole desprevenido–. ‘Uy, pues no sé. Con un poco de suerte a finales de año, creo yo’. ‘¡No es posible! ¿Tanto?’, –clamó la becaria–. ‘No sé si Mayalen podrá soportarlo entero. Ya sabes las estrategias que utilizamos para destruir a la parte contraria, y con ella lo harán’. Sí, pero es una mujer muy fuerte –soltó Michelle, a la vez que le hincaba el diente a la porción de carne jugosa y braseada–, lo ha demostrado llegando hasta aquí’. ‘Estoy de acuerdo. Sin embargo, escuchará cosas desagradables respecto a su nieta’. ‘En fin, confiemos en que todo salga bien’. La conversación dio un giro radical cuando se enredaron en la discusión sobre abolir o no la pertenencia de armas de fuego en civiles, ya que uno decía que prohibirlas iba contra la Segunda Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos de América, que blinda el derecho de cada individuo a adquirirlas libremente, estableciendo que el gobierno federal, al igual que los estatales y los locales no pueden infringir dicho privilegio. El otro, más contestario, argumentaba que su posesión era un atentado contra la vida. ‘No te equivoques, querida –gritó el detective–, gracias a la National Rifle Association se han evitado múltiples desgracias’. ‘Muy bien, es tu opinión y la respeto, pero discrepo contigo rotundamente porque, estando las armas fácilmente al alcance de todos, cualquier desequilibrado, fusil en mano, ejerce de mensajero de la justicia’. ‘Bueno, eso sólo pasa de vez en cuando. ¿Acaso si te atacaran de noche no irías más segura con una pistola en el bolso?’. ‘Sinceramente: no. Son elementos peligrosos que alteran la convivencia entre personas. ¿Imaginas que se te acerque un inocente, que tú sospeches de él por lo que sea y dispares…?’. Me mantuve al margen del debate porque nunca tuve una postura clara al respecto, ni siquiera cuando papá y el tío James trataban de convencerse el uno al otro.
          Charlotte Bennett, persona muy competente y ordenada en su trabajo, era una prestigiosa profesional que formaba parte del equipo de la Oficina del Fiscal del Distrito de Carson City, extendiéndose su fama a todo el país por la defensa a ultranza que hizo del sistema de salud universal durante el mandato de Bill Clinton. Por su perfil próximo al Partido Demócrata, la solidez y fidelidad a sus principios, le adjudicaban casi siempre casos con fuerte peso social. Adam Walker, que la conocía muy bien, se alegró muchísimo cuando supo que sería ella la encargada del proceso. ‘¿Y dices que la abuela de la víctima es quien pone la denuncia?’. ‘Sí. Vino con su abogada’, –respondió el inspector–. ‘Espera un momento que vea quién es –buscó el nombre de la letrada en las páginas del expediente–. ¿Allison Morgan?, no me suena de nada. ¿Y a ti?’. ‘Ella puede que no, pero el bufete donde está verás cómo sí’. ‘¿Cuál?’. ‘WILSON, ANDERSON & SMITH’. ‘¡Acabáramos! De los selectos del estado de Nevada. Aunque puede que de mí no guarden un buen recuerdo’. ‘¿Por qué?’. ‘Perdieron un juicio de mucho dinero. Su cliente era un tipo importante del sector del petróleo y el denunciante un pobre hombre que sufrió repetidas intoxicaciones. Cuando el juez anunció la indemnización a pagar, se llevaron las manos a la cabeza, y uno de los socios fundadores dijo que jamás me perdonaría’. ‘Me acuerdo de aquello, pero ahora es diferente, jugáis en el mismo campo’. ‘Centrémonos, pues’. El inspector compartió con ella la información que tenía. ‘Supongo que ya estará todo en marcha. ¿No?’. ‘Sí. Una patrulla va de camino…’.
          Desde que Mayalen se quedó sola, la noche de Santa Claus era muy triste. Alexa nunca la vivió con intensidad, ni apreció los esfuerzos que hacía su abuela por complacerla de niña. Los recuerdos de entonces que acudían a su memoria eran distorsionados o quizá irreales. Pero, aún ahora sabiendo que ya nunca volvería, seguía poniendo bajo el árbol un paquete para ella.