domingo, 17 de marzo de 2024

Cerca de la Smoky Mountains

12.

A su regreso de Alabama, concretamente de la ciudad de Stevenson, lo primero que hizo Opal Nelson fue visitar a su familia ya que discutían constantemente por teléfono. La madre no estaba dispuesta a dejarse intimidar por las fantasías de una soñadora, influenciada por las historias que la abuela Tillie, tan disparatada y fuera de la realidad como lo estaba la joven, la había metido en la cabeza; tampoco aprobaba la decisión de que viviera en una autocaravana, presumiendo de liberal y nómada, mientras tiraba por tierra los valores y principios fundamentales que le habían transmitido. A esa hora de la mañana el cielo mostraba un mosaico de nubes esparcidas hasta donde alcanzaba la vista y atravesadas por el vuelo de aves migratorias hacia lugares más cálidos. La zona de Lenoir City donde tenían la humilde casa era un espacio tranquilo en el cruce de S Cherry St con Bell Ave. La Iglesia Baptista ubicada en esa misma calle servía de centro social donde los vecinos compartían experiencias y actividades y también de dispensario para que homeless y alcohólicos recibieran ayuda especializada. Los postes que sostenían la infraestructura eléctrica dibujaban en su conjunto un entramado de cables horizontales cruzando por encima de los tejados; según iba llegando Opal recordó el miedo atroz que sentía de niña pensando que aquello cualquier noche se les caería sobre la cama, abrasándolos. El olor característico de galletas horneadas recientemente despertó fragmentos de su infancia cuando los días eran un collage de juegos imaginando que nada había imposible. Tal y cómo sospechó las cosas poco habían cambiado entre los suyos, el padre lijaba un trozo de madera hasta dejarlo con el grosor exacto para calzar la pata de la mesa que seguía coja y la madre frotaba con ímpetu los cristales como si una cagada invisible de mosquitos los hubiera empañado. Era como retroceder a otra época sabiendo que afuera el tiempo había evolucionado.
          –Desde que tengo memoria he peleado contra un amasijo de sentimientos encontrados, por un lado comprendía que las narraciones de la abuela Tillie guardaban muchísima coherencia: el empeño por destapar la verdad y reconciliarse con el pasado, la lucha constante y prolongada que mantuvo firme hasta el final de sus días, la certeza de que sus raíces estaban al otro lado de la montaña, en las cimas donde habitaban los espíritus de los antepasados, esa delicadeza tan suya considerando elementos sagrados al aire, los ríos y el fuego, entre otros, guardándoles absoluto respeto y esa valentía para afrontar las adversidades surgidas a lo lardo del camino; y por otro las dudas abiertas dentro de mí que a punto estuvieron de empujarme al abandono y al vacío más aterrador, pero una noche quedándome fija mirando el atrapasueños colgado encima de mi cama, decidí continuar con su legado –la mujer, por el ventanal que daba a la parte trasera, observó cómo dos ardillas trepaban por los árboles, a la vez que cada palabra pronunciada por la hija se le clavaba en el corazón como puntas de puñales afiladas.
          –Estás disgustando a tu madre.
          –No lo pretendo papá, sólo necesito saber, entiéndelo.
          –¿Acaso entiendes tú su inmenso dolor con todas esas patochadas que estás contando? –dice sin quitarle ojo a su esposa.
          –Mamá, siéntate aquí conmigo y mira esto –saca la fotografía del padre de Topanga Sizemore–, ¿le reconoces?
          –Nunca le he visto –responde evitándola.
          –¿Estás segura? –Opal insiste.
          –¡He dicho que no le conozco!
          –¿Sabes de quién es la letra de esta postal? –muestra la tarjeta.
          –Puede ser de cualquiera –responde cada vez más pálida.
          –Es tu caligrafía madre, característico en ti los palitos de las letras altas, ¿o no?
          –Pues no sé, si tú lo dices, será, pero vamos que yo no lo he escrito –Opal Nelson tomó la palabra y no escatimó en cada detalle de los últimos descubrimientos. Por ejemplo, que el padre de la abuela Tillie, nacida fuera del matrimonio, es decir bastarda, era el padrastro del padre de Topanga y por tanto descendiente directo de los indios Cherokee, un superviviente de El Sendero de las Lágrimas. También pronunció el apellido Gunter y, por último, Salali, es ahí cuando la madre no puede más y se derrumba, paró en seco al esposo a punto de montar en cólera y se sonó la nariz.
          –Para mí está siendo bastante difícil digerir que gran parte de lo vivido anteriormente, en cierto sentido, no se ha ajustado a la realidad, no digo que haya sido una mentira, pero tantos desprecios que le habéis hecho a la abuela Tillie y he presenciado sintiendo vergüenza ajena, de alguna manera han marcado mi forma de ser.
          –Nunca quisimos engañaros, entendimos que ocultarlo sería más fácil para vosotros sintiéndoos auténticos ciudadanos del sur, estadounidenses con arraigo, hombres y mujeres de ley, pero tu abuela era testaruda como ella sola, jamás transigió y mira por dónde fue a dar contigo que también lo eres, y así estamos, a un paso de hundir los pies sobre tierras movedizas –volvió a mediar el padre.
          –Nunca he entendido por qué os avergonzáis de nuestra procedencia, es como negarle a la naturaleza quiénes realmente somos, yo en estos momentos lo tengo muy claro: la nieta de una india Cherokee con vestidos de occidental que jamás se sintió cómoda llevándolos.
          –Coge el abrigo y ven conmigo, Opal –dijo su madre sacando desde las entrañas un tono de voz autoritario. Afuera, las rachas de viento cortante abofetearon sus caras. La mujer pulsó el interruptor que abría la puerta del garaje, entraron, y la luz dejó al descubierto muchos trastos amontonados: herramientas quizá ya inservibles, cajas de cartón con ropa antigua, juguetes mutilados y muchos recuerdos escolares. Adentro también estaba la vieja camioneta que apenas nadie conducía, se puso al volante e indicó a su hija que ocupase el asiento del copiloto–. Abróchate el cinturón.
          –¿Quieres que conduzca yo?
          –Todavía tengo reflejos. –La carretera que lleva de Tennessee a Carolina del Norte tenía bastante tráfico, en un principio Opal Nelson no reconoció el paisaje, pero según sumaban millas…
          –¿A dónde se supone que vamos? –pregunta.
          –Ya lo verás –¡Y lo vio, vaya que si lo vio! Enseguida iniciaron ruta hacia las Smoky Mountains y, aunque por un momento pensó que se dirigían al territorio encerrado en el límite Qualla, donde se encuentra la Reserva Cherokee, no confundir con el pueblo, la madre tomó otro camino…
          Encima del intenso dolor por la pérdida del pequeño de los O’Neal, ahora sumaban también la inquietante preocupación por los hijos varones, incluida Aretha, cuyo cambio desde que volvieron de Oak Ridge era bastante significativo. Cuando el matrimonio oyó hablar de nitazenos, pensaron que sería un nuevo medicamento contra alguna de las enfermedades raras o crónicas que se ensañan con la humanidad, después supieron que se trataba de una de las llamadas “drogas de diseño”, aparecida por primera vez en el Medio Oeste como una sustancia blanca en polvo que algunos confundieron con cocaína. La Agencia de Control de Drogas de Estados Unidos, en 2022, hizo público que se encontró igual componente en pastillas azules de más fácil distribución. Poco más se supo al respecto salvo que sus efectos tóxicos eran más fuertes que la morfina y fentanilo, además de que ralentizan los sistemas respiratorio y nervioso, pudiendo llegar incluso a provocar la muerte. Cada miembro de la familia como era de suponer se sentía desubicado, vacío, perdido en un laberinto sin salida donde faltaba uno de los suyos. Sin dinero ni perspectiva de encontrar trabajo a corto plazo, el padre y la madre hacían malabares con los ahorros para estirarlos hasta que no quedase nada. Todos buscaban desesperados una salida a la delicada situación económica, pero nadie los contrataba a pesar de estar dispuestos a realizar cualquier tipo de tarea siempre que fuese honrada, la soga la tenían cada vez más apretada y el oxígeno menos fluido. Meses después llegaron a Orlinda un grupo hombres interesados en un terreno abandonado a las afueras para montar no se sabía muy bien qué. Apenas quedaba en pie el establo y de lo demás sólo la base de los cimientos. Una mañana, comprando en el supermercado, hablaron entre ellos que necesitaban contratar a gente: encargado de obras, operarios y personal de construcción, de limpieza, etcétera. Aretha O’Neal y sus hermanos mayores lo oyeron por casualidad, volvieron a la casa y, absolutamente emocionados, dijeron que las cosas muy pronto se iban a solucionar. Sin embargo, los forasteros eran tipos bastante peligrosos…
          –¿Notas a los hijos raros? –preguntó a su esposa el señor O’Neal.
          –Hace tiempo, y si es la niña, mucho más. ¿Crees que se habrá enamorado? Los pobres han sufrido tanto con la muerte del niño que un respiro no les vendría nada mal –responde preocupada.
          –No sé, desde que se juntan con esos chicos tienen un comportamiento extraño –añade él escueto.
          –Sí, muy excitados y un lenguaje más violento –aparece el pequeño de la familia y se tira a los brazos de la madre, desde que falta su gemelo parece como si hubiese retrocedido a la etapa de bebé.
          –¿No crees que tendríamos que informarnos y saber a qué se dedican? Se oye que van a abrir un negocio, que han empezado ya las obras, pero he pasado por allí varias veces y todo sigue igual, aunque esta semana, tanto ellos como la niña han traído su primer sueldo. La otra noche se pusieron muy nerviosos cuando les dije que a mí también podrían darme allí un empleo de lo que fuese, que soy el cabeza de familia y estoy en la obligación de manteneros.
          –Eso es una bobada, querido, nosotros siempre hemos trabajado los dos. ¿Dijeron algo?
          –Claro, que soy abogado y no albañil.
          –Por cierto, mañana empiezo a dar clases particulares a unos niños, no pagan mucho, pero ayudará.
          –Total, que el único que no encuentra soy yo. –Días después de producirse esa conversación, mr. O’Neal decide seguir al mayor de sus hijos…
          Aunque el orgullo le impediría reconocerlo es muy probable que en la conciencia de Alvin Evans hubiese un antes y un después tras atropellar al pequeño. Apenas cuidaba de la granja dejando que gallinas y conejos campasen a sus anchas convirtiéndose en cebos fáciles para lobos y demás depredadores exentos de la vil amenaza de su escopeta. Hacía días que arrastraba una pierna y apenas podía moverse del sillón de orejeras posicionado frente a la tele, sin embargo, le preocupaba lo que pudiese estar pasando en Orlinda, así que, se obligó a darse un baño, arregló un poco la barba, cogió unos tejanos limpios y fue a visitar a los Brady para que hiciesen volver a los chicos, ya que, en el fondo, pensaba que la pobre familia O’Neal recibió suficiente castigo al morir su hijo. El viejo Jordan, como siempre, se mostró hospitalario con él.
          –Tienes que parar a tus primos, esa pobre gente ha sufrido demasiado enterrando al hijo –dice Alvin tras permanecer unos minutos en silencio.
          –Me temo que las nuevas generaciones han acabado con mi autoridad, ya no pinto nada, pero tampoco quiero –responde el granjero.
          –Aquello nunca debió pasar, fue un descuido por mi parte y yo tengo toda la culpa.
          –No, fue un accidente, cosas inevitables que suceden en la vida, sin más.
          –Dime la verdad, ¿qué han ido a hacerles? –pregunta.
          –Nada por lo que debas de preocuparte, tú ocúpate de criar un buen pavo para Acción de Gracias aunque todavía queda.
          –No me trates de idiota, he oído por ahí cosas muy preocupantes –le dice al viejo granjero que, como él, en muchos aspecto están desfasado.
          –Muy bien. ¿Has oído hablar de la droga de diseño que se llama nitazenos?
          –No, ni idea.
          –Pues la negrita y sus hermanos mayores se han hecho adictos, nuestros muchacho les han introducido en el negocio, tienen una tapadera, un solar que en teoría arreglarán para gestionar una nueva empresa, pero es mentira. Les ofrecen una cantidad de dinero bastante tentadora a cambio de que la distribuyan en las escuelas y los colegios, entre los compañeros, aunque nuestro principal objetivo será engancharlos, los históricos del Klan opinan que no han tenido suficiente escarmiento. –Alvin Evans, que sabía muy bien lo que era perder a un hijo, discrepó en todo, pero de poco sirvió.
          –¿Tú te estás oyendo, Jordan? –se le llenaron los ojos de agua–, a veces damos miedo, la vida ya la tienen arruinada para qué más.
          –Haré como que no te he escuchado. En pocas semanas volverán y todo habrá acabado. Aquel jodido negro fue una vergüenza para nuestro país al defender al gay y encima ganar el juicio, intolerable. Nuestros métodos de castigo han cambiado, ya no quemamos cruces ni damos palizas, pero usamos otras herramientas tan certeras como aquellas.
          –Me pregunto si merece la pena tanto sufrimiento, esa pobre gente ha pagado un precio muy alto y, aunque estoy de acuerdo con vosotros, me parece una barbaridad.
          –¡Uy!, te están ablandando y eso no nos conviene.
          Alvin Evan regresó a su casa con una idea muy clara en la cabeza: encendió una vela ante el altar donde tenía la foto de su hijo, militar de profesión, que perdió la vida en Afganistán, en 2002, en la Operación Anaconda, elaboró el moonshine de mucha calidad cuya fórmula secreta heredó de sus abuelos, cenó copiosamente a base de pollo frito picante, con pan blanco y sus encurtidos preferidos como eran los pepinillos, jengibre y cebollas; echó de comer al ganado y relleno los recipientes con agua para que no les faltase, dejó encendida la bombilla del porche y, con la emisora de radio Sólo Country, bebió hasta el amanecer. Tres días después unas mujeres fueron a la granja para comprar huevos, lo llamaron y, viendo que no contestaba y que la puerta del granero estaba semiabierta, entraron y lo encontraron ahorcado igual que él encontró, años atrás, a su esposa. Junto a la botella de whisky casero y el vaso aún con restos de alcohol había una nota en la podía leerse: vivir es una mierda…